Pueblo
El populismo postula y agencia (“agenciar” es aquí el modo de postular) algo común entre todas y todos aquellos a quienes interpela su convocatoria. Ese “algo” determina la inscripción común en el “pueblo” como principio de identidad y pertenencia, pero lo hace, de acuerdo con el agenciamiento populista, de tal manera que es aquello “común” lo que constituye en primer lugar al “pueblo”. Dicho de otro modo, el “pueblo” del populismo no existe como un dato primario, como una realidad preconstituida u originaria. No tiene, por lo pronto, sustancia alguna. No es el Volk del romanticismo, que importa traer a cuento porque el concepto (o construcción) de Volk apela sobre todo a lo común como principio de arraigo: en costumbres, tradiciones, modos de ser y de hacer y hablar, de habitar; modos de vida y existencia. El Volk no nace por un pacto (no importa lo ficticio o hipotético que sea) en virtud del cual los individuos se asocian para formar una Gesellschaft, una sociedad, sino que es anterior de manera radical a todo pacto porque abreva en lo común; es una Gemeinschaft, una “comunidad”; y aquí no es preciso referir -aunque sí importa tenerla en cuenta, porque no es un caso único- la radicalización ominosa de los conceptos de Volk y de Gemeinschaft en el nacionalsocialismo.
Sin embargo, aunque el “pueblo” del populismo no es oriundo, la operación que lo constituye -lo que llamo el agenciamiento populista- apela a notas y connotaciones que de un modo u otro juegan, de manera latente o explícita, con un sentido de autenticidad que difícil-mente podría separarse de la implicación de lo originario, lo genuino, lo veraz. Algo se cuela por aquí respecto de lo cual es preciso estar alerta.
El mito de la sustantividad (que como todo mito tiene al fin asidero material) es un espectro que pena en el populismo. Un problema decisivo en éste es la construcción de la noción “pueblo” a partir de la in-terpelación y la convocación a constituirse en un lugar que tiene por lo pronto el espesor de un nombre: un nombre poderoso, sin duda, puesto que hace referencia a un sujeto que se supone que es el depositario del poder social y político. Al tratarse, pues, de una construcción, en el pro-ceso de constitución esa noción puede asumir una densidad ontológica por la asociación de diversos elementos sustantivos que le dan densidad a la operación identitaria que es inseparable del agenciamiento populista. Pero la sustantividad no es el único espectro ni -desde el punto de vista de lo condicionante- el más decisivo, por mucho que sus con-secuencias reales puedan llegar a ser aterradoramente nocivas. Existe otro, que está estrechamente asociado a ese “común” que interviene en la constitución populista de “pueblo”.
Lo “común” tiene ante todo el carácter de un sentimiento que refuerzan ciertas experiencias reiteradas: es un sentimiento de privación por exclusión: saberse (en el modo del sentimiento y quizá del resentimiento) excluido de la participación en bienes sociales, derechos y oportunidades, excluido de la participación en decisiones que son relevantes para la propia existencia. A este sentimiento cabe llamarlo malestar. Si se está dispuesto a aceptar que la “demanda”, como quiere Laclau 2005 (pp. 72 y ss.), es la unidad de análisis mínima en relación con la cons-trucción del vínculo social, parece preciso reconocer que su caldo de cultivo es ese malestar primario que difunde el aire de familia (la equivalencia) entre las múltiples demandas que buscan articularlo. Todo lo que se diga de la eficacia política de las demandas articuladas en cadena ha contraído una deuda original con el malestar de la exclusión, y el componente afectivo que se atribuye a la convergencia de tales demandas -la cadena de equivalencias- se deriva en esencia de esa deuda. En otras palabras, si hay una demanda de todas las demandas es la demanda de la no exclusión, la cual sería el momento originaria-mente democrático del populismo -lo que no equivale a decir que el populismo necesariamente está en el origen de la democracia-.
Decía líneas antes que en lo “común” del malestar va implícita la exclusión respecto de la capacidad de decidir cuestiones determinantes para la existencia de cada cual. Tiendo a pensar que éste es un aspecto del agenciamiento populista que tiene especial significación: su interpelación va dirigida a cada cual, en la particularidad de su vida cotidiana, en el pormenor de sus experiencias, e imprime sobre ellas la huella de un sentido que atañe a muchos más con quienes se comparte una misma condición que no es otra, por cierto, que la de estar excluidos, aunque no todas y todos excluidos del mismo modo y respecto de lo mismo. Eso da sentido al malestar. Es una suerte de configuración afectiva del lazo social. Desde este momento, es posible articular demandas, vincularlas en cadena y desbordar la especialización institucional de que dispone un Estado para atenderlas y eventualmente negociarlas una a una, de acuerdo a su especificidad (salud, educación, previsión, medio ambiente, etcétera).
Esto que podríamos llamar “dispositivo populista” resulta ser algo peculiar: hablar a cada cual dando sentido y horizonte a su malestar y, de ese modo, incorporar a cada cual a un todo social que se reconoce en esa condición por diversas causas y experiencias, y en el interior del cual ya se es, fraternizado con los iguales, una o uno más de un co-lectivo en movimiento, en movilización. Como quiera que el populismo constituya a su pueblo, ya sea que lo densifique con atributos ontológicos o que lo active en la performance de la movilización, tiene por necesidad que pensar en un pueblo, no sólo en el pueblo genuino -la parte que es el todo (Laclau 2005, pp. 83 y passim)-, sino en un pueblo uno, en la representación de una unidad interna, inmanente, que no puede (ni debe) reconocer diferencias de una u otra manera apreciables entre sus integrantes. Nada más ajeno al populismo que abrirse a la posibilidad de pensar el “pueblo” en plural. Por cierto que, en esta unificación, es determinante la figura y la voz del líder, que es, en me-dio del “nosotros” multitudinario, el único nombre y que, como tal, es expresión y foco de la unidad del “pueblo”.
En este sentido, se puede decir que el populismo activa y desactiva al “pueblo” como categoría política. Lo activa constituyéndolo en y por su interpelación en nombre del desmedro, la marginación, la pérdida de los derechos, la vulnerabilidad de las condiciones de vida; lo activa convocándolo a constituirse en un lugar vacante, con carga simbólica de memoria, de promesa o de revancha, que tiene en su núcleo el principio de la soberanía. Lo desactiva -aun en el entusiasmo de la movilización- al activar el desmedro de la exclusión, en virtud de la cual la interpelación actúa, como condición de autenticidad por la oposición cerrada a las élites corruptas, insensibles o ineficientes (o a los otros amenazantes o a ambos por igual), con lo que provoca una clausura identitaria y la remisión de todas las relaciones que lo traman, por diversas que sean, a la verticalidad del líder.
En virtud de esta activación y desactivación simultánea -sin esa simultaneidad la posibilidad misma de dirigir al “pueblo”, de focalizar las energías colectivas, de poner en marcha propósitos que se defiende que son comunes quedaría sencillamente en entredicho- lo que acontece es una neutralización lógico-semántica del concepto mismo, que de seguro no es responsabilidad primaria del populismo, sino un rasgo del devenir moderno del “pueblo”. La retórica sublime de “We, the people”, de la soflama de Mirabeau (“Nous sommes ici par la volonté du peuple”), la voluntad misma que se le supone al “pueblo” y tantas otras consignas gloriosas que parecen cuajar en palabras la fuerza colectiva como potencia histórica se ha amortiguado hasta cobrar un gris más o menos indiferente. Entonces, es como si el populismo hiciese ademán de apelar y suscitar esa fuerza, sin dejar de reiterar su amorti-guación, sin poder, en definitiva, liberarla. Por estas mismas razones, el populismo obliga a replantear la pregunta ¿qué es un pueblo?, ¿qué es el “pueblo”? Desde luego, no tengo una respuesta hecha para estas dos preguntas.
A cambio de ello, permítanme una evocación anecdótica. Fines de febrero de 1971. Salvador Allende es presidente de Chile. Un grupo numeroso de jovencitas y jovencitos, la mayoría de cabello rubio, regresan en tren desde la Araucanía a Santiago, al cabo de un mes en un Lager en la Araucanía (todas y todos estudiantes y exestudiantes de colegios alemanes; el nombre aquel de Lager tiene resonancias ominosas en las que no reparamos). A la altura de Los Ángeles o quizá un poco más al norte, a unos 500 km al sur de la capital, enganchados nuevos carros (cae la tarde ya), el numeroso grupo quiere ocupar los dos vagones que había contratado. Pero no hay tales dos vagones; sólo uno. En el siguiente se acomodan muchas, muchísimas personas de los pueblos aledaños. Se exige la presencia del conductor, que comparece en la puerta del único vagón en que va el grupo, distribuido con alguna restricción, pero no hacinado. Alguien que asume la función de encargado avanza hacia el conductor; yo me sumo. Le explicamos que hemos pagado por los dos vagones. Él, amablemente, se dirige a mí y me dice: “El tren lo necesitamos todos, compañero”. Mi silencio reveló mi asentimiento, sin reserva, aunque entonces estaba en el bando opuesto. Casi dos años me tardé -no diré por qué experiencias diversas- en escuchar, no todo -eso era imposible- pero sí lo mínimo que había en esas palabras. Y las guardo con fidelidad irrenunciable. Mucho tiempo después un querido amigo, muerto ya hace 27 años, uno de los pensadores que ha tenido nuestro país, me habló del “misterio de la palabra compañero”, “compañera”. “Misterio” es una palabra escogida adrede por su reverberación escatológica: apunta al sentido redentor, a la pro-mesa que se mantiene abierta en su incumplimiento, a la apertura a un porvenir que no se puede anticipar en modo alguno.
“El tren lo necesitamos todos, compañero”: no es una constatación, menos una advertencia o una conminación, es una promesa y un compromiso. En la experiencia de esa frase, de esa palabra, está todo lo que entiendo por “pueblo”.
Antagonismo
La tesis de un antagonismo constitutivo que fractura lo social en dos campos irreductibles entre sí (Laclau 2005, pp. 74, 78 y ss.) es, al parecer, consustancial al populismo. Por cierto, algún tipo de antagonis-mo pertenece de suyo a la lógica del poder y, en esa misma medida, a lo político. Pero no todo antagonismo se convierte por necesidad en un dualismo excluyente. Este signo de la exclusión -que no sólo del oponerse, resistir; acaso del sublevarse- es lo que me parece más problemático en la reivindicación y la puesta en marcha del populismo. Movilizado en nombre de la exclusión que se padece o se imputa, en contra de los causantes de esa exclusión -llámeselos élite, oligarquía, casta, poderes fácticos o como se quiera-, construye y constituye la comunidad del “pueblo” genuino, del “pueblo” verdadero en oposición a “ellos” que, en virtud de esta activación o agenciamiento, son ahora impugnados como parte no legítima de esa comunidad. Se construye y se constituye el “pueblo” del populismo mediante la exclusión, evacuación, expulsión a un exterior a los “otros” que no somos “nosotros”. En esa medida, y aunque los modos puedan ser muy diversos, el populismo tiende a permanecer y reforzarse en el círculo de la exclusión, que es la forma lógica que cabría atribuirle. Donde quiera que se active esta lógica -que traza una barrera insalvable y arrastra consigo los atavismos
del conflicto, la contienda y la guerra- de forma solapada pasa, bajo el antagonismo de unos y otros, de “ellos” y de “nosotros”, la exclusión inevitable de un tercero en cuyo nombre, sin embargo, pretende hablar el populismo. Creo que se podría sostener que en todo dualismo antagónico, jerárquico o como quiera que se lo llame, siempre hay un tercero que no es sólo incluido ni sólo excluido, sino que es excluido por inclusión o incluido por exclusión. Ya volveré sobre esto. Entre tanto, me interesa considerar cómo se asignan identidades bajo aquellos pro-nombres, es decir, bajo el signo del antagonismo; cómo, en particular, se configura la identidad “pueblo” y de qué tipo de configuración se trata.
El parentesco de la noción de antagonismo a la que me refiero con la relación entre el “amigo” y el “enemigo” que, según Carl Schmitt, define la especificidad de lo político, parece relativamente obvia. Esa relación, además de satisfacer la condición de irreductibilidad recíproca propia del antagonismo en los términos antes mencionados, le da a quienes se reconocen como “amigos” el sentido de una unidad existencial: esa unidad es, para Schmitt, la de un pueblo soberano (Schmitt 2002). Algo así como una unidad existencial me parece también crítica en el caso de los populismos, y puede alcanzar niveles paroxísticos cuando lo que se cree percibir es una amenaza esencial a la propia forma de vida o al “proceso” que nutre aquella misma unidad. Es lo que antes llamé la configuración afectiva del lazo social. Va acompañada por una articulación de identidad que, me parece, antes de ser política, es ética: no en vano las denuncias e inculpaciones que el discurso populista dirige a sus adversarios en el poder se tiñen de matices morales intensos y la misma autenticidad del “pueblo” que convoca y congrega los exhibe también por su lado luminoso.
Así, si bien la noción populista de “pueblo” puede cuadrar bien en la concepción del antagonismo cifrada en la relación irreconciliable entre el “amigo” y el “enemigo” tal como la concibe Schmitt, condiciona su carácter originario específicamente político a la unificación ética (afectiva y valorativa) del sujeto popular que es, al mismo tiempo, la base sobre la cual una asignación de identidad es en principio posible. Si la división del campo de lo social y su agenciamiento político funcionan en la clave lógica y retórica del “ellos” y “nosotros”, saber quiénes son “ellos” y quiénes somos “nosotros” es algo que ya se ha decidido desde el registro ético antes de toda articulación política. Dicho de otro modo, la articulación política del sujeto “pueblo” necesita descubrir en virtud de su propia actuación un sustrato ético que ofrece la unidad y la identidad requeridas. En este sentido, la intensidad como nota determinante en la idea schmittiana de una relación irreductiblemente política
y definitoria de lo político -y que en última instancia tiene a la guerra, no ya como extremo según sostiene Schmitt, sino como principio y fin- encuentra en ese registro ético su sustituto. En consecuencia, se trataría de una configuración ética antes que política de la identidad, y esto le confiere cierta fijeza a los correlatos del antagonismo que, creo, es justo lo que una configuración propiamente política no debe permitirse, sin serle, por cierto, inmune. También en eso se involucra un saber.
A propósito del antagonismo y muy en especial de la configuración de identidades políticas con aquellos pronombres -“ellos”, “nosotros”-, permítaseme volver a un texto que se aproxima ya a los 130 años de antigüedad. Es de Valentín Letelier, abogado, político radical y mentor de la educación pública en Chile y otros países de América Latina. Es el texto de una conferencia leída por Letelier en el Club Radical de Santiago el 18 de octubre de 1889; su título: “Ellos i nosotros. O sea los liberales i los autoritarios” (Letelier 1895). El juego de cruces que el título anuncia en quiasmo y que la conferencia administra de manera estricta sugiere, por una parte, el tema de la opción por el radicalismo positivista que Letelier se propone consolidar con tal ocasión como un lugar político diferente al de liberales y conservadores, como un tercero en medio del conflicto, que no media en él, sino que lo radicaliza. Su formulación precisa se encuentra en la frase “poner la dictadura al servicio de la libertad” (Letelier 1895, p. 18). Por otra parte, el quiasmo del título habla también -aunque de manera menos obvia- de cierto saber de la ambigüedad que sería necesario para ese tercero.
Sin duda, el escenario de la época es distinto al de los tiempos actuales. La disputa se daba entonces entre los defensores de las libertades individuales y del emprendimiento y los conservadores como brazo político de los intereses hegemónicos de la Iglesia y de la aristocracia terrateniente. Letelier interviene en ella provocando, con auxilio de aquel saber de la ambigüedad, un juego de representaciones que tiene menos que ver con la delegación, con estar o actuar por otro, que con lo que Nietzsche nombró en un texto juvenil Verstellung, ese talento mimético que alcanza su cima en el ser humano (Nietzsche 1999, p. 876): el término puede traducirse, no sin dificultades, como “simulación”, aunque también vale este vocablo, para el caso que aquí me interesa quizá más, por “desplazamiento”. El escenario es distinto al que debatimos, pero tal vez no sea del todo ajeno, en particular si se piensa en los contextos sociales, políticos y económicos de crisis que en ocasiones nutren la eclosión del populismo, aunque aquí, por cierto, no se trata de esto. Letelier pronunció este discurso en la víspera de un quiebre institucional que condujo a la revolución de 1891, una guerra militar y civil cuyo colofón fue el suicidio del presidente José Manuel Balmaceda.
Se trata en la conferencia, decía, de situar el radicalismo entre “ellos” y “nosotros”.1 Un ciclo liberal sucedió al predominio de los principios conservadores en la sociedad chilena y en ese contexto surgió el radicalismo. Pero, más aún que este cambio histórico, la necesidad de la localización se debe a las transformaciones en el orden simbólico: en el fragor de la lucha política que se agudiza de manera irreversible, las identidades y las enseñas políticas, los apelativos y los emblemas terminan por volverse equívocos. Un clima de desconcierto invade la escena, de suerte que los liberales se muestran proclives al empleo de la fuerza coercitiva del aparato estatal, mientras que los conservadores reivindican con fervor la libertad y los derechos individuales. “Ellos” y “nosotros” se manifiestan como una suerte de deícticos mudables, “significantes vacíos”, si se quiere. Y, en ese contexto, los radicales han pasado de ser “rojos anarquistas” a ser “rojos autoritarios”, oscilando entre uno y otro extremo. Cualquier proclama identitaria que quisiera establecer un punto fijo tendría que naufragar en medio de la agitación del momento: por eso se trata de esclarecer la situación de los radica-les y, si puedo decirlo así, la gestión de esa situación -la promoción simultánea de la autoridad y la libertad-, si no se quiere que, a mayor equivocidad, los conservadores hagan pesca milagrosa en las aguas revueltas.
No obstante, los conceptos de autoridad y libertad son precisamente los que alojan la equivocidad. Despejarla supone una mirada aguda que penetre en el teatro del poder y reconozca las claves para descifrar tales conceptos. Esa mirada debe desnudar el poder en su condición esencial-mente conflictiva para determinar de qué autoridad y de cuál libertad se habla. La lucha fundamental no se da “entre el individuo i el Estado, como Spencer i los libre-cambistas lo suponen; trábase entre poder i poder, porque si nosotros tendemos a fortalecer el del Estado, ellos [los conservadores] tienden a fortalecer el de la teocracia” (Letelier 1895, p. 6). En tales términos, cuando, desde el punto de vista radical se pro-mueve en forma simultánea la autoridad y la libertad, estas dimensiones no aluden a la coerción que impone una potestad establecida, por una parte, y a las libertades del individuo, por otra, sino a la dirección estatal y a los derechos sociales.
La mirada en el poder descubre su desnudez y su escisión: una desnudez de todo nombre y una escisión que es la realidad de la lucha de fuerzas: “la lucha perpetua, la que les imprime carácter permanente [a los partidos] es la lucha que en todos los siglos i en todas las naciones existe trabada entre las dos fuerzas sociales antagónicas: la que propende a restaurar el orden caduco i la que propende a desarrollar el orden nuevo” (Letelier 1895, p. 10). Se trata, sí, del antagonismo, pero también de su inestabilidad constitutiva, material, que genera, en el orden simbólico, la condición de ambigüedad en virtud de la cual no es posible determinar de una vez por todas cuáles son las identidades de las fuerzas en pugna. Un saber de la identidad, lo que se llamaría un gran saber, no podría sino colapsar en la contienda, inhabilitado por su rigidez para sobrellevar sus vaivenes. Sólo un saber estrictamente conmensurable con aquella mirada puede sostenerse en la ambigüedad del poder y “reconocer [. . .] cuáles son los verdaderos liberales, cuáles son los verdaderos autoritarios” (Letelier 1895, p. 10). Por cierto, “ver-dadero” no indica aquí una identidad estable: apunta a una dimensión que precede a los nombres, una dimensión pro-nominal, pre-nominal, en la cual y desde la cual se determinan las oposiciones y los diferendos, las alineaciones fundamentales. A ese saber se lo describe como un “poco de filosofía”: “En mi sentir, señores, con un poco, mui poco de filosofía se puede tener toda la luz necesaria para aclarar la duda” (Letelier 1895, p. 10). Es el saber de la ambigüedad que dirime el sentido de la lucha política, que nombra a los “partidos fundamentales” (cfr. Letelier 1895, pp. 14 y s.), remitiéndolos a su “verdad”. Y este saber de “un poco, mui poco de filosofía” sabe a la vez que la filosofía funda historia y sociedad como “filosofía dominante” (Letelier 1895, p. 11). Es, entonces, el saber de una operación, que no fundamenta ni legitima identidades, pero que puede habérselas con el constante juego de des-plazamientos e intercambios del conflictivo despliegue de lo político.
Evoqué este discurso porque me parece ver en él una admonición fundamental respecto de toda configuración rígida de la identidad como premisa y condición de identidad política; y ha de concederse que, cuando se les asigna ese carácter condicionante, las configuraciones éticas pueden llegar a ser extraordinariamente rígidas. Las pistas que el discurso entrega acerca de la cuestión de las identidades en el campo de lo político apuntan a la necesidad de precaverse de todo sustancialismo, fundamentalismo y fijeza; aún más, diría, sugieren la exención de toda ontología política. Tal es, creo, el sentido que adopta ese “poco, mui poco de filosofía”. Las identidades políticas son identidades flotantes, tienen más el carácter de la máscara que del rostro,
juegan a la representación (a la Verstellung) y ellas mismas son repre-sentaciones. Por eso no pueden satisfacer la demanda subjetiva -que tiene que ver justo con la fisonomía ética del sujeto, sea individual o colectivo-, la demanda, digo, de un pleno reconocimiento. Sin duda, esa demanda ética es un ingrediente de la política, es parte esencial de la potencia movilizadora de lo político (y, por cierto, del “pueblo”); pero así como transferir simplemente lo ético a lo político diluye la especifi-cidad de este último, así también la política no puede ni debe satisfacer tal demanda. Donde quiera que se busque fijar identidades -y éste es el problema de cualquier denominación y de cualquier oposición rígi-da entre “ellos” y “nosotros” que crea contar con claves de identidad estables- se acaba por clausurar lo político y se abre el espacio de la guerra.
Democracia
El pueblo del populismo es el pueblo de los excluidos, de los marginados, de los que sufren el abuso por parte de élites o de grupos que gozan de prerrogativas escandalosas, minorías privilegiadas que son corruptas y medran con la privación de los demás, que someten la libertad de éstos a sus propios intereses o que simplemente olvidan o ignoran las demandas del pueblo. No hay necesidad alguna de decir que a veces es así y que en otras ocasiones es una fantasía oportuna. En todo caso, el discurso populista difícilmente podría hallar eco si algo de esto no fue-se, de un modo u otro, cierto. En tal sentido, el populismo le muestra a la democracia sus limitaciones, si bien en esta función no se puede dejar de distinguir entre populismos de izquierda y populismos de derecha, admitiendo que esa exigencia democrática es propia de los primeros, no de los segundos, por mucho que la materia prima social pueda -en parte- compartirse. En particular, el conato populista le muestra a la democracia liberal lo que hay en ella de no democrático (que no tiene por qué ser inmediatamente cargado a la cuenta del liberalismo). De nuevo, hay en esto cierto aire de familia con la teoría schmittiana, que tiene respecto de la democracia liberal una alergia que el populismo comparte. Schmitt veía en las instituciones de la democracia liberal un conjunto de restricciones al ejercicio de la voluntad del pueblo, y en la casuística de los populismos, sin importar el signo o la fianza ideológica del caso, hay pruebas abundantes de la proclividad a levantar esas restricciones por la vía de un debilitamiento, una ocupación o, dado el caso, una anexión de esas instituciones (justo las que no están sujetas al voto popular). Para el populismo, la noción misma de “democracia liberal”, si no supone de plano una contradicción, aloja en todo caso una tensión indeleble. Lo que sí puede leerse en esa tensión es la evi-dencia incómoda de que la democracia no está nunca concluida, que es una tarea (una Aufgabe) interminable y que sólo el continuo esfuerzo por profundizarla puede mantenerla.
Sin embargo, como ya ha quedado dicho, el problema central del populismo es persistir en el círculo de la exclusión y definir al “pueblo” bajo la condición que éste impone. Es lo que de otro modo -digamos, en términos positivos- se describe como la constitución sinecdóquica o metonímica del “pueblo”: pars pro toto, la plebs que reclama ser el populus legítimo (Laclau 2005, p. 86). En esta exigencia se juega, desde luego, la ya referida división del todo social en dos campos antagónicos, que podrán adoptar identidades e investiduras diversas, podrán alojar ideologías definitivamente opuestas, pero que, en general, oponen un pueblo auténtico a un grupo dominante cuya legitimidad para dirigir el conjunto se impugna de manera radical. Pars por toto implica una exclusión. La pregunta, entonces, es cómo el populismo (y hablo del populismo de izquierda) podrá sostener una vocación y una voluntad democráticas sobre la base de la exclusión -ahora inversa a la que le pudo dar sentido de unidad-.
Permítaseme detenerme un poco en esto. Vuelvo a Schmitt, que me sigue pareciendo, en todo esto, un referente que no cabe obviar, sobre todo en lo que concierne a la definición de la soberanía, que en él des-cansa en la circularidad performativa, “autofundante”, de la decisión, la cual, sin embargo, no ocurre sin que produzca, genere o deje un resto.2 Al comienzo de la Teología política, Schmitt sostiene que “una norma general [. . .] no puede jamás aprehender una excepción absoluta y, por eso, tampoco [puede] fundamentar sin resto [restlos] la decisión de que un genuino caso excepcional está dado” (Schmitt 2004, p. 13). Al no ser determinable a partir de la norma, ese “resto” es lo extralegal por definición; cabe apuntar aquí que la “extralegalidad” es también el principio que explica la tesis schmittiana según la cual la relación política primigenia es la relación amigo-enemigo, tal como se presen-ta en El concepto de lo político. Si el caso excepcional -que amerita la decisión soberana- es literalmente indecidible para la norma, en-tonces el resto determina la esencia de la decisión, de la excepción y de la soberanía: el soberano se exceptúa respecto de la legalidad que funda con su decisión pero no deja de pertenecer a dicha legalidad en virtud de su misma decisión. Pero éste sólo es un primer sentido de la extralegalidad del “resto”. En un segundo sentido, el “resto” es aquello que la decisión soberana exceptúa de la legalidad vigente con el fin de asegurar la vigencia de esa legalidad.
Dos “restos” se exceptúan: uno es la propia decisión soberana; el otro es aquello que la excepción empuja al límite del orden legal y allí lo enclaustra, lo reduce como sujeto sin derecho, es decir, como sujeto sometido de manera ilimitada al orden legal.
Se trataría, entonces, de dos modos de funcionar de la excepción. Ambos incluyen y excluyen a la vez. En el primero el soberano se excluye a sí mismo de todo lo que queda incluido en el orden que su decisión crea, de tal suerte que él mismo queda incluido en este orden como aquel que activamente se excluye a sí mismo del derecho que rige ese orden.3 En el segundo, el “resto” se incluye de manera ilimitada en el orden como aquello que se excluye simultáneamente del derecho, constituido como miembro radicalmente pasivo (negativo, si se quiere) de su régimen.
Me inclino a pensar que la lógica que rige la concepción de Schmitt de la soberanía puede describirse (en términos analógicos, si se quiere) como una lógica del tercero excluido. Aludo, claro está, al tercer principio de la lógica clásica que Aristóteles agrega a los principios de identidad y contradicción: excluye aquel todo tercero (tertium non datur) dondequiera que se presente una contradicción. En el caso de Schmitt, quizá podría hablarse de una lógica-política del tercero exceptuado. Su peculiaridad no radicaría sólo en que haya dos modos operativos de la excepción que son específicamente distintos, sino en que estos dos modos repercuten sobre la excepción en virtud de su homología estructural: si incluyen y excluyen a un mismo “sujeto” a la vez se insinúa, acaso, otro modo de la soberanía y otro tipo de soberano bajo la sombra del soberano schmittiano. Lo que la teoría política moderna ha llamado el “pueblo” admite esos dos tipos, esos dos modos de la “soberanía popular”. Uno de ellos sería aquel por el que Schmitt aboga, que en definitiva requiere el acto supremo de la decisión inclusiva y excluyente del soberano para su propia constitución o restitución, de la cual (una u otra) aquel actúa como garante y fundamento. Con esas mismas características ese soberano exhibe una afinidad con el líder populista que anuda carismáticamente la cadena de las demandas. El otro modo, en cambio, tendría el carácter de una soberanía sacrificial: un sacrificio soberano que sacrifica al soberano potencial para resguardar y afirmar justo esa potencia como potencia y abrir así la posibilidad de una soberanía sin centro ni fundamento.
Si bien en su apelación al “pueblo” bajo la forma de la exclusión el populismo requiere, por una parte, aglutinar la potencia de las demandas en la actualidad decisiva del liderazgo soberano, por otra, alude en forma implícita a aquella otra soberanía, y alude a ella en los términos de una democracia radical. Sin embargo, condicionado por aquella forma, tiende a transformar al pueblo en el “Pueblo”, al pueblo que no puede ser sino plural, diverso y contingente bajo la unidad e identidad de un “nosotros” que se encarniza en el antagonismo. Pero así como el populismo le muestra a la democracia su carácter inconcluso, también -y reitero que pienso ante todo en los populismos de izquierda- trae consigo, por contraste, una indicación esencial sobre el modo de habérselas democráticamente con esa condición inconclusa.
La democracia es no exclusión. Lo es en términos sociales, políticos, económicos y culturales. No digo que lo propio de la democracia sea ser inclusiva; digo que es no excluyente. La inclusión puede fácilmente entenderse y aplicarse como una política de asimilación, con lo que se obliteran o acallan diversas costumbres y usanzas, culturas, cuerpos y estampas, creencias y herencias; en una palabra, formas y tiempos de vida, lo que llamo aquí el “tercero”, cuya singularidad asoma en forma indeleble -por mucho que se quiera anularlo y, de hecho, así se haga- en el escenario general de la división entre “ellos” y “nosotros”. En ese asomo desmiente la función totalizadora de lo social y lo político que esa división supone. El carácter no excluyente de la democracia implica que no pone otra condición, a unos y a otros y también al “tercero”, que la de no ser ellos mismos excluyentes. En este punto ciertamente hay un antagonismo democrático, antagonismo respecto de quienes quieran clausurar la no exclusión democrática en cualquiera de la formas de la exclusión, por atenuadas que puedan ser, o de la inclusión, por dadivosas que sean, dotadas todas ellas, al fin y al cabo, de un grado, menor o mayor, de violencia.
Una democracia no excluyente es susceptible de manera irremediable a la contingencia, que es la contingencia de su propia forma y devenir. Sin embargo, no impone su forma contingente, sino que la mantiene en su devenir, en su potencia, susceptible de modificarse, profundizarse, radicalizarse, siempre en un sentido democrático. Su no exclusión, que es interminable, es, en su cara positiva, hospitalidad.
En cuanto no exclusión, la democracia es democratización radical. Es la producción de otra excepción. Es la producción política de una excepción respecto de la política que abre lo político como campo abierto esencialmente indeciso: la producción de un margen esencialmente disfuncional, no administrable, ateleológico y ateológico, margen anárquico en que comparecen y se despliegan las singularidades existentes. Es una soberanía en otro sentido porque no es la constitución de un núcleo que incluye por exclusión y excluye por inclusión, sino la proliferación de innumerables nodos, cada uno potencialmente soberano respecto de sí en las decisiones y omisiones que traman el tiempo de la vida, que siempre es, seamos “ellos” o “nosotros”, la vida del tercero.
Una democracia radical, radicalizada, posee en esencia el carácter de una promesa. Se podría decir, quizá, que la radicalidad de la (de una) democracia se determina por la promesa infinita de no excluir al tercero. Es, acaso, la promesa y el compromiso que escuché, con tardanza de años, en las palabras de un conductor de ferrocarril.4