El 7 de agosto de 2014, el Congreso del estado de Chihuahua declaró al municipio de Cuauhtémoc “Municipio de las Tres Culturas”, con el fin de “reconocer la convergencia y manifestación de las culturas mestiza, menonita y rarámuri,1 que habitan la región. Luego del anuncio, Humberto Pérez, ex presidente municipal de esta población y diputado local, en compañía del presidente municipal de Cuauhtémoc en ese entonces, Heliodoro Juárez, celebró su aprobación y comentó que “la propuesta traería grandes beneficios sociales y de identidad en la región”. Desde entonces, el nombre del municipio es “Cuauhtémoc, la ciudad de las Tres Culturas”.
En este marco, desde 1994 y por iniciativa del gobierno municipal se ha llevado a cabo el Festival de las Tres Culturas, que busca “celebrar a las tres culturas que enriquecen al estado de Chihuahua” (SIC, 2008). En 2015, durante las dos semanas que abarcó el Festival (Imagen 1), la ciudad fue sede de varios conciertos, exposiciones, bailables, foros, conferencias, etc., en las que participaron algunos menonitas, rarámuris y sobre todo mestizos, entre los que se contaron cantantes y grupos musicales de renombre nacional. La ciudad y los caminos que llevan a ella se llenaron de publicidad en torno al Festival, donde aparecían retratados hombres y mujeres pertenecientes a cada grupo, vestidos a la manera “tradicional”.2
El tiempo de esta es, como sabemos, una oportunidad para la afirmación y la ruptura del orden cotidiano de las cosas, se aprovecha para imaginar y poner en marcha mundos y relaciones diferentes, mientras se convierte la celebración en una representación que la sociedad hace de sí misma, afirmando sus “valores y perennidad” (Pizano et al., 2004: 20). En este caso, el festival promovido por y desde el gobierno municipal tiene como objetivo la creación de un ambiente de celebración popular donde convergen tres culturas en un mismo territorio, a la par que se desdibujan las distintas posiciones que cada una de ellas ocupa dentro de la jerarquía de la relación interétnica en la zona.
Tras bambalinas aparecen las desigualdades y los conflictos, característicos del proceso de construcción de las relaciones que afecta a las tres etnias de la región, que han sido negadas desde los espacios de comunicación oficiales y populares. Por ejemplo, el municipio de Cuauhtémoc recibe año con año a migrantes temporales, sobre todo rarámuris, quienes buscan trabajo en las huertas manzaneras y en los campos agrícolas de mestizos y menonitas, pero su presencia no es celebrada desde la perspectiva del enriquecimiento cultural, sino, como ocurre también en la capital del estado (Chihuahua), porque se considera un problema de salud y gobernanza públicos. Por ello, en este artículo me propongo dar cuenta de los procesos sociales mediante los cuales, los distintos grupos socioculturales insertos en la vida cotidiana y económica de la ciudad se relacionan entre sí. Para ello contrastaré el discurso oficial donde son invisibles tanto las relaciones diferenciadas entre estas “tres culturas”, como la jerarquización que predomina en la construcción de tales relaciones. También analizo la forma en cómo se han construido las políticas multiculturales y las relaciones interculturales en esta región del país.
¿QUÉ MULTICULTURALIDAD?
Žižek (2008: 56) define el multiculturalismo como “una forma inconfesada, invertida, autorreferencial de racismo... que mantiene las distancias”, además de concebirlo como la forma ideológica del capitalismo global. Kymlicka y Keith (2007), por su parte, centran su atención no en el concepto como tal, sino en su operatividad, es decir, en las políticas multiculturales que las democracias occidentales ponen en marcha para “tratar con la diversidad”. En el caso del municipio de Ciudad Cuauhtémoc, es posible observar cómo se ponen en juego ambas perspectivas. Si bien es cierto que Kymlicka y Keith (2007) argumenta contra sus críticos que las políticas multiculturales son una herramienta a través de la cual los inmigrantes, las minorías étnicas y los pueblos indígenas reivindican algunos elementos de su identidad y cultura bajo la cobertura del reconocimiento legal, la perspectiva de Žižek (2008) añade a la crítica el elemento invisible de la desigualdad y la estratificación de las relaciones sociales en el contexto de la primacía de las relaciones sociales y económicas que giran en torno al mercado.
El Festival de las Tres Culturas, en este sentido, no ha logrado introducir en la región el espíritu de reconocimiento positivo que pregona entre los tres grupos que forman parte del mismo, porque en este municipio el racismo invertido (Žižek, 2008: 56) disfraza por medio de la celebración la relación de explotación que se da entre mestizos, menonitas, y los así llamados “tarahumaras”. Como también afirma Žižek:
El multiculturalismo es un racismo que ha vaciado su propia posición de todo contenido positivo... pero, no obstante, la mantiene en cuanto privilegiado punto hueco de universalidad desde el que se puede apreciar (o despreciar) las otras culturas. El respeto multicultural por la especificidad del “otro” no es sino la afirmación de la propia superioridad (Žižek, 2008: 57).
Por un lado, la iniciativa del festival corresponde además al creciente auge económico iniciado a partir de la década de 1990, época en que la región comenzó a posicionarse hasta alcanzar el tercer lugar en desarrollo económico en el estado de Chihuahua. Su aparición ha resultado uno de los proyectos de promoción del turismo más importante de la zona, y es posible que responda también a un intento por parte del gobierno mestizo para vincular o involucrar a los colonos menonitas como parte del rostro multicultural de la región, pues estos últimos, como veremos más adelante, a lo largo de la historia se han resistido a su integración. Por el otro lado, la inclusión en este festival de la presencia folklorizada del indígena rarámuri, corresponde a la tradición más indigenista de nuestro país, que al ser apropiada por el gobierno nacional, devino tanto en la ideología sobre la “vuelta o la búsqueda de las raíces” como la celebración de las particularidades culturales que resultan más exóticas, al mismo tiempo que ha limitado, por no decir obstaculizado, el ejercicio de los derechos políticos y sociales de los pueblos originarios.
¿PODEMOS HABLAR DE INTERCULTURALIDAD?
La Colonia Manitoba tiene una organización particular. Cada uno de los tres subgrupos religiosos cuenta con su propio modelo educativo, de los que sólo el sistema de educación “liberal” está incorporado en su totalidad a la Secretaría de Educación Pública (SEP), e incluye la enseñanza del español, el inglés y el alemán. El sistema Kleingemeinde está incorporado de manera parcial a la SEP, porque en su currícula incluye algunas materias de conocimiento general y la enseñanza del español y el inglés, pero mantiene su carácter de educación religiosa. Estos dos modelos son los únicos en los que los niños obtienen un certificado oficial. El sistema Altkolonier se organiza todavía bajo el modelo tradicional: seis años de educación religiosa además de matemáticas básicas y escritura del alemán. Los Altkolonier no enseñan español o algún otro idioma en sus escuelas, es por esto que, a casi 100 años de la llegada de los menonitas a aquel territorio, la mayoría de las mujeres y niños no habla español. Por otro lado, pocos mestizos hablan plattdeuscht, que es el idioma materno de los menonitas, y casi nadie domina la lengua rarámuri. Hoy en día, en las escuelas mestizas y menonitas la educación no es trilingüe, como correspondería al “caso apasionante de coincidencia, convergencia y adaptación” que representaría la ciudad de las Tres Culturas. Frente a este panorama, ¿cómo podemos hablar de interculturalidad en una ciudad multicultural como Cuauhtémoc? Como apunta Jordán Sierra, al referirse al papel que la educación juega en la puesta en escena de valores y modelos que faciliten la convivencia intercultural:
La actual situación social multicultural, en efecto, caracterizada por un mundo a menudo oscurecido por conflictos de corto y largo alcance, en el que la exclusión y negación del “otro” está en el ojo del huracán, demanda con urgencia una educación ética radical, capaz de superar todo tipo de “egocentrismo” -personal o grupal- latente en toda expresión de etnocentrismo, xenofobia, racismo o tribalismo étnico, para contribuir así al florecimiento de una convivencia intercultural enriquecedora (Jordán Sierra, 2003: 227).
El discurso político oficial sobre la convivencia entre culturas en Ciudad Cuauhtémoc se ha construido sobre eufemismos e ilusiones, como argumentaré a continuación.
EL NACIMIENTO DE UN MUNICIPIO
Ciudad Cuauhtémoc nació como resultado de un conflicto agrario entre los ex soldados revolucionarios asentados dentro de la propiedad de los Zuloaga, y los menonitas, que migraron masivamente a la región luego de adquirir una parte de estas tierras (entre 1922 y 1926 se asentaron cerca de 6 000). Al término del movimiento armado revolucionario de 1910, la familia Zuloaga, que había prestado cierto apoyo a Francisco I. Madero, junto con la gente que trabajaba en la hacienda, experimentó una profunda crisis económica a causa de la desintegración del sistema hacendario del que dependían:
A principios de los años veinte, cuando el presidente interino Adolfo de la Huerta pacificó al Centauro del Norte, la heredad de los Zuloaga estaba arruinada [...] vaqueros y pastores con sus familias, carentes de vacas, mulas, borregos o bueyes, se convirtieron en resignados agricultores de azadón. Perdida su condición de trabajadores de la hacienda, muchos acabaron convirtiéndose en medieros y otros emigraron a otros lados (Castro, 2016: 30).
Y fue con estos medieros y arrendatarios que se crearon las primeras rancherías en la zona, en torno a la estación de ferrocarril de San Antonio de los Arenales, y con ellos nació después el germen del movimiento agrarista de la región, que centró sus demandas en la creación de ejidos para la recién formada población campesina. En 1920, este movimiento comenzó a gestionar el fraccionamiento de la tierra bajo el liderazgo de Belisario Chávez (Castro, 2016: 176); frente a la inminencia del conflicto agrario que se avecinaba, la Casa Zuloaga gestionó la fragmentación y venta de sus vastas propiedades por medio de su administrador Alfredo Madero, tío de Francisco I. Madero.
A la par, los menonitas que formaban parte de los grupos conservadores en Canadá (Altkolonier y Sommerfelder principalmente) habían iniciado la búsqueda de un territorio nuevo donde poder vivir lo que consideraban los principios sustantivos de su identidad étnico-religiosa en aquel tiempo. En sus propias palabras, los menonitas buscaban
un lugar... donde quizá nadie más quiera vivir, en el cual podamos fundar una colonia, lejos del mundo, donde podamos criar a nuestros hijos a salvo de las leyes comunes, en la verdadera fe de nuestros padres” (Sawatzky, 1971: 35).
Entre 1920 y 1922 enviaron embajadores a toda América Latina para explorar los terrenos tanto físicos como políticos en el sur del continente, pues una de las condiciones que buscaban para llevar a cabo tan grande empresa tenía que ver con la negociación de ciertas concesiones jurídico-políticas extraordinarias entre las que se encontraban: la libertad religiosa y administrativa de sus colonias, el derecho a sostener sus propias escuelas y mantener su propio sistema educativo religioso, la exención del servicio militar y de la prestación de juramentos (Sawatzky, 1971: 40). En 1922, una delegación menonita se entrevistó con el entonces presidente Álvaro Obregón y el secretario de Agricultura, con quienes negociaron el documento conocido como Privilegium (Taylor, 2005: 17).
Una vez concedidas sus peticiones por el gobierno federal, los menonitas adquirieron 150 000 acres de la Hacienda de Bustillos a la Casa Zuloaga, y se prepararon para salir de Canadá. Cuando en México fue conocida la noticia de la adquisición de las tierras por parte de los colonos extranjeros, los conflictos con el movimiento agrario no se hicieron esperar. Los habitantes de algunas rancherías dentro de los terrenos recién adquiridos se negaban a irse, y los menonitas comenzaban a presionar al gobierno federal con dar marcha atrás a la colonización si no se hacía efectivo su derecho a tomar plena posesión de sus tierras (Castro, 2016: 188). El conflicto se extendió de 1922 a 1924, año en que la Comisión Nacional Agraria (CNA) resolvería dar respuesta a la necesidad de dotación de tierras para el recién formado ejido San Antonio de los Arenales, con la finalidad de reubicar a los habitantes de las rancherías mencionadas. El convenio inicial entre los agraristas y la Casa Zuloaga fue de 1 500 hectáreas por cada jefe de familia, sumando un total de 75 000 hectáreas. La Casa Zuloaga además se encargaría del traslado de la gente y la dotación de estas tierras; sin embargo, en febrero de 1924 la CNA dispondría dotar tan sólo de 4 000 hectáreas al ejido de San Antonio, convenio que los agraristas, ante la presión del propio gobierno federal, tuvieron que aceptar. En 1926, el ejido cambió su nombre a Cuauhtémoc, y en 1927 adquirió el estatus de municipio (Castro, 2016:193).
También en 1922, el gobierno estatal de Chihuahua promulgaba la Ley Agraria del estado, que “ fijó un límite a la propiedad [...] y dispuso el acceso a la tierra para los pequeños agricultores por medio de colonias” (Domínguez, 2004: 11), y que apuntaba a la creación de una economía agraria capitalista basada en la propiedad privada y la inversión extranjera. En ese mismo periodo, pero a nivel nacional, Obregón pugnó por la colonización extranjera de los vastos territorios deshabitados del norte, especialmente en Chihuahua (Domínguez, 2004: 7). Esta empresa, sin embargo, enfrentó al gobierno estatal con el nacional en un conflicto de intereses sobre la cuestión agraria, el control y el aprovechamiento del territorio en disputa, y el desmantelamiento de las fuerzas sociales que se activaron con la Revolución (Domínguez, 2004: 7-10). Pero este conflicto interno no impidió “el arribo de las colonias menonitas, cuyos líderes habían logrado obtener de Obregón grandes concesiones y privilegios para establecerse en 100 mil hectáreas del latifundio de los Zuloaga” (Aboites, 1989: 81). Fue así como en menos de cuatro años, con la llegada de los menonitas y la “solución” al conflicto agrario, el paisaje físico y étnico cambió de manera drástica, como registra en su crónica Fernando Jordán (1981: 369):
En torno a la Laguna de Bustillos, los terrenos de agostadero se fueron convirtiendo en tierras de cultivo, y de trecho en trecho, sobre las mesetas ocupadas por los campos de avena, fueron creándose pequeñas aldeas de tipo europeo, con calles rectas y casas amplias, de dos pisos y techos de dos o cuatro aguas, ventiladas y limpias y rodeadas de jardín y huerto. En el centro de estos llamados “campos”, San Antonio de los Arenales sufría una transformación.
Pero mientras los cronistas de la época insisten en contar cómo fue que el territorio chihuahuense adquiría su identidad nacional, los menonitas de aquel entonces se consideraban a sí mismos exiliados, que habían tenido que salir de Canadá por razones de conciencia religiosa en un principio, y que después con la intervención judicial del gobierno canadiense se habrían convertido en políticas (Janzen, 2014). En la búsqueda de otro lugar donde asentarse, ellos mismos negociaron, sobre la base de sus experiencias anteriores,3 a que se les dejase vivir según sus propios criterios, con la venia del gobierno de Álvaro Obregón. Con esto quiero decir que los menonitas que llegaron a Chihuahua en 1922, no estaban interesados en contribuir al desarrollo regional, ni esperaban que como respuesta a su presencia, el gobierno estatal reconociera la emergencia de un nuevo núcleo urbano, al que elevaría a la categoría de municipio en 1927, y que en el arreglo político de aquel tiempo, la Colonia Manitoba fuera incluida como parte del nuevo municipio. De hecho, fue en México que el crecimiento demográfico propio de las urbes alcanzó e, incluso, rodeó los asentamientos menonitas por primera vez en América Latina.
En Prusia, a finales del siglo XVIIII, fue expulsado este grupo de las ciudades porque lo consideraban una secta religiosa perniciosa (Estep, 2008: 117). Fue allí donde comenzó el proceso de formación étnica y la adopción de la agricultura como estilo de vida: en 1789 salieron de Prusia y llegaron a Rusia, a lo que hoy es Ucrania, como colonos agrícolas. Durante los casi cien años que vivieron allí, persistieron en su religión y costumbres, en el uso de la lengua y en el sostenimiento su propio sistema educativo. Al salir de Rusia y llegar a Canadá en 1874, también les fueron dadas tierras alejadas de los principales centros urbanos y los elementos en torno a los cuales construyeron su identidad étnica, continuaron (Loewen y Wolf, 2015: 8).
En 1922, los descendientes de aquellos antiguos peregrinos estaban orgullosos de haber hecho lo que debían con tal de preservar los principios de su identidad como pueblo escogido de Dios. Es decir, los menonitas como grupo étnico, a lo largo de la historia han construido las barreras y elementos diferenciadores para evitar el contacto e intercambio intercultural en cada una de las regiones a las que han llegado. Pues para ellos, el aislamiento o el apartarse de lo que todavía muchos consideran el mundo (la otredad fuera de su propia comunidad) es más un mandato religioso que una cuestión social (Wall, 1969: 123). Sin embargo, la cercanía de la estación de ferrocarril de San Antonio de los Arenales y el resultado de la lucha agrarista en la región, antes mencionadas, fueron los principales factores del “inconveniente” crecimiento demográfico de los vecinos mestizos de los menonitas. Así, desde sus inicios en 1922, el ejercicio de la colonización menonita se insertó en una serie de conflictos regionales de carácter socio-político que contribuyeron a la activa delimitación de sus propias fronteras en términos étnicos, pero también territoriales, en contraste con el contexto que encontraron en las estepas vacías de Canadá y Rusia, por ejemplo.
La vecindad con el también incipiente núcleo urbano de Ciudad Cuauhtémoc, fue vista con recelo por parte de los líderes religiosos Altkolonier, quienes prohibieron, por ejemplo, el uso de llantas de hule en los vehículos motorizados y tirados por caballos, con el n de desalentar las visitas al pueblo mestizo por temor a la mezcla de sangre, que es todavía un rasgo empleado por los menonitas contemporáneos para explicar su resistencia a los matrimonios interétnicos, y su insistencia en mantenerse lejos de los asentamientos no menonitas.4
Taylor Hansen (2005: 21-22), por su parte, señala el descontento que hubo entre los pobladores mexicanos frente a la llegada de los menonitas:
Casi desde el arribo de los primeros grupos de colonos, hubo varios robos cometidos contra los menonitas, principalmente de dinero y alimentos. También hubo algunos casos aislados de asesinato y violación de mujeres. En abril de 1921, el gobierno federal envió un piquete de soldados para proteger a los colonos. Los asaltos siguieron, sin embargo, y los menonitas, a pesar de su pacifismo, decidieron armarse y salir en persecución de aquéllos quienes creían culpables. También organizaron patrullas para vigilar las aldeas y sus alrededores durante la noche. A finales de 1929, el gobierno federal empezó a destacar piquetes de soldados en cada aldea. Los oficiales encargados tenían la autoridad para enjuiciar en seguida a las personas acusadas y, si según su criterio eran consideradas culpables, llevar a cabo su ejecución. La aplicación de esta drástica medida resultó en una disminución notable de los casos de robos y otros actos criminales contra los menonitas.
Este atropellado inicio de las relaciones interétnicas en la región, orientó el desarrollo posterior de ellas y contribuyó a la construcción de las fronteras simbólicas, raciales, territoriales e, incluso, económicas que se viven hoy en aquella región.
¿Y LOS RARÁMURI?
La llegada de los españoles al territorio de lo que hoy es Chihuahua estuvo acompañada de la lucha armada y cruenta contra los apaches y comanches, por un lado, y el sometimiento de los “pueblos de paz” por el otro, entre los que se contó a los tarahumaras después de someterles poco a poco (González y León, 2000: 43). Las relaciones que las élites regionales, convencidas de su ascendencia criolla, sostuvieron con los indios de la región fueron desiguales, racistas y violentas: las crónicas registran que ya desde los tiempos de la Colonia, su desplazamiento por parte de los españoles y mestizos dentro del territorio chihuahuense estuvo marcado por el conflicto y el enfrentamiento violento. “Cazando indios” se podía hacer carrera social y política que redituaría en la consecución de cierto tipo de beneficios. Los agraristas, incluso, argumentaron que las tierras que recién compraban los menonitas les pertenecían por derecho, pues algunos de sus antepasados habían sido compañeros de correrías de Pedro el Cojo, antiguo cazador de apaches (Castro, 2016: 187). No obstante, como señala Aboites (2000: 486), el proceso de mestizaje de las élites criollas comenzó a finales del siglo XVI con la llegada de
tlaxcaltecas, peones y arrieros michoacanos y mexicanos; más adelante por el arribo de trabajadores del centro del país que buscaban los mejores salarios del ferrocarril [y también hay que tomar en cuenta] el regreso de los expatriados y el fenómeno de las maquiladoras
pero la negación de la mezcla responde a los intereses de las élites burguesas del norte del país por vincularse con el criollismo, pues identificarse con los españoles fue el intento de escribir una historia “épica, blanca y exenta de indios” (Aboites, 2000: 487), que tuvo la finalidad de construirse a sí mismos como los conquistadores del desierto, gracias a la fuerza moral y la disciplina austera de los primeros pioneros.
Los rarámuri, por su parte, respondieron en función de los acontecimientos: consideraron al hombre blanco o chabochi como una representación del mal, opuesto a todo lo sagrado y se replegaron hacia la sierra (González y León, 2000: 13). Fueron los mestizos “criollos” quienes llevaron la disputa por el territorio al nivel de las instituciones jurídicas y legales, imponiendo y manejando a conveniencia acuerdos y tratados sobre la división y propiedad de la tierra, reconfigurando a lo largo de tres siglos el rostro de las fronteras territoriales y de las relaciones sociopolíticas en Chihuahua. Mientras tanto, los apaches y comanches seguían luchando por la conservación de su territorio. Por ello representaron un “severo obstáculo no sólo para los gobernantes y terratenientes chihuahuenses, sino también para la simple expansión del capital, lo mismo que para la consolidación del Estado” (Aboites, 1989: 69), hasta su derrota en 1885.
Por otra parte, el contexto del movimiento revolucionario en el estado de Chihuahua estuvo marcado por el despojo y la apropiación de tierras iniciados por unas cuantas familias que se habían erigido como los defensores de la sociedad durante la guerra contra los apaches. Pero como el mismo Aboites (1989: 71) señala
con la terminación de esa guerra y ante el nuevo contexto económico local, se abrió paso al despojo de tierras de comunidades y pueblos tanto por las deslindadoras como por los propios terratenientes.
Estos atropellos se acompañaron, además, de la creación de leyes que imponían una estructura política vertical, en la que las comunidades y pueblos perderían su propia autonomía, lo que llevó a la rebelión de Tomochi en 1892.
Con la contracción de su territorio físico a causa del despojo y el avance de las mineras y de las compañías forestales, así como por la imposición de un modelo organizativo vertical en tiempos de la Colonia y la concentración en misiones o pueblos, los rarámuri tuvieron que transitar por la ruta de las relaciones interétnicas, como pueblos necesitados de asistencia y civilización. De hecho, en el discurso mismo del festival, ellos no son considerados fundadores del municipio de Cuauhtémoc, aunque sí se les observa como una especie de presencia fantasmagórica constante y son relegados al margen del diálogo y la negociación política que se da entre los mestizos y menonitas, quienes se ven a sí mismos como herederos del espíritu conquistador y progresista del hombre blanco.
En el imaginario folklorista que el festival impone, los indígenas de la sierra tarahumara también ocupan su lugar. A ellos se les puede ver andando y pidiendo kórima5 por las calles de Cuauhtémoc durante todo el año, pero en especial durante los meses de la faena fuerte en los huertos manzaneros, que es entre julio y noviembre. Entonces, los tarahumaras llegan a la ciudad por centenares y la mayoría se concentra en los albergues dispuestos por empresas como “La Norteñita” o por el gobierno para su alojamiento. Otros tantos, aunque son una minoría en comparación con los primeros, encuentran trabajo en los huertos de los menonitas, quienes les proporcionan techo y comida además de su salario.
Las condiciones que se viven en los albergues son lamentables: hacinamiento, insalubridad, frío y mala alimentación. En el 2001, para hacer frente a estas malas condiciones, se construyó la colonia Tarahumara a las afueras de Cuauhtémoc, que consistía en cierto número de casas para albergar a 50 familias (Peña, 2014: 65). Sin embargo, en temporada alta (que es la temporada de pizca de manzana principalmente), ni los albergues ni la colonia Tarahumara se dan abasto para recibir a todos los migrantes que llegan.6
Por si fuera poco, en el marco de las elecciones para gobernador de la entidad en 2016, el Consejo Supremo de la Alta y Baja Tarahumara se quejó ante los medios por haber sido excluida su representación en el equipo del panista Javier Corral, con el siguiente argumento: “la sierra salió a votar y votó por Javier Corral, lo mínimo que pudo haber hecho es integrar a sus representantes legítimos, en su equipo de transición”,7 esto porque los miembros del Consejo no quieren ser representados por personas no indígenas ante el nuevo gobierno. Y en el Festival de las Tres Culturas, donde la lucha política es sustituida por la lucha cultural, sus delegados son en su mayoría danzantes y músicos “tradicionales” de cierto renombre como la “Mariposa de la Sierra”, que logran cumplir con los requisitos de las convocatorias, y que condicionan la participación de los artistas, otro mecanismo para silenciar las demandas políticas y sociales e incluso culturales de sus organizaciones.
En este contexto, hay una doble representación sobre los indígenas en Ciudad Cuauhtémoc: por un lado, durante el festival, los mismos sujetos que son a la vez indígenas y jornaleros son despojados de su cuerpo histórico y de su subjetividad al ser representados desde el discurso y los espacios oficiales a través de su “cultura”. Entonces se habla de la dignidad de las “tradiciones ancestrales” y las “herencias culturales”, se escucha con respeto condescendiente la música que se trae “desde la Sierra”, se admiran los “bellos vestidos multicolores” y, sobre todo, se exalta la “resistencia y armonía con la naturaleza” de los sujetos que parecía que sólo existen en el aparador. Y por el otro, los jornaleros rarámuri se ubican en la escala más vulnerable de la estratificación social, que a su vez responde a un sistema de organización del trabajo “etnificado”. Son invisibilizados y puestos al margen de las decisiones políticas y económicas de los mestizos y menonitas, o bien, tratados como objetos del asistencialismo y la caridad. Son señalados desde los estereotipos que acompañan al indígena migrante en casi cualquier situación y se les imponen condiciones de vida que dificultan su habitar en el territorio mestizo o menonita, porque se les considera extraños de paso, “temporales”.
¿CÓMO CELEBRAR UNA COMUNIDAD INTERCULTURAL QUE NO EXISTE?
Los tarahumaras no confían en los ladinos.
Los ladinos abusan de los tarahumaras.
Los menonitas creen que los mexicanos son flojos.
Los mexicanos ven con recelo a los menonitas.
Los tarahumaras prefieren a los menonitas.
Los menonitas piensan que los tarahumaras son
como “animalitos”.8
Humberto Pérez hablaba de Ciudad Cuauhtémoc como “un caso apasionante de coincidencia, convivencia y adaptación” entre menonitas, mestizos y rarámuris, sin diferenciar los factores, el grado de complejidad y la calidad de las relaciones interétnicas que se establecen entre los tres grupos.
Dada su condición de tercera economía pujante en la región, y su cercanía con la sierra Tarahumara, no es coincidencia, sino atracción económica, social y política, lo que impulsa la migración temporal de jornaleros rarámuris a la ciudad, como tampoco es coincidencia, sino conveniencia política y económica lo que mantiene a los menonitas en su territorio a pesar del crecimiento urbano mestizo.
La convivencia intercultural en aquella ciudad, entonces, está condicionada por la estratificación y la territorialidad: las élites empresariales mestizas y menonitas coinciden en los eventos privados organizados por las cámaras de comercio. Las clases medias de ambos lados no coinciden en otros espacios públicos, salvo en los comerciales y recreativos. Algunos miembros de la clase trabajadora de Ciudad Cuauhtémoc, obreros y empleados, coinciden con los miembros de la clase trabajadora menonita dentro de los centros de trabajo creados en la Colonia Manitoba. Los jornaleros mestizos e indígenas coinciden en los huertos manzaneros mexicanos, y los menonitas a veces coinciden con los mestizos y los indígenas en los huertos menonitas.
La Colonia Manitoba y Ciudad Cuauhtémoc son parte de un territorio dividido desde sus orígenes en dos secciones no oficiales, pero que pueden observarse en la apropiación territorial y en la práctica administrativa, como nos muestra la Imagen 2: en la zona más austral se encuentra el territorio habitado por los mestizos, cuya base material es Ciudad Cuauhtémoc, y hacia el norte comienza el territorio habitado por los menonitas, mejor conocido como Colonia Manitoba. El sector principal donde se concentran y desarrollan las relaciones interétnicas entre estos tres grupos, está conformado por el noroeste de la ciudad, que es donde se encuentran las instalaciones de “La Norteñita” y las huertas manzaneras de los mestizos; y el suroeste de la Colonia Manitoba, donde se ubican también las huertas manzaneras menonitas. Es una zona de “frontera” entre ambos territorios, y la principal vía de comunicación que los conecta es la carretera Cuauhtémoc-Álvaro Obregón, mejor conocida como “corredor comercial”. Es a estas tres zonas de encuentro, a lo que llamo la región de contacto interétnico.
En esta área, el territorio y las relaciones estratificadas construyen una suerte de “rutas de tránsito jerarquizado”, a través de las cuales, menonitas, mestizos y rarámuris definen su posición en la relación intercultural claramente asimétrica.
Rutas y formas de desplazamiento
El Corredor Comercial Menonita es una carretera de 40 kilómetros de largo que empieza en la salida norte de Cuauhtémoc, atraviesa la Colonia Manitoba y conecta con el poblado mestizo de “Rubio”, que pertenece al municipio de Namiquipa, rumbo al norte del estado. A ambos lados se encuentran ubicados los comercios, fábricas, hoteles, restaurantes y talleres de los menonitas que, según las estadísticas del municipio, dan empleo a más de 7 000 personas;9 muchas de ellas son mestizos que ofrecen sus servicios como empleados o profesionistas y también hay rarámuris, aunque en menor medida, que trabajan en las tierras de siembra menonitas. A pesar del considerable número de personas que todos los días transita por esta zona, llama la atención la ausencia de transporte público sobre el corredor. Los mestizos que trabajan ahí tienen que llegar en automóvil particular o taxis, pues no hay otra forma de transportarse, lo cual también significa que después de la jornada laboral ya no hay motivo para que los mestizos transiten por el territorio menonita. Incluso si uno quiere visitar el Museo Menonita que se encuentra en el kilómetro 10 de este corredor, debe contratar un servicio turístico o llegar en auto o taxi desde la ciudad. En cuanto a los rarámuris, durante el día se pueden observar algunas familias recorriendo el corredor y pidiendo kórima en los pocos cruceros que hay o a la puerta de restaurantes y bancos, en su mayoría. Algunos de ellos trabajan en los sembradíos menonitas dentro de la Colonia Manitoba y sus patrones les proporcionan vivienda.
El centro de Ciudad Cuauhtémoc es un punto de intercambio comercial importante. Ahí se concentran las oficinas de gobierno, los bancos, las grandes cadenas comerciales de abarrotes, las tiendas de ropa, tela, zapatos, papelerías, farmacias, etc. Durante toda la semana se pueden ver familias o parejas de jóvenes menonitas paseando o de compras; su particular forma de vestir, así como su color de piel destaca entre los mestizos, pero aquí ellos no son empleados ni prestan ningún servicio, sólo transitan por la ciudad como turistas y consumidores; tampoco viven aquí, ni fomentan amistad entre los mestizos de la ciudad, salvo con aquéllos con los que se relacionan dentro de su territorio en el contexto de una relación de trabajo o intercambio comercial.
“La Norteñita” y “Quintas Lupita” se encuentran en la zona de convivencia interétnica que mencioné antes. La primera pertenece a una familia de mestizos que durante años se ha especializado en la producción, venta y exportación de manzana. La segunda es una zona de huertas manzaneras menonitas que también produce y vende al mercado nacional y norteamericano, en su mayoría. En ambos lugares, durante la temporada más alta de trabajo pueden observarse camiones que llevan y traen a los jornaleros rarámuris y mestizos a los huertos y campos de trabajo. “La Norteñita” tiene un albergue para sus jornaleros que no admite parientes, lo cual representa un problema vital. Las familias se separan y no hay un lugar para atender a los hijos, a quienes no se les permite trabajar en las huertas; por ello, la mayoría opta por dejar que el varón tome el empleo mientras que las mujeres y los niños salen a caminar en busca del kórima y la venta ambulante. Debo mencionar que el fenómeno de los rarámuris caminando por Cuauhtémoc y el corredor comercial se ha “normalizado” entre sus habitantes, y no es ni representado ni mencionado como problemática social que tiene su origen en las políticas de los empresarios mestizos.
Con lo anterior quiero ilustrar que la construcción de las rutas de tránsito jerarquizadas de las que hablé antes, ha sido gestionada desde cada territorio en función de sus intereses y la preservación de sus fronteras. La ausencia de transporte público es síntoma de esta dinámica, así como la concentración de la fuerza de trabajo rarámuri en una zona específica de la ciudad. La cooptación de las posibilidades de movilidad forma parte de una política de administración del espacio y de los cuerpos que pueden habitar y transformar ese lugar. Por el otro lado, es posible afirmar que dentro de estas rutas de tránsito jerarquizadas, hay zonas que, para aquéllos cuya presencia dentro de cierto territorio está condicionada por la jornada de trabajo, las compras, los negocios o el ocio, representan no lugares,10 siguiendo a Marc Augé (1993), que también se llenan de significados positivos o negativos en función del imaginario subjetivo y popular, como ilustra la Imagen 3.
Sin embargo, hoy en día hay una convivencia un poco más estrecha entre los tarahumaras y los menonitas, aunque dentro de una escala social bien identificada. Los menonitas los contratan como jornaleros y les ofrecen un lugar donde vivir dentro de sus propiedades, lo cual ha generado pequeños enclaves familiares tarahumaras dentro de la Colonia Manitoba. Por lo general, los menonitas liberales,11 que son quienes llevan a cabo esta práctica, intentarán que los rarámuris se conviertan a su religión. Durante mi estancia en la Colonia Manitoba pude observar que en algunos servicios religiosos de los menonitas liberales se hacían presentes algunas familias tarahumaras.
A MODO DE CONCLUSIÓN: RACISMO Y MULTICULTURALISMO EN CIUDAD CUAUHTÉMOC
He descrito cómo se han construido desde hace casi un siglo las relaciones interétnicas e interculturales en Ciudad Cuauhtémoc. He hablado sobre la inexistencia de una comunidad intercultural en esta ciudad, si por ello entendemos “la construcción de relaciones equitativas entre personas, comunidades, países y culturas” (UNESCO, s.f.).
Lo que se observa más bien son relaciones sociales de interdependencia que se construyen sobre la base de la estratificación y la jerarquía etnorracial. En efecto, son interdependientes, en el contexto de la globalización del capitalismo neoliberal, porque las industrias agrícolas menonitas y mestizas de la región han registrado un relativo éxito y empuje económico y, por esa razón, requieren una inversión compartida, así como una mano de obra barata y abundante. La agroindustria de la manzana y otros productos, como trigo y maíz, forman parte del binomio acaparamiento de la tierra + disposición de capital financiero, lo cual ha acrecentado la brecha económica entre el empresario agrícola y el jornalero, contribuyendo a la estratificación y etnización del mercado laboral, y con ello a la jerarquización racial.
Quiero apuntar este hecho porque, contrario a lo que pregona, el Festival de las Tres Culturas, que celebra la “convergencia”, en la práctica cotidiana (o en su olvido) de la interculturalidad y las relaciones interétnicas, no hay algo que, desde hace casi un siglo, haya contribuido al desmantelamiento del racismo en el municipio de Cuauhtémoc. Es decir, esa construcción cultural que justifica, siguiendo a Olivia Gall (2016: 9), que exista “un acceso diferenciado y desigual de oportunidades y derechos para los integrantes de grupos considerados étnica y racialmente inferiores”, continúa recreándose. Al insistir en la reificación y celebración de significaciones imaginarias sociales vinculadas al fenotipo, la genealogía, la “cultura” y las condiciones medio ambientales (Gall, 2016: 10), de esta manera se continúa alimentando la discriminación, la opresión y la exclusión interétnica.
Aunque forma parte de aquellos espacios que podríamos considerar como “plaza pública”, donde el encuentro cara a cara y cuerpo a cuerpo suscitaría una especie de construcción de la ciudadanía y su reconocimiento (Rosaldo, 2000: 5), en el Festival de las Tres Culturas también se ponen en juego los mecanismos que hacen florecer las desigualdades.
En principio, los espacios donde se lleva a cabo el festival son acotados: auditorios, propiedades privadas como el Museo Menonita, plazas vigiladas, etc. Las máximas “atracciones” resultan ser grupos musicales de moda, formados por mestizos. Aquí se ponen en juego esas “desigualdades sutiles” de las que habla Rosaldo (2000: 2): los que hablan más son los mestizos, el resto también habla, pero en el idioma dominante (español). En términos numéricos, la asistencia a los actos “culturales” es mestiza en su mayoría. En términos organizativos, como pude constatar en mi trabajo de campo, la batuta y una gran parte de los recursos económicos, así como de la concesión de permisos y aceptación de las propuestas culturales, está también en sus manos.12
Ni los menonitas ni los tarahumaras han buscado exaltar la convergencia entre culturas dentro de un mismo territorio. Ellos asumen que la relación que sostienen, es una relación diferenciada. Pero los mestizos, al insistir en la “celebración de las coincidencias” más que en el reconocimiento de las diferencias, se asumen desde su pertenencia a la “etnia dominante en la política”. El festival puede servirnos de ejemplo para analizar cómo es que, en palabras de Díaz Polanco (2007: 173),
el multiculturalismo se ocupa de la diversidad en tanto diferencia “cultural” mientras repudia o deja de lado las diferencias económicas y sociopolíticas que de aparecer, tendrían como efecto marcar la disparidad respecto del liberalismo que está en su base.
Y cómo es que las relaciones económicas se despolitizan, mientras que la arena cultural se convierte en la plataforma del discurso de los derechos humanos sin consecuencias verdaderamente sociales.