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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.63 no.233 Ciudad de México may./ago. 2018

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.233.57835 

Artículos

Subjetividad política y ciudadanía de la mujer en contextos de conflictos armados

Political Subjectivity and Women Citizenship in Contexts of Armed Conflicts

Isabel Cristina Posada Zapata* 

Jaime Alberto Carmona Parra* 

*Facultad Nacional de Salud Pública, Universidad de Antioquia, Colombia. Correo electrónico: <isabel.posada@udea.edu.co>.

**Escuela de Psicología de la Universidad de Manizales, Colombia. Correo electrónico: <jcarmona@umanizales.edu.co>.


Resumen

En este artículo se analiza cómo la subjetividad política y la ciudadanía influyen en la capacidad de las mujeres sobrevivientes para afrontar los conflictos armados. Al realizar una revisión sistemática de literatura disponible en bases de revistas indexadas se encontró que en las crisis bélicas las mujeres son sometidas a violencias de género, en contextos patriarcales que las marginan como sujetos de derechos. Aunque no es un estudio de carácter inductivo, los resultados de esta investigación son valiosos en tanto resaltan la capacidad reflexiva y transformadora de las prácticas de las mujeres como aporte para la moderación de los conflictos. Ello, a su vez, reconstruye su posición como ciudadanas y agentes sociales comprometidos con la justicia y los derechos en sus comunidades.

Palabras clave: mujer; género; conflicto bélico; subjetividad política; ciudadanía

Abstract

In this paper, the authors analyze how political subjectivity and citizenship play a role in surviving women to cope with armed conflicts. A systematic review of literature available in data bases of indexed journals revealed that in war crises women are subjected to gender-associated violence, in patriarchal contexts that marginalize them as subjects of rights. Although this is not an inductive study, research findings are valuable insofar as they highlight the reflexive and transformative capacity of women’s practices as a contribution to mediating conflicts. This, in turn, reconstructs their status as citizens and social agents committed to justice and rights in their communities.

Keywords: woman; gender; war conflict; political subjectivity; citizenship

Introducción

Suele considerarse que las víctimas en los conflictos bélicos son aquellas personas que padecen las consecuencias de actos que atentan contra la vida y la calidad de ésta a causa de los enfrentamientos. Así lo consagra la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras en Colombia, que las define como las personas que han sufrido daños, de forma individual o colectiva, en sus derechos, como resultado del conflicto armado en el país (Congreso de la República, 2011). Sin embargo, en los últimos años es cada vez más frecuente que se les represente como sobrevivientes, con lo que dejan de tener la pasividad inherente a la manera como eran nombradas. Ser sobreviviente, testigo o sujeto de orgullo y dignidad confiere a las “víctimas” un lugar de enunciación y de posibilidad que sobrepasa la mera situación de espera por la ayuda o movimientos de terceros. En investigaciones recientes sobre las víctimas del conflicto armado y la restitución de tierras en Colombia se ha hecho una revisión de la literatura que ha estudiado este tránsito y, en consecuencia, los nuevos términos con los que se designa a estos ciudadanos: “sujetos de justicia”, “testigos históricos de excepción”, “portadores de memoria”, entre otros (Delgado, 2015).

Luego de los eventos bélicos, muchas de las víctimas poco a poco buscan un lugar desde el cual luchar por el derecho a la verdad, la justicia y la reparación. Tomar conciencia de esos derechos, denunciar los hechos vividos, resistirse al olvido y buscar su plena integración en la sociedad hace que se posicionen como activistas políticos. Este proceso de subjetivación está en constante dinámica y depende en gran medida de la capacidad de organización de las comunidades (Delgado, 2011). Gran parte de estas iniciativas se desarrollan en las bases de los colectivos, no en la institucionalidad, y corresponden a esfuerzos para recuperar la dignidad y resistirse a la indiferencia, configurando nuevas ciudadanías y subjetividades políticas (Carrizosa, 2011).

En este orden de ideas es importante comprender el concepto de ejercicio político, desde dos perspectivas: la griega/romana y la republicana/liberal; en la primera, como búsqueda del bien común; en la segunda, como un conjunto de actos que se desarrollan para obtener la felicidad en el ámbito de lo privado. Es aquí donde aparece el ideal de ciudadano, como aquel que participa activamente en la comunidad política, al ocuparse de las cuestiones públicas, no sólo de las privadas, y entender que es a partir de la deliberación como se logran las transformaciones requeridas, sin imposición o violencia y generando opciones de convivencia donde el desarrollo de las cualidades y virtudes de los ciudadanos, así como la justicia, sean posibles (Cortina, 1997). Desde la práctica de la ciudadanía, se plantea este artículo. Las sociedades modernas no sólo dependen de la estructura de sus democracias para garantizar la estabilidad, sino también de las cualidades y actitudes de sus ciudadanos, que deben pasar de la pasiva aceptación de los derechos a un ejercicio activo de responsabilidades y virtudes. Sin embargo, este ejercicio también se ve afectado por la inequidad para expresarse, como son las restricciones que tienen en algunas sociedades los grupos considerados minoritarios o para las mujeres (Kymlicka y Norman, 1997).

Este artículo busca comprender la categoría de subjetividad política, a partir de la revisión de la literatura y su relación con los procesos de resistencia y construcción de paz en mujeres víctimas de conflictos. Para lograr el objetivo se buscó información indexada en bases de datos científicas, dando prioridad a publicaciones en Scimago de los últimos cinco años, que tuviera como ejes temáticos los conflictos armados y su relación con los movimientos comunitarios de resistencia, buscando especialmente el accionar de las mujeres, así como su reconfiguración como sujetos políticos y las prácticas ciudadanas que se derivan de tal posicionamiento. Se usó una base de datos para la organización de la información recolectada, que a manera de matriz permitió su categorización. Los datos de esta matriz incluían la fuente, indexación e identificación del artículo, el autor, la filiación y los grupos de investigación de pertenencia de éste, el proyecto, país, resumen y palabras claves que daban lugar a la información, así como la identificación del problema, los conceptos, la metodología y las referencias usadas. La información sistematizada en matrices elaboradas en el programa Excel de Office permitió la emergencia de las categorías que se presentan en este texto a manera de secciones.

Este análisis busca exponer cómo los contextos bélicos pueden favorecer la configuración de prácticas ciudadanas en algunos colectivos que han estado sometidos a la violencia, que en el caso de las mujeres se presenta como una forma de agresión, no sólo contra un enemigo, sino contra alguien que por su estatus está sometido a unas condiciones particulares de menosprecio y exclusión y a diferentes formas de violencia física y simbólica. Las prácticas ciudadanas que configuran las mujeres como actores políticos abogan por la restitución de los derechos en un marco de cooperación, justicia y equidad.

Para presentar dicho análisis este artículo aborda inicialmente las formas en las que se estructura la subjetividad política en los sujetos y el papel que desempeñan en la cotidianeidad, así como la relación de aquélla con las acciones visibles de los actores en tanto ciudadanos que buscan mejorar las condiciones sociales, con énfasis en las que pueden observarse desde un enfoque de género y que abordan la invisibilización de las mujeres. En un segundo momento, se analizan las prácticas ciudadanas, con sus características, su evolución en la vida de los sujetos y sus condiciones de contextos globales e institucionales para su desarrollo. Para continuar el artículo se ocupa de problematizar la categoría de género en relación con la subjetividad política y el despliegue de derechos, para avanzar en la reivindicación de las mujeres como mediadoras y constructoras de nuevas formas de relación en un marco de justicia y equidad que impacten de forma positiva las condiciones estructurales que dan lugar a los conflictos sociales. El artículo concluye con la importancia de la asunción de las mujeres como sujetos políticos y discursivos en contextos bélicos y el rescate, así, de nuevas formas de ciudadanía.

Configuración de la subjetividad política y las prácticas de ciudadanía

Los sujetos y los colectivos construyen en su interacción formas particulares de habitar los territorios. En esa cotidianidad, se viven acontecimientos sociales e históricos significativos, que generan profundas afectaciones en algunos de los individuos, llevándolos a la aniquilación de su ser social. Sin embargo, tales contextos generan en otros habitantes nuevas formas de acción política, que cerca o lejos de las instituciones se constituyen en una práctica para la construcción de país, en una manera de ampliar y reorientar los sentidos de sus prácticas políticas. Este tipo de movimientos se encuentran en países como Colombia, donde las comunidades y, en especial, los jóvenes han logrado dar legitimidad a sus prácticas políticas, aún en contextos altamente violentos y desiguales (Patiño, Alvarado y Ospina, 2014). La subjetividad política entra de esta manera a jugar un papel protagónico en la esfera cotidiana, reflejándose en prácticas que hacen un entramado con la capacidad reflexiva, con la autonomía y con la conciencia de lo histórico y lo público, que en procesos de intersubjetividad provocan transformaciones sociales en la vía de la equidad y la justicia, y construyen así nuevas redes de acción social y política. En este orden de ideas, la subjetividad política es definida en estas tramas que la evidencian, como un juego de pluralidades en el que nos reconocemos como iguales en tanto nuestra humanidad y diferentes en tanto nos apropiamos de sentidos compartidos en nuestra biografía, en el compromiso de negociar nuevos órdenes sociales, la redistribución de poderes y el reconocimiento de lo público (Alvarado et al., 2008). Todas estas prácticas, como ejercicio de la ciudadanía han venido a ser parte constituyente de programas que buscan el bienestar de las comunidades, pasando de un enfoque que evitaba su ejercicio y restringía la participación en esquemas de poder verticales, a uno más sensible que integra el ser ciudadano y que parte de él para el desarrollo de acciones públicas y legítimas para la convivencia y un desarrollo propiamente humano (Bedoya y Lopera, 2015). Ser ciudadano y lograr sociedades con una alta cohesión social ha sido relacionado incluso con el bienestar subjetivo, en íntima relación con la integración sociopolítica de los sujetos. Allí se evidencia que, si se logra una alta cohesión con grupos y redes de referencia, se puede hacer frente a la fragmentación que se manifieste con la sociedad en pleno (Ospina et al., 2017). Desde allí pudiera entenderse por qué las comunidades, al percibirse como vulnerables, pueden buscar una mayor asociación interna, a través de acciones ciudadanas para afrontar las situaciones que les son críticas. De esta forma, cuando los individuos se incorporan políticamente a la sociedad, obtienen una percepción considerable de bienestar, relacionado de forma directa con el capital social (Millán, 2015).

En este orden de ideas, investigaciones sobre la participación cívica han podido demostrar su profunda relación con la percepción de confianza en la comunidad, y de ésta con el resguardo de la democracia, demostrando así que la cooperación y el trabajo asociacionista en el marco de la ciudadanía requieren que se perciba a los pares como confiables y como portadores de propósitos comunes que se infieren como benéficos para la sociedad en pleno. La desconfianza representa, de esta manera, un obstáculo para la generación de asociaciones autónomas que se interesen por las necesidades en la esfera pública, aunque se deben considerar otras variables para entender esta relación, como los costos de la participación y las expectativas de los ciudadanos sobre los beneficios que se deriven de ella (Freire, 2014).

Así, para entender el concepto de sujeto político debe asumirse que toda forma de política requiere de un tipo particular de sujeto, producido por un aparato regulador proveniente del Estado. En este sentido, y luego de los acontecimientos de las últimas décadas en el mundo, se ha venido afianzando en la esfera de lo público un sujeto que deviene como producto de unas operaciones históricas de poder y que, en las instituciones o fuera de ellas, se involucra en las decisiones políticas (Iranzo y Manrique, 2015). En consecuencia, una de las tareas emprendidas por los movimientos feministas es la deconstrucción de los marcos conceptuales tradicionales para pensar el sujeto político o el sujeto de derecho, pues en ellos se debe develar un subtexto asociado al género, lo que lleva a que no puedan ser postulados de manera universal y liberal. Siguen siendo patentes las desigualdades entre hombres y mujeres y las relaciones de poder, el control y la fuerza de trabajo. Allí se encuentran planteamientos tan importantes como la propuesta de las jurisdicciones multiculturales de Shachar, donde el dilema básico radica en distribuir la autoridad en un contexto multicultural; tal distribución debería procurar la equidad entre los grupos, pero también al interior de ellos, lo que significa la búsqueda de una ciudadanía diferenciada (Villavicencio, 2014). En coherencia, la teoría política feminista hace una revisión del concepto de individuo ciudadano universal, preguntándose quién es propiamente un sujeto, de donde se concluye que éste parte de un universalismo que desconoce los sesgos de género. Reconocer tales asimetrías es crucial para el logro de una participación ciudadana real, desde la emancipación de aquellos que no la desarrollan plenamente, como en el caso de las mujeres y las relaciones de dominación a las que han estado sometidas. Tal sometimiento está vinculado en muchos casos al predominio de una división de las dimensiones de vida pública y privada, dejando a las primeras como escenarios de despliegue de poder masculino. De allí que la ciudadanía se deba asumir como una oportunidad política para reconocer las diferencias de género en este caso, y promover la equidad, por medio de una revisión de las categorías relacionadas con la práctica en el ámbito político y su reducción a la esfera de lo público masculino (Valenzuela, 2016).

Por lo anterior, deconstruir lo que tradicionalmente se designa como democracia es crucial para entender la exclusión política a la que han sido sometidas las mujeres en nombre de un contrato social, de una esfera pública y de sus sujetos: los ciudadanos, categorías que mantienen un orden androcéntrico. De allí, la necesaria articulación del género en la construcción de propuestas de ejercicio político, para que se tengan en cuenta las diferencias por ese papel impuesto. Por tanto, las mujeres que deciden hacer un uso público de su ser como sujetos políticos tendrán mayores herramientas para afrontar un espacio que no les será grato, aunque esté instalado en un sistema democrático (Del Águila, 2014). Las teorías feministas han intentado explicar estas disparidades al asumir la categoría de ciudadanía como eje de sus discusiones, haciendo manifiesto un malestar que no puede ser resuelto con una teoría universal y democrática del ejercicio de derechos que desconozca el lugar marginal socialmente asignado a las mujeres de acuerdo con su género, pero que también asuma el reto de su superación (Tarrés, 2013).

La deconstrucción de lo que se ha denominado democracia implica a su vez la reconstrucción de las bases sobre las cuales se han fundamentado los hitos para comprender la historia de la humanidad. En América Latina, la historia está impregnada de valores eurocéntricos, que negaron los valores y creencias de los nativos americanos y que fundamentaron los dogmas sobre los cuales se aceptaron y reprodujeron juicios sobre el papel de cada uno de los individuos en la sociedad, incluidas las mujeres y su destino doméstico. Los relatos hispánicos no le dan lugar a la mujer como sujeto político y desconocen su importancia por el establecimiento de los dogmas cristianos, para borrar su lugar en la cultura de los pueblos americanos antes de la llegada de los europeos y las prácticas que les pertenecían a ellas exclusivamente y no a los hombres, así como negar también el lugar de éstas en la lucha por la independencia de los nuevos estados-nación en el continente. Estos datos, contados a partir de los relatos de los hombres de la época, pudieran indicar la ausencia de la voz de las mujeres como acto político del sistema dominante, que aun en el marco de la multiculturalidad, muestra su negación como sujetos históricos. La historia europea traída a la fuerza a América proporciona el contexto para el desarrollo de los sistemas patriarcales y hegemónicos que pugnan por el mantenimiento de las relaciones de poder en la tradición. En esta historia la mujer se ha invisibilizado, de allí la importancia de su reconstrucción, de su voz en esa narración, para generar una alternativa contestataria y con un nuevo marco de interpretación (Guardia, 2015).

En este escenario, es importante aclarar que no siempre los nuevos movimientos ciudadanos son contrahegemónicos, pues algunos de ellos, desde la periferia, se articulan a los entramados de poder y con argumentos sólidos defienden las ideas que sus gobernantes presentan como positivas y de desarrollo colectivo; prueba de ello es lo sucedido con la Organización Pluricultural de los Pueblos Indígenas del Cauca (OPIC), quienes alentados por sus creencias religiosas se aliaron con las ideas del entonces presidente Álvaro Uribe, en contra incluso de sus antiguos líderes indígenas (Ramírez, 2015).

Naturaleza y condiciones de las prácticas ciudadanas

Para entender el ejercicio político como práctica de despliegue de la ciudadanía debe asumirse que éste está en íntima relación con los espacios de igualdad efectiva que sean provistos por el orden institucional, el cual a su vez se liga con un modelo de desarrollo. La apropiación de estas prácticas depende, además, de las relaciones con el territorio, el género, la edad; de tal manera que la distribución de estas oportunidades no es la misma entre la población, lo que puede favorecer apropiaciones subjetivas para lograr transformaciones sociales (Peña y Voghon, 2014). Uno de los primeros espacios para el delineamiento y apropiación de estas prácticas es la familia, que brinda pautas a sus miembros para la interacción social en un medio caracterizado en la actualidad por una tendencia hacia la búsqueda de la satisfacción subjetiva, generando violencia e indiferencia. La formación en derechos y deberes se constituye, así, como actividad primaria para la formación ciudadana (Bermúdez y Buitrago, 2013).

Por ende, cuando se aborda la naturaleza de la ciudadanía como práctica social es menester entender que, en una primera aproximación, ésta se relaciona con los escenarios institucionales, que han trazado formas tradicionales para que se manifieste. Sin embargo, situaciones como la movilidad global, los conflictos bélicos, los desastres naturales o las situaciones de inequidad crean las condiciones para que ciertos colectivos queden por fuera de esos pactos asumidos como las formas aceptadas de ejercicio ciudadano. Por ello, el concepto de ciudadanía ha debido expandirse, saliendo de los contornos de lo institucionalizado para dar lugar a expresiones ciudadanas desde diversas subjetividades. En el caso de las mujeres, tal situación se expresa con la demanda de su inclusión en los asuntos públicos, reformulando así la relación entre el Estado, el individuo y lo político, incluyendo a sus instituciones.

El papel de los hombres en estos esfuerzos por la inclusión es imperativo y muchos se han sumado a esta tarea, que busca la incorporación de la perspectiva de género como instrumento crucial en la búsqueda de igualdad de oportunidades sociales, sin distingo del género mismo. La incorporación de esta perspectiva ha demandado grandes esfuerzos y aunque hay grandes avances en algunas regiones en el mundo, en muchas de ellas lo logrado es apenas incipiente pues las desigualdades e inequidades sociales siguen siendo lo cotidiano en la vida de las mujeres. Vale destacar que en Latinoamérica se evidencia la incorporación de muchos hombres en los movimientos sociales que abogan por la igualdad de derechos con las mujeres, lo que confirma que es posible generar grandes cambios en esta perspectiva.

La ciudadanía/subjetividad política: su relación con el género y la salida a los conflictos

En la literatura se encuentran múltiples estudios que demuestran cómo los ambientes adversos afectan de forma diferente a los grupos poblacionales en las comunidades, según sean sus condiciones psicosociales. Uno de estos grupos son las mujeres, que son afectadas de forma diferencial en su estado de salud, en el establecimiento y uso de redes de apoyo familiar y social, y en todo tipo de accesos a recursos de protección en escenarios desfavorables, a consecuencia de que no pueden explicarse sólo desde referentes teóricos biologicistas. La brecha en la disponibilidad real de recursos afecta todas las esferas en la vida de las mujeres, desde lo privado y familiar, hasta lo laboral y el acceso a nuevas formas de comunicación e información, que se sostiene por los imaginarios creados acerca del género y la sexualidad a partir de modelos patriarcales (Pujol y Montenegro, 2015). Por ello, en diversos escenarios locales e internacionales se aboga por el desarrollo e implementación de derechos para las mujeres, lo que implica aceptar la no universalización de los derechos humanos, que formalmente deberían proteger a hombres y mujeres por igual, pero que no han podido garantizar la igualdad de los derechos con relación al género. La demanda por derechos propios para las mujeres confirma la dimensión de las violaciones a su dignidad, bajo figuras de inequidad, exclusión, injusticia y desigualdad, violaciones que se sustentan en el mantenimiento de los papeles asignados tradicionalmente y los estereotipos culturales de los que son investidas por el afán particular de mantener el poder bajo estructuras patriarcales, que lastiman a toda la sociedad e impiden un desarrollo más completo e integral. Algunas de las explicaciones que abordan este afán de subordinar a las mujeres desde tiempos ancestrales hacen uso de conceptos como el del fascismo histórico y la misoginia, tratando de entender las conductas de odio o aversión a las mujeres como fundamento de la configuración de las formas de jerarquía y dominación masculinas y las consecuentes prácticas de exclusión que las dejan fuera de todo pacto social y expuestas a la violación de sus derechos en tanto no-sujetos. El culto a la virilidad y la fuerza como valores sociales asigna condiciones de superioridad a un determinado grupo de personas: varones blancos y ricos, que tienen la tarea de establecer un orden que es conveniente a sus intereses de poder y hegemonía, legitimando el uso de la violencia para mantener este entramado de dominio (Carosio, 2015).

Como consecuencia de este devenir histórico y desde diversos sectores sociales, se viene abogando por la implementación de acciones multisectoriales que identifiquen y disminuyan las condiciones precarias en las que viven las mujeres y que se relacionan directamente con los papeles de género; en ellas, se han estimulado estrategias de cooperación que, desde conceptos ampliados de bienestar, reconozcan, acojan y encaminen los casos de violencia por género que sean encontrados por los agentes de salud. No obstante, tales iniciativas siguen siendo insuficientes y desarticuladas con las políticas públicas que pretenden desde sus objetivos reducir la morbimortalidad de las violencias, promocionar la salud y garantizar los derechos humanos. Sin embargo, en las estrategias que se fundamentan en el aprendizaje de los actores involucrados, los obstáculos parecieran volverse oportunidades. En una investigación desarrollada en 2014, desde un enfoque crítico del género y su relación con la violencia de pareja, con agentes comunitarias en salud en Río de Janeiro, Brasil, se encontró que las mujeres de la región que eran atendidas con una pedagogía feminista encontraban salidas para superar la violencia conyugal en sus relaciones de pareja, resaltando que algunas lo hacían en un trabajo reflexivo con sus propios compañeros, todo ello desde una escucha diferente y un respeto absoluto por parte de la profesional en salud, lo cual mostraba que era posible una vivencia de la pareja desde la justicia y la comunicación desde formas no violentas. De acuerdo con los autores del informe (Dantas et al., 2014), la interacción de la pareja a partir de la nueva reconfiguración de la subjetividad en la mujer pareciera dar lugar a una nueva forma de relación, donde la violencia ya no puede operar, por la legitimación del lugar emancipado de ellas y la primacía de la búsqueda de la justicia por parte de la pareja recompuesta desde unos símbolos distintos. De llegar de nuevo la violencia como muestra de dominación, ésta ya no sería permitida. La reivindicación de su ser de mujer, legitimado ante sus compañeros, mostraba también efectos en las situaciones de precariedad en el trabajo y otras dificultades relacionales (Dantas et al., 2014). La violencia por razones de género, analizada para este caso en el escenario de lo doméstico, no puede pensarse de forma desarticulada con las violencias particulares que viven las mujeres en los conflictos armados, pues los papeles de género entran en juego como un determinante que afecta directamente la forma como se experimentan los fenómenos de la guerra. El género es un elemento transversal a todas las violencias.

La relación entre los ambientes y el desarrollo de la vida tiende a complejizarse cuando se viven situaciones de conflicto, que agudizan las condiciones de vulnerabilidad de poblaciones ya expuestas. Un ejemplo de ello es la afectación en la salud mental que sufren las minorías étnicas que se establecen en lugares ajenos a los de su procedencia. Los estudios muestran que las prácticas de exclusión, como la discriminación racial, predicen una salud mental débil y una exposición considerable a los riesgos por sufrir inequidad en el acceso a recursos, por ejemplo, a los sistemas de salud. Excluir a una población considerada minoritaria o de menor valor social es un arma con enorme poder de afectación que no ha sido plenamente considerada en los estudios actuales (Wallace, Nazroo y Bécares, 2016). La migración de las mujeres, sea por razones económicas o de crisis bélicas, entendidas como los hechos de violencia en el marco de las guerras, genera condiciones desfavorables para la consecución de empleos dignos, así como para el recrudecimiento de las barreras culturales y el intercambio de sexo como método de supervivencia. En un informe reciente del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) se describe cómo los países receptores de mujeres que huyen de los suyos por la violencia extrema no garantizan condiciones mínimas para la vida en el marco de los derechos humanos y las convenciones internacionales. En el informe también se describen las violaciones y torturas a las que son sometidas por parte de intermediarios y otros actores en el proceso de huida y tránsito hacia sus destinos (ACNUR, 2017). Es bastante común encontrar en las mujeres migrantes el fenómeno de la esclavitud sexual y el mantenimiento de relaciones sexuales forzadas como arma de guerra o de dominación de poblaciones en conflicto (Cueva y Terrón, 2014). En contraparte, recibir soporte social y asociarse con pares reduce el impacto de tales violencias y aumenta la protección de la salud mental en estas mujeres marginadas (Giorgio et al., 2016).

En el caso de los conflictos bélicos, las investigaciones demuestran que una de las poblaciones más afectadas es la femenina, ya que al tener que desplazarse o refugiarse, se expone a agresiones de índole sexual y al trabajo en condiciones no dignas para su propia subsistencia y la de sus familias como única opción de ingresos (ONU, 2016). Otros estudios muestran cómo aumentan los casos de agresión al interior de sus hogares, la incidencia de infecciones de transmisión sexual, el incremento de casos de VIH, los embarazos no deseados, los homicidios, la esclavitud sexual, entre otros (ONU, 2016) (Bastick, Grimm y Kuns, 2007). Los efectos incluyen, además, cambios en la estructura familiar que pueden transformarse en obstáculos para su óptimo desarrollo (Guevara, 2016).

La situación de las mujeres en los conflictos bélicos es alarmante: en el ámbito internacional más de 60% de la población refugiada son adultas, niñas, y adolescentes que han perdido la protección de sus gobiernos y se encuentran en situaciones de alta vulnerabilidad (ACNUR, 2016). En América, los informes dan cuenta de la violencia sexual, utilizada como arma de guerra en los conflictos internos. En países como El Salvador, Guatemala, Haití y Perú se han evidenciado violaciones a los derechos humanos durante los conflictos, que incluyen violencia sexual. En Colombia, Guatemala y Perú esta situación se agrava contra las mujeres indígenas, aumentando su vulnerabilidad (Carmona, 2014). Aunado a lo anterior, los informes señalan no sólo a organizaciones armadas irregulares, como aquellas que promueven la violencia contra las mujeres, sino también a las fuerzas armadas legítimas de cada nación (Bastick, Grimm y Kuns, 2007). Hoy se habla de la feminización de las consecuencias del conflicto, como el desplazamiento, dada la alta presencia de las mujeres en este problema crucial (Lafaurie et al., 2009). Se ha podido establecer incluso cómo se entrecruzan los sustratos que dan lugar a la violencia política con aquellos que dan cuenta de la violencia de género, haciendo más complejos los análisis y la intervención sobre el problema (Montoya, Romero y Jeréz, 2013). Las mujeres víctimas en los conflictos bélicos presentan alto grado de vulnerabilidad ante la violencia, causada por la precariedad de sus condiciones socioeconómicas y las pérdidas afectivas relacionadas con su condición, entre otros aspectos que implican la ruptura de los elementos conocidos de su diario vivir, llevándolas a un desarraigo social, emocional, y económico (Lima, 2000).

En Colombia, en el conflicto armado, experimentado como una guerra interna con más de 50 años de historia, se estima que más de 70 000 personas han muerto (Amnesty International, 2004), y cada año mueren 3 000 personas más (BBC News, 2005). En 2003, la Liga de Mujeres Desplazadas aplicó una encuesta entre 410 mujeres de 15 a 49 años, que habían sido desplazadas por el conflicto urbano; 125 de ellas reportaron incidentes de violencia sexual (Liga de Mujeres Desplazadas, 2007).

Sin embargo, la literatura también evidencia que el papel de líderes que construyen las mujeres en sus comunidades, integrador de sus necesidades y fortalezas, podría evidenciar nuevos caminos para avanzar hacia otra manera de convivir. Muchos de los movimientos articulados por grupos de mujeres tienen como objetivo beneficiar a la comunidad en la que viven y en la que perciben que tales movilizaciones pueden lograr que todos sus miembros tengan una vida digna. Las manifestaciones políticas de estas mujeres son consideradas, por tanto, prácticas de cuidado, pues se ocupan de las condiciones de vida en relación con determinadas condiciones sociales (Carmona y Serna, 2017). Estas mujeres expresan sus creencias en otras formas de convivir a partir del desarrollo del compañerismo, el apoyo social, la escucha activa y la expresión misma de los sentimientos para fundar comunidades horizontales, de trabajo colaborativo y emprendimientos solidarios para las transformaciones requeridas (Teixeira y Oliveira, 2014).

Estas capacidades de movilización son especialmente útiles al analizar los escenarios que siguen cuando las guerras terminan, pues comienza un nuevo periodo donde no sólo deben atenderse las intervenciones para evitar la reincidencia del conflicto, sino que se deben fortalecer las acciones que se ocupan de los remanentes estructurales que pueden reproducir las violencias, aun luego de procesos de paz, manifestadas en las actividades criminales, disponibilidad de armas, desplazamientos, sensaciones persistentes de miedo generalizado y la rutinización y normalización de la violencia misma. Por ello, algunos estudios proponen que no solamente se brinden estrategias para la promoción de la seguridad entre los ciudadanos, sino que además se estimulen intervenciones diseñadas y ejecutadas desde la base, esto es, por las comunidades mismas (Aguirre, 2014).

En el caso de las mujeres, investigaciones señalan que una de las rutas de salida a su condición de vulnerabilidad a las consecuencias de los conflictos bélicos es su reconstrucción como actores políticos, su ser como ciudadanas (Posada et al., 2016). La experiencia de las mujeres en contextos de vulneración hace un llamado a las ciencias políticas y sociales para reconfigurar los conceptos tradicionales de ciudadanía y participación, pues ellas demuestran, como en el caso de las víctimas o de las migrantes, que la ciudadanía pasa a ser una nueva forma de asociacionismo, de vinculación inclusiva con el otro en espacios no institucionalizados para la participación, lo que se ha nombrado “una ciudadanía desde abajo” (Solé, Serradell y Sordé, 2013), o “ciudadanías otras”, al referirse al ejercicio que se hace por comunidades que se han visto obligadas a la periferia y que desde allí se ingenian maneras de restablecer los derechos de las que fueron despojadas por la violencia y la indiferencia (Espinoza, 2014). Para comprender estos mecanismos que permiten que las mujeres superen las condiciones de vulnerabilidad asociadas a las violencias que experimentan debido a su género pudiera ser útil el concepto de empoderamiento. Éste se expresa como una expansión de las capacidades de decisión en poblaciones en las que antes esto no era aceptable, como en el caso de las mujeres. Desde esta dimensión explicativa se accede y se controla la propia vida. Esta capacidad ha estado directamente relacionada con los episodios de violencia emocional y sexual, constituyéndose como un factor de protección que, expresado como autonomía, permite que las mujeres se alejen de los papeles tradicionales en los que la sumisión y la obediencia hacia un hombre (padre/esposo) son características deseables. De esta forma, si el empoderamiento se manifiesta como un factor de protección frente a la violencia por género, éste a su vez plantea la emergente necesidad de reestructurar los valores de subordinación que la fundamentan (Casique, 2014).

Sin embargo, es importante también develar procesos en los cuales la movilización colectiva de las mujeres no pareciera trascender al ámbito de la ciudadanía como posibilidad de revisión del ejercicio de sus derechos, lo que sugiere que no siempre tales acciones colectivas se encaminan hacia el fortalecimiento de sujetos políticos que luchan por la equidad y el reconocimiento de los derechos de los más vulnerables. Se han documentado casos de reclamación por parte de colectivos de mujeres, que consolidan sus propuestas para el mejoramiento de las condiciones y acceso a la tierra por parte de comunidades marginadas, que sin embargo mantienen las mismas situaciones de inequidad en el manejo de las decisiones y la autonomía al interior de sus hogares, que siguen teniendo, por tanto, estructuras profundamente patriarcales (Valles e Infante, 2014).

En los actuales escenarios de deshumanización, los conceptos de ciudadanía deben trascenderse, pues han sido planteados desde hegemonías, excluyendo a aquellos que no se identifican con el territorio, que están por fuera de los órdenes establecidos y que han tenido que establecerse en otros lugares para protegerse o buscar alternativas mejores de bienestar, generando prácticas sociales postciudadanas (Estévez, 2016). Para trascender los conceptos tradicionales con los cuales se entienden las prácticas sociales, se deben analizar también las formas en las que tradicionalmente se comprende la distribución de poder, incluyendo la que se presenta con relación a los papeles de género, que produce grandes inequidades y llega incluso a explicar situaciones de violencia que viven las mujeres en sus espacios, las cuales son aprendidas y reproducidas por sus hijos, como ejercicio de control parental (Gómez y Fernández, 2014).

Lo anterior permite entender cómo, después de sobrevivir a condiciones extremas, la reparación de las subjetividades luego de tratos crueles y excluyentes implica en primer lugar la reafirmación de una identidad, pero al mismo tiempo, la necesidad de pertenecer a una colectividad más amplia, a la nación que otorga el reconocimiento de derechos. En las sociedades plurales del mundo globalizado actual, las diversidades culturales y religiosas se hacen cada vez más manifiestas, lo que implica un reto para los mecanismos de regulación social y jurídica. En un marco ampliado de aceptación y desarrollo de un enfoque que considera los derechos humanos, se encuentra que es posible no sólo permitir sino estimular las prácticas de los ciudadanos, aun si pertenecen a grupos tradicionalmente minoritarios o segregados. En la literatura se da cuenta de dos formas en las que los estados le hacen frente a este reto: en primer lugar, desde una posición de igualitarismo formal basado en la tradición liberal-republicana, que no atiende las particularidades de grupos al interior de la población, sino que mantiene una igualdad que sólo puede estimarse formalmente; y en segundo lugar, mediante el reconocimiento de derechos a partir de la aceptación de las diferencias entre los grupos con identidades distintas dentro de una misma sociedad. Esta ampliación del registro implica una renuncia al ideal de la igualdad formal planteada en el primer caso; de esta manera se constituiría una ciudadanía diferenciada, esto es, que reconozca que los contextos, las prácticas y los efectos de ella no están dados de manera uniforme entre todos los grupos sociales. En esta segunda perspectiva se acepta que, para garantizar una igualdad real, a veces pueden ser necesarias excepciones respecto de la igualdad formal. Se entiende, sin embargo, que en los escenarios reales no es posible aplicar alguno de estos modelos de forma pura, sino que se presentan de forma mezclada en relación con los escenarios para las prácticas ciudadanas.

De este fenómeno dan cuenta las prácticas de memoria que fundamentan los procesos de recuperación luego de la victimización en el marco de conflictos bélicos. La memoria ha venido cobrando un papel fundamental en los países donde se han vivido periodos críticos de violencia política, dictaduras, guerras civiles, así como los fenómenos que se ligan con éstos, como las masacres, los genocidios y todo tipo de exterminios fundamentados en la confrontación. Los ejercicios de memoria ayudan a ritualizar y resignificar tales experiencias, produciendo nuevas expresiones culturales que permiten interpretar de otra forma los horrores vividos. Así, la memoria se articula con la búsqueda de justicia, de expresiones de democracia, para preservar, transmitir y buscar aprendizajes colectivos en los recuerdos y las narraciones. La memoria implica entonces una reestructuración del presente político y de las formas en las que se manifiestan las instituciones, los símbolos y los procesos de educación política. Para ello ha de tenerse en cuenta que las memorias pueden ser también expresión del discurso dominante y, de ser así, la pluralidad y la voz de las minorías se pierde, como se pierde también la posibilidad de cuestionar la hegemonía del contexto político. El análisis de los ejercicios de memoria debe advertir y evitar esta práctica, para dar lugar a un análisis de éstos en todos los ámbitos donde se ha ejercido poder: desde lo institucional, lo simbólico y lo social. El pasado en disputa puede proveer las condiciones para la reformulación de un mejor presente, con una ciudadanía activa, comprometida con la esfera pública y con convicciones democráticas.

En Guatemala, tales prácticas de memoria articularon lo religioso, lo jurídico, pero también la visibilización y la exigencia de justicia, propiciando que las comunidades indígenas afectadas por el terrorismo de Estado en el conflicto y posconflicto se situaran como ciudadanos en una nueva perspectiva anclada en la reconstrucción de la subjetividad política (Salamanca, 2015). Así como en Guatemala, en otras latitudes se da cuenta de mujeres indígenas habitantes de zonas geohistóricamente marginadas, quienes, luego de estar sometidas a prácticas como el abuso sexual, la trata de personas y los asesinatos selectivos, han cuestionado las fronteras entre lo propio de los hombres y lo propio de las mujeres, rebelándose contra los mandatos tradicionales de la cultura patriarcal y el discurso político machista, aspirando a una posición igualitaria en el marco de sus nuevas expresiones de subjetividad política. Lo común que se presenta en estas mujeres es que comparten la idea de que estar subordinadas por el hecho de ser mujer constituye una injusticia. Esta reivindicación impacta a la comunidad entera y el agenciamiento de los demás, al cuestionar no sólo la relación hombre-mujer, sino además al influir en la reflexión sobre lo que es justo en una comunidad marginada. Otras experiencias en comunidades indígenas en Brasil le dan un lugar fundamental a la construcción de políticas públicas desde y con las comunidades de base, todo ello para lograr un reconocimiento de todos los actores sociales, de su papel al interior de dichos grupos humanos y para evitar la imposición de ideales foráneos en los colectivos. En una investigación documental y etnográfica desarrollada entre 2006 y 2010 en este mismo país (Jacinto, Mara y Scheibe, 2014), se hallan referencias sobre el trabajo emprendido por las mujeres rurales, quienes se han organizado en movimientos sociales desde la década de 1980 para luchar por la igualdad de género y de clase, así como por los derechos sociales y el reconocimiento de las mujeres en las esferas de lo público, en un contexto donde eran los hombres quienes regían los destinos de todos en las comunidades. Con este tipo de acciones políticas se ha logrado disminuir la pobreza y las desigualdades y restablecer los derechos de las mujeres como verdaderas ciudadanas, superando formas de violencia política donde la subordinación y la invisibilidad de la mujer eran ejercidas como forma de dominación, que si bien no son iguales a las violencias sufridas en el marco de la guerra, sí tienen un origen en común: los esquemas patriarcales que objetivan y privatizan la vida de las mujeres (Mendes, Da Silva, Neves, & Da Silva, 2014). En los casos reportados por la literatura se encuentra la exigencia de asumir las políticas públicas como un lugar privilegiado de negociación de los significados atribuidos a la categoría “mujer indígena” para comprender las relaciones de género, establecidas desde los contextos locales en función de la complementariedad en las prácticas cotidianas, en las teorías sobre la corporalidad y en la cosmogonía. De esta forma, dichas políticas pueden contribuir a la declaración de la mujer como ciudadana (Ouriques, 2013).

Desde posiciones como éstas se exige entonces el reconocimiento de una singularidad histórica y cultural, pero a su vez la participación efectiva en una pluralidad, tal como aconteció con la comunidad organizada de mujeres de Mampuján, una pequeña población del norte en Colombia, en el marco del proceso de justicia y paz, luego de las masacres perpetradas por movimientos paramilitares en esa localidad. En este caso, a partir de los movimientos organizados de las víctimas en el año 2010 y de la recreación de los hechos en tejidos elaborados por las mujeres, se reconoció por primera vez en Colombia el delito del desplazamiento forzoso de una comunidad por acción de las fuerzas ilegales de extrema derecha y se instó a los responsables a una reparación integral de la estructura social destruida (Rojas, 2015). También en Colombia se conoce la construcción del Salón del Nunca Más, por parte de la Asociación de Víctimas de Granada -Asovida- constituida entre 2005 y 2007 por campesinos, casi todos mujeres, en el departamento de Antioquia y víctimas del conflicto armado del país, quienes reconstruyeron a partir de procesos de memoria un nuevo empoderamiento político que terminó visibilizando sus acciones de paz y resistencia frente al desplazamiento de sus tierras, los asesinatos de sus familiares y la desaparición forzosa (Carrizosa, 2011). Estas iniciativas en Colombia han implicado retomar el valor de las palabras, de conversaciones difíciles que permiten reelaborar la historia en encuentros donde todos los actores del conflicto pueden debatir y exponerse desde sus subjetividades; emerge entonces una memoria histórica integradora, que tramita las diferencias por la vía de la conversación y los argumentos, y unas nuevas prácticas de ciudadanía que reconocen la diferencia y los disensos, marcando límites de no repetición de las transgresiones pasadas (Wills, 2016). Reconocer estas nuevas posiciones como subjetividades políticas implica una revisión minuciosa de los conceptos con los que se nombra a las víctimas y los papeles que tradicionalmente se asumen para ellos y ellas, pues su subjetividad política no sólo ha sido engendrada por la violencia, sino por los órdenes jurídicos, administrativos, gubernamentales, culturales y psicosociales, escenarios en los cuales se ha desarrollado su vida. Así, un verdadero trabajo de emancipación pasa por una crítica a los modos en que se han encasillado los lugares de las víctimas de la violencia como sujetos políticos que se expresan en múltiples narrativas y lugares de enunciación, esto posibilitaría deconstruir los modos en los que se ha entendido la guerra y la violencia (Tamayo, 2016).

Los casos anteriores permiten señalar, como lo han hecho algunos estudios feministas, que para profundizar en estas realidades concretas que se viven en los países suramericanos es importante asumir una teoría propia de lo que significa ser mujer y lo que implica la práctica ciudadana, la emancipación y el despliegue del sujeto político de las mujeres en la particularidad de estas culturas (Moreno, Carmona y Tobón, 2010). Cuando se hace referencia a los estudios feministas de vanguardia, hay una remisión a los trabajos desarrollados por autoras europeas, canadienses y estadounidenses. En cambio, a las latinas sólo se les señala como víctimas de los arraigados sistemas paternalistas, pero no como desarrolladoras de conocimiento nuevo y pertinente de las realidades que viven ni como promotoras de una reivindicación por la igualdad de los derechos, desconociendo la multiplicidad de casos, donde de forma incipiente o acentuada las mujeres han ido produciendo un conocimiento que transita entre lo local y lo global y que ha ayudado a entender y a superar las complejas realidades de las subjetividades de las mujeres latinoamericanas (Cypriano, 2013). Estos casos describen la forma como estas mujeres resignifican sus experiencias y definen su identidad haciendo uso de la autonomía en unos contextos donde siguen prevaleciendo relaciones de poder desiguales y asimétricas. Por medio de su accionar político, ellas han asumido el reto de no continuar reproduciendo los valores que han sido la base de la condición de subalternidad femenina y que ha justificado su opresión por parte de los hombres, así se reconfiguran los límites en los que se ha enmarcado las formas de interacción sociales, que legitiman la violencia desde los espacios privados hasta los públicos (Biroli, 2013).

Salir de la violencia constituye un acto político, donde los protagonistas asumen que la violencia real se detiene por completo y comienza así un periodo en el que, aun sin olvidar lo vivido, se llevan a cabo esfuerzos para transformar las situaciones que la provocaron y los efectos que quedan de ella. Para los movimientos de mujeres que han emprendido esta tarea, salir de la violencia no implica volver a las condiciones en las que vivían antes del conflicto, pues de hecho comprende una nueva forma de asumirse en un papel social que las humaniza, alejándolas de la cosificación. Aquí la memoria como instrumento deviene para recordar lo abominable de las guerras y reconstruir el tejido social con base en valores de inclusión y reconciliación.

En el sentido de la reconstrucción de nuevas interacciones sociales, estudios transversales en sujetos que han estado sometidos a hechos negativos demuestran que tales eventos producen un impacto en las creencias básicas y en el crecimiento personal (Bilbao et al., 2013). Estas investigaciones permiten establecer que los eventos negativos pueden producir en las personas que los experimentan una percepción de crecimiento de la fortaleza personal, la capacidad para relacionarse con otros y el logro objetivos de forma cooperativa. Así, la afectividad positiva y la vinculación con grupos de pares luego de los eventos negativos permite concluir que no siempre tales eventos producen una devastación en el sujeto, sino que pueden dar lugar al incremento de las capacidades subjetivas, de asociación y de habilidades para el apoyo social. El desarrollo de nuevas capacidades luego de vivencias traumáticas ha sido comúnmente llamado, desde las teorías psicológicas, “crecimiento postraumático” o “crecimiento relacionado con el estrés”. Los cambios incluyen nuevas maneras de verse a sí mismo, cambios en la relación con otras personas e incluso cambios de orden espiritual y religioso que fundamentan la filosofía de vida. Este crecimiento luego de eventos estresantes es encontrado por los estudios de tipo exploratorio en la gran mayoría de personas que han estado sometidas a este tipo de situaciones (Cho y Park, 2013); pareciera que la adversidad reconfigurara al sujeto y le permite ubicarse en una posición más activa y positiva, lo que se ha explicado por el profundo cambio en los esquemas a partir de los cuales se interpreta la vida, que de hecho afectan de forma positiva la manera como se afrontan nuevos momentos de crisis . De esta forma, las afectaciones pueden producir en quienes las viven una lucha por el reconocimiento, donde la búsqueda de la dignidad y la equidad implica el resurgimiento de estos sujetos desde lugares donde se asumen como seres humanos, como ciudadanos y como pertenecientes a una comunidad (Echavarría y Rodríguez, 2015), categorías que se han visto profundamente afectadas, al ser víctimas de deshumanización, despojados de sus derechos y desterrados de sus lugares de origen. Estas luchas implican una exigencia de un reordenamiento político, que incluya a todos como ciudadanos en condiciones de paridad para la participación.

El reordenamiento político implica revisar y superar las visiones androcéntricas de lo que se ha nombrado y estudiado como cultura política. Este concepto polisémico ha estado profundamente ligado a una visión hegemónica y patriarcal de lo que significa la participación en los espacios deliberativos. Las revisiones del material bibliográfico en este campo dan cuenta de una invisibilización del poder de la mujer en la toma de decisiones colectivas, ignorando su fuerza de asociación y la capacidad explicativa de dicho fenómeno para entender la cultura política de los sujetos. Por ello, los estudios entienden la importancia de una visión interpretativa que tenga en cuenta la comprensión de las prácticas en un momento histórico particular y la relación de pertenencia a organizaciones, para entender de forma más situada y subjetiva la cultura política en los colectivos de mujeres. En este sentido, la cultura política en las mujeres incluye sus creencias, prácticas y emociones articuladas al poder y al mundo social en general. En contraparte, la sociedad hegemónica ha venido interpretando la falta de participación histórica de las mujeres en los cargos tradicionales desde los cuales se desarrollan las prácticas políticas aceptadas tradicionalmente como falta de interés o de capacidad en las mujeres para la participación en política, o como un problema de demanda y de organización en las instituciones políticas, explicaciones que sólo subvaloran el potencial de las mujeres y su reconocimiento como seres humanos plenos de derechos. Lo que se puede demostrar es la existencia de prácticas restrictivas hacia la mujer, que favorecen la incorporación de los hombres a la esfera de la participación pública en el ámbito político. Una forma en la que puede explicarse el fenómeno de la baja participación femenina en cargos públicos es por el ejercicio de la violencia política en su contra, como práctica social que se extiende en relación con el género y que se reproduce al interior de las organizaciones políticas, que acogen los papeles de género tradicionales en los que la mujer queda subsumida en prácticas privadas relativas al hogar y la maternidad. De esta forma, las mujeres que logran acceder a las candidaturas han denunciado sus experiencias sobre discriminación, acoso y violencia asociados a las campañas y al desempeño parlamentario. Allí, el parlamento reproduce las exclusiones vividas en todas las esferas vitales de las mujeres. En la literatura también se reporta la percepción de las mujeres que ingresan como sujetos activistas en asociaciones políticas, logrando establecer que éstas tienen mayores obstáculos para ejercer su liderazgo en sociedades patriarcales, como la latinoamericana. Se debe destacar, sin embargo, que el hecho visible que algunas de ellas hayan logrado cargos asociados al poder público no ha producido cambios notables en la vida de las mujeres que son ajenas a estos ámbitos, lo que pareciera traducirse en que, para lograr la emancipación en culturas androcéntricas, las mujeres pueden encontrar en el desarrollo de ejercicios ciudadanos una muy buena forma de consolidar su ser como sujeto político. A propósito de esta posibilidad en medio de la estrechez cultural, Rincón propone de manera tímida pero esperanzadora:

Después de esgrimir parte de la dura realidad de millones de mujeres latinoamericanas, no se puede dejar de reconocer en el feminismo el referente de análisis y acción más importante que tienen las mujeres. Gracias a este movimiento, las mujeres lograron ir calando en la sociedad, partiendo de la comprensión de la realidad que las subyugaba. Así, en el siglo XXI, el feminismo sigue siendo en tanto filosofía, teoría, metodología de análisis y praxis, el elemento fundamental desde donde deben posicionarse las luchas políticas a favor de las mujeres porque, a pesar del reciente ascenso de algunas mujeres al poder, esto todavía no se traduce necesariamente en mejores condiciones de vida para el resto de ellas (Rincón, 2015).

Comentarios finales

En este artículo hemos realizado un recorrido por abundante literatura donde se presentan importantes consideraciones conceptuales sobre la subjetividad política y la ciudadanía, como una apuesta de transformación de sujetos y realidades sociales donde se reconoce que todos tienen la oportunidad de participar para repensar y transformar las estructuras culturales y sociales que promueven la inequidad y la violencia como forma de relacionamiento.

La subjetividad política requiere del desarrollo de una gran capacidad reflexiva, pero a su vez de condiciones que la estimulen para generar así acciones públicas legitimadas por la práctica confiada de la ciudadanía que afiance al sujeto político y que deconstruya las operaciones históricas de poder patriarcal e inequitativo.

Las nuevas subjetividades políticas que desarrollan las mujeres luego de su supervivencia en los conflictos bélicos se afianzan para proponer nuevas democracias, formas de relacionarse justas y distribución equitativa de los recursos; movimientos que promueven la reconstrucción de los papeles de género y que cuestionan las violaciones a la dignidad de las personas y los cultos a la fuerza y a la violencia que han permanecido como dogmas sociales.

Las condiciones de los conflictos bélicos y de las crisis humanitarias se presentan como oportunidades para reconfigurar nuevos conceptos y prácticas ciudadanas de las mujeres que fundamentan el desarrollo de una subjetividad política donde su liderazgo es una ruta de salida para el advenimiento de su rol como agentes sociales.

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Recibido: 24 de Noviembre de 2016; Aprobado: 10 de Octubre de 2017

Sobre los autores

Isabel Cristina Posada Zapata es psicóloga y magíster en Salud Pública. Es profesora en la Facultad Nacional de Salud Pública de la Universidad de Antioquia. Sus líneas de investigación son: salud mental, género, sustancias psicoactivas. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Roles de género y salud en mujeres desplazadas por la violencia en Medellín, 2013-2014” (Revista Ciencias de la Salud, 2017); “El rol del Estado y su influencia en las condiciones de vida de la mujer desplazada. Medellín, 2015” (Revista Civilizar, 2017); “Cambios percibidos en la vida cotidiana por adultos que viven con VIH” (Convergencia. Revista de Ciencias Sociales, 2018).

Jaime Alberto Carmona Parra es psicólogo, magíster en Ciencias Sociales y doctor en Psicología Social, con un posdoctorado en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud. Es director de la Escuela de Psicología de la Universidad de Manizales y profesor del Doctorado en Ciencias Sociales, Niñez y Juventud del CINDE y la Universidad de Manizales. Sus líneas de investigación comprenden: niñez y conflicto armado, violencia contra la mujer, comportamientos autodestructivos en niños y jóvenes. Sus publicaciones más recientes son: Las niñas de la Guerra en Colombia (2014); La carrera de las niñas soldado en Colombia (2013); “Girl soldiers in Colombia: five views” (Revista Universitas Psychologica, 2012).

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