El concepto del arte y de lo que se ha considerado un artista ha variado según el lugar o el tiempo, pues depende de las necesidades que se tienen en un momento histórico. Por ello, acercarse a la vida de un personaje que realizó lo que en su época se consideraba arte nos ayuda a entender ambos conceptos. Sin embargo, son varios los autores que coinciden en señalar que narrar una vida en particular es una labor atractiva, pero riesgosa, pues no sólo se trata de exaltar las virtudes o los trabajos de una persona, sino también de entender su -circunstancia, explicarlo como el resultado de una época y convivir con sus batallas y sus esfuerzos para transformar su tiempo. Esto lo señala Roberts Gittings, pero también Fernando Braudel, para quien una biografía, “obliga a indagar a profundidad la relación del protagonista con el entorno social, -político y cultural en que actuó”.1 Me vienen estos planteamientos porque es precisamente lo que encontramos en el libro de Montserrat Galí respecto a José Manzo y Jaramillo. No sólo recorremos la vida de un artista multifacético y universal por la variedad de trabajos y los géneros en los que incursionó, sino que entendemos toda una época en la cual vivió. Momento en que, si bien se consideraba artista a quien realizaba obras bellas en diferentes campos, las reglas cambiaron constantemente, de una educación hecha en los gremios a otra realizada en las academias, con todo lo que esto implica. Olvidado casi por completo en la historiografía reciente,2 el artista poblano es rescatado por la autora, pero al hacerlo se nos devela precisamente el contexto de un México que transita de la época colonial a finales del siglo XVIII, con las reformas borbónicas y las ideas ilustradas, a la etapa de la Independencia y a un periodo más adelante, al siglo XIX de 1820 a 1860, los años más productivos de Manzo. Etapa esta última de importantes cambios para nuestro país, pero también, hay que señalarlo, plagada de dificultades y quizás no el mejor momento para el florecimiento de un trabajo artístico. Pese a ello, como la misma autora señala, esas complejas circunstancias dieron una obra muy productiva que en su conjunto “es coherente en sí misma y muy acorde con las distintas épocas en las que transcurrió su vida” (14). Pero más allá de sus trabajos y su contexto, también se encuentra en el libro la vida de un hombre. Gracias a la correspondencia escrita en París, se revela el carácter de un personaje que Galí no duda en calificar de honesto, trabajador, humilde e incluso con rasgos de humor.
El libro, a mi parecer, tiene dos niveles de análisis, que no son intrínsecos a la publicación, sino a mi particular manera de verlo. El primero, en función de los capítulos, y el segundo, de las aportaciones que hace la autora. Por ello podemos dividir el índice en dos partes con un epílogo; la primera se llama Los días, donde se toca: I. El arte en Puebla en la época de Manzo, II. Los años de formación, III. El viaje a Europa (1825-1826), IV. El regreso a Puebla y los grandes proyectos: la litografía y el Museo y Conservatorio de Artes, y V. Los años de madurez (1829-1860). La segunda parte lleva por título: Las obras; ahí tenemos los capítulos: VI. La producción artística de José Manzo. Dibujo, grabado y pintura, VII. El arquitecto. Una vida dedicada a remodelar y modernizar, y VIII. El gran legado de Manzo y Jaramillo, el proyecto de la penitenciaría y la remodelación de la catedral. Por último, el Epílogo lleva por título: José Manzo, la apuesta por la modernidad. Con estos puntos se pueden comprender los temas que se tocan en el libro.
En cuanto al segundo nivel, creo que es posible analizarlo a partir de las aportaciones que hace el libro, y que, debo aclarar, es sólo una interpretación personal. A mi juicio el libro se destaca, en primer lugar, por dar a conocer a un artista del cual se conocía muy poco y quizás no se había calibrado su lugar en el arte mexicano. De hecho la categoría de artista me parece, se adecua perfectamente a este momento de transición pues fue un hombre polifacético que tuvo entre sus actividades, como se señala en los diversos capítulos, la de pintor, dibujante, grabador, litógrafo, escultor, arquitecto (con trabajos como la remodelación de la catedral y el proyecto de la penitenciaria de la que se hablará adelante), orfebre, cincelador -pareciera que no hubo actividad artística que no tocara- pero también la de promotor de las artes industriales en Puebla. El libro nos recuerda que fue Manzo quien promovió la creación de una Academia de Bellas Artes, de un Museo y un Conservatorio, que en sí sola representa una hazaña. No encuentro paralelismos en el repaso de nuestros artistas ni en el siglo XIX ni en otras etapas. Como bien señala Montserrat Galí, haciéndose eco de una categoría de Jaime Cuadriello, sólo podría equipararse a Manuel Tolsá (1757-1816) y a Francisco Eduardo Tresguerras (1759-1833), dos de sus más importantes contemporáneos y representantes, según estos autores, de la modernidad artística y estética en México. Pero en esta tríada Galí nos hace notar que Manzo, por la multiplicidad de actividades que realizó, supera a los otros dos artistas. Tresguerras, como es bien sabido, fue un artista que trabajó en Guanajuato y Querétaro como arquitecto, escultor, pintor y grabador. De Tolsá igualmente se sabe que fue arquitecto, director de la Academia de San Carlos, introductor del neoclasicismo y escultor, autor entre otras obras del Caballito o la estatua ecuestre de Carlos IV. Pero sin restarles mérito a ninguno de los dos, tampoco se debe olvidar que no fueron, como Manzo, promotores de instituciones como las que ya he mencionado. Su peculiaridad también es notoria en el amor a la ciencia y a las artes industriales, lo cual nos lleva a encontrar un parangón con Leonardo da Vinci que, desde luego, se encuentra en otro ámbito distinto al de Manzo, como fue el del Renacimiento italiano, pero era difícil evitar la comparación.
Por otro lado, como bien señala Montserrat, “a estos artistas los separan otras diferencias fundamentales”. El valenciano Manuel Tolsá, formado en la academia ilustrada de la metrópoli, vivió y trabajó en la capital del virreinato, recibiendo a lo largo de su carrera el apoyo de las instituciones, tanto peninsulares como ultramarinas. Por su parte, José Manzo y Jaramillo y Francisco Eduardo Tresguerras son artistas provincianos y por lo mismo periféricos. Aunque se aclara que también hay diferencias entre estos dos personajes: Tresguerras fue un artista individualista y hasta cierto punto solitario, no por su innegable talento sino por su carácter, que consideramos ya en buena medida romántico. José Manzo, por el contrario, fue un “integrado”, adjetivo que le da Montserrat, pues encontró apoyo y protección de un eclesiástico ilustrado, inteligente, abierto y culto. En este caso se refiere al obispo Francisco Pablo Vázquez, obispo de Puebla desde 1831 y una de las personalidades más poderosas de su tiempo y sin cuyo apoyo, Manzo quizás hubiera quedado reducido a un modesto artista de provincia, encerrado en los límites de una clientela local. Manzo fue también un hombre que no sólo sintió curiosidad por las máquinas (de ahí la conexión con Leonardo da Vinci), sino que se mostró partidario de la industrialización; algo que no suelen compartir los artistas de ese momento, y que fortalece la hipótesis principal de Montserrat Galí de colocar a Manzo como un “hombre ilustrado y moderno”. Un punto central en el libro es destacar también la importancia de los artistas de provincia, pues en este grupo de artistas modernos se le ha dado mucha más atención a Manuel Tolsá, por las aportaciones que dejó en el país; pero ello redunda en un interés por la historia del arte desde el centro, es decir desde la Ciudad de México. El planteamiento es que por lo regular se ha hecho una historia del arte, desde y para la Ciudad de México, olvidando o poniendo poca atención a los artistas periféricos, es decir los que no trabajaron en la capital del país.3 En este punto, sin duda, estoy de acuerdo, pero hay que agregar que también se debe a que la historia del arte y los historiadores especializados en esta materia se han concentrado en la capital.4
Al hacer la comparación entre los tres ar-tis-tas citados, la autora va incluso a los aspectos docentes de cada uno y aporta datos inéditos (al menos para mí) pues de Manuel Tolsá comenta que trataba de manera prepotente a sus colaboradores y ayudantes; así como que Francisco Eduardo Tresguerras, quien no tuvo propiamente discípulos ni seguidores cercanos, en tanto que José Manzo encabezó una pléyade de alumnos y colaboradores que no sólo admiraron al maestro, sino que hasta lo veneraron. Fueron varias las generaciones de artistas poblanos que aprendieron del afable tutor, dentro de un proyecto colectivo que buscaba transformar su realidad inmediata. De hecho, fue uno de sus discípulos, Bernardo Olivares Iriarte, quien escribió la primera biografía de José Manzo y Jaramillo, impulsado por la admiración y el respeto.5 En resumen, se trata de un artista único en el universo del arte mexicano, que hacía falta rescatar.
Pero con la biografía se encuentra otro importante aporte en este libro que es repasar la historia del arte en Puebla en la época de Manzo, es decir entre 1789 y 1860. Como el planteamiento central es vincular al artista a su época no sólo es atendido el trabajo de Manzo, sino el contexto social, económico y, por supuesto, artístico de Puebla en este periodo. Parecería fácil este análisis o repaso general, pero no son pocos años los que se tocan, alrededor de setenta, periodo en el que, como Monserrat señala en su primer capítulo, se van a operar cambios radicales en el campo del arte y la cultura. Hay que entender, como he dicho, que se pasa entonces de una enseñanza artística fundada en la tradición, es decir en la trasmisión del oficio entre maestros y aprendices, organizada en gremios, a una educación formal y escolarizada en academias y escuelas. De un arte orientado de manera primordial a la religión y el culto, se pasa a la atención de las necesidades de la burguesía y el estado emergente. De un estilo barroco, a los estilos neoclásico y romántico del siglo XIX, de un patrocinio de la Iglesia al apoyo de los gobiernos y los particulares, entre otros muchos cambios. Sin exagerar, me parece que, desde el trabajo de Francisco Pérez de Salazar, con su libro Historia de la pintura en Puebla publicado por primera en 1963,6 no se había hecho un recuento general de las artes y los artistas en una región o ciudad. Desde luego hay otros estudios específicos, como los del mismo Pérez de Salazar sobre el grabado (1939)7 y los impresores (1941)8 y, por supuesto, los trabajos de Efraín Castro Morales sobre Agustín Arrieta (1994).9 Pero señalo que son específicos y no generales, pues tocan sólo alguna técnica o la vida de un pintor, en cambio el libro de Manzo los supera, pues además de que el texto de Montserrat Galí muestra cómo el artista incursionó en varias técnicas, consigue evidenciar la conexión entre las manifestaciones de arte local poblano con el contexto nacional e internacional. Un buen ejemplo de esta conexión es la influencia que recibió Manzo durante su estancia en Francia para realizar, entre otras cosas, su proyecto de Museo y Conservatorio de Artes, inspirado en el establecimiento creado por el abate Henri Grégoire en 1794, como lo fue la “Manufactura de los Gobelinos”, dedicada a las artes aplicadas, donde además se impartían cursos en diferentes ramas. Por tanto, no tengo duda de que el libro se convierta en un estudio obligado para quien quiera revisar el ambiente cultural en esos años tanto en una ciudad de Puebla como en la de México.
En la intención de explicar toda una época, el texto empieza por revisar la actividad de artistas poblanos o que trabajaron en Puebla cuando Manzo inició su formación. Entre ellos el grabador José Nava (1735-1817), lo mismo que José Viveros (¿-1799), el pintor Miguel Jerónimo Zendejas (1724-1815) José Luis Rodríguez Alconedo (1762-1815) y José Zacarías Cora (1752-1816). De igual manera hay un repaso interesante de la historia de la Junta de Caridad y Sociedad Patriótica y su Academia de Dibujo, que dieron origen a la Academia de Bellas de Puebla, donde encontramos la participación de otros artistas como José María Legaspi y Julián Ordóñez.
Tal como señalé previamente, para entender a un artista como José Manzo, la autora repasa no sólo el contexto cultural, sino también el político y social, consiguiendo explicar el paso de una sociedad colonial controlada por la metrópoli al periodo de la Independencia con todas las consecuencias que ello trajo, entre ellas la falta de un gobierno estable e impulsor de las artes. De esta manera, cobran sentido las explicaciones sobre los sitios a la ciudad de Puebla, el desempeño económico vinculado con los vaivenes del desarrollo industrial, así como el papel de la Iglesia en el fomento a la cultura en la persona de Francisco Pablo Vázquez, nombrado en 1826 ministro ante la Santa Sede en Roma. Esto se demuestra, por ejemplo, cuando Galí analiza el trabajo de la Penitenciaría del Estado (antes edificio jesuita de San Javier, y que después de ser centro penitenciario se convirtió en Centro Cultural Poblano, el Archivo Histórico del estado y Museo del Ejército) y también el caso de la remodelación, que hizo Manzo, de la catedral de Puebla. Ambos proyectos fueron de los más importantes del artista y en los cuales, como lo autora lo señala, se encuentra el signo de los tiempos. La penitenciaría poblana, por ejemplo, tuvo sus orígenes en las ideas ilustradas del siglo XVIII, pero se vio influida también por las nuevas teorías carcelarias del siglo XIX, como el sistema filadélfico, fundado por Penn en 1776 y las tendencias arquitectónicas funcionalistas muy en boga en Francia y los Estados Unidos por aquella época, aspectos todos qué José Manzo conoció por su viaje a Europa, al igual que también por la lectura sobre estos temas. Pero desde que inició su construcción en 1840, hasta la muerte de Manzo en 1860, la obra sufrió constantes interrupciones, algunas a causa de los problemas financieros del estado y, otras, debido a las continuas crisis políticas, constitucionales, sin olvidar los levantamientos militares o invasiones extranjeras, como la guerra con los Estados Unidos en 1847.
No puedo dejar de mencionar que en el libro también se destaca la importancia de revisar las fuentes de manera adecuada para -llegar a una interpretación de la historia exhaustiva y hacer una excelente biografía. El caso de la introducción de la litografía en Puebla, por parte de Manzo, puede servirnos de un buen ejemplo. En este caso, Montserrat Galí demuestra cómo hacer una historia de las artes plásticas desde el centro, es decir desde la Ciudad de México, ha llevado a errores que se repiten incansablemente. La asiste en ello la razón, pues durante mucho tiempo no se revisaron las fuentes en provincia, ni tampoco se consideró a los autores que mencionaron el papel de José Manzo en este aspecto. Varios investigadores hemos llegado a afirmar, que la litografía llegó y se introdujo desde la Ciudad de México y que en el resto del país no se hizo nada. Desde Joaquín García Icazbalceta, (1855) 10 se aseveró que fue el italiano Claudio Linati quien trajo las primeras máquinas litográficas e introdujo la técnica en 1826. Luego estos datos los repitieron Manuel Toussaint, (1934) 11 o Edmundo O’Gorman, (1955),12 entre otros más. En mi propio caso caí en los mismos errores, pues en mis investigaciones sobre la historia de la litografía mexicana, hice algunas precisiones, pero partí del supuesto de que no había absolutamente nada en provincia,13 por lo tanto no mencioné a Manzo ni a ningún otro artista de provincia que hubiera trabajado la litografía. Lo cierto es que la información siempre estuvo presente pero no fue tomada en cuenta, pues la fuente principal para adjudicar la introducción de la litografía a Manzo fue la de la revista El Museo Mexicano, tomo III 1844. En esta publicación se hizo la primera biografía del personaje y también se mencionaron sus aportes, pues se dice: “trasplantó a la república el primero, el útil arte litográfico en 1827… y en París, pese a que enfermó del pecho… (siguió perfeccionándose) en el grabado y estudiando concienzudamente el arte litográfico, y en el corto espacio de tres años adquirió tales adelantos, que él fue el introductor de la litografía en nuestra patria y trajo consigo instrumentos, máquinas, libros y útiles”.14 La falla estuvo entonces en repetir lo que habían dicho los autores pioneros en el tema, y no considerar las fuentes primarias y leerlas de forma adecuada.
Además de las aportaciones mencionadas, a mi juicio otro de los principales méritos en este trabajo es incluir la obra en un contexto histórico, que se demuestra una vez más con el caso de la introducción de la litografía. El ejemplo sirve para demostrar que, para tener una lectura más profunda de una obra de arte, lo mismo que de un artista, no se puede olvidar que es resultado de un momento particular y concreto de la historia, y a partir de ahí explicar su contenido y hacer un análisis, tal como ya han advertido otros importantes historiadores o teóricos en la materia. Es decir, los contenidos de un momento cronológico en concreto -pueden tener significados muy distintos, según el espacio que los genera. Por ello la autora explica las razones de la dificultad para que la litografía se estableciera en México, dificultad que deriva de varias circunstancias de ese momento. En primer lugar, según sus palabras
se trata de la adopción de una tecnología que, para que funcionara adecuadamente, se sujetaba a la importación de varios insumos, empezando por las propias prensas y por las piedras. Y esta realidad chocaba con otra realidad: las crisis políticas y económicas permanentes en las que México estuvo sumido durante las primeras décadas de la vida independiente (213).
En segundo lugar, además de que en sus orígenes la litografía era una técnica costosa, significaba, como bien afirma Galí, un nuevo modo de ver que
aunque a nosotros nos parezca de fácil lectura y comprensión, tenía que sustituir a un medio gráfico de gran arraigo, como era el grabado, fuera xilográfico o calcográfico, en el que se habían logrado ejemplos de gran belleza… (213-214).
Es una lástima, por ello, que casi no se tenga obra litográfica de Manzo pues toda se perdió.
Quisiera finalizar atendiendo dos puntos. El primero tiene que ver con las palabras con las cuales concluye Montserrat su libro, y que ahora ya no me parecen tan exageradas como consideré en una primera lectura. Ella afirma que
podemos considerar a Manzo como el constructor o artífice de Puebla, una ciudad que, de acuerdo con los argumentos de Frederik Antal para el caso de Francia, sería la vanguardia del arte en nuestro país, tomando en cuenta que se inspira en el arte más avanzado de su época ligado al nuevo espíritu republicano surgido en las luchas políticas desencadenadas por la Revolución Francesa (502).
La apuesta que tuvo Manzo a lo que se consideraba en su época como la “modernidad”, es algo que destaca el libro y que se expresa no sólo en la experimentación y el gusto por las novedades técnicas, sino también
en la apertura de criterio y en la posibilidad de buscar, investigar, ensayar y barajar distintas opciones. La práctica del oficio, repetido rutinariamente, ya no es suficiente. Hay que desarrollar el conocimiento teórico, sustentado en la lectura, a la que se le añade la experimentación que, de ser necesario, incluye máquinas y la adopción de nuevas técnicas (499).
El segundo punto es destacar la serie de documentos que se encuentran al final del volumen, como las cartas de José Manzo al obispo Vázquez, que pueden servir a futuras investigaciones. También se pueden mencionar los méritos de la edición, pues tiene un buen formato que, a pesar de la extensión del texto, consigue no ser voluminoso, como resulta común en algunos libros de arte, y que está ilustrado en forma acorde con las imágenes a las que se alude en el texto. Entre ellas se encuentra un gran número de dibujos al carbón, así como de acuarelas hechos por Manzo, que me atrevo a suponer son inéditas para la mayoría del público. Muy importantes son también dos pinturas que en el libro se describen ampliamente, permitiendo entender las intenciones de Manzo al realizarlas: el Autorretrato del artista y el Interior de la catedral de Puebla. Igualmente, singulares son las fotos de las capillas, tomadas en la actualmente, en las que se observan las remodelaciones en las que participó el artista e incluso los candiles de la catedral, que él diseñó. Todo ello se agradece, pues el contenido visual, como sabemos, es muy necesario en este tipo de investigaciones, e incluirlo (intercalado, por cierto, en los lugares adecuados) en una publicación implica un arduo trabajo heurístico, acompañado de intrincados trámites.15
En resumen, el libro José Manzo y Jaramillo, artífice de una época (1789-1860) será una obra no sólo para conocer a un personaje, sino indispensable para entender el arte de Puebla y de México en un momento de transición entre el periodo colonial y el inicio de un país independiente.