Introducción
En este artículo se sostiene que la memoria no es sólo sobre el recuerdo, sino también sobre el olvido. El potencial crítico del olvido no ha sido considerado por las luchas contemporáneas por la verdad y la justicia, pues éstas están prefiguradas por lo que llamaremos la “memoria de la víctima”, un modo particular de recordar, olvidar y silenciar lo acontecido. Esta memoria de la víctima está constituida por una forma de relatar el sufrimiento y el daño experimentados, y ha sido reproducida por un conjunto de dispositivos que componen los modos dominantes de entender la memoria y los derechos humanos en Chile.
Esta forma particular de la memoria se caracteriza por una inclinación hacia el recuerdo, concibiendo toda forma de olvido como una justificación barbárica de la violencia dictatorial y planteando una ética del recuerdo que se aleja de una política de la memoria. A pesar de estas concepciones que sospechan del olvido y la política, el argumento que aquí planteamos es que se debe recobrar la importancia de la crítica de las políticas de la memoria en Chile para así evitar su oficialización desde los recuerdos de las víctimas. Por medio del olvido también es posible observar cómo diferentes grupos y entidades que promueven la memoria y los derechos humanos carecen de un cuestionamiento de otras formas de violencia y dominación simbólicas ocultas detrás de las soluciones institucionales que parecen garantizar la emancipación de las memorias de la (pos)dictadura. Ésta es la dialéctica de la memoria entre recuerdo y olvido que constituye a las memorias colectivas. Las preguntas sobre qué tipo de política puede mantener el pasado vivo sin que devengamos prisioneros de él, o cómo lidiar con el pasado sin exponernos a su repetición, no serán respondidas aquí, pero estarán en el horizonte de todo este escrito.
Las memorias se entienden como construcciones culturales, sociales y políticas situadas históricamente, esto es, nunca estables o estáticas, sino más bien, que se despliegan conflictivamente en torno al pasado. Estas luchas no sólo batallan por definir lo que debe ser olvidado, recordado y silenciado, sino además consisten en las disputas por el sentido mismo del pasado (Del Valle y Gálvez, 2017). Pero la memoria no es mero recuerdo, es más bien la relación abierta y contrapuesta de recuerdos, olvidos y silencios que se sedimentan simbólicamente en diferentes dispositivos. La memoria, en efecto, se inscribe en un espacio social e históricamente estructurado a través de conmemoraciones, fechas, lugares, objetos y narrativas. En este sentido, la memorialización vendría a ser este proceso a través del cual las memorias son fijadas paulatinamente. Así, que las memorias estén en constante transformación significa que algunos de sus elementos perecen y otros permanecen durante un tiempo. Todas las sociedades, luego de un conflicto radical, cuentan con luchas, formas y procesos de memoria que tienen como objetivo definir públicamente el sentido del pasado colectivo, delineando un conjunto de transformaciones que acontecen. El caso de Chile, luego de la dictadura, no es la excepción.
Con el golpe de Estado de 1973, la sociedad chilena comenzó un proceso colectivo de transformación cultural que cambió las diferentes maneras de pensar sobre la historia nacional. Desde el punto de vista de los estudios de memoria y derechos humanos, el golpe de Estado produjo múltiples memorias a través de la represión y la violencia injustificadas contra vidas humanas, constituyendo un conjunto de subjetividades en torno al pasado autoritario. En otras palabras, con la violencia sistemática contra los derechos humanos, el Estado chileno produjo una “memoria dañada” que sigue necesitando ser reparada y que lucha por justicia y verdad. Esta memoria se caracteriza por un daño que constituye la subjetividad de quienes llamamos “víctimas” (Piper, 2009, 2017; Valderrama, 2013). Junto con el daño y el terror, la transformación cultural trajo consigo un cambio en el régimen de memoria, es decir, se interrumpieron los procedimientos, formas y modos de hacer memoria para así instalar otro conjunto de rituales y prácticas de memorialización. Desde el golpe, el gobierno de Pinochet definió una red de prácticas que establecen los límites de las cosas que pueden ser recordadas, olvidadas o silenciadas en el proceso de recuperación democrática. En este contexto, memoria y derechos humanos han devenido juntos conceptos fundamentales para las agendas institucionales, luego de los de régimen autoritario y de la institucionalización del derecho internacional en materia de derechos humanos (Huyssen, 2011).
Las luchas por la memoria que comenzaron con el golpe de 1973 tuvieron una nueva arena política con el retorno a la democracia. El proceso de modernización neoliberal, que cruzó los 17 años de dictadura y los siguientes 20 años de la Concertación de Partidos por la Democracia, estuvo marcado por la disputa permanente entre las memorias de los herederos de la dictadura, quienes apelaron al futuro a través del olvido del pasado catastrófico, y las memorias de las víctimas de la represión, quienes insistieron en la importancia de no olvidar los acontecimientos pasados para que así la barbarie no vuelva a ocurrir. En los gobiernos de la posdictadura, tanto la cultura de derechos humanos como las memorias de las víctimas crecieron lentamente para luego devenir en el discurso hegemónico a través de la narrativa oficial por parte del Estado; ambas fueron promovidas por la sociedad civil, partidos políticos y gobiernos desde 1990 hasta el retorno de la derecha al gobierno, en 2010 (Wilde, 1999). Esta memoria política, que se presenta a sí misma contra la memoria heredera de la dictadura, se caracterizó por una ética del recuerdo desarrollada por los gobiernos y movimientos de derechos humanos en la historia reciente de Chile (Bret et al., 2007). El objetivo de esta ética fue evitar la represión de la violencia y buscar la realización de la justicia. Hoy en día, las luchas sociales por la memoria apelan a la realización de la justicia en varias maneras, incluyendo procesos judiciales, protestas sociales, actividades culturales y discusiones políticas.
La memoria es una construcción que cambia en virtud de sus formas agonísticas: las luchas entre recuerdos y olvidos forjan la memoria, pero también la memoria es definida a través de su confrontación con otras memorias. En este sentido, después de la instalación de la dictadura, la confrontación no fue sólo entre las memorias que justificaron el autoritarismo de derecha y aquellas que defendieron el gobierno socialista de Salvador Allende; sino, más bien, fue un conflicto permanente entre y al interior de las memorias sobre qué, cómo, cuándo y dónde recordar, olvidar y silenciar. ¿Cuáles son los acontecimientos que deben permanecer o desaparecer de la historia? ¿Cómo recordar lo ocurrido? ¿Cada cuánto tiempo y cuáles son los momentos que debemos recordar? ¿Cuáles son los lugares donde el país puede recordar el pasado colectivo? Para responder estas interrogantes habrá que investigar sobre la historia del Chile reciente a través de las prácticas políticas de la conmemoración, las fechas emblemáticas que rememoran las memorias de las víctimas y los sitios de memoria como formas de reparación simbólica.
Como se dijo, los gobiernos de la posdictadura trataron de reconciliar las luchas por la memoria a través de un reconocimiento institucional de las demandas de derechos humanos. El régimen de memoria fue consolidado a través de dispositivos jurídico-políticos, tales como perdones presidenciales, comisiones de verdad y reconciliación (Klep, 2012), juicios emblemáticos (Collins, 2010), políticas de reparación simbólica y la creación de instituciones que tienen como objetivo promover la memoria y los derechos humanos (Fríes, 2012). La Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, conocida como la “Comisión Rettig” (1991); la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación, y el Programa de Continuación Ley núm. 19.123; la Mesa de Diálogo y la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (2003); o la reciente creación del Instituto Nacional de Derechos Humanos, en 2009, son algunos de estos aparatos. El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos es otro de estos dispositivos que componen el régimen de memoria en el Chile actual. Ellos encarnan el proceso de afianzamiento político y cultural de la memoria y los derechos humanos y pueden ser analizados como tecnologías por medio de las cuales las luchas por la memoria son escuchadas o silenciadas.
Se escucha a las fuerzas que luchan por la memoria, pero al hacerlo se les define de una manera reduccionista, que olvida su diversidad interna, silenciando a otras memorias. En este sentido, los dispositivos son espacios de lucha entre diferentes memorias que pueden catalizar el desarrollo de una cultura de memoria y derechos humanos, pero que también instalan una memoria cultural que produce un tipo de subjetividad marcada por la victimización y el sufrimiento. En este último sentido, esta memorialización de la transición ha devenido en una museificación (Agamben, 2005: 109; Costa, 2009).
La memorialización chilena ha resultado en la reificación de la memoria de la víctima. Que la víctima esté en el centro de la narrativa de todas las políticas de memoria por parte del Estado constata cómo aquella memoria subalterna, que se resistió durante años a ser amansada por la narrativa oficial, finalmente es profanada en el dispositivo del museo. Dicho fenómeno consiste en la consolidación de una forma de memoria que se constituye a través de la inclusión de las memorias subalternas al interior de la memoria oficial. Esto puede encontrarse en la historia reciente de las prácticas de memorialización en la posdictadura, donde se coincide con las luchas entre memorias oficiales y subalternas (Lazzara, 2006). De este modo, si bien es cierto que una cultura de derechos humanos ha crecido a través del recuerdo en el proceso de transición a la democracia, también terminó siendo una memoria petrificada, fijada por los dispositivos herméticos a un conjunto de otras memorias de la represión que requieren ser emancipadas.
Conmemoración: 40 años después del golpe
Conmemorar es recordar con otros un evento pasado. Recordar juntos qué significó el golpe de 1973 se ha vuelto un ejercicio frecuente en la esfera pública chilena. Lugares y fechas emblemáticas pueden ser buenos ejemplos para corroborar este hecho. Después de la conmemoración del XIV aniversario del golpe de Estado, el debate público estuvo marcado por la discusión sobre la memoria nacional. Algunos casos fueron las controversias en torno al supuesto déficit histórico del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, institución creada por la presidenta Michelle Bachelet al final de su primer mandato (Rivera, 2013; The Clinic, 2013; Urquieta, 2013); la propuesta de cambio de nombre de la calle 11 de Septiembre (EMOL, 2013; Montes, 2013; Sierralta, 2013), y del Día del Joven Combatiente, cada 29 de marzo, para conmemorar la muerte de los hermanos Vergara Toledo, caídos durante la dictadura (Raposo, 2012). En todos estos casos, la disputa es y ha sido sobre cómo se produce una memoria de la violación a los derechos humanos o cómo recordar el pasado reciente que es común a todos los chilenos.
El caso del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos produjo una fuerte discusión sobre la historia nacional y la percepción del golpe. El gobierno de derecha, liderado por Sebastián Piñera, criticó el enfoque pedagógico sobre el golpe, porque no se detiene sobre las causas políticas y las circunstancias que lo justificaron (Basaure, 2014). A pesar de ello, la mayoría de los líderes sociales y políticos argumentaron lo opuesto. Mantuvieron que algunas situaciones, como el golpe de Estado, no tienen causas, contextos o circunstancias que podrían justificarlas. Más aún, no habría acción política violenta que suponga una justificación. Esta respuesta fue una perspectiva cultural construida por muchos años de lucha en la transición a la democracia. Cada una de las discusiones o conmemoraciones de la represión de la dictadura fueron intentos de fijar la memoria política a través de una perspectiva particular con pretensiones de universalidad. Esto se realizó por medio de discursos y narrativas inscritas en ciertas prácticas sociales, culturales y políticas como declaraciones, tributos, monumentos, libros, canciones, películas y placas conmemorativas. No obstante, aún permanecen sin analizar profundamente los movimientos y desplazamientos de las memorias ocurridas en la conmemoración de los 40 años del golpe. Asimismo, la situación de la memoria y los derechos humanos en la sociedad chilena y el significado preciso de todas estas conmemoraciones del año 2013 no están muy claras en la opinión pública.
El XIV aniversario del golpe testimonió la gestación de muchas actividades e iniciativas en la esfera pública sobre la violación de los derechos humanos. Éstas incluyeron reportajes, documentales y series de televisión, libros, seminarios y conferencias académicas en las cuales invitados nacionales e internacionales participaron; obras de teatro y conciertos musicales; y declaraciones desde un amplio espectro de las autoridades y partidos políticos. Nuevas generaciones en la élite política de la derecha se abrieron a la posibilidad de una renovación doctrinaria con el propósito de dejar atrás el legado dictatorial y así ser competitivos en democracia (González, 2014; Toro, 2014). El rechazo de la dictadura en la opinión de los ciudadanos es transversal en muchos ámbitos, como reflejan sondeos públicos a nivel nacional (CERC, 2013). Estos hechos mostraron cierto avance cultural y político en materia de derechos humanos, pero también hicieron explícita la ausencia de una política de la memoria con una perspectiva estratégica que enfrente los problemas aún sin resolver. Que la promesa electoral del gobierno de Michelle Bachelet (2006-2010) de implementar un Plan Nacional de Derechos Humanos, en consulta con la sociedad civil permanezca sin llevarse a cabo, al igual que los procesos de evaluación de políticas públicas de memoria y derechos humanos implementados en la transición, simplemente confirman esta falta de una estrategia política por parte de los gobiernos.
Como se ha señalado, la memoria se inscribe en el espacio y el tiempo, se materializa en lugares y fechas emblemáticas, anudando e interpelando subjetividades, incitando estrategias para promover los actos de recuerdo, olvido y silencio de algunos eventos. Durante el proceso de transición a la democracia, por ejemplo, la política de memorialización, “No hay mañana sin ayer”, implementada por el presidente Ricardo Lagos Escobar (2003), consistió en la creación de sitios para responder a las demandas de las comunidades de memoria y organizaciones sociales. Su principal objetivo fue ofrecer a las víctimas una forma simbólica de reparación, siguiendo las conclusiones del Informe Rettig (Comisión Rettig, 1991), como también subrayar la importancia de la memoria histórica en el anhelo de una justicia por venir. Así, si en 2013 el presidente Sebastián Piñera participó en el debate de los 40 años sin mucho apoyo político y social (Toro, 2013; Volk, 2013), diez años antes el presidente Lagos lideró el debate, cerrando algunos enclaves autoritarios de la Constitución de 1980 y abriendo el palacio presidencial de La Moneda, a través de la reconstrucción de la puerta de Morandé 80, uno de los lugares de memoria más importantes en la política chilena.
La conmemoración de un aniversario del golpe de Estado de 1973 destaca el proceso de memorialización detrás de la consolidación del régimen de la memoria, que comenzó con el golpe. En el caso del aniversario de los 30 años del golpe de Estado, es paradigmático cómo la memoria oficial logra apaciguar las luchas por la memoria ligadas al Palacio de La Moneda y a las primeras víctimas del bombardeo. Por medio de una inclusión litúrgica de estas memorias signadas en la puerta de Morandé 80, en tanto que lugar de memoria que recuerda al gobierno del presidente Salvador Allende, se apaciguó la lucha de las memorias no oficiales (Ensignia, 1999). El significado político de esta puerta comenzó a inicios del siglo XX, cuando fue usada informalmente por los presidentes y ministros para tener un contacto cercano con la prensa y los ciudadanos. Durante el golpe, el presidente Allende y las primeras víctimas de la dictadura salieron del palacio de gobierno por esa puerta (Stern, 2006: 175-176; Ottone, 2012). En la conmemoración de 2003, el Presidente de la República apareció en la esfera pública como cerrando un proceso de memorialización a través de un acto formal y oficial de reapertura de la puerta de Morandé 80 y creación del monumento de Allende, incluyendo las memorias subalternas en la memoria oficial (Ensignia, 1999, 2011; Hite, 2003). Con la conmemoración de Lagos, la memoria de la puerta, en tanto que contra-memoria, fue desactivada al incorporarse en el discurso oficial del Estado.
De acuerdo con lo anterior, las conmemoraciones son momentos en los que las luchas por la memoria aparecen en la esfera pública, pero son también estrategias para disipar estas luchas. La conmemoración de los 30 años del golpe sirvió para absorber la contra-memoria por parte del discurso oficial de la República. Anticipándose a la conmemoración de los 40 años del golpe, el gobierno de Sebastián Piñera, el primer Presidente de derecha tras el fin de la dictadura, lideró un intenso cuestionamiento a la función pedagógica del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. En junio de 2012, Magdalena Krebs, quien representaba a la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (DIBAM), nombrada por Piñera, atacó al Museo por su falta de “trasfondo” y “contexto histórico” (Rivera, 2013; Urquieta, 2013; Basaure, 2014, 2015). Según Krebs, el Museo entregaría un mensaje que dificulta la explicación del autoritarismo en Chile, pues se caracteriza por una “mirada incompleta” de la historia. Esta polémica declaración, que intentó justificar el golpe, generó un amplio debate sobre el papel del Estado en la promoción de la memoria y los derechos humanos en Chile, lo que fue la antesala de las luchas por la memoria que un año después aparecieron en el aniversario del golpe.
En la sociedad civil se fraguó una discusión entre sitios de memoria, agrupaciones, ONG y otras organizaciones que a lo largo de la posdictadura se han mantenido en la defensa de los derechos humanos, logrando que la discusión alcanzara espacios en el mundo político y el académico. Esta vez, no fue la Universidad de Artes y Ciencias Sociales (ARCIS) la que asumió la realización de la conferencia más relevante sobre el golpe de Estado, como sí lo hizo en la conmemoración del trigésimo aniversario. Esta vez, diez años más tarde, fue la Universidad Diego Portales la que organizó el seminario internacional “A 40 años del Golpe”, aprovechando su relación con el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Al mismo tiempo, las escuelas de Historia de diferentes universidades del país se reunieron para reflexionar, en el seminario “A 40 años del golpe de Estado en Chile. Usos y abusos de la historia”. A esto habría que agregar el pequeño circuito de estudios de memoria en Chile y una gran cantidad de actividades que se realizaron en universidades como la de Chile, la de Concepción, la de Santiago y la ARCIS.
Así, como se ha visto, las conmemoraciones son prácticas políticas que vuelven sobre el sentido del pasado, escenificando las diferentes memorias relacionadas con lo ocurrido. Dichas prácticas tienen lugar cada cierto tiempo, en lugares y fechas específicas, recordando que la memoria es siempre materializada en el tiempo y el espacio, pero actualizada a través de prácticas políticas. El cumplimiento de 30 y 40 años después del golpe de Estado es el momento propicio para la apertura de las luchas por la memoria, siendo una oportunidad histórica para los gobiernos y las sociedades en cuanto a la definición del pasado colectivo. Mientras que el presidente Lagos tuvo una visión estratégica en materia de memoria y derechos humanos, logrando representar en la historia la inclusión de las memorias no oficiales, el presidente Piñera no supo asumir una política de la memoria que abordara con claridad las transformaciones del país. A pesar de ello, en ambos casos, las conmemoraciones parecen tornarse fundamentales para la sociedad. En el primero, se hizo patente la inconsistencia respecto de las reformas constitucionales que no pudieron ni escuchar ni silenciar las demandas por una Constitución democrática. En el segundo, fue manifiesta la fuerza de la sociedad civil en formular preguntas más allá del discurso oficial del gobierno, logrando con ello una expresión de la derecha política que no logró asociarse al imaginario democrático que se conforma en contra del legado autoritario. En ambos casos, ciertas memorias fueron silenciadas, pero en sólo uno hubo una perspectiva estratégica como política de la memoria.
Fechas emblemáticas: desaparición, ejecución y tortura
Las conmemoraciones son convocadas por memorias fijadas en el tiempo, en fechas específicas que simbolizan un acontecimiento del pasado (Jelin, 2002). Estas fechas se consideran emblemáticas para las sociedades y los gobiernos, por referirse a memorias oficiales o no-oficiales. Las no oficiales siguen permaneciendo en los ejercicios de memoria del Chile reciente. El 11 de septiembre, como día de conmemoración del golpe de Estado de 1973, no requirió nunca ser oficializado (Joignant, 2007; Candina, 2002) pues es parte de la memoria colectiva del país; representa un elemento fundamental del marco histórico, sin que haya necesitado ser oficializada. Lo mismo sucedió con el citado Día del Joven Combatiente, que se ha instaurado como parte de la memoria subversiva de los caídos durante la dictadura.
En el marco histórico de las luchas por la memoria, una controversia en torno a las fechas emblemáticas o significativas fue el establecimiento del Día de la Unidad Nacional, que representaba las memorias herederas de la dictadura, aquellas que buscaban una reconciliación entre víctimas y victimarios mediante el olvido del pasado y el avance progresivo hacia el futuro marcado por el lazo entre mercado y democracia. La “unidad nacional” aparecía como la solución unificadora que achata las diferencias en la memoria colectiva del país, intentando suturar las luchas por la memoria por medio de la instauración de un día feriado no marcado por las manifestaciones públicas, sino por la reflexión privada e introspectiva de cada uno de los ciudadanos. Sin embargo, esta definición en materia de fechas significativas por parte del Estado demostró la debilidad del discurso oficial cuando éste no contempla las luchas por la memoria que vienen fraguándose a través del tiempo (Escobar y Fernandez, 2008). En otras palabras, la instauración de un apaciguamiento de las luchas por la memoria a través de la reconciliación fue insostenible durante la posdictadura, haciendo necesaria su revisión institucional por parte de los gobiernos. La política de la reconciliación terminó siendo un espejismo que funcionó como una fuerza que retrasó el advenimiento de las memorias de las víctimas (Loveman y Lira, 2002). Finalmente, en 2002 se derogó la conmemoración oficial del Día de la Unidad Nacional, demostrando cómo aquella memoria oficial de la reconciliación estaba transformándose y experimentando la emergencia de la memoria oficial de la víctima que se consolidó con las diferentes instituciones que forman el nuevo régimen de la memoria en Chile.
Este régimen de memoria también tomó forma a partir de fechas emblemáticas que sí recogían las demandas sociales por reconocimiento institucional, con lo que se logró mayor apaciguamiento y canalización de las luchas por la memoria. En la transición a la democracia cabe destacar cuando menos tres fechas emblemáticas que oficializan la memoria de las víctimas: el Día del Detenido Desaparecido, el Día Nacional Contra la Tortura y el Día Nacional del Ejecutado Político (CDH U Chile, 2011). Estas fechas significativas fueron consignadas por los gobiernos de la transición para honrar la memoria de las víctimas, con lo que definían el contorno de las prácticas políticas de la conmemoración al fijar días específicos para ello. Así, el régimen de memoria establecía una cuestión clave: que la justicia estaría por venir para aquellos que fueran reconocidos como víctimas en relación con esas tres formas de subjetividad. Esto ha incidido en las propias luchas por la memoria que solicitan reconocimiento institucional, las cuales anhelan ser consideradas como víctimas, pues sin ello no serán receptoras de justicia política alguna, como reparación simbólica, económica o judicial. De este modo, habría una relación entre las categorías del léxico de la víctima y las subjetividades, estableciendo una relación entre la “victimización”, entendida como un daño perpetrado en contra de una persona o grupo, y la “victimicidad” como forma de identidad colectiva constituida por dicho daño (Jacoby, 2014). Sostengo que las categorías del léxico jurídico de la víctima representan parte de las tecnologías de la memoria en la posdictadura que producen identidades colectivas que se constituyen por la narrativa del daño.
Considerando lo anterior, el régimen de memoria en el Chile se configuró en un nivel temporal, al fijar la memoria en fechas emblemáticas. En este sentido, las fechas son entendidas como configuraciones de la memoria que producen, convocan e interpelan a las subjetividades. El complejo discursivo está regido por la noción de víctima, pero toma forma en tres disposiciones particulares de la subjetividad que tienen su correlato jurídico-político en las categorías de detenido desaparecido, ejecutado y torturado. En estos tres casos, se hace referencia a conceptos jurídicos que significan un conjunto de acciones criminales. Pero, también, se hace referencia a sujetos particulares que fueron dañados en los años de la dictadura; familias que padecieron la desaparición y ejecución de sus queridos, otros que siguen viviendo con las marcas de la tortura. Estas fechas, entonces, definen a través del reconocimiento oficial un conjunto de “vidas que merecen ser lloradas” (Butler, 2009), a saber, las memorias de las víctimas. Las figuras jurídico-políticas de la desaparición, la ejecución y la tortura se instalaron también como dispositivos de memoria articulados por medio de las fechas que conmemoran el día del detenido desaparecido, el ejecutado y el torturado, las cuales tienen incluso sus propias comisiones, causas judiciales y clasificación jurídica. Cada una de estas fechas forma parte del entramado que produce una memoria oficial y una subjetividad ligada a esa memoria. Esta subjetividad la llamaremos “víctima”, figura que excluye de la historia oficial a otro conjunto de memorias, tales como la memoria de presos políticos, subversivos, militantes, artistas y músicos, migrantes y extranjeros, niños criados en dictadura, entre otros, que también padecieron la violación de los derechos humanos. ¿Por qué recordar a quienes sufrieron la represión de la dictadura como víctimas y no de otro modo? Desde ya la dicotomía de dos memorias emblemáticas, como la memoria de la víctima y la memoria del héroe, es pertinente en este contexto (Vidaurrazaga, 2014), pero incluso más amplia entre memorias de la represión, como inocentes, mártires, héroes, militantes, luchadores. Actualmente, sitios de memoria, como Londres 38, han puesto en cuestión la consideración de víctimas como forma hegemónica de las memorias de la represión, y proponen una discusión abierta sobre la memoria militante.
Sitios del recuerdo: Comunidades y lugares de memoria
Las luchas de las organizaciones sociales por definir y redefinir el significado de los eventos pasados se han materializado en la creación de sitios de memoria y en la formulación de políticas públicas desde iniciativas ciudadanas. A pesar de ello, la política de gobierno consistente en la creación de sitios de memoria, como monumentos, memoriales y placas conmemorativas, que representen formas de reparación simbólica de los crímenes contra la humanidad, no cumplió con los deseos que movilizaban la lucha social por verdad y justicia. Desde su punto de vista, esta política no respondió a las demandas de muchos grupos de prisioneros políticos, víctimas de tortura y familias de ejecutados y personas desaparecidas. De hecho, en Chile hay sólo dos sitios de memoria financiados por el estado: Villa Grimaldi y Londres 38. No obstante, hay otros importantes sitios no apoyados, tales como Corporación Paine, Nido 20, Casa de Memoria José Domingo Cañas, y Casa de Derechos Humanos de Magallanes, coordinados globalmente a través de la Red de Sitios de Memoria (www.sitiosdememoria.cl) y la International Coalition of Sites of Conscience (www.sitesofconscience.org). Estos memoriales no tienen presupuesto para mantener actividades culturales y pedagógicas con visitantes locales, nacionales e internacionales (Meade, 2010). Esto muestra una falta de estrategia que asuma la importancia de los sitios para el desarrollo de una cultura política de derechos humanos (Londres 38, 2013).
Según Theodor W. Adorno, el sufrimiento es una afección humana que es inaccesible al lenguaje humano. Como él expresó polémicamente, después de Auschwitz no hay poesía que pueda ser escrita (Adorno, 1998: 15-30; 1984: 248). Si un acto brutal como el Holocausto en la Alemania nazi pudiera ser descrito, esa descripción sería incapaz de expresar el barbarismo ocurrido (Richard, 2008: 19). Adorno intenta determinar cómo podría expresarse una atrocidad como Auschwitz, si éste fue un evento que sobrepasa toda posible representación. Adorno no dio respuestas sobre estas interrogantes en sus textos sobre el Holocausto, pero abordó alguna de estas cuestiones en su obra póstuma Teoría estética (1997). El lenguaje del sufrimiento es una manera de representar lo irrepresentable a través de una dimensión estética de la sensibilidad y el pensamiento pictórico, más que del pensamiento representacional (Lemm, 2009; Richard, 2007). Siguiendo la aproximación filosófica de Adorno, la manera de hacer justicia a las memorias de las víctimas es por medio del arte. De este modo, a partir de la crítica de Adorno al sufrimiento podemos considerar la importancia de los lugares de memoria tales como museos, monumentos o memoriales. De hecho, esos sitios tienen como propósito la exposición simbólica del sufrimiento causado por la violación de los derechos humanos.
Para el objetivo de justicia, juicios y comisiones de verdad no son suficientes. Esta es la razón de la existencia de museos y memoriales. Ellos se acercan a una noción de la justicia en un sentido simbólico, recobrando la memoria de quienes ya no están. Los informes de verdad y los juicios de quienes cometieron crímenes durante la dictadura tratan de ofrecer reparaciones por el daño causado; sin embargo, la vida dañada no puede ser redimida sólo a través de políticas de reparación, verdad y justicia, implementadas en el retorno a la democracia. De hecho, la justicia, puesto que no puede recobrar las vidas perdidas, es imposible. El acto de reparación es infinito. Esto es precisamente lo que justifica la construcción de lugares de memoria. La justicia no debe sólo aplicarse desde el presente hacia el futuro, sino que también debe hacerse cargo de las víctimas pasadas a través de una representación estética de la memoria. Justicia, entonces, debe ser concebida desde una perspectiva amplia, que incluya diferentes modalidades de reparación, la cual cruza desde la reparación económica, pasando por la sentencia de los perpetradores, hasta el honrar la memoria de las víctimas.
En el caso chileno, las comunidades de memoria representan su sufrimiento simbólicamente en memoriales que comparten el pasado traumático. Esto puede ser observado en los libros Memoriales en Chile (Ministerio de Bienes Nacionales, 2007) y Geografía de la memoria, del Programa de Derechos Humanos (Ministerio del Interior, 2010). En ambos casos, las políticas de memoria de los gobiernos de la Concertación son formalmente dedicadas a la construcción de memoriales a lo largo del país para responder a las iniciativas de diversas organizaciones sociales. A comienzos de 1991, el Informe Rettig declaró la obligación que las autoridades del Estado tienen con las víctimas de violaciones de derechos humanos. Se deben proveer en un tiempo razonable las medidas y los recursos necesarios para que se lleven a cabo proyectos culturales y simbólicos para la memoria de las víctimas, que establezcan nuevas bases para la convivencia social (Comisión Rettig, 1991).
De acuerdo con la geografía de la memoria trazada sobre 32 memoriales construidos con el apoyo del Programa de Derechos Humanos del Ministerio del Interior y Seguridad Pública y el Departamento de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas, estos sitios de memoria presuponen comunidades que hayan tenido como iniciativa construir memoriales. Estas comunidades, corporaciones de derecho privado, colectivos y centros culturales han fundado por ellos mismos estos lugares con el objetivo de recordar lo sucedido (Jones, 2013: 393; Rosenberg y Milchman, 2000: 253). Estas comunidades yacen en el “sustrato identitario de la memoria social”, en la que Nelly Richard detecta las expresiones de “imágenes, símbolos, narraciones y escenas cuyos lenguajes figurativos, en un paisaje de post-dictadura, rondan alrededor de las huellas y carencias de lo que falta” (2010: 14). En otras palabras, la memoria, sobre todo la memoria de la represión, se presenta por medio de marcas y soportes que “rondan” en torno a las faltas, las carencias y las huellas de quienes no están, de los ejecutados y desaparecidos. De este modo, lo “común” de la comunidad de la memoria no se resume en la presencia de los soportes sino, antes que todo, en el duelo de la falta, la ausencia, que cónyuges, hijos y amigos sufren cotidianamente.
La abundante literatura sobre las relaciones entre espacio y memoria comienza con la célebre obra de Pierre Nora, Les lieux de mémoire, donde define el lugar de memoria como una construcción destinada a “detener el tiempo, bloquear el trabajo del olvido, fijar un estado de cosas, inmortalizar la muerte, materializar lo inmaterial para encerrar el máximo de sentidos en el mínimo de signos” (2009: 33). Para Steve Stern (2000) los lugares de memoria pueden entenderse como “nudos convocantes”, es decir, como referentes concretos que anudan memorias sueltas y que interpelan al sujeto, manifestando su tensión entre memoria y cuerpo. El “lugar de la memoria”, entonces, es un espacio que se construye simbólicamente y que intenta definir el sentido del pasado colectivo mediante el recuerdo de lo que no merece ser olvidado, pudiendo ser una calle, un edificio, un memorial, una animita, un monumento, un museo, un parque, un estadio. Según Elizabeth Jelin y Victoria Langland (2003), los “lugares de memoria” son un tipo de “marca territorial” de la memoria que va más allá de un sitio. Las memorias se sedimentan como recuerdos en “marcas” que corresponden a lo acontecido y en soportes de inscripción que circulan, producen y modifican el recuerdo.
En este sentido, el sitio es un espacio físico o geográfico que, cuando “acontecen eventos importantes”, se “transforma en un lugar con significados particulares, cargado de sentidos y sentimientos para los sujetos que lo vivieron” (Jelin y Langland, 2003: 3). Aquí, se esgrime un concepto amplio de lugar de memoria que figura como una marca territorial del recuerdo que incluye una relación directa con los sujetos, con sus sentimientos, sufrimientos y anhelos. Un lugar que, luego de un acontecimiento tan brutal como un golpe de Estado o el advenimiento de un autoritarismo, cobra un significado colectivo que expresa un sufrimiento padecido por muchos. He aquí la relación con la comunidad: los lugares de memoria son significativos para las personas, pues reparan simbólica y políticamente el sufrimiento causado. Esta relación entre los diversos lugares de memoria y las comunidades expresa la necesidad de una dimensión litúrgica de conmemoración. Esta estrecha relación entre el sitio y la comunidad produce el recuerdo y hace del sitio un “lugar de memoria.” Este hecho ha sido el principal móvil para que el Estado haya destinado financiamiento y reconocimiento público mediante una política pública de construcción de memoriales.
Por otro lado, cabe destacar que los memoriales son resultado de iniciativas del Estado y la sociedad civil. Luego del reconocimiento estatal, las conmemoraciones de las violaciones de los derechos humanos, unidas a determinados hitos de la geografía, caminan desde su función de denuncia y resistencia hacia el imperativo de recordar. Se los incluyó así en la memoria oficial que reconoce e incorpora a otras memorias silenciadas o subterráneas al régimen autoritario y a los primeros años de la transición, perdiendo en algunos casos el potencial crítico de la memoria oficial.
Los memoriales son una tecnología de la memoria que inscribe en el territorio los horrores no visibles del pasado reciente, evocando memorias o versiones del pasado que durante la dictadura fueron subalternas al ser sistemáticamente negadas. Actualmente, muchos de ellos han devenido verdaderos centros culturales que cultivan la memoria de la represión, gestionando diplomados, archivos documentales, orales y fotográficos, actividades culturales e investigaciones sociales. Con todo, la relación entre comunidad y lugar de memoria no es unívoca. Pues bien, los lugares de memoria reproducen las memorias, los recuerdos y los olvidos, los hace jugar entre sí para reconstruir el pasado cada vez que se intenta “hacer memoria”. Los lugares de memoria no sólo suponen una comunidad sino que, al mismo tiempo, producen una comunidad, recrean y reafirman sus lazos mediante la expresión del sufrimiento y la apertura a la posibilidad de conversar y hablar sobre lo ocurrido. Se puede decir, junto con Nelly Richard (2010), que los lugares de memoria asociados con la tarea de promoción y defensa de los derechos humanos en países donde estos fueron violados sistemáticamente:
[…] tienen la misión de recuperar y conservar las huellas del pasado traumático; de testimoniar lo padecido en la clandestinidad de estos lugares para que el conocimiento público acerca de lo sufrido en ellos traspase definitivamente los umbrales del secreto; transmitir el significado individual y colectivo del recuerdo para otorgarle un correlato vivencial al pasado de archivos, documentos y testimonios que la acción memorializadora de estos sitios desea resguardar del olvido (Richard, 2010: 233).
Como se puede apreciar, el lugar de memoria también produce identidad, al recuperar y conservar las huellas del pasado, al testimoniar lo padecido y hacerlo público, al transmitir a herederos de la memoria el sentido de lo ocurrido. Los memoriales concentran muchos elementos que hablan de la situación de las políticas de memoria y derechos humanos en Chile, siendo piezas fundamentales para la comprensión de procesos de justicia transicional y consolidación de la democracia. De hecho,
[Los] memoriales en las sociedades post-conflicto son todo en relación a los procesos -¿qué debe hacer un memorial, cuáles son los grupos que están envueltos en el diseño e ímpetu del memorial, quiénes lo construyeron, quiénes lo financian, quiénes controlan el memorial una vez establecido, y qué grado y cuán duradero en el tiempo el memorial prueba ser? (Collins y Hite, 2009: 382).
Las preguntas por las iniciativas detrás de la creación de los memoriales apuntan a organizaciones de derechos humanos compuestos por familiares y cercanos de las víctimas que luchan por la memoria.
Es menester señalar que las agrupaciones que fundaron y administran los sitios son consideradas comunidades de memoria, es decir, grupos humanos que se constituyen por los recuerdos del pasado, reproduciéndolos públicamente a través de diversas prácticas sociales, políticas y culturales. Todas y todos quienes participan en estas comunidades tienen algo en común: una falta, ausencia o pérdida de un cercano, un familiar, una vida. En Chile, la conformación de estas comunidades se ha caracterizado permanentemente por la lucha por la memoria, primero, para definir el sentido de lo sucedido, y en segundo lugar, para ser reconocidos como sujetos dignos de respeto y justicia. Que se conozca la verdad sobre los hechos ocurridos, que se encuentre y condene a los responsables y que se asuma la reparación de las víctimas como un desafío inacabable, han sido ejes de las políticas de memoria. Que los crímenes sucedidos de manera sistemática entraran en la narrativa de la historia oficial a través de políticas públicas, programas e instituciones es resultado de estas luchas.
La responsabilidad estatal de verdad, justicia y reparación para una cultura de derechos humanos debe asumir que se trata de una tarea de largo aliento que, si se centra en la construcción de monumentos y memoriales, no puede olvidar a los sujetos protagonistas y herederos de la memoria. Mientras que las políticas de reparación han apuntado a la instalación de memoriales que representen el pasado violento, ahora se requiere el reconocimiento de las comunidades de memoria que mantienen y gestionan esos sitios. Si las políticas públicas se han enfocado en los sitios, uno de los hallazgos es la urgencia de estudiar y consolidar a las comunidades de memoria. Esto queda corroborado con las experiencias de espacios sin comunidades que cultiven la memoria, mermando el impacto esperado y deviniendo monumentos o sitios desolados. Los lugares de memoria no pueden ser entendidos independientes de las comunidades, no sólo porque los primeros fueron, en su mayoría, impulsados por las segundas, sino, sobre todo, porque el mantenimiento y gestión de los memoriales requiere de una participación activa de las comunidades vinculadas a éstos. De este modo ¿cuáles son los recursos (humanos, técnicos, económicos) necesarios para preservar y administrar un sitio de memoria? ¿Cuáles son las estrategias de las comunidades para reunir los recursos mínimos para gestionar un memorial? ¿Cuántas comunidades han fracasado en el intento de gestionar un sitio?
En 2012, el Instituto de Políticas Públicas en Derechos Humanos del Mercosur elaboró un informe que responde al desafío de la evaluación de las políticas de memoria (Mercosur, 2012). Los países de la región y asociados deben velar por la instauración de una cultura de derechos humanos en un nivel normativo y operativo que confirme el compromiso con estos principios que emanan del derecho internacional. De este modo, la agenda latinoamericana en materia de memoria y derechos humanos está marcada por la evaluación de las políticas de gobiernos que han sido implementadas en los años posteriores a las dictaduras. La situación de las comunidades vinculadas a los sitios de memoria es una dimensión, entre otras, que ha de incluir cualquier evaluación de las políticas de sitios de memoria. Preguntas sobre la vigencia institucional, las necesidades y la composición de las comunidades de memoria son algunas de las cuestiones que deben rescatarse para evaluar los impactos sociales que generan las políticas públicas. ¿Cuánto y cómo impactaron los memoriales en las comunidades?
En Chile, gran parte de los memoriales construidos en los gobiernos de posdictadura fueron promovidos por organizaciones de la sociedad civil, como agrupaciones de familiares y organizaciones de derechos humanos. Las comunidades de memoria participaron desde un inicio en el reconocimiento de los crímenes. Esta pretensión supone un ejercicio público de la memoria en diversas actividades, como talleres culturales, visitas a los memoriales, educación en derechos humanos, reuniones, eventos artísticos y estudios sociales. Esta característica puede ser verificada en todos los sitios de memoria que son gestionados por una comunidad. La promoción de la memoria y los derechos humanos es siempre un acto público. En otras palabras, al considerar las comunidades (y su relación con los sitios) en el centro de las políticas públicas, deben incorporarse indicadores que evalúen sus capacidades organizativas y de vinculación con el medio. La promoción de los derechos humanos implica un ejercicio público de ampliar su incidencia más allá de las fronteras de los memoriales, lo que significa estudiar las relaciones con el gobierno local y la sociedad civil. Sitios de memoria sin vinculación con el medio son espacios geográficos que no logran su propósito.
Las políticas responden a problemas públicos y tienen por objetivo abordarlos, generando un impacto social, un cambio en la realidad tendiente a la resolución del problema para crear un bien público. El impacto, entonces, en el caso de las políticas de sitios de memoria, viene dado por la preservación y promoción efectiva de la memoria y los derechos humanos desde la tríada “sitio, comunidad y entorno”. En definitiva, luego del reconocimiento de las violaciones de los derechos humanos, ¿cuánto y cómo impactaron las políticas públicas en las comunidades y localidades con respecto a la afirmación de una cultura democrática?
El 11 de octubre de 2013, un conjunto de sitios y comunidades de memoria elaboraron una carta dirigida a los diferentes candidatos a la Presidencia de la República (Londres 38, 2013). Esta misiva confirma la difícil situación de los sitios de memoria en Chile y la agenda de éstos en el debate público. El financiamiento parcial por parte del Estado es uno de los primeros escollos. Si bien es cierto que hay algunos sitios de memoria que cuentan con financiamiento directo, como Villa Grimaldi y Londres 38, esta medida ha significado, por un lado, exponer la desigualdad con otros sitios más pequeños que no logran solventar las actividades mínimas para el mantenimiento, gestión, preservación y promoción de la memoria y, por otro lado, el compromiso y la responsabilidad estatal para con los sitios de memoria en Chile.
El diagnóstico general responde a que la política pública ha sido la ausencia de una política, la falta de una estrategia en materia de memoria y derechos humanos que coordine a diferentes instituciones de la sociedad civil y el Estado. Ahora bien, ¿cuáles son los lineamientos o ejes centrales que podría tener una política pública desde el Estado? Los sitios de memoria ya lo han definido en su carta a los candidatos presidenciales de aquel entonces: reconocimiento de sitios demandados por comunidades de memoria, apoyo en la gestión y funcionamiento de los sitios basado en la autonomía de las comunidades, asegurar un financiamiento estable, promover la investigación y la producción de conocimiento, visitas a memoriales en el currículum de la educación en derechos humanos, y definir una política de archivos que conste en la apertura y acceso público a lo largo del país (Londres 38, 2013). Estas propuestas de las comunidades detrás de los sitios de memoria forman parte de una nueva estrategia sobre el pasado colectivo, no sólo relacionados con los memoriales sino en coordinación con los sitios, las organizaciones sociales y las instituciones públicas para el desarrollo de una cultura democrática de memoria y derechos humanos.
Conclusiones
El proyecto de una crítica de la memoria en el Chile reciente debe incluir una reflexión respecto de la víctima como eje discursivo del régimen de memoria que se instaló en la transición. Este trabajo significa identificar los dispositivos que conforman dicho régimen y su relación con las subjetividades. Por ello es que este artículo se pregunta por las instituciones políticas y las memorias que se materializan en el espacio y el tiempo a través de conmemoraciones, fechas emblemáticas, y lugares de memoria. Una primera interrogante en relación con esto último se refiere a los elementos por medio de los cuales se erige una gobernanza de la memoria y los derechos humanos que define una memoria oficial marcada por la categoría de víctima. Pero también cabría establecer que, con respecto a las conmemoraciones, fechas y lugares de la memoria, hace falta retomar un conjunto de debates críticos relativos al cultivo de una cultura de memoria y derechos humanos y, al mismo tiempo, políticas de la memoria que se abran a la diversidad de formas de significar el pasado.
En el primer sentido, la cultura de los derechos humanos supone que los procesos judiciales y posiciones políticas se lleven a cabo sin titubeos, que las medidas reparatorias en lo cultural y económico sigan ejecutándose y que iniciativas por la verdad en políticas de archivos e investigación tomen la fuerza que realmente necesitan. Para esto se requiere de una visión estratégica, que no existe en la actualidad. En el segundo sentido, las conmemoraciones ligadas a las fechas deben convocar y preguntarse por otras memorias que han sido olvidadas o silenciadas en la posdictadura, abriendo la reflexión crítica a la pregunta por las memorias de la dictadura que se incluyan a la memoria de la víctima, como son la memoria subversiva, militante o mártir, junto con otras que se excluyan de la noción de víctima, como memorias de migrantes, héroes, y de la infancia en dictadura, entre otras. En este mismo sentido, las fechas oficiales debieran abiertamente ponerse en relación con las fechas emblemáticas que se resisten a ser incluidas en el discurso oficial. Quizás el único modo de resolver democráticamente las luchas por la memoria de estas fechas sea una aproximación integral a la memoria, más allá de las distinciones establecidas por la memoria oficial. Y por otra parte, los lugares deben tener un apoyo permanente a través de la autonomía de las organizaciones para así promover la diversidad de formas de luchas por el sentido del pasado.
Cualquiera que sea el caso, las conmemoraciones, fechas y lugares deben ser incorporados en los estudios y políticas de memoria en un sentido amplio, delineando el entramado de discursos, prácticas y procedimientos detrás de la institucionalidad de la memoria y los derechos humanos. Este es el paso inicial para elaborar una perspectiva estratégica que pueda afrontar los desafíos futuros en materia de derechos humanos en Chile.