Reflexiones introductorias
1968 representa un hito en la historia contemporánea. Es un año que simboliza un proceso marcado por protestas y revueltas, intensos activismos, manifestaciones y movimientos; un año que parece condensar el desate de una imaginación diferente y radical que planteó un nuevo rumbo para la sociedad en su conjunto. Año de utopías y de movilizaciones para hacerlas presentes. Año de ejercicios de acción y refundación del espacio público. Año de movimientos con notoria diversidad en su escala, intensidad y duración, así como en su alcance.
1968 fue construido por diversas nutrientes y, como tal, en sus variados procesos estructurales y proyectos culturales, fue compartido por el imaginario colectivo global, que instauró el reclamo y la necesidad de cambio, de nuevos actores sociales.
La traza que dejó la comunidad de ideas que se consolidó en ese proceso nos alcanza plenamente hasta nuestros días, con diferentes grados de conciencia y de sentido de su impacto. Para varias sociedades y países es además parte de su historia concreta, al haber sido sede y espacio de los movimientos que albergaba. La contracultura y el surgimiento de formas contestatarias y vanguardistas de hacer sociedad, así como la crítica a los regímenes dominantes en todos los espectros políticos, son parte de un enorme tapiz, a veces uniforme y a veces heterogéneo, que da forma y sentido a la manera como traducimos este momento icónico en forma de memoria.
1968 simboliza una nueva generación que emerge como actor social protagónico, con sus jóvenes y nuevos códigos culturales, que al tiempo que definen y confrontan lo existente como opción agotada, disputan y convocan al actor histórico del cambio definido por el pensamiento socialista y marxista: la clase proletaria. Los movimientos estudiantiles devienen parte constituyente de los nuevos movimientos sociales, precisamente en el umbral del propio quiebre de las aproximaciones marxistas clásicas a la acción colectiva. El cuestionamiento de las insuficiencias de un reduccionismo económico que condujo a rechazar o desatender otras formas de protesta social.
Búsqueda de otras lógicas de la acción en las esferas política, ideológica y cultural en las que se reconocen las raíces de la acción individual y colectiva y de amplias fuentes de identidad, tales como la condición etaria, la etnicidad y el género. 1968 es, así, escenario en el que se despliegan nuevas formas de acción simbólica y nuevas propuestas de significado para la sociedad civil, que cobran fuerza junto a otras dimensiones de la acción instrumental en la arena política (Cohen, 1985; Melucci, 1989).
Immanuel Wallerstein propone que los diversos procesos de 1968 representan una revolución del Sistema-Mundo. Ellos no pueden analizarse correctamente con sólo observar las circunstancias particulares y locales de cada uno de los lugares en donde estallaron las protestas y las expresiones, sino que tienen que ser aprehendidas y pensadas como parte de un único fenómeno global (Wallerstein, 2007). Es difícil no adherirse a esta afirmación por el cambio que representó en la construcción de la conciencia tanto individual como colectiva; en la redefinición de identidades primordialistas y electivas; en la culturalización de la sexualidad y la comprensión de los papeles como constructos sociales; en fin, derribando los patrones vigentes de negociación política e imponiendo los nuevos códigos de la identidad ciudadana. Las formas como se redefinieron la participación, la constitución e incluso los límites de quiénes somos ante nosotros, ante el Estado y ante el mundo es un legado innegable.
Sin embargo, es una afirmación que debe complejizarse para ser plenamente comprendida: 1968 representa en toda su diversidad interna y repercusiones uno de los emergentes de los procesos de globalización, de la construcción de un imaginario global y de un nuevo transnacionalismo que se manifestó en novedosas formas de interconexión entre sectores sociales -a través de los movimientos sociales y estudiantiles-, a pesar de que los cambios radicales de la relación tiempo-espacio y las nuevas tecnologías aún no desarrollaban su potencial. En efecto, las transformaciones que trastocarían los referentes espaciales, temporales, geográficos y/o territoriales, sin las cuales sería imposible pensar las relaciones económicas, políticas, sociales y culturales en el mundo contemporáneo estaban despegando. Entre las que afectaron más sensiblemente cobrarían un lugar estelar los medios de comunicación que intensifican la densidad y rapidez de las conexiones transfronterizas, gracias a las múltiples y diversas combinaciones entre las telecomunicaciones, las computadoras digitales, los medios audiovisuales y los satélites; las redes de alianzas y asociaciones que establecen y los productos globales que desarrollan y promueven, así como la articulación de organismos supranacionales que tienden a armonizar y estandarizar criterios de política económica, social y cultural, entre otros. Todas estas tendencias, estrechamente relacionadas entre sí y que cobrarían fuerza en las décadas siguientes, subrayan aspectos del mismo fenómeno: el hecho de que el tiempo y el espacio dejarían de tener igual influencia en la forma como se estructuran las relaciones e instituciones sociales (Bokser Liwerant y Salas-Porras, 1999; Bokser Liwerant et al., 2009).
Pero en 1968 ya fue cobrando forma una nueva dinámica de circulación de ideas y proyectos y, de manera incipiente, de actores sociales, que conjugaron lo local con lo nacional, lo regional con lo global. Al igual que los procesos de globalización, aquella dinámica fue compleja, desigual y aún contradictoria. Careció de homogeneidad, ya que se dio con desigualdades territoriales y sectoriales. Dichos procesos exhibieron, además, un carácter multifacético, en la medida que convocarían lo económico, lo político y lo cultural, así como las interdependencias e influencias entre estos planos, expresándose tanto en redes de interacción entre instituciones y agentes trasnacionales, como en procesos de convergencia, armonización y estandarización organizacional, institucional, estratégica y cultural. En esa línea resultaba ya evidente su carácter contradictorio, porque se trata de procesos que pueden ser intencionales y reflexivos, a la vez que no intencionales, de alcance internacional a la vez que regional, nacional o local.
Todos estos planos de manifestación del cambio han sometido a prueba a las formas de organización social. 1968 destacó en la concreción de estos procesos y en la formación de redes y circuitos que trascendieron las fronteras estatales que acompañan y demarcan los fenómenos transnacionales. Su radicalización condujo a consecuencias de tintes aún opuestos: ampliación de los espacios de convivencia política en sociedades crecientemente complejas y nuevas expresiones de intolerancia y quiebre de legitimidad de la política como terreno de construcción de consensos. Las vicisitudes de la apuesta a un cambio por las vías deseables, factibles o sacralizadas.
Es posible interpretar los eventos de 1968 como una constelación masiva y diversificada de ideas, demandas, estrategias y experiencias que corrieron al interior del sistema-mundo, y que este último brindó el sustento material para que dicho sistema tuviera eco y disparara la acción social como lo hizo.
Así, 1968 es un año condicionado y que marca pautas en la configuración mundial de la Guerra Fría; el enfrentamiento político, ideológico, económico, social, militar, informativo, científico entre los dos bloques, encabezados por Estados Unidos y la Unión Soviética. Eventos inicialmente aislados y no relacionados -en el marco de procesos y tendencias de reordenamiento- confrontaron reacciones por parte de los regímenes políticos que buscaron defender sus intereses -supuestamente amenazados- queriendo alcanzar ventajas estratégicas y siguiendo precisamente las oportunidades creadas. Complejas dinámicas que se dieron entre acciones que crearon reacciones, y cuyo impacto fue más allá del alcance de los sucesos que originalmente los generaron.
1968 y sus transnacionalismos internos, como es el caso de la circulación entre las configuraciones de las dos Alemanias; la dramática experiencia de Checoslovaquia frente a la dominación de la Unión Soviética; Italia y la expansión del terrorismo; la sacralización de la violencia en la represión y en clave de democratización. Guerras subsidiarias, como Vietnam. La intolerancia en Polonia frente a un movimiento estudiantil que se hilvana, subsume y arroja sombra sobre la expulsión de toda la población judía; de un modo genérico y creciente, el anti-sionismo y antisemitismo de origen soviético, exacerbado por la Guerra de los Seis Días de 1967, que alteró muchos de los supuestos políticos prevalecientes en el ordenamiento mundial y llevó la Guerra Fría a un nuevo nivel.
Problemática conexión la que se dio entre 1967 y 1968: la Guerra de los Seis Días, que se significó como el éxito de Occidente sobre la URSS, a pesar de las posturas anti-israelíes de Estados Unidos (su pasividad ante el cierre del Estrecho de Tirán) y la consecuente alteración de la correlación de fuerzas. El apuntalamiento soviético a Siria, como uno de los causales de la Guerra (Gera, 1992) se traduciría en el cabal rediseño de la estrategia por parte del gran perdedor. La URSS, junto al mundo árabe, desplegó un embate anti-sionista y antisemita que quedó hilvanado en la efervescencia de 1968 y acompañó de un modo inesperado y virulento a muchas de las manifestaciones estudiantiles de ese año fundacional. Doble impacto: deslegitimador de la condición de la diáspora judía y delineador del encuadre de la cuestión palestina en la reproducción discursiva de un antagonismo que marcaría el desarrollo de los conflictos en la región (Bokser Liwerant, 2000). El discurso anti-sionista quedó así subsumido en una compleja configuración internacional e ideológica que lo convertiría en un código cultural en el seno de la Nueva Izquierda que sugería, esencialmente, pertenecer al campo intelectual y político del anti-imperialismo, del anti-capitalismo y anti-colonialismo. El embate al sionismo con sus giros anti-judíos y la incomprensión de su condición singular como movimiento nacional, no fue inicialmente una cuestión independiente dentro las visiones políticas y sociales de la izquierda -con profundas raíces históricas-, sino un código que refería a problemáticas más centrales que el conflicto árabe-palestino-israelí. Los contornos culturales de este código se desplegaban en su lucha contra los valores y normas de Occidente. Con el tiempo, nuevas dinámicas lo agudizarían (Volkow, 2007; Bokser Liwerant, 2004; 2016).
1968 también condensa la estrategia que un año antes, el 3 de julio de 1967, Yuri Andropov, al frente de la kgb (Comité para la Seguridad del Estado) había diseñado para establecer el Quinto Alto Directorio, encargado de combatir la oposición política (la contrainteligencia ideológica). A fin de ese mes el Directorio había sido creado y entre los múltiples expedientes ingresados estaban los de Andrei Sakharov y Alexander Solzhenitsyn. En las órdenes emitidas al año de su creación destaca la que define como “tarea de las agencias de seguridad del Estado el combatir el sabotaje ideológico del adversario”, llamando a una lucha contra los disidentes y sus inspiradores y jefes (masters) imperialistas. Los informes de la época dan cuenta de las persecuciones por motivos ideológicos y religiosos, así como la defensa del régimen en términos de la oposición con Occidente (Pringle, 2000; Roman, 2018).
Discursos y teorías con creciente tinte anticolonialista, anarquista, marxista, anti-imperialista y gradualmente la violencia de sistemas que, en efecto, mostraban serios signos de agotamiento e incapacidad de respuesta; movimientos que son conceptualizados como revolución, círculos de represión y reflujos. Así, la acción estudiantil, como después la obrera, fue interpretada, incluso por muchos de sus actores, con las propias categorías de revolución, como una emancipación que podía justificar la violencia.
Los 68: movimientos que no fueron auto-contenidos ni focalizados de manera unitaria o exclusiva sobre sí mismos, sino más bien se dieron como un conjunto de expresiones colectivas e individuales, formales e informales, comprometidos con diversos grados de coherencia en una lucha por el cambio (Buechler, 1995; Staggenborg, 1989). Las ideas, tácticas, estilos, formas de participación y estilos rebasarían a partir de entonces las fronteras de cada movimiento, influyéndose mutuamente: un auténtico spillover (Meyer y Whittier, 1994). Podríamos afirmar que se asistió a un fenómeno colectivo de grupo, que supone un cambio en la integración de los sujetos que de él forman parte, conduciendo a la creación de nuevas solidaridades y de nuevas agrupaciones sociales (Alberoni, 1984). Es posible ver el transnacionalismo de ese año como un fenómeno colectivo de grupo, que supuso un cambio en la integración de los actores que lo constituyen.
Ciertamente, no sólo el común denominador sino también la variedad de movimientos alertan sobre la necesidad de observar con cuidado las diferentes experiencias nacionales en las que se combinan elementos de la movilización misma con las diferentes respuestas del Estado.
Revisar algunos de ellos en su singularidad arroja luz sobre lo convergente y lo divergente. Las interrogantes que surgen de los procesos que definieron el año de 1968 son de diferente alcance, tanto sustantivo como conceptual. Manifestaciones espontáneas que se convierten en revueltas organizadas y sostenidas en algunos casos, a partir de la emergencia de cuadros que buscaron las oportunidades que generan las protestas para negociar; diversos momentos -del espontaneísmo inicial a los reflujos tras las respuestas represivas y su rearticulación en nuevas formas.
1968, un mapa complejo. Una explosión de formas de creatividad, como si la cultura y el arte se hubieran desbordado hacia la sociedad; la estridencia de la música se refleja en la juventud tomando las calles; la diversidad de los colores se observa en las pancartas de los movimientos y un sentimiento de un nuevo ser de los jóvenes que refuerza las dimensiones más esperanzadas y utópicas de transformación radical.
Los 68, un tiempo de crítica e ironía, en donde la brecha entre las ideologías y la realidad dieron paso, como observamos en la reflexión de Martin Jay, a la producción de una indignación necesaria para que éstas se manifestasen como una fuerza real, en vez de degenerar en ser afirmaciones insulares del statu quo para observadores pasivos y faltos de esperanza, sin ninguna alternativa significativa en su panorama.
Pensar hoy ese año, como expone en su artículo Jeffrey C. Alexander, es volver a un evento social que se levantó y nos tomó de la garganta colectiva con tal violencia que volteó nuestro mundo. Es un momento, suspendido entre la historia y la memoria, en donde se nos abrió la puerta a romper con la racionalización estática e instrumental del mundo moderno, para repensar sus límites e imaginar dentro de los contornos nuevas formas de observar la sociedad. Volver a este momento le plantea a la teoría social serias interrogantes que competen tanto al pasado como al presente y que exigen reubicar el modo como la generación del 68 enfrentó el proyecto de la Modernidad y creciente racionalización; la burocratización que arropa y asfixia al ordenamiento estatal y social; la unidimensionalidad de la condición humana, la performatividad dentro de una sociedad del espectáculo; la sobre-represión de la libertad; un mundo entre utopías y nihilismo.
Los 68, que a través de la memoria se presentan como una dialéctica en suspenso, en donde a pesar del paso de la historia se mantienen cristalizados como relato y como presente (Benjamin, 2009). Es en ese estadio en donde las ideas y la praxis se tocan y a la vez se divorcian; se hacen unidad y también contradicción. Quedamos de pie ante los eventos con la misma sensación de asombro que llevase a Theodor Adorno a declarar: “Yo establecí un modelo teórico de pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente lo pondría en práctica con cócteles molotov” (Jeffries, 2018).
Los movimientos del 68 en el mundo: un hilvanado transnacional
Debemos reconocer que precisamente por su construcción diversa y creativa, encontrar los ejes rectores o conductores que fueron moldeando una constelación transnacional resulta difícil.
Existe un habitus revolucionario entre la juventud europea, sin duda, y una contracultura ampliamente difundida en Europa y Estados Unidos, pero hacer una síntesis de sus formas y expresiones resulta imposible por su propia diversidad (Statera, 1977). Para los casos en Asia, África y América Latina es todavía más compleja dicha síntesis, puesto que muchas de sus expresiones aparecieron en años posteriores, o no lo hicieron en absoluto. Como bien apunta Fredric Jameson, la complejidad de niveles diferenciables en lo cultural, lo político, lo económico, con sus propias leyes internas, así como de regiones, exige que se tome la década entera de 1960 para poder acercarse a establecer el ritmo y la dinámica de la situación fundamental en el periodo (Jameson, 1984). Para América Latina, incluso con la innegable influencia de la Revolución cubana, tendrían que considerarse buena parte de los años setenta para ajustarse a dicho ritmo.
Del nuevo escenario que atraviesa fronteras nacionales, ¿es factible delinear algunos de los ejes articuladores que observamos dentro de las expresiones de este emergente transnacionalismo del 68? Si bien se expresaron de manera diversa, mantienen cierta coherencia comparativa entre sí. Las diferencias y consistencias entre ellos, sus convergencias y divergencias, al tiempo que se derivan de los procesos históricos, son parte de los patrones cambiantes de la memoria individual y colectiva. Encuentros y desencuentros entre movilizaciones estudiantiles, con sus condicionantes sociales y configuraciones culturales de las clases medias -emergentes o consolidadas- y clases proletarias, sectores marginados o minorías excluidas.
Uno de los ejes que perfilaron esta transnacionalidad y delinearon la conectividad en la que varios movimientos se articularon durante el 68 fue, sin duda, el rechazo a la guerra de Vietnam. Vista como una de las más claras manifestaciones de un siglo marcado por conflictos, se convirtió al ojo de diversos grupos sociales en la expresión de aquello que se combate: la injerencia extranjera ante la libre autodeterminación de los pueblos, el militarismo, el des-arropamiento del ciudadano ante una Guerra Fría que no puede controlar y en la que se percibe como participante forzado, dado su carácter global.
Vietnam tuvo momentos que marcaron su propia dinámica en los desarrollos regionales y en su impacto global. 1968 fue sin duda un punto de inflexión. Tras la escalada estadounidense, en enero de ese año, se da el sitio de Khe Sanh, que implicó una inversión del apoyo popular a la política del presidente Johnson en el Sureste asiático. A finales de enero de ese año, cuando se celebraba el año nuevo vietnamita -la festividad del Tet-, 38 de las 52 capitales provinciales de Vietnam del Sur fueron atacadas y muchas prácticamente tomadas. Saigón estuvo en estado de sitio, la propia embajada de Estados Unidos fue asaltada y Hué, la antigua capital del Imperio vietnamita, cayó en poder de los rebeldes; al ser recuperada, se descubrió la llamada “masacre de Hué” con miles de civiles asesinados sistemáticamente por los norvietnamitas.
Por su parte, en marzo se da la masacre de My Lai, en el distrito de Son Thin, en la que se llevaron a cabo atrocidades como la matanza de civiles: jóvenes con menos de tres meses de experiencia en batalla terminaron asesinando a más de 500 civiles indefensos, entre ellos muchos niños. My Lai se convirtió, entre los manifestantes, en los estandartes del mundo que ya no debía ser (Jones, 2017). La difusión de la matanza, la presencia casi constante de la guerra en los informativos, su conocimiento simultáneo en diferentes capitales, la revelación de los bombardeos secretos, las acciones del movimiento pacifista. La llegada al poder de Nixon sería la que marcase la retirada de tropas y un nuevo reacomodo entre los bloques y sus áreas de influencia
La definición de la guerra como injusta contribuyó a su fin, a su derrota. En efecto, las manifestaciones de París, Londres, Berlín, Bohn, Los Angeles, Roma, Madrid y Túnez, entre otras, expresaron un fuerte rechazo a la Guerra. Wallerstein afirma que la protesta fundamental de 1968 se dirigía contra la hegemonía estadounidense y contra la conformidad soviética ante ésta (Wallerstein, 2007). Es necesario ponderar y matizar tal afirmación, ya que importantes movimientos sociales, si bien demostraron su solidaridad con el cuestionamiento de la guerra, no tuvieron a la militarización estadounidense como el epicentro de sus demandas, como en el caso de Bruselas, Pekín, Kingston, Buenos Aires o Varsovia. Dicho esto, sí necesitamos reconocer el rechazo a la guerra como un punto paradigmático del sistema.
El caso de Londres, por ejemplo, es particularmente revelador. Las protestas en contra de la guerra de Vietnam comenzaron desde 1954, con la fundación del Comité Británico-Vietnamita (BVC, por sus siglas en inglés), y tomó fuerza a través de la Campaña por el Desarme Nuclear, que veía en Vietnam un foco de riesgo y exigía a las Naciones Unidas fortalecer su papel en las negociaciones de paz. A partir de los años sesenta, se consolidó en lo particular un movimiento de solidaridad con Vietnam, auspiciado por figuras como Bertrand Rusell y liderado por Tariq Ali, incluyendo a diversas ramas de la izquierda política, sindicatos y universitarios: el Frente de Solidaridad Británico-Vietnamita. En 1967 se generó un fuerte movimiento estudiantil en la London School of Economics and Political Science, en el que los alumnos protestaron por la designación de un rector que tenía nexos cercanos con Ian Smith, el Primer Ministro de la entonces Rhodesia y que para los estudiantes representaba la brutalidad colonial (Nehring, 2004). A partir de una línea de descolonización se fundan las protestas contra la participación estadounidense y el apoyo británico en la guerra de Vietnam, que culmina en 1968 con una serie de marchas y manifestaciones multitudinarias. La protesta realizada a las afueras de la acordonada embajada de Estados Unidos, en Grosvenor Square, logró reunir alrededor de 8 mil personas, entre estudiantes, trabajadores y asociaciones de la sociedad civil. Esta manifestación fue reprimida con particular violencia por la policía londinense, con un saldo de 300 personas arrestadas y 75 hospitalizadas (Nehring, 2004).
Sin duda los movimientos en Estados Unidos, sobre todo en California, son los más representativos a ese respecto. La lucha contra la guerra de Vietnam se convirtió en parte integral de la contracultura de la década de los sesenta, y, en el 68, la demanda de terminar la guerra estaba presente en todas las agendas de los movimientos de derechos civiles, obreros y estudiantiles. Ya en 1965, el Vietnam Day Committee, una coalición de grupos políticos de izquierda, estudiantiles, obreros y pacifistas, había logrado organizar una manifestación de 10 mil estudiantes de la Universidad de Berkeley, conocida como Vietnam Day March (Gilbert, 2001). La particularidad del movimiento del 68 contra la guerra fue la manera como hilvanaron al discurso anti-Vietnam con la lucha contra la desigualdad racial. Si bien para la población afroamericana el entrenamiento y servicio militar representaban una ventaja económica y oportunidades difíciles de ignorar, comenzaron a desarrollar una crítica abierta al gobierno federal por mandar a cientos de miles de soldados a Vietnam del Sur y asignar solo unos cuantos cientos de oficiales de policía para proteger a los ciudadanos afroamericanos (Cox, 2006).
La guerra había cristalizado una dimensión política a la brecha cultural intergeneracional que existía, y las expectativas culturales de la Nueva Izquierda y sus políticas intensificaron tanto la oposición a la guerra como el rechazo a los valores y estilo de vida dominante. Michael Walzer, teórico de la oposición a la guerra de Vietnam, da cuenta -en su colaboración incluida en este número- de las limitaciones estructurales, de clase, culturales y generacionales que condujeron a que los compromisos con el cambio y su radicalización no lograran consolidar en Estados Unidos los propósitos de la Nueva Izquierda. Sus miembros, marcados por la estratificación socio-ocupacional y educativa de las clases medias estadounidenses o bien se integraron en el sistema o pasaron a formar parte de la vieja Izquierda que pretendían sustituir. El peso de la estructura racial y los avatares y desencuentros de esa juventud blanca de clase media con la minoría negra que luchaba por sus derechos civiles formó parte de una conflictiva social no prevista.
De igual modo, los movimientos por los derechos civiles y las luchas por la igualdad de las minorías fueron convocantes más allá de las fronteras estatales. En este caso es verdaderamente un cambio paradigmático, pues, dentro de la constelación del 68, las necesidades de las minorías pasan a la palestra y dejan de ser vistas como demandas de segundo plano ante una “gran estrategia revolucionaria”. Es una explosión política de la diferencia que reclama mediante acciones su presencia y, al hacerlo, se da identidad.
El movimiento y las protestas en Estados Unidos habían comenzado muchas décadas atrás, sobre todo alrededor de la lucha contra el racismo. Se denunciaba que el sustento de la dominación blanca materialmente construía -y construye aún- formas de subordinación diferencial para su explotación dentro de la reproducción social a partir de la corporeización de la diferencia (Davis, 2004). Desde versiones moderadas, como la representada por la Conferencia del Sur de Liderazgo Cristiano (SCLC, por su nombre en inglés) liderada por Martin Luther King Jr., hasta movimientos abiertamente radicales como los encabezados por la Nation of Islam (NOI, por sus siglas en inglés) o la Muslim Mosque Inc. de las que se recuerda en particular la presencia de Malcolm X, son expresiones diversas del mismo rechazo por la subordinación afroamericana a las condiciones de vida impuestas por la mayoría blanca (Cone, 2012). En los años sesenta se intensificaron de manera significativa. Uno de los mayores impulsos fue el Movimiento por la Libertad de Expresión, que se dio también en Berkeley a partir de 1964, y que tenía puntos en común con otros movimientos, como el Movimiento por los Derechos Civiles. Entre las acciones desplegadas figuran marchas, toma de instalaciones de universidades y mítines políticos. También el asesinato de Malcolm X en 1965 significó un duro golpe al ethos de la población afroamericana, impulsando la radicalización de varias organizaciones para las que se convirtió en una figura de referencia (X y Haley, 2008). Surgen organizaciones icónicas, crecientemente radicalizadas, como el Black Panther Party (Cleaver, 1969) y la transformación del Student Nonviolent Coordinating Committee (SNCC) hacia su participación en el Black Power Movement (Carmichael y Hamilton, 1967).
En 1968, el 4 de abril, el líder más representativo del movimiento por los derechos civiles, Martin Luther King Jr., es asesinado. Es en la propia capital, en Washington.D.C., donde se generaron una serie de disturbios que durarían cuatro días. Cuando menos 13 personas fueron asesinadas y cientos más fueron heridas, así como cientos de negocios destruidos y 7 600 personas arrestadas (Lanier, 2004). Si bien el movimiento por los derechos civiles se desarticula lentamente después de esos eventos de 1968, las organizaciones radicales se mantendrán presentes en años posteriores.
1968 es el año en que también muere asesinado Robert Kennedy, el exponente de una plataforma democrática radical centrada en los derechos civiles. Su eliminación de la escena política facilitó al conservador Richard M. Nixon ganar las elecciones presidenciales ese mismo año. En noviembre de 1963 habían asesinado al presidente John F. Kennedy.
Las manifestaciones por la igualdad racial en el sistema no se acotan al caso de Estados Unidos. En Kingston, Jamaica, inspirada en el Movimiento de Derechos Civiles y el Black Panther Party, se desarrolló una profunda agitación y activismo político en torno a la marginación y el racismo hacia las comunidades negras; uno de sus mayores ideólogos fue Walter Rodney, socialista y activista por los derechos de los afrocaribeños, que se desempeñaba como profesor de la Universidad de las Indias Occidentales. Los tres aspectos fundamentales resaltados por Rodney eran el alejamiento del Caribe con el sistema imperialista, la importancia del poder popular y la reconstitución de la cultura negra y de sociedades originarias de la región (Thomas, 1992). El movimiento además hizo hincapié en la segregación socio-espacial a partir de la renta de vivienda y el gasto en infraestructura de las zonas negras y empobrecidas (Harris, 1988). Tras de que a Rodney se le negara la entrada de nuevo a Jamaica y fuera destituido de la universidad, las organizaciones estudiantiles convocaron a una reunión en la que se aprobó una movilización hacia las oficinas del Ministerio de Asuntos Exteriores y del Primer Ministro para exigir su entrada al país. A la marcha de alrededor de 900 estudiantes se unieron jóvenes de los barrios pobres. Ante la represión policial con la que fue combatida la marcha, comenzaron una serie de disturbios que terminaron con dos muertos y millones de dólares en reclamaciones por pérdidas (Lewis, 1994).
Por otro lado, la lucha de las minorías por los derechos civiles no refería sólo a las reivindicaciones raciales, sino también puso en juego otras pertenencias primordiales, tales como la religiosa y la nacional. Es en 1968 cuando se moviliza la Asociación para los Derechos Civiles en Irlanda del Norte (NICRA, por sus siglas en inglés) para la defensa de los derechos de la minoría católica. La población católica era minoritaria en casi todos los condados, con una avasallante mayoría de representación en cargos públicos por parte de los protestantes, que privilegiaban los intereses de su comunidad. Incluso en las zonas en donde existía una evidente mayoría católica, gracias a las tácticas de gerrymandering (es decir, la modificación de los distritos electorales con bases políticas), gran cantidad de la población católica era representada por menos miembros en los concejos que poblaciones protestantes más pequeñas. A partir de la falta de su representación, los derechos civiles y políticos de esta parte de la población se vieron violentados. El voto, por ejemplo, seguía los principios del voto plural, según el cual contar con ciertas características de estatus o propiedad equivalía a incrementar el número de áreas en donde podían emitir un voto, mientras que aquellos que carecían de estas características podían sólo emitir uno o, incluso, ningún voto. Cuestiones como la asignación de viviendas que se daba desde los gobiernos locales favorecían fuertemente a los protestantes, y el desempleo católico era de casi el doble comparado con su contraparte (Kane, 1971).
Es en 1968 cuando comienzan a manifestarse las protestas multitudinarias en las principales ciudades del país. La marcha en Derry es una de las más icónicas, ya que al ser prohibida por las autoridades, los más de 400 participantes que desobedecieron y continuaron su camino fueron reprimidos con violencia. Como respuesta a ello, se generó una siguiente marcha en la ciudad, pero esta vez atrayendo alrededor de 10 mil personas (Prince, 2006).
La NICRA continuó realizando demostraciones a lo largo del país, siendo enfrentada la mayoría de las veces con represión estatal y con violencia policial. Ante esto, en 1969 se generó la creación del Ejército Republicano Irlandés Provisional (ERI) y comenzó a tomar acciones violentas, como el uso de coches bomba, asesinatos a militares y ataques con bombas caseras en zonas públicas (Coogan, 2002). La respuesta no se hizo esperar y el lado protestante constituyó la Fuerza de Voluntarios del Úlster, un grupo paramilitar que contraatacó con estrategias de guerrilla parecidas a las del ERI provisional. Una de las mayores diferencias que las protestas en Irlanda del Norte tuvieron con las protestas alrededor del mundo fue su duración: 1968 marcó el inicio de un conflicto sangriento que duraría varias décadas, con una fuerte división comunitaria entre unionistas y republicanos, que no concluyó sino hasta 1998, con los Acuerdos del Viernes Santo.
Si bien la lucha por los derechos de las minorías dentro de los diferentes movimientos del 68 es sin duda estelar, ello no significa que dentro del ordenamiento global de reivindicaciones no surgieran las demandas de grupos más consagrados, como las organizaciones de trabajadores y el movimiento obrero. Por el contrario, su papel alternativamente protagónico estuvo presente en las manifestaciones a nivel global. Sin embargo, debemos reconocer que generalmente quedó supeditado y, en ocasiones, en contraposición con el eje estudiantil.
El ejemplo más claro de la participación obrera se encuentra en la huelga nacional dentro del movimiento estudiantil en Francia. Millones de personas se negaron a regresar a sus labores cotidianas; trabajadores y obreros ocuparon tanto fábricas como oficinas, demandando directamente un nuevo modo de producir. Incluso en Nantes, el Comité Central de Huelga llegó a tomar la alcaldía por seis días, a través de grupos obreros autónomos (Katsiaficas, 1987).
El papel icónico del Mayo del 68 en Francia se significa por ser uno de los detonadores principales de las olas que reverberaron a escala global. La rebelión estudiantil fue seguida por una huelga de casi 10 millones de trabajadores y provocó demostraciones de solidaridad en la Ciudad de México, Berlín, Tokio, Buenos Aires, Berkeley y Belgrado.
Este movimiento, como bien afirma Michel Wieviorka en su colaboración a este número, está aún presente y vivo: pertenece tanto a sus actores y a sus testigos, como a la historia compartida. Un movimiento en el que la clase obrera alcanzó logros sustantivos, que en su momento no supo cómo pensarse a sí mismo, pero que, a 50 años, su reflexión es parte integral de su memoria: además, producto de dicha reflexión, transformó el cómo pensamos no sólo lo social, sino también lo humano.
Lo que el 68 francés abrió fue un “resquicio”, como señalan Daniel Cohn-Bendit y Alain Geismar: una enorme apertura que el movimiento estudiantil generó para que la juventud obrera la aprovechara. También despejó ese resquicio a partir del cual la sociedad decidió cultivar, para exigir el cambio sociocultural en todos sus niveles.
Los estudiantes y su organización fueron los actores centrales, que hilvanaron muchos de los ejes, dándole sentido, coherencia y sistematicidad a la acción política, permitiendo que las demandas y sus expresiones se presenten alineadas. El elemento estudiantil existió en la mayoría de los ejes, pues fue gran parte de su sintagmatización la que se adhirió a ellos para ser apropiado. Una apuesta a la emancipación del sujeto desde un ángulo que lo identifica como un perfil libertario. Son las brigadas de estudiantes, la organización, la horizontalidad en la toma de decisiones, la capacidad de comunicación interna aquello que lo conduce a pensar en la posibilidad efectiva de la autogestión académica.
La concatenación de reacciones y expresiones estudiantiles a escala global y muchas de las protestas y movimientos estudiantiles iniciaron antes: en febrero de 1968, los estudiantes en Francia se manifiestan en apoyo a la SDS alemana, la organización de la Nueva Izquierda que estaba siendo reprimida. Después de la erupción del Mayo francés, la policía reprimió una manifestación de 5 mil estudiantes en Roma; ya en los meses de junio y julio hubo manifestaciones juveniles en Berkeley, en solidaridad con los estudiantes y trabajadores de Francia, que fueron reprimidas. Ese mismo junio 10 mil estudiantes se manifestaron en Tokio, también en solidaridad con sus pares franceses. En Santiago, Chile, miles de estudiantes atacaron la embajada de Estados Unidos, el 4 de octubre, en solidaridad con México y Uruguay (Katsiaficas, 1987).
El desarrollo en cada contexto asumió rasgos singulares.
El caso de las acciones de los diferentes grupos estudiantiles en la República Federal de Alemania es también particularmente reveladora, pues llegó a consolidarse como una autonombrada “oposición extra-parlamentaria” (APO, por sus siglas en alemán), que incluía una articulación de movimientos de muy diversas naturalezas: el antinuclear, movimientos por la paz y organizaciones estudiantiles como la Liga Democrática de Estudiantes Socialistas (SDS, por sus siglas en alemán), que se formó a partir de una célula emanada del Partido Socialdemócrata.
El movimiento estudiantil alemán se encontraría entre los que exhibieron mayor vocación teórica y mayor conciencia del carácter global de los movimientos que estaban desarrollándose. En el caso de la SDS, liderada por Rudi Dutschke y Dieter Kunzelmann, lo que la distingue es su lucha por la libertad de expresión; su objetivo principal era la apertura de la cultura política alemana que, acusaban, se había convertido en autoritaria. Sus primeras acciones fueron una serie de protestas en Munich, Düsseldorf y Berlín a finales de ese mismo año, por la visita del expresidente de Katanga, Moise Tshombe, quien había estado involucrado en la muerte de Patrice Lumumba. Estas protestas:
[… ] estuvieron enfocadas contra su abismal registro en cuestión de derechos humanos, pero también eran protestas en contra de la persistencia de la dominación colonial en el Tercer Mundo, en contra de la camisa de fuerza que generaba el sistema de bloques y el sofocante anti-comunismo en Alemania del Oeste (Brown, 2009: 70).
Uno de los puntos más destacables fue la participación de un gran número de estudiantes extranjeros africanos que generaron una fuerte alianza con el movimiento.
A partir del asesinato de un estudiante a manos de la policía, en una de las marchas, el movimiento creció y diversificó sus demandas. Una de las más importantes fue de índole política, al cuestionar que muchos de los puestos gubernamentales fueran ocupados por antiguos miembros del partido nazi, además de una coalición entre el Partido Libre Democrático y el Socialdemócrata, que controlaba 90% de los asientos en el Bundestag (Merritt, 1969). La acción política no se limitó a las demandas nacionales: también se reclamaban las intervenciones estadounidenses en Vietnam, sus pruebas nucleares a partir de 1962, el trato a refugiados argelinos en Francia y la represión en los territorios de la Unión Soviética. Sin embargo, el movimiento llegó a su cumbre en las protestas realizadas en contra de las Leyes de Emergencia, que permitía al Ejecutivo eliminar temporalmente algunos derechos constitucionales, como la libre asociación y la libertad de movimiento, para mantener el orden en situaciones de disturbios o emergencias, limitando los derechos civiles a partir de una decisión ejecutiva para contrarrestar disturbios (Brown, 2009).
La lucha por la libertad de expresión, sin embargo, fue fundamental. La denuncia al monopolio de la prensa escrita que ejercía Axel Springer Verlag, que controlaba casi 80% de la prensa alemana, fue nodal para el movimiento (Schmidtke, 2000). La reacción no se hizo esperar y los periódicos de Springer tacharon a los activistas de comunistas y no publicaron la represión violenta al movimiento generada por la policía. En respuesta, los estudiantes crearon una estrategia de contra-publicidad con panfletos, denunciando el autoritarismo inmanente dentro de la industria cultural.
A inicios de 1968, Rudi Dutschke sufrió un intento de asesinato que detonó disturbios en Hamburgo, Frankfurt, Esslingen, Munich, Essen, Köhln y Berlín para detener la distribución de las publicaciones Springer, que fueron responsabilizadas del ataque por la vendetta mediática que habían mantenido en contra de Dutschke. Las demostraciones de apoyo no se llevaron a cabo sólo en Alemania, sino que “al mismo tiempo estudiantes protestaron frente a edificios Springer o embajadas alemanas en Ámsterdam, Roma, París, Viena, Praga, Londres, Milán, Tel Aviv, Toronto y Nueva York” (Schmidtke, 2000: 87), en lo que se llegaría a conocer como los disturbios de Pascua.
El movimiento estudiantil en la República Federal culminó con la marcha en Bonn en contra de las Leyes de Emergencia, el 11 de mayo de 1968, a la que se unieron sindicatos de trabajadores y activistas no estudiantiles. Sin embargo, el movimiento fue parcialmente desarticulado por una coalición política en el Bundestag que, al hacer ligeros cambios negociados con los sindicatos y organizaciones obreras, logró que éstas retiraran su apoyo al movimiento. La ley modificada terminó siendo aprobada el 30 de mayo de ese año, marcando el declive del movimiento estudiantil. En este contexto, la radicalización y emergencia de los grupos guerrilleros, como el Ejército Rojo y el Movimiento 2 de Junio, cobraron forma en ataques armados y bombazos; a partir de ello, su marginalización por los actos de terrorismo contribuyó a la despolitización del movimiento. Katsiaficas (1987) afirma que, a pesar de su declive, el impulso del movimiento y de la Nueva Izquierda alemana alteraría permanentemente el paisaje político de Alemania occidental, sentando las bases para la emergencia de un renovado movimiento de oposición extraparlamentaria y del Partido Verde, diez años más tarde.
Otros casos, como el de Italia, respondieron en un inicio a las necesidades propias de la educación universitaria. Si bien una parte del movimiento se adhería a la crítica al autoritarismo, a las demandas por derechos laborales y a la crítica al imperialismo occidental (Mancini, 1969), lo cierto es que el 68 italiano apuntó a ser profundamente estudiantil. Las universidades eran escasas y estaban mal distribuidas a lo largo del país y su quehacer se encontraba controlado por los profesores que contaban con una plaza fija (ordinari): administraban los fondos, elegían a los rectores y directores de las facultades y decidían a quién otorgar las nuevas plazas que se generaban. Esto se tradujo en una falta de inversión en infraestructura, mobiliario y salarios muy bajos para aquellos profesores que no tenían esta categoría.
De hecho, ya en 1966 las protestas a favor de la reestructuración de las universidades operaron como el canal mobilizador y definitorio de los temas que habrían de configurar al movimiento. En otros términos, como veremos, de la contestazione -protesta y oposición no sólo a las contenidos, sino también a las reglas- al rechazo y negación de todo el sistema de supuestos sobre los cuales el equilibrio global estaba basado.
La movilización estudiantil comenzó con la toma de la Universidad de Turín, el 26 de noviembre de 1967. Durante un mes entero,
[…] alrededor de 1 500 estudiantes ocuparon el edificio central de la universidad, tomando decisiones a través de concurridas asambleas, llevando a cabo “contra-clases” en temas como psicoanálisis y represión, escuela y sociedad, la guerra de Vietnam, etc., y finalmente desarrollaron lo que se conocería como la “filosofía de la ocupación” en un largo documento que ha pasado a la historia como “La Carta de Turín” (Mancini, 1968: 427).
Movimientos similares surgieron en las universidades de Florencia y Pisa, en donde la violencia comenzó a escalar dentro del movimiento, con enfrentamientos directos con la policía. Posteriormente, el campus de la Universidad de Roma fue ocupado y liberado tres veces, hasta que el 1 de marzo se dio el enfrentamiento conocido como la Batalla de Valle Giulia, en donde la policía rodeó a los estudiantes y arremetió contra ellos, dejando un saldo de 478 estudiantes heridos y 4 arrestados. Luego, se dio la ocupación de las universidades de Venecia, Nápoles, Padua, Trento, Boloña y Milán, siendo esta última, en la que participaron incluso las universidades católicas, especialmente turbulenta. Como resultado de esta crisis social, el Primer Ministro italiano, Aldo Moro, y su gabinete se vieron obligados a presentar su renuncia (Katsiaficas, 1987).
Al ver el éxito obtenido, los grupos obreros se adhirieron al movimiento estudiantil, dando como resultado el “68 largo”, pues las manifestaciones estudiantiles en contra del Ministerio de Educación italiano, tanto pacíficas como violentas, continuaron por casi una década, hasta 1977, consolidando a su paso los grupos de Brigadas Rojas (Statera, 1979).
Por último, resulta interesante destacar que el inicio del desenlace en los años siguientes, con las Brigadas, puede rastrearse hasta la pequeña Universidad de Trento, en la que, en los sesenta, se fundó la primera Facultad de Sociología en toda Italia. Cabría preguntarse si este caso no convoca a pensar los nexos -o sus imaginarios- entre ciencia, método, acción social y revolución.
La densidad de la presencia estudiantil se hizo también evidente en el movimiento en Chile, protagonizado por la Federación de Estudiantes, que si bien había mantenido anteriormente una cercana relación con las luchas obreras y sociales a través de su Comité de Solidaridad Obrero-Estudiantil y sus vínculos con grupos anarco-sindicalistas (Troncoso, 2012), para mediados de la década de los sesenta, durante su proceso de elección interna, el grupo de la Democracia Cristiana obtuvo una mayoría absoluta, aprovechando las consonancias de sus propuestas con las de la Alianza para el Progreso que se proponía desde Estados Unidos, en aras de “estabilizar una amplia clientela electoral que había sido históricamente inmune a la propaganda e influencia ideológica de la izquierda” (Troncoso, 2012: 6).
En 1966, la Federación convocó a una convención para la reforma universitaria, en donde se debatieron los principales problemas existentes en las universidades chilenas: cuestiones de docencia, estructura de poder al interior de las universidades y la extensión universitaria nacional e internacional. A partir de esta convención, los líderes de la Democracia Cristiana intentaron generar un diálogo con las autoridades por los canales institucionales como los Consejos Universitarios, pero la propuesta fue rechazada. Esto llevó a una rebelión estudiantil en 1967 en la Universidad de Valparaíso, seguida de las universidades de Chile y de Santiago, logrando la destitución del rector de la Católica de Chile.
Las principales exigencias del movimiento estudiantil fueron el cogobierno, es decir, la participación estudiantil en la designación de puestos en las universidades: la libertad de cátedra y una mayor inversión pública que garantizara el acceso de sectores poco privilegiados a la educación superior. Con estas consignas, a partir de 1968 se dio una ruptura entre los grupos cristianos y los grupos de izquierda en la Federación, asumiendo estos últimos la acción directa, fuera de la institucionalidad, tales como las tomas de las ocho principales universidades del país a lo largo del año. Sin embargo, después de un tiempo comenzaron a generarse acuerdos entre los grupos reformistas cristianos y algunos sectores de los grupos de izquierda, lo que llevó de nuevo a una institucionalización del movimiento.
Esta reinstitucionalización pacífica contrasta con otras expresiones del movimiento, como el caso de Senegal. El 27 de mayo, los estudiantes de la Universidad de Dakar tomaron las instalaciones en protesta por la reducción al monto de las becas otorgadas a los universitarios. El Ministerio de Educación, en respuesta, condicionó la renovación de las becas a la aplicación de exámenes en la Universidad (Delaborde, 1968). Esta medida no logró que los estudiantes entregasen las instalaciones. Dos días después, el 29 de mayo, el ejército llevó a cabo la evacuación de las instalaciones, dejando un saldo de un estudiante muerto por la explosión de una granada y 69 heridos. Con el objetivo de detener la agitación, el gobernador de la región ordenó el cierre de cines, teatros y otros centros de entretenimiento, así como la prohibición de reuniones públicas de más de cinco personas y demostraciones.
Esto llevó a que el 31 de mayo comenzaran una serie de disturbios por la ciudad y los policías fueron autorizados a disparar. Sería entonces cuando diversos sindicatos se unieran al movimiento exigiendo mayores salarios y control de precios, siendo reprimidos por el ejército. Para el final del día el ejército había controlado los disturbios y alrededor de 900 participantes habían sido arrestados, entre ellos 31 líderes obreros. El presidente Senghor impuso el estado de emergencia en el país, cerró de forma indefinida la universidad y denunció, aprovechándose del clima internacional, que los estudiantes y trabajadores eran en realidad una fuerza maoísta extranjera minoritaria que deseaba desestabilizar el país (Hanna, 1971).
Podemos así ver cómo los diversos ejes, protesta anti-Vietnam, lucha por el derecho de las minorías, reivindicaciones obreras y la manifestación estudiantil, con su peso diferencial, representan procesos que configuran la constelación transnacional. Estos ejes, a su vez, serían alimentados por diversos reclamos simultáneos así como por los rompimientos creativos propios de la contracultura. Estos ejes también son representativos, mas no engloban ni agotan varias de las líneas centrales de la New Left, en tanto que, como bien analiza Michael Walzer, se conforman como piezas clave de la acción política radical, su concepción del capitalismo y su denuncia a las formas del establishment dentro de ambos bloques (Oglesby, 1969). Lo cierto es que la propia estratificación y pertenencia social así como la configuración cultural de los activistas que provenían de las clases medias, por una parte, y su radicalización extrema en el movimiento por los derechos civiles, contra la guerra y en los movimientos estudiantiles condujo al aislamiento de las bases sociales que debían movilizar. Visto en perspectiva diacrónica, los propios límites de la Nueva Izquierda, sobre todo en Estados Unidos, pero también en otras latitudes, se derivaron de la falta de estrategias y alianzas sociales y políticas que pudiesen garantizar la eficacia de su acción. Entre los errores que le han sido atribuidos como movimiento político se ha sumado el cuestionamiento del carácter excesivamente “democrático” de su organización, que la vació de sus líderes más talentosos y permitió la penetración de activistas sectarios y radicales (Abbot, 1983). Complejos procesos que exhibieron discontinuidades y rupturas.
Manifestaciones diferenciales de los Movimientos: su diversidad y complejidad
De modo simultáneo o consecutivo, los ejes étnico, religioso y nacional adhirieron complejidad a los agentes sociales y a la acción política.
Si bien hemos observado los filamentos conductores que se manifestaron de formas diversas a lo largo de los movimientos a nivel global, también es necesario destacar la revisión de las contradicciones y particularidades que el propio transnacionalismo de dichos movimientos propició en el marco de los contextos nacionales, regionales y locales en los que se articularon y anclaron. Así, por las diversas configuraciones, ya sea por factores estructurales o por las condiciones sociopolíticas en las que se encontraban inmersos sus regímenes, o bien por la composición étnica o confesional de sus poblaciones, cobraron visibilidad las tendencias en ocasiones completamente antitéticas a los ejes transnacionales de los movimientos. Conceptos como tensiones, conflictos, paradojas y contradicciones permiten captar mejor la complejidad con que se construyó el año de 1968 -material y simbólicamente- a nivel mundial.
Asistimos a las manifestaciones que sucedieron al interior del bloque soviético. Países como Checoslovaquia, Polonia y Yugoslavia se vieron inmersos en diferentes formas de movilización ligadas a los ejes antes descritos. Checoslovaquia representa un caso en el que puede observarse claramente una crítica al modelo soviético proveniente del propio aparato de Estado y la reacción del establishment soviético por asegurar su posición hegemónica. Para Liehm (1978), Checoslovaquia podía preciarse de una fortaleza socialista teórico-práctica que no dependía directamente de la Unión Soviética, sino que incorporaba sus particularidades sociales y políticas. En otros términos, una condición de independencia, de “socialismo autoconstruido, y su identificación con las mayores tendencias de la historia y las tradiciones nacionales fueron los principales puntos de partida para la Primavera de Praga” (Liehm, 1978: 807).
El 5 de enero de 1968, Leonid Brezhnev aprobó la designación de Alexander Dubcek como Primer Secretario del Partido Comunista de Checoslovaquia (KSC), por parte del Comité Central del partido. Posteriormente, aquél introdujo ante el KSC el Plan de Acción para la liberalización del país, contraria a la política oficial de Moscú, que incluía en la apertura diplomática con las naciones occidentales y otras naciones del bloque soviético, especialmente haciendo énfasis en las rutas e intercambios comerciales, permitir empresas privadas y una transición a diez años hacia una democracia multipartidista. En la cuestión política y social, prometía libertad de prensa y limitar las actividades de la policía secreta (Stoneman, 2015).
La respuesta de la Unión Soviética tuvo tres etapas: la primera, de vigilancia, que culminó el 23 de marzo, cuando Dubcek fue convocado a una reunión en Dresden, Alemania, en donde se negó a eliminar el Plan de Acción. Posterior a ello, la Unión Soviética incrementó la presión política a través de las naciones del bloque, llegando a una conferencia el 14 de julio para autorizar la intervención. Con ello, llegó la tercera etapa: Dubcek fue requerido en una junta en Bratislava, el 3 de agosto, en donde se firmó la Declaración de Bratislava, que ratificaba que la Unión Soviética podía intervenir si se establecía un sistema burgués, pero también se reconocía la independencia nacional y soberanía de Checoslovaquia (Stoneman, 2015).
En este contexto, el 20 de agosto de 1968, tropas soviéticas y de los países del Pacto de Varsovia invadieron el territorio checoslovaco, ante lo que Dubcek urgió a los ciudadanos a mantenerse en calma y no resistirse al avance de las tropas soviéticas. Gran parte de la población, sin embargo, hizo caso omiso.
Tanto estudiantes como trabajadores intentaron detener el camino de los soldados y razonar con ellos. Demostraciones masivas se dieron en Praga, los ferrocarriles y sus equipos fueron saboteados, se alteraron las señalizaciones de las calles para confundir a los invasores, pero no hizo mucha diferencia (Stoneman, 2015: 107).
Después de una semana, 186 ciudadanos habían muerto y más de 350 estaban gravemente heridos.
Dubcek y sus oficiales fueron trasladados a Moscú y forzados a aprobar la invasión, mientras que el Plan de Acción fue inmediatamente detenido. Gustáv Husák reemplazó a Dubcek en su puesto en el KSC y comenzó el periodo de “normalización” en Checoslovaquia, bajo la atenta mirada de Moscú. Sin embargo, la disidencia fue constante a lo largo de los años, destacando manifestaciones como las de Jan Palach, en 1969, estudiante que se prendió fuego en el centro de Praga para protestar contra la falta de libertad de expresión.
Tiempos en que el triunvirato Breshnev, Kosygin y Podgorny dominaba la escena soviética.
En Polonia, el movimiento fue diferente. Las manifestaciones estallaron en Varsovia, Lodz, Poznan, y entre otras ciudades a partir de organizaciones estudiantiles. De hecho, el movimiento polaco fue más social que el alemán y el italiano y más coherentemente libertario que el francés (Statera, 1977). Los estudiantes polacos no salieron a pelear ningún principio corporativo, sino que articularon un movimiento que no fue plenamente un movimiento estudiantil, sino más bien una vanguardia política de amplio espectro (Bauman, 1969). En el paisaje de otros países comunistas, Polonia en los años 1956-1968 contaba con un margen importante de libertad creativa, reflejada en la producción literaria, las artes visuales, la creación dramática y el teatro y el cine. Así también, las universidades disfrutaban de una autonomía garantizada: rectores, decanos, consejos universitarios y juntas de facultades eran elegidos por los profesores, impulsando la investigación científica y la enseñanza gracias al Decreto Ministerial de 1956 y a la ley aprobada por la Dieta en 1958, tal como analiza Karol Modzelewski en su testimonio.
Los eventos en Polonia están firmemente relacionados con los límites de dicha libertad de expresión creativa -y de otras libertades cívicas- al interior del régimen que actuó como detonador. Se desencadenaron en enero, cuando el gobierno comunista prohibió la representación de la obra La vigilia de los antepasados, de Adam Mickiewicz, dirigida por Kazimierz Dejmek en el Teatro de Polonia, en Varsovia, alegando que podía provocar “sentimientos anti-soviéticos”. Esto provocó una reacción inesperada de los estudiantes, cuando el 8 de marzo alrededor de 1 500 realizaron una protesta en la Universidad de Varsovia, la cual fue respondida con un ataque de la policía antidisturbios. Después de cuatro días, las protestas se extendieron a Cracovia, Lublin, Gliwice, Breslau, Gdansk, Poznan y Lodz (Statera, 1977).
A finales de marzo, cientos de estudiantes fueron expulsados de las universidades, así como profesores y ayudantes fueron despedidos. A ello le acompañó una purga de intelectuales y profesionales del Partido Comunista.
El fin del movimiento del 68 fue particularmente trágico ya que representó también el fin de la libertad de expresión y creación en Polonia (Statera, 1977).
Sin embargo, comprender cabalmente su lugar en el concierto del año nos remite a una arista crucial que también se abrió en el movimiento: la adopción por parte del Estado de una abierta política antisemita que culminó con la expulsión de toda la población judía de Polonia.
En efecto, tal como señalamos, a partir de 1967 y desembocando 1968 se llevó a cabo una intensa campaña antisionista que transitó de una política anti-israelí como reacción a la Guerra de los Seis Días a una campaña antisemita. Como tal, conjuntó dos patrones de violencia simbólica que pertenecen a dos campos históricamente hostiles: las campañas de odio de origen comunista y el antisemitismo de la derecha nacionalista. Ambos se nutrieron de prejuicios antijudíos, resentimientos históricos y una suma de elementos irracionales.
Así, precisamente en el marco del rompimiento de las relaciones entre Israel y la Unión Soviética, se desató una purga, primero, y la expulsión de la población judía, después. Cerca de 20 mil judíos fueron obligados a renunciar a su ciudadanía por el régimen comunista y expulsados (Stola, 2005; Busi, 2007). Éste es el momento de la expulsión y el exilio de Zygmunt Bauman, primero a Israel y luego a Inglaterra; el momento en que intelectuales de Europa Oriental se reubican en Europa occidental. Circulación de actores e ideas.
La dimensión regresiva de esta coyuntura tuvo un impacto de serias consecuencias sobre la izquierda en general, en el traslape de viejos prejuicios antisemitas y nuevas formulaciones que cuestionaron el movimiento nacional judío en términos de un colonialismo europeo, como una doctrina erigida sobre motivos étnicos que operaba la reversión de víctima a victimario. Estos contenidos dan cuenta de la relación permanente y compleja del discurso ideológico y de las representaciones simbólicas con los conflictos, el modo como la violencia simbólica contribuye a su conformación, participando directamente en el desarrollo de las oposiciones.
El conflicto árabe-israelí no tuvo solamente repercusiones sobre el caso polaco, donde funcionó como vehículo para un proceso de expulsión, sino que tuvo un serio impacto en el Medio-Oriente. El rechazo al Estado de Israel, representado por sus detractores como punta de lanza del imperialismo estadounidense, fue parte importante de los movimientos, tanto en el Cairo como en Túnez.
Resulta relevante destacar que si bien ambos casos forman parte de nuestro análisis en términos globales y de una constelación transnacional, su especificidad quedó ampliamente supeditada a la situación regional concreta. A diferencia de muchas de las manifestaciones en 1968, las movilizaciones en Egipto no fueron iniciadas por estudiantes, sino que fueron encabezados por el movimiento obrero, insertas sin embargo, en la conflictiva política estatal. Tras la derrota egipcia en la Guerra de los Seis Días, la legitimidad de Nasser como líder regional e incluso como líder interno sufrió un gran quiebre; no pudo evitar la incitación a la confrontación bélica aun cuando la información proveniente de la URSS era desmentida y atribuida a la lógica de los intereses de ésta en la Guerra Fría y no a la dinámica regional (Parker, 1992). A su vez, muchas de sus reformas lo habían enemistado con algunos líderes industriales, pero también con la clase trabajadora.
Cuando en febrero de 1968 las sentencias a los líderes “traidores” de la Fuerza Aérea Egipcia, en los que Nasser había puesto la culpa de la derrota ante Israel, fueron extremadamente indulgentes, se desató un movimiento obrero en las fábricas militares de Helwan (Johnson, 1972). Los obreros marcharon hacia la estación de policía, mientras los policías intentaban detenerlos sin éxito. Ante la ocupación de la estación, los policías fueron autorizados a disparar, hiriendo a varios de los manifestantes.
En respuesta a la represión, los estudiantes de la Universidad de El Cairo, así como diversos sindicatos, comenzaron a manifestarse en la capital en apoyo a los trabajadores de Helwan. El régimen de Nasser respondió con la prohibición de cualquier tipo de demostración, pero esto no detuvo a los manifestantes: el día siguiente se ocupó el Instituto Politécnico. Durante tres días de disturbios, los estudiantes y trabajadores se enfrentaron a la policía, hasta que fueron reducidos por la llegada del ejército.
Sin embargo, ésta no sería la única demostración ese año. En diciembre, Israel bombardeó la planta eléctrica del Alto Egipto, lo que llevó a los ciudadanos a las calles en reclamo por la debilidad del país en materia de seguridad. Las marchas más grandes fueron de los estudiantes de la Universidad de Alexandria, en donde se secuestró al gobernador de Alexandria, exigiendo la liberación de presos políticos. Las marchas y demostraciones fueron duramente reprimidas con violencia (Johnson, 1972). No sería hasta 1971 cuando el movimiento estudiantil se conformaría de nuevo como una evidente disidencia ante las políticas internas y regionales del gobierno egipcio.
Por otro lado, el movimiento en Túnez es ligeramente más cercano en su configuración a los movimientos occidentales. Sin embargo, también estuvo presente un elemento antisemita que debe ser destacado. En él, las protestas comenzaron el 5 de junio de 1967, cuando Muhammad Ben Jennet, estudiante de la Universidad-mezquita de la Zaytuna y miembro del Sindicato de Estudiantes Tunecinos, organizó una protesta en contra del apoyo de Estados Unidos y Reino Unido a Israel en la Guerra de los Seis Días frente a las embajadas de estos países, acusando al presidente Bourguiba de apoyar una política exterior imperialista. Esta protesta degeneró en vandalismo contra tiendas judías y sinagogas, a pesar de que los organizadores pidieron no caer en actos antisemitas. La respuesta gubernamental no se hizo esperar: Ben Jennet fue arrestado y condenado a 20 años de trabajos forzados (Hendrickson, 2012).
Este movimiento puede ser visto desde la óptica de un entramado transnacional, pues aunque algunas de sus demandas eran específicas del contexto nacional, muchas de ellas interconectaban, tanto en su contenido como a través de organizaciones, con los movimientos en Europa. A saber, los activistas se identificaban con causas internacionales y anticoloniales como la liberación de Palestina y la oposición a la guerra de Vietnam, y los actores y organizaciones involucrados en las protestas frecuentemente cruzaban las fronteras nacionales, especialmente en Túnez y Francia (Hendrickson, 2012: 759). Sin embargo, con el arresto de Ben Jennet, lo que había comenzado como una protesta antiimperialista en el ámbito internacional agregó a sus demandas exigencias por el respeto a los derechos humanos dentro del país.
A partir del arresto, se desató una serie de protestas en universidades a lo largo del país: días de solidaridad con Vietnam en noviembre, creación de comités de apoyo, protestas a la visita del vicepresidente estadounidense, Hubert Humphrey, y el ministro de asuntos exteriores de Vietnam del Sur, Tran Van Do, entre otras. El 15 de marzo de 1968, en la Facultad de Letras de la Universidad de Túnez, alrededor de 2 mil estudiantes se congregaron para condenar la “detención arbitraria” de Ben Jennet y exigir su liberación. Es importante mencionar, también, que una de las diferencias del movimiento estudiantil en Túnez con otros movimientos alrededor del mundo fue que no recibió el apoyo del Sindicato Nacional de Trabajadores de Túnez, el cual se alió con el gobierno y denunció el movimiento estudiantil.
La respuesta del gobierno fue una represión con violencia, que resultó en más de 200 arrestos, muchos de los cuales fueron detenidos sin juicio hasta el mes de septiembre, “y los reportes de tortura incluían quemaduras con ácido en los pies, uñas arrancadas, quemaduras en la piel con éter que dejaba heridas infectadas, electroshock, y quemaduras de cigarrillo” (Hendrickson, 2012: 761). El movimiento concluyó con el establecimiento de Cortes especiales, en las cuales los acusados no tenían acceso a abogados defensores o evidencia, pero el caso fue conocido alrededor del mundo a través de redes transnacionales de activismo e impulsó movimientos como el de París en los meses siguientes.
Como podemos observar, la configuración del Estado y sus regímenes democráticos, autoritarios o dictatoriales, tienen una relación directa no sólo con las demandas de los movimientos, sino también con la respuesta de aquél ante ellos. Los intereses geopolíticos y estratégicos, si bien en muchos casos son el trasfondo de la acción, no determinan como ésta es diseñada y ejecutada por parte de las fuerzas del gobierno. Es por ello que el caso de los regímenes dictatoriales, se generaron dinámicas específicas dentro de la constelación global que vale la pena evidenciar. Una reflexión regional arroja luz sobre el hecho que con las excepciones de Sudán e Irán -siendo este último país musulmán, no árabe-, desde fines de los años sesenta y hasta la primera década del siglo XXI, los regímenes políticos en el mundo árabe evidenciaron una singular permanencia derivada de una continuidad autoritaria: Egipto tuvo tres gobernantes durante 60 años; Túnez dos en 50 años; un gobernante durante más de 40 años en Libia y más de 30 años en Yemen; padre e hijo gobernaron Siria durante más de 40 años, en tanto la continuidad política en Arabia Saudita nos remite a 100 años de preeminencia del clan Al-Saud (Friend, 2011).
A lo largo de la segunda mitad del siglo XX una serie de patrones caracterizó a gran parte de los países del Medio Oriente. La existencia de líderes fuertes con poder amplio y arraigado, regímenes establecidos en contraposición a las monarquías tradicionales y que han actuado o han sido presentados como generadores de reformas sociales, políticas y culturales, lo que les ha otorgado legitimidad, aun cuando con el tiempo exhibieron corrupción; partidos y élites gobernantes que han ejercido gran control y que contaban con el respaldo de un aparato burocrático; regímenes considerados poderosos y moderados (incluyendo a Jordania y Arabia Saudita), aliados de Estados Unidos y vistos como factores clave para el mantenimiento de la estabilidad regional frente a la proyección de alianzas regionales de estados radicales que han sostenido una política exterior anti-estadounidense y anti-israelí (Siria e Irán); ejércitos leales a los gobiernos, muchos de ellos de partido único, a cambio de condiciones preferenciales en el servicio militar y beneficios económico-políticos (Milstein, 2011; Kam, 2011); la creación de fuerzas de seguridad que sirvieran de contrapeso al ejército.
Así, si bien la especificidad regional tuvo una influencia directa en la forma en que se desarrollaron los movimientos, encontramos también situaciones que, a pesar de pertenecer a regiones diferentes, comparten una forma de gobierno similar, hermanando de alguna manera sus experiencias. Este es el caso de las dictaduras militares, que recibieron con particular violencia las acciones y premisas de sus respectivas poblaciones: ello es lógico, puesto que, si existe dentro del transnacionalismo del 68 una crítica al agotamiento de los modelos políticos existentes, ésta se agrava cuando su objeto es precisamente un Estado totalitario.
Dentro de la propia Europa, España entra en esta línea, pues si bien los años sesenta fueron una época de crecimiento económico acelerado, derivado de un aumento en la producción industrial que llevó a un incremento de la renta después de la austeridad estricta a la que había conducido años antes el Plan de Estabilización establecido por la dictadura de Francisco Franco, existía una petrificación a nivel político y el uso de la violencia pública y la represión se incrementó de forma exponencial. Las universidades, por su parte, entraron en un proceso de burocratización. El régimen exigía el rechazo del laicismo y la plena aceptación de la doctrina católica, que la propia dictadura abanderaba. Ya en 1959 se generaron algunas protestas estudiantiles, que desembocaron en la ocupación policial de los campus en forma casi permanente (Preston, 2009); mientras que la economía se liberalizaba, el final de los años sesenta vio el regreso de una política inflexible y represora en materia de seguridad. En 1960 se había creado de forma clandestina la Federación Universitaria Democrática Española (FUDE) que se enarboló como un espacio de confluencia para las distintas organizaciones disidentes, sin embargo, ésta fue fuertemente atacada por el régimen desde el año de 1964 (Errázuriz, 2009). Para 1966 el referéndum de la Ley Orgánica del Estado hacía pocas modificaciones al sistema político en vísperas de los preparativos para la sucesión de Franco.
La liberación económica fue un arma de doble filo para la dictadura: mantuvo a la clase media estable, pero también aumentó la matrícula en las universidades de 80 mil en 1964 a 135 mil cuatro años después. Esto las consolidó a los ojos de muchos cercanos al régimen como “centros de subversión”, cuando comenzó la crisis en 1968. La Facultad de Ciencias Políticas y Económicas de Madrid fue cerrada por el rector alrededor al inicio del año. De finales de marzo hasta mayo, se cerró la Complutense en su totalidad, que llevó un par de semanas después a una manifestación de unas 5 mil personas “desfilando hacia Madrid coreando ‘¡Democracia Popular!’, ‘¡España Socialista!’ y ‘¡Abajo Franco!’” (Preston, 2009: 113) y lanzando bombas molotov a la policía, que procedió a reprimir la manifestación. Así transcurrió el año, con las universidades protagonizando huelgas, boicots, asambleas, marchas, etc. Por otro lado, el movimiento obrero tuvo una efervescencia particular, a pesar de que las manifestaciones fueron duramente reprimidas por la policía e incluso hubo ocupación militar de barrios trabajadores.
Sin embargo, el 68 en España tiene una derivación particular enmarcada en los procesos de radicalización que se originaron: el Euskadi Ta Askatasuna (eta), movimiento independentista del País Vasco, que originalmente surgió como parte del movimiento obrero, tras un proceso largo de radicalización, comete su primer asesinato y su primer atentado premeditado (Loyer, 2009): el 7 de junio de 1968 un guardia civil es asesinado en un control de carretera. Dos meses después, el 2 de agosto, eta ejecuta a Melitón Manzanas, jefe de la policía secreta de San Sebastián. El régimen declara el estado de excepción en Guipúzcoa; a lo largo de 1968 se produjeron un total de 434 detenidos, 189 encarcelados, 75 deportados y 38 exiliados (Pérez, 2013).
Las dictaduras militares en América Latina son también ejemplo de las respuestas represivas de regímenes autoritarios y dictatoriales. En nuestro continente fueron un fenómeno recurrente dentro de la configuración del sistema interamericano durante la segunda mitad de siglo XX. La injerencia de los intereses estadounidenses en el continente significó el recrudecimiento de las relaciones políticas al interior del mismo y una búsqueda por el control de la disidencia, constituyendo a la sociedad civil como fuente de conflicto. Por ello, como bien señala Adalberto Santana Hernández en su artículo, los movimientos del 68 deben ser vistos también como resultado de las políticas desestabilizadoras y la injerencia de Estados Unidos. El impacto de la Revolución cubana en el continente inspiró diversos brotes de guerrillas revolucionarias y además se transformó en parte del ideario colectivo de los movimientos, no sólo en la región, sino a nivel global (Katsiaficas, 1987).
Si bien en el caso brasileño el principal actor fue el movimiento estudiantil y en Argentina fue el movimiento obrero, en ambos casos las expresiones de disidencia fueron encaradas con la acción militar.
Por un lado, el “Viernes Sangriento” de Brasil, en el que la manifestación frente a la embajada de Estados Unidos devino en prolongados disturbios, dio por resultado cuatro civiles muertos y 19 heridos, así como un soldado muerto y 35 heridos (Gould, 2009). La policía realizó alrededor de mil arrestos y, posterior a la marcha del 26 de junio, en la que participaron 100 mil personas, el 29 de agosto el ejército ocupó la Universidad de Brasilia. Este hecho marcó el inicio de intensificación de la represión gubernamental, que terminó por disolver el movimiento (Gould, 2009).
Por su parte, el caso argentino, en el cual después de protestas sindicales y estudiantiles contra el gobierno militar y la represión del movimiento, culminó el 29 y 30 de mayo de 1969 en el llamado “Cordobazo”. El 29 de mayo se organizó una huelga de 48 horas, con una marcha que fue desde las fábricas hasta el centro de la ciudad, en donde se encontraron con estudiantes y enfrentaron a las fuerzas policiacas. La ciudad, sin embargo, fue tomada por los manifestantes, que construyeron barricadas, colapsando ante la respuesta policial. La cifra oficial de muertos fue de 12, pero la sociedad civil denunció que la cifra real era de alrededor de 60, con cientos de heridos y detenidos (Brennan y Gordillo, 1994).
Tanto la singularidad del continente como la interconectividad transnacional encontraron un desarrollo paradigmático en los diversos grupos de sacerdotes que se organizaron para realizar denuncias públicas sobre la explotación de los pueblos originarios, las clases trabajadoras y los recursos nacionales, en una corriente conocida posteriormente como la Teología de la Liberación.
Con el objetivo de denunciar las condiciones de desigualdad y pobreza de América Latina, para esta corriente cristiana la salvación espiritual debía darse también a través de la dignidad humana en materia económica, política y social. A pesar de que la religión ha sido tradicionalmente considerada como un bastión conservador, el movimiento clerical de liberación tuvo coincidencias ideológicas con la Nueva Izquierda y los movimientos de insurgencia alrededor del mundo. A través de cartas, como aquélla firmada por 900 sacerdotes y dirigida a la Conferencia de Medellín -la importante reunión internacional de la jerarquía católica- la presión latinoamericana llevó al Vaticano a reconocer las necesidades de los millones de personas empobrecidas alrededor del mundo (Katsiaficas, 1987).
La radicalización cristiana superó los bordes del continente americano y llegó a otros lugares del globo, destacando África, en donde muchos misioneros y sacerdotes estaban activamente involucrados con los movimientos de liberación nacional. Tanto en África como en América Latina, la Teología de la Liberación llevó también a muchos sacerdotes a incorporarse a movimientos guerrilleros ante la represión sufrida por parte de los gobiernos nacionales. Esta efervescencia social del mundo religioso habría de encontrar, décadas después, la censura y el rechazo por parte del Vaticano, reforzando así la marginación de la crítica como la hegemonía teológica.
Dos experiencias adicionales que consideraríamos antitéticas dentro del propio sistema transnacional merecen nuestra atención. Éstas son China y Bélgica, que si bien difieren entre sí, comparten la particularidad de que a pesar de que sus actores utilizaron tanto las formas como las estrategias que hemos revisado, los fines y premisas de sus movimientos eran completamente contrarios a uno o varios de los ejes que de hecho dan forma a la constelación transnacional. Ambos son casos en donde pareciera que existiese el “cascarón” del hilvanado del 68, pero su contenido fuera radicalmente opuesto.
Por un lado, el caso de Bélgica tiene la particularidad de ser un movimiento estudiantil que busca de manera explícita la segregación socio-espacial. Está protagonizado por el movimiento nacionalista flamenco, que tiene sus orígenes desde la conformación del Estado belga. Dentro de la división etno-nacionalista entre flamencos y valones, son los segundos los que habían sostenido el poder político y económico, lo que llevó al surgimiento de diversos movimientos que reivindicaban el idioma y cultura flamencos a lo largo del siglo XX (Giblin-Delvallet, 1993). Tras la Segunda Guerra Mundial, la ola anticolonial que atravesó Europa llegó a Bélgica, también, y en la Universidad Católica de Lovaina los flamencos insistieron en crear dos unidades administrativas diferenciadas para valones y flamencos, y exigieron clases en ambos idiomas en lugar del tradicional francés (Walsh, 1968).
Sin embargo, esta separación no fue suficiente. En 1968, arguyendo la escasez de espacio, los flamencos adoptaron el slogan “Walen Buiten!” (“¡Fuera valones!”) y demandaron que los estudiantes francoparlantes fueran expulsados a territorio valón. Los valones los acusaron de “racismo cultural”, acusación que fue contestada con consignas sobre “imperialismo cultural” (Altschull, 1981). El conflicto escaló y la policía intervino para reprimir las protestas y conflictos entre ambos bandos.
La respuesta de la policía no hizo sino exacerbar el conflicto, que pronto dividió tanto a profesores como a administrativos de la universidad y llegó incluso al Parlamento en Bruselas, de mano de los nacionalistas flamencos.
El gobierno del Primer Ministro Vanden Boeynants, un diputado del Partido Cristiano Social, apostó su futuro en mantener Lovaina unida, pero cuando los obispos francoparlantes escogieron la división antes que rendirse ante las demandas en 1968, el gobierno cayó y la división fue final (Altschull, 1981: 43).
Con la caída del gobierno y atendiendo a la violencia que existía en la universidad, la fracción valona decidió fundar una universidad distinta: Lovaina-La-Nueva, a veinte millas al sur de Lovaina. Resultado de ello no sólo fue la fundación de la universidad, sino de una ciudad por completo.
En Pekín, el movimiento estudiantil sirvió para reafirmar el régimen autoritario chino y para eliminar política e ideológicamente la oposición a la doctrina de Mao Tse Tung. Además, el movimiento estudiantil fue utilizado en apoyo al ejército para eliminar al propio movimiento. Para la década de los sesenta, los jóvenes pertenecientes a las clases proletarias y campesinas en China comenzaron a experimentar un incremento en sus oportunidades de acceso a la educación. Las instituciones educativas, sin embargo, continuaban organizadas bajo principios que beneficiaban a los hijos de las clases medias. La Liga Juvenil Comunista, por ejemplo, a partir de 1965 comenzó a incluir en sus filas a jóvenes no proletarios, cuestión que llevó a disminuir su legitimidad (Israel, 1967).
En este contexto, el movimiento estudiantil comenzó en las escuelas secundarias y universidades en Pekín en 1966, cuando se conformaron los Guardias Rojos en contra de “la amenaza de aspiraciones burguesas”. Aunque su desarrollo no fue uniforme, la mayor parte de los Guardias “tomaron forma después de la aparición, el 25 de mayo, del primer ta tzu pao (afiche a grandes caracteres) en la Universidad de Pekín, exigiendo el despido del presidente de la Universidad de Pekín, Lu Ping” (Pennington, 1972: 1033).
Pennington hace un recuento de las distintas fases del movimiento de los Guardias Rojos, haciendo énfasis en que, a pesar de que en sus inicios sí fueron independientes, rápidamente se convirtieron en una organización central en la Revolución Cultural, firmemente apegados a los principios maoístas del partido. La primera fase tuvo como objetivo la eliminación de los “cuatro antiguos”, que eran las costumbres, cultura, hábitos e ideas previas a la Revolución, es decir, burguesas y occidentales. La segunda, que comenzó en septiembre de 1966, se enfocó en blancos políticos que mantenían diferencias con el gobierno de Mao.
Sin embargo, es importante destacar que los mismos Guardias Rojos mantenían categorías diferenciadas y no siempre leales a Mao: I) la categoría más grande, que estaba encargada de viajar alrededor del país participando en las actividades de la Revolución Cultural, duró sólo hasta diciembre de 1966; II) la segunda categoría era mucho más radical, entrenados y enviados desde Pekín para crear revueltas en las provincias controladas por líderes opuestos a Mao; III) esta categoría, por el contrario, había sido creada y defendía a los líderes opositores tanto en Pekín como en las provincias, por lo que tuvieron enfrentamientos con la categoría II y desaparecieron con la revolución militar de enero de 1967, cuando la mayoría de los líderes opositores fueron purgados; y, por último, la IV) conformada por jóvenes organizados por líderes militares regionales para combatir a la segunda categoría de Guardias Rojos (Pennington, 1972).
Cuando, en 1967, Mao ordena al ejército tomar control de las provincias, los líderes militares lucharon para eliminar los Guardias Rojos fuera de su control, dejando sólo a aquellos leales a ellos como parte de los gobiernos militares instaurados. Para el verano de 1968, el movimiento juvenil estaba inactivo casi por completo, cuando los miembros de la categoría iv fueron integrados a los gobiernos locales (Pennington, 1972)
A modo de conclusión: pensar los 68 y el 68 mexicano
Analizar los movimientos del 68 desde una dimensión global y transnacional, así como en su singularidad, nos abre diversos caminos. Retomando a Wallerstein, por una parte, sin negar que el mundo-como-un-todo tiene algunas propiedades sistémicas que van más allá de las “unidades” que hay en su interior, debe hacerse hincapié en que tales unidades en sí mismas son, en gran medida, construidas conforme a acciones y procesos externos a aquéllas, en términos de dinámicas cada vez más globales.
Como hemos visto, 1968 implica ya un tránsito a nuevos procesos de globalización y a un emergente transnacionalismo. Entre los casos analizados destaca el activismo de los estudiantes de Túnez, quienes durante las protestas de marzo de ese año construyeron nuevas redes de comunicación con activistas franceses y utilizaron las existentes para promover sus demandas políticas. Así, a las raíces históricas de las redes transnacionales con la metrópoli se sumaron nuevas conexiones. Resulta de particular importancia el modo como las demandas se moldearon en una dinámica de lo transnacional/nacional, transitando de la lucha anti-imperialista al reclamo por los derechos humanos (Hedrickson, 2012).
1968 fue inicialmente una explosión de corta duración ante una serie de elementos diversos dentro de la construcción de una Modernidad mejor entendida como Múltiples Modernidades en las diferentes regiones y espacios nacionales; una Modernidad cuestionada desde diferentes ordenamientos estructurales y programas culturales (Eisenstadt, 2000; Bokser Liwerant, 2016). La lucha por los derechos de las minorías, contra la guerra, contra las diversas formas del imperialismo y el colonialismo, contra la explotación, contra el autoritarismo de la ortodoxia marxista-soviética: todas estas expresiones de los 68 son contestaciones a las formas de lo social que les pre-existieron y que aún nos acompañan. El impacto posterior de los 68 y la permanencia del racismo, el antisemitismo, el machismo, la guerra, las formas estructurales de clase, son constantes, presentes aún con nosotros y que nos invitan a verlos como fenómenos de larga duración.
No es nuestra intención deslucir el momento de protesta, pero es necesario reconocer que, a pesar de los avances relativos logrados por los movimientos en cada uno de estos frentes, éstos decantaron en un endurecimiento reaccionario por parte del establishment, así como en nuevas expresiones de intolerancia dentro de las luchas sociales.
1968 marca el ascenso del conservadurismo político que dará paso a repensar la seguridad nacional en una nueva definición de amplio espectro, en donde no sólo las ideologías “nocivas” al régimen, sino también la cultura, la creación artística, la intelectualidad y sobre todo la juventud se convierten en parte del desafío.
Asimismo, 1968 genera el inicio de procesos en los que a la violencia de la represión gubernamental se perfila aquélla como estrategia y recurso de los movimientos que buscan el cambio. Así, en los actos de terrorismo de las décadas de 1970 y 1980 confluirían dos tipos de circuitos conflictivos: el político internacional, de una geopolítica que oponía a los bloques estructurados alrededor de las dos superpotencias; y el social, expresado en clave de contradicciones insuperables y lucha de clases con propuestas de variantes ajenas a la institucionalización, vivida como desnaturalización, con tintes anarquistas y nihilistas (Wieviorka, 2008). Su fin llegó con el de la Guerra Fría. Había en ellos una relación estrecha entre la dimensión social, esto es, las bases sociales, y la dimensión estatal política, esto es, los estados que los auspiciaron. De Irlanda (ERI) a Argelia (FIS); de Alemania (Baader-Meinhoff) a Japón (Rengo Segikum [Ejército Rojo]); de Perú (Sendero Luminoso) a Italia (Brigadas Rojas); de Colombia (FARC) a Palestina (Hamas, Jihad, Fatah, Tanzim); de Irán (Hizballah) al terrorismo global (Al Qaeda), se instaló una lógica de aniquilamiento del Otro. Cierto es que asumiría un carácter cabalmente global a partir de la década de 1990, asociado a las propias contradicciones y débiles equilibrios del sistema internacional que han hecho de aquél un actor cabalmente transnacional.
A su vez, si en el 68 se mostró la fuerza física y violenta para sofocar a los movimientos, en los años setenta observamos un doble proceso cultural e ideológico: por un lado, un aumento del nacionalismo conservador, la construcción del andamiaje teórico-conceptual que se convertirá en el credo neoliberal y, por el otro, el avance de expresiones culturales que buscarán nutrir una renovación del sentido y carácter de los movimientos del 68 (Harvey, 2005). Entre ellos, el feminismo y los movimientos por la diversidad sexual se abrirían con éxito su camino.
Las ciencias sociales en su conjunto son impactadas tanto por la reacción como por las expectativas libertarias del pensamiento. Ahí donde la realidad del 68 nos pedía observar fenómenos abiertos, complejos, transnacionales, estructurales, que dotaban de dimensión a las identidades étnicas, sociales y de género, la respuesta fue la afirmación de las comunidades epistémicas disciplinares cerradas, el recrudecimiento de los nacionalismos metodológicos y la insularidad del conocimiento en sus ramas de construcción. Es decir, que el Informe de la Comisión Gulbenkian, que llama a “Abrir las Ciencias Sociales”, en gran medida es una crítica a parte de la respuesta del 68 dentro de las propias ciencias sociales.
Cierto es también que la especialización del conocimiento social y la diversificación de las disciplinas se han manifestado en una permanente depuración teórica y analítica, en una mayor especificidad en los instrumentos y técnicas de investigación y análisis y en un perfil específico más definido. Junto a ello, se vislumbra, desde una mirada diacrónica, el compromiso de una creciente interacción y convergencia entre las disciplinas, que conduce a la revisión de las fronteras del conocimiento y de los paradigmas teóricos que se van redefiniendo para enfrentar con recursos conceptuales renovados los profundos cambios de la realidad (Bokser Liwerant, 2015).
En lo que concierne a las formulaciones teóricas de las disciplinas sociales a partir de la experiencia francesa, Michel Wieviorka marca los desfases entre acción y comprensión de la misma que generó el 68 francés; las perspectivas confrontadas entre los cuerpos teóricos que recuperan el universo de la subjetividad y los que privilegian la estructura; entre fuerzas externas y agencia social; y el modo como de la organización en torno a paradigmas vigentes en las décadas de 1960 y 1980 las han sufrido procesos de desestructuración.
Consideramos que la magnitud de los desafíos que enfrentan hoy las ciencias sociales atraviesa los diferentes niveles de reflexión y sistematización del conocimiento. El formal propiamente dicho, en sus proposiciones fundamentales respecto de la naturaleza de la sociedad en su conjunto y en su pretensión universalista, que ha encontrado serios cuestionamientos; el nivel sustantivo, caracterizado por un acercamiento a dimensiones de la sociedad más específicas o acotadas, que ha dado lugar al desarrollo de las teorías de rango medio y que ha exhibido, ciertamente, un amplio potencial de ramificaciones a la luz de la creciente importancia de la complejidad y la diferenciación social. Por último, el nivel empírico, abocado fundamentalmente al análisis factual, mismo que se inserta e interactúa con los niveles previos para no verse reducido al exclusivo quehacer de correlacionar variables como sustituto de la explicación y que exhibe desarrollos diferenciales.
Todo conocimiento científico maduro es teórico y la búsqueda de nuevas síntesis se teje sobre la confrontación con los grandes paradigmas heredados y buscando distanciarse de las ortodoxias. La sistematización teórica es la que permite el diálogo entre los diferentes enfoques y es la que garantiza nuevas formas de articulación y no un eclecticismo aleatorio. El conocimiento social se ha desarrollado teniendo como referentes tanto las transformaciones de su propio objeto de estudio, como los propios avances conceptuales y metodológicos de su indagación científica y teórica. Las fronteras del campo social y político se establecen a través de las diversas modalidades de teorización, en un permanente diálogo, en líneas de continuidad o ruptura, dando lugar a la constitución del arsenal conceptual y metodológico que lo conforman.
Los 68 y décadas de confrontaciones y reformulaciones: con los grandes paradigmas heredados -el utilitarismo, el funcionalismo, el marxismo, el constructivismo-; críticas posmodernas al proyecto universalizante y racionalizador de la Modernidad y la vigencia de la cuestión sobre el sentido, sus alcances y su significado continúa siendo un tópico central; respuestas al impacto del programa positivista, a partir de los años sesenta, que desembocó en un resurgimiento con gran ímpetu de los debates filosóficos y metateóricos. Nuevos desarrollos del pensamiento liberal a través de la teorización de la justicia (Rawls)- recordemos que la justicia (retributiva vs. distributiva) ha sido el concepto más significativo en el discurso teórico normativo durante las décadas siguientes. A su vez, de frente al liberalismo y en debate con éste, se desarrolla el comunitarismo. En el debate destacan las visiones encontradas en torno a los arreglos distributivos, ya sea sobre la base de criterios procedimentales únicos y generalizables, capaces de operar en cualquier condición y lugar, o bien la concepción de la igualdad como una compleja relación de personas regulada por los bienes que hacen, comparten e intercambian y que requiere de una diversidad de criterios distributivos que reflejen la variedad de los bienes sociales; la cultura, universo de representaciones y significados, territorio de luchas; el multiculturalismo y los riesgos de fragmentación social… nuevos encuentros en las fronteras disciplinarias. Estudiar las líneas que guiaron la expresión de los movimientos, a la par que nos permitió identificar y reconocer sus particularidades y sus antinomias, nos remitió al legado de cambio que existe en la memoria de ese año. Levantar el análisis de lo concreto hacia lo abstracto es recuperar también el espíritu que buscó guiar el pensamiento crítico y que encontró en ello las bases para enriquecer una nueva sociología política para el siglo XXI.
1968: perspectivas analíticas, interpretaciones, memorias, legados.
El 1968 de México, al tiempo que se inserta en la reverberación de las olas transnacionales, exhibe su singularidad tanto en las manifestaciones del movimiento como en la respuesta represiva por parte del Estado. Ambas dimensiones dan cuenta tanto de la diversidad de expectativas y demandas por parte de la sociedad civil como de la esclerosis de un sistema político incapaz de inteligir las condiciones cambiantes de su escenario nacional y global.
Por ello, interpretaciones y memorias marcan el 68 de México como parteaguas en la construcción democrática y de ciudadanía, a partir de las luchas teóricas y prácticas por conformarlas: del movimiento estudiantil a una lenta y no lineal emergencia del ciudadano, de la sociedad civil y una afirmación del anhelo de democratizar el sistema. Frente a las variadas pérdidas de credibilidad y de representatividad de la política se buscó su vigorización, en la reconstitución del espacio público, sus nuevas formas y actores.
1968 y su impacto como un intento por integrar las exigencias de justicia, en directa referencia a la idea de derechos individuales, con las de pertenencia comunitaria, dimensión grupal derivada de fenómenos de rearticulación de las identidades colectivas, conceptos que han estado en el centro de la teoría política y social en los años setenta y ochenta.
La sociedad civil iniciará el largo camino para construirse como destacado ángulo en el que se aspira a ventilar y resolver las renovadas contradicciones entre libertad e igualdad; entre solidaridad y justicia; entre individuo y comunidad. Resulta importante deslindar las definiciones por las que esta idea ha atravesado históricamente: del planteamiento originario de un ideal ético de orden social al reclamo como recurso y respuesta frente a un Estado autoritario para arribar de allí a la inclusión, hoy, de la demanda por aprender a vivir con la diferencia.
1968 y la progresiva convicción de que la civilidad que hace posible la política democrática es solamente aprendida en las redes asociativas, que pueden tener un alcance global, a partir de las interacciones transfronterizas: legado de los movimientos estudiantiles.
¿Podemos ver así al movimiento? Largos procesos… 50 años… avances y retrocesos han estado asociados a los desafíos derivados de creatividad cultural y de la construcción de institucionalidad, pluralismo político, legalidad y civilidad, así como normas y procedimientos cívicos en el marco de una realidad marcada por la diversidad y la desigualdad social.
Diversos análisis de la especificidad mexicana se convocan en este número. Los 68 se hacen singulares y proyectan lo plural.
Desde la visión de conjunto, Ricardo Pozas Horcasitas plantea que en el centro del siglo XX, las instituciones existentes resultaron limitadas e incapaces de producir respuestas legítimas frente a las nuevas demandas de la masa de jóvenes que se incorporaban al espacio público de las sociedades nacionales. La imposibilidad de las autoridades, socializadas en la tercera y cuarta década del siglo, de flexibilizar las formas de organización política y social explica la respuesta coercitiva de las instituciones.
Según Pozas, el 68 mexicano fue, como los otros movimientos sociales con actores políticos estudiantiles, el punto de llegada y de partida: uno de los quiebres significativos del intenso siglo XX cuyos efectos permanecerán durante los siguientes treinta años.
En 1968, en México, las formas sociales y culturales se encontraban en ebullición. Nos dice en su artículo Raúl Trejo Delarbre que, si bien el peso de la desigualdad social y el rechazo contra las formas autoritarias y rígidas del sistema político se expresaron entre julio y septiembre de aquel año en las calles, encontraron a la vez su reflejo en salas de teatro y cinematográficas, en galerías de exposiciones, en los libros de moda. A pesar de las restricciones del Estado, había una vida cultural intensa y creativa. Sin embargo, ese ámbito cultural fue también un espacio cruzado por dichos conflictos y contradicciones existentes en nuestra sociedad.
En todo caso, a nuestro entender, se evidencia que el cambio cultural no se da un momento después del cambio social, sino que es el cambio social mismo.
Cabe destacar que la creatividad artística llegó a espacios antitéticos de la libertad. Así lo representa el testimonio gráfico de Jaime Goded en sus Cuadernos de la cárcel, en los que las figuras conjuntan juventud, frustración y desencanto, arropadas de una frágil esperanza. Testimonio y arte.
Como señala Xavier Rodríguez Ledesma, el 68 es el final de un largo periodo de consolidación de una concepción económica, política, social y cultural sobre la modernidad, sus formas de transitarla y transformarla. La cultura del 68 mexicano estaba -y aún lo está en su memoria- atravesada por lo político, por la participación abierta de intelectuales, de escritores prestigiados, que tomaron sus sitios en sus trincheras correspondientes.
Por un lado, un movimiento estudiantil y obrero que expresaba la pérdida relativa de hegemonía del Estado en la capital del país y en las diversas regiones en las que se manifestó solidaridad con el movimiento. Por el otro lado está el Estado mexicano, que, como explica José Rodrigo Moreno Elizondo, desarrollará una estrategia de debilitamiento de la oposición durante el 68 y más allá de él, mediante el intento de cooptación y la negociación en posición ventajosa, que continuará desplegando frente a la izquierda organizada, en las zonas en donde no la eliminó o desapareció físicamente.
Ese Estado mexicano encarna la obsesión anticomunista presente en el establishment global. Armando Casas y Leticia Flores Farfán argumentan que, durante el movimiento 1968, el gobierno realizó una manipulación constante de la información y propició el linchamiento político de la oposición a él, para facilitar la aceptación, por parte de la sociedad, de las respuestas represivas y violentas.
Sin embargo, a pesar de esta campaña de desprestigio de la oposición, para el Estado mexicano 1968 significó también enfrentarse a la obsolescencia misma del régimen político, que se había conformado en las décadas anteriores y que entraría en crisis a partir de la demanda de condiciones democráticas y reivindicaciones sociales a las cuales no había sabido responder previamente. Como explica Héctor Raúl Solís Gadea, en 1968 el gobierno se encontró frente a una disyuntiva: por un lado, la opción de la represión violenta en defensa del arreglo institucional histórico y de la continuidad del régimen; por el otro lado, el fomento de un diálogo plural y abierto sobre lo público, que permitiera a sectores tradicionalmente excluidos participar y construir sobre el agotamiento del modelo heredado de la Revolución. La tarde del 2 de octubre sería evidencia del camino escogido. Su análisis socio-histórico da cuenta de los parámetros en cuyo interior se mueve el sistema.
La matanza de Tlatelolco, triste momento cumbre del movimiento y de su memoria, es parte integral del por qué es que el olvido no ha engullido al 68 mexicano. Lamentablemente, a 50 años. El reclamo sigue vivo porque la justicia tampoco ha llegado. Tlatelolco, señala Eugenia Allier Montaño, es un lugar de memoria, epicentro de los recuerdos que expresa, desde lo material, lo simbólico y lo funcional, una voluntad de presencia de esa trágica substancia dentro de la conciencia individual y colectiva de los que habitamos la ciudad. Historia y Memoria.
1968 es una crisis del orden político y de legitimación; sin embargo, esa crisis no quedó sin respuesta. David Herrera Santana y Fabián González Luna explican cómo la réplica de las élites se realizó mediante la instrumentalización de los espacios. Dentro de ellos, los urbanos fueron articulados como dispositivos de control, regulación y dominación; es decir, se operó una solución espacio-temporal basada en el anclaje territorial de la militarización y la securitización como proceso constitutivo de la vida cotidiana. En ese sentido el caso de la Ciudad de México es claro.
Las amarguras y los frutos, las tristezas y las alegrías, complejizan y encarnan la memoria de “nuestro” movimiento. A pesar de la tragedia, se dio una riqueza de la creatividad y potencia de grupos y personas que, desde posturas radicales y críticas, desarrollaron formas de intervención y reflexión políticas para repensarnos en lo social. Para Marta Lamas el movimiento estudiantil del 68 significó el rechazo al autoritarismo estatal y las nuevas formas de lucha, como las actuales constelaciones del movimiento feminista, que estallan con indignación y alegría en sus movilizaciones callejeras, mandan un mensaje en contra del miedo y el terror, y llenan de nuevos contenidos el viejo lema de “lo personal es político”.
En fin, 1968: perspectivas analíticas, interpretaciones, memorias, legados.
Evocar, recordar, reconstruir desde “el ojo del huracán”, un imperativo que Eugenia Revueltas asume para explicar la concatenación de sucesos impredecibles -podría decirse, evitables-, pero que en todo caso devienen los detonadores de estructuras y tendencias culturales que confrontan a una joven generación con la cerrazón de un régimen y se insertan en procesos globales que estaban desarrollándose en otros entornos.
La mirada diacrónica de Víctor Flores Olea se refleja en su entrevista/conversación con Gerardo Estrada. Su visión del carácter procesual de los cambios que se gestaron a partir de 1968 recorre el complejo espectro que partió de un régimen represivo hasta llegar a una sociedad y un sistema político que buscan comprometerse con la democracia.
Por su parte, Gerardo Estrada, entrevistado y conversando con Paola Vázquez Almanza, da cuenta de su tránsito del activismo fundacional de 1968 a la búsqueda de aquel espacio que es origen y expresión del cambio social: la cultura.
Desde otro corte generacional y disciplinario, Rosaura Ruiz reconstruye el movimiento estudiantil de 1968 como parteaguas de distintos despertares -político, académico, universitario y ciudadano- para alcanzar nuevos compromisos de acción pública.
Las reseñas que Gilda Waldman, Diana Fuentes y Sandra Lorenzano nos ofrecen abren -para cerrar este número- la diversidad de aproximaciones que 1968 ha generado y genera. Las ciencias sociales y la literatura encuentran en ese año un referente para pensar el pasado y preguntarse acerca de su impacto hoy.
Conmemorar el 50 aniversario de los hechos que hoy nos reúne en estas páginas con su diversidad conceptual, interpretativa, disciplinaria, es, a su vez, retornar a nuestro presente mientras avanzamos sobre el pasado, para dar sentido a lo que fue y así poder soñar y aspirar a construir lo que será. La tesis de Walter Benjamin nos dice que el Ángel de la Historia no puede detener su paso, pues el viento del progreso lo empuja, mientras mira horrorizado lo que deja tras de sí (Benjamín, 2009). Sin embargo, nosotros podemos complejizar nuestra mirada y encontrar en los hechos y en las ideas diversas formas de luz y de creación que se entretejen para resignificar los momentos de ese pasado tan presente.
Proponemos su análisis y su memoria como respuesta de cambio a un mundo con el que no es posible conformarse plenamente y por el que no deseamos sacrificar la esperanza de la transformación hacia una Modernidad que cumpla de forma cabal la promesa que ella encierra.