Introducción
En la actualidad, la categoría pueblo originario es utilizada por distintos grupos sociales que radican en algunas de las alcaldías de la Ciudad de México para hacer referencia a la población de los territorios que ya existía previamente a la invasión1 y colonización de la Cuenca de México, espacio antiguamente conocido como Cem Anáhuac.2 Ciertas instituciones de la administración estatal también emplean esta categoría para hacer referencia a la misma población (SEPI, 2019), por ejemplo, la de la alcaldía de Milpa Alta, ubicada al sur de la Ciudad de México.
Algunos de los grupos rurales de esa alcaldía -como otros de México y América Latina- han reproducido sus modos de vida a partir de su relación con el territorio y los bienes comunales, expresando de esta manera y en su discurso una identidad colectiva que corresponde a la categoría de pueblos originarios. Estos procesos han implicado la construcción de actores colectivos que demandan el reconocimiento de sus derechos sobre el territorio ante el gobierno de la Ciudad de México (Mora, 2007).
Este artículo se enfoca en analizar los elementos que han permitido la construcción de procesos de resistencia en los pueblos de Milpa Alta, tomando como punto de referencia la década de 1970, en la cual comenzó una lucha por la defensa de los bosques y tierras comunales, y que continúa hasta el presente, con otras características. Se argumenta que los procesos de resistencia de ciertos grupos en Milpa Alta se han sustentado en las prácticas socioculturales que se preservan a partir de una forma de comunalidad que se ha reorganizado en función de diversos procesos de modernización. Además, se plantea que distintos elementos de esta comunalidad reconfigurada provienen de la “civilización milenaria” que se reprodujo en esos espacios antes de la invasión y colonización europea y han evolucionado desde entonces con sincretismos entre las dos civilizaciones; por ejemplo, la tenencia comunal de la tierra, las faenas o trabajo colectivo realizado para la protección del bosque, la reapropiación de la asamblea para la toma de decisiones colectivas, la persistencia de la familia en tanto unidad básica de las comunidades, las mayordomías y el modo de vida campesino.
En cuanto a la metodología, se parte del análisis de información bibliográfica y documental respecto de los procesos de organización de estos grupos rurales, la cual se complementa con información recopilada a partir de recorridos de campo y entrevistas con habitantes de los pueblos, para comprender los procesos de organización comunal de estos grupos sociales.
El artículo se divide en tres partes: 1) la primera delinea algunas características de la relación entre grupos y territorios, además de identificar las formas de comunalidad y resistencia entre los pueblos originarios que habitan en territorios rurales de México, 2) la segunda analiza los procesos socioeconómicos ocurridos desde finales del siglo XX en el contexto de las reformas neoliberales y sus efectos en las formas de propiedad colectiva de los grupos campesinos y originarios del país y 3) la tercera estudia algunas características de los procesos históricos de defensa de los bosques y tierras comunales en Milpa Alta, en donde destacan las luchas ocurridas entre las décadas de 1970 y 1980, para posteriormente abordar los recientes procesos de organización comunal de estos grupos rurales y sus implicaciones en términos socioculturales, territoriales e históricos. Se concluye con algunas reflexiones finales.
PRIMERA PARTE
Territorio y comunalidad
Las formas de organización comunal persistentes en territorios de países latinoamericanos, en este caso en México, han permitido el surgimiento de procesos de defensa territorial creados por ciertos sujetos colectivos. Como tal, las relaciones que los grupos sociales mantienen con el territorio están mediadas por relaciones de poder, lo cual define de qué manera se apropian y usan los elementos del espacio territorial.
El territorio es concebido aquí como “…el espacio construido, constantemente transformado por los grupos y clases sociales que lo apropian y adecuan, imprimiéndole diferentes territorialidades […] Como territorio diverso, es también el espacio de las disputas territoriales…” (Larroa y Rodas, 2016: 207). Por un lado, la territorialidad está referida a una dimensión simbólica, como campo de representaciones territoriales. Mientras que en la dimensión material se concibe a la territorialidad como fundamento para la cristalización de las relaciones sociales de producción (Delgado, 2016).
De acuerdo con Montemayor (2000), la palabra “indígena” hace referencia a “los que nacen en una región, o los pueblos originarios de una región específica” (Montemayor, 2000: 25); aunque, también es un término que reduce o empobrece la diversidad social y las singularidades de pueblos que han resistido desde hace cinco siglos (Montemayor, 2000), debido a que es una forma homogeneizante de identificar a grupos cuyo nombre y pasado data de siglos antes de la invasión y colonización europea. Se refiere a los pueblos nahua, comca’ac, wixárika, p’urhépecha, entre muchos otros. A partir de ello, consideramos que se debe repensar el sentido con el cual se usa la categoría pueblo originario, que en muchos casos les confiere a estos grupos un carácter (erróneo) de inferioridad y atraso,3 debido a que el discurso de la modernidad (Mignolo, 2017) oculta la singularidad y el dinamismo sociocultural de grupos diversos.
De tal manera, se propone que antes de definir a los pueblos originarios en este sentido, se conciban como un conjunto amplio y heterogéneo de grupos e individuos, los cuales pueden constituirse en actores o sujetos colectivos y cuyo origen histórico es anterior al proceso de colonización europea; mientras que, estos grupos mantienen ciertas relaciones comunitarias y recrean su relación con el territorio, así como también construyen su identidad y territorialidad a partir de elementos como la etnicidad, la lengua, los usos, costumbres y tradiciones, desde una cosmovisión propia y a partir de su relación tanto con el medio ambiente como con la sociedad dominante. En este sentido, la categoría de pueblo originario se constituiría más como un término referencial, la cual no sustituye la forma de autonombrarse de cada nación.
Históricamente, los denominados pueblos originarios han defendido sus territorios comunales impulsando procesos de resistencia que se sustentan en ciertas formas de organización comunal. La comunalidad es considerada por algunos pensadores indígenas como el sustento de la resistencia de sus comunidades originarias, quienes conciben la comunalidad como un conjunto de prácticas y formas de organización social propias de grupos originarios de la Sierra Norte de Oaxaca (Martínez, 2002). Según Floriberto Díaz Gómez, un antropólogo de origen mixe, los cinco elementos que definen la comunalidad son: la Tierra como madre y como territorio, el consenso en asamblea para la toma de decisiones, el servicio gratuito como ejercicio de autoridad, el trabajo colectivo como un acto de recreación, y los ritos y ceremonias como expresión del don comunal (Díaz, 2005).
De acuerdo con lo anterior, la comunalidad puede ser vista como una forma específica de la categoría de lo común, la cual se ha planteado desde una visión crítica para revelar aquellos elementos de las formas de vida histórico-concretas de los sujetos subalternos, es decir, del conjunto de procesos práctico-materiales construidos en territorios específicos, por medio de los cuales discurre la vida como totalidad. Aquí, lo común se entiende como una relación social que “…se produce y reproduce en el denso y amplio espectro de la vida [en donde] podemos ver expresadas las inestabilidades de las relaciones capitalistas incapaces de mercantilizarlo todo” (Navarro, 2015: 23).
A partir de estos elementos, se plantea que los bienes comunales de algunos pueblos originarios y campesinos son producto de distintas tramas tejidas entre los grupos sociales y el territorio (Vera, 2016). La producción y reproducción de ese tejido se ha dado a partir de relaciones y prácticas sociales que los grupos despliegan para la satisfacción de sus necesidades vitales, tanto materiales como simbólicas y espirituales, las cuales nutren y dan forma a lo comunitario.
No obstante, durante las recientes etapas del capitalismo actual en los países latinoamericanos se ha configurado el uso y apropiación de elementos territoriales -tanto para la producción de bienes económicos, así como para la expansión urbana- en función de la disolución de las formas de organización social no capitalistas. El orden económico mercantil ha provocado la destrucción de múltiples tejidos relacionales y, en la actualidad:
[…] este entramado se debilita, se abandona y se agrede desde múltiples frentes. Ahora el mercado es el que delinea las relaciones que se han venido impulsando y que de manera velada o por la fuerza se introducen en las prácticas, mentes y corazones de las comunidades […] Ello genera cambios en lo que se hace, en lo que se piensa, en lo que se nombra y en el cómo se hace, se piensa y se nombra. (Ojeda, 2016: 63)
En contraparte, la resistencia de los pueblos originarios contra el despojo de sus bienes comunales ha sido concebida frecuentemente en términos socioeconómicos y políticos; pero en su dimensión cultural, dicha resistencia ha permitido la preservación de espacios de vida propia en función de la comunalidad que es indispensable para la construcción de la identidad y territorialidad de esos grupos sociales. Como se plantea, en los pueblos indígenas u originarios la resistencia
no se da sólo como lucha armada o política sino también como defensa de su cultura, en todos sus aspectos, frente a las agresiones de la cultura totalitaria. Por tanto, la resistencia es cotidiana y se organiza en torno a algo tan profundo que constituye el fundamento de las culturas indias. Ese fundamento de lo indio, y por tanto de su resistencia, es la comunalidad. (Maldonado, 2010: 70)
En ese sentido, la comunalidad se entiende como una categoría social (Díaz, 2005: 39) que se conforma por un conjunto de elementos comunales como el territorio, el trabajo, el poder y el disfrute (Díaz, 2005; Maldonado, 2010), los cuales forman parte de la vida comunitaria de los grupos originarios. De tal manera, existen formas de comunalidad en algunos territorios de nuestro país, las cuales han sido el sustento de formas socioculturales otras que subsisten en la modernidad capitalista, en tanto concreción histórica del proyecto civilizatorio occidental.
Por último, es importante señalar que la resistencia de los pueblos originarios no se expresa solamente por medio de rebeliones o levantamientos, sino que también envuelve un conjunto de estrategias que se orientan a defender y preservar la cultura propia con base en herramientas, como es el caso de la memoria histórica, que ha sido la fuente para la construcción de discursos históricos, entendidos como construcciones sociohistóricas que se expresan principalmente en un tiempo coyuntural, los cuales se determinan tanto por las condiciones del contexto como por las necesidades de los sujetos que los elaboran y difunden de forma consciente, para “conservar o fortalecer la identidad grupal” (Gomezcésar, 2010: 290).
En este sentido, tanto la memoria como el discurso histórico pueden estar referidos a elementos culturales y territoriales, dado que éste es una construcción social dotada de sentido por los actores que se apropian de él y lo transforman, en función de su carácter geográfico e histórico-temporal. En la experiencia de pueblos y naciones que han sido colonizados, la memoria y el discurso histórico son recursos que tienen dos propósitos: por un lado, mantener el recuerdo de la dominación colonial y los agravios; y, por otro, conformar como “dispositivo de resistencia” (Tischler y Navarro, 2014: 73), debido a que cuentan con una dimensión pedagógica y ética (Gomezcésar, 2010), en tanto que les permite preservar el recuerdo de las luchas de los pueblos contra la opresión y el sometimiento para que esté a disposición de las siguientes generaciones. A partir de la memoria histórica, dice Bonfil, la “vuelta al pasado se convierte en un proyecto de futuro. La conciencia de que existe una civilización recuperable permite articular firmemente la subversión” (Bonfil, 1994).
SEGUNDA PARTE
Efectos de las reformas neoliberales en México a fines del siglo XX
Globalización, Estado y colonialismo interno
Durante la etapa de globalización neoliberal se registraron diversos cambios a partir de la reestructuración del capitalismo. Entenderemos aquí a la globalización como un proceso económico-político impulsado por las empresas transnacionales, el cual se estableció en función de la implementación del modelo económico neoliberal.
En los países de la región latinoamericana, este proceso, en términos económicos, ha operado en función del patrón de dominación establecido por las grandes empresas transnacionales comerciales, de servicios y financieras (Fernandes, 2015). En México, el proceso de globalización neoliberal impulsó la modificación de sus estructuras económicas, debido a que: “El modelo de sustitución de importaciones fue reemplazado por una apertura comercial y financiera brusca y expansiva […] Se redujo el Estado a su mínima expresión, privatizando casi todas sus empresas y desregulando los mercados” (Semo, 2013: 28).
Durante esta etapa de capitalismo corporativo (González, 2013), en Latinoamérica se ha desplegado el despojo de los bienes comunes (Navarro, 2015), que afecta a los grupos sociales que los producen, los cuales son privatizados por diversos agentes económicos para insertarlos al proceso de valorización mercantil. En esta etapa, el dominio del capital se ejerce también en la dimensión espacial (Rubio, 2015), reestructurando los espacios para articularlos a la economía global.
En este marco, el colonialismo interno, que se ha impuesto en México no sólo a nivel de las estructuras económicas y sociales, sino también en términos de la cultura y la psicología (González, 1996: 35); se reorganiza en la etapa actual para mantener el control de ciertos grupos y clases a nivel del territorio. Particularmente, en el caso de México, este colonialismo reproduce las formas de exclusión de los pueblos originarios que han existido desde hace siglos, por medio del sometimiento social, la colonización cultural y la discriminación.
Efectos de la globalización neoliberal en las formas de vida colectiva de los grupos rurales
Los procesos de modernización impulsados a finales del siglo XX han motivado cambios importantes en los ámbitos de vida colectivos de los grupos rurales en México. Entre los más relevantes están los efectos en las formas de propiedad colectiva de la tierra y el territorio de diversos grupos campesinos y originarios, las cuales han sido afectadas en función de las transformaciones económicas, socioculturales y políticas, impulsadas sobre la base de diferentes etapas de modernización (Semo, 2013: 29), cuya manifestación más reciente está representada en la globalización neoliberal. Por otra parte, es necesario señalar que en los países latinoamericanos no ha habido un proceso de modernización homogénea acorde con la lógica del pensamiento sistémico (Zavaleta, 2015: 307).
Con todo, los procesos de liberalización, desregulación económica y apertura comercial impulsados por los gobiernos federales en México a partir de los años noventa en el sector agrícola, agudizaron las condiciones de competencia para los grupos campesinos y originarios que ya producían en condiciones asimétricas, favoreciendo el abandono de las actividades agrícolas por parte de diversos sectores rurales y provocando su exclusión, debido a la disminución de los ingresos derivados de este tipo de actividades.
En función de estos procesos modernizadores, se ha promovido la disolución de las formas de apropiación colectiva de los bienes comunales en el espacio rural, las cuales son el sustento de la vida de diversos pueblos originarios. En ese sentido, la contrarreforma al artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos fue un mecanismo jurídico para favorecer el debilitamiento de las formas de propiedad colectiva de la tierra y los bienes comunales en los territorios rurales, dado que su objetivo era “… propiciar el nacimiento de nuevos latifundios que compitieran a nivel internacional con las nuevas reglas del comercio” (Montemayor, 2000: 137).
De ese modo, entre 1997 y el 2007 se había vendido ya una superficie total de 3 097 659 hectáreas pertenecientes a ejidos y comunidades en México (Cuadro 1). Por un lado, como se observa en el Cuadro 1, las operaciones de compraventa entre ejidatarios eran superiores a las realizadas con personas ajenas al ejido. Sin embargo, en el periodo entre 2001 y 2007, la superficie en dominio pleno aumentó en 380 %, lo que implicó un avance muy importante en el proceso de formalización del cambio de régimen de tenencia de la propiedad ejidal o comunal a propiedad privada.
2001 | 2007 | 2001-2007 | |
---|---|---|---|
Concepto | Núm. | Núm. | |
Ejidos y Comunidades | 30,305 | 31,514 | 1,209 |
Con compraventa de tierras ejidales | 19,202 | 20,989 | 1,787 |
Entre ejidatarios | 17,026 | 17,308 | 282 |
Con avecindados o posesionarios | 11,446 | ||
Con personas ajenas al ejido | 11,061 | 11,360 | 299 |
No reportan compraventa | 11,103 | 10,525 | -578 |
Superficie en dominio plenoa (ha) | 969,431 | 4,658,849 | 3,689,418 |
Superficie vendida en los últimos diez años (ha.) | 3,097,659 |
Fuente: elaboración propia a partir de INEGI (2009).
a. El dominio pleno es un procedimiento administrativo, que se deriva de la decisión manifiesta de la Asamblea, mediante el cual se formaliza el cambio de régimen de tenencia de las superficies ejidales o comunales a propiedad privada (INEGI, 2009).
Por otro lado, a partir del Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE) -que fue instrumentado con base en la contrarreforma al artículo 27-, se ha hecho posible la certificación de derechos de propiedad individual de los ejidos. En ese sentido, en México la superficie de parcelas ejidales que fue certificada alcanzó un total de 30 382 311 hectáreas hasta el 2017 (Registro Agrario Nacional, 2017).
Esta información muestra que el Estado mexicano no ha dejado de impulsar -o de permitir al menos- la disolución de la tenencia colectiva de la tierra, debido a que esta forma de propiedad ha sido un obstáculo para la expansión de las relaciones capitalistas en la etapa reciente. En ese sentido, la defensa de esta forma de tenencia también se ha constituido en un referente de la resistencia de los grupos campesinos y originarios de México.
Además, estos procesos se han reproducido en función de la matriz colonial del Estado-nación monocultural existente en México, lo cual ha generado la pérdida de elementos identitarios de diversos pueblos originarios, como la lengua. Desde la década de 1950, el proceso de castellanización se reforzó como un mecanismo de imposición (Coronado, 1996) y colonización cultural, así como de destrucción de ciertas lenguas nativas.
Es importante recordar que, en los actuales procesos de defensa del territorio, la identidad étnica se relaciona con la apropiación colectiva del espacio y la construcción de una territorialidad, la cual se basa en ciertas representaciones simbólicas y culturales. Mientras que diversos pueblos originarios sustentan su reproducción social a partir de la práctica de la agricultura, no sólo como actividad de autosubsistencia, sino como modo de vida enraizado en su cultura milenaria. En ese sentido, algunos pueblos originarios que se encuentran en la zona rural del sur de la Ciudad de México han estado en disputa con los gobiernos estatal y federal por la apropiación y uso de bienes comunales (como los bosques, el agua y los terrenos comunales) que se expresa en demandas por el reconocimiento de sus derechos sobre el territorio.
TERCERA PARTE
Los senderos de la resistencia de los pueblos originarios en Milpa Alta
Luchas por la tierra y los bienes comunales de Milpa Alta
En Milpa Alta existen registros históricos de diversas luchas protagonizadas por sus pueblos. Durante la época colonial se produjeron constantes disputas por la tierra, el uso de los recursos naturales y la mano de obra que habitaba en este territorio, entre los colonizadores europeos y los pueblos nahuas. En términos jurídicos, su participación en diferentes conflictos se centró en demostrar con “títulos” que los pueblos originarios eran los legítimos dueños del territorio desde “tiempos inmemoriales” (Pérez, 2012).
Posteriormente, en los comienzos de la Revolución mexicana algunos de los pueblos de Milpa Alta se sublevaron tempranamente. A principios de febrero de 1911, se produjeron los primeros enfrentamientos con las fuerzas del gobierno federal, a raíz de las protestas de los pobladores del entonces municipio contra los nuevos impuestos establecidos por el gobierno. Hacia 1913, el pueblo de San Pablo Oztotepec fue atacado e incendiado por las fuerzas federales. Durante ese año, y hasta 1914, fueron constantes los fusilamientos públicos de gente de Milpa Alta acusada de apoyar a los rebeldes zapatistas (Pineda, 2012). En julio de 1914, el pueblo de Oztotepec recibió a los rebeldes y se ratificó el Plan de Ayala, momento que es considerado de gran importancia en la historia contemporánea de este pueblo de Milpa Alta. Dos años después, el ejército carrancista llevó a cabo una operación para arrasar con los hombres de los pueblos de Milpa Alta, como relata doña Luz Jiménez (Horcasitas, 1989), lo que obligó a la población a emigrar hacia la Ciudad de México, Morelos y Guerrero. Esta situación generó la desarticulación de la estructura productiva en el territorio de Milpa Alta y otros de la región, prácticamente hasta el final de la lucha armada en 1920.
La defensa de los bienes comunales: elemento para la resistencia de pueblos de Milpa Alta 1974-1986
En la Ciudad de México, se concretó el proceso de modernización mediante la articulación urbano-industrial a mediados del siglo pasado, la cual generó un crecimiento constante de la población entre 1960 y 1970. Mientras que la población de los territorios rurales con predominio de formas tradicionales de producción comenzó a contraerse. Así, la población rural que alcanzaba 4.2 % de la población de la Ciudad de México en 1960 -de un total de casi 5 millones de personas-, se redujo a 3.3 % en 1970 con una población total de casi 7 millones (INEGI, 1970, 1960).
El proceso de industrialización de ciertos sectores jugaba un papel importante para el Estado, el cual apoyaba a ciertas empresas productoras de bienes manufacturados que abastecían al mercado interno. En muchos casos, se benefició a empresas mediante facilidades para tener acceso a los insumos y materias primas requeridas en su producción. En esta línea, desde 1947 se favoreció a la Compañía Papelera de Loreto y Peña Pobre por medio de una concesión para la explotación de la madera de los bosques comunales de Milpa Alta (Bonilla, 2009; Gomezcésar, 2010; Jurado, 1992), estableciéndose su disposición para el uso de la compañía y afectando a los grupos rurales que habían resguardado tales montes en tanto bienes comunales.
Hacia 1974 comenzó el proceso de cercamiento de los montes comunales de Milpa Alta, debido a que el gobierno federal -encabezado entonces por Luis Echeverría- tenía planeado construir la Ciudad de la Ciencia y la Tecnología (CICyTEC) y el Centro Interdisciplinario de Ciencias de la Salud (CICS), que pertenecerían al Instituto Politécnico Nacional (IPN), además de otros proyectos inmobiliarios, sobre 700 hectáreas del bosque de Milpa Alta. Entre ellos, el pueblo de Santa Ana Tlacotenco era el principal afectado (Briseño, 2014; Gomezcésar, 2010).
Después de varios incidentes y agresiones hacia comuneros por parte de los llamados guardias forestales y gente del grupo encabezado por la autoridad comunal representada por Daniel Medina “Chícharo” -originario de San Salvador Cuauhtenco-, a finales de 1974 se llevaron a cabo los primeros intentos de organización. En 1975, un grupo de comuneros de Santa Ana Tlacotenco conformó la organización Constituyentes de 1917, la cual impulsó acciones para la recuperación de los bosques comunales y aglutinó a comuneros y comuneras de los nueve pueblos de Milpa Alta. Este primer conflicto se solucionó a favor de los pueblos con una resolución presidencial que decretó la cancelación de los proyectos modernizadores (Jurado, 1992: 117-18).
La etapa inicial del proceso de resistencia de los comuneros duró hasta 1976, periodo en el que continuó la tala inmoderada por parte de la empresa papelera. En ese contexto, se manifestaron dos fuerzas organizadas: una oficial bajo el mando de Daniel Medina, representante comunal general de Milpa Alta; y, la otra, organizada de forma independiente en torno a Constituyentes de 1917. A partir de la emergencia del movimiento comunal de resistencia se produjo un proceso de reorganización de los pueblos con base en su forma de comunalidad, cuyo principal mecanismo de toma de decisiones era la Asamblea. Entre las demandas de estos grupos estaban la renuncia del representante comunal y la democratización de la asamblea; además de la elaboración de un nuevo censo comunal.
Ante esta coyuntura, se abrió la disputa por la legitimidad de la representación comunal. Como parte de esta disputa, las fuerzas que poseían el dominio formal de la autoridad comunal representada por la Representación Comunal General, bajo control de la estructura de poder constituida por las autoridades agrarias y el delegado local, iban perdiendo poco a poco la capacidad para legitimar sus acciones por medio de la Asamblea Comunal General.
La siguiente etapa empezó en 1978, momento en el cual la Comisión Federal de Electricidad (CFE) avanzaba con el trazado de las líneas de transmisión de energía eléctrica sobre los terrenos que se ubicaban en los montes comunales, lo cual implicaba quitar alrededor de 200 000 árboles. Las denuncias y presiones realizadas por parte de los Constituyentes y el Consejo Supremo Náhuatl respecto de la actuación ilegítima del delegado local se reflejaron en la decisión tomada por la Asamblea Comunal General. Ésta, con la participación mayoritaria de las bases, rechazó la solución ofrecida por la CFE obligándola a una indemnización monetaria y la entrega de un tractor a cada pueblo, entre otras concesiones (Gomezcésar, 2010).
La asamblea general para elegir al nuevo representante se realizó en agosto de 1980, designando a Aquiles Vargas como representante general de Bienes Comunales de Milpa Alta, contando ésta con la singularidad de que se estableció la elección de un representante comunal por cada pueblo, los cuales se convirtieron en representantes comunales auxiliares. De acuerdo con Gomezcésar:
La representación comunal de los nueve pueblos que resultó del proceso es una expresión en sí misma de la originalidad de la lucha, puesto que, a diferencia de lo que marca la ley agraria, que prescribe una representación única, en Milpa Alta, en correspondencia con el carácter de Confederación que asumieron, se nombraron diez representantes: uno general y uno por cada pueblo. (Gomezcésar, 2010: 265)
La cancelación de la concesión que tenía la papelera Loreto y Peña Pobre se consiguió hasta 1986 con la aprobación de la Ley Forestal, la cual dio término a los permisos forestales en México (Bonilla, 2009: 264). La cancelación de concesiones forestales se logró también gracias a las luchas de comunidades indígenas de Oaxaca, con lo cual se inició un periodo de manejo forestal comunitario en las comunidades con mayor experiencia (Bray y Merino-Pérez, 2004).
Territorio y formas de comunalidad en Milpa Alta
A pesar de la dinámica socioespacial depredadora de la megaurbe, que continuó durante las últimas décadas del siglo XX, los pueblos de Milpa Alta han conservado el control sobre su territorio, por medio de procesos de organización sustentados en su forma de comunalidad. En este espacio, desde el tiempo de la Colonia ya se había establecido una estructura político-territorial, con la que la población originaria identificaba a los pueblos y barrios como agrupaciones o sujetos. En ese sentido,
los indígenas tendieron a usar con mayor frecuencia el término “pueblo” para referirse a todas y cada una de sus agrupaciones constitutivas (pueblo-barrios, pueblos-sujetos), como se muestra en el texto de los linderos, en el cual los milpantenses refieren la presencia de autoridades indias de todos los pueblos “así de la Asunción Milpa como de todos los demás pueblos barrios y demás sujetos”, pero concibiéndolos como parte de un todo. (Sánchez, 2006: 39)
Este modo de representación territorial de los pueblos y barrios o calpulli -que en náhuatl significa barrio y designaba la forma de organización compuesta por la unión de varias familias- se ha conservado, aunque no sin modificaciones, a lo largo de las etapas históricas recientes.
A partir del movimiento comunal, que estuvo activo hasta la década de los ochenta, la comunalidad en Milpa Alta se reconfiguró para ser preservada: en principio, el propio esquema organizativo de la asamblea comunal, en tanto ámbito donde reside el poder comunal, dado que a raíz de la lucha se conformó una Representación General de Bienes Comunales de Milpa Alta, así como un representante comunal auxiliar por cada pueblo, sentando las bases para la restauración de una estructura de autoridades comunales legítimas paralela a la estructura política constituida por el gobierno local y estatal.
Además, la función simbólica de ciertos elementos, como las tierras y bosques comunales,4 también sufrió una reestructuración, los cuales se transformaron en el referente central para la lucha de reapropiación de la propiedad comunal. En cuanto a las mayordomías, en particular la del Señor de las Misericordias, transformada en el Leñerito, tuvo una reactivación que la situó como la abastecedora de leña para las fiestas de los otros santos de Milpa Alta.
El nuevo esquema de esta mayordomía refleja la fuerza que alcanzó la organización comunal, debido a que desde ese momento serían las comuneras y comuneros los que establecerían el nuevo ordenamiento de las talas organizadas para las fiestas en los pueblos de Milpa Alta. A su vez, muestra como lo simbólico-espiritual se expresó en la lucha de defensa de los bosques comunales. “La presencia de la mayordomía en la celebración de la lucha por los bosques representa entonces la reiteración del pacto alcanzado entre las autoridades comunales y las autoridades tradicionales de los pueblos” (Gomezcésar, 2010: 272-273).
Por un lado, el trabajo colectivo o faenas que comenzaron a desplegarse en torno a la protección del bosque comunal desde 1978, se organizaban a partir de acuerdos comunitarios para hacerse cargo de la vigilancia del bosque después de forzar el retiro de los guardias forestales (guardias blancas), la cual ha continuado después de la cancelación de la concesión forestal a la empresa papelera. Por otro lado, se establecieron formas de trabajo colectivo en la producción agrícola con base en el empleo de la organización comunitaria, dando uso a los tractores que recibieron después del conflicto con la CFE. Este trabajo colectivo se orientó, principalmente, en la producción de las nopaleras, así como en la recolección de productos no forestales del bosque, como hierbas, hongos, leña muerta o zacate (Del Conde, 1982).
En cuanto a otras tradiciones y costumbres, éstas han sido también una base para el reforzamiento de la identidad étnica, frente a los procesos de crecimiento demográfico y las transformaciones socioeconómicas inducidas por el mercado (Medina, 2007).
Modo de vida campesina en Milpa Alta
En cuanto a las actividades productivas, la agricultura en Milpa Alta ocupa una extensión importante: 41 % de la superficie total de la actual alcaldía se destina a actividades agrícolas (Gobierno del Distrito Federal, 2014). Como se observa en diversos territorios de México, la pequeña producción agrícola y la agricultura de autosubsistencia se vinculan con la preservación de ciertas formas de organización comunal que permiten la reproducción de un modo de vida diferente al urbano.
A pesar de ello, en las últimas décadas esta actividad ha disminuido su importancia en términos de la población económicamente activa (PEA) ocupada: en 1990 la población dedicada a actividades agrícolas representó 19 % del total. Hacia el 2010 la población que participaba en ese mismo sector alcanzó alrededor de 15 % (INEGI, 2011a). Cabe señalar que, en el 2007, el número de ejidatarios y comuneros en la delegación era de 12 951 (INEGI, 2009).
En Milpa Alta, por ejemplo, los sistemas de producción agrícola, particularmente en el caso del nopal y otros cultivos, siguen manteniendo cierta rentabilidad para algunos grupos campesinos, permitiéndoles mantener determinadas capacidades colectivas en términos económicos y sociales (Bonilla, 2009). En el 2013, el nopal representó 94 % del valor de la producción y ocupaba 54 % de la superficie cultivada (Larroa y Rodas, 2016); mientras que algunas unidades productivas dedicaban una parte importante de su producción al autoconsumo, el cual representaba 54 % (Cruz-Rodríguez, 2002 en Ávila Foucat, 2012). Por otra parte, en las unidades productivas campesinas de estos territorios se produce maíz, avena forrajera, papa, ebo y manzana, así como otros cultivos de autosubsistencia.
Con todo, estos elementos permiten observar la existencia de un modo de vida basado en la agricultura campesina, cuyo peso socioeconómico es todavía relevante al menos en torno a la producción de nopal y ciertos cultivos de autosubsistencia. Al mismo tiempo, el proceso de urbanización que se ha registrado en estos territorios a lo largo de las últimas décadas ha generado transformaciones en el modo de vida campesino de estos grupos, lo cual implica un avance en el proceso de colonización cultural.
Reapropiación de la identidad y resistencia cultural en Milpa Alta
Los pueblos de Milpa Alta han impulsado distintas estrategias para preservar su modo de vida colectiva. Por una parte, se ha recurrido a la construcción de un discurso histórico (Gomezcésar, 2010: 300); por otra, se reproducen prácticas tradicionales en función de una comunalidad reconfigurada, las cuales forman parte de la vida cotidiana de esos pueblos.
Recordemos que la lucha por la defensa de los bosques ocurrida en las décadas de los setenta y ochenta reactivó algunas formas de organización comunal de los pueblos. De tal manera, la participación de la gente en el movimiento comunal -así como en las asambleas y el trabajo colectivo- generó un proceso de reorganización entre los comuneros y comuneras. En aquellos años, dicho movimiento logró impulsar un proceso de reapropiación del espacio colectivo de toma de decisiones y se reconstruyeron los vínculos entre diferentes comunidades.
El descendiente de un comunero de Milpa Alta, activo en ese proceso, consideraba que después de la lucha por la defensa de los bosques el hecho de ser comunero permitió construir una relación con la tierra y el monte que los dotó de identidad. En ese sentido, la representación del bosque como elemento propio de su espacio de vida le imprimió también un sentido de pertenencia a los pueblos. En ese tiempo se decía: “estamos aquí porque el monte es nuestro y hay que defenderlo” (D.G., 2018).
En la actualidad, la población de estos territorios ha mantenido una conciencia social de resistencia contra la penetración de grandes empresas nacionales y transnacionales, principalmente de los sectores comercial y de servicios. Por un lado, en las últimas décadas el territorio de Milpa Alta ha permanecido como el único de la Ciudad de México en donde no existen cadenas comerciales tipo Walmart, Soriana y Oxxo. Esta situación se debe también a que 95.7 % de ese territorio es considerado como suelo de conservación (Vieyra, 2009).
Existe una conciencia de ser parte de una colectividad entre varios grupos de la población, fundamentada en las prácticas tradicionales de los pueblos. En ese sentido, con base en las prácticas productivas agrícolas, se generan representaciones sobre la tierra y el monte comunal como elementos que forman parte de su espacio de vida. Así, se percibe que la persistencia de un modo de vida campesino es uno de tales elementos que les permite ser autosuficientes, hasta cierto punto. Así lo expone una integrante del colectivo Contraviento Atoltecayotl, el cual ha llevado a cabo actividades de concientización sobre temas ambientales y realiza talleres de reapropiación de formas de producción artesanal en Milpa Alta:
[…] sí existe en la gente de Milpa Alta una conciencia de que en el momento en que permitan que [las] grandes cadenas [comerciales o de servicios] entren a nuestro territorio, pues su actividad económica, la principal [en el caso de la agricultura], se perdería. Entonces, ya no serían dueños de su tierra, bueno, tal vez de su tierra sí, pero no de su trabajo, ya no sería fácil vivir. Eso es parte, una parte. Otra parte sí es esta conciencia de territorialidad, sin fijarnos sólo en la extensión del suelo, sino en las prácticas. Hay, obviamente un sector […] de la población -aquí si es menos-, que todavía reconoce que las prácticas tradicionales de Milpa Alta, pues también son posibles gracias a la tierra, al monte, a las prácticas culturales y socioculturales, y que son una forma de vida sana a la que aspira mucha gente que viene de fuera. (F.H., 2018)
En la literatura existente, con relación al empleo del término pueblo originario en Milpa Alta, se señala que surgió en el territorio central de México en 1996 en el marco de la celebración del Foro de Pueblos Originarios y Migrantes Indígenas del Anáhuac (Mora, 2007). Este término llevaría desde su origen un contenido simbólico político, dado que indica una filiación de estos pueblos con los grupos indígenas del país y, a su vez, establece una diferencia para identificarlos como legítimos herederos con derechos sobre el territorio conocido como Anáhuac antes de la invasión y colonización europea.
De tal manera, los términos originario y comunero son empleados de manera análoga como un elemento de distinción respecto de los recién llegados o avecindados -indígenas o mestizos-, lo cual es interpretado como un “registro más ‘político’” (López, 2012: 294). En ese sentido, se puede afirmar que la categoría pueblo originario es una relación social que ha adquirido una fuerza propia, la cual ha servido para la definición de un sujeto colectivo que en un momento determinado parecía difuso, debido a que no se pudo integrar a una categoría más amplia como la de indígena o capitalino (López, 2012).
Sin embargo, no toda la gente de los pueblos y comunidades está de acuerdo con el uso de ese término. Incluso, se cree que es empleado sólo por grupos intelectuales o políticos (D.G., 2018). A pesar de ellos, ha sido a partir de su uso que se obtuvo el reconocimiento del origen étnico de esa población por parte del gobierno estatal. De acuerdo con una integrante de la asociación civil Calpulli Tecalco A. C., que ha trabajado en el pueblo de San Pedro Atocpan impulsando programas de educación ambiental, cultural y recuperación de parajes agrícolas, la categoría de pueblo originario “ha ayudado a gente a reconocerse […] de reconocer en primera instancia que en efecto perteneces a un pueblo que oficialmente se le llama originario y que perteneces… a una cultura que tiene ciertas características propias” (A.P., 2018).
En ese marco, el proceso de negación de la raíz indígena originado por el racismo y la discriminación hacia la población que hablaba náhuatl ocasionó que muchos de los habitantes de estas comunidades y pueblos dejaran de hablar su lengua materna y no se identifiquen a sí mismos como indígenas. Un integrante del colectivo Contraviento Atoltecayotl, señalaba:
[…] en la generación de mis papás [que] tienen 60, 70 años, eso es lo que les dijeron que ya no hablaran la lengua para que no fueran discriminados; para que cuando fueran a la ciudad no los trataran como indios, no, como lo peor. Entonces sí fue un estigma fuerte el hablar tu lengua o vestir, ahora sí que, tu vestimenta típica aquí y bueno, hay desde chistes referentes a eso hasta crónicas muy crudas. (J.C.L., 2018)
En estas comunidades, la mayor parte de la población dejó de hablar su lengua nativa, pues hasta la década de los cuarenta del siglo pasado alrededor de 70 % era bilingüe, según los registros censales del gobierno (Zantwijk, 1960). Mientras que en el año 2010 alrededor de 10 % de la población se consideraba indígena y solamente 5 % hablaba la lengua náhuatl (INEGI, 2011b). Estos hechos reflejan los efectos del colonialismo interno -en términos subjetivos y psicológicos-, el cual ha erosionado las formas culturales e identitarias de estos grupos sociales.
A partir de la década de los noventa, el proceso de erosión de las formas culturales e identitarias de estos pueblos ocasionado por una progresiva occidentalización -entendida como la difusión del modo de vida “civilizada”, articulado en función de la urbe moderna capitalista- ha permitido la transculturación de ciertos valores y prácticas sociales sustentadas en las formas de producción y consumo de los grupos medios y las clases dominantes blancas y mestizas. En otras palabras, la imposición cotidiana del conjunto de elementos culturales propios de la llamada cultura occidental moderna forma parte de un intento deliberado de los grupos dominantes para borrar la memoria de los pueblos originarios, como los de Milpa Alta, su historia e identidad. Por lo que, en la actualidad, algunos sectores jóvenes de la población han perdido la conciencia de ser parte de una colectividad, para la cual la tierra es un elemento simbólico de gran importancia. Como señala una integrante de Calpulli Tecalco:
Ahorita ese proceso de erosión cultural es lo que ha llevado a la gente a -por decir, a los jóvenes- que ya no tengan esa conciencia, esa sensibilidad, porque ya no están pegados a la tierra tanto […] Por otro lado, como te digo, toda esa educación, que al final de cuentas es lo mismo, es esa negación, es ese desaparecerte, borrarte todo, nos ha llevado a que preponderemos la razón y lo objetivo sobre lo subjetivo. (A.P., 2018)
A pesar de ello, hay grupos de personas que todavía se identifican como indígenas, nativos o milpantenses (J.C.L., 2018). Asimismo, es necesario dar cuenta de que el término “pueblo originario” permite observar los cambios en la identidad colectiva de estos grupos, así como los procesos de reapropiación de elementos simbólicos e identitarios. Tal y como ha planteado Gomezcésar, el uso “intelectual y ceremonial del náhuatl es expresión de una suerte de reapropiación de elementos identitarios que no parece estar en riesgo de desaparecer” (Gomezcésar, 2010: 220).
En ese sentido, el uso de la lengua náhuatl también se ha convertido en símbolo de resistencia para los habitantes de algunos pueblos de Milpa Alta. En Santa Ana Tlacotenco y San Pedro Atocpan, el aprendizaje de su lengua materna es una forma de resistencia cultural, el cual es mantenido por ciertos grupos de estos pueblos frente a los procesos de urbanización y colonización cultural. En ese marco, en Santa Ana Tlacotenco se ha creado la Academia de la Lengua Náhuatl con el propósito de difundir el conocimiento de esta lengua (J.G., 2018). Mientras que, en San Pedro Atocpan, se impulsa la enseñanza del náhuatl por medio de un club de lectura, con el cual se plantea preservar su lengua materna. En este proyecto, se difunden valores no sólo familiares sino también sociales, para poder vivir y entender de otro modo el mundo (C.R., 2018).
Además, las respuestas de estos grupos ante las presiones y amenazas de la sociedad dominante se dan de formas diversas. Concretamente, estas presiones surgen del intento de los grupos dominantes por desarraigar de estos pueblos las formas de organización comunales y disolver la tenencia colectiva de las tierras, para permitir la privatización de sus bienes comunes. En tanto que, en la actualidad en estas comunidades existe la amenaza de desaparición de su modo de vida y tradición cultural, a medida que permean en estos grupos sociales el modo de vida occidental moderno, así como las formas de pensar y sentir fundadas en el individualismo que difunde la sociedad urbana hegemónica, lo cual disminuye su capacidad para reconstruir un proyecto de vida colectiva propio; por lo cual, estos pueblos recurren a ciertos dispositivos de resistencia, ya sea por medio de la reelaboración de su memoria histórica o de la preservación de sus representaciones ceremoniales, dado que todas ellas responden “a una lógica que tiene sus referentes generales en una visión del mundo nutrida de la tradición religiosa mesoamericana” (Medina, 2007: 124).
En ese sentido, las fiestas patronales también involucran aspectos de las formas de organización comunal, en tanto permiten la integración de la gente en actividades que son relevantes para la comunidad. De tal modo, las mayordomías siguen reproduciendo los procesos de organización comunal en cada pueblo, dado que son parte de sus costumbres y su tradición cultural. Como señala una habitante de San Pedro Atocpan, ser mayordomo es importante en los pueblos, porque al tomar este cargo cumplen con una obligación con el pueblo de ir conservando su costumbre y preservar su cultura (V.C., 2020). Cabe señalar que en la actualidad han cambiado los esquemas de organización, debido en parte al deterioro de la capacidad económica de la población, lo que ha llevado a una búsqueda de mecanismos de mantenimiento de las mayordomías, pues si anteriormente se nombraba a un solo mayordomo ahora se propone que sean cinco personas.
Mientras que aún se reproducen ciertos rituales que mantienen elementos de la tradición religiosa mesoamericana en Milpa Alta, como los expresados en torno a la fiesta de la Candelaria (Medina, 2017). Este ritual celebrado por diversos pueblos originarios de la Ciudad de México marca el inicio del ciclo agrícola con la bendición de los maíces que se cultivarán en el próximo período productivo. Tal y como se observa en Santa Ana Tlacotenco, el día de la Candelaria algunos productores campesinos llevan a bendecir sus semillas de maíz criollo, rojo y azul, los cuales, principalmente, son cultivados para el autoconsumo (J.L.H.M., 2019).
En otro orden de temas, en algunos análisis se han señalado las dimensiones teórica y política que pueden distinguirse en relación con la categoría pueblos originarios. Según Portal y Álvarez (2011), la dimensión teórica de la categoría contiene una mirada esencialista, la cual dificulta la comprensión de los cambios que ocurren en estas poblaciones a partir de su relación con lo urbano, así como los conflictos que se despliegan al interior y exterior de estos pueblos y comunidades (Portal y Álvarez, 2011). En este planteamiento, se considera que la dinámica urbana es el elemento que le da sentido a los pueblos originarios; en la medida en que se han desarrollado a partir de diferentes estrategias de inserción (Portal y Álvarez, 2011: 21).
Más allá de pensar que se trata de formas socioculturales que han sido totalmente definidas por la influencia del entorno urbano que los envuelve de manera subordinante, como ocurre hasta cierto punto, aquí se plantea que son los propios actores sociales integrados en las organizaciones comunitarias -como las mayordomías, la asamblea comunal y las brigadas para la preservación de sus bosques comunales (Eguiluz, 2015)- quienes tienen la capacidad de transformar y reconfigurar algunas de sus formas de organización comunal en torno a los procesos sociohistóricos y a las coyunturas que se van generando.
Así pues, consideramos que se debe partir de la dimensión histórico-cultural de los procesos de lucha y organización colectiva, así como de las prácticas socioculturales, económicas y políticas de los grupos que conforman a estos pueblos, tanto en términos materiales como simbólicos. Desde nuestra perspectiva, se trata de poner en el centro del análisis los procesos de construcción histórica de sujetos colectivos y sus discursos, los cuales ponen en práctica determinadas estrategias de resistencia en términos de clase y etnia, así como de comprender las relaciones intra e interclasistas de dominio-subordinación y exclusión (Fernandes, 2015) que se expresan en contextos de colonización cultural y económica, frente a los cuales estos grupos despliegan sus luchas dotándolos de un sentido histórico como sujetos comunales.
En este marco, el empleo del término pueblos originarios también se da por parte del gobierno de la Ciudad de México mediante la Secretaría de Pueblos y Barrios Originarios y las Comunidades Indígenas Residentes, la cual administra el Programa de Fortalecimiento y Apoyo a Pueblos Originarios (FAPO). Este programa tiene como propósito apoyar proyectos de la población perteneciente a pueblos originarios, que se orientan a la conservación de su patrimonio natural o cultural, así como al fortalecimiento de la identidad de estos pueblos y la participación comunitaria.
En los lineamientos de este programa, se establece una política de atención a los pueblos originarios con carácter asistencialista, dado que solamente contribuye con ayuda económica que oscila entre $50 000 y $100 000 pesos anuales. Sin embargo, el fortalecimiento identitario que promueve se basa en impulsar proyectos que difunden la cultura y las expresiones artísticas de los mismos (SEPI, 2019), sin modificar las relaciones que promueven el racismo y la discriminación que ejerce la sociedad dominante sobre estas colectividades, como mecanismos de sometimiento y exclusión social.
De este modo, el uso de la categoría pueblo originario está en tensión; por ejemplo, desde el 2017, los pueblos de Milpa Alta y otras demarcaciones de la Ciudad de México demandaron el reconocimiento de sus derechos territoriales al gobierno estatal. En los años recientes, la Representación General de Bienes comunales de Milpa Alta se ha convertido en el actor que lleva la voz de disidencia frente al gobierno de la Ciudad de México. A comienzos del 2018 se convocó a la constitución de la Asamblea Autónoma de los Pueblos de la Cuenca de México, la cual se ha concebido como un frente para organizarse como pueblos con independencia de los grupos o partidos políticos que puedan llegar al gobierno (J.C.L., 2018).
Con todo, el conjunto de elementos que conforman la comunalidad reconfigurada de Milpa Alta ha permitido un proceso de actualización del sentido que guardan los bienes comunales para ciertos grupos. Así, algunos habitantes de los pueblos consideran que la comunalidad es el sustento de su cultura, incluso los elementos que forman parte de su vida colectiva como un todo. Se trata de la actualización del ser y el nosotros expresado en una dimensión cultural, es decir, como algo que se cristaliza por medio de la relación con la tierra y el monte, como afirma una nativa de San Pedro Atocpan:
Porque muy en el fondo, muy en el fondo, tenemos esa comunalidad, esa manera de manejarnos como comuneros, como pueblo, o sea, es algo bien contradictorio que no podría explicarlo, pero que se siente […] Para nosotros es todo. Desde pequeños, eh… le digo que, aunque nadie nos lo informa y no nos dicen, pero tú te das cuenta […] Para nosotros todo es importante, es un conjunto. Tiene que ver con nuestra cultura, tiene que ver con la tierra, tiene que ver con el monte, o sea, es todo. Todo es importante, nosotros, lo vuelvo a repetir, somos la cultura andando. Todo es un conjunto, es un todo. (V.C., 2020)
Conclusiones
En Milpa Alta se observan procesos organizativos que se nutren de las raíces histórico-culturales de la región, por ejemplo: acciones colectivas para prevenir el desarrollo de proyectos inmobiliarios y la incursión de franquicias, la (re)creación de asambleas para la toma de decisiones, la persistencia de actividades agrícolas orientadas en gran medida al autoconsumo y los esfuerzos para recuperar la lengua náhuatl. Además, como parte constitutiva de estas acciones, la gente involucrada ha desarrollado un discurso que gira en torno a la afirmación de una autoidentificación como pueblo originario. Se argumenta en este texto que dichos procesos reflejan una especie particular de lucha por lo común que tiene rasgos de la comunalidad.
Desde una perspectiva más amplia, que toma en cuenta el contexto regional, las tramas que tejen grupos con territorios definidos han sido fundamentales para la reproducción de los bienes comunales en comunidades originarias y campesinas de diferentes países de Latinoamérica, lo cual -en ciertos casos- les ha permitido a determinados grupos y clases sociales apropiarse colectivamente del espacio. En ese marco, diversos grupos originarios han configurado una territorialidad que hace posible la construcción de proyectos de autosuficiencia material, en función de los sujetos colectivos que los enarbolan. Afirmamos, a partir de nuestra investigación, que la experiencia de Milpa Alta muestra luchas que van en esta dirección. Luchas como estas se despliegan en territorios definidos y en coyunturas históricas específicas.
Por otra parte, la globalización neoliberal ha afectado a países como México, reestructurando el dominio de las potencias hegemónicas a nivel de territorios, e imponiendo nuevas formas de organización social, económica y cultural. En ese sentido, se han rearticulado las formas del colonialismo interno cuyos efectos se observan no sólo en términos socioeconómicos, sino también en las formas culturales y psicológicas de la población originaria. Frente a estas fuerzas estructurales, los pueblos originarios de México han manifestado de manera ancestral una vocación organizativa comunal, la cual ha sido concebida como comunalidad, un concepto que con frecuencia hace referencia a las experiencias de los pueblos de la Sierra Norte de Oaxaca.
En el caso de Milpa Alta, su cercanía e integración al desarrollo de la Ciudad de México han condicionado las luchas por lo común, dando lugar a expresiones de comunalidad que, si bien no engloban a toda la población local, sí han permitido una defensa efectiva del territorio, pues, en términos materiales, las luchas en el ámbito local han devenido en una situación extraordinaria: en la periferia de una de las ciudades más grandes del mundo se puede observar la conservación de bosques, además de prácticas de agricultura de pequeña escala.
La explicación desarrollada a lo largo de este artículo parte de los procesos de resistencia que los pobladores locales iniciaron desde la década de 1970 y han continuado hasta hoy en torno a la lucha por la apropiación y aprovechamiento de los bosques comunales, así como el reconocimiento de los derechos territoriales. La resistencia en Milpa Alta, generada en torno a las disputas por el territorio, se ha planteado en función de estrategias que enlazan tanto elementos socioculturales como económico-políticos y políticos-culturales. Un aspecto central ha sido la construcción de un discurso histórico que emplea la categoría pueblo originario, el cual se concibe como un constructo social producido por un sujeto colectivo que mantiene prácticas y actividades productivas agrícolas que les ayudan a solventar su reproducción material. De esta manera, se ha reivindicado la identidad étnico-territorial en procesos organizativos que reflejan los principios de comunalidad, con aristas propias de la lucha en el ámbito local que reflejan semejanzas a las formas de comunalidad que se encuentran en otras regiones del país.