Serían como las seis y media de la tarde de ayer, cuando penetró al despacho de policía de la séptima [demarcación] un hombre intensamente pálido que se mordía nerviosamente los labios. -Buenas noches -dijo- y luego preguntó a su vez al subcomisario señor Guillermo Mellado. -Deseaba darle cuenta de un caso grave... -Y ¿cuál es? -Interrogó nuevamente el funcionario -Este... que vengo de matar a mi mujer [...]1.
Este fue un fragmento de la noticia registrada por el diario La Prensa sobre uno de los crímenes pasionales que conmovió a la sociedad capitalina el 21 de diciembre de 1929 en la casa 204 de la Calle del Álamo. Se trataba del caso del español Miguel Catá Franco quien, después de haberle disparado a su esposa Pilar Fábregas, se entregó a las autoridades confesando su delito para ser procesado por la justicia penal mexicana.
El día de la tragedia, Miguel que había regresado al país después de dos años de permanencia en Argentina, buscó a su esposa para resolver los conflictos maritales quien, ante el abandono y sin recursos para sostener a sus dos hijas, promovió una demanda de divorcio en la que su esposo perdería los derechos sobre las menores2. Esa tarde, la pareja se entrevistó en la habitación que Miguel ocupaba desde hacía una semana, la esposa le reclamó sobre su negligencia para con la familia mientras que él se justificaba en el fracaso de sus negocios y en las incontables penurias que vivió antes de regresar a México. La discusión alcanzó su punto más álgido cuando Pilar sentenció a su marido: -"Tus hijas ya van a tener otro padre". Ante sus palabras, Miguel se llenó de ira y preso del dolor, sacó una pistola española pavonada calibre 32 largo -que compró en Argentina- y la descargó en el cuerpo de Pilar3.
En su declaración aseguró que su esposa lo había atacado en lo más profundo de su honor al decirle que le iba a dar otro padre a sus hijas. También afirmó que su rencor aumentó al enterarse de sus engaños, narró la historia dolorosa de una situación conyugal provocada, según él, por la vida disoluta de Pilar y la existencia de sus dos hijas. Manifestó que las dificultades empezaron cuando ya había nacido una de las niñas, pues la señora Fábregas comenzó a llevar una conducta ligera y él tuvo que soportar esa situación por no dejar solas a sus hijas ni dañar la reputación de la familia4. En su defensa, el abogado utilizó los testimonios de algunos conocidos y un par de cartas enviadas a Pilar para demostrar sus infidelidades con Tomás Montesinos, un amigo de la familia y con el doctor Guerrero, su dentista. Aseveró que Catá Franco cometió el acto en defensa de su honor y el de sus hijas; además, que en el momento del crimen se encontraba en un estado psíquico anormal, pasajero y de orden patológico que perturbó sus facultades y le impidió conocer la ilicitud del acto del que era acusado5.
Después de un largo proceso que involucró a diferentes actores e instancias, los jueces de la Tercera Corte Penal consideraron las circunstancias atenuantes y agravantes del caso para determinar la temibilidad del delincuente y graduar su sanción. Señalaron que el homicidio de Catá Franco se veía agravado porque atentó contra su cónyuge, sin embargo, contaba con atenuantes que obraban a su favor: se entregó a las autoridades confesando su delito, carecía de malos hábitos de moralidad personal, familiar o social y, al momento de delinquir, se hallaba en un estado de ceguedad y arrebato producido por la situación con su esposa. Con base en el valor de dichas circunstancias, los jueces resolvieron que era justo imponerle el mínimo de la sentencia señalada en el código penal para el homicidio simple, es decir, ocho años de segregación en la Penitenciaría de la ciudad de México6.
El crimen cometido por Miguel Catá Franco no fue muy distinto a aquellos que se cometieron por motivos similares en el Distrito Federal en buena parte del siglo XX, más bien, es un ejemplo de los estragos ocasionados por la violencia extrema que tuvo lugar en el ámbito doméstico. Un tipo de violencia que involucró a esposos/as, novios/as y amantes quienes llevados por sentimientos negativos como el desamor, los celos y el abandono, convirtieron sus relaciones afectivas en tragedias sangrientas. Pero qué tan frecuentes eran estos crímenes y cuál fue su significado en un periodo de importantes cambios políticos y sociales en México; por qué algunos hombres y mujeres "resolvieron" sus desencuentros amorosos con la muerte y cómo enfrentó la justicia penal esta modalidad de crimen.
En las siguientes páginas propongo responder estas preguntas -o por lo menos esbozar algunas respuestas- con el objeto de analizar la violencia en la pareja y el uxoricidio entre 1929 y 1971 en el Distrito Federal7. Se trata de un primer acercamiento a un tema inexplorado aún para ese periodo en México que busca comprender el significado social y jurídico del crimen pasional para constatar cómo la atenuación de la sanción de criminales pasionales (varones) y la discrecionalidad del sistema de justicia por motivos de honor y pasión han contribuido históricamente a mantener la violencia contra las mujeres, obstaculizando el avance hacia una justicia expedita y con perspectiva de género.
El marco temporal que propongo, 1929 y 1971, está delimitado por las reformas al código penal, en especial las realizadas a los artículos 310 y 311 sobre homicidios pasionales y la vigencia de las Cortes Penales en el Distrito Federal, un sistema de justicia colegiado -que reemplazó al Jurado Popular para delitos del fuero común- conformado por tres jueces que debían ser "imparciales" al aplicar las sanciones de los delitos más graves. Por otra parte, dicho periodo ofrece un contexto de gran riqueza en tanto permite observar al crimen pasional en el marco de rupturas y continuidades socioculturales, en especial sobre las relaciones de género, la violencia, el honor y la familia.
Durante esas cuatro décadas, los habitantes de la capital del país experimentaron una serie de cambios económicos, políticos y culturales de gran impacto en el devenir histórico del siglo XX8. Sin embargo, existe cierto consenso en que en la primera mitad de esa centuria algunos valores tradicionales de siglos anteriores se resistieron profundamente al cambio y, aunque la transformación cultural vino acompañada de la promoción de nuevas libertades para los mexicanos como la movilización ciudadana, el reconocimiento de algunos derechos a las mujeres, una mayor secularización de la sociedad y la promoción de la educación sexual, todavía en los años cincuenta la sociedad capitalina seguía dividida entre el fortalecimiento de distintas identidades conservadoras-tradicionales y la apertura a nuevos modelos sexuales y prácticas amorosas9. Es a partir de la década de 1960 con la revolución cultural en el orden de las costumbres, de la vida sexual y del lugar de la mujer en la esfera pública, cuando se expresa con mayor claridad el cambio en las mentalidades. Los temas sobre la sexualidad son más debatidos y hay una apertura frente a las imágenes del cuerpo y el semidesnudo que difunde el cine y la televisión. Sin embargo, la censura sobre las expresiones sexuales no desaparece y todavía el honor sigue siendo sustancial para la familia10.
Ahora bien, en tanto me interesa advertir los cambios y continuidades en la práctica de la justicia además de las representaciones y discursos sobre el crimen pasional, este estudio se apoyó en diversas fuentes como la legislación penal y una muestra de 200 expedientes judiciales sobre homicidio simple en el Fondo Tribunal Superior de Justicia del Archivo General de la Nación y en el Fondo Penitenciaria del Archivo Histórico del Distrito Federal; también se nutrió de la prensa, magazines y revistas especializados en nota roja, y se consultaron revistas jurídicas que dan cuenta de la doctrina, jurisprudencia y tesis relacionadas con el tema que nos ocupa.
El crimen pasional como construcción jurídica
El término crimen pasional surgió en Francia a mediados del siglo XIX y más que un término legal era una expresión popular -crime passionnel- que implicaba un acto de violencia extrema entre dos personas vinculadas en una relación íntima y causado por una repentina alteración de la conciencia provocada por sentimientos como los celos, la ira o el desengaño11. Aunque los jurados de ese país nunca absolvieron a criminales pasionales, tendieron a excusar a los culpables no solo por el carácter del crimen sino porque estimaban que había pocas probabilidades de que sus autores reincidieran y creían que no eran peligrosos para la sociedad. En este sentido, las autoridades consideraban que el criminal pasional era una persona normal y distinta al degenerado o criminal nato12.
En México, la noción de crimen pasional se popularizó a finales del porfiriato a través de la prensa y tomó fuerza a raíz de la influencia de las teorías de la Escuela de Antropología Criminal bajo la dirección de César Lombroso sobre la clasificación de los criminales13. Para esta escuela, el criminal pasional era aquel en quien el delito prorrumpía tempestuosamente como un huracán psíquico, anulando la voluntad e impidiendo la sana y normal recepción de los acontecimientos14. Estas ideas no solo se reflejaron en los estudios criminológicos o en la prensa, sino que sustentaron -con matices- muchas consideraciones que algunos legisladores y jueces planteaban a la hora de redactar la ley o juzgar a los culpables15.
En la legislación penal mexicana, el crimen pasional fue tipificado como homicidio por pasión u homicidio en estado de emoción violenta y se sancionaba con las reglas comunes del homicidio simple; y aunque las circunstancias del homicidio podían variar, quedaron claros tres aspectos que atenuaban la sanción o excluían de responsabilidad criminal. El primero, cuando el esposo descubriera infraganti la infidelidad de su cónyuge, o el padre el ayuntamiento carnal de su hija y la mataran o asesinaran al amante; el segundo, cuando se demostrara que el acusado obró en defensa de su persona, de su honor, de sus bienes, o de la persona o bienes de otro; y finalmente, cuando el homicida hubiera cometido el delito violentado por una fuerza moral, si esta le produjera temor fundado e irresistible de un mal inminente y grave16.
Así, el primer código penal que tuvo el Distrito Federal, el de 1871, estipulaba que se castigaría con prisión de cuatro años al cónyuge que sorprendiendo a su cónyuge en el momento de cometer adulterio o en un acto próximo a su consumación, matara a cualquiera de los adúlteros. Asimismo, se imponía cinco años de prisión al padre que matara a su hija o al amante de esta en el momento de hallarlos en el acto carnal, o cercano a él. Dichas penas se aplicaban siempre y cuando el esposo o el padre no hubieran procurado, facilitado o disimulado el adulterio de su esposa, o la corrupción de su hija con la persona con quien fuera encontrada. En caso contrario, se castigaba hasta con un máximo de 12 años de prisión17.
Con la reforma penal de 1929 que, entre otros aspectos, derogó el código de 1871, suprimió el Jurado Popular para delitos del fuero común y creó las Cortes Penales, se determinó que no habría ninguna sanción para el cónyuge que matara a su esposa en el momento de cometer un adulterio; excepto en el caso en que el "matador" hubiera sido condenado antes por adulterio o como responsable de homicidio o lesiones. De ser así, se imponía al homicida cinco años de segregación. Tampoco había penalidad para el padre que matara al corruptor de su hija o a ambos, si lo hacía en el momento de hallarlos en el acto carnal o a punto de consumarlo18.
En 1931, cuando por razones de improcedencia se reformularon algunos procedimientos del código de 1929 y se expidió uno nuevo, las lesiones y el homicidio provocados por el cónyuge contra su cónyuge al sorprenderle en una relación adúltera se volvieron a penalizar, pero esta vez disminuyó la sanción, pues si en el de 1871 era castigado con cuatro años de prisión, en adelante se aplicaría de tres días a tres años de cárcel. Además, el artículo 311 del flamante código estableció que sería sancionado con la misma pena el padre que matara o lesionara al corruptor de su hija que estuviera bajo su potestad si lo hiciera en el momento de hallarlos en el acto carnal o en uno próximo a él, si no hubiera procurado la corrupción de su hija con el varón con quien la sorprendiera ni con otro19.
En las décadas posteriores se realizaron modificaciones al código penal de 1931. Por ejemplo, para los delitos contra la vida y la integridad de las personas, en 1951 hubo un aumento de la sanción para el homicidio en riña o en duelo, los cuales pasaron de cuatro a ocho años de cárcel a ser penados con cuatro a 12 años de prisión. En 1955 se aumentó la pena para el homicidio simple, que de ocho a 13 años fue sancionado con 8 a 20 años de cárcel; empero la normativa para el homicidio pasional no cambió sustancialmente. Los artículos 310 y 311 continuaron estipulando las mismas reglas comunes para esa modalidad de delito contra la vida y hasta febrero de 1969 no se realizó una variación al 311. Se aplicó de tres días a tres años de prisión al ascendiente que matara o lesionara al corruptor del descendiente que estuviera bajo su potestad si los sorprendía en flagrante adulterio20. Nótese que a pesar de la "imparcialidad" de la ley, con el cambio del término padre por el de ascendiente la facultad para controlar la sexualidad de las mujeres se ampliaba a otros miembros (varones) de la familia y con ello, se reforzaba la jerarquía patriarcal. Así, todavía en los años sesenta, dentro de ese orden de género donde la protección de las mujeres era fundamental, la norma legal seguía consintiendo no solo el dominio masculino en el hogar sino también el uso de la violencia como parte de su autoridad y de la legítima defensa de su honor.
¿Pero por qué la legislación penal admitía esta "prerrogativa" a pesar de los estragos que conllevaba? En los años treinta y cuarenta, muchos legisladores y jueces tendieron a considerar que la atenuación de la sanción para esta modalidad de homicidio se debía a que la infidelidad de una esposa generaba en su marido perturbación del ánimo y de la armonía familiar. Además, según José Ángel Ceniceros y Luis Garrido -reconocidos penalistas mexicanos- se trataba de un delito pasional bajo la forma de una reacción brutal impulsiva del trauma psíquico de la felicidad conyugal que debía tener un tratamiento especial, pues el choque emocional que sufría el ofendido ante el espectáculo inusitado de su cónyuge o descendiente en plena relación sexual desencadenaba la violencia de este, tratando de borrar una situación que consideraba personalmente afrentosa21.
Según Luis Jiménez de Asua, un influyente jurista español en el derecho penal mexicano de los años cincuenta, los homicidios emocionales más frecuentes eran los pasionales, en los que "habían algunos estadios del miedo, cuando la 'tormenta visceral' comienza, en que el sujeto experimentaba un odio terrible contra la persona que suscita el miedo. Hay una lucha entre la agitación pasiva del miedo y la otra situación de ira o cólera". Prueba de ello eran los celos como producto de componentes muy complejos del amor, del sentimiento de humillación, del complejo de inferioridad y de la ira22.
En 1953 Rafael de Pina, catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México señalaba que el contenido de este precepto en la ley demostraba el influjo que aún, entre las personas más cultas, ejercían los prejuicios y las tradiciones sociales. Según el especialista, el uxoricidio por adulterio no debería dar lugar a la legítima defensa del honor, ya que con él no se salvaba ni conservaba el honor. Tampoco debería ser definido como homicidio simple, pues la imperfección del dolo, derivado de la turbación del ánimo, ocasionado por el justo dolor lo hacían un homicidio especial. De ahí que, la atenuación de la pena -en palabras de Pina- solo tenía por objeto salvaguardar la institución del hogar y la familia, constituidas al amparo de la ley sin tomar en cuenta las condiciones psíquicas especiales en que se encuentre el delincuente23.
No obstante tales posturas progresistas para la época, las prescripciones de dicha modalidad en la ley no se modificaron, aunque el argumento de la defensa del honor parece haber sido matizado en la jurisprudencia pues en 1974, Francisco González de la Vega -un importante penalista mexicano- señalaba que dentro de los requisitos de atenuación para el homicidio pasional se encontraban fundamentalmente la ausencia de premeditación y la actitud de sorpresa del cónyuge ante la inesperada infidelidad sexual de su cónyuge. Aplaudió el hecho de que ya no se amparara con la disminución de la pena las lesiones o muerte ocasionadas por el ascendiente a su descendiente en razón de la natural protección y socorro que debía proporcionarle, pero criticó que todavía el Código otorgara la prerrogativa de matar al "corruptor" a otros miembros de la familia. En sus propias palabras: "Más racional nos parecía la redacción primitiva del artículo 311 que limitaba la atenuación de la penalidad al padre 'que mate o lesione al corruptor de su hija que esté bajo su potestad, si lo hiciere en el momento de hallarlos en el acto carnal o en uno próximo a él, si no hubiere procurado la corrupción de su hija con el varón con quien la sorprenda ni con otro'"24.
De esta forma, el homicidio pasional fue entendido como genérico, haciendo parte de los crímenes contra la vida pero también fue considerado como específico, mediado por sentimientos intensos (circunstancias atenuantes) que le daban un carácter particular en tanto disculpaban su ocurrencia. Según la antropóloga Myriam Jimeno, la presencia del término pasional remite al campo semántico en el cual se inscribe la acción cuyas unidades primarias son el vínculo amoroso, la emoción y la ruptura violenta; y se constituyen al mismo tiempo en denominaciones del proceso de la relación, los hitos de significado de ella misma y de su desenlace. La intensa emoción aparece envolviendo toda la acción, de forma tal que se borran las relaciones entre sentimiento y pensamiento, provocando una ambigüedad visible en su tratamiento jurídico25.
Pero si esto era lo que planteaba la ley -y como vimos- no se modificó sustancialmente a lo largo de cuatro décadas, entonces cuál fue la mirada de la sociedad frente a los crímenes pasionales, o mejor, qué representaciones o imaginarios sociales se construyeron en torno a ellos en una etapa de cambios significativos del México contemporáneo.
Representaciones y discursos sobre el crimen pasional
Pilar Fábregas y Miguel Catá Franco contrajeron nupcias en 1921 cuando ella contaba con 18 años y él tenía 33. Se habían conocido en la época en que Miguel se desempeñaba como técnico mecánico en la fábrica de Cerillos "La Central", en la ciudad de México. Allí, Catá trabó amistad con el padre don José Fábregas y comenzó a frecuentar a la familia para ver a Pilar. Los padres no veían con buenos ojos la relación que surgió entre Miguel y su hija, pues al decir del padre, desde el comienzo existieron conflictos entre la pareja motivados por los celos y las agresiones; sin embargo, la posibilidad de que Pilar formara un hogar legítimo, preservara el honor de la familia a través del matrimonio y cumpliera con los preceptos sociales, lo llevó a permitir esa unión26.
Los argumentos expuestos por el padre en su declaración ante la Tercera Corte Penal son un reflejo del nivel de importancia que mantenía la familia, el matrimonio y el honor en los años treinta; y al mismo tiempo, dan cuenta de la prevalencia de estructuras sociales que no se transformaron sustancialmente al menos en la primera mitad del siglo. Así, durante las décadas que siguieron al conflicto armado, el Estado mantuvo el significado decimonónico y positivista de la familia como la célula de la sociedad, organizada en torno al matrimonio monogámico y con el fin de la reproducción27.
Desde la mirada secular, ordenar la sociedad y darle estructura y cohesión implicaba para los posrevolucionarios pasar por la promoción de relaciones conyugales legales y con hijos legítimos. Por ello, se esperaba que los varones fueran ciudadanos al servicio del estado revolucionario, con los atributos de un esposo y padre proveedor cuyo honor se cimentara en la afirmación de su masculinidad y el respeto de su familia; mientras que las mujeres, a pesar de su cada vez mayor inserción al espacio público (laboral), debían ser dóciles, bonitas y confinadas a la domesticidad, pues, después de todo, su papel era reproducir una nación mestiza. Con ello, la conducta particular de las mujeres en la esfera privada, encajaba "naturalmente" con la actividad de los hombres en la pública y sobre tales comportamientos recaía el peso de la estabilidad social28.
Pero este ideal o modelo de familia y matrimonio resultaba ciertamente paradójico ya que, por un lado, estaba lejos de ser asimilado de manera homogénea por todos los miembros de la sociedad pues no siempre las parejas recurrieron al matrimonio y más bien optaron por uniones consensuales, por la infidelidad o el adulterio e incluso, el divorcio. Y por otro, la permanencia de concepciones tradicionales sobre el honor, la vergüenza femenina y la moral conllevaron en algunos casos la violencia o la muerte de la cónyuge a manos de su pareja como en el caso de Catá y Fábregas.
Esto se puede constatar tanto en la documentación judicial como en la prensa y la nota roja del periodo cuyo registro muestra los crímenes motivados por celos, infidelidad, abandono y violencia conyugal ocurridos en la capital del país29. Se trataba de homicidios que involucraron a hombres y mujeres de diferentes sectores sociales y en los que tuvieron cabida esposos y amantes traicionados, mujeres abandonadas pero particularmente, matadores de mujeres. Al respecto, una noticia en el diario La Prensa en 1931 informaba de un "Feroz crimen en la calle de los Hortelanos. Mujer apuñalada. Fingiendo una reconciliación amigable, el amante despechado, la llevó a su casa y allí la dejó tendida"30.
Tanto en este como en otros casos examinados en la nota roja, llama la atención las motivaciones que llevaron a sus protagonistas a dar muerte a sus parejas: los celos y el miedo al abandono fueron emociones que se conjugaron en un momento de arrebato y desesperación en el que la salida del individuo fue optar por la muerte de su pareja. Hecho que a juzgar por la narrativa del diario, habría sido precedido por agresiones y violencia durante la relación.
Como se advierte, la triada emoción-violencia-crimen fue una constante en esas escenas que constituyeron verdaderos dramas de sangre y así lo constataron muchos medios impresos que circularon en la capital del país. Encabezados emanados de esos rotativos como: "Llamó a la puerta y dio muerte al odiado rival", "Con engaños llevó a su amante a un río para matarla", "Un estudiante de medicina asesinó ayer a su amante, impulsado por los celos"; "Lo amaba; jamás pensé matarlo; que la ley se cumpla"; "Sí, lo maté, el me atormentó"; "Por la honra de su hija mató a dos y se suicidó en un campo santo!", son el registro público del crimen y de los homicidios motivados por celos y amor en una etapa de cambios culturales que repercutieron en el imaginario de los mexicanos.
Son sumamente elocuentes las motivaciones de estos actos pues en su mayoría las emociones que desencadenaron esos crímenes estuvieron vinculadas insoslayablemente a la categoría del amor y a la forma como este se construye socialmente. Parece claro que en México al menos, en buena parte del siglo XX, se mantuvo el ideal del amor romántico que resurgió en el XIX como el vínculo sentimental que une a una pareja heterosexual y que solo debía realizarse completamente en el matrimonio31. Según Anthony Giddens, ese ideal de amor romántico que unió el sentimiento y el deseo fusionó la pasión sexual, y el fomento de este fue asignado a la mujer, de manera que las ideas sobre el amor romántico estaban claramente amalgamadas con la subordinación de las mujeres al hogar y con su relativa separación del mundo exterior32. Frente a este hecho, los hombres pudieron ejercer un "doble patrón sexual", manteniendo relaciones con prostitutas y amantes fuera del hogar. La sexualidad "respetable" quedó identificada con el rol de la esposa fiel y madre, en la idea de que el amor, si era verdadero, lo era para siempre33.
En la ciudad de México de los años cuarenta y cincuenta, estas concepciones se reforzaron a través de la radio, el cine y la canción popular construyendo estereotipos sobre las prácticas amorosas. Sin embargo, al tiempo que referían imágenes sobre el amor eterno en pareja como base de la felicidad de los amantes, también aludían a la infelicidad si se carecía de él o al despecho cuando no se era correspondido; de ahí que la idea de amor triunfó como una ilusión por la que valía la pena luchar y desgarrarse, incluso, hasta llegar a la muerte34. "Un celoso policía asesinó ayer a su esposa. Despechado porque habíase apartado de él, la abatió a balazos en su recámara", mencionaba una nota de Excélsior en abril de 194435; "La asesinó por celos. Crimen de un enamorado" registró el Magazín de Policía en 194636; y "Un profundo amor fue causa del último crimen" informó la revista Alarma en diciembre de 196337.
Pero más allá de las estrategias discursivas o visuales que la nota roja utilizaba con un afán comercial, estas noticias se ofrecen como indicios no solo de esa idea del amor romántico que se vinculó a la posesión del otro en la pareja para superar la angustia que producía la soledad, sino que el sustrato de esas historias era la violencia. Una violencia que, según los protagonistas de esos crímenes, estaba "justificada" en los celos, la defensa del honor y el despecho, aspectos, que los "autorizaron" a ultimar la vida de sus seres amados y que de alguna manera, era aprobada por la sociedad. Al respecto la feminista chilena Felicitas Klimpel publicó un artículo en Criminalia en 1946 donde señalaba con ironía que:
A menudo muchos [hombres] confunden los celos con el amor. Hay quien dice que los celos y el amor son inseparables, que son el reverso del amor, que no puede haber amor sin celos que el que no es celoso no sabe amar. Otros afirman que constituyen un mérito, que son un indicio de amor ardiente, que aún son atractivas las brutalidades del amante celoso, porque atestiguan el ardor del que ama. Pero no hay que confundir sentimientos tan distintos. El verdadero amor y los celos son dos sentimientos que se excluyen y destruyen recíprocamente aun siendo compatibles. Hasta pueden existir sin el amor38.
Por engaño, celos o desamor la violencia parece haber signado la vida de muchas relaciones de pareja en buena parte del siglo XX y los crímenes pasionales tuvieron (tienen) un alto costo social39. Pero lo ambivalente de este asunto no era solo los estragos que ocasionaba, sino cómo se los construía culturalmente, pues la violencia, especialmente contra las mujeres, también respondió a la tradición patriarcal en la cual se privilegiaba la autoridad masculina dentro del hogar y, con ella, el poder absoluto del varón dentro del ámbito doméstico. De ahí que el maltrato del marido o del padre hacia la esposa, concubina o hija fue considerado como natural y justificado en una moral de raigambre católica40.
Según Piccato, durante la primera mitad del siglo XX los tribunales interpretaban la mayor parte de los casos de violencia doméstica de la misma manera en que veían la violencia entre personas del mismo sexo entre los pobres de la urbe: una característica de las áreas menos "civilizadas" de la vida urbana, pero un asunto del que no había que preocuparse demasiado41. Quizá por ello, el maltrato hacia las mujeres no se denunciaba a menos que ocurriera en el espacio público, por el escándalo producido o se convirtiera en un delito que comprometía la participación de las autoridades. Esto es sugerente si tenemos en cuenta que la mayoría de esos crímenes representados en la prensa fueron ejecutados por varones, es decir, por el cónyuge o el amante de las víctimas mujeres42.
En 1955 la médica mexicana Matilde Rodríguez Cabo denostaba el maltrato hacia la mujer en la sociedad mexicana y atribuía la violencia doméstica a la miseria y a las formas familiares de los sectores pobres donde "la dominación del padre y del marido se hace más cruda cuando no llega a ser brutal"43. Similares percepciones tuvo el antropólogo norteamericano Oscar Lewis, en los años sesenta cuando en su etnografía de la ciudad de México planteó que las características sociales y psicológicas de los sectores pobres incluían una alta incidencia de alcoholismo, el recurso frecuente a la violencia al zanjar dificultades, uso de la violencia física en la formación de los niños y el golpear a la esposa44.
Pero a nuestro juicio, la violencia conyugal no era privativa de los sectores populares ya que a juzgar por las fuentes jurídicas y hemerográficas, el maltrato sistemático que precedió a las víctimas de los crímenes pasionales fue ocasionado por personas de diferentes grupos sociales. Es quizás uno de los tipos de actos que no está determinado por una clase social aunque el tratamiento que da la prensa sugiere que la violencia conyugal ocurría con más frecuencia entre la gente del "pueblo". Así lo enunciaba el Magazín de Policía en 1947: "Otro horrendo drama de arrabal"45; "Tragedia pasional en el barrio de Jamaica" informó el diario La Prensa en 196346; y la Revista Alarma en 1967 publicó: "Cuestión de cuernos y pasiones. El triángulo acabó al morirse el zapatero"47.
Pero el amor o los celos no eran per se el único pretexto de la violencia extrema. En el centro de los razonamientos, tanto de jueces como la misma opinión pública, se hallaba la defensa del honor. El honor masculino constituyó un poderoso argumento para ultimar con cierto beneplácito la vida de una amante, una esposa o una hija. Todavía en las primeras décadas del siglo XX, el honor era ante todo una cualidad pública, y por ello, había que defenderlo. Como señala Robert Buffington, entre las clases altas, la pérdida del mismo podía dañar la reputación y, por ende, las fortunas de las familias enteras. Para las clases bajas, la aceptación comunitaria podía significar la diferencia entre tiempos difíciles y morirse de hambre. En este contexto, la traición implicaba mucho más que los sentimientos personales y sus consecuencias, a menudo, tenían repercusiones en su entorno48.
Y es que desde finales del siglo XIX el concepto de macho estuvo asociado al de hombría y al sentimiento patriótico. Tras la Revolución, la concepción sobre lo mexicano desarrolló una noción particular de masculinidad vinculada con la idea de nación y, más aún, del héroe revolucionario49. En los años cuarenta, Samuel Ramos describía al mexicano como un ser pasional, agresivo y guerrero que carecía de una debilidad para controlar sus movimientos; un individuo al que un momento de ira le hacía perder el dominio de sí mismo50. En dicho estereotipo, la violencia era consustancial a lo masculino y si algunos hombres sentían que su honor estaba en juego, recurrirán a la violencia para preservarlo.
Ello no parece haberse modificado en la segunda mitad del siglo XX pues en los años cincuenta Carlos Franco Sodi observó en su estudio sobre Don Juan Delincuente que:
Cuando el delito de sangre justificase por la defensa de nuestro honor, encuentra en jueces, fiscales y público comprensión total que culmina invariablemente en un fallo absolutorio. Quien lesiona o mata a los adúlteros es visto con ojos piadosos y todos, colocándose en su amarga situación, afirman que hubieran obrado en idéntica forma [...]. Hombría y no otra cosa, se piensa que es semejante actitud vindicativa y sin asegurar, por mi parte, que lo sea o deje de serlo, interesante me parece descubrir los hondos y angustiosos complejos de un individuo que lesionó a su amante una primera vez y más tarde, cumpliendo su condena, le arrebató la existencia51.
De ahí que podamos afirmar que sobre las representaciones y discursos de los crímenes pasionales los cambios fueron muy lentos, y más aún, la actitud de algunos grupos sociales frente a la violencia conyugal, a pesar de que algunos sectores, entre ellos, los movimientos de mujeres ya cuestionaban el papel de subordinación de la mujer en el hogar y demandaban una mayor participación en la esfera pública. La denuncia y sanción de la violencia contra las mujeres, promovida por las feministas, comenzará su arduo y largo peregrinar bien entrados los años setenta52.
En suma, con todas las reservas del caso, la información que proveen las fuentes hemerográficas no solo ofrece un panorama general sobre las representaciones del crimen pasional en la ciudad de México en buena parte del siglo XX, también exhibe patrones de comportamiento e imaginarios acerca de las emociones y la violencia en el ámbito privado. Pero, ¿cuál fue la respuesta de la justicia con relación a esos actos?
La justicia frente al homicidio pasional
En 1929 se reformó el Código Penal que había estado vigente durante 57 años en el Distrito y Territorios Federales53; uno de los cambios más importantes de dicha reforma fue la supresión del Jurado Popular para delitos del fuero común que sería reemplazado por un sistema de Cortes Penales encargado de atender los delitos más graves54.
Parte de las causas por las que se suprimió ese tribunal, según los legisladores, fueron los errores en la formulación de las listas, su falta de actualización y las frecuentes inasistencias de los jurados que impedían su integración. Algunos penalistas también señalaban que los jurados populares, a diferencia de los jueces profesionales, carecían de preparación técnica para juzgar adecuadamente los delitos; otros consideraban que sus miembros se dejaban llevar por el sentimentalismo provocado por los discursos de los defensores o por la situación desventajosa del acusado (ser pobre, mujer, o ambas cosas); de hecho, en los últimos años de funcionamiento era usual que el Jurado Popular atenuara las sanciones e incluso absolviera a algunos homicidas confesos, cuyos abogados habían recurrido a la defensa del honor55.
En adelante, las Cortes Penales tendrían que demostrar la imparcialidad de la justicia y superar la lenidad de las sentencias que caracterizó al Jurado Popular en sus últimos años de existencia. Así, este sistema funcionó en el Distrito Federal entre 1929 y 1971 y, como cuerpo colegiado, estaba integrado por tres jueces especializados para conocer de los casos de mayor cuantía y, junto con los juzgados de primera instancia, apoyar la labor de la justicia en el ámbito local. Por turno, uno de los jueces se encargaba de la instrucción, todos debían asistir a la vista de la causa, que era oral y pública; el juez instructor elaboraba un proyecto de sentencia que se aprobaba por mayoría. Según Elisa Speckman, además del control que ofrecía la colegiación, se pensó que el diálogo y reunión de experiencias permitirían llegar a decisiones más certeras56.
Pero hay más. Su creación estuvo acompañada por la ampliación del arbitrio judicial, otro cambio de la reforma penal y figura con la cual se permitía a los jueces contar con mayor margen de decisión para la graduación de la sanción a la hora de juzgar a un delincuente; dicho de otra manera, se concedía mayor margen al juez para la individualización de las sanciones57. En palabras de Sergio García Ramírez, las ventajas de la colegiación con el arbitrio serían de mayor garantía a los procesados y enriquecimiento de la sentencia por la suma de culturas y experiencias58.
Bajo este sistema colegiado fueron juzgados tanto el caso de Miguel Catá Franco que describimos en la introducción como los que mencionaremos a manera de ejemplos en este apartado; y aunque la justicia a partir de 1929 se presumió "profesional e imparcial", en la sentencia que le dictaron los jueces de la Tercera Corte Penal a Catá, se esgrimieron los mismos argumentos que otrora se habían utilizado59. En su caso, la resolución estableció que a pesar de que el homicida no sorprendió a Pilar Fábregas en flagrante adulterio, operaban como atenuantes la defensa del honor, la emoción que le produjo la supuesta infidelidad de su esposa y el temor a su abandono60. De ahí que juzgado por homicidio simple, recibió una condena de 8 años de prisión con la posibilidad de quedar libre antes, si demostraba buen comportamiento.
Fue similar el caso de Francisco Chiquini Campos de 32 años de edad y a quien, en 1933, la Cuarta Corte Penal le abrió sumario por el homicidio de su esposa Dolores Arcos cometido en uno de los pasillos del Cine Goya al sorprenderla acompañada por el capitán Aviador Enrique Velasco. Según el expediente, bajo la sospecha de que Dolores le era infiel, Chiquini Campos contrató a un policía para que la siguiera. El día de los hechos, este le informó al homicida que su esposa se encontraba en dicho lugar acompañada de un individuo, intrigado acudió al sitio y ante la dolorosa confesión de su esposa, le disparo. En la sentencia, los jueces le dieron la absolución bajo el argumento de la legítima defensa del honor; sin embargo, tras la solicitud de apelación, la Cuarta Corte Penal revocó la sentencia por estimar que no concurrían los requisitos de legítima defensa, en vez de ello, adujeron que se trataba de un homicidio por adulterio y lo declararon penalmente responsable imponiéndole dos años y cuatro meses de prisión61.
En los años cuarenta, el caso de Chiquini Campos suscitó debates por parte de algunos juristas como Raul Carrancá y Trujillo, quien señalaba que en la modalidad de homicidio por adulterio no debía aceptarse ya la defensa del honor, pues el incumplimiento al deber de infidelidad conyugal solo debía constituir causa de divorcio y no autorizar el uxoricidio, solución esta, bárbara y antisocial. El hecho es excusable -dijo el penalista- y debe ser tratado con indulgencia pero no puede legitimarse62..
No obstante, en la práctica, los jueces amparados en el arbitrio judicial, continuaron otorgándole un valor muy importante a esa categoría atenuando la sanción para los culpables del homicidio pasional. Así se reflejó en la muestra de expedientes examinada, pues del total de casos, 60% de las sentencias aplicadas tuvieron en promedio una sanción de entre dos y ocho años de prisión bajo el argumento de la defensa del honor; en 30% se adujo la emoción violenta al momento de cometer el delito, y en el resto, se absolvieron o se dejó abierto el proceso para cuando se hallara al culpable. Cabe señalar que 95% de esos casos correspondían a varones pues cuando el homicidio por el mismo móvil era cometido por una mujer, se tipificaba como homicidio en riña o calificado63. Este dato nos permite constatar una vez más que en la atenuación de la sanción para el homicidio pasional privaba la preocupación fundamental de salvaguardar la moral y la sexualidad femenina dentro del matrimonio.
Así se reflejó en el caso de Alfonso Román Gómez quien mató al amante de su esposa al encontrarlos juntos en el lecho conyugal el 2 de abril de 1934. Los jueces de la Primera Corte Penal determinaron que Román Gómez era un hombre digno y trabajador, "cuya grave afrenta de que fue víctima al sorprender a su mujer en pleno adulterio con un hombre semidesnudo, explicaba humanamente la conducta seguida por aquel, obrando contra quien mancillaba su honor así como lo hubiera hecho la generalidad de los hombres en casos semejantes"64. Román Gómez fue sentenciado a tres días de cárcel mientras que su esposa, Antonia Vázquez fue condenada a pagar 100 pesos de multa y 6 meses de prisión por el delito de adulterio pues al decir del juez José L. Cossío, su comportamiento atentó contra la estabilidad del matrimonio y la familia65.
En la perspectiva de los jueces, el verdadero fundamento de las consideraciones estaba precisamente en que el móvil (pasional) era un sentimiento elevado que, lejos de hacerlo temible, lo acreditaba como honorable y digno; se debía reducir considerablemente la pena porque el individuo no era un criminal peligroso y más bien, su temibilidad era ínfima. Y aunque teóricamente no había legítima defensa, sí se trataba de un acto de provocación en donde el honor estaba involucrado66. Visto desde ese ángulo, si un padre o un marido celoso e iracundo encontraba a su esposa en aparente infidelidad y sacaba su pistola para asesinarlos, o un amante despechado mataba a su expareja porque se negaba a regresar con él no constituían una amenaza, entonces ¿qué era peligroso para la sociedad?
Similares apreciaciones tuvieron las Cortes Penales en otros casos que ocurrieron en décadas posteriores. Uno de ellos fue el de Carlos Gratecat Villacaña quien, el primero de enero de 1944 después de discutir con su amante Gloria Beberly Pearce a causa de una supuesta infidelidad y ante la noticia de su inminente abandono, le disparó con un revólver y con el cual, dijo, pretendía suicidarse. Los magistrados del TSJDF en Segunda Instancia confirmaron la sentencia de la Tercera Corte Penal por homicidio imprudencial y lo condenaron a dos años y 15 días de prisión, teniendo en cuenta que se trataba de un delincuente primario y esencialmente pasional por lo que su grado de peligrosidad era mínimo. Dentro de las circunstancias excluyentes de responsabilidad se esgrimieron el hallarse ebrio a la hora de cometer el ilícito, su juventud (31 años), su buena educación e instrucción y su situación económica de obrero67.
Parece claro que en aquellos expedientes de la muestra, donde hubo sentencia, se examinaban las circunstancias del delito, los antecedentes del homicida y con el diagnóstico de los peritos forenses, los jueces emitían el fallo de acuerdo con el arbitrio judicial sin hacer profundas conceptualizaciones. No obstante, en algunos procesos como en el de Ricardo Torres Venegas, la Cuarta Corte penal llegó a establecer en 1954 que en todos los choques violentos, la psique del individuo se despoja de la delgada membrana inhibitoria creada por las reglas de la convivencia humana, por la cultura y la civilización, para retrotraerse a la animalidad plena, caracterizada por el desenfreno de los instintos, la disminución del cálculo, la vuelta a las reflexiones ciegas y brutales68.
Así se advirtió también en el proceso contra Antonio Nava Montoya, quien según el expediente judicial, el 5 de enero de 1947 al llegar a su domicilio, se enteró de que su esposa Teresa Copca había ido a un baile dejando encerrados a sus hijos. Decepcionado, Antonio decidió ir a una cantina a embriagarse, regresando en la madrugada a su domicilio. Ya en el interior de la casa, Antonio reclamó a Teresa por su negligencia y la situación pasó a mayores cuando después de maltratarla, este tomó un cuchillo y lo clavó repetidas veces en el vientre de su esposa69. El agente del Ministerio Público formuló acusación señalando que el caso tenía el carácter de un homicidio calificado, pues Nava pudo planear el delito y tomar venganza; sin embargo, los jueces de la Tercera Corte Penal consideraron que se trataba de un homicidio simple y como Nava Montoya carecía de antecedentes penales (era delincuente primario), tenía 29 años de edad, pertenecía a la clase trabajadora y tenía una educación elemental, era justo y equitativo imponerle al acusado 8 años de prisión.
Al igual que en los casos anteriores, no hubo mención sobre la violencia conyugal de la que pudo ser víctima la esposa y, más bien, el estado de embriaguez en que se hallaba el acusado, fungió como un atenuante de su responsabilidad en la comisión del hecho70. Esto nos permite afirmar que todavía para la época la violencia contra las mujeres se percibía como naturalizada y su reprobación solo tenía lugar cuando alcanzaba tintes de sangre.
Similares consideraciones hicieron los jueces en el homicidio de Aurora Rodríguez a manos de su amante el 12 de abril de 1958. Según el expediente, el día de los hechos Aurora caminaba por la calle en compañía de unos familiares cuando Agustín se le acercó para poner fin a sus diferencias amorosas, pero estaba resuelta a no volver con él y le pidió que la dejara en paz. El acusado la siguió, la tomó del brazo y la estrujó; en respuesta a ello, Aurora le propinó dos bofetadas y continuó su camino. Pero antes de que se alejara, Agustín sacó su pistola y jaló tres veces el llamador haciendo blanco en el cuerpo de su amada. En su defensa, el abogado de Gómez Vargas solicitó que se le diera al delito la calificativa de homicidio en riña, pues después de discutir, la víctima agredió al acusado y este simplemente se defendió71.
En esta sentencia como en la mayoría, no se mencionaron las agresiones previas al deceso de Aurora; los jueces de la Cuarta Corte Penal consideraron que las circunstancias principales que motivaron el delito eran pasionales, pues Agustín Gómez Vargas cometió el homicidio en un arrebato de ira provocada por la negativa de la víctima para continuar sus relaciones amorosas. Fue condenado por homicidio simple y disparo de arma de fuego a la pena de nueve años de prisión teniendo en cuenta que se trataba de un delincuente primario y estaba comprobada su buena conducta a través de los testimonios de vecinos72.
Este caso es un ejemplo de otros 30 que encontramos en la muestra para las décadas de 1950 y 1960 pues en ellos el honor ya no constituía un atenuante en stricto sensu para el homicidio pasional; sin embargo, no ocurrió lo mismo con la emoción73. Según los casos de Pedro Díaz R. en 196374, el de Andrés R. López en 196875 y el de Alberto Gurrola V. en 197076, los jueces coincidieron en afirmar que el choque emocional que desencadenaba una situación afrentosa donde participaban el miedo, la ira o el amor, constituían un atenuante de la sanción.
A partir del tratamiento jurídico de estos casos de homicidio en los que subyace como atenuante la pasión y el honor, es inevitable pensar que en dicha práctica se encuentren las raíces de la persistente violencia real y simbólica hacia las mujeres en México y América Latina. Leyes y justicia emanadas del Estado no solo legalizaron sino que legitimaron actos con consecuencias fatales para la otra mitad de la población hasta nuestros días, actos sustentados en una tradición patriarcal y en un sistema de sexo-género en el que las mujeres continuaban bajo la potestad masculina en el ámbito privado77.
Una justicia que por lo demás no parece haber sido exclusiva de México pues en los años sesenta y hasta hace un par de décadas, en países como Chile, República Dominicana, Honduras, Guatemala, Salvador, Paraguay y Venezuela también se atenuaba la sanción para el marido cuando sorprendía en flagrante infidelidad a su pareja y tenían una exención total de la pena; mientras que en Colombia, Costa Rica, Panamá, Ecuador y Nicaragua además del cónyuge, también tenían la protección de la ley para matar, el padre y los hermanos78.
Con todo, y a juzgar por los casos aquí descritos, podemos afirmar que hasta su supresión en 1971, las Cortes Penales en el Distrito Federal no modificaron sustancialmente sus consideraciones en la aplicación de la justicia, al menos en lo que atañe al homicidio pasional. Si bien presumieron de neutralidad atendiendo al arbitrio judicial conferido por la ley, las sentencias continuaron sustentadas entre la emoción y el honor, y haciendo eco de la mentalidad de la época, en la cual la moral, la familia y el matrimonio se mantuvieron como eje de los valores más profundos de la sociedad capitalina.
Consideraciones finales
Como señalamos en la introducción, este estudio constituye apenas una primera aproximación a un tema no explorado aún en México para el siglo XX. Sin embargo, intentamos abordar los aspectos centrales que permiten explicar el tratamiento jurídico de los crímenes pasionales así como las representaciones sociales y los discursos sobre las relaciones de pareja, la violencia conyugal y el uxoricidio en un largo periodo.
Uno de los primeros resultado es que el análisis del crimen pasional permite ubicar en un plano de relevancia las relaciones de género, el sistema moral y simbólico que vincula a hombres y mujeres en una escala de jerarquías y negociaciones que no siempre favorecieron a estas últimas. Entonces, lo que sobresale aquí, por una parte, es que el criminal pasional (varón) no es considerado como un sujeto peligroso y más bien se atenúa su sanción por la emoción violenta que le produce el saberse traicionado o por el derecho a defender su honor; y por otro, se acepta y protege legalmente la autoridad masculina que recurre incluso a la violencia extrema para controlar la sexualidad de las mujeres.
Un segundo resultado que se desprendió de nuestro análisis es que justamente esa violencia desencadenada fundamentalmente en el ámbito privado fue de alguna manera consentida no solo por la ley y la justicia, sino que en los discursos y representaciones de los medios se le otorgó carta de naturalidad. Pues aunque la prensa y en especial la nota roja intentaban develar lo prohibido o lo proscrito por la sociedad, en el trasfondo señalaban los riesgos que acarreaba la infidelidad, especialmente la de las mujeres ya fueran amantes, esposas o hijas.
Y finalmente, podemos considerar que emociones y sentimientos como estructuras fundamentalmente adscritas al mundo de lo privado, también desempeñaron un papel importante en el ámbito público y la noción de crimen pasional se ofrece como ejemplo de ello. Así, los límites entre emoción y razón se tornaron borrosos cuando en función de la pasión y el honor la sociedad así como la ley y la justicia "disculparon" actos que atentaron contra la vida.
Legislación
Código penal de 1871, 1929, 1931.
Código de procedimientos penales de 1931 y 1971.
Ley de Jurados en materia criminal para el Distrito Federal, 1869.
Ley Orgánica de los Tribunales del fuero común del Distrito Federal, 1969.