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Estudios políticos (México)

versión impresa ISSN 0185-1616

Estud. polít. (Méx.)  no.51 Ciudad de México sep./dic. 2020  Epub 03-Sep-2024

https://doi.org/10.22201/fcpys.24484903e.2020.51.77176 

Ensayos

El pragmatismo norteamericano y la globalización totalitaria: la teoría política de José Luis Orozco

American pragmatism and totalitarian globalization: José Luis Orozco’s political theory

Héctor Zamitiz Gamboa* 

* Doctor en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesor de Tiempo Completo adscrito al Centro de Estudios Políticos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.


Resumen

El ensayo tiene por objeto describir el principal legado de José Luis Orozco: su teoría política crítica sobre el pragmatismo norteamericano, la cual se encuentra en una obra que se puede considerar a la vez que polémica, innovadora, y que a través de ella se puede asumir el desafío interpretativo que obliga a adentrarse en un ámbito filosófico poblado de desencuentros y de intenciones adversarias formuladas bajo un mismo signo doctrinal.

Palabras clave: Relaciones internacionales; pragmatismo norteamericano; ideología noratlán tica; americentrismo; realismo político

Abstract

The purpose of the essay is to describe José Luis Orozco’s main legacy: his critical political theory on North American pragmatism, which is found in a work that can be considered as controversial, innovative, and that, through it, The interpretive challenge that forces us to enter a philosophical field populated with disagreements and adversarial intentions formulated under the same doctrinal sign can be assumed.

Key words: International relations; North American pragmatism; North Atlantic ideology; Americenterism; political realism

Introducción

La obra de los grandes estudiosos de las ideas políticas tiene una unidad interna, y la de José Luis Orozco no es la excepción. El hilo conductor que articula su obra es, en primer lugar, su interés por estudiar las ideas políticas y su desarrollo universal; y en segundo, su preocupación por explicar el pragmatismo norteamericano -como filosofía norteamericana del poder- y después el pragmatismo europeo,1 así como sus implicaciones teóricas y prácticas..

Se puede afirmar que la amplia producción de José Luis Orozco es guiada por esa unidad interna, motivada por estudiar, entre otras cuestiones, la vitalidad del pragmatismo tanto en nuestro país como en el contexto global, con el objetivo de esclarecer en qué condiciones, y bajo qué condiciones, una filosofía como ésta, se presenta a acelerar el desarrollo nacional y a promover la democracia y la eficiencia. Una filosofía no convencional, ni tradicional y mucho menos circunscrita a “grandes pensadores”, pues lejos de los “filósofos profesionales”, limitados a la reflexión y la cátedra, esa filosofía se entrelaza -afirma Orozco-, singularmente en Estados Unidos, con la práctica de los negocios a escala nacional y trasnacional y con los imperativos sociales y políticos que esa práctica plantea, entre las que se encuentran el corporativismo y el elitismo corporativo (Orozco, 2004).

José Luis Orozco identificó cómo Estados Unidos y su industria cultural encabeza desde hace un siglo, cuando menos, dicha dominación, en un proceso en el que el neocapitalismo reemplazó al viejo totalitarismo por un totalismo de nuevo cuño.

Para comprender este proceso se requiere dar un paso atrás, observan estudiosos del totalismo, con la finalidad de contemplar el bosque del mundo contemporáneo y no sólo los árboles de la actualidad, por lo que se advierte una trascendente diferencia entre ambas formas de dominio:

el totalitarismo clásico debía reforzar la persuasión con la represión policial y militar para imponerse y desencadenar pavorosas guerras intra e interestatales. El totalismo en cambio, se distingue por la absorción de la vida pública, privada e incluso íntima, porque la realidad social y simbólica que construye tiende a integrar las alternativas y disidencias y a homogeneizar las distintas culturas y tradiciones (Chillón, 2019).

Conforme José Luis Orozco avanzó en sus investigaciones, fue integrando una especie de diccionario pragmático de política (Orozco, 1981a), pues estaba consciente de la necesidad de sistematizar el lenguaje propio de un pensamiento reorganizador de la verdad que, mediante la ciencia, detuviera la secularización positivista, la metafísica idealista, las propensiones reivindicadoras-redentoras del racionalismo; reivindicara niveles “populares” del género cultura; prescindiera de la vieja dialéctica y de la teleología e historia; instalara grandes cribadores de la libertad, como el “mercado” o la “iglesia”; propugnara la acción por encima de la teoría ante categorías en bloque como Estado, soberanía, clases sociales, democracia, partidos, derechos, que para el pragmatismo requieren relativizarse y replegarse, por lo que las infiltra a través de categorías fragmentarias o unidades empírico-analíticas, como intereses, corporaciones, grupos (de presión), pluralismo, mercado, que luego integra en “sistemas”.

En las Relaciones Internacionales, el pragmatismo ha relativizado (y reformulado) categorías como Estado, nación, soberanía, orden jurídico por la vía del comercio, intercambios, localización, seguridad nacional y colectiva, diplomacia de negocios (y del dólar o en “mangas de camisa”). El pragmatismo termina (y de plano renuncia) al universo conceptual noratlántico obstaculizante y adverso, ante un desfasamiento de mercado (zarandeado por grandes monopolios) y un sistema parlamentario (inundado de presencias colectivas indeseables) (Orozco, 1981a: 12).

Durante los primeros años del siglo XXI, Orozco afirmó que en nuestro entorno político y mediático, surge la tentación de volverse pragmático, y obrar supuestamente despejando la acción de toda interferencia “ideológica” o, con menor énfasis, racionalista, intelectualista u holista. Sin embargo, de manera diversa en cada atmósfera nacional, era más factible que ese “pragmatismo” se desbordara en un oportunismo disperso, cuyos embrollos finales no respondieran a sus afanes originales. De aquí que Orozco consideró necesario “repasar, bajo un signo personal, cuáles son las premisas culturales y económicas mayores que validan el pragmatismo, como eje de una civilización de los negocios como la de los Estados Unidos” (Orozco, 2013: 13).

En este ensayo nos proponemos describir lo que consideramos es el principal legado de José Luis Orozco: su teoría política crítica sobre el pragmatismo, la cual se encuentra en una obra que se puede considerar a la vez que polémica, innovadora; pero que a través de ella podemos asumir el desafío interpretativo que obliga a adentrarse en un ámbito filosófico poblado de desencuentros, de intenciones adversarias formuladas bajo un mismo signo doctrinal.

El ensayo busca dar a conocer la contribución de Orozco al debate sobre el paradójico proceso de la globalización y, sin proponerse discutir el auge o decadencia estadounidense, explica las maneras en las cuales

la singular condición estatal y territorial norteamericana propició una weltanshauung asimétrica, en relación al mundo europeo y que, menospreciada por lo menos durante dos siglos, saltó a partir de la quinta y la sexta décadas del siglo XX como la ideología noratlántica dominante (Orozco, 1995a: 18).

Tomamos como base las principales aportaciones de sus obras publicadas, algunas producidas como resultado de proyectos de investigación que él impulsó, en la formación de estudiantes universitarios. Sin duda, Orozco fue un maestro, un humanista con una auténtica vocación universitaria, preocupado siempre, a partir de la influencia -entre otros grandes pensadores- de Antonio Gramsci, sobre el papel de los intelectuales que, según Georges Sorel, no son como suele decirse: “los hombres que piensan; sino personas que profesan el pensar y perciben un salario aristocrático por razón de la nobleza de su profesión (Sorel, 2005: 384).

Y es que los dispositivos ideológicos norteamericanos no se enfrascan tan sólo en “la lucha por la lealtad de los intelectuales del mundo”. Para Orozco, por ejemplo, el culturalismo de la Guerra Fría sabía que el consenso no se circunscribe a los niveles más elaborados de la inteligencia, sino que se extiende a los niveles “descendentes” del espectro, al sentido común, el folklore, la “opinión pública”, la literatura popular, la cinematografía, la religión o el deporte, y que

descifrar sus lineamientos obliga pues a adentrarse en las dimensiones verticales y horizontales en las cuales va tejiéndose la organización de la cultura sin olvidar los antecedentes del rigorismo puritano, el eclecticismo ilustrado, el voluntarismo trascendentalista o el supraorganicismo darwinista (Orozco, 1995a: 15).

Para lograr este objetivo, hemos optado por apoyarnos en un documento de un seminario de investigación que Orozco propuso en 1988 y que tituló: “A manera de introducción” (Orozco, 1988b), en el que sintetiza lo que él denomina “las facetas del pensamiento político”, cuyas etapas nos orientan por el camino que siguió para ir “armando” lo que nosotros consideramos es su teoría política sobre el pragmatismo, misma que fue apuntalada, poco a poco -y no precisamente en un orden cronológico- a lo largo de su prolífica obra.

1. Las facetas del pensamiento político

Una de las principales preocupaciones de José Luis Orozco fue que su generación consideraba que la nota distintiva del pensamiento político residía en la solidez discursiva volcada a su vez en la capacidad de persuasión, la coherencia intelectual y la convicción moral para movilizar la actuación y los compromisos racionales. Un pensamiento necesariamente compacto en lo individual y lo colectivo, se decía, era el punto sólido de partida para las transformaciones sociales y los desafíos a las injusticias del orden establecido. Por más que el catálogo de la filosofía política ofreciera términos abstractos multivalentes, los de “justicia”, “libertad”, “bien común”, “democracia” o “revolución”, se trataba de términos asociables históricamente a las modalidades básicas del ser social, la integridad personal y colectiva, el trabajo y su remuneración, la salud y las condiciones de vida o la participación en las decisiones sobre uno mismo y los demás. Se trataba, en suma, de acuerdos, consensos, concesiones o conquistas agregables y codificables política y culturalmente al margen de su intangibilidad e inmaterialidad.

Ahora bien, que entre esas categorías -afirma Orozco- se colaran mitos, o que ellas mismas cobraran la forma de mitos, ocasionó, en un gran golpe de la derecha de fin del siglo XIX, que las abstracciones intelectuales perdiesen sus contornos de utopías motivadoras y niveladoras posibles y se convirtiesen en meras expresiones de la arbitrariedad y la antieconomicidad, si no de la demencia, colectivas.

Al advertir en las crisis históricas la fácil convertibilidad de la racionalidad en locura, al suprimir de aquéllas las fases de asedio y los contragolpes de la reacción, lo que empezó como un asalto a las logomaquias2 (Pareto) y concluyó con la “desconstrucción civilizada” de las metanarrativas (Lyotard) tuvo como último referente y financiador de la Guerra Fría a la gran literatura descalificadora (y desconstructora3 a su manera) del totalitarismo (Orozco, 1988b).

En este proceso, en cualquiera de sus modalidades críticas, positivistas, pragmáticas o postmodernas, la filosofía política quedó como la principal disciplina damnificada por la noción de las ideas como verdugos colectivos y la sinonimia entre el intelectual y el aprendiz de brujo. Ensamblar en un todo relativo los componentes de la realidad devino, por decreto institucional y corporativo, un ejercicio convocador de los demonios del autoritarismo y el dogmatismo. Hoy, y así los altos círculos de la inteligencia llamada global decretan el fin del pensamiento fuerte, el centrado en los universos cerrados que desafían el pluriversalismo de William James o el élan vital de Henri Bergson, y el de sus corolarios cataclísmicos tales como las revoluciones, las utopías, los fanatismos y las insolencias racionalistas, sin aludir a los ineludibles campos de concentración.

No hay lugar en el debate filosófico contemporáneo para los fundamentos universales y normativos últimos, y para que cristalice, de una vez por todas, una fórmula permanente de la verdad. Los primeros principios y las razones más elevadas -consigna ese debate-, nada tienen ya que ver con una filosofía ética y política cuyos grandes presupuestos, los del intercambio, la tolerancia y la productividad, desbancan cualquier cosmogonía, teleología o historicismo.

Expulsadas del paraíso de la Inteligencia global, todos los enunciados críticos o contestatarios son remitidos sin más a los infiernos del totalitarismo. La experiencia cotidiana, se sentencia finalmente, deja atrás las perturbaciones contenidas de lo trascendente, lo indignatorio y lo contestatario (Orozco, 1988b: 2).

1.1¿Cómo ocurre el debilitamiento de la filosofía política?

La historia de este debilitamiento sería larga y compleja; y para los propósitos del estudio que José Luis Orozco llevó a cabo, es situada en el tránsito del viejo positivismo al pragmatismo como la concepción burguesa que responde mejor a las modalidades productivas y operativas del capitalismo industrial y financiero durante el siglo XX. Vinculado económicamente a la producción fabril nacional y, políticamente, a la figura del Estado-nación, el positivismo de matriz inglesa y francesa pierde consistencia explicatoria y legitimatoria en la medida en que los nuevos contendientes internacionales más agresivos, norteamericanos, alemanes y japoneses, desafían desde finales del siglo XIX sus certezas evolucionistas y patrimonialistas. Derivado del empirismo y el utilitarismo británicos, al tanto de las tradiciones liberales conservadoras europeas, el pragmatismo que encabeza William James decreta desde 1896 el fin del universo de hierro de las filosofías de Kant y Hegel, y postula un pluriverso abierto de plástico en el que las voluntades ejercen su libertad. Más que la rigidez doctrinaria, el pragmatismo invoca la flexibilidad operativa a la que sólo puede servir una inteligencia plural y fragmentaria dispuesta a ocupar los pequeños espacios empíricos en los cuales se entreteje la realidad mayor.

1.2¿Cuáles son las razones del pragmatismo?

Orozco afirma que la élite de abogados y cosmólogos que entre 1871 y 1872 concurre a las sesiones de lo que “mitad irónicamente, mitad desafiantemente” denomina Peirce el “Club Metafísico” de Harvard, tiene una singular misión intelectual. No es por casualidad o por ocio especulativo que allí estén, entre otros, los abogados Nicholas St. John Green, Oliver Wendell Holmes y Joseph Bangs Warner; los científicos Chauncey Wright, Charles Sanders Peirce y William James, o los teólogos Francis Ellingwood Abbot y John Fiske (también abogados) (Orozco, 1981: 227).

Con todas sus diferencias de matiz, de esa “crema de la varonilidad bostoniana” (James) surgirán las directrices para la “reconstrucción” de la filosofía y la cultura norteamericanas (y occidentales) sobre las nuevas expectativas y los dilemas que se abren al fin de la Guerra Civil y la irrupción que hace la clase obrera en la Comuna de París. Por un lado, la expansión inmediata del capitalismo por Estados Unidos nutrirá en los harvardianos la idea de que de alguna manera se ha rebasado y saltado la historia; por otro, la formación de los movimientos de masas que acarrea aquel capitalismo y las lecciones europeas les confirmarán que la historia está allí y que ésta debe detenerse y encausarse. Lo que importa es, entonces, sacudir a la filosofía de su largo letargo clásico y divagante, de vincularla al apostolado práctico que le exige ser en el plano intelectual y cultural el correlato de la estrategia militar, financiera y política del rectorazgo norteamericano (Orozco, 1981: 228).

Empero, para los aristócratas profesores del Club metafísico no se trata, sin embargo, de salirse de un aparato dogmático para encerrarse en otro. La suya será una lucha de dos frentes (el marxismo, ni siquiera se menciona): por una parte, el de las bloodless categories, “categorías sin sangre”, del idealismo de matriz alemana; y por otra, la de la unilateralidad materialista del positivismo al que cede, por la vía de Herbert Spencer, la tradición empirista anglosajona. Todo eludiendo cualquier rubro, amparándose bajo la doctrina del anti-doctrinarismo (y, por tanto, del doctrinarismo total).

Lo que ocurre en Cambridge, afirma Orozco, es un proceso seleccionador de fórmulas alternativas de hegemonía ideológica consonantes a un desarrollo capitalista desigual, sujeto a crisis e interrupciones y por tanto contemporizador y oportunista a imagen del universo que para él diseña el pragmatismo. Los absolutismos ontológicos y éticos se destronarán allí no por su europeocentrismo cuanto por la necesidad de dejar al mundo en “formas relacionales flexibles” y de reducir los juicios de valor (recuérdese a Emerson) a hipótesis empíricas que jamás trascendieron el entorno hostil del mercado económico y la lucha por la supervivencia (Orozco, 1981: 230).

Desde tiempo atrás, Orozco hacía el seguimiento de cómo se documentaban dondequiera las promesas que el estilo pragmático de hacer política ofrece, para recomponer el inmenso rompecabezas dejado por la “posmodernidad”. Al “desconstruir” los valores absolutos, los principios doctrinales y, singularmente, una ideología visualizada según Daniel Boorstin como “la maldición del Viejo Mundo”, el saldo final de la postmodernidad se cifra en lo que John Patrick Diggins denomina en 1994 “la crisis del conocimiento y la autoridad”.4

Tanto en forma como en contenido, la “reforma protestante” en la filosofía que promueve el pragmatismo estadounidense de finales del siglo XIX, afirma Orozco, representa una ruptura intelectual decisiva en la historia de las ideas occidentales; sin condensarse en “libros sagrados” o en “grandes autores”, sin adoptar las formas de una “escuela” o un sistema abstracto de verdad. La enseñanza de los jóvenes profesores de Harvard conecta no sólo la inteligencia académica y la inteligencia de los negocios, sino las expande culturalmente hacia la vida diaria, el sentido común y las preocupaciones religiosas. Sancionado y administrado institucionalmente, el sustrato empresarial y teológico del pragmatismo permite desafiar entonces alegremente las filosofías y sociedades cerradas del mundo europeo (Orozco, 1995: 16). En este sentido Orozco afirma:

políticamente el pragmatismo se endereza selectivamente contra los absolutismos inconvenientes. De la misma manera que en el plano filosófico, su eje común es la contención de los órdenes ontológicos y los sentidos europeos de la historia, en el plano político reconsidera las grandes entidades totalistas que plasman, fáctica y normativamente, un orden ya anacrónico. Deslindar compromisos éticos y políticos que no son suyos y destrabarse de dispositivos hegemónicos que no corresponden a sus peculiaridades de expansión y dominación constituye aquí el primer imperativo pragmático (Orozco, 1995:38).

Por ejemplo, hablar del Estado, en este contexto, como la expresión de la totalidad de los intereses y la quintaesencia de la comunidad entera, contraviene el sentido común empresarial; por otra, someterse a semejante soberanía equivale a aplanar la sociedad civil posible, la de los negocios, y la dictadura extraeconómica de los que practican la política como arte de la lisonja y el engaño. Aceptar, por caso, el constitucionalismo ya “democráticamente sobrecargado” de la política europea ignoraría que la actividad parlamentaria, originalmente sincronizada con el mercado y la propiedad, se ha contaminado por la detestada “tiranía de las mayorías”. Esa desincronización hace que el juego artificioso de los compromisos y las componendas paralice el juego natural de los mercados y sus nuevos dinámicos jugadores, las grandes corporaciones. ¿Para qué entonces transferir de Europa un mercado zarandeado por el intervencionismo gubernamental y los monopolios económicos y un sistema parlamentario infestado de presencias colectivas abominables, se pregunta Orozco?

Para restablecer, dirá, entonces, la única racionalidad posible en política, la del interés; implica, por lo tanto, que los nuevos actores nacionales y trasnacionales se muevan en los puntos intermedios entre el mercado oligopolizado y el parlamento a punto de hundirse en la irracionalidad política de las masas (Orozco, 1995: 38).

2. Del positivismo al pragmatismo

Orozco no pretendía contrastar políticamente al positivismo como una teoría del Estado y al pragmatismo como una teoría del mercado; menos aun contrastar al pragmatismo como una teoría del intercambio frente al marxismo como una teoría de la producción y la distribución (porque nunca pierde sino aprovecha y manipula tanto la producción como el mercado y el Estado). El pragmatismo conoce las ventajas del poder total, por más que el concepto definitorio le resulte irrelevante:

Las diferencias entre los usos políticos del positivismo y el pragmatismo no derivan, pues, del monocratismo del primero y el pluralismo del segundo, lo que luego Karl Popper enunció como holismo y fragmentarismo. Derivan, a mi juicio, del énfasis total que la doctrina positivista del Estado carga sobre el nivel macropolítico, institucional, formal, en contraste con el (muy relativo) desparpajo con el que el pragmatismo político se mueve en su nivel mesopolítico, empresarial, informal. Esa diferencia arroja la imagen de un positivismo que a finales de siglo cobra un perfil estático, inercial, ante un pragmatismo que, entreverando el determinismo de la producción en masa y el voluntarismo de las filosofías irracionalistas europeas, parece arrancarle toda iniciativa dinámica (Orozco, 1988b: 2).

Pero si el destino del positivismo será el de diluirse en el vitalismo y el idealismo de esas filosofías para justificar y dinamizar los nacionalismos europeos, el del pragmatismo asociado desde 1898 a la construcción del Siglo Americano será, afirma Orozco, el de la reconstrucción de la inteligencia que reintroduce, sin prescindir del venerado marco positivista de la ciencia, contenidos religiosos, tradicionales y, singularmente, empresariales. La reorganización de la inteligencia supone el taylorismo, las universidades, The New Republic, The Inquiry, el Council on Foreign Affairs o los primeros think tanks.

2.1. Una crítica a la Ciencia Política norteamericana

Conviene destacar aquí que uno de los primeros grandes libros que Orozco escribió con esmero en los años setenta, en la Universidad de El Paso, Texas, es reconocido como una obra notable por haber hecho posible el entendimiento de la filosofía norteamericana del poder, el cual debe considerarse como un punto de partida para aproximarse a la inteligencia hegemónica de Estados Unidos.

La pequeña ciencia tuvo como objetivo hacer una crítica de la Ciencia Política norteamericana, que Orozco concibe como aquella elaborada “desde el punto de vista del consumidor y no desde el punto de vista del productor”; vale decir, la de la élite que “se atribuye por misión la de pensar en lugar de la masa pensante”, con lo que se aproxima a Georges Sorel en sus Reflexiones sobre la violencia, en la que este pensador enfrenta a la petite science que, considera, se encuentra al servicio de una sociedad tecnocrática posindustrial en la que afirma que vivimos, regida por hombres apoyados en los servicios de expertos y científicos, planificadores racionales, tecnócratas.

Una sociedad de consumidores carente de auténticos valores morales, hundida en la vulgaridad y el tedio en medio de una opulencia creciente, ciega para la sublimidad y la grandeza moral; la organización burocrática de la vida humana a la luz de lo que él llamaba la petite science, la aplicación positivista de normas cuasi científicas a la sociedad (Sorel, 2005: 52).

En este sentido, Orozco denuncia en su amplia y profunda investigación, la concepción burguesa de la ciencia, que inexorablemente envuelve la profesionalización y la academización de los pensadores, tanto si son positivistas o marxistas, toda vez que los “sabios de gabinete” y los claustros protectores de sus pequeñas verdades desvertebran desde varios ángulos el pensamiento y la acción; y en el caso de las vías de cientifización del conocimiento político norteamericano conviene, según el autor, asomarse a su pretendido escudo de excepcionalidad en la historia de las ideas (Orozco 2012: 15).

A Orozco le asistían buenas razones para referirse al cultivo “científico” de la indagación y del razonamiento político en Estados Unidos. En primer lugar, porque en tiempos en los que se blanden espadones de coloniaje cultural, convenía ojear en las disciplinas metropolitanamente articuladas.

Consciente de que una condición como ésa provoca obviamente actitudes totales de aceptación o de rechazo fundamentadas sobre criterios más emocionales que de adentramiento cognoscitivo y evaluativo, pues por un lado la “ciencia” impone sobre quienes la imitan su paternalismo desdeñoso del “pensamiento ideológico”, vulgar y la consecuente e indiscriminada desvaloración; y por otro, fincados mayormente en la lectura adversaria que en el conocimiento de sus textos, los denuestos de seudopoliticidad, amoralidad, formalismo, equilibrismo, conservadurismo y burocratismo, legitiman de plano su destierro intelectual. Se estila académicamente otra modalidad tendiente al hallazgo de sus elementos “rescatables”, “desaburguesables”, incluso su empirismo, su multivariabilismo o su rigor metodológico.

Sin embargo, lo que esta postura pasa por alto, afirma Orozco, es que

La “ciencia” política norteamericana presenta la armazón superestructural del capitalismo financiero y militar en su eje territorial del siglo XX; y en el plano de la historia de las ideas, configura el momento de teorizar burgués que a la par que se distingue tanto del viejo optimismo lockeano como del abierto asalto fascista de la razón, los presupone en sus juegos de contradicciones irreconciliables (Orozco 2012: 15).

A primera vista se antojaría que hay en él una distancia cualitativa con las formas precedentes de la ideología burguesa. Esto lo testimonia la atmósfera ascéptica de la institucionalización y la academización que le circunda, la cuidadosa recolección de sus datos, su promoción hemisférica, su voluminosidad y tecnificación sin precedentes, su ruptura, o al menos su pretensión de ruptura, con los moldes tradicionales y especulativos de la reflexión política.

El ámbito de la “pequeña ciencia” es, por excelencia, la universidad, en donde se alardea de darle un reducto imparcial de verdad y un laboratorio a su práctica. Lejos de la iracundia del demoledor de órdenes políticos, su cultor académico se mueve en corredores desinteresados y desideologizados. En un mundo del “fin de las ideologías” o de la “era postideológica”, la Ciencia Política dibuja cuadros analíticos cuyo sustento luce autonomizable de los vaivenes del contexto histórico capitalista e imperialista. Si la vieja teoría política se extiende desde lo efímero del panfleto y el manifiesto hasta lo tosco de la filosofía y las analogías cientificistas, la nueva “ciencia” dirá encapsularse en una dimensión virtualmente intemporal e inespacial. Inmune a la contaminación pasional, factual y cuantitativamente controlable, se arquitecturará en suma en los niveles más elevados y universables del conocimiento social (Orozco, 2012: 26).

2.2 La universalización del pragmatismo

Para Orozco, después de la Segunda Guerra Mundial, el pragmatismo al universalizarse, ¿globalizarse?, no repite las experiencias irracionalistas y nacionalistas de sus discípulos y correligionarios europeos de principios de siglo. Más que el intelectual comprometido con causas populares o nacionales, los intelectuales del pragmatismo serán el intelectual corporativo, empresarial, preocupado por servir intereses; y el intelectual estratégico, militar, orientado directa o indirectamente a la seguridad nacional. Sus habitáculos intelectuales, los think thanks, rompen la tradición de los cenáculos y las camarillas, los seguidores y los amigos del intelectualismo europeo y latinoamericano. Los sistemas de promociones universitarias, las subvenciones, las becas o los títulos académicos de excelencia y eminencia, crean un cuerpo de ciencia social que, ciertamente con mayor sutileza y flexibilidad que en la Academia de Ciencias de la URSS, conduce a dogmatizar, por un lado, el conocimiento político clave y, por el otro, a volver irrelevante o secundaria a la indagación filosófica sobre la cual aquél se sustenta y de la cual podrían desprenderse críticas substantivas o radicales.

Como consecuencia del déficit de inteligencia dejado atrás por la cauda de los postestructuralismos, los desconstruccionismos, los postmodernismos o los finales de la historia, el pensamiento único de matriz empresarial y de mercado ocupa, para cierta izquierda internacionalista, aquel vacío. Dictada por la última uniformidad financiera, tecnológica y cibernética del Nuevo Orden Mundial, salta hoy al escenario una lógica hegemónica del dinero, los tableros electrónicos, las imágenes y los mercados de capital que suprime o subordina las demás lógicas humanas. Puesto que la política se configura ahora de manera exógena, esto es, en función de dispositivos financieros y comerciales globalmente estatizados, su lenguaje apenas si corresponde ya al de la vieja polis local o nacionalmente circunscrita. Siglas ominosas como las del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la Organización Mundial de Comercio substituyen, afirma Orozco, los referentes políticos y sociales familiares e imponen un lenguaje técnico y aséptico dentro del cual se diluyen las connotaciones económicas de la explotación y los frenos nacionales a la violencia. Sustraídas a los controles parlamentarios, públicos, las redes de grandes directorios entrelazados de poder privado y sus aparatos culturales autonomizan un discurso en signos monetarios que nada tiene que ver con aquella experiencia cotidiana, de no ser su manipulación y desarticulación últimas (Orozco, 1988b: 3).

En este sentido, pregunta: ¿dos discursos, el de los dominantes y el de los dominados, tendientes ambos a sancionar, bajo la noción común de la libertad, la libre circulación de capitales para los unos y el caos filosófico y político para los otros? La respuesta es que

al extremar la categoría marxista de las superestructuras, la distinción entre un pensamiento dominante único que determina la vigencia, la debilidad o la nulidad de los pensamientos dominados incurre, sin duda, en el mecanicismo que ve en el pensamiento al reflejo más o menos simple de las condiciones materiales. Por un lado, deduciríamos aquí, la inteligencia hegemónica unitaria se impone a lo largo de las estructuras visibles e invisibles de poder; por el otro, la inteligencia cotidiana desvertebrada, si no el mismísimo postpensamiento (Sartori), explora los confines sin importancia estratégica del conocimiento y goza su pluralidad y teje su propia impotencia ante una “revolución informática” que crea imágenes en lugar de ideas. Sin embargo, ¿cómo desentrañar la génesis de ambos y captar los puntos simbióticos de ésta al parecer irremediable configuración bipolar de la inteligencia en general, y la inteligencia política en particular? (Orozco, 1988b: 4).

Cabe precisar que al hablar de la “inteligencia del poder” -afirma Orozco- “hablo entonces de la lógica, la ilógica y la astucia que permiten que la burguesía se mueva y opere en el universo plagado de las incertidumbres y las sorpresas destructivas que acechan históricamente a los que acumulan capital”.5

3. Del eurocentrismo al americentrismo

A principios de siglo XX, afirma Orozco, Europa supo de la primera y segunda articulaciones del pragmatismo norteamericano. Tomadas en serio por los jóvenes filósofos, sociólogos y tratadistas políticos, esas articulaciones no suscitaron sino el escarnio de la filosofía profesional de alcurnia pertrechada en la academia. Y no sin razón, porque el pragmatismo desafiaba llanamente el predominio europeo de la filosofía y la organización escolástica de la cultura.

Sus decretos de vida breve, mantenidos aún ahora, pecaron empero de eurocentrismo. Al endeble hermano intelectual procedente de América se le puso, con excepciones hoy significativas, a la cola de los “grandes sistemas de filosofía” y se le concedieron espacios de remedo frustrado del voluntarismo o el vitalismo o de apéndice o subtema de alguna moda fenomenológica. Ubicado entonces y durante las guerras mundiales en un plano intelectual nimio, el pragmatismo que volvió a Europa después de la segunda conflagración parecía, sobre todo con la figura casi centenaria de John Dewey, una insólita reinserción de la ingenuidad intelectual norteamericana en universos conmocionados por el exterminio de clases y naciones y sus dramáticas expresiones ideológicas (Orozco, 1981a).

Que el pragmatismo se ostente hoy como una filosofía universal, como la clave que explica y administra el conjunto del pensamiento único y el pensamiento débil, obedece ciertamente a condiciones de hegemonía material. Lejos de cualquier ingenuidad, su “recuperación” contemporánea del sentido del diálogo tolerante y democrático propio del mercado de las ideas no proviene, empero, de la continuidad de una tradición intelectual sembrada por William James y Charles Sanders Peirce a fines del siglo pasado, cultivada por John Dewey a lo largo de este siglo y cosechada en nuestro tiempo por John Rawls o Richard Rorty. Limpio de toda culpa histórica, el pragmatismo que hoy ondea la bandera del mercado y la sociedad civil empresarial, y que se presenta como el todo filosófico integrado que concilia las contradicciones insalvables de la era ideológica, es el resultado de un complejo acomodo de las relaciones de poder y consenso al interior y al exterior de Estados Unidos. Hacer tábula rasa de por lo menos cuatro generaciones previas de pensadores pragmáticos vinculados cercana u oblicuamente a los altos círculos políticos y financieros norteamericanos, es caer ahora en la trampa de una filosofía que declara fundamental a la inteligencia política al margen de las contaminaciones y distorsiones que le impuso durante siglos la realpolitik europea.

Por esta razón

sumar y multiplicar el pluralismo de James, el contingencialismo de Peirce, la ecuación deweyiana de la ciencia y la democracia, el neocontractualismo de Rawls o la ironía de Rorty, exalta una visión en ascenso y expansión del (único) pragmatismo progresivamente perfeccionado a medida que su frontera se amplía a más y más esferas organizativas y académicas (Orozco, 1988b: 5).

Porque prescinde del contexto histórico, esa imagen soslaya, afirma Orozco al referirse en las cinco generaciones pragmáticas, que

si la primera generación pragmática deconstruye el universo intelectual de hierro de los europeos y postula con Peirce y James un pluriverso de plástico, la segunda generación reconstruye entre 1900 y 1929, y con Arthur Bentley, Walter Lippmann, Louis Brandéis y un segundo John Dewey, la nueva normatividad fáctica sancionada por la scientific management, la eficiencia movilizadora de recursos industriales y humanos durante la primera guerra y el despliegue de las recién fundadas ciencias de la conducta. De la misma manera, si la tercera generación, la de Adolf Berle, William Yandell Elliot, Sidney Hook o James Burnham, incursiona durante los treinta en el elitismo y el marxismo para diseñar el Welfare State y el Warfare State a la medida de los tiempos de crisis, la cuarta generación tiende los puentes neoliberales y neoconservadores entre el empirismo científico y el militarismo apocalíptico propios y el realismo, el positivismo y el culturalismo de la inteligencia anticomunista europea (Orozco, 1988b: 5).

Con el fin de la guerra fría ideológica, el paraguas del pragmatismo nora- tlántico aprueba y bendice la conciliación de las viejas rivalidades y personalidades filosóficas de derecha bajo el protectorado centrista de las universidades norteamericanas. Nietzsche o Heidegger retornan de sus exilios y concurren a confirmar la universalidad del pragmatismo en el nuevo contexto cibernético. Son esos reencuentros los que también reafirman la pertinencia política última del pragmatismo a cien años de sus primeras clarividencias. En la medida en que la caída de la racionalidad central de la historia se disuelve en múltiples racionalidades locales y cobra fuerza la liberación de la diferencia, William James y Charles Sanders Peirce se vuelven contemporáneos universales. En la medida en que el Estado-nación contraviene los nuevos dictados productivistas y la globalización decreta su obsolescencia formal y real, Arthur Bentley, Walter Lippmann y tantos otros pragmáticos políticos de las dos primeras décadas del siglo, adquieren ahora una actualidad que contrasta con la reticencia europea y general de sus tiempos.

Por tanto, afirma Orozco

si entendemos la idea de globalización como virtual americanización del mundo, soslayar la lectura de William James (1842-1940) equivale a desconocer la arquitectura intelectual mínima que nos dejan las devastaciones y desconstrucciones en filosofía que llevan a cabo los que en nuestros días se cobijan bajo el manto del posmodernismo y su final “pensamiento único” (Orozco, 2013: 13).

3.1 Razón de Estado y razón de mercado

En este orden de ideas, leer a la generación imperial que escribe y actúa entre 1890 y 1919, significa atender las maneras en que las dos grandes razones de poder se combinan en la pragma expansionista y optan gradualmente por desplazarse hacia la razón de la ciencia para conciliar las contradicciones del interés nacional y los intereses particulares. Su lectura despejó la mistificación de moda que

en las últimas décadas del siglo XX hablaba ya de la inferioridad de los Estados en relación con los mercados en la coordinación productiva y en la asignación general de valores, y permite ver que el Estado y el mercado son los dos componentes de un mismo mecanismo cuya operatividad depende de administrarlos en los terrenos del consenso y la fuerza (Orozco, 1992: 13).

Con el estudio de la generación imperial norteamericana -señala Orozco en 1990- no incursiono, pues en una distante (y complaciente) arqueología de las ideas; busco la vertebración intelectual, metapolítica, para distinguirla de otros niveles analíticos sembrados en trampas empiricistas, de una weltanschawung globalista que no se agota sino se revigoriza en nuestros días (Orozco, 1992: 14).

Para entender esta vertebración, distingue en su libro Razón de Estado, razón de mercado , tres periodos históricos bajo el signo de tres razones: las del Estado, las del mercado y las de la ciencia, y cuatro niveles de análisis que se desarrollan en el capítulo inicial.

Hacia finales de 1908, los días en que el imperialismo se evanesce para la historiografía oficial estadounidense y sufre allí

la más absoluta derrota, en la sociología de Joseph Schumpeter, la diplomacia del dólar, de William Howard Taft podrá proclamar, entonces sí, el dominio de la razón de mercado. Diplomacia de prácticas trasnacionalizadoras y del tendido de infraestructuras financieras y monetarias, la del dólar se codifica desde luego más en las verdades a medias y el sentido común de los catecismos empresariales, que en paradigmas de congruencia lógica (Orozco, 1992: 16).

Orozco explica que la contradicción misma entre una política exterior pretendidamente liberal y una política interna posliberal, dominada por los grandes conglomerados corporativos, impone formas inéditas de concertación diplomática en las que se entrevé la inserción, a lo largo del continuum entre lo pluralista-empírico y lo estatal-autoritario, de esquemas de management internacional alentados por el auge del taylorismo.

Contrario en principio tanto al big stick de la razón de Estado como el trasnacionalismo miope de la razón de mercado, Woodrow Wilson declarará inclinarse en el periodo que va de 1913 a 1919 por la razón instrumental, neutral y superior de la ciencia. Así, las élites de esa era, ambiguamente llamada “progresivista”, delinean, pasados los primeros contratiempos de la intervención en México, una diplomacia reformista, intelectual en tanto discursivamente articulada por los jóvenes harvardianos reunidos en 1914 en torno a The New Republic y a la entrada de la guerra europea por el equipo de expertos y académicos que bajo el nombre The Inquiry diseñan los Catorce puntos de Wodrow Wilson.

A pesar de que sus modalidades de trabajo prefiguren los think tanks contemporáneos, los integrantes de esa generación son todavía individualmente distinguibles como participantes en un debate que, fácticamente decidido ya por la generación anterior, implica el reciclaje del liberalismo para la movilización y el consenso sociales alrededor del proyecto imperial de nación. Herbert Croly, Walter Weyl y, singularísimamente, Walter Lippmann, transitan entonces por un pluriverso de patronazgos que se extiende desde las arquetípicas casas de Morgan y Rockefeller hasta el capitalismo petrolero de Edward House y abrevan en la obra de William James, Josiah Royce, George Santayana, Graham Wallace, Harold Laski; y Maquiavelo, Comte, Nietzsche, Bergson, Freud o Sorel, comparten perspectivas con John Dewey, Oliver Wendell Holmes, Felix Frankfurter, Arthur Bentley o Charles Beard, y antagonizan con personajes de la talla de Randolph Bourney, Thorstein Veblen o John Reed.

De ahí que su compromiso ético, político e intelectual difiera de los de los técnicos corporativos y represivos que hoy elaboran la política exterior norteamericana, que en ellos podamos rastrear, en suma, los estilos finales del hacer diplomacia y el hacer creer del siglo XX norteamericano (Orozco, 1992: 18).

4. La inevitabilidad del realismo

Como se puede inferir, para Orozco el estudio del pragmatismo político norteamericano no resulta por ello un mero ejercicio teórico-especulativo. A aquél se debe la introducción de toda una galaxia de categorías informales que, a un paso cada vez más acelerado, desplazan los viejos universos cerrados de la filosofía política y ubican la inteligencia política, las coordenadas de la productividad, el mercado y la guerra.

En este sentido, afirma Orozco:

si bien no es fácil conceptualizar la idea de una monetización ideológica que el pragmatismo introduce para devaluar el pensamiento inmóvil, esto es, sin circulación, al margen del intercambio, es justamente esa difícil conceptualización en términos tradicionales la que mueve a rehuirlo una vez que caen los viejos signos y símbolos intelectuales fijados al monopolio estatal de la soberanía. Nada, al parecer, más desproporcionado que, en lugar de ideologías, el pragmatismo hable del corretaje de ideas en el mercado político o que, en lugar del derecho en sentido normativo y valorativo, hable de las rules of the game en sentido operativo y arbitral. Al plastificar las relaciones de poder y consenso, el papel de la inteligencia integradora y crítica desaparece en aras de la inteligencia plegable a la dinámica del orden establecido (Orozco, 1988b: 7).

4.1. Vilfredo Pareto: realismo y pragmatismo

Al incursionar en las vías norteamericanas de cientifización del conocimiento político conviene asomarse, asegura José Luis Orozco, al pretendido escudo de su excepcionalidad en la historia de las ideas; pero confundir regionalidad con excepcionalidad, no implica otra cosa que tergiversación y torcedura. Puntos desubicables los habrá, líneas no.

No hay por lo tanto un criterio subjetivo al relacionar sus presupuestos claves con los del neoliberalismo bosquejado en Italia desde principios de siglo, peculiarmente en Pareto y en menos grado en Croce y Mosca. Constan ahí su realismo-tecnicalismo maquiavélico y sus acercamientos formalistas al terreno del oponente, el de la economía, sin excluir las probabilidades fascistas (Orozco, 2012: 17).

Tocará a Vilfredo Pareto, según Orozco, captar los nuevos giros del “acto práctico” liberal a la erección de un mundo de abstracciones modelistas y graficistas en torno a la abstracción central del homo oeconomicus eticizable en la dialéctica utilitaria, plataforma que sirve tanto de preparativo para la persistencia de los residuos neoliberales como de dispositivo para su acoplamiento eventual con el autoritarismo político en ciernes (claro que habrá diferencia en cuanto al agudizamiento de las contradicciones en las que actúan el pragmatismo norteamericano y el italiano). Orozco afirmará, entonces, que “no será sin embargo por accidente la proyección con los prestigios de Parsons y Laswell, de Pareto y de Mosca, nada menos que en los años treinta” (Orozco, 2012: 18).

Por esta razón, al adentramos en el inmenso juego de las desconstrucciones (y las reiteraciones de un mismo tema) que acarrea la denominada postmodernidad, debemos, de acuerdo con Orozco, por obligación filosófica e histórica, preguntamos si no hubo alguien que anticipó las cuentas que la burguesía ha ajustado a lo largo del siglo XX con la ilustración y sus catedrales teóricas, las nociones de la soberanía popular, el pueblo, el orden constitucional, la intervención gubernamental en la economía y el Estado de Derecho.

Procedente de las ciencias duras, miembro, como Max Weber o Émile Durkheim, del más alto establishment universitario europeo, la traslación que Vilfredo Pareto realiza desde los parámetros físicos y matemáticos del equilibrio general hacia el centro del sistema social no aporta solamente una mera sofisticación del universo newtoniano, librecambista y constitucionalista. Si éste acompaña por lo demás y desde sus comienzos al liberalismo clásico, Pareto imprime -asegura Orozco- el viraje conservador decisivo del luego llamado liberalismo postmoderno. Lejos ya de la ortodoxia mecanicista del primer positivismo y el marxismo, a Pareto, como a Weber y Durkheim, corresponde diseñar socialmente los usos de conocimiento que aportan las ciencias físicas asociadas ahora a la segunda revolución industrial y a la etapa del acentuamiento de las rivalidades imperialistas y el corrimiento de la hegemonía europea hacia Estados Unidos.

Con Weber, a Pareto corresponde desenvolver el nuevo significado y destino de la razón y la racionalidad en un contexto histórico distante de los primeros hallazgos felices de la modernidad, y puesto ya a prueba por el irracionalismo filosófico abierto. Pero si en Weber la racionalidad instrumental se condensa, al ritmo de los tiempos, en las esferas burocráticas y estatales, en Pareto la salvación del cálculo económico racional, individual, impone maquiavelizar ese cálculo y liberarlo, por una parte, de la ética y la utopía y, por la otra, insertarlo en el orden realista y la normatividad irracional de su sociología (Orozco, 1997a: 12).

Entre las legiones de precursores lejanos y próximos de lo que hoy se llama neoliberalismo, el puesto de Pareto, nada insignificante, puede ensombrecerse; por ejemplo, ante el mayor tecnicismo económico de Stanley Jevons, León Walras, Carl Menger, Maffeo Pantaleoni, Eugen von Böhm-Bawerk, Alfred Marshall o Irving Fisher; por no acercarnos a Ludwig von Mises, Friedrich von Hayek o Milton Friedman.

Con todo, la formación matemática, la inclinación empresarial, la vocación económica, polémica y académica y la final articulación sociológica de sus grandes premisas le convierten, a mi manera de ver, en el visualizador político más completo, y por ello el más escéptico y franco -maquiavélico en estricto sentido- de la generación liberal conservadora que abre, en condiciones de desventaja ideológica, el siglo XX (Orozco, 1997a: 12).

Anticipados por la Comuna de París, como ya se ha dicho, los vientos del socialismo que soplaban en Europa presagiaban, a pesar o a causa de la industrialización, el fin o el cese de las modalidades de productividad acelerada, salvaje, del capitalismo. Ante un “liberalismo utópico” aliado al cosmopolitismo, la democracia y el humanitarismo y ante un conservadurismo aliado a su vez al nacionalismo y las instancias tradicionales y antieconómicas, Pareto propone una fórmula funcional de selección, cálculo y circulación sociales que permite calibrar las contradicciones y los pesos específicos de los segmentos rentistas y especuladores del capitalismo entonces asediado.

Aunque instalado todavía en los parámetros científicos e ideológicos del positivismo, según Orozco, Pareto no pierde como los pragmáticos el sentido de las contradicciones insalvables del pensamiento unitario, ni abriga, con los hegelianos y los marxistas, la fe en el final feliz de la historia. Pareto piensa totalmente, sin concesiones, sin el auxilio ni de la dialéctica ni de la pragmática, que se contentan cada una con conciliarlo todo en los largos y los cortos y medianos plazos. Más que por las modalidades de su ciencia, pues, su ateísmo social procede de su otra condición, la italiana.

Testigo de las esperanzas y los desastres, las ilusiones y las corrupciones del mundo, Pareto no alberga, como hoy lo declaran las celebridades intelectuales de nuestro tiempo, fe alguna en la salvación histórica o mercantil, en la verdad definitiva o la conciliación última del conflicto, (…) (empero) sin aceptar ni la dialéctica ascendente ni el juego pragmático de las fragmentaciones, la congruencia positivista de Pareto le lleva a empantanarse sin remedio en aquellas contradicciones. De aquí que Pareto pueda ser considerado el último pensador holista y totalizador que, al mismo tiempo y por su propio riesgo, confiere, al tono de la todavía distante teoría de sistemas, un sentido individualista y pluralista en la toma de decisiones (Orozco, 1997a: 16).

Conclusiones: proposiciones sobre el pragmatismo según la teoría política de José Luis Orozco

Podemos concluir con la siguiente sinopsis: En primer lugar, que el pragmatismo es definido por Orozco como una filosofía y metodología de la acción que permea la cultura global y relativiza y dogmatiza según sus rules of the game el llamado “nuevo orden mundial”. Soslayado por la “filosofía seria” de Occidente por lo menos hasta los años setenta del siglo XX, confundida por el marxismo, por el positivismo y vista por otros como simple derivado del existencialismo, el pragmatismo formula el modo y estilos intelectuales que serán dominantes a lo largo del mundo occidental y noratlántico.

Orozco señala que sin ignorar la amplísima capacidad divulgativa del pragmatismo, la filosofía profesional rehusó concederle un “rango intelectual” siquiera similar al de los movimientos románticos, utilitaristas o positivistas. De hecho, o se le asimilaba a cualquiera de ellos o se le ubicaba por debajo de todos. Por ello,

el pragmatismo pasó a ser un sinónimo de impreparación intelectual, de improvisación operativa o de simple oportunismo moral. Pero hoy que, sin embargo, la postmodernidad propicia los pensamientos débiles a lo largo de los principales centros intelectuales del mundo, el pragmatismo ofrece los parámetros del pensamiento único en torno al cual convergen todos los demás (Orozco, 1997: 339).

Ahora bien, lejos de querer codificar, por no decir normar, Orozco reflexiona en ocho proposiciones -Orozco les llama acepciones- más sobresalientes en las que distingue, por lo menos, cinco generaciones pragmáticas, con el fin de “apreciar los diferentes momentos en los que, lejos de toda improvisación, cobrando institucionalidad al cobijo de las universidades, las fundaciones y las corporaciones, el pragmatismo integra una imagen proteica y desentrañable sólo en su conexión con la historia nacional y mundial” (Orozco, 1997: 402).

Primera. Como la forma por excelencia de la mercabilización del pensamiento

Sin “grandes textos” ni “grandes pensadores” en el sentido europeo de la palabra, el pragmatismo ofrece desde sus inicios, en la octava década del siglo XIX y en la Universidad de Harvard, una asistematicidad general que apenas si permite advertirla como la tercera modalidad mundial del pensamiento liberal capitalista después de la Ilustración y el positivismo. En torno a la noción de pragma vertida en el sentido de business, la filosofía pragmática parece ofrecer una pobre versión comercial ante la imponente categoría marxista de la praxis. La misma procedencia multidisciplinaria de los jóvenes patricios y académicos que la forjan, fluctuante de las matemáticas a la teología, sólo se presta a identificar, en el mejor de los casos, un método que amplía las perspectivas para ponerse al mando de la ciencia y los negocios (Orozco, 1997: 400).

Segunda. Como rescate de los modos pluralistas de la acción humana

Ahora bien, subraya Orozco, para lograr la práctica de la libertad y la iniciativa individual, el pragmatismo de William James y Charles Sanders Peirce se coloca de frente al inmanejable universo de hierro o universo en bloque de la filosofía alemana y del positivismo; y sostiene la presencia del pluriverso de plástico en el que se desenvuelve la experiencia humana. Así y a pesar de que sean distinguibles ciertos rasgos del pragmatismo a lo largo del siglo, el empirismo, el relativismo, el voluntarismo o la idea de la acción práctica por encima del pensamiento abstracto, el fragmentarismo, el pluralismo y la plasticidad como las características esenciales de su visión del mundo, le impiden cuajar un sistema monista, interna y totalmente coherente.

Enemiga del absolutismo filosófico, como dice serlo el pluralismo político de cualquier postura monopolista, la weltanshaunng pragmática modela su ‘mercado de ideas’ bajo la noción de que el valor y la verdad del conocimiento está determinado por su pertinencia práctica (Orozco, 1997: 401).

Tercera. Como maquinaria desconstructora de la modernidad europea

José Luis Orozco sintetiza, como recurso didáctico, la cronología de cinco generaciones de pragmáticos norteamericanos, como mínimo criterio ordenador. Como hemos visto a lo largo de este ensayo, la primera generación pragmática (William James, Charles Sanders Peirce, Oliver Wendell Holmes, Josiah Roice y John Dewey) escribirá y debatirá en las universidades de Harvard y, más tarde de Chicago, en los años comprendidos desde mediados de los setenta hasta la primera década del siglo XX. Formada por la joven intelligentsia académica procedente de campos intelectuales tan diversos como las matemáticas, la psicología, el Derecho, la educación, la teología o la biología,

su aportación seminal será la de encaminar la presunta riqueza del pluriverso pragmático contra el universo físico y conceptual de la filosofía europea, principalmente al que sustenta en el positivismo y el idealismo las grandes premisas y titularidades de la democracia liberal y sus instituciones representativas. Igualmente, adversas al socialismo, las tesis pragmáticas ajustan cuentas con el marxismo visto, cuando se le llega a ver como un simple modelo combinatorio del hegelianismo y el positivismo evolucionista (Orozco, 1997: 402).

Convergentes, sin pretender jamás una síntesis dialéctica, ellos contribuyen a elaborar tanto nuevos paradigmas científicos, como a rescatar el conocimiento religioso sacudido por la ilustración y el positivismo, asignándole una dimensión propia en medio de la pluralidad fáctica. En estricto sentido, a ellos corresponde la primera embestida a una modernidad entendida como la expresión de las pesadas categorías europeas de la universalidad, la racionalidad y la normatividad.

Cuarta. Como modelo reconstructor del orden liberal corporativo

A la segunda generación pragmática, la que escribe y actúa aproximadamente entre 1905 y 1929, afirma Orozco, corresponde introducir los elementos disciplinarios y científicos de la “nueva sociedad industrial” que emergen después del desconstruccionismo selectivo de la primera generación.

Si la primera se mantiene todavía en los parámetros individualistas de la mano invisible de la economía, a la segunda generación le corresponderá legitimar los parámetros corporativos, colectivistas nacionales y ya trasnacionales de la mano visible de la scientific management que entre otros introduce Frederick Winslow Taylor como solución productivista a la vieja problemática clasista, distribucionista y estatista del primer industrialismo y sus críticos socialistas (Orozco, 1997: 403).

Con Frank J. Goodnow, Arthur Bentley y Charles Beard, la “ciencia política” buscará librar de coágulos monopólicos la vida social norteamericana y asentarse pluralmente sobre el interés a la William James que, según Orozco, se ubica en la dimensión competitiva y cooperativa de la política de presión y los grupos de interés.

Quinta. Como insertador de los Estados Unidos en la historia mundial

Después de aclarar que aunque varios de los miembros de la tercera generación pragmática, singularmente John Dewey, destacan ya antes de 1929, el año de la gran crisis mundial corrobora, según Orozco, las ideas de quienes ya a finales de la década de los veinte reclaman una mayor capacidad planificadora derivada de la consistencia intelectual y moral y la conciencia histórica para legitimar el lugar preponderante de Estados Unidos en la civilización y la religión capitalistas. Así, en 1927, bajo la tutoría de John Dewey, Sidney Hook aboga por una metafísica pragmática que otorgue sentido al empirismo y factualismo de las ciencias sociales y humanas que proliferan al amparo del pragmatismo, y en él pierden la perspectiva de los fines. En 1928, William Yandell Elliott exige que el homo economicus deje de ser el eje del pragmatismo si lo que se quiere es desbancar al complejo homo politicus, tejido por el socialismo, el comunismo, el solidarismo y el fascismo europeos. Por ello, Orozco asegura que, al romper el etnocentrismo pragmático, al traer al escenario académico a Hegel, Marx, Pareto, Sorel, Mosca, Lenin, Trotsky o Robert Michels, Hook, Elliott, Reinhold Niebuhr y James Burnham,

entran en contacto con la intelectualidad menos académica de Nueva York, la cual, a decir de los historiadores de las ideas pragmáticas, no deja de “contaminar” el debate político y marchitar en medio de dogmatismos la “frescura” del pragmatismo original y “no ideológico”. No obstante, y por superficial e instrumentalista que pueda ser el “complemento metafísico” del marxismo y el elitismo, la tercera generación pragmática coloca la misión mundial norteamericana en un contexto hasta entonces considerado no primordial o esencialmente ajeno.

No obstante, Orozco advertirá que la confrontación con el mundo exterior, por el momento histórico en que se da, distará de ser simétrica en el sentido dialogal de la palabra y mostrará, con excepciones, la “insuficiencia intelectual” del pragmatismo ante el pensamiento conservador y radical europeo de entreguerras (Orozco, 1997: 405).

Sexta. Como instrumento geopolítico de la Guerra fría

Orozco señala que al operarse el ascenso hegemónico de Estados Unidos parecerá ser técnica y políticamente reemplazado o discontinuado por el auge universitario del exilio europeo, asentado durante los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Geopolíticamente, el estrellato de figuras de coloración prusiana y realista que van de Hans J. Morgenthau a Henri Kissinger, dejan la impresión de la inexistencia o del segundo rango de los pragmáticos de Guerra Fría. Con todo, el auge del realismo no significa en modo alguno el relegamiento de una cuarta generación pragmática a la simple “puesta en ejecución de las ideas duras y filosóficamente superiores pensadas por los que, de una o de otra manera, tuvieron que vérselas en Europa con el totalitarismo”.

La prolongación de los “presupuestos originales” del pragmatismo, afirma Orozco, parece no darse a primera vista en los claustros académicos y filosóficos dominados por otras tendencias, principalmente las del círculo de Viena, el conservadurismo y el neoliberalismo germánicos instalados alrededor de Chicago y, en menor medida, la escuela de Frankfurt en el exilio. ¿Dónde ocurre paradójicamente?: en los puestos clave del Departamento de Estado, el Departamento de la Defensa o el Consejo de Seguridad Nacional dirigido por los discípulos de Oliver Wendell Holmes o William Yandell Elliott, los abogados corporativos y los teóricos y prácticos geopolíticos que forjan y blindan bajo la guía de Dean Acheson, pragmático en línea harvardiana directa, el complejo industrial-militar de la Guerra Fría.

No demasiado lejos de la propia tradición realista inglesa y norteamericana, a George Kennan y Walter Lippmann, teóricos; Reinhold Niebuhr, teólogo, o McGeorge Bundy y Paul Nitze, prácticos, les corresponde administrar el gran juego pragmático, y profundamente dogmático a la vez, del idealismo y el realismo, del aislacionismo y el intervencionismo o el de la guerra y la paz a lo largo de la confrontación cuasiapocalíptica con la Unión Soviética. Al tono de ellos, los “nuevos mandarines” de la Guerra Fría sacralizan en las universidades y los think tanks de ahí en adelante, el culto a los medios, una vez que los fines han sido establecidos por instancias ya incuestionadas (Orozco, 1997: 406).

Séptima. Como exorcista de todos los totalitarismos

Precisamente serán las instancias aludidas anteriormente, de acuerdo con Orozco, las que permiten consagrar, en torno al centro vital y al consenso liberal establecidos por la historiografía de la Guerra Fría, al pragmatismo como el gran antídoto de la ideología.

A validar ese título concurre el positivismo lógico de la Escuela de Viena, que libera de valores el conocimiento objetivo de la realidad física y social y, por otra parte, el conservadurismo culturalista de Leo Strauss, Hannah Arendt o Eric Voegelin, que restaura los valores verdaderos de Occidente.

En conjunción con el realismo metapolítico que en Niebuhr y Morgenthau se opone a los universalismos seculares de la modernidad, el “nuevo temperamento filosófico” rehace los valores religiosos y cuestiona la tiranía racionalista e historicista que, casi por artículo de fe, conduce al totalitarismo. Para exterminar esa tiranía que cobra forma de ideología, el pragmatismo se vale de aquellos recursos técnicos y culturales europeos para proclamar su flexibilidad, pluralismo y apertura y para decretar un “fin de las ideologías” (Daniel Bell) que vale mundialmente (Orozco, 1997: 407).

Lo anterior se explica fundamentalmente por las estructuras de poder corporativo, gubernamental, filantrópico, editorial y universitario, que respaldan nacional e internacionalmente los modelos de producción y divulgación intelectual que encuentran cada vez más en Estados Unidos el reconocimiento, la recompensa y la validez universales.

Octava. Como legitimación de la hegemonía intelectual mundial

La quinta generación pragmática, o neopragmática o neoliberal, asegura Orozco, se moverá en el universo “desconstruido” y “frágil” que deja la posmo- dernidad europea tras el ajuste de cuentas con su propio liberalismo racionalista, secular y revolucionario.

Un nuevo intento, ahora exitoso, por entreverar privilegiadamente al pragmatismo en una filosofía occidental noratlántica descontagiada de los gérmenes del Estado y las revoluciones europeas y mundiales, la “nueva corriente” pragmática resucita a John Dewey y su mercabilización de la inteligencia en las coordenadas dejadas por el abandono de la normatividad universal a la Ludwing Wittgenstein y Martin Heidegger.

Orozco afirma que al recentrar la labor del intermediario y conversador filosófico en torno a la “democracia liberal”, Richard Rorty aportará su propio dogmatismo irónico para retroalimentar dialogalmente, si bien etnocéntricamente, una democracia que jamás podría fundamentarse por la vía de la razón.

Con Rorty, John Rawls, Willard Quine, Hillary Putnam, Alsdair MacIntyre, Donald Davidson, Robert Nozick o el historiador de las ideas John Diggins, el pragmatismo se dibuja por fin como una filosofía global que lejos ya del “fatalismo monista” y del dogmatismo y del intelectualismo, invita casi oficialmente al intercambio amable del mercado y al primado de la libertad sobre una verdad siempre ilusoria (Orozco, 1997: 408).

Sin embargo, Orozco afirmará que al no proponerse otro objetivo que no sea la selección y la conciliación al infinito de problemas fragmentarios a cargo de los especialistas, el pragmatismo soslaya las contradicciones internas del sistema norteamericano del poder, propiedad y hegemonía mundial, y pospone por su esencial “discordancia dialogal” cualquier cuestionamiento estructural y moral del orden existente de las cosas.

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El autor agradece a la Mtra. Marianna Jaramillo Aranza su apoyo en la revisión del presente ensayo.

1Según Orozco, la llegada del pragmatismo a Europa significaba apartarse por fin de la búsqueda pontifical “del Santo Grial de lo Absoluto” y adentrarse ya “en la búsqueda y creación práctica de lo particular y lo personal”. No se trataba, contra el ejercicio filosófico mismo, de acudir a una suerte de manual operativo o contable para incrementar la potencia del hombre en su relación con las cosas o para “aproximarse a la realidad”. La ruptura con la metafísica como “política cósmica” (Weltpolitik) implicaba deslastrar al pensamiento del “intelectualismo puro, unitario y legislador” que, con su verbalismo e imaginería, daba a la inteligencia humana un falso universalismo de “fórmulas fijas” y de doctrinas “que pretenden explicar todo el mundo con tres o cuatro frases misteriosas”. En otras palabras, y en términos más cercanos a Norteamérica, lo que estaba en juego era reemplazar para siempre ese universo de hierro trazado en el campo idealista por el hegelianismo y en el materialista por el positivismo -que no un marxismo subsumido en ambos- dominantes a finales del siglo XIX. Sin demasiada solemnidad, Papini se inclina por la “desrigidización (disirrigidimento) de las teorías y de las creencias”; esto es, a reconocer que sólo tienen un valor instrumental, asentar que valen única y relativamente para un fin o un orden de fines y que, por ello, “son susceptibles de ser cambiadas, mutadas y transformadas siempre que tengan que serlo” (véase Giovanni Papini, Pragmatismo, Buenos Aires, Editorial Cactus, 2011, 159 pp.).

2Discusión en que se atiende a las palabras y no al fondo del asunto.

3Conviene señalar que en el trabajo de investigación de José Luis Orozco, el término deconstrucción o desconstrucción tiene particular importancia, pues coincide con aquel que Jaques Derrida ha querido, entre otras cosas, traducir de la Destruktion heideggeriana. Esa palabra, no feliz según su autor, pero con la cual se ha identificado su recorrido teórico, indica el lugar propio de Derrida en el “camino de regreso”. Se instala allí no para continuarlo o repetirlo, sino para acogerse a la tradición heredada en el lenguaje de la Metafísica y la Gramática, tomando la palabra a la tarea Heideggeriana. “El camino de regreso de esa destrucción -que sólo nuestra época ha podido pensar como tal- pertenece desde siempre a esa historia. La historia de la metafísica es deconstrucción porque es la relación entre ella y su destrucción inmanente”, (cfr. Rosa María Ravera, “Jaques Derrida”, en Diccionario de pensadores contemporáneos, dirigido por Patricio Lóizaga, Barcelona, Emecé Editores, 1996, pp. 113-116). Jaques Derrida también profundiza en el sentido de la palabra “desconstrucción” al responder objeciones de Richard Rorty sobre su significado y observa una necesaria relación entre desconstrucción y pragmatismo, a propósito del libro que así se intitula y que fue compilado por Chantal Mouffe (comp.): Simon Critchley, Jacques Derrida, Ernesto Laclau, Richard Rorty, Desconstrucción y pragmatismo, Buenos Aires, Paidós, 1998 (véase “Notas sobre deconstrucción y pragmatismo”, traducción de M. Mayer, edición digital de Derrida en castellano. Disponible en https://redaprenderycambiar.com.ar/derrida/textos/deconstruccion_pragmatismo.htm. [Fecha de consulta: 30 de octubre, 2019].

4John Patrick Diggins explica en un libro intitulado Las promesas del pragmatismo, las razones de lo que considera es “la caída y resurgimiento del pragmatismo norteamericano”. Analiza las críticas al pragmatismo y discute con importantes autores acerca de las tradiciones y giros que en el periodo entreguerras siguió lo que él denomina: “la más importante crítica arquitectural norteamericana y sus tradiciones filosóficas y doctrinarias” (cfr. John Patrick Diggins, The Promise of Pragmatism. Modernism and the Crisis of Knowledge and Authority, Chicago, The University of Chicago Press, 1994, p. 160).

5Desde esta perspectiva, José Luis Orozco integró un libro con ensayos sobre Maquiavelo, “en quien asoma una línea del pragmatismo de Polibio y su descripción del ímpetu romano y sus equilibrios y sus violencias, que se adentra en la modernidad con el alborozo de incursionar en lo inédito y la agitación del desafiar el viejo intelectualismo abstracto; con Mosca y Gentile, al declinar el siglo xix y al darse el enorme salto de la irracionalidad y brutalidad de la primera mitad del siglo XX”. El penetrante realismo italiano realiza con aquél un inventario positivista del poder y dibuja con éste la alternativa trágica del fascismo” (cfr. José Luis Orozco, La inteligencia del poder (notas sobre el pensamiento político italiano), México, Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, 1988).

Recibido: 19 de Mayo de 2019; Aprobado: 22 de Junio de 2020

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