Introducción
Los desplazamientos humanos y la intensidad de los flujos migratorios han caracterizado el devenir de las últimas décadas, reforzando y universalizando la existencia diaspórica (Bokser Liwerant, 2005), y si bien esta afirmación data de comienzos de siglo XX el transcurso del tiempo reafirma su relevancia. Las diásporas tienen una marcada presencia en el escenario mundial, representando algunos de los procesos y características más destacados de nuestra época (Vertovec, 2006).
Alrededor de 3 % de la población mundial vive en la actualidad fuera de su país de origen, siendo muchos de ellos no sólo el resultado de la migración forzada -económica, política o social- sino también migración voluntaria (Czaika y de Haas, 2014). Según datos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se registraron 280.6 millones de migrantes internacionales a mediados del año 2020, lo cual incluye a todo aquel que reside en un país diferente al de origen (MDP, 2021). Esta movilidad ha crecido significativamente en los últimos treinta años, si consideramos que 153 millones de individuos vivían fuera de sus países de origen en el año 1990, 175 millones en el año 2000, 221 millones en el año 2010; y algo más de 280 millones hoy en día.
El mundo actual se encuentra en estado de continuo flujo y movimiento; se trata de un sistema en el cual la circulación de personas, de recursos e información se experimenta por múltiples canales. La escala y la complejidad de dicho movimiento nunca había sido de tal envergadura (Papastergiadis, 2000). Nikos Papastergiadis retoma el concepto de turbulencia de James Rosenau para describir los efectos de una fuerza inesperada que altera nuestro curso y también como una metáfora que alude a los amplios y vastos niveles de interconexión e interdependencia entre varias fuerzas que participan en el mundo moderno. La "turbulencia" representa para Rosenau la mejor imagen para describir la experiencia del movimiento (the experience of movement) (Rosenau, 1990). Mientras que en periodos migratorios tempranos el movimiento fuera generalmente mapeado en términos lineales, con claras coordenadas entre centro y periferia, además de rutas bien definidas, la fase actual puede ser descrita como turbulenta, caracterizada por movimientos constantes, con trayectorias multidireccionales y reversibles. Esta turbulencia migratoria es evidente no sólo en la multiplicidad de trayectos sino también en la imprevisibilidad de los cambios asociados con dichos movimientos (Papastergiadis, 2000: 7). La frecuencia del movimiento, el volumen de migrantes, la densidad, velocidad y multidireccionalidad de los flujos migratorios -aunados a la diversidad de opciones y la complejidad en las formas de migración-, hace que el desplazamiento sea no solo más frecuente sino una experiencia más compleja.
Si bien hasta hace pocas décadas atrás el acto migratorio fue concebido por los migrantes como un acto lineal, unidireccional, un paso significativo y un "dejar atrás lo vivido para comenzar un nuevo capítulo", en la actualidad la migración no es considerada una ruptura con el pasado sino una experiencia más al interior de un conjunto de experiencias por vivir. "Partir" no implica necesariamente el compromiso de un único movimiento, sino que sugiere la posibilidad de retorno o de circulación más allá del destino inmediato. En la actualidad, el migrante no pierde necesariamente el vínculo con su lugar de origen o de salida, sino que mantiene "vidas simultáneas" en más de un lugar geográfico, logrando sostener relaciones sociales y hasta contribuir de manera variada (económica, social, política, etc.) con su nación aun residiendo en otra localidad. Esta forma de vivir socialmente en una multiplicidad espacial es posibilitada en gran parte por la modernización, el abaratamiento de los medios de transporte y la revolución tecnológicas en las comunicaciones (Glick, Basch y Szanton-Blanc, 1995; Levitt y Glick, 2008; Portes, Guarnizo y Landolt, 1999; Portes, Haller y Guarnizo, 2002; Pries, 2001).
La movilidad de un número considerable de individuos, a través de las fronteras ha resultado en la conformación de diásporas o comunidades transnacionales (Faist, 2000), muchas de las cuales mantienen fuertes vínculos con sus países de origen generando un impacto tanto económico como social, político y cultural además de un efecto significativo en flujos migratorios posteriores (Knott y McLoughlin, 2010). En muchos países, las diásporas o comunidades transnacionales son consideradas agentes importantes de desarrollo, siendo que las condiciones establecidas en el país de origen determinarán en gran medida el impacto que las diásporas puedan tener sobre los mismos (Eckstein y Najam, 2013).
Dado que el concepto de diáspora ha generado diversas acepciones y tenido variadas interpretaciones a lo largo del tiempo, me propongo en las próximas páginas trazar un recorrido conceptual, a modo de trayectoria, de una categoría que por momentos parecería haberse convertido en un término abarcador -una especie de catch-all term- al punto de no poder dar cuenta de una realidad social determinada. En términos de Brubaker, "si todos son diaspóricos, por lo tanto, nadie distintivamente lo es" (Brubaker, 2005: 3).
Si bien la etimología y los primeros usos del término podrían, aparentemente, arrojar una respuesta correcta acerca del nacimiento y la esencia del concepto, esa perspectiva obstaculiza la evolución de su uso, además de suponer un único origen. El caso específico del concepto de diáspora demuestra las varias vidas que un concepto puede tener: como término religioso, como categoría académica, como concepto científico, y hasta como parte del léxico de la burocracia internacional (Sigona, Gamlen, Liberatore y Kringelbach, 2015: 311).1 Evidentemente, con el tiempo, el concepto fue modificándose, tal como acontece con todos los conceptos: se trata de productos históricos que surgen y evolucionan a partir de las experiencias que describen. Por ello, revisaremos a continuación el origen del concepto, su devenir histórico, y el crecimiento en el uso del mismo no solo en lo relativo a la lógica de la academia sino al cambio en la acepción semántica. Asimismo, retomaremos el surgimiento de los estudios de diáspora y los cambios acaecidos en la percepción de las diásporas a la luz de los procesos de globalización y las políticas de los estados en tiempos de vida transnacional.
Devenir histórico del concepto de diáspora
El origen del concepto
Las diásporas han existido como fenómeno social a lo largo de la historia; sin embargo, el estudio científico de las mismas es un fenómeno relativamente reciente. El término "diáspora" se deriva del término griego "dispersión" (διασπορα, diasperien: dia- a través de; sperien o spora: semilla, siembra); sin embargo, fue raramente utilizado en otras lenguas antes del siglo XIX (Dufoix, 2008: 14). Fue acuñado para nombrar a comunidades desplazadas, a conjuntos de personas "dislocadas" de su país de origen a través del movimiento migratorio o el exilio (Braziel y Mannur, 2003).2 El uso clásico y generalizado atribuía el carácter de víctima a la población expulsada de manera forzosa o violenta (Koser y Bayraktar, 2017; Tololyan, 2007). Otros autores se han referido a la diáspora como un conjunto de personas que se conciben a sí mismas como "un pueblo" o "una nación" que mantienen su identidad a pesar de encontrarse dispersas (Safran, 1991); a la dispersión de cualquier población la cual en algún momento del pasado fue homogénea (Sheffer, 2003); o a la dispersión por el mundo de personas con un origen común (Ben Rafael, 2013).
Etimológicamente, la primera aparición del término se remonta a la Biblia Septuaginta -la versión griega de la Torah, la Biblia hebrea- en el siglo III AC, utilizado por primera vez para referirse a la dispersión y al desarraigo del pueblo judío, grupo arquetípico que mantuvo prácticamente intacta su identidad a pesar del evento traumático (Koser y Bayraktar, 2017). En ese entonces el término refería a la dispersión potencial (y no actual o de facto) del pueblo judío, describiendo el "castigo divino" -dicha dispersión a lo largo del mundo-, que el pueblo padecería en caso de no respetar los mandatos divinos (Dufoix, 2008, 2018), es decir, la dispersión, y el posible retorno, eran considerados cuestión divina y no humana. De ahí el origen religioso del concepto.
El término diáspora parecería haber sido exclusivamente confinado a la literatura bíblica hasta el primer siglo de la era cristiana, cuando, en el Nuevo Testamento, se hizo referencia a los miembros de la iglesia como exiliados de la Ciudad de Dios y dispersos a lo largo del planeta (Dufoix, 2018). Varios siglos después, en Alemania del siglo XVIII, un nuevo significado del concepto aparecerá con el fortalecimiento y la difusión de la Iglesia protestante, la cual denominó oficialmente "diáspora" a la iglesia nómada dedicada a mantener los vínculos entre las varias comunidades de Moravia dispersas por el mundo católico (Sigona et al., 2015). Con el tiempo, el antiguo sentido religioso del término fue sucesivamente suplementado por nuevas capas de significado. Sin embargo, las últimas no reemplazaron a las primeras. Cada nueva capa adhirió contenido a las anteriores, actuando a modo de sedimentación. Esta compleja estratificación ha convertido a este vocablo antiguo en uno utilizado para describir poblaciones migrantes del mundo actual.
Evolución y actualidad
Desde las primeras décadas del siglo xx, dos procesos caracterizaron la evolución de este concepto: la secularización y con ella la extensión de significados no religiosos del término y la trivialización del mismo, o sea la ampliación del espectro de casos considerados como diásporas. Desde este momento, el concepto adquiere una nueva vida como noción académica, la cual se abocará a estudiar varios casos relevantes.
Algunos autores jugaron un papel fundamental en la importación del término del ámbito de lo religioso al vocabulario de las ciencias sociales. Siguiendo a Tololyan -uno de los más destacados estudiosos del tema, fundador y editor de la reconocida publicación que lleva el nombre Diáspora-, a comienzos del siglo XX, las afamadas enciclopedias y diccionarios no incluían una entrada para este concepto; la primera referencia aparece en 1931. Fue el historiador ruso Simon Dubnow, quien proporcionó una visión del fenómeno diaspórico que va más allá del caso judío como caso paradigmático, incluyendo a griegos y armenios (Tololyan, 2011). Años después, el sociólogo americano Robert. E. Park (1939) retomó a Dubnow para replantear y ampliar el alcance e incluir a algunas poblaciones asiáticas. Y hacia los años cincuenta, el antropólogo británico Maurice Freedman (1966) realizó un intento similar, demostrando que chinos e hindúes constituyen ellos también "otras diásporas" (Dufoix, 2018).
Cabe señalar que, hasta la década de 1930, las formaciones sociales conocidas como diásporas consistían en redes de comunidades, a veces sedentarias y a veces móviles, que vivían en una dispersión a menudo involuntaria y que se resistían a la asimilación total al lugar de recepción, o había casos en los que directamente se les negaba la opción de asimilarse. Muchos de los individuos que formaban parte de aquellas comunidades vivían en condiciones lamentables y precarias, en una era en la que el Estado-nación resulta la forma suprema de gobierno; la "diasporicidad" significaba una ciudadanía de segunda clase (Tololyan, 2012: 5).
A partir de la década de los sesenta, el concepto deja formal y ampliamente de ser utilizado en singular, abandona el significado clásico de victimización y se extiende para abarcar la dispersión de poblaciones como la armenia, la griega, la africana o la irlandesa. Es a partir de esta década que el concepto gana popularidad entre algunos círculos deseosos de expresar su identidad como irreductible a los límites de una nación (por su condición de dispersión) y unida por una herencia común, ascendencia, civilización, lenguaje etnicidad y/o raza. El término fue progresivamente utilizado por actores sociales de varios grupos raciales, religiosos y étnicos para describir su conexión con la "tierra" o el Estado, diferente de aquel en el cual residen. Esa tendencia se dio especialmente entre grupos en el continente americano, los cuales insistieron en ser reconocidos por su especificidad en lugar de ser meramente discriminados o condenados a la asimilación. El caso de los afroamericanos es, en este contexto, emblemático. Desde fines de esta década, tanto las publicaciones académicas como las no académicas, referentes a las comunidades afroamericanas multiplicaron el uso del concepto de diáspora. Esta categoría logró proveer un nombre común a la población negra y constituyó, al mismo tiempo, un recordatorio de su tragedia histórica y una vía positiva para recobrar un sentido de unidad enfatizando la conexión y la posibilidad de retorno -espiritual e intelectual si no físico- al territorio africano (Sigona et al., 2015).
Hacia mediados de 1970, John Armstrong proporcionó la primera definición moderna, aunque muy vaga, de una diáspora como "cualquier colectividad étnica que carece de una base territorial dentro de un territorio dado" (Armstrong, 1976: 393), y una década después será Gabriel Sheffer quien produzca la primera definición analítica y elaborada del concepto, enfatizando el apego y la relación continua entre el grupo y su lugar de origen, así como el mantenimiento y la preservación del grupo, de una identidad común y de lazos de solidaridad entre sus miembros. En su definición, Sheffer también refirió a la raíz o causa de la migración, es decir, ya fuera voluntaria o forzada (Sheffer, 1986).
En la década de los ochenta, el concepto fue desplegado como una designación metafórica para abarcar diferentes categorías de migrantes internacionales, entre ellos los expatriados, exiliados, refugiados políticos, los migrantes forzados, los voluntarios y las minorías étnicas y raciales. Otras migraciones, como las laborales o comerciales, fueron luego agregadas a las diásporas prototípicas y a las tipologías. Poco tiempo después, el término pasó a ser discutido dentro del contexto de la globalización y el transnacionalismo, y aceptado como una expresión de identidades en movimiento (Clifford, 1994; Dufoix, 2008; Koser y Bayraktar, 2017; Safran, 1991). Como postura y reivindicación, la diáspora pasó a ser un modo de formular identidades y lealtades de una población (Brubaker, 2005: 12).
Es importante remarcar que el incremento en el uso del término no se encuentra únicamente asociado con la lógica de la difusión académica, sino también con el cambio semántico y reivindicativo que sufrió: de haberse concebido como un término negativo a proliferar como un significante positivo, para designar poblaciones en el exterior y su enlace simbólico con el homeland (Dufoix, 2018). Términos previamente despectivos son, en la actualidad, revertidos y utilizados para referirse a las poblaciones que residen en el exterior. Ejemplo de ello es la declinante condena social de aquellos que emigran de Israel (yordim) en oposición a aquellos que migran hacia el país (olim); condena social que los años fueron aminorando (Ragazzi, 2014). Por su parte, después de haber sido por muchos años ignorados o rechazados en el discurso nacional, las poblaciones que residen en el exterior son hoy considerados de "traidores a héroes" (Durand, 2004). Si en alguna medida la figura del "héroe" no necesariamente se adapta a cada contexto, lo cierto es que el cambio semántico ha permitido por lo menos quitar la carga de negatividad atribuida al concepto. Las décadas de 1960 y 1970 constituyeron un parteaguas en el desarrollo de un nuevo campo de estudio, desarrollo que analizaremos a continuación.
Desarrollo de los estudios de diáspora
El campo de los estudios de diáspora se ha ido perfilando desde mediados del siglo XX y ha cambiado de manera sustancial desde los tiempos en los cuales el concepto fue primordialmente aplicado a las diásporas históricas como por ejemplo la judía, la griega y la armenia (Armstrong, 1976). Los llamados estudios de diáspora se constituyeron desde el principio como interdisciplinarios, dado que convocaban temas económicos y políticos relacionados con identidad y transformaciones culturales; con dimensiones emocionales y psicológicas como el desarraigo, la añoranza, el exilio, la memoria y el sentido de pertenencia. Mientras que el estudio de las diásporas fue tradicionalmente adoptado por las disciplinas de historia y antropología, en las pasadas tres décadas recibió mayor atención por economistas y politólogos (Délano Alonso y Mylonas, 2019). Al mismo tiempo, estas investigaciones han tenido relación con el desarrollo económico (Smart y Hsu, 2004), con flujo de capitales (Leblang, 2017), con guerras, conflictos (Adamson, 2013) y política exterior (Mearsheimer y Walt, 2008; Shain, 1994). Mientras que los estudios de caso y estudios etnográficos dominaron el campo en los primeros estadios, el método comparativo, el análisis estadístico y las denominadas políticas diaspóricas -es decir, las vías en las que varios actores participan en el diseño e implementación de las políticas diaspóricas en los niveles de lo local, estatal, nacional y regional- han ocupado un lugar importante en los últimos años (Délano y Mylonas, 2019).
Como señalamos anteriormente, las primeras conceptualizaciones del fenómeno de las diásporas datan de mediados de los años setenta. En principio, dos corrientes pueden ser distinguidas, constituyendo perspectivas analíticas diferentes. La primera, que se apoya mayoritariamente sobre el caso paradigmático del pueblo judío, considera a las diásporas tras las lentes de la migración o el exilio, la nostalgia, la perpetuación de sus tradiciones originales, costumbres y lenguaje, y el sueño del retorno a la tierra de origen o homeland. En este sentido, esta es una visión centrada y esencialmente política del concepto de diáspora. En esta corriente se ubican los clásicos: William Safran (1991), James Clifford (1994), Robin Cohen (1997) y Khachig Tololyan (1996). La segunda corriente fue incentivada por el caso africano. Sus orígenes se remontan a la evolución de los estudios culturales británicos, de mediados de la década de 1970, con una mayor atención a las cuestiones identitarias. Los sociólogos Stuart Hall (1990) y Paul Gilroy (1993) personificaron esta visión. Estas dos corrientes representan miradas opuestas/contrarias: una visión moderna, centrada, territorial y política versus una visión posmoderna, emancipadora, desterritorializada y cultural. Esta oposición podría haber "esterilizado" el concepto hasta el punto de hacer imposible su continuo uso. Sin embargo, lo que produjo fue una ampliación del horizonte semántico, permitiendo que este concepto abarque una variedad de individuos: comunidades de migrantes, expatriados y comunidades transnacionales (Sigona et al., 2015).
No obstante, podría realizarse una segunda distinción entre aquellos autores que, a partir de la obra de clásicos como Safran, ofrecieron tipologías muy productivas -Avtar Brah (1996, 2011), Robin Cohen (1997) y Stephane Dufoix (2008)-3 y aquellos que se centraron en el estudio de elementos intangibles como la nostalgia, el desarraigo y la memoria, ofreciendo modelos para pensar en la hibridez que las diásporas suponen; es el caso de Paul Gilroy (1993) o James Clifford (1994).
Safran presentó un modelo de diáspora centrado en las conexiones culturales ininterrumpidas, así como con un origen común y una teleología del regreso. Entre las características principales de la diáspora, tal como fueran por él definidas, se encuentran: una historia de dispersión, los mitos/recuerdos de la patria, el sentimiento de alienación al interior del país receptor, el deseo de retorno, el apoyo continuo a la patria y una identidad colectiva definida de manera marcada por esta relación (Safran, 2011).
Robin Cohen retomará a Safran y destacará como características de las diásporas la dispersión, la memoria colectiva y un mito sobre el supuesto homeland;4 la idealización de la tierra ancestral y el compromiso colectivo por mantenerla; el desarrollo de un movimiento de retorno; una fuerte conciencia de etnicidad basada en el sentido de distintividad y de destino común; una relación conflictiva con el país receptor; un sentido de empatía y solidaridad con sus pares coétnicos asentados en otros países y la posibilidad de mantener una vida plena aunque diferenciada. Cohen supera a Safran en la utilización del término "diáspora" para describir lazos transnacionales en algunas circunstancias.5 Como fuera señalado por Safran y retomado posteriormente por Cohen, no existe ninguna diáspora que reúna el conjunto de condiciones definidas como tales a modo de tipo ideal y las sostenga durante prolongados períodos de tiempo. Cada diáspora reunirá parte de las características definidas por alguna de las tipologías y durante lapsos de tiempo determinados. Esto denota el carácter dinámico de los procesos que atraviesan las mismas.
Años más tarde, Roger Brubaker resumirá los estudios realizados por los clásicos proponiendo tres elementos centrales como constitutivos de las diásporas: a) la dispersión en el espacio -por lo general dispersión forzada o traumática (lo cual con el tiempo sería cuestionado); b) la orientación hacia un homeland real o imaginado como fuente de valores, de identidad y de lealtad6 (aclarando aquí que home no necesariamente implica retorno); y c) el mantenimiento de límites o conservación del grupo (Brubaker, 2005).
Algunos autores desestiman hoy el énfasis que se le atribuye al segundo punto, la orientación hacia un homeland. Clifford, por ejemplo, ha criticado lo que él denomina el modelo "centrado" de Safran y otros, en el cual las diásporas están por definición orientadas a través de conexiones culturales continuas a un centro o lugar al cual se pretende retornar. Él distingue una red diaspórica con múltiples centros:
Los vínculos transnacionales que conectan a las diásporas no necesitan articularse en primer lugar a través de una patria real o simbólica, al menos no con la intensidad sugerida por Safran. Las conexiones descentralizadas, laterales, pueden ser tan importantes como aquellas que se forman a partir de una teleología del origen/regreso. (Clifford, 2011)
De aquí que Clifford sugiera la posibilidad de pensar en una gama de formas diaspóricas.
El tercer punto o criterio señalado por Brubaker -el mantenimiento de límites o conservación del grupo- hace alusión a la preservación de una identidad distintiva frente a la sociedad receptora o sociedad en general; esta condición sería básica e indispensable. En las diásporas subsiste una resistencia deliberada a asimilarse a través de casamientos al interior de la misma comunidad u otras formas de autosegregación. Esta característica permite hablar de una comunidad distintiva, aunada por su solidaridad activa, tanto como por su entramado relativamente denso de relaciones sociales que cruzan los límites nacionales y conectan miembros de la diáspora en diferentes estados, conformando así una comunidad transnacional única.
El desarrollo de los estudios de diáspora ha arrojado otros señalamientos, los cuales han abonado a la discusión teórica, por ejemplo, que en su mayoría las comunidades diaspóricas son comunidades étnicas, pero no todas las comunidades étnicas migrantes constituyen una diáspora, señala Tololyan,7 para quien el mantenimiento de los límites de un grupo es un criterio indispensable. Las diásporas se distinguen por mantener activamente una identidad cultural colectiva al conservar elementos de la patria como las prácticas lingüísticas, religiosas, culturales y sociales. Por su parte, otra condición indispensable para que una comunidad étnica en el extranjero sea considerada una diáspora, refiere a un mínimo de institucionalización de los intercambios -económicos, políticos, identitarios- entre las diversas concentraciones del pueblo disperso. Las diásporas producen y mantienen una retórica del retorno a la "patria abandonada" (y en ocasiones idealizada), que en la práctica se manifiesta por medio de la creación y perpetuación de distintas redes de relaciones (económicas, de parentesco, políticas, culturales) con comunidades semejantes en otros lugares y con la patria. Este mito o memoria colectiva del lugar de origen, así como el deseo colectivo de retornar, no necesariamente involucra la repatriación, pero sí conlleva un constante retorno imaginativo, afectivo y material (por medio de viajes, remesas, intercambios culturales, grupos de presión, relaciones comerciales, etcétera) el cual se traduce en niveles de institucionalización de las prácticas.
Tololyan (1996) agrega que no todos los individuos que residen fuera de sus lugares de origen pertenecen por tal motivo y de forma automática a una diáspora. Por su parte, Gabriel Sheffer plantea que los factores cualitativos más relevantes para determinar la pertenencia a una diáspora son: la elección, la identidad y la identificación, las cuales determinan la conciencia y las subjetividades diaspóricas (Sheffer, 2003). En esta misma línea se inscribe Gamlen, quien sostiene que el lugar de nacimiento de un individuo no es una condición necesaria ni suficiente para ser miembro de una diáspora, es decir, la autoidentificación es la característica clave de pertenencia diaspórica (Gamlen, 2012). Desde el punto de vista de la antropología cultural, la membresía a cualquier colectividad o grupo debe ser autoadscrita. Es necesario que un individuo se autoidentifique como perteneciente a un grupo para que forme parte del mismo (Gazsó, 2017). Este señalamiento es de relevancia dado que frecuentemente se alude a una población dispersa en términos de diáspora, sin saber de qué manera los individuos se definen y se conciben a sí mismos. Finalmente, las diásporas no son grupos preexistentes ni estáticos; éstas son constituidas por poblaciones heterogéneas que se imaginan y se desarrollan en colectividades a partir de iniciativas estatales (Waldinger, 2008: XIV) como también de iniciativas particulares de los migrantes a niveles local, nacional y transnacional.
Diásporas en tiempos de globalización y de vida transnacional
Con el paso de los años, los estudios de diáspora precisaron de un cambio de paradigma. Las viejas corrientes consideraban a las naciones como unidades de análisis y asumían que los inmigrantes se desconectaban de manera determinante y definitiva de sus lugares de origen y que la trayectoria migratoria era unidireccional y que la migración acabaría inexorablemente en asimilación.
Una nueva fase en el uso del concepto de diáspora estaría marcada por la crítica de los teóricos del constructivismo social, para quienes las definiciones de esta categoría analítica debían ser reconsideradas a la luz de los movimientos migratorios de las últimas décadas y así incorporar al análisis los fenómenos de movilidad más recientes (Cohen, 1997). La popularidad académica del término diáspora reflejó un cambio de foco al generarse un interés más allá de las antiguas estrategias de comunidad, cultura, nación, centro y continuidad, y trasladarse a estrategias de movimiento y discontinuidad, circulación y zona de contacto. Como lo sugiriera James Clifford, el concepto de diáspora se convirtió en un travelling term, que lleva consigo las nociones de "root" (raíz) y "route" (camino) (Clifford, 2011). El antiguo énfasis en el retorno esperado fue reemplazado por el intercambio circular o la movilidad transnacional. Así, la idea de retorno fue sustituida por la circulación.8
Thomas Faist destacará tres elementos como características de las diásporas: a) la dispersión (en un primer momento forzada y tiempo más tarde cualquier tipo de dispersión), b) experiencias a través de las fronteras entre el homeland y el lugar actual de residencia (nuevos usos del término han reemplazo el énfasis en el retorno al homeland por el mantenimiento de lazos densos y continuos) e c) incorporación o integración de los migrantes al país de recepción. La orientación hacia el homeland como fuente de significado se ha convertido, en definiciones más recientes, en experiencias transfronterizas o en relaciones trilaterales entre el grupo, la patria y el país de residencia (Brubaker, 2005; Cohen, 1997; Faist, 2010; Safran, 2005; Sheffer, 2003). Si la significación clásica de diáspora suponía la íntegra incorporación social, política, económica y cultural de sus miembros al nuevo lugar de residencia, las nuevas concepciones consideran la posibilidad de que los migrantes se incorporen y mantengan vínculos en más de una sociedad. De aquí que las nuevas nociones de diáspora enfatizan el concepto de hibridación cultural (Faist, 2010).
En lugar de concebir el "retorno al hogar" -real o imaginado-, los nuevos usos del concepto de diáspora reemplazan dicha idea con el supuesto establecimiento de densas redes de migrantes y lazos continuos a través de las fronteras, con el cuidado o el mantenimiento de límites de grupo que ofrecen continuidad. Al plantear el concepto de diáspora como forma social, Vertovec planteó la necesidad de pensar en términos de redes y, con ello, pensar en las dinámicas globales de cercanía e interacción (Vertovec, 1999). Por su parte Nonini, retoma el concepto de Vertovec y lo amplía, incluyendo las redes, las instituciones, las prácticas, los flujos de capitales y la producción de elementos étnicos, entre otros (Nonini, 2005), lo cual lo acerca al concepto de espacio social transnacional propuesto por Pries (Pries, 2001, 2008).
Algunos autores propondrán redefinir el concepto de diáspora y tratarlo como categoría en lugar de entidad delimitada. Brubaker sugiere desustancializar el concepto y considerarlo como una condición o modo de formular las identidades y lealtades de una población (Brubaker, 2005). También Ben Rafael propone pensarlo como condición, a partir de la cual sus miembros se sienten parte de una sociedad determinada (hostland) aun manteniéndose ligados a la sociedad de la cual provienen (homeland).9
La diáspora como un concepto analítico más general hace referencia a una formación social, a configuraciones culturales particulares y a factores asociativos como la identidad, la conciencia y la subjetividad diaspórica. Werbner se refiere a las diásporas como formaciones históricas en proceso, las cuales constituyen formaciones híbridas y heterogéneas (Werbner, 1997); mientras que otros autores, entre ellos Levitt y Waters, consideran las diásporas como construcciones políticas que trascienden las fronteras de los Estados y se formulan como formaciones sociales en sí mismas (Levitt y Waters, 2002). Clifford, por su parte, retoma el término como espacio intangible y virtual entre un centro y una periferia dispersa y hasta sugiere el concepto de dimensiones diaspóricas o rasgos diaspóricos en lugar de diáspora, es decir, habla de un conjunto de individuos que comparten dimensiones diaspóricas en sus prácticas y en su cultura de desplazamiento. Estos rasgos diaspóricos (tácticas, prácticas, articulaciones) varían a lo largo del tiempo y en diferentes contextos.10
Knott retoma los conceptos de "espacio" y "movimiento" y rescata ciertas metáforas sobre lo espacial utilizadas en los estudios de diáspora,11 proponiendo entonces el concepto de espacio diaspórico, inspirado por Brah; quien planteó que el espacio diaspórico se encuentra configurado por múltiples localizaciones de hogar y exterior, y relaciones entre personas con diferentes posiciones sociales -concepto que recuerda el de campo social transnacional por el elemento de prestigio y poder-. Para Avtar Brah, en el espacio diaspórico confluyen y se interceptan procesos económicos, políticos, culturales y psíquicos, muy similares al concepto de espacio social transnacional manejado por algunos estudiosos de lo transnacional (Brah, 2011). Indudablemente, los tiempos de globalización y transnacionalismo han impactado sobre las transformaciones sufridas por el concepto de diáspora.
En cuanto al binomio conceptual diáspora/transnacionalismo, han sido diversas las propuestas. Para algunos autores, dichos términos han sido tratados como sinónimos o conceptos alternos (Levitt y Waters, 2002);12 mientras otros parecen fusionar los dos términos y las experiencias que capturan sugiriendo que el transnacionalismo describe las prácticas de la diáspora incrementadas por escala y facilitado por los avances tecnológicos (Cohen, 1996; Guarnizo y Smith, 1999; Portes et al., 1999; Tololyan, 1991; Vertovec, 1999). En este contexto, Vertovec señala que "las diásporas dispersas de antaño se han convertido en las comunidades transnacionales de hoy sostenidas por una variedad de modos de organización social, movilidad y comunicación" (Vertovec, 1999: 449). Por su parte, para un tercer grupo de académicos, este binomio conceptual merece una aproximación diferencial, haciendo referencia a las diversas genealogías y algunas características diferenciales (Bokser Liwerant, 2015; Faist, 2010).
Ambos conceptos refieren a procesos que atraviesan fronteras, sin embargo, lo transnacional se presenta como más incluyente, abarcando lo diaspórico. Entre las distinciones que establecen algunos autores, lo último refiere a un fenómeno netamente humano mientras que lo primero alude no sólo a individuos, sus relaciones y redes sociales establecidas - fundamentalmente a partir de los movimientos migratorios de los últimos tiempos (Portes et al., 1999; Pries, 2008), y de prácticas y conexiones a través de las fronteras (Boccagni, 2012)- sino también a organismos no gubernamentales, corporaciones multinacionales y organizaciones políticas. Se trata de la circulación de bienes y mercancías, de recursos y circuitos culturales que trascienden las fronteras nacionales (Bokser Liwerant, 2015: 310). Mientras que el transnacionalismo refiere a fenómenos mayores y particularmente a aquellos producidos a partir del proceso de globalización, el concepto de diáspora se centra específicamente en el movimiento de personas de un Estado nación a otro, sea forzado o voluntario (Braziel y Mannur, 2003: 8). Sin embargo, aunque parecería ser que estos conceptos se superponen, los mismos no son coincidentes. Definen un conjunto diferente de relaciones sociales y culturales y problemas conceptuales. El transnacionalismo puede desafiar la relación diáspora-patria tal como se concibe tradicionalmente, sustituyendo en su lugar relaciones, redes e intercambios más complejos y multifacéticos a través de múltiples fronteras nacionales (Golbert, 2001: 507).
Trascendiendo esta discusión, Bokser Liwerant sugiere tratar ambos conceptos como herramientas analíticas que arrojan luz sobre nuevas realidades. La autora refiere al transnacionalismo no como una antítesis sino como una nueva forma de ser diáspora (Bokser Liwerant, 2014). Hoy más que nunca se vive en la diáspora con conexiones transnacionales; percibiendo experiencias locales con conexiones globales (Bokser Liwerant, 2013). Las diásporas nacionales, étnicas y religiosas se ven rebasadas en una era de diásporas con contornos cambiantes (Bokser Liwerant y Senkman, 2013). En este sentido, los estudios transnacionales vienen a complementar los estudios de diáspora. La perspectiva transnacional permite aprehender las transformaciones que se han dado en las diásporas en las últimas décadas, desde la mirada o el estudio de procesos, aporte sustancial de este enfoque. Las distancias o los límites dejan de ser factores que se interponen en las relaciones sean estas sociales, culturales, económicas o políticas (Bokser Liwerant, 2008a).
Siguiendo a Ben Rafael, la noción de diáspora en la era transnacional ya no sólo describe el mero hecho de la dispersión, sino que apunta a un todo estructurado, donde los diferentes componentes interactúan a pesar de su dispersión. El concepto designa a una unidad transglobal: conjunto articulado de comunidades (conocidas generalmente como diásporas) que comparten un mismo anclaje en una misma idea de homeland, real o virtual (Ben Rafael y Sternberg, 2009: 4). La noción que proponen Ben Rafael y Sternberg refiere a una condición en la cual los individuos sienten que son miembros o cuasi miembros de una sociedad determinada (hostland) pero aún así se encuentran ligados a la sociedad de la cual provienen (homeland). La sociedad receptora puede llegar a ser vista como hogar, en tanto los sujetos diaspóricos se ven envueltos emocionalmente al nuevo lugar y se identifican con sus símbolos y cultura. Los sujetos constituyen una diáspora transnacional siempre que se sientan conectados con su lugar de origen o con otros pares que residen también ellos en otros lugares del mundo (Ben Rafael y Sternberg, 2009: 13).
En la actualidad, viejas y nuevas diásporas se convierten en transnacionales; ellas tienden a conformar una especie de comunidad trasnacional (Faist, 2000). Dichas comunidades transnacionales pueden emerger con diferentes niveles de agregación, desde locales hasta transnacionales.13 Varios de los autores cuyas investigaciones fueron inspiradas por los estudios de diáspora han incorporado elementos provenientes de la perspectiva transnacional, por ejemplo, el concepto de circulación. Los estudios transnacionales han dedicado menor atención a algunos elementos considerados centrales al estudio de diásporas, como por ejemplo el mantenimiento de los límites del grupo, enfocándose mayormente en la hibridación de identidades, la fluidez cultural y el sincretismo religioso. Estos estudios tienden a refutar las prácticas diaspóricas que han observado el mantenimiento de fronteras étnicas y religiosas (Bokser Liwerant, 2015, 2022).
En tiempos de globalización, un sistema masivo y diversificado de migración, redes transnacionales desarrolladas por los que cruzan fronteras nacionales y la participación social, económica, política y cultural simultánea en sociedades interconectadas marcan una nueva era en la que los espacios territoriales se reordenan mientras se redefinen las adscripciones, pertenencias e identidades (Bokser Liwerant, 2015). Con el desarrollo del transporte y los medios tecnológicos de comunicación, las migraciones se han transformado de internacionales a transnacionales. Las diásporas transnacionales han emergido en dicho contexto, como formaciones sociales las cuales suponen múltiples formas de pertenencia (Lie, 1995) y una pluralidad de lealtades (Bokser Liwerant, 2008b).
Los estudios de diáspora en el advenimiento del nuevo siglo: nuevos aportes
En nuestros días asistimos a una discusión en curso acerca de aquello que constituye una diáspora y sus características propias en el siglo XXI: la dispersión voluntaria o involuntaria de un grupo de personas en dos o más lugares, compartiendo una memoria colectiva de su patria original, mostrando un compromiso general con su bienestar y "restauración" a través de vínculos densos y manteniendo los límites del grupo o de alguna forma de hibridación cultural en el transcurso del tiempo (Koser y Bayraktar, 2017).
Con el advenimiento del nuevo siglo surgen nuevas definiciones tal como lo documentaran Alan Gamlen (2014) y Stéphane Dufoix (2018). En la actualidad, el término diáspora define a poblaciones de expatriados -los cuales poseen ciudadanía de sus países de origen-, a quienes los Estados toman en consideración como parte de su población, y para quienes los gobiernos se sienten fuertemente incitados a implementar políticas particulares con el objeto de vincularlos al espacio de la nación; grupos extraterritoriales, los cuales a través de procesos de interacción con sus países de origen se encuentran en diferentes estadios de formación e institucionalización. Estos incluyen migrantes temporales o transnacionales, así como a aquellos migrantes de largo plazo y a sus descendientes quienes pueden identificarse como diaspóricos (Gamlen, 2018).
En su definición de diáspora, Daniel Gazsó refiere al criterio de adaptación a la sociedad receptora, condición no considerada en las definiciones clásicas. Esta afirmación no contradice el mantenimiento de los límites del grupo. Para que una comunidad de origen migratorio se convierta en diáspora, debe resistir la asimilación cultural mientras se integra socialmente, es decir, necesita preservar su otredad con respecto a la población del Estado anfitrión (Gazsó, 2017: 69).
Las definiciones actuales reafirman otros aspectos de las diásporas, entre ellos que las diásporas no deben ser necesariamente consideradas grupos preexistentes u homogéneos (Dufoix, 2008). En esta misma dirección, una diáspora no debe ser percibida como una entidad discreta o diferenciada, sino más bien como formada por una serie de convergencias- a veces hasta contradictorias-de personas, ideas e incluso orientaciones culturales. Diversidad y fragmentación son, en este contexto, dos características distintivas (Quayson y Daswani, 2013).
La principal crítica académica a la clasificación y tipologías clásicas de las diásporas es que trata a las identidades sociales y culturales como si fueran fijas, cuando en realidad nos encontramos frente a "camaleones culturales" (McIntyre, Jacoby y Gamlen, 2014); y sea esta o no la metáfora apropiada, no podemos hablar de identidades monolíticas y unificadas al referirnos a formaciones sociales en movimiento. Las diásporas representan en la actualidad mucho más que una identidad fija, una experiencia pasiva o un concepto teórico. Son hoy concebidas como una práctica, es decir, acciones conscientes, negociaciones y articulaciones de variados tipos (Sigona et al., 2015).
Las diásporas existentes han tenido un impacto significativo en futuros movimientos de migrantes (Knott y McLoughlin, 2010), así como una influencia significativa en el desarrollo de un nuevo campo de estudio al interior de los estudios de diáspora: el de las políticas de la diáspora [diáspora policies]. Una corriente al interior de los estudios de diáspora ha destinado sus esfuerzos a analizar las relaciones entre éstas y sus países de origen con el objetivo de examinar el modo en que los Estados se relacionan con su población migrante y sus descendientes, cómo podrían mejorar dichas relaciones y en qué reside la variabilidad entre las diversas políticas gubernamentales respecto a sus diásporas (Gamlen, 2012).
En esta corriente se enmarcan nuevos o renovados elementos analíticos. Las novedades conceptuales las hallamos en: a) relaciones Estados-diásporas[State-diapora relations] (Délano y Gamlen, 2014; Gamlen, 2015), b) economía de las diásporas [diaspora economics] (Constant, 2016), c) compromiso o vínculo con las diásporas [diaspora engagement] (Gamlen, 2006, 2018), d) estrategias diaspóricas [diaspora strategies] (Cohen, 2016; Dickinson, 2017; Hickey, 2015), e) administración de las diásporas [diaspora management] (Kranz, 2020), f) instituciones diaspóricas [diaspora institutions] (Gamlen, 2014, 2015; Gamlen, Cummings, y Vaaler, 2019), g) política de las diásporas [diáspora politics] (Adamson, 2008; Délano y Mylonas, 2019) e h) identidad diaspórica [diaspora identity] (Adamson, 2008; Bhatia y Ram, 2008; Ghorashi, 2007). Asimismo, un conjunto de conceptos asociados o relacionados a los estudios de diáspora se retoman en la literatura, por ejemplo: i) hogar [homeland] (Faist, Pitkanen, Gerdes y Reisenauer, 2010), j) movilidad (Kurvet-Kaosaar, Ojamaa y Sakova, 2019), k) membresía [membership] (Bloemraad y Sheares, 2017; Harpaz y Mateos, 2019; McIntyre y Gamlen, 2019), l) ciudadanía diaspórica [diasporic citizenship] (Barry, 2006; Cohen, 2007; Yanasmayan y Kasli, 2019) y m) nacionalismo a distancia [long-distance nationalism] (Sigona et al., 2015).
En las últimas décadas hemos sido testigos de un crecimiento sustancial de Estados que buscan relaciones más estrechas con grupos extraterritoriales a partir del ofrecimiento de una serie de derechos cívicos, políticos y socioculturales, como parte de regímenes cada vez más amplios de (re)inclusión, reintegración y reinserción (Barry, 2006). Muchos de estos regímenes han desarrollado un conjunto de leyes y políticas que redefinen la membresía a Estados emisores de emigrantes, en algunos casos mediante cambios constitucionales que brindan doble nacionalidad a los migrantes transnacionales y a su descendencia (Glick, Basch y Szanton-Blanc, 1992; Guarnizo, 2008; Smith, 1998). Incluso aquellos Estados que no han cambiado sus legislaciones han formulado migrantes a la sociedad de origen (Leblang, 2017; Levitt y Waters, 2002; McIntyre y Gamlen, 2019).
El número mundial de instituciones creadas para atender asuntos de la diáspora -definidas como oficinas formales de Estado dedicadas a los emigrantes y a sus descendientes-, ha aumentado de menos de 15 en 1980 a casi 203 en 111 Estados en 2014. Cabe mencionar que, más de la mitad de todos los Estados miembros de la ONU tienen ahora algún tipo de institución y/o política destinada a sus diásporas (Délano y Gamlen, 2014). Durante más de dos décadas, las instituciones de la diáspora pasaron de una "curiosidad encontrada" en unos pocos estados de origen excepcionales a un componente estándar de la burocracia estatal (Gamlen et al., 2019). En algunos países se trata de ministerios específicos, como en el caso del Ministerio de Asuntos de la Diáspora en Israel, o el Ministerio de la Diáspora en Armenia, el Ministerio de Haitianos Viviendo en el Exterior y el Ministerio de Asuntos Indios de Ultramar. Sin embargo, en la mayor parte de los casos se trata de departamentos gubernamentales, dentro del Ministerio de Relaciones Exteriores, como la Unidad Irlandesa en el Extranjero o unidades administrativas dependientes del poder ejecutivo del gobierno (Agunias y Newland, 2012).
Asimismo, en algunos países se han creado organismos para la diáspora, comités al interior del poder legislativo como en el caso de Nigeria o adjudicado bancas en el parlamento nacional las cuales representan a los ciudadanos que residen en el exterior como en el caso de Angola, Cabo Verde, Colombia, Croacia, República Dominicana, Ecuador, Francia, Italia, y Marruecos, entre otros. En otros casos, las instituciones de la diáspora comprenden consejos asesores encargados de revisar aspectos de la legislación que afectan a estos grupos; un ejemplo de ello es el Consejo de la Diáspora Húngara (Gamlen et al., 2019). Sean estos ministerios, departamentos gubernamentales, unidades administrativas o comités parlamentarios, las instituciones de la diáspora extienden la política interna más allá de las fronteras nacionales, proyectando extraterritorialmente el poder de los aparatos estatales para moldear la identidad de los emigrantes y sus descendientes. Dichas instituciones reconfiguran espacialmente los Estados para que incorporen a su interior a sus ciudadanos que residen en el exterior (Gamlen, 2008).
Este auge en los esfuerzos de los Estados de origen para "construir" o "conformar" diásporas está reconfigurando la forma en que los aparatos estatales ven a sus poblaciones, su soberanía y su territorio; sin embargo, aún no se comprende completamente aquello que verdaderamente los impulsa (McIntyre y Gamlen, 2019). Lo que está claro es que los esfuerzos de los países de origen por involucrar a las diásporas redefinen los parámetros de ciudadanía y del Estado mismo (Levitt y Dehesa, 2003). Los crecientes esfuerzos estatales que se invierten para definir a sus diásporas reflejan la preocupación sobre la movilización e inclusión de tal o cual grupo. Comprender la definición estatal de sus diásporas es una forma de develar las fronteras de la inclusión y exclusión de los grupos en las políticas (McIntyre et al., 2014); por lo tanto, la definición de pertenencia a las comunidades nacionales resulta de gran centralidad (Gamlen, 2006; Sheffer, 2003).
En este sentido de la política de las diásporas, Sheffer (2003) identifica al Estado como un actor activo en el proceso formativo de su diáspora. Desde el punto de vista del Estado de origen, la manera en que se percibe a la población en el extranjero determinará la relación del Estado con dicha población; las actitudes y afirmaciones que estos Estados de origen tienen respecto a quienes viven fuera de las fronteras estatales se establecen como prácticas que formulan membresía y forman identidades y lealtades. Los Estados "nacionalizan" a quienes viven en el extranjero tan pronto como los definen y se refieren a ellos como a su diáspora (Brubaker, 2005). El reconocimiento estatal de quienes viven en el extranjero como la "diáspora", constituye un primer paso en la inclusión de esta población dentro de la comunidad nacional ampliada o extendida.
Las agencias gubernamentales de los países de origen juegan un rol central estimulando grupos en el exterior a percibirse como diásporas leales a sus necesidades e intereses (Délano y Gamlen, 2014). Si históricamente la formación de las diásporas era el resultado de un movimiento que surgía desde abajo, (a bottom-up community formation), actualmente muchas de las diásporas son creadas por los mismos Estados para sus propios fines y a un ritmo sin precedentes (McIntyre y Gamlen, 2019). En algunos casos, las diásporas son hasta considerados proyectos en construcción de distritos electorales, organizados por agentes políticos al interior de los países de origen y en el exterior (Brubaker, 2005; Dufoix, 2008; Sokefeld, 2006; Waldinger, 2008).
Es de destacar los múltiples actores que participan en la conformación de las diásporas, así como en la implementación de políticas de la diáspora -gobiernos, organizaciones de la diáspora, partidos políticos, organizaciones internacionales, medios de comunicación, empresas, ONG- (Adamson y Demetriou, 2007) así como también los diversos niveles de análisis de esa misma realidad -local, nacional, transnacional, regional, y global- (Délano y Gamlen, 2014; Délano y Mylonas, 2019). Délano y Mylonas sugieren abrir la "caja negra" del Estado y estudiar a los distintos actores que impulsan las políticas relativas a las diásporas. Tales políticas nos invitan a reflexionar sobre el complejo conjunto de actores que las constituyen, así como acerca de la heterogeneidad de individuos y grupos dentro de las mismas (Délano y Gamlen, 2014; Délano y Mylonas, 2019).
Conscientes de que las diásporas constituyen un recurso importante para el desarrollo, los gobiernos consideran la relación de compromiso como un doble proceso: 1) de los estados para con los ciudadanos que han migrado en el intento de dar respuesta a sus demandas, 2) de los efectos que las conductas o acciones de los ciudadanos que residen en el exterior tienen sobre el país de origen, a través de sus reacciones y demandas, lo cual desde la perspectiva transnacional se conoce como transnacionalismo desde abajo (Koser y Bayraktar, 2017). Los fuertes vínculos e influencias mutuas se convierten en parte del entramado de la compleja constelación de prácticas y relaciones multidireccionales entre las diásporas y sus países de origen, involucrando personas, capitales, recursos políticos, ideas y valores culturales (Bokser Liwerant, 2022).
Reflexiones finales
Prácticamente todas las diásporas contemporáneas se han desarrollado a partir de varias olas migratorias acaecidas por diversas razones a lo largo del tiempo. Esta realidad las convierte en un fenómeno dinámico y multidimensional.
Aún en la actualidad se discute al interior de las ciencias sociales acerca de hasta qué punto la movilidad transnacional -característica de los tiempos de globalización- promueve una resistencia a la asimilación total que puede resultar en la formación de diásporas,14 formaciones sociales no monolíticas ni uniformes cuya historia, composición y actividades resultan altamente complejas y diversas.
Las diásporas históricas han perdido peso y nuevos grupos han conformado espacios diaspóricos que buscan mantener su tradición y fuerte sentimiento de colectividad, y, al mismo tiempo, sostener una diversidad compleja de prácticas y relaciones, a través de las fronteras, con su patria ancestral y con otras comunidades similares; prácticas y vínculos que continuamente estructuran y se estructuran (Quayson y Daswani, 2013). El rápido desarrollo de las tecnologías digitales ha transformado radicalmente las formas de mantenerse en contacto con las culturas de origen, con las redes diaspóricas, con otros grupos de connacionales en el exterior, así como también con aquellos que no han migrado, pero que constituyen parte integral de aquel espacio diaspórico o espacio social transnacional que dicha migración conforma.15
A decir de Bokser Liwerant, las estructuras y canales a través de los cuales se mantienen las continuas relaciones al interior de las diásporas siguen siendo un tema de estudio latente y poco desarrollado (Bokser Liwerant, 2022). Considero esta la dirección deseada y con amplio potencial a ser retomada por aquellos investigadores sociales interesados en indagar acerca de la formación y el vibrante desarrollo de las diásporas en nuestros días.