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Estudios de historia novohispana
versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523
Estud. hist. novohisp no.46 Ciudad de México ene./jun. 2012
Artículos
El gran robo a la Real Casa de Moneda de México. La delincuencia y los límites de la justicia en la ciudad de México
The Great Robbery of the Royal Mint of Mexico. The Delinquency and the Limits of Justice in Mexico City
Felipe Castro Gutiérrez
Maestro en historia y doctor en antropología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Integrante del Instituto de Investigaciones Históricas y profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de dicha casa de estudios, miembro asimismo de la Academia Mexicana de Ciencias y del Sistema Nacional de Investigadores. Ha publicado decenas de libros sobre historia social y etnohistoria de México y el más reciente es Historia social de la Real Casa de Moneda (México, UNAM, Instituto de Investigaciones Históricas, 2012) así como numerosos artículos en revistas especializadas. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas.
Resumen
El artículo tiene como asunto un cuantioso robo de plata ocurrido en 1739 en la Real Casa de Moneda de México. Aparte su interés en sí, el caso abre perspectivas reveladoras sobre los logros, limitaciones y ambigüedades en la impartición de justicia, y la relativa facilidad con que los delincuentes podían escapar o bien refugiarse en sagrado. Asimismo, el trabajo examina los antecedentes, residencia, etnicidad y actitudes del grupo criminal, y concluye que la combinación de resentimiento social, la ausencia de respeto hacia el orden social y las urgencias de la vida cotidiana podían llevar a muchos miembros de la plebe urbana hacia la delincuencia ocasional o, como en este caso, hacia crímenes mayores.
Palabras clave: Nueva España, ciudad de México, Casa de Moneda; criminalidad, justicia.
Abstract
This article deals with a large silver robbery committed in 1739 at the Royal Mint of Mexico. Besides its own interest, the case open attractive perspectives on the success, the limits and the ambiguities of the administration of justice, and the way the criminals could quite easily run away or take asylum in ecclesiastical buildings. The paper also considers the antecedents, living, ethnicity and attitudes of the criminal group, and concludes that a combination of personal resentment, the absence of respect towards the social order, and the pressures of daily life could conduce the rabble to occasional or, as in this case, major crimes.
Keywords: New Spain, Mexico City, Royal Mint, criminality, justice.
El argumento
En las primeras horas de la mañana del 17 de junio de 1739 al abrirse en la Real Casa de Moneda de México la sala de fundición de cizallas, o sea de recortes y desperdicios de plata, don Joseph de Revuelta Castañeda notó un gran faltante en el montón de rieles ya fundidos.1 Lo comentó inmediatamente con el otro fundidor, don Juan Manuel de villa, y con el primer ensayador, don Manuel de León, quien había acudido para hacer las pruebas propias de su oficio. Estando en estas comunicaciones, el negro esclavo fundidor Joseph de Catarroja les hizo notar que en la ventana de la bóveda había dos barrotes limados y torcidos, de forma que podía pasar y descolgarse una persona. En la pared había señales de haberse puesto una cuerda, y se veían huellas de pies descalzos. Las inquietas averiguaciones subsiguientes mostraron que en la cornisa de la pared exterior del edificio, que colindaba con el parque antiguo del palacio virreinal, había marcas que mostraban haberse bajado algo de gran peso Desde allí sólo quedaba pasar un muro no muy alto para acceder a la calle.
Revuelta dio aviso prontamente al fiel administrador, o responsable de la fundición, don Alonso García Cortés, quien después de comprobar lo ocurrido notificó al director o superintendente del establecimiento, don José Fernández de Veitia y Linage. El alto funcionario ordenó que el escribano del establecimiento diera fe de todo, y que se iniciara una sumaria.2 El encargado de balanzas, don Mateo picardo, pesó las cizallas existentes, y comparando con los registros del día previo encontró que faltaban 381 marcos y 4 ochavas.3
García Cortés inició las investigaciones, como que el delito había ocurrido en las oficinas a su cargo. Además, dado que era un "asentista" o concesionario, y no un funcionario, la plata le pertenecía en lo particular, y no a la Casa de Moneda. El robo debió serle muy sensible tanto en su orgullo profesional como en sus intereses: el valor total de lo sustraído, al precio pagado al introductor, era de más de 3 000 pesos. Era una suma de consideración, equivalente a un año de sus salarios.4
Dado que no había testigos o evidencia firme, García Cortés recurrió a sus informantes e inició una frenética cacería de todo aquel que hubiera hecho cualquier cosa inusual o sospechosa, y que en particular no se hubiera presentado a trabajar después del robo. Así, determinó que se aprehendiera a don Manuel de Espinosa, un operario de los molinos, para interrogarle acerca de la razón que había tenido para faltar al trabajo, y haber ido la noche del día 16 "con gran aceleración y prisa" a ver a un soldado de la guardia del Real Palacio, para recuperar un par de pistolas que le había entregado como garantía de un préstamo. Espinosa, además, había tenido la imprudencia de decirle al soldado que necesitaba las armas para una "meteduría" que iba a ejecutar, algo que podía interpretarse de diferentes maneras. Los emisarios de García Cortés fueron a buscarle en su casa del barrio de los Curtidores, atrás del convento de la Merced; no lo hallaron, pero poco después lo vieron en la calle y lo aprehendieron luego de algún forcejeo.
Estando en estas diligencias, García Cortés tuvo noticia de que el guardia nocturno Roque Hernández no se había presentado el día 18. Además había tomado refugio en sagrado, en la iglesia de la Santísima Trinidad, lo cual lo hacía sospechoso de "sabidor" del delito y posible cómplice. Por esta razón, el fiel se hizo acompañar por el merino o alguacil de la Real Casa hasta la morada de Hernández, detrás de dicha iglesia. Como sólo encontraron a su atemorizada esposa, procedieron preventivamente a un embargo de bienes.
La averiguación prometía, pero poco después Hernández se presentó voluntariamente ante el juez con un escrito de súplica. Declaró que la noche del robo había recorrido las azoteas como era su obligación, sin notar ruido "ni mosca que se meneara", y que de todas maneras él no tenía las llaves de las salas de trabajo. No tenía más culpa que la de haberse quedado dormido varias horas junto al cuarto de guardia. Había tomado refugio en la iglesia sólo porque le dijeron que iban a prenderlo, y recelaba que lo encerraran en la justamente temida Acordada. Por lo pronto, Veitia determinó su prisión en la estrecha y obscura cárcel de la Casa de Moneda.5
La pista de Espinosa tampoco condujo a nada, e incluso le trajo pesadumbres adicionales a García Cortés. El detenido declaró que su nombre completo era don Manuel Espinosa Castro de Figueroa, de familia noble, sobrino de un caballero que iba a ser nombrado virrey de Nápoles.6 Sobre su ausencia, informó que no era su obligación estar presente a diario, dado que ganaba por tarea y no por jornal.7 Dijo que las pistolas las había necesitado por un "empeño" que iba a ejecutar un amigo con una "persona exenta" (esto es, que pertenecía a un fuero privilegiado). Ofreció información con testigos de su honradez, vida y costumbres, y se quejó de las condiciones de su aprehensión, que consideraba injuriosas de su dignidad (lo habían traído maniatado "como si fuera un hombre vil"). Hasta ahí llegó la pesquisa del fiel administrador, quien por lo pronto dispuso que Espinosa quedara preso en la oficina del merino de la Casa de Moneda, y no en su cárcel. De la condición y negocios de la persona que requería de la compañía de una persona armada con fines desconocidos (que puede haber sido fray Cristóbal de la Torre, vicario del coro del convento de la Merced), prefirió abstenerse de cualquier indagatoria, presumiblemente porque nada habría obtenido y quizás se habría topado con el fuero eclesiástico.8
Otros trabajadores que fueron asimismo aprehendidos sin más motivo que haber faltado ese día fueron don Basilio de Olimares, Joseph Antonio Romero, Francisco Camacho y Gaspar Matheus, molineros y enderezadores de rieles. Dieron una explicación muy simple y creíble: no se habían presentado porque no tenían obligación de hacerlo diariamente dado que también trabajaban por tarea, porque ese día les informaron que había poca plata para fundir, y no habían querido madrugar ni "emporcarse" por tan poca labor. En su lugar, los amigos salieron a pasearse y se fueron juntos a la Comedia, o sea a una función en el muy popular Coliseo Nuevo.9
No acabaron aquí las aprehensiones. García Cortés sabía que no era fácil convertir en dinero una masa tan considerable de recortes de plata. Este noble metal tenía una serie de cuidadosas salvaguardas para su traslado o comercialización. De la minas se traía con la marca de la Real Hacienda (una pequeña corona, hecha con un punzón), que certificaba el pago del quinto real, así como anotaciones de la oficina del real ensaye que hacían constar el peso del lingote y la ley o contenido intrínseco de metal precioso. El portador debía llevar consigo una "guía" emitida por los funcionarios aduanales que especificaba el remitente, mercancía, nombre del arriero, tiempo estimado del viaje y destinatario, y que debía volver a presentarse al entrar en la capital virreinal. Por estos motivos, los ladrones tendrían que recurrir a alguna de las obscuras vías existentes para comprar o vender plata de dudosa procedencia sin demasiadas preguntas, quizás convirtiendo previamente los fragmentos en barras. Eso último requeriría de un platero o, mejor aún, de uno de los varios "escobilleros" que se dedicaban a fundir desechos, basura y escorias (las "escobillas") para recuperar algo de plata. En sí, era un trato legal, porque obtenían su materia prima de la misma Casa de Moneda, del Apartado del Oro, o bien de algunos plateros, pero desde luego se prestaba para operaciones clandestinas.10
Unos comisarios de la Sala del Crimen de la Real Audiencia dieron noticia de que unos escobilleros indios fundían metales cerca del calvario de San Lázaro.11 García Cortés salió apresuradamente hacia allí en compañía del merino, un cabo y cuatro soldados, y en un jacal hallaron a una india con un muchacho, con un fuelle y una forja. La mujer informó que su marido había fundido un tejo pequeño de 3 o 4 onzas de plata que unos españoles habían traído el día anterior en pedacitos, lo cual había hecho un cuñado suyo con pago de un peso. El sospechoso resultó ser Juan Cristóbal, un castizo (hijo de mestizo e india), que había sido trajinante de mulas y lavador de tierras minerales (esto es, desperdicios del procesamiento de afinación) en Pachuca antes de venir a radicarse en la capital. Fue aprehendido, irónicamente, mientras jugaba cartas con los soldados del cuarto de guardia de la ceca. Declaró que sólo había procesado en su casa algunos desechos de otro escobillero; y en otra ocasión un eclesiástico le había llevado con el mismo fin un poco de tierras de minas. Suplicó (inútilmente) ser liberado, porque tanto él como su familia estaban pereciendo.12
En la noche del mismo día 17, García Cortés logró la detención, siempre con su comitiva de hombres armados, del mestizo Juan Eligio, y de otros dos escobilleros, indios y parientes suyos, vecinos del barrio de San Sebastián. Las autoridades encontraron y confiscaron algunas herramientas, una plancha de plomo (que se usaba para refinar el metal), dos medias bateas propias del oficio, y cierta cantidad de escobillas. En su declaración, Juan Eligio dijo ser "maestro escobillero", de 30 años, casado, que su oficio era fundir metales en su misma casa, y que su padre y abuelo habían tenido licencia para ejercerlo de los antiguos ensayadores, con beneplácito de los plateros. Dijo que sólo había trabajado con escobillas procedentes del Apartado del Oro, así como otros desechos que le habían vendido los plateros, y nunca rieles de plata.13
El 10 de julio todos los aprehendidos fueron puestos en libertad por el superintendente y sus procesos enviados al archivo. Respecto de sus diversas peticiones de ser resarcidos por su prisión injusta y días no erogados de trabajo, se les contestó secamente que "no había lugar" sin dar más explicaciones. En resumen, que después de gran conmoción pública, del espectáculo de una comitiva armada recorriendo calles, callejones e irrumpiendo en distintos alojamientos (seguramente con una cauda de curiosos) nada había obtenido García Cortés.
Los actores
Varias semanas pasaron sin que las averiguaciones judiciales y extrajudiciales fuesen a ninguna parte. Lo que no alcanzó a dilucidar el juez y su improvisado comisario de justicia lo puso en claro el saber popular. En varias casas dedicadas a juegos de naipes, y en particular en la que estaba en la esquina de la calle del Águila, cerca del convento de la Concepción, corría la voz de que Catarroja, el esclavo que había señalado a sus jefes la rotura de la ventana de la bóveda de la Casa de Moneda, y un tal Pancho el Viejo, eran los culpables.14 Catarroja fue incluso a reclamar y amenazar a los chismosos, llevando como era su costumbre un grueso garrote o bastón en la mano, de los que se usaban para mover el carbón.
Finalmente, un informante dio noticia de que en la casa de vecindad apodada "de Jurado", por la calle de Curtidores del barrio indio de San Pablo, se hallaban dos de los autores del robo: un español, Simón de Ortega, conocido como "el Queretano" o "Virolis", que se ganaba la vida fabricando y vendiendo peines, y el sastre español Juan de Villegas Basurto (conocido comúnmente por su segundo apellido). García Cortés acudió en compañía del merino, de la ya habitual compañía de soldados y entró atropelladamente en la casa, como a las 8 de la tarde. Al llegar al segundo patio vieron que un hombre (que después resultó ser Ortega) salía huyendo, semidesnudo, dejando detrás en un cuarto una capa y unos calzones blancos donde se halló un liz o pedacito de plata, a más de 45 pesos en moneda ocultos en un chiquihuite de verduras. En el mismo lugar aprehendieron a una mestiza, viuda, concubina de Ortega, llamada Paula Efigenia de Mendoza.
La familia de Paula, interrogada, dio un testimonio de relaciones familiares descoyuntadas. Durante un tiempo, la pareja había vivido con su madre, pero Ortega golpeaba a su amasia, la hirió seriamente en una ocasión, mientras ella le gritaba que era un "perro ladrón". Su hermano tuvo que salir a defenderla. A raíz de este escandaloso incidente se fueron de la casa. La madre declaró que Paula "no ha querido vivir arreglada a lo que es de razón". La relación entre la pareja no cambió posteriormente, porque en la vecindad donde a fin de cuentas habitaron, Simón aun golpeaba a Paula mientras ella le gritaba "me aporreas porque no has salido a robar", algo que después las autoridades encontraron muy revelador. A pesar de todo, tiempo después contrajeron matrimonio en prisión.15 Total, unos vínculos de mutua dependencia que enlazaban los insultos, el maltrato y el amor, lo cual por otra parte no era tan extraño ni inusual como podría parecernos.16
Fueron también detenidos Basurto y su amasia, la viuda española María Micaela de los Ríos. En su cuarto se hallaron 12 pesos, que el aprehendido dijo haber ganado en el juego que había en el cuarto de guardia de la Casa de Moneda, pero reconoció haber comprado pedazos de plata en dos ocasiones anteriores, al parecer robados de la misma ceca.
García Cortés logró descubrir que el domicilio habitual de Ortega y Paula no era el cuarto en la vecindad de Jurado, que habían rentado hacía pocos días, sino otra casa de vecindad en la chinampería (las famosas "huertas flotantes") del barrio de la Alamedilla, cerca de Candelaria de los Patos. Allí nada se encontró, aunque el fiel hizo registrar el fondo de la acequia que estaba detrás, esperando hallar indicios de que se hubiera lavado plata. Este procedimiento judicial, sin embargo, arrojó frutos inesperados. Un vecino, el mulato Joseph Antonio Tovar, se acercó a curiosear y fue inmediatamente detenido cuando comentó imprudentemente que había trabajado en la Casa de Moneda. Nada resultó en su contra, pero sus informes fueron muy interesantes: dijo que conocía a Ortega, que éste era amigo de Catarroja, que los había visto platicando en una casa vieja, ocultos, y que cuando vieron que los observaba, hicieron señales con el dedo en la boca para que nada dijera. A Ortega también pasaban a verlo Basurto, su amasia María Micaela, y un "mulato blanco" conocido como Pancho el Viejo; y en la misma casa de vecindad vivía Joseph de Larrea (conocido como "Chepe"), también su asociado. En el cuarto de Larrea había visto entrar una noche a 4 o 5 hombres arrebozados, con bultos debajo de sus capas, quienes habían permanecido hasta el día siguiente. Con pretexto de ir a pedir un cigarro, vio que fundían metal en un horno improvisado, usando aventadores o abanicos en lugar de fuelles. Notó que "olía" a plata fundida, y vio como lavaban en la acequia polvillos como los que salían de las fundiciones. Agregó finalmente que Ortega, Larrea y Basurto habían tratado de comprar mulas a un tratante, y finalmente se decidieron por contratar a tres indios cargadores. Basurto les dijo a los indios "que no les hiciese fuerza aunque fuesen hasta el infierno, que les pagarían a cuatro reales a cada uno". Como puede verse, el vecino "movido de curiosidad", como dijo, averiguó lo que no había logrado la justicia en varios días de prolijas investigaciones; y todavía después colaboraría diligentemente, careándose con los reos y exhortándolos a decir la verdad.17
Es difícil saber las motivaciones de Tovar para mostrarse tan colaborador con la justicia y proporcionar información que nadie le estaba pidiendo. Es algo inusual, porque la población plebeya de la ciudad no solía ayudar voluntariamente a las autoridades. Puede haber en su peculiar conducta un tanto de resentimiento: años atrás había trabajado como fuellero en la misma fragua de Catarroja, pero tuvo que abandonar su labor "por sus pocas fuerzas". Era algo que debió de lamentar, porque la labor en la Casa de Moneda era relativamente bien pagada (unos 2 reales por jornada), pero que además pudo venir acompañado de burlas y hostigamiento. Era común en la ceca que los operarios "antiguos" se mofaran de los "modernos" o de reciente ingreso, como una especie de ritual de pasaje para ser aceptado. Mostrarse débil o incapaz de realizar el trabajo en ese rudo ambiente masculino era una vía segura para ser objeto de escarnio. O, quizás, Tovar simplemente disfrutó de la posibilidad de tener una mínima atención en lo que debía ser, en la ciudad, un asunto de muchas conversaciones.
La indagatoria había hecho notables progresos, pero una cosa era conocer los culpables y otra muy distinta aprehenderlos. El juez descubrió que en la iglesia del convento de los hospitalarios de San Juan de Dios, en San Lázaro, estaban asilados Ortega, Domingo Canales (un mulato de quien no se había tenido noticia hasta entonces), Francisco Xavier de Acosta (el llamado "Pancho el Viejo") y, también, el negro esclavo Catarroja.18 Como comentó el nuevo superintendente y juez de la causa, coronel Gabriel Fernández Molinillo, en este caso podría haberse pedido al provisor o juez del arzobispado que no se aplicara la inmunidad, pero consideraba que la controversia era "odiosa y de difícil éxito". Llamarlos a pregones era igualmente inútil. Pensaba que era mejor esperar a que hubiera ocasión para su captura, y mientras tanto dispuso que se les tomara declaración, previa venia de la autoridad eclesiástica.19
El interrogatorio tuvo lugar en el improvisado tribunal de un cuarto contiguo a la cocina del hospital. La actitud de los interrogados fue al principio desafiante, casi burlona: Ortega dijo llamarse "iglesia", y que se ocupaba vendiendo en el mercado del Baratillo; Francisco Xavier de Acosta declaró ser herrero, y sostuvo que había tomado refugio sólo porque sabía que iban a prenderlo (mas no se refirió a que había trabajado hacía algún tiempo en la Casa de Moneda). Domingo Canales declaró ser mestizo (aunque en general se le mencionaba como mulato), oficial de zapatero y que no sabía de los hechos ni conocía a los demás (pero no dijo que había sido "coime" en una casa de juego, una profesión muy mal vista). Total, que poco podía avanzarse en esas circunstancias. Los presos fueron trasladados posteriormente a la cárcel del Arzobispado, seguramente para gran alivio del prior de los juaninos, que no debía ver con agrado la presencia de varios individuos peligrosos en su hospital.20
El juez encontró en cambio muy interesantes las declaraciones que se tomaron subsiguientemente a la aprehendida Paula Efigenia, quien acusó a Catarroja de ser el "inductor" del robo, facilitando a Basurto, Canales y Acosta el modo, hora y disposición en que debían entrar a la Real Casa de Moneda. Habían partido de casa de Pancho el Viejo, en el Puente de San Lázaro, como a medianoche, llevando una escalera. Fue Basurto quien escaló la pared y bajó a la fundición, amarrando después con un mecate o cordel los rieles de plata para que los subieran sus cómplices. Los vio regresar cuatro horas después, y se pusieron a dividir alegremente el botín, en lo que se tardaron hasta las 6 de la mañana. La parte de Catarroja la guardó Acosta, sobre lo cual después tuvieron discusiones porque "se la quería hacer droga", esto es, no pagársela.
Ortega dio a fundir parte de su botín a Miguel Salinas, un trabajador de la Casa de Moneda (a quien nunca se halló); por lo que vendió obtuvo poco más de 130 pesos, de los que Paula Efigenia gastó parte en unas enaguas de seda y otras prendas. Claramente, la joven esperaba una compensación por su colaboración con la justicia, o recibió alguna promesa de las autoridades, porque al final declaró que "suplica a su señoría se sirva de atenderla con conmiseración a causa de ser una pobre viuda, cuya naturaleza y sexo le limitó la resistencia para la fragilidad que tuvo". Algo le ha de haber valido, porque posteriormente fue liberada sin fianza, y finalmente resultó condenada con relativa benignidad.21
Las autoridades estuvieron muy interesadas en saber quiénes habían comprado la plata, tanto por desmantelar el mercado negro del metal precioso que se sabía existente en la capital como por recuperar lo robado. Se les avisó que uno de los compradores era Manuel Sevilla, de quien era fama pública (o, al menos, eso declararon algunos tenderos vecinos) que adquiría metal precioso, a veces abiertamente y otras de manera oculta, en su tienda del mercado del Baratillo. Fue aprehendido y dijo que en su negocio a veces adquiría prendas que tenían detalles (galones, botones, ojales) de plata, que después vendía a los plateros; pero que nunca había comprado rieles ni "pasta" (es decir, el mineral ya procesado pero sin forma de barra) de ese metal. Declaró que Larrea había ido una vez a ofrecerle plata, a 5 reales la onza, pero no quiso aceptarla. El precio propuesto es interesante, porque daría una cotización de 40 reales por marco. El valor oficial de la plata de primera calidad pagada al introductor era de 65 reales. Aun dando por supuesto que el precio al menudeo sería menor, la notable diferencia parecería indicar que los compradores bien conocían el origen dudoso del metal vendido. Sevilla, que a lo sumo podía considerarse un conocedor y no cómplice del robo, fue liberado bajo fianza algunos meses después.22
Otro caso fue el de don Ignacio de Arteaga quien había sido visto en varias ocasiones realizando transacciones y dándole dinero a Ortega. Arteaga huyó a Guanajuato y no pudo ser aprehendido posteriormente. Las autoridades, sin embargo, nunca tuvieron evidencia de que los tratos fuesen de naturaleza criminal. Por esa razón, a pesar de ser técnicamente un fugitivo de la justicia, lo trataron con cierta consideración. Por ejemplo, evitaron convocarlo a que se presentara mediante pregones, lo cual se consideraba denigrante para la buena fama de una persona. De todas formas, como era de rigor, se le embargaron sus bienes.23
Acosta sostuvo que había vendido su parte por intermedio de Salvador Joseph de Gálvez, español y cobrador de diezmos. Esta derivación de los autos provocó que Gálvez tomara refugio en una iglesia, "temeroso del poderoso brazo de la justicia". Después se presentó voluntariamente ante el juez, porque, como dijo, de otra manera su causa no tendría fin, y sus negocios y asuntos personales ya habían sufrido atrasos y menoscabos. Alegó que no había querido comprar la plata que Acosta le ofrecía, disimulada en un paño, por parecerle sospechosa, y no hizo más que presentarle a Gerónimo Francisco de Molina, un español vendedor de fierro y de ropa usada, antiguo trabajador de la Casa de Moneda, quien en definitiva fue quien la adquirió. Acosta lo amenazó posteriormente con darle un trabucazo, porque su recomendado le había "hecho droga" con parte del pago.24
El sastre español Nicolás Calderas reconoció haber recibido de Basurto un pedazo de plata para vender, lo cual hizo, pero con el producto se fue a beber pulque y aguardiente con un amigo, y al día siguiente tuvo que decirle a Basurto que había perdido la plata. Luego de varios meses de prisión, también fue liberado mientras concluía su causa.25
Hubo terreno más firme para la acusación contra Blas Morán, conocido como "Maluco", dueño de un puesto de ropa en el Baratillo. Era amigo de varios de los acusados, y arrendaba un cuarto de su casa a Acosta. Cuando los alguaciles fueron a buscarlo encontraron que se había refugiado en el convento de la Merced (junto con un cómplice, Vicente "el Poblano"), y que había ocultado todas las mercaderías de su tienda para salvarse del inevitable embargo judicial. La acusación prosiguió en su ausencia.26
El mestizo (o mulato) Domingo Canales, por su lado, fue más precavido, y se alejó del lugar de los hechos. Llevó su plata a Pachuca, acompañado de un Carlos Padilla, morisco (esto es, hijo de mulata con español), de oficio campanero, a quien había conocido en una casa de juego. Este Padilla era un personaje curioso: tenía un par de encuentros previos con la justicia, pero que no dieron lugar a procesos formales. Solía presentarse en público a caballo, con espuelas, presumía de tener dinero, y pasaba por gran seductor. Al irlo a buscar la justicia en una casa en horas de la noche, apagó la vela de un soplo, hizo resistencia con una escopeta, y no se entregó sino después que se presentaron varios soldados del real palacio para ayudar en la aprehensión. Luego resultó que estaba en la cama con una mujer casada, y había creído que se trataba de la irrupción de un marido celoso.27
En el real de minas fue Padilla, con su osadía y labia, quien se encargó de las transacciones, dando a entender que la plata era de Guanajuato. Logró convencer a Joseph Delgado, un español, oficial de platero, para que por una corta comisión llevara la plata a tres tenderos, y el mismo trato hizo con un platero, Cristóbal de Torres Perellín Fernández. Para vender las barras con mayor facilidad decidió dividirlas en pedazos, lo cual hicieron en casa de Catarina Andrea de Mendoza, india ladina, quien tenía una "parada" de fuelles y el correspondiente horno, que arrendaba a distintas personas que se lo demandaban.28 Los compradores fueron don Gregorio de Prendes y Valdés, don Joseph de Aldama, don Diego de Quintana y don Isidro Antonio de Cavofranco, todos tenderos; y Joseph Almonte (o del Monte), administrador del estanco de velería y carnicería. Todos alegaron que habían adquirido la plata de buena fe, sin mayores averiguaciones, y que así se acostumbraba hacer en el real. Presentaron una información con diversos testigos, y después de dar una fianza quedaron en libertad, mientras se concluía el proceso.29
Mientras tanto, aun continuaban los autos judiciales en la capital virreinal. La justicia secular y eclesiástica no podían ponerse de acuerdo sobre el proceso de los refugiados. Las cosas llegaron al extremo de que el juez provisor del arzobispado, doctor Francisco Xavier Gómez, se negó ("después de haber pulsado con maduro acuerdo y estudio") a permitir incluso que fuesen interrogados. En abril de 1742 Gómez determinó "condenarlos" (de forma extrajudicial) a presidio. En junio Acosta, Ortega, y Canales fueron enviados a Veracruz para que sirviesen como "gastadores" (esto es, en las obras de las fortificaciones), sin sueldo. Sin embargo, en una nueva vuelta de tuerca de las muchas que ya tenía el accidentado proceso, los tres se dieron a la fuga y volvieron a la ciudad, tomando refugio en el colegio de Belén extramuros (en la calle de los Arcos, en la parroquia del Salto del Agua), y el convento de la Merced, e incluso dieron en transitar entre distintas iglesias que daban asilo, como a veces hacían algunos delincuentes.
El superintendente encontró que, pese a su renuencia, era inevitable proceder a convocar formalmente a los fugitivos. El 2 de junio de 1742 el indio Joseph Rendón, pregonero público, emplazó a viva voz a presentarse en el término de 9 días a Acosta, Ortega, Canales, Larrea, Morán, Vicente el Poblano, Molina y Arteaga. El edicto impreso se colocó en los lugares de costumbre, aunque desde luego se sabía que no habría ningún resultado.30
El caos procesal no acabó aquí, porque el 5 de abril de 1743 Basurto y un reo de otra causa hicieron fuga de la cárcel de la Casa de Moneda en un episodio casi cómico: los soldados de la guardia habían salido a dar reverencia y acatamiento al Santísimo Sacramento, que pasaba por la calle, y al volver vieron un agujero en la puerta, varias herramientas (un cuchillo, un escoplo) y los grillos por el suelo. Como era de esperarse, Basurto se refugió inmediatamente en sagrado.31
Finalmente, después de varias idas y venidas, interrogatorios, careos, parecer de asesores y un severo dictamen del fiscal Antonio Andreu y Terraz, el 27 de marzo de 1745 el superintendente Fernández Molinillo dictó sentencia contra Joseph de Catarroja de 10 años de prisión; a Joseph de Gálvez, teniendo en cuenta que era persona de buena reputación, que se había salido del asilo voluntariamente, y que había participado incidentalmente en el robo, se le declaró compurgada su pena con los 3 años y 8 meses que había estado preso; a Carlos Padilla, que había salido enfermo de la prisión, se le dieron por bastantes los 5 años y 5 meses que había estado preso; Juan de Villegas Basurto recibió 10 años de presidio ultramarino, descontando el tiempo en que había estado preso hasta el día de su fuga; a Francisco Xavier de Acosta se le adjudicaron 10 años de obraje; a Simón de Ortega, 10 años de presidio (una nota marginal indica que falleció antes de ser remitido). Domingo Canales recibió 10 años de obraje; a Joseph de Larrea se le dieron cuatro años de presidio ultramarino; a Blas Morán, 4 años de destierro; a Vicente "el Poblano", por ser asociado de los reos, haber sabido del robo y haberse retraído en el convento de la Merced, destierro por 2 años; a Gerónimo Francisco de Molina, 10 años de servicio como gastador en un presidio; a Paula Efigenia se le dio por compurgado su delito con el tiempo de su prisión (una nota marginal menciona que en el ínterin falleció); y Nicolás Calderas recibió destierro por 2 años.
Todos los reos que tenían bienes fueron condenados a pagar las costas o gastos judiciales; a los sentenciados a presidio o trabajos forzados se les concedió que el tiempo de carcelería ya sufrido se les contara como parte cumplida de su castigo. El juez mandó asimismo que se procurara la captura de Basurto, Acosta, Canales, Molina y Salinas, aun prófugos o refugiados en sagrado.
Fueron absueltos Ignacio de Arteaga, María Micaela de los Ríos y Manuel de Sevilla. En Pachuca fueron exculpados asimismo el platero Torres Perellín y los tenderos Cavofranco, Quintana, Fernández del Monte y Aldama, pero condenados a restituir el precio de la plata robada que habían comprado, más costas.32
En total, la causa (que todavía tuvo algunas derivaciones posteriores) había durado cinco años, diez meses y veinte días.33 En ella habían sido aprehendidas 28 personas, contra 16 de las cuales se abrió un proceso formal, y se tomó declaración a 63 testigos. El conjunto de autos ocupó 444 fojas, que constituyeron por sí solos un volumen del archivo de la Sala del Crimen. Fue algo que puso a prueba la capacidad del tribunal de la Real Casa de Moneda, que por lo común procesaba delitos de poca monta, sin mayores complicaciones, y que ocurrían en el mismo establecimiento.34
La mayor parte de la plata sustraída nunca pudo ser recuperada. García Cortés pidió que se le "abonara" la pérdida, esto es que la Real Hacienda absorbiera el costo de lo robado. El fiscal sin embargo, opinó que el robo había sido su responsabilidad, tanto por no haber asegurado la buena vigilancia de la ceca como porque uno de los autores del robo era su esclavo. Así fue también la opinión del juez.35
El escenario y la tramoya
El robo ocurrido el 17 de junio de 1739 en la Casa de Moneda podría considerarse como una anécdota curiosa, sin mayor trascendencia. Al cabo, los aproximadamente 3 000 pesos que montó lo sustraído apenas son dignos de registro en el contexto de los más de 9 millones acuñados ese mismo año.36 Fue, seguramente, motivo de pesar y lamentación para el fiel administrador García Cortés, quien tuvo que pagar la mayor parte de lo robado de su bolsillo. Y podría especularse que el percance tuvo algo que ver con el hecho de que la concesión pasase a don Nicolás Peinado en 1741, pero no hay ninguna expresión institucional de reprobación.37
Sin embargo, la reconstrucción del robo ofrece, si se me permite una metáfora teatral, un palco privilegiado para acceder a la contemplación de un escenario social y cultural que normalmente no es objeto de los documentos redactados por las autoridades. En efecto, los obreros, mercachifles, artesanos y vagabundos de la ciudad de México no tenían ningún motivo para dejar constancia de sí mismos, ni interesaban a las autoridades a menos que acabaran por llamar la atención de la justicia. Eran casi invisibles, y corren el riesgo de serlo para el historiador, inevitablemente limitado por sus fuentes. No obstante ahí estaban, por decenas de miles, recorriendo las calles, dando vida a los mercados, asistiendo a las ceremonias públicas y diversiones privadas. Esta vastedad humana presentaba un problema gubernativo, fiscal y administrativo. Era necesario mantener el abasto del maíz, el flujo del agua, ordenar plazas, calles y vecindades, recaudar impuestos, proporcionar lugares de culto y, que es lo que aquí nos interesa, asegurar el orden público y el respeto debido a ambas majestades, la divina y la humana.38
En efecto, todo gobernante requería (y requiere) de cierta aquiescencia de los gobernados. Las personas pueden aceptar las leyes ya sea por compartir sus fundamentos, por inercia, resignación o simple temor al castigo. La diferencia no es indiferente. Un orden social basado en la continua amenaza y el castigo requiere una continua inversión de recursos, y está expuesto a graves consecuencias cada vez que ocurre una crisis o una división entre las elites.
Por otro lado, no puede explicarse la vida cotidiana de la ciudad haciendo un resumen de ordenanzas, ni tampoco contraponiéndolas simplemente a la delincuencia o la rebelión. Entre norma y conducta existe siempre un espacio ambiguo, variable y negociable, que es del mayor interés para el historiador. Esto era aun más así en una época en la cual la ley no era un conjunto sistemático y cerrado de disposiciones, y la propia población, a través de los usos y costumbres, creaba precedentes que eran complementos aceptados de la norma.
En este complejo contexto ¿cuál era, en estos años, la relación entre la multiforme plebe de la ciudad de México y aquellos que tenían que lidiar con su ocasional tendencia al desorden y la desobediencia, que iban desde el excremento humano que podía pisarse al salir de algún palacio barroco hasta la delincuencia que acechaba en callejones obscuros? Un virrey convenientemente cercano a nuestros acontecimientos, el primer conde de Revillagigedo (1746-1765) dio, en las instrucciones a su sucesor, una versión del fundamento de la tranquilidad pública:
La segunda clase <del pueblo de la capital> constituida entre los vulgares, es un monstruo de tantas especies cuantas son diversas las castas, agregándose a su número el de muchos españoles vulgarizados en la pobreza y la ociosidad, raíces de que dimanan las viles costumbres, ignorancia y vicios irremediables en lo general... Por esta razón fuese muy temible el abultado cuerpo de este vulgo, si la dificultad de su unión no fuera prenda de seguridad, como lo es también su miedo a los ministros y soldados. Por cuya falta pudo sacar la cabeza en el tumulto del año de 1692, clamando contra el gobierno por la escasez y carestía del maíz.39
A su manera, las afirmaciones del virrey dicen mucho: que la pobreza y la falta de ocupaciones era causa de muchos problemas sociales, pero la posibilidad de desórdenes o conmociones públicas estaba limitada por la fragmentación de los diferentes sectores de la plebe, y una aplicación estricta de la ley podía en todo caso contenerla. Convirtiendo el lenguaje de la época en términos analíticos modernos, diría que son hipótesis atendibles.
El problema es que el ejercicio estricto de la autoridad no era algo que pudiese realizarse fácilmente en estos años. En la ciudad de México había varios tribunales y jurisdicciones encargadas de castigar los delitos: los alcaldes ordinarios del ayuntamiento, los alguaciles dependientes de la Real Audiencia, los jueces de la Acordada e incluso los gobernadores de las "repúblicas" de indios de San Juan Tenochtitlan y Santiago Tlatelolco. Había asimismo tribunales particulares, de jurisdicción limitada y específica, como el de la Real Casa de Moneda.
Multiplicidad, en este caso, no era sinónimo de eficacia. Un rasgo común era la escasa organización de la administración concreta, inmediata, de justicia. La estructura institucional podía ser hasta cierto punto bien pensada, pero la vigilancia de calles y mercados, así como la realización de averiguaciones, la aprehensión y custodia de los delincuentes, estaba confiada a alguaciles, comisarios o "corchetes" pagados y nombrados por el mismo juez entre personas que no siempre eran las más adecuadas o recomendables para el oficio. En lo cotidiano, los jueces realizaban rondas nocturnas y acudían allí donde su experiencia o sus informantes les dictaban que podían ocurrir delitos (como mercados, pulquerías o casas de juego), sin una división racional de territorios urbanos. Todo el sistema tenía un carácter de cosa improvisada que se había convertido en permanente por falta de mejor solución.40
También la proliferación de instancias daba lugar a celos, rivalidades y pleitos jurisdiccionales, como resultaba frecuente entre la Acordada y la Real Audiencia. Y en fin, era relativamente fácil evadir la persecución de la justicia pasando a otra circunscripción, o bien frustrar indefinidamente su cumplimiento tomando refugio en cualquier iglesia. Existía en la época cierta preocupación por el incremento de la delincuencia, el desorden público y la inadecuación del sistema policial, pero nada se haría sino hasta muchos años después.41
La otra mitad de la administración de justicia tiene que ver, evidentemente, con los administrados, y en particular con la plebe urbana. El virrey duque de Linares (1710-1716) dio al respecto una opinión del mayor interés sobre su "carácter" o "naturaleza"
La plebe es pusilánime, pero mal inclinada y por esto, y por su gran multitud, merece alguna reflexión. Ella se mueve con gran facilidad a los concursos con el fin de robar en todas partes, pues sin escrúpulo diré a vuestra excelencia creo que el que tiene la felicidad de no ponerlo en obra, siempre está reincidiendo en su pensamiento... Despierta al amanecer sin saber lo que han de comer aquel día, porque lo que han adquirido el antecedente, ya a la noche quedó en la casa de juego o de la amiga, no queriendo trabajar, usando de la voz de que Dios no falta a nadie.42
Haríamos mal en descartar este género de afirmaciones como simples ejemplos de actitudes clasistas y discriminatorias. Tanto Georges Rudé como James C. Scott han argumentado que en los grupos populares existen frecuentemente tradiciones muy arraigadas, conceptos sobre la justicia y los derechos implícitos del súbdito que no por la ausencia de formulación literaria deberían ser dejados de lado por el historiador.43 ¿Es posible ver en las referencias a las "viles costumbres", la "ignorancia", los "vicios", la imprevisión y la tendencia al robo un testimonio distorsionado de ideas que a su modo disponían la vida cotidiana de la población pobre, mediaban en sus relaciones con patronos o empleadores, y condicionaban su obediencia (o desobediencia) a las autoridades?
Bien puede sostenerse que en vecindades, mercados, plazas y callejones se había forjado lentamente una manera de habitar, vivir y sentir la ciudad peculiar y característica. La ciudad de México no era Lima, ni Sevilla, no solamente porque su plano urbano era evidentemente diverso, sino porque lo eran las fiestas, angustias, odios y alegrías de su población. Douglas Cope ha propuesto que en la capital novohispana existía una subcultura plebeya, derivada de la marcada desigualdad social y la convivencia cotidiana entre grupos que compartían una misma situación socioeconómica.44 Aunque explicarla como resultado de condiciones estructurales resulta probablemente limitado, es efectivamente posible encontrar ciertas ideas populares (aun contradictorias, informes, confusas, intuidas más que razonadas) sobre lo correcto e incorrecto, lo aceptable e inaceptable. Y estas ideas influían grandemente en la aceptación, la renuencia, la crítica o la desobediencia a las leyes. Aplicando estas hipótesis al caso particular de la delincuencia, es posible pensar que el punto de vista de la población pobre no fuese el mismo que el de los grandes comerciantes, notables eclesiásticos e ilustrados gobernantes.
El caso que aquí nos ocupa es particularmente apropiado para discutir este argumento. En efecto, aunque crímenes hubo muchos en la ciudad en estos años, fue muy inusual que los delincuentes formaran una asociación que implicara reunión, deliberación y organización previas. El monto es también destacable por su cuantía, y desde luego es algo muy inusual el hecho de que la afectada fuese una importante institución gubernamental.
En la época de los sucesos, había en la capital virreinal aproximadamente 98 000 personas,45 sin contar la mucha gente de paso por la corte, los tribunales, los mercados y las iglesias. Era el centro donde todo convergía: los hombres, las mercancías, los impuestos y la fe. Era también, aunque a veces se nos olvida, una corte, donde vivía y gobernaba el "alter ego", el otro yo del rey, con toda su cauda de auxiliares, parásitos, solicitantes, sirvientes y vendedores de servicios y diversiones.
La urbe había sido inicialmente organizada con mucho orden, con una "traza" central de moderno plano renacentista, con manzanas rectilíneas, donde vivían los españoles y residía el ayuntamiento. Esto dejó en la periferia un conjunto de barrios "de indios", gobernados por sus propias autoridades "de república", con una planta dispersa, aparentemente caótica.46 De hecho eran dos ciudades, a la vez juntas en el espacio y separadas por jurisdicciones municipales y religiosas, cada una con su propio gobierno y su administración parroquial. El de la capital no fue el único caso, porque este separatismo residencial aparece también en otras villas y urbes novohispanas.
Hubo en el inicio de esta división razones defensivas (la inseguridad de los europeos en un territorio conquistado, donde eran minoría) pero también gubernativas (el recurso a los caciques y nobles indios para el gobierno de los suyos) e incluso morales, porque los evangelizadores siempre procuraron mantener a los indios alejados del mal ejemplo, sujetos sólo a su vigilancia. Así lo recogieron y establecieron las leyes que prohibían a los españoles y castas vivir entre los indios.47
Sin embargo, si en el mundo rural esta dualidad era más o menos sostenible, en la ciudad capital resultaba impráctica, casi imposible. Muchos españoles tenían consigo a muchos indios como sirvientes domésticos o trabajadores, en obrajes, curtiembres, tocinerías o panaderías. Había también numerosos indígenas migrantes (los "extravagantes" de los registros administrativos) que alquilaban cuartos en casas de vecindad, o construían viviendas improvisadas en lugares baldíos o sin propietario conocido. Era un "desorden", pero la ciudad barroca, irregular, confusa, multiforme, era poco propicia para los ejercicios de geometría social. Sólo de vez en cuando, a raíz de las grandes conmociones que sacudieron la capital, como la de 1692, los gobernantes recordaban las antiguas prácticas segregacionistas y trataban, a destiempo, de ponerlas al día.48 Era engorroso, provocaba renuencias y el malestar de los propios vecinos españoles, y tarde o temprano resultaba más fácil dejar correr las cosas.
No fueron sólo españoles e indios los que vivían en la traza. Muy pronto aparecieron y se hicieron notorios muchos mestizos. Después, con la llegada de los esclavos negros, emergieron zambos, mulatos, pardos y toda una miríada de mezclas genéticas, culturales y sociales que provocaban la molestia de las autoridades (que hubieran preferido una sociedad osificada, donde cada quien estuviera en su lugar) y el interés de los pintores barrocos, que dedicaron parte de sus esfuerzos al ejercicio estético que llamamos "cuadros de castas".49 La división de la ciudad hispano-criolla se mantuvo, pero su primer término se hizo más variado y heterogéneo. Para fines del siglo XVII, de manera muy significativa, se recurría cada vez más a una versión simplificada de las clasificaciones sociales: se distingue entre los indios y la "gente de razón", donde se incluían tanto a los españoles como a los negros y mestizos.50
Con el tiempo, ocurre un nuevo movimiento pendular. El crecimiento demográfico inevitablemente hizo que el espacio de la "traza" española resultara muy reducido. No son ahora los indios los que se insinúan en la "traza" española, sino que los españoles y "castas" van a ocupar poco a poco, llevados de sus conveniencias personales, terrenos y casas en los barrios de indios. Compraban terrenos en operaciones de dudosa legalidad a bajo precio, poblaban, habitaban y daban vida a estos lugares que se habían querido propios exclusivamente de los nativos.51
En nuestra historia, el robo ocurre en la traza, a poca distancia de la plaza mayor, de la catedral, y de hecho en lo que era la parte posterior del palacio virreinal. Gran parte de los acontecimientos, sin embargo, transcurre en la periferia: en San Sebastián, que es donde habitan los escobilleros; o en San Pablo, que es donde viven Ortega y su esposa Paula, Basurto Villegas y José de Larrea. Eran barrios "de indios", donde estos obreros y artesanos españoles y "castas" hallaban un alojamiento barato, rodeados de personas de su misma condición.
Otros barrios que aparecen el relato estaban todavía más lejos, como la Candelaria de los Patos. Era considerado como "extramuros" (o sea, fuera de la ciudad en sí, aunque nunca hubo "muros" o murallas propiamente hablando). Estaba en una zona pantanosa, inundable en época de lluvias, carente de agua potable, sólo a medias poblado, con algunas casas de vecindad y jacales dispersos, conocida por ser asiento de migrantes pobres y de gente que tenía sus motivos para vivir lejos de la mirada de la ley.52 Fue asimismo en un establecimiento ubicado en este lugar el lazareto de San Juan de Dios donde los perseguidos por el caso buscaron asilo.
En un sentido, la sigilosa expedición nocturna que parte de un barrio para saquear un establecimiento de la "traza" principal española tiene casi un valor metafórico. Es una inversión de la condición normal de las cosas, donde la apropiación de riquezas la ejercieron, por una vez, quienes habitaban en los suburbios, en perjuicio de las instituciones y personalidades del centro. Debió tener, también, algo de revancha.
Teniendo esto en consideración, resultaría tentador sostener que la antigua división étnica de la ciudad estaba en vías de desaparición, y estaba siendo sustituida progresivamente por una separación social: el centro, habitado por la elite y sus sirvientes, y la periferia, que era el espacio del pobrerío, sin que importara su origen o "calidad". Al cabo, no es raro encontrar que aparece por estos años el término genérico de "plebe" (como en el informe del duque de Linares), para denominar a una masa urbana cuyo origen preciso era cada vez más difícil de determinar a primera vista, porque vivían en los mismos sitios, hablaban el mismo idioma, y compartían diversiones, temores y preocupaciones.
Esto era así, pero sólo en parte. La cohabitación no disolvía enteramente las diferencias, que se mantenían incluso dentro de las redes criminales. El grupo que perpetró el robo estaba compuesto por un negro (Catarroja), un mulato (Acosta), dos españoles (Basurto y Ortega) y un mestizo (Canales). Su círculo de relaciones inmediato estaba integrado por Paula Efigenia, la concubina mestiza de Ortega; el vecino y cómplice, Joseph de Larrea, un español; Carlos Padilla, un morisco, colaborador en la venta de la plata robada. Los acusados como compradores del botín en la ciudad de México fueron uniformemente españoles, y de algunos recursos, dado que tenían dinero necesario para la transacción: Salvador Joseph de Gálvez, Gerónimo Francisco de Molina, Blas Morán e Ignacio José de Arteaga.
En toda esta variada asociación de personas no hay ni un solo indio. Los "naturales" aparecen sólo incidentalmente, como los cargadores que son contratados para acarrear la plata; y los escobilleros, que trataban de malvivir procesando las escorias de metal precioso, detenidos momentáneamente por las autoridades. En otros términos, este grupo criminal podía vivir, moverse, sentirse seguros y hacer su vida en los barrios de indios, pero mantenía sus relaciones personales entre la gente "de razón". Es como si, a pesar de todo, las antiguas distinciones se mantuvieran en términos de identidades y sociabilidades tradicionales, aunque las diferencias de condición de vida no fuesen ya tan evidentes.
Por otro lado, si hay un escenario geográfico hay también uno que es tanto arquitectónico como social: las casas de vecindad son ubicuas en el relato. Eran de planta alargada, a veces de dos niveles, con uno o dos patios, una pila para el abasto común de agua de los inquilinos, y al fondo las letrinas o "necesarias". Sus largos corredores se abrían sobre las puertas de las viviendas o "cuartos", que en su expresión más modesta eran estrechos, obscuros, con algún ropero, camas rústicas o incluso colchones en el suelo.53 Resultaban muy poco acogedores, pero por otro lado los inquilinos realizaban la mayor parte de su vida en el patio o bien en las calles y plazas de la ciudad. Sólo las esposas permanecían todo el día en casa, y a veces ellas también tenían algún trabajo u ocupación que las alejaba de su hogar.
Los ocupantes, como en nuestro caso, eran una muestra de los sectores pobres de la ciudad, lo cual nos lleva hacia el grupo de los procesados por el caso.54 En efecto, la condición social y laboral del grupo es interesante. Ninguno tenía un trabajo estable, pero todos contaban con las habilidades de algún oficio. Basurto Villegas era sastre y vendía en el Baratillo; Canales era un zapatero, Acosta, un herrero que había trabajado en Casa de Moneda; Ortega, un fabricante de peines (ganaba dos o tres reales diarios vendiendo en el Baratillo, según su amasia). O sea, tenían con qué obtener algunos ingresos, así fuesen ocasionales e inseguros.
Las pertenencias confiscadas a Ortega mostraban cierta presunción dentro de su modesta condición: eran entre otras cosas una chupa (una casaca corta) con botonadura de plata, "calzones" o pantalones con ojal de plata, camisa de bretaña, medias blancas de seda, zapatos con hebillas "de alquimia" (esto es, de alguna aleación), y dos sombreros de la tierra. Los de Basurto en cambio eran mucho más modestos, casi todo viejo, roto y, como comentó despectivamente el escribano "de segunda", con sólo unas medias blancas y carmesíes de seda y unos guantes blancos de badana por vía de distinción. Acosta, por su lado, parecía ser el más acomodado: vivía en una casa con dos accesorias, dos cuartos y patio; tenía 8 lienzos grandes y 11 medianos de diversas advocaciones religiosas, uno chico de la Verónica y otro del Venerable Palafox, unas cuatro esculturas asimismo piadosas, un escaparate de cedro con molduras de hueso, otro con 16 juguetes de China, un escritorio y vajilla de Puebla.55
¿Qué llevó a estos individuos que eran pobres, pero no miserables, a cometer un delito? Nada consta en autos, y las autoridades no tuvieron ningún interés en el tema. Para seguir la clásica trilogía del delito, tuvieron la oportunidad y los medios, pero nada sabemos del motivo.
El caso de la "mente maestra" del plan, el negro esclavo Catarroja, es interesante. En sus declaraciones, sin que realmente viniera a cuento ni ser interrogado al respecto, dijo que en ocasión de un robo en la fundición donde él trabajaba, García Cortés le había prometido la libertad si descubría quien lo había hecho. Sin embargo, nunca consiguió noticia alguna, y por ende siguió siendo esclavo. Como mínimo, el episodio revela un anhelo de libertad; quizás incluso un resentimiento contra su amo y, por derivación, contra la institución en la que prestaba servicios. Hay en él sin duda cierta malicia, sino es que un orgullo criminal: recordemos que fue quien, pudiendo no hacerlo, señaló a los fundidores la ventana por la cual habían penetrado los ladrones (esto es, sus socios) a la Casa de Moneda. Una incidencia tardía de la causa dice también algo de él: en septiembre de 1740 (o sea, después de más de un año de prisión) los soldados de guardia declararon que habían oído ruido en la cárcel, y al ir a ver encontraron a Paula Efigenia (la amasia de Ortega) forcejeando con Catarroja. La joven les dijo "que dicho negro la quería forzar, y que porque no condescendía a su torpeza la quería matar con una navaja" que tenía escondida en unas vigas. Reducido por los soldados y encerrado en la bartolina, vociferó "que en haciendo su gusto más que lo ahorcasen después".56 Es difícil saber si se trató de una sociopatía criminal, de la intimidación de un testigo que lo inculpaba o del acto de un preso que sentía ya no tener nada que perder.
Ortega es quien más se parece al de un criminal "de oficio". Según un testigo era conocido como "hombre de mal vivir", que había estado asociado con Manuel Alegre, un delincuente condenado por la Acordada a muerte en garrote vil. En ese entonces Ortega y Alegre habían estado refugiados en el hospital de los betlemitas, de donde salían armados de noche y volvían con bultos debajo del brazo (una evidente alusión a posibles robos nocturnos).57
Estamos en terreno más ambiguo con los otros. No eran súbditos ejemplares, pero tampoco criminales habituales. Carlos Padilla declaró haber tenido una historia previa de fuga de la justicia a causa de una "riña o risa" con unos forasteros, y un par de breves encuentros con la Acordada. En una ocasión, porque se introdujo secretamente en una casa donde servía a una mujer casada (y siendo el mismo casado); y en otra, según dijo, porque no había querido darle gusto al juez Velásquez de Lorea, quien quería que le sirviera como comisario. Nada de esto tuvo consecuencias.58
Todos los implicados, por otro lado, mostraron una sospechosa habilidad y presteza para refugiarse en sagrado. Incluso cabe suponer cierto despreocupado cinismo criminal en hombres como Acosta, Ortega, y Canales, que después de darse a la fuga en Veracruz, regresaron tranquilamente a la ciudad donde eran perseguidos por la justicia.
Salvo el caso de Paula Efigenia, ninguno de los acusados alegó atenuantes que eran muy socorridos, como la miseria o extrema necesidad, ignorancia (como hacían frecuentemente los indios), embriaguez o falta de premeditación (las cuales, en todo caso, dadas las circunstancias hubieran sido poco creíbles). Sus declaraciones fueron totalmente descriptivas, casi banales: supieron de la plata mal guardada, reunieron los medios, esperaron la oportunidad, llevaron a cabo el hecho y se ocuparon de convertir el botín en dinero como buenamente podían. No hay expresiones de arrepentimiento por el delito cometido, aunque fuese sólo para congraciarse con los jueces. El pesar, en todo caso, era por haber sido aprehendidos.
Tal parece que, en realidad, estos hombres no compartían las ideas del buen súbdito propugnado por las autoridades, del hombre laborioso, sobrio, respetuoso de la ley, que pagaba sus contribuciones y guardaba lo que a veces se denominaba "hombría de bien". Solamente el temor al castigo impedía que cometieran delitos. Los límites entre lo legal y lo ilegal, lo aceptable y lo reprobable, resultaban para ellos fluidos y negociables. Subsistían como podían de sus oficios, pero también podían optar por empresas criminales, cuando la ocasión se presentaba y los riesgos parecían manejables y aceptables.
Ni siquiera la presencia y la prédica de la Iglesia (una instancia que aparece sólo marginalmente en toda esta historia) parece haber tenido mayor efecto ni relevancia. La institución con buenas razones ha sido considerada como el pilar de la sociedad: contaba con la adhesión de sus feligreses, dirigía las conciencias mediante la prédica y la confesión, y los párrocos gozaban de respeto como padres espirituales. Sería desde luego excesivo apreciar el papel de la institución a partir de un pequeño grupo de delincuentes, pero al menos cabe constar un hecho: estos hombres eran buenos creyentes (entre sus bienes se encuentran particularmente numerosos crucifijos e imágenes de santos) pero no muy buenos cristianos. Compartían la devoción, pero no sus fundamentos morales.
La visión popular del delito puede verse también en los compradores de plata, que de una u otra manera tienen algo en común: la asociación con el Baratillo. En efecto, había en la ciudad un mercado formal, el Parián, asiento privilegiado de los grandes comerciantes; pero también estaba, en la plaza inmediata del Volador, el mercado del Baratillo. Se trataba de un sinnúmero de "cajones" o tiendas hechos con materiales improvisados, a veces techados con madera y otras con un simple petate o estera de palma. En caso necesario, todo podía desmontarse y esconderse en pocas horas. Aquí se vendía y compraba desde ropa usada, hasta hierro, alimento, y todo género de mercancías, incluso de origen sospechoso. A veces se le llamaba "el mercado de los ladrones". Y aunque en reiteradas ocasiones pensó en prohibirse, ahí siguió porque cumplía con una necesidad práctica para la numerosa población pobre de la ciudad. De hecho su existencia no era ilegal, porque el ayuntamiento cobraba a cada tendero una módica contribución, destinada a los "propios".59 En este lugar había también un mercado negro de la plata, que se compraba sin hacer demasiadas preguntas; era voz común que algunos trabajadores de la Casa de Moneda vendían allí metal robado del establecimiento.60
En este caso, el carácter dudoso de la plata era evidente, porque se trataba de cantidades de alguna consideración vendidas por personas evidentemente de modesta condición (el tendero Sevilla se negó a comprarle plata a Larrea porque traía la capa rota, y "le pareció que era pobre"), y aun más cuando era conocido y público el robo realizado recientemente en la Casa de Moneda. Hubo tenderos, sin embargo, que la adquirieron sin demasiados escrúpulos ni averiguaciones (tal como ocurrió, dicho sea de paso, en Pachuca). Como mínimo, los compradores estaban dispuestos a sacar provecho de una actividad criminal de la que no tenían que darse públicamente por enterados. El provecho parecía compensar, en un primer momento, los riesgos. No hubo, tampoco en este caso, consideraciones morales.
Colofón
El gran robo ocurrido en la Real Casa de Moneda resulta muy ilustrativo de situaciones que predominaban en el orden (o el desorden) de la ciudad en estos años. Por un lado, da una perspectiva con matices contradictorios de la administración de justicia: los jueces y comisarios, a pesar de todas sus averiguaciones, no pudieron descubrir los culpables de un delito, aunque en las calles y casas de juego ya se sabía quienes eran. Una vez descubiertos, sin embargo, realizaron una minuciosa y concienzuda labor para dilucidar las culpas y responsabilidades por vías oficiales y extraoficiales, realizaron aprehensiones, interrogaron testigos, efectuaron careos y en general pusieron todo su empeño en dejar en claro las circunstancias precisas del crimen, aunque les tomara varios años hacerlo. A fin de cuentas, sin embargo, varios de los delincuentes nunca pudieron ser aprehendidos, ya sea porque huyeron de la ciudad o porque se refugiaron en sagrado.
Más serio aún es que resulta evidente que parte de la población no compartía las ideas de honradez, laboriosidad y respeto a las leyes e instituciones. Si evitaba la transgresión era sobre todo por temor al castigo, no por motivaciones morales. Una combinación de resentimiento personal y social, la experiencia previa en delitos menores no castigados, los apuros y urgencias concretas de la vida cotidiana, y la comunicación con otras personas de condición o inclinación semejantes, podían llevar a la delincuencia ocasional o, como en este caso, a crímenes mayores.
Las limitaciones de la justicia eran conocidas, y sus guardianes no parecen haberse hecho demasiadas ilusiones al respecto. El superintendente ni siquiera se molestó en tratar de convencer al provisor del arzobispado de que le entregara los reos, y pensaba que era inútil convocarlos a pregones. La sentencia en la que se mandaba "procurar la captura" de los fugitivos tiene algo de resignación. Es posible considerar que los jueces, en esta época, pensaban no tanto en hacer cumplir la ley, sino en administrar el margen tolerable de transgresión. Los alcaldes ordinarios del ayuntamiento, los alcaldes de la Acordada, los alguaciles de la Real Audiencia y los jueces de los numerosos tribunales particulares (como el de Casa de Moneda) ejercían diferentes y variables niveles de rigor (o de tolerancia, que más que su opuesto era su otra mitad). Administraban la ley (y el verbo aquí viene muy bien, en su sentido de "Graduar o dosificar el uso de algo, para obtener mayor rendimiento de ello o para que produzca mejor efecto") según sus conveniencias, las posibilidades reales y las circunstancias particulares e inmediatas. Era algo que algunos altos funcionarios veían con disgusto y reprobación, y que con el tiempo daría lugar a proyectos de reforma.
1 Sobre la historia temprana de la Real Casa de Moneda de México, véase pilar González Gutiérrez, Creación de casas de moneda en Nueva España, Alcalá, Universidad de Alcalá, 1997; [ Links ] Guillermo Céspedes del Castillo. Las casas de moneda en los reinos de Indias. Las cecas indianas en 1536-1825, Madrid, Museo Casa de Moneda. 1996. [ Links ] un momento trascendental en la evolución de la institución tuvo lugar cuando entre 1729 y 1732 el rey determinó la recuperación de su administración estatal directa; véase Víctor Manuel Soria Murillo, La Casa de Moneda de México bajo la administración borbónica 1733-1821, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 1994. [ Links ]
2 Las ordenanzas de Cazalla (1730) dispusieron que el superintendente presidiría un tribunal privativo o exclusivo con jurisdicción en primera instancia sobre todos los asuntos civiles y criminales relacionados con el funcionamiento de la ceca, así como la falsificación de moneda. Era considerado como un ministro togado, de jerarquía similar a la de un fiscal de la Real Audiencia, y sus sentencias sólo eran apelables ante el virrey (y no, como era usual en casos criminales, ante los oidores). "Autos que contienen las novísimas ordenanzas de Cazalla, 1729-1730", AGN, Casa de Moneda, v. 270, exp. 3, f. 256-346. [ Links ]
3 "Criminal contra Joseph Miguel de Catarroja, Juan de Villegas Basurto, Carlos Padilla, Salvador de Gálvez, don Juan Antonio de Mier, Francisco Xavier de Acosta, Simón de Ortega alias Joseph Virolis, Domingo Canales, Joseph de la Rea, Blas Morán, Gerónimo Francisco de Molina, don Ignacio de Arteaga, Vicente el Poblano, don Gregorio de Prendes Valdez, don Isidro Antonio de Cavofranco, Cristóbal Fernández, don Joseph Aldama, don Diego de Quintana, don Joseph del Monte, don Joseph Varata, don Manuel García, don Juan Thomás, Nicolás Calderas, Paula Efigenia, María Michaela de los Ríos", 1739, AGN, Criminal, V. 581, exp. único. [ Links ] De todos estos acusados cabe anotar que Mier y Terán fue encarcelado brevemente solo por haber salido fiador de un preso (Molina) y no haberlo restituido a prisión cuando lo demandó el juez. Asimismo, hay algunas variaciones en la grafía de los apellidos (como en Catarroja, Catarroxa, Chatarroxa, etcétera), que he uniformado para fines prácticos.
4 Fabián de Fonseca y Carlos de Urrutia, Historia general de Real Hacienda, México, Secretaría de Hacienda y Crédito Público, 1978, v. 1, p. 279-281; 214-220. [ Links ] Por otro lado, García Cortés obtenía ingresos considerables en razón de cada marco acuñado, de modo que tampoco quedó en la ruina.
5 AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 5, 6r, 29. La cárcel se hallaba a la entrada del edificio, frente al cuarto de guardia de los soldados. Consistía en un calabozo y una celda de castigo, o bartolina. Sobre el horror que inspiraba la cárcel del Tribunal de la Acordada, véase Teresa Lozano Armendares "Recinto de maldades y lamentos: la cárcel de La Acordada", Estudios de Historia Novohispana, núm. 13, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1993, p. 149-157. [ Links ]
6 Debe tratarse de Pedro de Castro Figueroa y Salazar, duque de la Conquista y marqués de Gracia Real, capitán de los reales ejércitos, gentilhombre de la cámara del rey, caballero de la orden de Santiago, presidente del reino de Sicilia (1735-1737) y que sería designado en 1740 virrey de la Nueva España (aunque claro, esto último no podía saberse en el momento). Que un modesto operario manual fuese efectivamente sobrino de tan alto personaje es posible, aunque el pretenderse emparentado con nobles casas era una maniobra frecuente en pícaros o acusados de delitos. Los testigos presentados sobre su vida y costumbres fueron personas de modesta condición: un oficial de pintor, dos tenderos, y su compañero de casa. (Sobre el duque de la Conquista, ver José [debe ser Jorge] Ignacio Rubio Mañé, El virreinato, 2a. ed., México, Universidad Nacional Autónoma de México-Fondo de Cultura Económica, 1983, v. 1, p. 187. [ Links ]
7 En la Casa de Moneda ganaban por jornal o día de trabajo los funcionarios de dirección y supervisión, así como algunos de los operarios más calificados y de mayor antigüedad. Los demás eran pagados por la tarea realizada.
8 AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 7-14, 19.
9 Ibidem, f. 10-14r.
10 La historiografía sobre los años tempranos del Apartado del Oro hasta su final incorporación a la Corona en 1778 es aun escasa e incidental. De momento tenemos que conformarnos con el resumen clásico de Fausto de Elhuyar, Indagaciones sobre la amonedación en Nueva España (ed. facs.), México, M. A. Porrúa, 1979, p. 47-49. [ Links ]
11 Hay breves e incidentales alusiones documentales a los escobilleros, y aun menos referencias bibliográficas. La que existe confirma lo aquí mencionado. Anastasio Zerecero, en sus Memorias, recordaba que las reuniones de la sociedad secreta independentista de los Guadalupes tenían lugar "en la casa de Agustín Gallegos, tío del que esto escribe, llamada la Escobillería, situada en la Candelaria de los Patos, frente a la capilla del barrio de San Gerónimo Atlitic; contenía esta casa un establecimiento de beneficio de metales, almidonería, carrocería, corral para ordeñas de vacas y otros departamentos", en Ernesto de la Torre Villar, Temas de la insurgencia, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2000, p. 502. [ Links ]
12 AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 17, 18, 26.
13 "Autos hechos sobre el escrito presentado por Juan Eligio, oficial escobillero indiciado en la causa criminal del robo de plata de cizalla", 1739. AGN, Criminal, v. 602, exp. 17, f. 172-177. [ Links ]
14 Los "garitos", como se verá, tienen en este relato una presencia constante como lugar de reunión y sociabilidad popular. El juego de apuestas era considerado por las autoridades como "vicio destructor de las cosas y de las familias, fomento de la ociosidad y la holgazanería, origen y principio de otros muchos males", a pesar de lo cual en la práctica las casas de juego eran toleradas. Al respecto véase Teresa Lozano Armendares, "Los juegos de azar. ¿Una pasión novohispana? Legislación sobre juegos prohibidos en Nueva España, siglo XVIII", Estudios de Historia Novohispana, núm. 11, México, Universidad Nacional Autónoma de México, p. 155-181. [ Links ]
15 AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 43-45.
16 La historiografía sobre el tema ha insistido en el maltrato de la mujer, pero no se ha adentrado en las complejas relaciones que llevaban a que las parejas (casadas o no) se mantuvieran juntas a pesar de estos conflictos. Véase Sonya Lipsett-Rivera, "La violencia formal e informal dentro de las familias", en Pilar Gonzalbo Aizpuru y Cecilia Rabell Romero, Familia y vida privada en la historia de Iberoamérica (coords.), México, El Colegio de México-Universidad Nacional Autónoma de México, 1996, p. 325-340. [ Links ]
17 AGN, Criminal, v. 581, expediente único, f. 52-55.
18 La justicia secular no podía realizar aprehensiones en lugares protegidos por el fuero eclesiástico. El procedimiento para la extracción consistía en certificar ante notario o escribano la presencia del reo, luego iniciar una sumaria, interrogar al acusado y testigos, y remitir los autos al provisor o juez eclesiástico. Si éste estaba de acuerdo, el reo era entregado a la justicia secular, pero con "caución" o declaración jurada de que no sería condenado a pena de muerte, mutilación u otra que implicara derramamiento de sangre. Los jueces del rey podían alegar que los delitos eran "atroces" y que por tanto debía denegarse el asilo, y el reo procesado con todo el rigor de las leyes, pero era un alegato que rara vez prosperaba. Cuando no había acuerdo, el juicio podía quedar en suspenso indefinidamente. En esos casos, el provisor podía "condenar" al acusado a presidio, trabajos públicos o destierro por un máximo de diez años, "por providencia", esto es como solución temporal y sin que se suspendiera la inmunidad del reo; como veremos, así ocurrió en el desarrollo de este proceso. Los jueces seculares también podían acudir con un "recurso de fuerza" ante la Real Audiencia (argumentando que el tribunal eclesiástico había excedido sus atribuciones), pero preferían evitarlo para ahorrarse un enredado litigio, que además agriaba las relaciones entre ambas jurisdicciones. Ver Miguel Luque Talaván, "La inmunidad del sagrado o el derecho de asilo eclesiástico a la luz de la legislación canónica y civil indiana", en Pilar Martínez López Cano y Francisco Javier Cervantes Bello (eds.), Los concilios provinciales en Nueva España. Reflexiones e influencias, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2005. [ Links ]
19 AGN, Criminal, v. 602 exp. 17, f. 178-180. El fiscal del Crimen, Andreu y Terraz, criticó posteriormente (AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 272-273) el excesivo respeto mostrado por la jurisdicción eclesiástica. Consideró que habían existido fundamentos suficientes para seguir un pleito de inmunidad, y que en todo caso debía haberse defendido la real jurisdicción por cuestión de principios.
20 AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 60-66.
21 Ibidem, f. 58r-62a.
22 Ibidem, f. 85-87. El inventario de su tienda (f.96, 97) puede considerarse característico de los "cajoneros" del Baratillo: diversas cantidades menores de hierro, cobre viejo y latón, un poco de yesca, pedernales, pedazos de mecates y cueros viejos, una esquila de recua, una taleguita de cigarros, 5 cuadernillos, una lista de vidrio azogado, un paño de polvos con tabaco picado y una taleguita de cacao. En su casa tenía numerosas imágenes religiosas, tres metates, una papelera con mesa, un escritorio, una caja de cedro, una mesa grande de madera ordinaria, una cama de tapinziran con dos colchones, fundas de almohada, sábanas y colchas viejas, un frasco para pólvora y otros "cachivaches", con sólo un capote de paño de castilla, galoneado de plata, como prenda notable...pero empeñada.
23 Ibidem, f. 57r-58.
24 Ibidem, f. 81, 83. 91. Molina salió libre bajo fianza algunos meses después, pero nunca volvió a presentarse ante la justicia.
25 Ibidem, f. 92, 93.
26 Ibidem, f. 183-186
27 Ibidem, f. 110 - 112.
28 Ibidem, f. 132-133a. Las "paradas" eran fuelles montados en serie sobre una estructura de madera, de manera tal que los operarios podían asegurar alternativamente un flujo de aire continuo en el horno.
29 Ibidem, f. 122-166, 214-214, 291-294.
30 Ibidem, f. 274, 275, 335.
31 Ibidem, f. 376, 377.
32 Ibidem, f. 407-412.
33 Basurto fue extraído de la iglesia donde se hallaba y remitido a San Juan de Ulúa, aunque aun gozando de inmunidad. Allá se mantuvo 4 años y 4 meses, hasta que avenidas las dos jurisdicciones pudo finalmente ejecutarse la sentencia, en diciembre de 1749. AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 443r-444a. Catarroja, por su lado (f. 441), pidió por medio de su esposa que los cuatro años que le restaban de servicio personal fuesen en la ciudad, debido a su edad y enfermedades (tenía 60 años, sufría de una hernia en las "partes pudendas" y un padecimiento respiratorio grave). Fue enviado al obraje de Panzacola, en Coyoacán, en las afueras de la ciudad de México. La Sala del Crimen de la Real Audiencia, por su lado, no dejó pasar una posterior incidencia menor (la solicitud del expediente criminal de Basurto) como pretexto para mostrar su disgusto por la jurisdicción privativa del superintendente. AGN, Casa de Moneda, v. 492, exp. 709, 2 f., y exp. 710, 2 f., agosto de 1745.
34 AGN, Criminal, v. 535 exp. 16, f. 210-212 El escribano de la causa pidió incluso que se le diese una retribución adicional por el mucho trabajo realizado, que requirió la contratación temporal de escribientes.
35 AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 376-404.
36 Fuente: Céspedes del Castillo, Las casas de Moneda en los reinos de Indias, p. 251- 254. [ Links ]
37 Nicolás Peinado había sido enviado por el rey para instalar la nueva maquinaria, el adiestramiento de los trabajadores y la puesta en marcha del nuevo sistema de acuñación; mantuvo posteriormente el ambiguo título de "director" de los procesos técnicos. "Informe sobre los títulos presentados por Nicolás Peinado", 1750, AGN, Casa de Moneda, v. 493, exp. 735, 3 f. [ Links ]
38 Esta perspectiva se ubica en el contexto de lo que podría llamarse una historia social del derecho, que trata de conjuntar el estudio cuidadoso de las leyes, la práctica judicial concreta, las actitudes y preocupaciones de los encargados de impartir justicia con los actos, comportamientos e ideas de los juzgados, sobre todo aquéllos pertenecientes a grupos populares. Para la sociedad colonial, véanse William B. Taylor, Embriaguez, homicidio y rebelión en las poblaciones coloniales mexicanas, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, especialmente el cap. 3, "Homicidio", [ Links ] así como Gabriel Haslip-Vera, Crime and punishment in late colonial Mexico City, 1692-1810, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1999, [ Links ] particularmente el capítulo 3, "Crime and social disorder un Late Colonial Mexico city". Sobre otros periodos históricos, Elisa Speckman, Crimen y castigo: legislación penal, interpretaciones de la criminalidad y administración de justicia. Ciudad de México, 1872-1910, México, El Colegio de México - Universidad Nacional Autónoma de México, 2002, [ Links ] y en otros ámbitos, Darío Barriera (coord.) La justicia y las formas de la autoridad. Organización política y justicias locales en territorios de frontera. El Río de la Plata, Córdoba, Cuyo y Tucumán, siglos XVIII-XIX, Rosario, ISHIR Conicet-Red Columnaria, 2010. [ Links ]
39 Ernesto de la Torre Villar (ed.), Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, México, Porrúa, 1991, v. 2, p. 798. [ Links ]
40 Fue sólo a partir de la reforma del Estado ocurrida en la segunda mitad del siglo que se intentó una racionalización del sistema, principalmente con la división de la ciudad en cuarteles y el establecimiento de alcaldes de barrio. Michael C. Scardaville "(Hapsburg) Law and (Bourbon) Order: State Authority, Popular Unrest, and the Criminal Justice System in Bourbon Mexico City", en Carlos Aguirre and Robert Buffington (eds.) Reconstructing Criminality in Latin America, Wilmington, Scholarly Resources, 2000, p. 1-18. [ Links ]
41 Gabriel Haslip-Viera, Crime and Punishment in late Colonial Mexico City, 1692-1810, p. 44-49. [ Links ]
42 Torre Villar, Instrucciones y memorias de los virreyes novohispanos, v. 2, p. 776. [ Links ]
43 Georges Rudé, Revuelta popular y conciencias de clase, Barcelona, Crítica, 1989, p. 33-34; [ Links ] James C Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, México, Era, 2000, cap. IV. [ Links ]
44 Douglas R. Cope, The Limits of Racial Domination. Plebeian Society in Colonial Mexico City, 1660-1720, Madison, University of Wisconsin, 1994, p. 163. [ Links ]
45 José Antonio Villaseñor y Sánchez, Theatro americano, México, Imprenta Nacional, 1953, v. 1, p. 53. [ Links ] Los datos corresponden a 1742.
46 Edward E. Calnek, "Conjunto urbano y modelo residencial en Tenochtitlan", en Calnek et al., Ensayos sobre el desarrollo urbano de México, México, Secretaría de Educación Pública, 1974, p. 11-65. [ Links ]
47 Magnus Mõrner, Estado, razas y cambio social en la Hispanoamérica colonial, México, Secretaría de Educación Pública, 1974, p. 33-62. [ Links ]
48 Edmundo O'Gorman (ed.), "Sobre los inconvenientes de vivir los indios en el centro de la ciudad", Boletín del Archivo General de la Nación, tomo 9, núm.1, ene-feb 1938, p. 112-116. [ Links ] También Pilar Gonzalbo Aizpuru, "El nacimiento del miedo, 1692. Indios y españoles en la ciudad de México", Revista de Indias, Madrid, Instituto de Historia, 68, 244, 2008, p. 9-34. [ Links ]
49 María Concepción García Sáiz, Las castas mexicanas. Un género pictórico americano, México, Olivetti, 1989. [ Links ]
50 El erudito Carlos de Sigüenza y Góngora diferenciaba en 1694 la plebe (compuesta de "mulatos, negros, chinos, mestizos, lobos y vilísimos españoles así gachupines como criollos"), de los indios. Alboroto y motín de la ciudad de México, Irving Leonard (ed.), México, Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, 1932, p. 22. [ Links ]
51 Rebeca López Mora, "Entre dos mundos: los indios de los barrios de la ciudad de México, 1550-1600", en Felipe Castro Gutiérrez (ed.), Los indios y las ciudades de Nueva España, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 2010, p. 71-75. [ Links ]
52 Es poco lo que se ha escrito sobre esta región pobre y marginal. Sobre los barrios del sureste de la ciudad en general véase Marcela Dávalos, "Los letrados dan sentido al barrio", en Castro Gutiérrez (ed.), Los indios y las ciudades de Nueva España, p. 237-254. [ Links ]
53 Martha Fernández, "De puertas adentro: la casa habitación", en Antonio Rubial García (coord.), La ciudad barroca, México, El Colegio de México-Fondo de Cultura Económica, 2005, p. 47-80. [ Links ]
54 Linda Arnold, "Sobre la deducción de evidencia. Estratificación de un barrio de la ciudad de México, 1777-1793", Estudios de Historia Novohispana, núm. 15, 1995, p. 87-112. [ Links ]
55 AGN, Criminal, v. 581, exp. único, f. 58r-60a, 95-96.
56 Ibidem, f. 77, 232-233. El incidente, que en sí era un delito grave, fue tratado como un problema menor de orden carcelario. La única consecuencia fue que se mandó "depositar" a Paula Efigenia en una "casa honrada", que fue la de Dionisio Osorio, dueño de una platería.
57 Ibidem, f. 55r-57r
58 Ibidem, f. 111,112.
59 Cope, The Limits of Racial Domination. Plebeian Society in Colonial Mexico City, p. 36 y 37 [ Links ]
60 Por ejemplo en "Causa criminal contra Juan Francisco Romero y Juan Manuel Evangelista, por haberse encontrado al primero vendiendo un poco de plata perteneciente a la Casa de Moneda", 1780, AGN, Criminal, v. 449, exp. 18, f. 300-306. [ Links ]