A partir de 1920, las formas de representación política, las condiciones de igualdad ante la ley y la constitucionalización del poder fueron frecuentemente cuestionados. Durante este periodo, la democracia fue adjetivada como “pura”, “real”, “nacional”, “funcional” e incluso “autoritaria”.2 Conceptos como nación y pueblo reemplazaron al ciudadano como el principal sujeto del discurso político, al tiempo que las elecciones dejaron de ser la única vía de organización del orden político moderno. La principal fuente de legitimidad del poder para un sector de la sociedad, constituido principalmente por asociaciones obreras y partidos políticos de izquierda, era el bienestar de las clases populares; mientras que para las elites, era el voto libre y el mantenimiento del orden. Sin ser necesariamente contradictorias, la redefinición de la idea de democracia era evidente y llevó a nuevas y variadas disputas en torno al concepto.
En Chile, a finales de la década de 1920, Alberto Edwards Vives, principal ideólogo de la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, señalaba en su libro La fronda aristocrática en Chile que la democracia era el régimen donde “la gran masa social es inerte y se deja conducir por minorías activas”.3 Sin embargo, en diciembre de 1943, en un folleto escrito e impreso por exiliados apristas que circuló en Perú, Chile y Argentina, la democracia se asociaba directamente con las condiciones políticas que aseguraban a los ciudadanos la igualdad ante la ley: una constitución vigente, un gobierno elegido mediante votación popular y la existencia de las libertades públicas.4 Entre este opúsculo y el desprecio aristocrático por las clases medias y bajas que rezumaba el texto de Edwards mediaba, al parecer, un abismo de distancia que daba cuenta del amplio debate que, sobre la democracia, se desarrolló en Chile entre las décadas de 1920 y 1940. Es importante reconstruir este debate para comprender su pertinencia, dimensiones y características, que se desarrollaron entre lo que generalmente se conoce como el Parlamentarismo chileno y las repercusiones en Chile de los comienzos de la Guerra Fría.
El artículo explora las discusiones sobre el concepto de democracia motivadas por la aparición de diversos movimientos políticos y su participación de éstos en el debate público entre 1925 y 1948. Al respecto, se propone que las transformaciones políticas, económicas y culturales que experimentó Chile durante este periodo impactaron en la idea de la democracia, cuestionando su hegemonía a la hora de legitimar el poder político. Con ese objetivo, se examinan ensayos, artículos, columnas de opinión, entre otros documentos, que dan cuenta de las preocupaciones de cada coyuntura. Por lo mismo, se observa que en cada sección las fuentes utilizadas son diferentes, ya que el espacio en el cual se desarrollan los debates es distinto: en un momento el ensayo político es la forma de difundir estas preocupaciones y en otro son las revistas culturales o los periódicos asociados a algún partido o movimiento político toman relevancia. Estos cambios de soportes responden a la irrupción de la política de masas y a la ideologización de actores políticos clave a partir de la década de 1930, escenario diferente a las primeras dos décadas del siglo XX.
El periodo que estudia este artículo se inicia en 1925, año de una nueva Constitución en Chile durante el mandato de Arturo Alessandri, y concluye en 1948, con la promulgación de la Ley de Defensa Permanente de la Democracia. En uno de los extremos, la nueva Carta representó un cambio al sistema político nacional, estableciendo un régimen representativo presidencial con una estricta separación de poderes y una moderna estructura estatal, es decir, una renovación de acuerdo a las prácticas políticas; en el otro, la ley del 48 proscribió al Partido Comunista y a los movimientos que difundían doctrinas contrarias al liberalismo democrático promovido por los Estados Unidos, suprimiendo el derecho de estas agrupaciones a organizarse o a hacer propaganda. Así, ambos textos, normativos y de diferentes objetivos, muestran los dos extremos de un proceso en el cual el concepto de democracia era una noción en disputa que se adaptaba para posiciones políticas muchas veces distintas entre sí.
El texto se divide en cuatro segmentos cronológicos y en cada uno de ellos se aborda un grupo político específico en el cual se analizan los usos y la noción de democracia. Sin perder de vista que durante la primera mitad del siglo XX existieron variados grupos políticos de los cuales cada uno articuló y defendió su forma de entender la democracia, el objetivo de esta muestra limitada es explicar el conflicto político del periodo y el uso de la democracia en la disputa del poder. Para esto se abordarán grupos como los nacionalistas en la década de 1920, los socialistas en la primera mitad de la década de 1930, los adherentes del Frente Popular y el anticomunismo en los primeros años de la Guerra Fría. Por último, en términos generales, democracia será entendida a lo largo del artículo como régimen político. Si bien no es la única definición del concepto, es la noción básica sobre la cual los actores políticos analizados la comprenden.
Este artículo se organiza en cuatro apartados. En el primero se estudia el rechazo a los gobiernos liberales y el auge del nacionalismo como fundamento de la democracia, dos cuestiones que abrevian gran parte de los principios que dieron sustento a la versión original de la Constitución de 1925. En el segundo se analizan las dimensiones y los significados del concepto de democracia y su aparición en el escenario político nacional entre 1932 y 1936. Posteriormente, se examina el debate sobre cómo “defender la democracia” frente al avance de las ideas totalitarias entre 1936 y 1945. Por último, se hace referencia a la forma en que este concepto se redefinió dentro de la mencionada Ley de Defensa Permanente de la Democracia de 1948, en el contexto del inicio de la Guerra Fría.
Democracia y nacionalismo: la Constitución de 1925
Las intervenciones militares de 1924 y 1925, el exilio del presidente Arturo Alessandri, la inoperancia del parlamento, la crisis financiera y los conflictos sociales, entre otros problemas, fueron los síntomas que hicieron de Chile una nación en crisis, según afirmaron escritores como Luis Emilio Recabarren, Tancredo Pinochet, Alejandro Venegas o Inés Echeverría, entre otros.5 La principal solución a esta problemática fue la reorganización del sistema político a través de la Constitución de 1925, sumatoria de medidas que representaron el punto más alto de un debate que posicionaba a la democracia como el centro de atención de distintos intelectuales y políticos que transitaban entre la crítica antiliberal y el nacionalismo. Entre la celebración del centenario de la independencia en 1910 y la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) se desarrolló un periodo de crítica y redefinición sobre la democracia y el papel que ella debía cumplir en un proyecto nacional que se intentaba reconstruir.
Como parte de las celebraciones del Centenario, en varios países de América Latina se invirtieron enormes sumas de dinero en la construcción de edificios, en la realización de grandes eventos artísticos y en el auspicio de importantes invitaciones internacionales. Con estas obras, a principios del siglo XX, cada gobierno latinoamericano buscó proyectar una imagen de nación moderna y políticamente estable. Sin embargo, las dificultades relacionadas con el comercio exterior, la inflación, las bajas de los salarios reales y el inicio de un violento ciclo de confrontación social forjaron a una generación de intelectuales provenientes de las capas medias que impulsaron en distintas geografías la idea de una crisis nacional. A pesar de las diferentes posturas de dichos autores y de las variadas dimensiones de las crisis descritas, se podría señalar que en algunos países todavía existía un orden político liberal con reminiscencias decimonónicas y cuya organización inacabada era incapaz de expresar la identidad nacional.
En Chile, la crítica a los gobiernos liberales coincidió con la aparición y el ascenso de los sectores medios. Según Patricio Silva, las ideas tecnocráticas del positivismo francés, como la meritocracia, el predominio de la ciencia en el desarrollo de políticas estatales, la exclusión de los asuntos religiosos de la política, la expansión de la educación y el fortalecimiento de la ciudadanía fueron apropiadas y defendidas por los grupos mesocráticos en contra del gobierno oligárquico.6 El acceso a la lectura y la expansión de las clases medias dieron lugar a la aparición de nuevos intelectuales que comenzaron a publicar textos en los que se criticaba a la vieja aristocracia y se demandaba una intervención estatal que incluyera a la clase obrera, al ejército, a los indígenas, y a otros sectores olvidados, a través de políticas sociales en nombre de la nación.7 Estos ensayistas, conocidos como la “Generación del Centenario”, formaban parte de un grupo heterogéneo de profesionales dedicados al análisis de problemas como la pobreza, la crisis económica, las malas condiciones de vida y la democracia representativa.8 Entre ellos destacaban: Nicolás Palacios, Luis Emilio Recabarren, Enrique Mac-Iver, Francisco Antonio Encina, Guillermo Subercaseaux, entre otros.
Como afirma Norberto Bobbio, el liberalismo, como una determinada concepción de Estado con funciones y poderes limitados, y la democracia, donde el poder está en manos de la mayoría como contrapropuesta a todas las formas de gobierno autocrático, no estaban vinculadas de manera obligatoria.9 En Chile, durante la mayor parte del siglo XIX, el liberalismo chileno se caracterizó por identificar a la democracia como el mecanismo más eficaz para legitimar el poder; sin embargo, la utilización del lenguaje de la libertad y de los derechos individuales y la promesa republicana de la participación popular se entrecruzaban con la presencia de gobiernos fuertes que privilegiaron el orden y el voto restringido por encima de las libertades.10 De ese modo, la crítica nacionalista de inicios del siglo XX se dirigió hacia los gobiernos liberales y a la democracia representativa, específicamente a la incapacidad de sus representantes tradicionales __el Partido Liberal, el Conservador y el Radical__ de anteponer los intereses generales del país a los suyos propios. Para la Generación del Centenario el problema de la democracia representativa no pasaba por los mecanismos de restricción o apertura para la participación política, sino en quiénes eran sus representantes y cuáles eran sus intereses. En definitiva, llamaban a una reforma radical del sistema político, pero manteniendo su verticalidad.
Según la visión de los ensayistas, los problemas de la democracia liberal chilena se encarnaban en el predominio de la religión como debate central de los partidos políticos, en la extrema influencia extranjera y en el mal funcionamiento de las instituciones. En definitiva, diagnosticaban a un “país enfermo” en el que la democracia y sus formas de representación política formaban parte de los problemas que generaban la crisis nacional.11 En este sentido, su crítica señalaba que la democracia representada por los partidos tradicionales era un sistema político obsoleto, en el cual se habían perdido las supuestas “virtudes patrióticas” y era incapaz de legitimarse el poder. Por lo mismo, creían necesario potenciar la economía nacional, profesionalizar la burocracia y popularizar el discurso nacionalista. Lo peculiar de la propuesta de la generación del Centenario era que se podía prescindir de la democracia representativa en la búsqueda de un sistema político nacionalista.
En este contexto, el economista e ingeniero civil Guillermo Subercaseaux, que en 1914 había fundado junto a Francisco Encina y Alberto Edwards el Partido Unión Nacionalista, publicó en 1918 Los ideales nacionalistas. Ante el doctrinarismo de nuestros partidos políticos históricos.12 En el folleto, el ensayista sostenía que la cuestión religiosa se había convertido en la principal preocupación de las elites y de los partidos políticos más importantes, excluyendo del debate público temas significativos como la estabilidad ministerial, la condición de los obreros, la política internacional y la organización del Estado. Según Subercaseaux, la influencia de la Iglesia Católica en la política sólo daba cuenta de la “baja cultura que repugna a cualquier espíritu impregnado de los ideales morales y económicos de la época contemporánea”, y agregaba: “Encerrados entre el mar y la montaña nos hemos aislado de los verdaderos ideales del progreso moderno”.13 Como solución a este problema, el autor proponía la libertad de conciencia sin resistencia política de los partidos políticos ni de la Iglesia. Sin embargo, existía otro elemento en el argumento que es posible observar entre líneas: la distancia entre la “ilusión” liberal y la realidad nacional. Es decir, el hecho de que los partidos continuaran sosteniendo debates ideológicos caducos ante la crisis.
Para Subercaseaux, el problema de la democracia chilena radicaba en que partidos políticos como el Conservador, el Liberal y el Radical centraban su preocupación en la cuestión religiosa, descuidando principios como la libertad individual, la igualdad política y la propiedad privada.14 Estos principios, que regían “las organizaciones liberales de la época presente”, se encontraban en peligro frente a ideales de reforma radical representados por el socialismo, cuyo programa constituía “la base económico-social de las organizaciones”.15 En definitiva, según el escrito, las elites políticas debían comprender que la democracia ya no pasaba por el debate sobre “monarquías o repúblicas, aristocracias o democracias, religión o libre pensamiento, libertad o tiranía”, sino sobre cómo se desarrollaría de ahí en más “la organización económica de la sociedad y del Estado”.16
El resguardo de los principios fundamentales de la democracia nacional, según Subercaseaux, se sostenía sobre dos elementos: la profesionalización de la burocracia y el robustecimiento del Poder Ejecutivo. Una buena administración pública permitiría “que los intereses particulares, que hoy dominan sin freno en medio de la anarquía, se sometan, por la razón o por la fuerza, ante los supremos colectivos”.17 Un Ejecutivo fuerte, por su lado, tendría la autonomía suficiente para llevar a cabo políticas sociales de manera rápida y directa entre los sectores desposeídos del país, sin que dichas políticas quedaran estancadas en el debate parlamentario. De ese modo, se defendería el principio de autoridad, las libertades individuales y los derechos políticos, “el patrimonio más sagrado de una democracia”.18
Por último, en Los ideales nacionalistas se exigía que se mantuviera “incólume el derecho electoral”, entendido como “la llave de la seguridad de las libertades públicas de una democracia”.19 Sin embargo, ésta no era una tarea fácil, pues para establecer una democracia plena que resguardara los principios fundamentales a los que hacía alusión Subercaseaux, era necesario introducir reformas profundas en el sistema político chileno. El autor planteó cinco ideas principales que ya habían sido presentadas en 1916 en su Manifiesto nacionalista: primero, que el presidente de la república ejercitara el derecho constitucional de elegir a sus ministros para asumir la responsabilidad política; segundo, que se desarrollara una reforma legal que impidiera la obstrucción de la Ley de Presupuestos; tercero, que se implantara la clausura de debates parlamentarios por falta de quórum; cuarto, que se prohibieran repartos de puestos públicos; y quinto, que en la elección de funcionarios no predominara el criterio político.20 En definitiva, los ideales nacionalistas promovían un plan de reformas institucionales para lograr el buen funcionamiento del Estado, intentando al mismo tiempo asegurar las libertades públicas y defender la igualdad política. Según Subercaseaux, estas características formaban parte de una democracia preocupada por los problemas locales, único método para conseguir el “progreso nacional”. La búsqueda de una reforma al sistema político era la respuesta que se entregaba ante las inclemencias de la “cuestión social”, aunque también para poner freno a tendencias más radicales (anarquistas y comunistas) en el seno del movimiento obrero. La democracia podría ser un horizonte universal, pero completamente carente de eficacia si no consideraba las necesidades del cuerpo social.
En 1925, el presidente Arturo Alessandri promulgó una nueva Constitución Política en Chile. Según Aldo Mascareño, la permanente agitación social, la crisis económica salitrera y el desprestigio del sistema parlamentario generó la organización de una nueva constitución que estableció el horizonte político-institucional que se mantuvo hasta 1973. En sus palabras: “a pesar de la intervención militar presente en su origen, la Constitución de 1925 logra legitimarse porque traduce sus garantías constitucionales en legislaciones que fundan instituciones sociales adecuadas a las expectativas de la segunda fase de modernización”.21 La nueva Carta finalizó con el sistema parlamentario y estableció un régimen presidencialista. A su vez, separó a la Iglesia del Estado, garantizó la libertad de culto y terminó con las “leyes periódicas”.22 Incluso, no sólo fue la primera Constitución en utilizar la palabra democracia, también rescató parte de los principios fundamentales del heterogéneo liberalismo chileno. Es decir, aseguró y resguardó tres pilares fundamentales. En la sección de las garantías constitucionales, específicamente en el artículo 10, el texto asegura “la igualdad ante la ley”, “la libertad de emitir, sin censura previa, sus opiniones de palabra o por escrito” y “la inviolabilidad de todas las propiedades”.23
La Constitución de 1925 representaba la reestructuración del sistema político en respuesta a los problemas de legitimidad para ejercer el poder que se le achacaba al poder político de la época. Según Jorge Navarro, la Carta encarnaba “la solución que dieron los poderes fácticos para salir al paso de la crisis de legitimidad que representaba el sistema”.24 Fueron estas disposiciones sobre las cuales se definió el punto de partida de los programas de los partidos chilenos hasta 1973, independientes de a quienes representaran y si sus objetivos era perfeccionar, reformar o revolucionar el sistema político. Es más, los elementos aquí destacados respondían dos preguntas fundamentales: ¿quién debía ejercer el poder público? ¿cuáles deben ser los límites del poder público? A través de estas interrogantes, planteadas por Ortega y Gasset durante la década de 1930, se comprendieron las ideas generales de democracia y liberalismo, las que fueron atendidas en la Constitución y establecidas como hoja de ruta en la política chilena.25
A pesar de estar promulgada, diferentes intervenciones militares impidieron la entrada en vigor de la nueva Constitución. En mayo de 1927, el general Carlos Ibáñez del Campo fue proclamado presidente de Chile después de obtener 98% de los votos como candidato único de la elección. Su programa político, concentrado en la creación de un gobierno fuerte, en el fortalecimiento del papel del Ejecutivo y en una férrea fiscalización de los otros poderes, decantó en una dictadura que reprimió por igual a la izquierda y a los sindicatos, así como a la clase política que no adhirió al régimen, incluyendo a liberales y conservadores.26 Entre julio y agosto de ese año, días en los cuales Ibáñez asumió la presidencia, el periodista Rafael Maluenda publicó cuatro artículos en el diario El Mercurio. Los dos primeros se titularon “Biología de la democracia” y aparecieron en la página editorial del periódico el 3 y el 24 de julio de 1927. En estos textos, el autor sintetizó las principales ideas del ensayo Biología de la democracia escrito por el cubano Alberto Lamar Schweyer. Posteriormente, el 29 de julio y el 7 de agosto, Maluenda publicó dos nuevos artículos bajo el título de “Hacia la fórmula de una nueva democracia”. En ellos analizaba el proceso histórico-político de Chile sobre la base de lo expuesto por el escritor cubano, añadiendo algunas ideas respecto al presente de Ibáñez.
En Biología de la democracia, publicado en La Habana los primeros meses de 1927, Lamar Schweyer, de tan sólo 25 años, postulaba que la democracia, a pesar del éxito que había tenido durante algunos años en Europa, estaba condenada al fracaso.27 Según el ensayista, el hecho de que este sistema político se fundamentara en la igualdad lo transformaba en un sinsentido, ya que “la biología descubrió una verdad política: la igualdad es un principio antibiológico”.28 Para el caso latinoamericano, las conclusiones de Lamar eran aún más contundentes. El fracaso de los gobiernos democráticos del continente radicaba en la distancia entre sus ideas políticas de origen europeo y sus antecedentes raciales culturalmente inferiores.29 En consecuencia, para Lamar la democracia era un sistema político superior a las posibilidades intelectuales de la clase política local.30 De ese modo, en América Latina la dictadura se presentaba como un mal necesario: “Quien llegue primero, será el jefe absoluto del poder Ejecutivo, organizará su dictadura y más tarde su tiranía”.31 Desde esta visión, según la cual todo régimen político era la presentación cultural de una nación, las constituciones de características europeas sólo eran una utopía para la realidad cultural de los países latinoamericanos.32
En sus dos primeros artículos, Rafael Maluenda hizo una síntesis de las principales ideas de Biología de la democracia y puso especial énfasis en el argumento de que la democracia, de origen europeo, era ajena a la realidad americana. El periodista coincidía con Lamar en que, debido a su “incultura”, “inexperiencia” y “arrogancia”, la sociedad latinoamericana “no tenía por dónde encajar en sistemas políticos de democracia”.33 A fines de julio de 1927, la crítica se agudizó. En un nuevo artículo, Maluenda señaló que los políticos habían sustituido sus valores espirituales por “los turbios conceptos de la democracia, síntesis de mayorías absolutas, alimentadas por el voto del analfabeto y cuyos directores son exponentes destacados de los instintos colectivos”.34 El problema era evidente: un país con altos índices de analfabetismo no podía ser democrático, pues la organización del Estado no podía surgir de las incultas mayorías. En palabras del periodista: “La democracia ha sido la oportunidad de los inferiores, la relegación del saber y la capacidad, vencidos por el número de la masa inconsciente”.35 El artículo cerraba señalando que el error fundamental de la democracia era establecer un equilibrio entre los Poderes Públicos y el voto universal, pues dicho equilibro se amparaba en la “mentira de la igualdad”, otorgando poder a quienes no estaban capacitados culturalmente para tomar ese tipo de decisiones.
Sin embargo, en agosto de 1927, ya con Ibáñez en el poder, los artículos de Maluenda experimentaron un cambio radical. En sus textos titulados “Hacia la fórmula de una nueva democracia” el periodista chileno debatía o corregía “algunas inexactitudes” del ensayo de Lamar con el objetivo de justificar al nuevo gobierno, explicándolo como resultado de un proceso histórico inevitable. El primer problema que observaba en los planteamientos del cubano era que en ellos no se distinguían las diferentes realidades raciales de los países latinoamericanos. El periodista se refería a la “calidad racial” de Chile y señalaba que la “composición biológica de los pueblos americanos”, base para explicar el funcionamiento y organización del ideal democrático, era aplicable sólo a países “intertropicales”, realidad distinta de Chile, Argentina y Uruguay, de predominio de “hombres blancos”.36 La idea de la excepcionalidad chilena también se justificaba aludiendo a la “pureza” de la oligarquía chilena, de la cual, según el autor, habían surgido prominentes líderes como Diego Portales, Manuel Montt y José Manuel Balmaceda.37 Finalmente, el periodista argumentaba que la mayor prueba de la “incultura cívica” del electorado chileno se evidenciaba en el hecho de que los votantes elegían de manera contradictoria a un presidente y a un parlamentario con programas políticos opuestos.38
En definitiva, Maluenda trataba de justificar la dictadura de Ibáñez a través de un discurso científico que explicara que Chile vivía una forma de gobierno “más de acuerdo con sus antecedentes históricos y su idiosincrasia”.39 La aparición de Ibáñez en el poder representaba un gobierno fuerte que renovaría y modernizaría la organización del Estado como resultado de “un ansia nacional” de orden, autoridad, responsabilidad y justicia social. Por ello, el análisis histórico-político que hacía Lamar de todo el continente no coincidía, según el periodista de El Mercurio, con la realidad chilena, porque las elecciones de 1927 habían dado cuenta de un ambiente de seguridad pública y de la existencia de un movimiento político único en el continente americano.
La de Maluenda fue una crítica que se levantó contra los gobiernos liberales en Chile, así como contra la idea de la democracia representativa, específicamente, contra la noción de igualdad, ingrediente clave, según el periodista, que prepara la irrupción de las masas. En esa línea, proveniente de la propia oligarquía nacional, Alberto Edwards Vives fue parte importante de la crítica nacionalista que reprochó el papel que cumplían las elites. La fórmula era sencilla: los pilares de la democracia representativa estaban vinculados a la oligarquía chilena, que era responsable de la crisis institucional del país. Desde muy temprano en su carrera, Edwards mostró en diversas publicaciones parte de su ideario político centrado en el rescate de figuras históricas como Diego Portales, en el rechazo a la necesidad de incluir a nuevos sectores sociales en la política nacional y el afrancesamiento de las elites. En 1903, en su libro Bosquejo histórico de los partidos políticos, Edwards Vives señaló que someter las doctrinas ideológicas a votación o aceptación de las masas era un mito, pues “el equilibrio de poderes, la organización política y social no son ni pueden ser objeto de predilecciones o antipatías en la masa común de las democracias, que no entienden ni pueden apasionarse por estas materias demasiado áridas y complejas”.40 Como resultado de su aversión hacia las elites políticas y hacia la inclusión de las masas, este autor mantuvo un permanente ataque a la idea de democracia representativa y a la opción de la supresión de restricciones para aumentar la participación, planteando la necesidad de un Ejecutivo fuerte y de una organización burocrática cuidadosamente jerarquizada.
En 1928, Edwards presentó el ensayo La fronda aristocrática en Chile, compilación de una serie de artículos publicados durante el segundo semestre de 1927 en El Mercurio. Según el ensayista, el origen del estudio nació a partir de “la lectura de unos artículos muy interesantes de don Rafael Maluenda, en que este conocido periodista comentaba la obra de Lamar Schweyer ‘Biología de la Democracia’”.41 En el mismo prólogo, Edwards advertía que el intelectual cubano “conocía bastante mal la historia de Chile”, lo que motivaba al chileno a llenar un vacío sobre “lo que respecta a la época moderna”.42 Su objetivo era mostrar una síntesis histórica que diera cuenta de las contradicciones morales del Chile republicano. En primer lugar, el autor reseñaba las características del orden autoritario imperante entre 1831 y 1861, periodo en el cual la oligarquía otorgaba el poder a hombres fuertes para no caer en la desorganización política. Posteriormente señalaba que, entre 1861 y 1891, el presidente de la república había compartido el poder con la oligarquía. Y finalizaba señalando que, entre 1891 y 1920, el Ejecutivo no tenía capacidad de decisión, por lo que la oligarquía se había hecho con el poder.
Entre 1920 y 1927, la situación política de Chile fue inestable. Según Edwards, el desprecio de la clase política hacia los demás sectores sociales tuvo como consecuencia la aparición de “una clase media rebelde [que] no veía sino la dominación de una oligarquía específicamente incapaz, desnacionalizada, sin moralidad ni patriotismo”.43 Para el ensayista el problema de que este sector social intentara tomar la dirección del país radicaba en que era una masa social sin experiencia ni capacidad, pues la falta de una herencia oligárquica se expresaba en una falta de aptitudes de liderazgo, y se mostraba como una clara amenaza para la república.44 A partir de esta interpretación, Ibáñez __a quien está dedicado el libro__ debía ser el encargado de restaurar el orden civil y ser el representante de “las masas inertes y apolíticas”. En definitiva, la obediencia, la justicia y el orden estaban representados en el general, única autoridad capaz de imponerse “sobre la anarquía de las almas y sobre las vanas e infecundas competencias entre los partidos”.45 Para Edwards Vives, la verdadera democracia no era otra cosa que el establecimiento de un régimen político “en forma”, es decir, representada en un Estado fuerte y autoritario que mantenía el funcionamiento de un gobierno cuyo objetivo principal era representar a toda la nación, dejando, en términos estrictos, sin espacio a la política competitiva y plural.46
La Constitución recién entró en vigor en 1932, después de la dictadura de Ibáñez y de los breves gobiernos que se sucedieron hasta que Alessandri regresó a la presidencia.47 Este hecho indica que, junto con la inestabilidad política del país, el debate sobre el papel de la democracia en la regeneración del sistema político chileno continuaba vigente. La represión a los movimientos sociales, las huelgas de trabajadores y una nueva dictadura a fines de la década de 1920 no sólo profundizaron el debate sobre las características que debía tener una democracia; también cuestionaron la idea de si acaso el sistema político garantizado por la Constitución de 1925 era la solución para resolver la crisis nacional. De ahí, que nuevos intelectuales, la mayoría adherentes a la dictadura de Ibáñez, escribieran sobre las falencias de la democracia y las ventajas de un gobierno autoritario.
En definitiva, la Constitución de 1925 representó el desacuerdo de las elites políticas para definir un sistema de gobierno y, por ende, el concepto de democracia. La noción de democracia fue redefinida en términos nacionalistas, autoritarios funcionalistas y corporativistas. Es decir, hubo una crítica al modelo político instaurado por la oligarquía chilena que instaló una forma específica de entender la democracia. De ahí en más, nacionalistas y positivistas definieron democracia como forma de intervención autoritaria, basado en liderazgos fuertes, desprecio a las masas y reforma institucional. A través de esta crítica se legitimaba el traspaso de nuevos modelos políticos y ordenamiento social.
Democracia en las derechas e izquierdas (1932-1936)
Tras la crisis económica de 1929 y la posterior caída de la dictadura de Ibáñez en 1931, se produjo en Chile una fuerte crisis política que se mantuvo hasta el año siguiente.48 Durante dicho periodo fue constante la injerencia de los militares y la imposibilidad de gobernar sin el apoyo de la elite política.49 Los primeros años de la década de 1930 se caracterizaron por la búsqueda de un nuevo orden social que incluyera la participación de diversos sectores sociales y la consolidación del sistema burocrático.50 Éste no fue un proceso fácil. Entre junio y septiembre de 1932, por ejemplo, hubo seis gobiernos que intentaron, con diferentes proyectos y propósitos, establecer el orden y la calma en un país agitado políticamente. Entre 1932 y 1938 se originó lo que Tomás Moulian denominó la “restauración conservadora”, un periodo en el que, con Arturo Alessandri nuevamente a la cabeza, el gobierno central logró controlar a los caudillismos y establecer un marco de legalidad política representativa basada en la práctica de la Constitución de 1925, en consensos y compromisos interclasistas.51 A partir de 1932, los distintos gobiernos se preocuparon de restituir diversos valores democráticos. En ese contexto, fueron varios los debates, artículos y ensayos que los partidos y movimientos políticos chilenos publicaron a propósito del concepto de democracia. Cada uno intentaba comprender los anteriores fracasos y proponer las características que eran fundamentales para establecer un gobierno democrático.
Para los sectores de izquierda el fracaso de la democracia representativa en Chile radicaba en que la igualdad ante la ley no funcionaba, pues no se conjugaba el derecho político del ciudadano con el derecho económico del trabajador. La unión de estos dos factores era necesaria, y para lograrla se debía luchar por sueldos razonables, horarios de trabajo justos y beneficios sociales. Es decir, las reivindicaciones laborales debían hacerse políticamente patentes. En abril de 1932, la unión de los sindicatos y la emergencia de nuevos partidos políticos que representaban las aspiraciones obreras reformularon y cuestionaron la idea de democracia señalando la existencia de un evidente distanciamiento entre la igualdad postulada en las leyes y la desigualdad existente en la realidad social. Ese mismo año, el diario socialista Crónica se preguntaba: “¿Acaso los regímenes de ‘la igualdad ante la ley’ y del ‘gobierno del pueblo por el pueblo’ no han arrancado de las manos de los trabajadores las herramientas, privándoles de la opción a formarse una situación económica independiente en la industria privada, para arrojarlas sin piedad en las fauces insaciables de alto burguesismo industrial?”52 Para el autor de este artículo, el sistema político chileno se mantenía en crisis debido a que los métodos de gobierno eran sometidos a las formas de producción del capitalismo, obligando a elegir entre dos opciones: socialismo o democracia.
Para Crónica, la democracia representativa significaba la anulación de la lucha de clases a través de pequeñas reformas económicas que buscaran afinidades entre las distintas clases sociales. Según el periódico, la expresión “democracia” sólo era una forma de gobierno que se basaba en tres mitos: gobernar con la mayoría, mantener la libertad y resguardar la propiedad privada. En cuanto al primer aspecto, el escrito señalaba que la democracia no era manejada por las clases que tenían la mayoría, sino que esta forma de gobierno era practicada por quienes tenían “económica e intelectualmente la mayoría bajo su dependencia”.53 En relación con la libertad, se señalaba que esta idea no tenía vínculo con alguna característica moral del concepto, sino que se refería a un “gobierno conforme a las doctrinas económicas del liberalismo que proclama el derecho a la propiedad en restricción y que reivindica la libertad de producir y de vender”.54 Aun así, se reconocía que garantizar el derecho a la propiedad privada era algo positivo dentro de todo gobierno democrático, aunque este derecho debía tener limitaciones. Según esta reflexión, “nada habría que objetar a la democracia si la propiedad fuera un hecho general y las leyes garantizaran la porción de bienes, rentas y del fruto del trabajo y de la industria de los ciudadanos”, es decir, si se lograra mantener un equilibrio y cierta equidad en la sociedad. Sin embargo, el problema estaba en la acumulación extrema y en la formación de monopolios que traían aparejados, según el texto, “innumerables vicios y la creciente pauperización de las masas”.55 De ese modo, para algunos sectores de izquierda y para los movimientos políticos que representaban a los trabajadores, la democracia representativa, avalada por la Constitución de 1925 y el segundo gobierno de Alessandri, se presentaba como la antagonista de una forma de gobierno que buscaba consolidar la justicia social en las clases bajas.
La restitución de la libertad de prensa también representaba una dimensión importante de la democracia para la izquierda. El escritor Manuel Soto González, conocido como Lautaro Yankas, afirmó en La Opinión que la prensa estaba en una posición de igual importancia que el poder político y que su libertad le permitía intervenir “en la solución de problemas nacionales e internacionales”, por lo que este medio de comunicación tenía un alto “valor explotable políticamente”.56 El hecho de que la representación nacional no fuera uniforme ni pudiera estar basada en una sola corriente de pensamiento se debía reflejar en la aparición de opiniones heterogéneas en una prensa diversa, al servicio de distintas posiciones políticas.
Entre las características que según los movimientos de izquierda y los sindicatos independientes debía tener una democracia para el nuevo proceso político de la década de 1930 estaba la de excluir a los partidos políticos tradicionales de todo gobierno. Como explican Brian Loveman y Elizabeth Lira, el hecho de que la política se transformara en un “mercado de subasta pública” se presentaba, de manera reiterada en la prensa y en los artículos de opinión, como una traición a la patria.57 Por ejemplo, el 15 de junio de 1932, último día de gobierno de la república socialista liderada por el militar Marmaduque Grove, el periódico socialista La Opinión publicó un artículo llamado “Para asegurar el triunfo de la democracia”. El texto explicaba que, para que el gobierno revolucionario fuera democrático, se debía excluir “el compadrazgo y el sistema de corrillo y de antesala burocrática, de empeño político y de hermandad”.58 Es decir, había que sacar del gobierno a los militares y políticos que habían apoyado la dictadura de Ibáñez. En una de las frases se señalaba que
Por desgracia, este Gobierno Revolucionario está cayendo en el mismo error que ha perdido a todos los gobiernos. Está nombrando intendentes, gobernadores y quieren nombrar alcaldes que muchas veces no sólo son ineptos y oportunistas, sino que no tienen ningún arraigo en los partidos que han hecho la revolución moral y material en nuestro país, en beneficio de las clases proletarias y desvalidas.59
Desde esta postura, la organización de un régimen verdaderamente democrático requería apartarse de la vieja clase política y aristocrática. El gobierno debía ser representado por hombres probos que persiguieran la justicia social. El propósito ya no era resguardar la libertad o el orden, sino asegurar el bienestar de los más necesitados, del “pueblo”. El artículo argumentaba que “cualquiera piensa que al momento de triunfar esta revolución, se llamaría a las esferas de Gobierno a los hombres sanos de intenciones y de ideología socialista que forman fila en la Democracia para organizar un régimen de equidad y de justicia. Si se hacía una revolución democrática, justo era pensar que esa Democracia tendría participación preponderante en la dirección de la cosa pública”.60 A partir de la década de 1930, la izquierda abogó por una democracia deliberativa entendida en términos de participación política y toma de decisiones a través de nuevos representante y con la participación directa de la ciudadanía, en este caso, el pueblo.61 La idea era plantear un tipo de democracia horizontal que defendiera los derechos individuales y se enfatizara en la soberanía popular.62
Por su parte, liberales y conservadores, posicionados en la derecha, se identificaron, en palabras de Marcelo Casals, como “los defensores del orden y de una noción limitada de la democracia”.63 Es decir, las discusiones sobre el Estado y la administración pasaron a un segundo plano ante “el peligro revolucionario y reformista que proclamaba la necesidad de construir una democracia genuinamente igualitaria”.64 Los cuestionamientos a la libertad pública, la igualdad ante la ley y la incorporación de nuevos sujetos al debate político se transformaron en las preocupaciones centrales del discurso de la derecha. En octubre de 1932, Héctor Rodríguez de la Sotta pronunció un discurso en la Convención del Partido Conservador, donde señaló que en Chile se estaba viviendo un proceso de “hiperdemocracia” caracterizada por la libertad absoluta y la pérdida de valores como “orden, jerarquía y disciplina”.65 A su vez, la participación de las masas en la política había producido la exclusión de las minorías seleccionadas y capaces de la administración pública, siendo reemplazadas por hombre mediocres, “por el choclón político”, como sentenciaba Rodríguez de la Sotta.
En definitiva, este discurso representó el menosprecio de la derecha por el tipo de democracia deliberativa que enarbolaba la izquierda, es decir, por la inclusión de nuevos sectores al debate público, por la igualdad ante la ley y por el rechazo de gobiernos autoritarios. El político conservador concluyó que este tipo de propuestas “engendró el desorden, y la democracia la mediocridad; y éste es el mal que sufre el mundo: un inmenso desorden, frente a la incapacidad de las mediocridades”.66 Según Timothy Scully, el alineamiento de conservadores y liberales en un eje de afinidad desde fines del siglo XIX, la emergencia del Partido Democrático y la aparición de partidos de inspiración marxista, todos ordenados en la disyuntiva capital/trabajo, forzaron una reubicación ideológica de las distintas fuerzas políticas que operaban durante la década de 1930.67 En este periodo, 1932-1936, se inicia un posicionamiento político, aún débil, pero que muestra las primeras ideas y límites respecto a lo que creían sobre democracia y sus dimensiones que la legitimarían como sistema político imperante.
Defender la democracia
Si la prensa chilena había seguido de cerca la consolidación del fascismo italiano y del nazismo alemán a principios de los años treinta, a partir de julio de 1936 la Guerra Civil Española ocupó las páginas internacionales de los principales diarios nacionales. La prensa hizo un completo seguimiento del alzamiento rebelde contra el gobierno republicano y el escenario político en el país austral se dividió frente al acontecimiento internacional. La izquierda, en especial los partidos Comunista y Socialista, los grupos trotskistas y el Partido Radical apoyaron la causa republicana. Esto se justificaba porque en Chile, al igual que en España, estos partidos, junto a fuerzas sindicalistas e intelectuales, conformaron el Frente Popular, una alianza de izquierda antifascista con posibilidades de ganar en las elecciones presidenciales de 1938. Por su parte, la derecha, con el Partido Conservador, el Partido Liberal y Acción Republicana, inició una campaña de difusión a favor de los rebeldes, observando de reojo a los regímenes alemán e italiano.68 El conflicto europeo había impactado en la política interna.
El gobierno de Arturo Alessandri simpatizó con los rebeldes españoles, pues su gobierno dependía de un fuerte apoyo conservador. La Iglesia, la prensa y los partidos de derecha instaron al gobierno chileno para que rompiera relaciones con los republicanos, aunque sin mayor éxito. La derecha identificó el avance republicano y la quema de iglesias con el peligro del comunismo, mientras que la izquierda consideró el levantamiento militar de Franco y el creciente poder de Hitler y Mussolini como ejemplos de la amenaza fascista que en un futuro podía desarrollarse en Chile.
Los hechos ocurridos en Alemania, Italia y España obligaron a la COMINTERN a cambiar su política y propiciar alianzas en contra de un enemigo común: el fascismo. Según señala Rolando Álvarez, el antifascismo fue la identidad política central en la creación de los frentes populares, en el cual la democracia se convirtió “en el gran eje unificado en la lucha contra el fascismo y la guerra”.69 En mayo de 1936, se conformó en Chile el Frente Popular, un pacto electoral que unió a los partidos Comunista, Socialista, Democrático, Radical Socialista y Radical, junto a fuerzas sindicalistas e intelectuales para “apartar __según su manifiesto__ a la humanidad de la barbarie”.70 Al poco andar, esta alianza de izquierda se autodenominó como un grupo de “fuerzas progresistas y libertarias” que, esgrimiendo las banderas de la lucha antifascista y “la defensa de la democracia”, intentarían llegar al sillón presidencial en las elecciones presidenciales de 1938.71 El proyecto político de esta alianza se resumía en la defensa de la democracia ante el avance del fascismo, que buscaba una conexión del comunismo con las tradiciones democráticas, un creciente apoyo y la simpatía de esta propuesta en el mundo intelectual y cultural, así como una estrategia exitosa para alejar a la derecha del poder.72 La coyuntura internacional fue un fenómeno que visibilizó los límites de la democracia y el posicionamiento de la izquierda que, durante el periodo de 1932 y 1936, había sido más bien plástico y débil.
En ese contexto, la izquierda chilena trasladó su apoyo a la causa republicana y el análisis de la política española se convirtió en una cuestión nacional. Los partidarios del Frente Popular representaron el panorama político en dos posturas adversas de las cuales una era la democracia y el porvenir defendido por ellos; la otra, la dictadura y el autoritarismo acogidos por la derecha. En octubre de 1936, el periódico santiaguino Frente Popular, al referirse a los partidos que iniciaron la coalición, señalaba:
Estos fundadores fueron los precursores de esta alianza [Frente Popular] democrática y liberatriz [sic] del pueblo de Chile. De este grande y amplio frente de la democracia, frente defensor de la República y el porvenir de nuestra patria. Frente que surge como necesidad histórica, en que las derechas, conscientes de su desplazamiento por la voluntad soberana del pueblo, reniegan de toda fórmula democrática, asesinar el régimen republicano para buscar la supervivencia de su dominación en la barbarie fascista.73
Desde esta postura, las elecciones en Chile se presentaban como una batalla a dos bandos: la democracia o el fascismo. Según el periódico santiaguino, votar por la derecha significaba implantar la violencia como sistema de gobierno, apoyar el derrumbe del régimen constitucional e imponer una dictadura criminal. Por ello, el artículo concluía: “Es así como se plantean las posiciones en la política chilena de esta hora, con claridad plena: Democracia o Fascismo”.74 Sin embargo, defender la democracia no sólo consistía en alejar a la derecha del poder, sino también en movilizar a las organizaciones obreras y sacar a “la gran masa ciudadana” de la pasividad política. La falta de protagonismo de los trabajadores en la política se presentaba como “una crisis de la democracia” que podría permitir la aparición de nuevos caudillos en La Moneda. En relación con la inclusión de los trabajadores en el debate público, una columna de Frente Popular sentenciaba: “La democracia hace crisis en este país a causa de la debilidad de sus propios paladines, de la pasividad indolente de sus propios defensores. La inacción popular, la pesada calma de las organizaciones, la frívola indiferencia de los jefes populares están conduciendo a la ciudadanía a poner la cerviz bajo el yugo opresor que pretende la oligarquía”.75
En 1937 escritores, estudiantes y profesionales crearon la Alianza de Intelectuales para la Defensa de la Cultura. Con el patrocinio de la Embajada de España y las organizaciones democráticas chilenas se organizó una agrupación que siguió los pasos del Congreso Antifascista de Valencia. Esta alianza tuvo gran impacto en Chile y en el continente gracias a la importancia de sus integrantes, entre quienes destacaban Alberto Romero, Pablo Neruda, Rosamel del Valle, Volodia Teitelboim y Benjamín Subercaseaux.76 El debate político tuvo trascendencia en todos los ámbitos culturales, donde el tema central fue la defensa de la democracia ante el avance del fascismo. Los propósitos se definieron de acuerdo con preocupaciones como la libertad de prensa, la difusión de la cultura, la lucha por las reivindicaciones de los trabajadores y el rechazo al autoritarismo, entre otros temas. Según Olga Ulianova, la causa antifascista facilitó la inclusión de discursos ideológicos mundiales, cuyos factores se utilizaron en el juego político interno. De ese modo, se incrementó el número de militantes en los diferentes partidos políticos de izquierda, sobre todo del Partido Comunista de Chile (PCCh).77
Por otro lado, desde 1932 el economista e historiador Carlos Keller Rueff y el abogado Jorge González Von Marées habían fundado el Movimiento Nacional Socialista de Chile, organización mediante la que el fascismo adquirió cada vez mayor espacio y protagonismo en la arena política chilena. Los “nacistas” esgrimían una ideología autoritaria y militarista basada en el corporativismo heredado del fascismo de Mussolini. En las elecciones de 1938 el nacionalsocialismo chileno apoyaba a Carlos Ibáñez del Campo, competidor que le restaba votos a la izquierda chilena y alejaba a Pedro Aguirre Cerda de la presidencia.78 Para el Frente Popular, los grupos nacistas e ibañistas representaban a Hitler y Mussolini en el escenario político criollo. Según el periódico Frente Popular de Iquique, “la violencia y el terror, únicos métodos posibles del nazismo de Hitler y el fascismo de Mussolini para llegar al poder a espaldas del pueblo, ha querido ser imitado por los nacistas criollos”.79 De ahí que apartar este grupo de la contienda electoral se convirtió en uno de los propósitos de la alianza.
En septiembre de 1938, dos meses antes de la elección presidencial, ocurrió la matanza del Seguro Obrero en el centro de Santiago. Los agentes del Estado reprimieron y asesinaron a varios miembros del Movimiento Nacionalsocialista que intentaron provocar un golpe al gobierno de Arturo Alessandri para que Ibáñez tomara el poder.80 El impacto político de estos hechos causaron la renuncia del general como candidato presidencial, la reestructuración del movimiento nacista y el apoyo de éste a Aguirre Cerda. De ese modo, los votos de quienes fueran sus principales enemigos políticos ayudaron al Frente Popular a ganar la elección. No obstante, a pesar de la victoria de la izquierda, la idea de defender la democracia continuaba vigente. Los sucesos en Europa y las persistentes críticas de la derecha por la elección hacían que el grito “¡A la defensa de la democracia!” fuera una temática recurrente en los periódicos y revistas de los partidos que eran parte del Frente Popular.81 El peligro del ascenso electoral de gobiernos de derecha extrema, así como la constante amenaza de un golpe de Estado provocó que la defensa de todo gobierno democrático se convirtiera en una de las principales preocupaciones de la izquierda chilena.
El Frente Popular defendió su idea de democracia autoproclamándose como el único sector “democrático”. Si bien conservadores y liberales tenían una perspectiva muy lejana al sistema político defendido por los nacistas, la izquierda aprovechó la coyuntura internacional y el conflicto en torno a la democracia para denostar por completo a la derecha chilena, tildándola de fascistas e igualándolos a la derecha radical.
Sin embargo, para los primeros años de la década de 1940, las características de la democracia a defender aún no eran claras. Ideales como justicia, fraternidad y antiautoritarismo se mencionaban como elementos pertenecientes a este sistema, aunque sin mayor profundidad en sus dimensiones. Se presentaba a este tipo de gobierno como la única opción ante el avance de las dictaduras y se repetía que la preocupación central debía ser enseñar valores democráticos, sin aclarar cuáles eran éstos. Ante esta ambigüedad, en 1942 La Opinión publicó un artículo llamado “Definición de la democracia”, en el que hacía referencia a la falta de un significado concreto sobre el término. El texto señalaba que “la democracia americana, ahora amenazada por ataques, tanto de afuera como en el seno de la nación, sólo podrá sobrevivir si concretamos ideas definidas respecto a sus significados y condiciones esenciales”. Sin ahondar en las dimensiones del concepto, el escrito señalaba que las costumbres “inherentes al modo de vida democrática” incluían procesos de educación deliberada y participación ciudadana. Así, se postulaba que “una de las obligaciones primarias del sistema educativo consiste en proveer las condiciones más eficaces a fin de que los jóvenes logren el conjunto de conocimiento y actitudes requeridos para realizar nuestro modo de vida democrático”.82
Por otro lado, la desigualdad social y el pauperismo de los sectores trabajadores continuaron siendo una preocupación central a la hora de pensar la democracia. Guillermo del Pedregal, candidato de la Alianza Democrática de Chile, señalaba en 1944 que el atraso agrícola, la falta de modernización en la minería, las limitaciones del mercado interno y el subdesarrollo de la industria causaban la exclusión económica de los sectores medios y, consecuentemente, la debilidad democrática en Chile. Para el candidato, la defensa de la democracia también radicaba en asegurar el bienestar económico de la mayoría del país, por lo que señalaba que “la democracia de mañana tendrá que ser económica o dejará de ser democracia. La simplemente política, la anterior de 1939, ha probado hasta la saciedad su falta de fortaleza en el todo mundo”.83
La defensa de la democracia frente al auge del fascismo fue una constante entre 1936 y 1945. Según Pedro Milos, “fue el manto que cubrió las diferencias políticas e ideológicas que mantenían los actores comprometidos en el Frente Popular”.84 Esto se podría extender hasta los inicios de la Guerra Fría, cuando, a pesar de que cada movimiento y partido político tenía su propia visión sobre lo que era la democracia, todos coincidían en la necesidad de resguardarla ante el fascismo. Sin embargo, la defensa de la democracia no sólo consistió en impedir que movimientos totalitarios tomaran el poder, sino también en la defensa de los derechos del nuevo sujeto fundamental, el pueblo. En definitiva, el ideal de igualdad política se expandió a nuevos sujetos sociales, en especial a los trabajadores, mientras que la libertad política se conjugó con el antifascismo como parte de la imagen democrática de los partidos de izquierda.
La amenaza del fascismo y su interacción entre la política nacional e internacional generó un momento de redefinición semántica de la democracia. Ésta se convirtió en el manto al cual hace referencia Milos, que allana diferencias programáticas y trayectorias políticas que legitiman el poder y defienden la institucionalidad burguesa.
Democracia en los inicios de la Guerra Fría
Durante los primeros años de la Guerra Fría, en Chile ocurrieron diversos acontecimientos que alteraron el escenario político. En 1946, el presidente Juan Antonio Ríos abandonó su cargo por un cáncer que causó su muerte un año después; ocupó su lugar el vicepresidente Alfredo Duhalde, quien reprimió varias manifestaciones sociales; por otro lado, la Compañía Salitrera de Tarapacá y Antofagasta aumentó los precios de los alimentos de la pulpería, desentendiendo los acuerdos hechos por el sindicato. La respuesta no se hizo esperar: la huelga de las oficinas salitreras Mapocho y Humberstone fueron apoyadas por un acto de solidaridad convocado por la Confederación de Trabajadores de Chile (CTCH) en la plaza Bulnes en el centro de Santiago. Duhalde desplegó un amplio contingente policial para reprimir la manifestación, con un saldo de ocho trabajadores asesinados por agentes del Estado.85
A fines de ese año, con el apoyo de los partidos Comunista, Radical y Demócrata, Gabriel González Videla fue elegido como presidente. Esta alianza electoral causó fuertes debates y desavenencias en el interior del Partido Radical. A su vez, en un contexto internacional marcado por el inicio de la Guerra Fría, se creó un grupo paramilitar llamado Acción Chilena Anticomunista (ACHA) integrado por miembros de diversas tendencias. Entre ellos destacaba la presencia, entre otros, de su fundador, el radical Arturo Olavarría, de los socialistas Agustín Álvarez Villablanca y Oscar Schnake, y del liberal Raúl Marín Balmaceda, aunque la mayoría de sus integrantes eran ibañistas, exnacistas y ex milicia republicana.86 Por su parte, la presión de los comunistas a través del apoyo a los movimientos sociales, a la reforma agraria y a la ampliación de los derechos de los trabajadores creó enfrentamientos dentro del gobierno entre los adeptos a Estados Unidos y quienes seguían los postulados de la Unión Soviética.
El contexto de la Guerra Fría detonó un cambio en la política nacional. La caracterización entre los partidos de izquierda y de derecha pasó a un segundo plano ante el binomio de marxistas y antimarxistas De ahí en más, el anticomunismo tuvo un fuerte potencial político en Chile y una gran cantidad de partidos y figuras políticas hablaron del peligro comunista a través de discursos y publicaciones. Según señala Alfredo Riquelme, hubo una “coincidencia entre políticos chilenos de extrema derecha y centroizquierda en la convicción de que el mundo enfrentaba un conflicto de carácter total __derivado de lo que se percibía como la expansión maligna del comunismo en el mundo__”.87 El concepto de democracia se convirtió en sinónimo de lucha contra la influencia soviética y la dictadura del proletariado. Mantener fuera del sistema electoral al PCCh y del debate político a sus militantes fue el objetivo del gobierno de González Videla. El nuevo eje internacional activó la retórica de la democracia como anillo de defensa frente a lo que desquiciaba el orden institucional, que ahora era el marxismo, pues la anterior amenaza había quedado conjurada con el desenlace de la Segunda Guerra Mundial.
La estrategia del Ejecutivo de haber entregado tres ministerios al Partido Comunista para que controlaran al movimiento sindical no resultó, según señala Marcelo Casals. Al poco andar se desarrollaron disputas con los socialistas, la derecha y el presidente, generando una progresiva impopularidad de los comunistas.88 Así, en mayo de 1948, en un mensaje presidencial al Congreso Nacional, González Videla, quien para entonces ya había roto relaciones con el PCCh, mostraba su preocupación por el avance del comunismo y la estabilidad de la democracia en el país. En el mensaje a los congresistas, el mandatario radical señalaba que parte de los problemas de producción, cesantía y lánguido crecimiento se debía al “sistema de trabajo lento, de sabotaje y de huelga, implantando por el Partido Comunista. Los sindicatos estaban, indiscutiblemente, controlados por la secta internacional [...] los obreros chilenos eran verdaderamente esclavos de las consignas que se impartían desde fuera de nuestras fronteras”.89 De ese modo, el nuevo contexto político del país se planteaba en una unión de los partidos que estuvieran convencidos de “combatir con éxito al totalitarismo rojo”. Sin importar las discrepancias ideológicas, la idea del gobierno era defender tres características centrales que definían a una democracia: la libertad pública, el derecho de elección de representantes y la defensa de una economía liberal, en la que el resguardo a la propiedad privada era un punto elemental. En palabras del mandatario: “Debemos convencernos que, por encima de nuestras diferencias doctrinarias, existen ideales y bienes comunes que hay que defender. Ellos son la vigencia permanente de nuestras libertades, la estabilidad y desarrollo de nuestra economía y la supervivencia del sistema democrático en que nos hemos formado”.90
En septiembre de 1948 fue promulgada la Ley de Defensa Permanente de la Democracia, conocida popularmente como Ley Maldita. Ésta tuvo por objetivo la proscripción del Partido Comunista y de los movimientos que difundieran doctrinas que aspiraran a gobiernos basados en el totalitarismo y la tiranía, suprimiendo el derecho de estos grupos a organizarse, a hacer propaganda o a debatir públicamente.91 Tras la aprobación de la Ley, todo tipo de asociación comunista fue considerada ilegal y quien perteneciera a alguna de ellas podría hacerse acreedor de una pena que iba desde una multa hasta el exilio. En esta línea, la definición de democracia que presentaba la legislación era muy amplia. De hecho, sólo se consideraba como un régimen opuesto a la democracia a aquel “que suprima las libertades y los derechos inalienables de las minorías y, en general, de las personas humanas”.92 En este contexto, el objetivo de la democracia era la defensa de la libertad individual del ciudadano frente a corrientes ideológicas que, se decía, intentaban limitarla. En el nuevo escenario, la defensa de los derechos del “pueblo” significaba apoyar un régimen marxista y, por ende, autoritario.
Tras la aplicación de la ley, el nacionalismo volvió a aparecer con fuerza en los discursos que defendían la “democracia actual” frente a aquellos grupos que, al apoyar gobiernos de izquierda, postulaban un programa internacionalista o continental. A la unión de diversos partidos que tuvieran en común posturas anticomunistas, se le sumaba ahora el ideal nacionalista como objetivo político. En su mensaje al Congreso Nacional en 1949, Gabriel González Videla señalaba:
Los regímenes de concentración nacional, característicos de las democracias actuales, encuentran su expresión en el Gabinete Presidencial [...] Esta fórmula gubernativa ha hecho posibles realizaciones, en los órdenes políticos, económico y social, que no habrían alcanzado si un solo partido o un grupo excluyente de partidos se hubiera encargado de la dirección republicana.93
De este modo, la Ley Maldita transformó a la democracia en el fundamento de un amplio movimiento anticomunista. En la nueva realidad política chilena, toda asociación que enarbolara la lucha de clases, el internacionalismo o la dictadura del proletariado se convertiría en un enemigo del gobierno y de los partidos políticos que lo apoyaban. González Videla instó a líderes y a parlamentarios a seguir la vía legal del debate y la votación para concretar las mejoras de los trabajadores, explicándoles que era la única manera de obtener resultados manteniendo un país en orden. El presidente se preguntaba: “¿El divorcio con el grueso de las fuerzas democráticas no aleja a un partido progresista del principal de sus deberes, el de aprovechar todas las circunstancias que la vida social ofrece para mejorar paulatina, real y seriamente la condición de los humildes?”94 Resultaba evidente que la protección de la democracia por parte del gobierno intentaba evitar la irrupción de movimientos comunistas en una zona de influencia perteneciente a Estados Unidos, mediante la cuestionable exclusión política de amplios grupos que antes habían participado abiertamente en el debate público. Sin embargo, en el contexto internacional de la Guerra Fría buscar el apoyo de los partidos políticos era más importante que cuestionar la legalidad de esta ley.
Consideraciones finales
Los diferentes procesos políticos que experimentó Chile durante la primera mitad del siglo XX forjaron un tránsito complejo de la idea sobre democracia en los debates públicos del país. En el periodo estudiado, el concepto siempre se mantuvo en disputa entre las cúpulas políticas e intelectuales que intentaron diagnosticar cuáles eran las características que imposibilitaban el ejercicio de un gobierno exitoso. La exagerada influencia europea en los gobiernos liberales y en las elites, la falta de justicia social y de orden público, el auge del fascismo y la consolidación del comunismo fueron parte de los problemas que se explicaban al momento de hacer de la democracia un tema central sobre cómo establecer un gobierno.
En las primeras décadas del siglo XX, la democracia representativa y vinculada a los gobiernos liberales fue criticada con el auge del nacionalismo. La intersección entre lo local y lo global se representó a través del rechazo de la influencia extranjera y la necesidad de que el Estado ejerciera el poder de manera autoritaria. En esta línea, la idea de democracia fue cuestionada en relación con la imposición de una dictadura como la representada por Carlos Ibáñez del Campo. La instauración del orden se volvió más importante que mantener un sistema político equilibrado entre distintos poderes y con fórmulas de representación alojadas en las elites. A partir de la década de 1930, la ideologización del debate político y las distintas insurrecciones, como primeras expresiones de una política de masas, hicieron que la renuncia a la democracia se tornara imposible; por el contrario, en el primer lustro de esta década, se buscó el restablecimiento de características globales, como la libertad de opinión y la igualdad ante la ley, agregando la inclusión de nuevos sectores en la toma de decisiones con el fin de que la legitimidad del poder se afincara en una democracia deliberativa.
Desde 1936, las circulaciones transnacionales de referentes políticos, la Guerra Civil Española, el auge del fascismo italiano y la Segunda Guerra Mundial enmarcaron los debates acerca de la democracia en el binomio libertad y represión. En este momento, la polarización ideológica entre derechas e izquierdas permitió, una vez más, la posibilidad de criticar la democracia o sus excesos, como lo señaló el conservador Rodríguez de la Sota, hecho que fue imposible años después. Es decir, la cambiante posición respecto a la democracia desde las diferentes posiciones políticas en Chile se hizo evidente cuando algunos sectores de la derecha criticaron la idea de democracia mientras que partidos de izquierda se representaban como férreos defensores de ésta. Por último, la Guerra Fría cambió, nuevamente, todo este panorama. Ahora, los comunistas se volvieron los fieles representantes de un sistema político jerarquizado y de partido único, mientras que, para la derecha, la única forma de hacer política fue a partir de la defensa de la democracia.
En definitiva, los cambios y quiebres que experimentó el concepto de democracia en el periodo estudiado se asentaron en el cuestionamiento sobre la hegemonía que supuestamente ejercía o debía ejercer esta noción. Es decir, la trayectoria política de Chile explica que la democracia, como una idea fuerza que legitimaba el poder político, estuvo sometida a escrutinio de manera permanente, transformándose en un eje flexible y permeable del debate político chileno, criticado y cuestionado, en distintos momentos, como un sistema político que se debía adecuar a las necesidades del país.