La noción de serialidad como base del concepto de tiempo provoca que éste se comprenda como algo divisible y numerable. Se da por sentado que es una forma de ordenación de acuerdo con el modelo de la sucesión. La discusión sobre si el tiempo es continuo o discreto depende del supuesto de la serialidad en la medida en que se pone en juego el tipo de relación entre las partes ordenadas entre sí y la estructura de esa ordenación. Sin embargo, el registro en el cual transcurre este debate es decisivo respecto de las conclusiones a las que se puede llegar y de las preguntas que se pueden formular, ya sea que se trate de la percepción del tiempo o de la percepción de las propiedades temporales, o bien de la estructura temporal de la experiencia o de la estructura temporal de los objetos que se experimentan. La cuestión es saber qué tipo de relación hay entre la estructura de la experiencia temporal y la estructura de aquello que se experimenta en términos temporales, es decir, si las propiedades temporales de los objetos de la experiencia se reflejan o se predican de manera correspondiente como propiedades de la experiencia temporal misma.1 En cualquier caso, la naturaleza de la experiencia del tiempo, o del tiempo en sentido psicológico, se debe distinguir de la naturaleza del tiempo objetivo o físico como propiedad de la ordenación de los hechos o sucesos en el mundo.2
En el caso de la filosofía cartesiana, es importante tener en mente las distinciones recién mencionadas pues el cogito es de naturaleza diferente a la materia, de manera que la temporalidad propia de cada uno de estos ámbitos es diferente. Como la materia es divisible y cuantificable, el tiempo que le corresponde es también divisible y cuantificable; es decir, las propiedades de la materia reflejan o guardan una correspondencia simétrica con las propiedades temporales. Sin embargo, el cogito no es divisible ni cuantificable; por ello, el tiempo que le es propio tampoco tiene tales propiedades y la relación es igualmente simétrica. Lo anterior significa que, así como el pensamiento no es divisible ni cuantificable, tampoco lo es la experiencia del tiempo que le es propia. Así pues, el tiempo físico y el tiempo mental no comparten, por sí mismos, propiedades temporales. El debate sobre si el tiempo es continuo o discreto en los estudios cartesianos ha pasado por alto estas diferencias. Propondré en lo que sigue una lectura de Descartes que contribuya a subsanar esta falta.
1. El debate
El debate sobre si el tiempo es discreto o continuo se enmarca en la cuestión de si el tiempo es divisible y de si hay una relación de composición entre las partes en que se divide. Lo anterior significa preguntar si hay átomos temporales o unidades mínimas de tiempo o si cada parte del tiempo es aún divisible, para luego plantear la pregunta de si dicha división se puede comprender como una relación entre las partes y el todo, es decir, si la suma de las partes da como resultado el todo. Desde la perspectiva de la discontinuidad, se proponen dos sentidos específicos: la discontinuidad fuerte, según la cual los átomos temporales o partes están separadas por un intervalo o interrupción (gap), y la discontinuidad débil, según la cual las partes son contiguas, es decir, son separables pero pueden estar en contacto.3
La idea que el atomismo temporal defiende en el debate ha sido llamada por los especialistas la tesis clásica: según ésta, el tiempo para Descartes es discontinuo.4 La principal fuente de razones para ello es la llamada teoría de la creación continuada.
Por que todo tiempo de vida puede dividirse en innumerables partes, cada una de las cuales no depende en modo alguno de las demás, y de que yo haya sido un poco antes, no se sigue que deba ser ahora, a no ser que alguna causa me cree casi de nuevo para este momento, esto es, me conserve. Porque resulta claro, a quien considere la naturaleza del tiempo, que es necesaria exactamente la misma fuerza y acción para conservar cualquier cosa durante los momentos en que dura, que la que es necesaria para crearla de nuevo si todavía no existiera.5
Si bien este fragmento es sólo el comienzo de la prueba en una de sus versiones -pues falta mostrar cómo dicha causa tiene que ser Dios-,6 de entrada se nota por qué se utiliza para hablar de la naturaleza del tiempo. Tradicionalmente, la independencia de las partes del tiempo se ha interpretado como la afirmación de su discontinuidad, porque cada momento necesita de la fuerza creadora divina para existir de manera independiente, suponiendo que esta fuerza no se transmite en forma continua sino que salta, por decirlo de alguna manera, de un momento a otro (Levy 2005, pp. 648-650). Al margen de si hay espacios vacíos o contacto entre esos momentos, la disputa está en si la acción creadora se da en cada uno de los momentos o partes en que se divide el tiempo o si es un acto permanente que atraviesa todas las partes. Para los defensores de la discontinuidad, la conservación de la existencia ocurre por medio de una sucesión de actos creadores discretos: en última instancia, Dios recrea el mundo como un todo en cada instante. Así, sobre esta base se afirma la tesis de que la existencia temporal es como una línea compuesta de puntos que implica la alternancia entre estados de existencia y de no existencia (Kemp Smith 1952, pp. 131-132). A la luz de lo anterior, se desprenden dos opciones: primero, considerar que los puntos son partes, es decir, el tiempo se compondría de instantes, lo que implicaría una discontinuidad fuerte, pues los puntos o instantes no están en contacto; segundo, considerar que los puntos no son partes, sino límites; las partes mínimas serían entonces los verdaderos átomos temporales con una divisibilidad limitada.
En el otro extremo se encuentran quienes defienden que el tiempo es un continuo.7 Una de las críticas a la posibilidad de átomos temporales carentes de duración o puntuales es que no pueden ser partes del tiempo: de partes sin duración no se puede componer la duración (Troisfontaines 1989, p. 7). El atomismo depende de la afirmación de que el tiempo se compone de indivisibles. Por eso, la tesis de la continuidad propone en una de sus versiones que los instantes indivisibles son meros límites de los intervalos temporales, de modo que no son propiamente partes del tiempo si consideramos que los intervalos o partes son divisibles al infinito y, por lo tanto, continuos.8 De esta forma, el tiempo sería un continuo de manera análoga a una línea que se concibe como un continuo que se divide siempre en líneas o partes de la misma naturaleza unidimensional o lineal. En ese caso, los puntos inextensos limitan los diferentes intervalos o segmentos de línea en los que ésta se puede dividir y no son partes de las que la línea se componga (Levy 2005, p. 632).
La defensa de la continuidad del tiempo pasa por la afirmación de que, para Descartes, la creación divina es continua, de manera que la duración que dicho acto crea o preserva es también continua (Arthur 1988, p. 356). Además, muchos coinciden en que es muy difícil defender la idea de que hay saltos o intervalos de tiempo vacío o incluso de ausencia de tiempo, en virtud de que para Descartes la existencia es inseparable de la duración y se muestra muy crítico ante la posibilidad, que le presenta More, de que haya tiempo y espacio vacíos.9 Uno de los principales problemas de los defensores del atomismo es que confunden la afirmación de que las partes del tiempo son separables, independientes y contingentes con la afirmación errónea de que dichas partes están realmente separadas y son, por lo tanto, discretas (Beyssade 1979, p. 17).
Existe una tercera posición en el debate que podríamos llamar escéptica. Sostiene que el problema de las otras posiciones es que atribuyen a Descartes una teoría del continuo que en rigor no está presente ni se desarrolla en el corpus. Así, uno y otro bando terminan por atribuir a Descartes teorías elaboradas sobre la composición del tiempo, como si es divisible limitadamente o al infinito o indefinidamente, etc.10 Uno de los argumentos principales consiste en que la afirmación de la independencia de los momentos o instantes en que se divide el tiempo no conlleva una posición implícita sobre el continuo temporal, sino que se debe interpretar en términos causales; es decir, los segmentos del tiempo mantienen una relación de independencia causal, un momento del tiempo no causa la existencia de otro momento. Pero ello no determina la estructura de la sucesión temporal, es decir, no resuelve la cuestión de si es continua o discreta (Secada 1990, p. 47). Así, para estos intérpretes, Descartes no adopta ni de forma explícita ni implícita, una teoría de la composición del tiempo que permita decidir si éste es continuo o discreto.
Yo me ubico justo en el bando escéptico, pues coincido en que la falta de apoyo textual no permite dirimir la ambigüedad de la mayoría de los fragmentos sobre el tema, que son de hecho muy escasos. Por eso, prefiero señalar cómo ambos polos del debate suponen de entrada un concepto de tiempo: dan por sentado que su naturaleza es tal que es divisible y, en consecuencia, numerable. Al suponer esto, el problema de la composición del tiempo hereda los problemas propios de la sucesión numérica, entre los cuales se encuentra la continuidad o discontinuidad de los números. Sin embargo, lo importante es que esta discusión no puede ignorar la diferencia entre la mente y la materia. Es necesario establecer esa diferencia antes de precisar las consecuencias de la naturaleza divisible y numerable de la materia y extrapolarlas de manera irreflexiva a la naturaleza de los estados mentales. Por eso, en el presente artículo no voy a solucionar, aunque fuera posible, la disputa de si para Descartes el tiempo es continuo o discreto, pues primero hay que distinguir el tiempo físico del tiempo mental. Me interesa más bien hacer esta precisión, dado que se ha pasado por alto en la formulación de la disputa.
Descartes sostiene que el tiempo es numerable, pero también establece una diferencia entre tiempo y duración y liga esta última de manera necesaria con la existencia de las sustancias. Esto nos obliga a preguntar si acaso la duración de la sustancia pensante puede entenderse sin más como algo divisible y numerable, es decir, si entra en la noción del tiempo como número. La razón por la cual surge esta pregunta en el caso del cogito es que, a diferencia de la sustancia extensa, que es divisible por definición, el pensamiento no es divisible: la condición para numerar es la divisibilidad. Así pues, es necesario considerar de manera especial la relación de cada una de las sustancias con la numerabilidad del tiempo. Lo anterior se debe sobre todo a que el acceso al cogito se da por medio de la experiencia en primera persona, a diferencia de la materia, que se encuentra determinada por la perspectiva exterior y matemática de la física. Como se puede observar, los intérpretes pasan irreflexivamente del tiempo como propiedad física de la ordenación de los sucesos en el mundo al tiempo como propiedad de la experiencia interna, es decir, de la vida mental. La idea central es que no podemos movernos entre estos dos ámbitos sin reflexión, es decir, sin advertir que hay un cambio de criterios y categorías entre uno y otro, y esto nos obliga a reconsiderar la manera como pensamos la temporalidad de cada uno.
2. El tiempo como número y la sustancia extensa
Contar el tiempo es, ante todo, una necesidad humana. La coordinación de las actividades entre los seres humanos que compartimos un mundo pasa por la medida del tiempo y para ello utilizamos el número, para lo cual establecemos sobre todo como referentes los movimientos accesibles para todos o para la mayoría. Esta tradición se remonta desde Aristóteles y su teoría del tiempo como número que, aunque realista, depende en un sentido de que haya seres como nosotros, humanos, que puedan contar. En esta misma línea, Descartes define el tiempo (tempus, temp) en los Principios como el número del movimiento (numerus motus). La referencia para contar o medir, que en este caso es lo mismo, debe ser común y se obtiene a partir de algunos movimientos que se destacan por su regularidad, como la traslación de la tierra para medir los años (Principia, i, 57, AT, viii-1, 27). En ese sentido, tanto el tiempo como el número son una abstracción11 y, por ello, son un modo de pensar que pertenece al pensamiento y no a la realidad de las cosas que duran.12
Mientras que el tiempo es una abstracción del pensamiento, la duración (duratio, durée) es concreta porque se liga de forma intrínseca con la existencia misma de las sustancias que duran, a saber, la mente y la materia: dejar de existir y dejar de durar son inseparables en la realidad. Para Descartes la mente y la materia duran y son temporales. La permanencia en la existencia, o la permanencia a través del tiempo, es una cuestión que debe resolverse con el auxilio de un principio externo al mundo y que está relacionado con sus orígenes. Dios creó la materia y, junto con ella, la temporalidad propia de la sustancia creada.13 Lo anterior significa que la materia y el pensamiento comparten atributos temporales por el hecho de haber sido creados de manera simultánea. Pero la diferencia de naturaleza que hay entre el pensamiento y la materia no se cuestiona en este nivel de la discusión, y hay un sentido en el cual ambas sustancias están sujetas al tiempo numerable: en la medida en que coexisten, por el hecho de haber sido creadas de manera simultánea, la duración del pensamiento y la de la materia pueden pensarse mediante la categoría del tiempo como número. Así, la duración es aquello concreto y real a lo que hace referencia el tiempo como número, que es sólo un modo del pensamiento; y, por ello, la duración se liga con la existencia misma de las cosas, o sustancias, en términos generales.
Para que el tiempo pueda numerar en forma efectiva el “transcurso” de la duración, ésta debe poder reducirse a una cantidad al margen de sus aspectos cualitativos. Comprender la duración como cantidad implica el número, y éste a su vez implica una ordenación serial de partes acumulables. Para poder contar algo, debo poder dividirlo en partes, y la duración no es una excepción. El tiempo como número es un modo del pensamiento porque la determinación de la unidad de medida pasa por un proceso mental de fijación de unidades en el que incluso intervienen factores convencionales y culturales. Por eso el criterio de la división de la duración no puede determinarse a priori ni con una consideración exclusiva de las condiciones mentales; no tenemos un manual o un modelo absoluto que determine la unidad con la cual debemos medir el tiempo -de hecho, en la historia de la física los referentes para fijar las unidades mínimas en la medición del tiempo han cambiado mucho, según, entre otros factores, la escala en la que se trabaje-.
La divisibilidad del tiempo guarda una relación simétrica con la divisibilidad de la materia y el espacio; en otras palabras, la divisibilidad, y con ella la numerabilidad, es una propiedad de la materia que se predica en forma simétrica con el tiempo físico. En el caso de Descartes, la sustancia extensa es divisible, así como lo es el tiempo con el cual medimos los movimientos propios de los cuerpos en el espacio. Por eso tiene mucho sentido no sólo que el tiempo sea divisible, sino que su modelo de comprensión sea la extensión. Finalizaré esta sección con una consideración sobre esta simetría o conmensurabilidad entre el aspecto cuantitativo de la extensión y el de su duración.
La extensión es corporal y, por ello, se identifica con los cuerpos. La razón más fuerte para esta identificación es que la extensión no es en términos estrictos un atributo entre otros atributos de los cuerpos: es el atributo o modo principal; en otras palabras, es su esencia (Principia, i, 53, AT, viii-1, 25). La condición de ser cuerpo se asocia con lo que conocemos como el mecanicismo en una analogía con el funcionamiento de las máquinas;14 una de las consecuencias más notables del principio mecanicista es que reduce las características de los cuerpos que le interesan a la física. Tal es el caso de las cualidades que Boyle denomina secundarias como el color, el sabor y los demás aspectos cualitativos. En la física aristotélica, estas cualidades podían desempeñar un papel explicativo y pertenecían al fenómeno del movimiento; sin embargo, para Descartes no cumplen una función explicativa ni constituyen características esenciales de los cuerpos mismos; más bien dependen de su relación con nuestros sentidos (Principios, ii, 4, AT, viii-1, 42). El cuerpo se reduce así a su aspecto cuantitativo de acuerdo con la idea de que el cuerpo y la cantidad no son separables; esto concuerda con una matematización progresiva de la naturaleza (Garber, Henry, Joy y Gabbey 1998, p. 575).15
Así, el cuerpo se define en general como lo extenso, lo que implica que se extiende a lo alto, ancho y profundo. El argumento es sencillo: para Descartes podemos separar del cuerpo todo menos la extensión.16
La consecuencia es decir que el cuerpo se identifica con su extensibilidad, y por ello se identifica con el espacio o, en otros términos, con su condición tridimensional.17 La divisibilidad de la sustancia extensa se emparenta con el hecho de que es contable o numerable y esto, a su vez, se vincula con la capacidad de predecir los fenómenos físicos a través de leyes. En este punto el concepto de tiempo es una variable importante sin la cual no sería posible la ciencia física como la entiende la modernidad, y en particular Descartes.18 Para esto es fundamental que la duración pueda medirse, es decir, que sea numerable. En la base de esta noción está el paradigma serial del tiempo, según el cual éste es una ordenación sucesiva divisible en partes numerables. Así pues, la extensión es el atributo principal de los cuerpos e implica de manera directa cuantificabilidad. Aunado a lo anterior, el tiempo es el modo de pensar la duración como algo divisible y numerable. Ahora bien, existe una correspondencia o conmensurabilidad entre la numerabilidad de la duración de la materia y la numerabilidad de la materia. Esto permite además la existencia de la ciencia física; por ejemplo, para contar el movimiento no sólo se requiere el tiempo, sino también que haya conmensurabilidad entre lo que mide el tiempo y lo que mide la extensión: por eso el número es una abstracción que sirve para alcanzar un conocimiento matemático del mundo.
Según el argumento central, la materia y el pensamiento, en cuanto existen, duran, y la duración de ambos es, en principio, numerable. Pero el carácter cuantificable de la materia se requiere para escoger un parámetro de medida y fijar las unidades, compartidas y visibles, por medio de las cuales medimos la duración. Fijar la unidad de medida es un proceso mental, pero necesita el auxilio de un movimiento corporal. Una vez que se fija la unidad, podemos confiar en que la cuenta que vale para la duración de la materia vale también para duración del pensamiento. Esto significa que hay un sentido en el cual el pensamiento, en cuanto que coexiste, es decir, existe de manera simultánea con la materia, es numerable temporalmente. Como se puede observar, se trata de un sentido del tiempo derivado y secundario en la medida en que el pensamiento se considera comparable con la materia, es decir, en la medida en que ambos fueron creados de manera simultánea. A esta perspectiva física sobre la mente debe añadirse una perspectiva psicológica que nos permita entender las propiedades de la experiencia temporal: la mente no es divisible como sustancia ni lo son la experiencia ni los estados mentales de esta última.
3. La experiencia del tiempo a partir del cogito
Cuando Descartes parte el mundo en dos, en pensamiento puro y extensión, se observa una diferencia muy marcada en el tipo de atributos que definen a cada ámbito: la extensión es inseparable del espacio y por lo tanto es tridimensional y, aunque puede recibir el movimiento, es en lo fundamental pasiva. En cambio, la sustancia pensante se presenta como una actividad pura desprovista de toda espacialidad. En términos estrictos, sólo el pensamiento define la sustancia pensante (Principia, i, 53). Ahora bien: “el pensamiento [la pensée] se toma algunas veces por la acción, algunas por la facultad, y algunas por la cosa en la que reside esa facultad [cogitatio interdum pro actione ipsa; interdum pro facultate, interdum pro re in quâ est facultas]” (Tertiae Resp., AT, ix, 135: vii, 174; trad.: Descartes 2009, p. 450). Esta distinción resulta muy útil para comprender el sentido activo del pensamiento, aunque es importante no buscar una definición de éste.19 La tesis es que el pensamiento debe tener una consideración especial en virtud de su diferencia radical con el movimiento y la extensión. El punto de inflexión en el paso del movimiento en la materia que permite medir el tiempo hacia la acción del pensamiento y su aspecto temporal está en el modo de acceso propio de este último: en el caso de Descartes, sólo puede darse a través de la experiencia en primera persona del singular. Esto cambia por completo las cosas, pues nos obliga a mantener una perspectiva interna; la duración del pensamiento no se puede experimentar desde afuera o desde la tercera persona: sólo contamos con la experiencia en primera persona.20 Esto significa que la diferencia entre el tiempo físico y el tiempo mental radica en que el segundo se refiere a la estructura de la experiencia de pensar, es decir, a un modo de atención de la conciencia que supone un sujeto cognitivo, mientras que el tiempo físico se predica de la materia al margen de tal sujeto consciente.
Consideremos el siguiente fragmento: “De manera precisa sólo soy cosa pensante, esto es, mente, o ánimo, o intelecto, o razón [res cogitans, id est, mens, sive animus, sive intellectus, sive ratio], palabras cuya significación me era antes desconocida” (AT, viii, 27; trad.: Descartes 2009, p. 87). La significación de lo pensante -el pensamiento puro- se adquiere en el proceso de meditación en primera persona del singular, de manera que no podemos acceder a comprender qué es el pensamiento por fuera de la experiencia de la actividad del pensar. Entonces, ¿por qué tendría que haber alguna diferencia en el caso de la duración del pensamiento? Si el pensamiento es una noción primitiva, sólo tengo acceso experiencial a él. Si la mente no tiene un lugar, si no se puede tocar ni observar como los cuerpos, lo único que queda de ella es la experiencia que, desterrada del espacio, debemos suponer que es exclusivamente temporal. La duración del pensamiento tiene una relación intrínseca con su existencia, por lo que ambas son inseparables, así como lo son la existencia de la materia y su duración; sin embargo, no hay certeza de la existencia del pensamiento más allá de la experiencia que tenemos de él. Podríamos decir entonces que la duración del pensamiento también tiene una dimensión experiencial. De hecho, resulta notable que las seis meditaciones cartesianas tomen tiempo: ocurren una después de la otra y cada una requiere el transcurso de un día con su noche antes de que inicie la siguiente. De la misma manera, debemos suponer que el pensamiento toma tiempo y que, en el caso de Descartes, las propiedades temporales de la experiencia en primera persona reflejan y guardan una correspondencia simétrica con las propiedades temporales de la sustancia pensante.
¿Pensar? Aquí sí encuentro: el pensamiento es; sólo a él no puedo arrancarlo de mí. Yo soy, yo existo; es cierto. Pero ¿cuánto tiempo? Únicamente mientras pienso; porque también podría suceder que, si me abstuviera de todo pensamiento, ahí mismo dejara por completo de ser (AT, vii, 27; trad.: Descartes 2009, p. 87).
Este texto sugiere una idea muy importante para la temporalidad del pensamiento: existo mientras pienso; la certeza de que existo sólo es actual y tiene lugar mientras pienso (quandiu cogito). Quandiu es un adverbio de tiempo que, además de implicar cantidad, esto es, cuánto tiempo, tiene el sentido de durante, y por ello se refiere a un lapso. Resulta notable que la experiencia o el estado mental del que se trata parece incluir de suyo una propiedad temporal: la duración. No desarrollaré aquí la pregunta de si Descartes se refiere a la percepción de una propiedad temporal de la experiencia. Por lo pronto, me interesa aclarar el sentido en que la experiencia consciente del presente para el cogito es temporal; si esto requiere la percepción de las propiedades temporales como objetos de experiencia no es importante.
Muchos comentaristas defienden la idea de que el cogito es simple e instantáneo porque el instante en que el sujeto del pensar se encuentra con la evidencia de su existencia como un ser pensante carece de duración. Tal es el caso de Wahl 1920, para quien la fuerza de esta posición radica en que el cogito ergo sum no es un razonamiento. Wahl opone la simultaneidad de la intuición del cogito a la sucesión propia de los razonamientos en la deducción. Cabe preguntarse por qué habría que considerar que el instante en el que se intuye el cogito carece de duración si no es una consecuencia necesaria de su simplicidad ni del hecho de que carezca de sucesión. El problema está justo en suponer de entrada que el tiempo del pensamiento está determinado por completo por el paradigma de la divisibilidad y numerabilidad y esperar, por lo tanto, que la serialidad sea también su modelo.
La simplicidad de la operación intuitiva del pensamiento sí se vincula con la ausencia de sucesión, y no porque no sea un razonamiento, aunque ello sea cierto;21 la razón es que el acto de intuición es todo presente, cuyo sentido incluye el carácter de actual (preasens evidentia en: AT, x, 370). El paso en falso de quienes defienden que el cogito se da en un instante sin duración es, a mi juicio, identificar lo que es presente y actual con lo que es instantáneo y carece de duración. Es preferible afirmar que el presente dura, no importa cuánto -pues quizás no lo podamos determinar numéricamente, al menos desde la perspectiva del pensamiento sobre sí mismo-, que la afirmación, bastante confusa, de que puede haber propiamente experiencia de un instante sin duración. El presente dura y ello significa que tiene una extensión temporal. En el caso de la deducción, la acción del pensamiento que no es intuitiva (las dos únicas funciones que admite Descartes para el pensamiento puro), tampoco hay propiamente una sucesión temporal. Hay sucesión de razonamientos, pero el “movimiento continuo e ininterrumpido” (AT, x, 369) del pensamiento sobre la serie de razones encadenadas es también simple, porque un mismo acto del pensamiento puede pensar varios objetos o ideas, y la divisibilidad de las ideas no es la divisibilidad del pensamiento: esto equivaldría a atribuir a la experiencia misma de pensar los atributos o propiedades de lo que piensa, es decir, sus objetos intencionales.22 Esto significa que la transferencia de las propiedades temporales tiene lugar entre la naturaleza de la sustancia pensante y la naturaleza de la experiencia del presente: una y otra son simples e indivisibles y ésa es la forma de su duración. La transferencia de las propiedades temporales no sucede entre la experiencia consciente del presente y la naturaleza divisible de los objetos del pensamiento o de la experiencia. Esto quiere decir que se puede pensar -por medio de un acto simple, indivisible, actual para la consciencia- objetos de pensamiento complejos y divisibles, incluso sucesivos (como el caso de la sucesión de razones).23
En términos ontológicos, una de las diferencias más radicales entre el cuerpo y la mente es la divisibilidad del primero y la indivisibilidad de la segunda: el pensamiento no es divisible, carece de partes. El principal argumento para defender la simplicidad o indivisibilidad del cogito atiende a la experiencia que tenemos del pensamiento como una actividad unitaria e íntegra.24 Esto es fundamental, pues la numerabilidad de la duración del pensamiento no proviene de la naturaleza del pensamiento mismo justo porque éste como tal no es numerable.
La duración del pensamiento es divisible y numerable sólo en el sentido recién descrito: en cuanto coexiste con la duración de la materia -pues ambas sustancias fueron creadas simultáneamente-. Por ello, la numeración de la experiencia procede de un elemento exterior a la experiencia misma de pensar: del hecho de que la duración de la experiencia coexiste con la duración de la materia. El pensamiento no es divisible y, desde el punto de vista de la experiencia, la temporalidad del pensamiento tampoco lo es. Esto significa que la experiencia temporal consiste en la consciencia de un presente simple y unitario, indivisible.
Hay pasajes que apoyan la tesis de la divisibilidad de la duración del pensamiento, pero se trata de fragmentos en los que el orden temporal de la mente se considera desde la perspectiva de la sustancia creada, que coexiste, por lo tanto, con la existencia sucesiva de la extensión.25 La discusión sobre la continuidad o discontinuidad no puede aplicarse a una temporalidad experiencial pues ésta no es propiamente divisible y, sin divisibilidad, no hay serialidad. Puedo medir el tiempo físico y puedo adoptar los mismos referentes para medir la experiencia del tiempo -más en concreto, de la duración de la experiencia-; pero para ello no se necesita sostener que el tiempo de la mente es un tiempo serial. La experiencia de la duración no se puede medir de manera directa, sino sólo a través de su coexistencia con la duración de la materia. Por esta razón no parece tener sentido aplicarle a la experiencia del tiempo del cogito los problemas que se derivan del tiempo como número, tal como la continuidad o discontinuidad de las partes en las que se divide. Así, el sentido en el que la duración del pensamiento puede ser sucesiva es un sentido sólo derivado y secundario respecto de la naturaleza del pensamiento. En el último de los casos, aunque es posible afirmar que en la experiencia de pensar se pasa de un pensamiento a otro, en un presente sostenido, no se puede fijar el punto exacto en el cual un momento del pensamiento se convierte en otro momento que pueda discernirse con claridad, pues la divisibilidad de los objetos del pensamiento no implica la divisibilidad de la experiencia de pensarlos, ni la divisibilidad de la estructura temporal de la experiencia.
4. Algunas conclusiones
En la base del debate entre el tiempo continuo y el tiempo discreto se encuentra la suposición del carácter serial del tiempo. Según vimos, la duración, en cuanto ligada con la existencia de las sustancias, debe considerarse de acuerdo con el modo de existencia de cada sustancia. Así pues, una consideración detenida sobre la naturaleza del cogito y su diferencia con la naturaleza de la materia permite advertir que es inadecuado atribuir a uno y otro la misma noción de serie temporal. Si bien el tiempo como número, y por tanto divisible y serial, cobija a ambas sustancias en cuanto coexistentes, su duración debe describirse con recursos diferentes. Esto significa que no se debe pasar por alto la diferencia entre el tiempo mental o la experiencia del tiempo, es decir, entre la experiencia de un presente que dura de forma simple, unitaria e indivisible, y el tiempo físico, divisible y numerable según el esquema de la sucesión y, por lo tanto, de la serialidad.26