El 15 de septiembre de 1968, cientos de habitantes del pueblo de San Miguel Canoa, situado a unos cuantos kilómetros de la ciudad de Puebla, lincharon a cinco trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla (UAP). El linchamiento tuvo como origen una serie de rumores que señalaban a los trabajadores como estudiantes comunistas que pretendían, entre otras cosas, desacralizar la Iglesia, izar una bandera rojinegra, e incluso asesinar al cura del pueblo.1 Dos de los trabajadores murieron por heridas de machete y tres sobrevivieron, a pesar de haber sufrido lesiones graves y de haber sido torturados durante más de dos horas por docenas de personas. Este hecho, ocurrido dos semanas antes de la masacre de Tlatelolco ocurrida el 2 de octubre en ciudad de México, captura elementos esenciales de la historia de la Guerra Fría en Puebla y de las dinámicas -políticas, sociales y religiosas- que hacen de esta historia una historia regional. Si en la historia nacional de la Guerra Fría la masacre de Tlatelolco constituye el epítome de la violencia y polarización que se vivía en el país, el linchamiento en Canoa es el evento que condensa las tensiones y divisiones que caracterizaron al estado de Puebla durante este momento histórico.
El objetivo de este artículo es “regionalizar” la historia de la Guerra Fría en México. Es decir, analizar el impacto que el ámbito regional tuvo en la manera en la que las personas vivieron los conflictos, prácticas y discursos que caracterizaron este periodo. El artículo se centra en la historia regional de Puebla, un estado marcado por la prevalencia de ideologías anticomunistas y conservadoras, así como por una relación estrecha entre la iglesia católica, la élite económica y los grupos políticos dominantes. Aunque esta proximidad ideológica entre empresariado, gobierno y clero no es exclusiva de Puebla,2 el caso poblano es particular en tanto que dicha proximidad se articuló principalmente a través de la red política del llamado “cacicazgo avilacamachista.3 Como ha sido señalado por la historiografía sobre el conservadurismo en Puebla, este cacicazgo desarrolló un proyecto político conservador, católico y de derecha que concibió las ideas socialistas y comunistas como una amenaza al orden social, político y económico del estado.4 Más allá de su carácter defensivo, dicho proyecto buscaba impulsar un modelo de sociedad que promoviera la estabilidad política en la entidad, los intereses económicos de empresarios y terratenientes locales, y el desarrollo de valores tradicionales y católicos al interior de las familias poblanas.5 La continuidad de este cacicazgo a lo largo de más de cuatro décadas permite entender la prevalencia de las ideas anticomunistas en el orden político regional, aun cuando las élites políticas a nivel federal promovieron una visión más tolerante, sobre todo en la década de 1930 y en los años setenta, frente a la propagación de ideas socialistas y de izquierda tanto al interior como al exterior del país.
Además de nutrirse de la historiografía regional de Puebla, este artículo incorpora el análisis original de fuentes archivísticas y publicaciones periódicas, al tiempo que establece un diálogo con la historiografía reciente sobre la Guerra Fría en América Latina.6 En este sentido, el artículo busca responder, acaso de manera tentativa, al llamado que han hecho varios autores sobre la necesidad de examinar la Guerra Fría en sus distintas escalas geográficas, incluido el ámbito regional, nacional, y global.7 Metodológicamente, el artículo hace énfasis en lo regional, sin perder de vista -en la medida de lo posible- los otros dos niveles de análisis.8
La historiografía reciente de la Guerra Fría en Latinoamérica ha propuesto, entre otras cosas, redefinir los contornos geográficos y temporales tradicionales de este conflicto, ampliando así el marco analítico desde el cual puede entenderse. En términos geográficos, esta historiografía ha puesto a los países de la “periferia” o del llamado “tercer mundo” al centro del análisis y examinado los procesos que ahí ocurrieron en relación con dinámicas y trayectorias locales, y no como simple reflejo del dominio hegemónico de Estados Unidos o de las disputas geopolíticas entre Estados Unidos y la Unión Soviética.9 En términos temporales, dicha literatura ha propuesto extender la periodización de este conflicto, tomando como punto de partida la importancia que la lucha antagónica entre las ideologías capitalista y socialista tuvo en la región latinoamericana en las décadas previas al surgimiento del mundo bipolar.10
Haciendo eco de esta historiografía, el presente trabajo subraya la importancia que el contexto social, político y religioso de Puebla tuvo en la manera en la que se vivió la Guerra Fría en el estado. Lejos de ser un “subproducto” del escenario global, el artículo analiza la importancia que intereses e ideologías fincadas en el ámbito local tuvieron en la forma en la que ciudadanos y grupos respondieron a las divisiones políticas vinculadas con las hostilidades. Haciendo eco del trabajo de otros historiadores, entiendo la Guerra Fría como un momento histórico en el que se agudizó la disputa ideológica entre el capitalismo y el socialismo y busco ir así más allá de una interpretación centrada en el surgimiento del orden bipolar.11 En este sentido, sitúo la larga historia de este conflicto en Puebla durante las décadas de los 1930 a 1970, años que coinciden con el ascenso y eventual declive del cacicazgo avilacamachista.
Se privilegia el análisis de la violencia anticomunista como fenómeno que permite dar cuenta de las divisiones ideológicas y las dinámicas de exclusión suscitadas a raíz de este conflicto. En este sentido hace eco del trabajo de diversos historiadores que han señalado cómo en América Latina la Guerra Fría estuvo lejos de ser “fría”, en tanto estuvo acompañada del uso sistemático de formas de violencia extralegal -incluidas la tortura y las desapariciones- por parte de actores estatales.12 No obstante, el trabajo no aborda solamente los actos de represión promovidos por funcionarios estatales o por grupos armados apoyados por las élites económicas vinculadas al gobierno. El artículo discute también formas de violencia ejercidas “desde abajo”, incluidos linchamientos, motines y asesinatos, en los cuales participaron estudiantes, campesinos, así como individuos o grupos vinculados a la derecha católica. Subraya además la importancia que tuvieron los discursos promovidos por la prensa, las asociaciones de padres de familia, la iniciativa privada y el clero en la legitimación de la violencia que vivió el estado durante la larga Guerra Fría.13
El presente trabajo se divide en tres secciones y sigue un orden cronológico. La primera identifica algunas de las manifestaciones de la ideología conservadora y anticomunista que caracterizaron al estado de Puebla durante el decenio de 1930, resaltando así la importancia de esta década para entender la larga Guerra Fría en el estado. La segunda sección se centra en la década de 1960, particularmente en los conflictos en torno al movimiento estudiantil en el estado y en los vínculos o tensiones entre dicho acontecimiento y sectores más amplios de la sociedad, incluyendo trabajadores, campesinos, empresarios, la Iglesia y asociaciones de padres de familia, entre otros. La tercera sección cubre la década de 1970 y toma como punto de partida el recrudecimiento de la represión y la violencia ejercida en contra del movimiento estudiantil, así como la mayor presencia del Partido Comunista al interior de la Universidad Autónoma de Puebla.
La “primera” Guerra Fría en Puebla
En noviembre de 1934, Micaela Ortega, una mujer de filiación socialista y curandera de oficio, fue linchada por más de una docena de personas en Acajete, Puebla. El incidente dio inicio alrededor de las 10 pm, cuando las campanas de los templos del pueblo empezaron a sonar. Fue entonces cuando un grupo numeroso de personas se dirigió a casa de Micaela gritando, entre otras cosas, “Viva Cristo Rey” y “Muera el socialismo”. Micaela se encontraba en su casa junto con su hija -quien fue herida en el rostro- y el señor Pascual Salazar, a quien ésta estaba curando. De acuerdo con un reporte oficial sobre el caso, Micaela se había ganado la enemistad de los católicos del pueblo al amenazarlos con quitarles la iglesia y al forjar una relación estrecha con un repudiado vecino agrarista.14
Al día siguiente del incidente, un coronel se presentó junto con treinta soldados en el pueblo con el fin de resguardar la parroquia mientras se esclarecían los hechos. Los soldados iban acompañados de la señora Aurora Islas, también socialista, quien culpó al párroco Federico Osorio y Corona de la muerte de Micaela. A pesar de estos señalamientos, el reporte no culpa al párroco de los acontecimientos; no obstante, los constantes sermones en los que éste advirtió a sus feligreses de la posibilidad de que fuese clausurado el templo a causa de las leyes emitidas por el gobierno federal. En cambio, dicho documento señala la responsabilidad del alcalde y supuesto cristero Pedro Loranca Rosas, quien participó en el linchamiento y fue aprehendido después del incidente.15
El asesinato colectivo de Micaela Ortega debe entenderse a la luz de las transformaciones sociales y políticas promovidas por el Estado posrevolucionario durante los años treinta. Dichas transformaciones, impulsadas durante el periodo del Maximato (1928-1934) y el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940), buscaban promover un ideal de ciudadanía moderna, revolucionaria y secular, libre de la influencia del clero.16 Como sugiere el caso de Micaela Ortega, los cambios promovidos por el gobierno federal fueron acogidos a nivel local por algunos actores -en este caso, por la propia Micaela y otros vecinos de Acajete- pero fueron rechazados por otros. En particular, comunidades predominantemente católicas consideraron las ideas y políticas de corte socialista impulsadas por el gobierno federal -incluidos el reparto agrario y el modelo de educación socialista de la segunda mitad de la década de 1930- como una afrenta hacia sus creencias y prácticas, tales como el derecho natural a la propiedad privada, el derecho natural de los padres a educar a sus hijos y la defensa de la familia con base en una visión tradicional de las relaciones de género.17 Percibida por varios católicos como un ejemplo del “despotismo soviético” del gobierno posrevolucionario, la intervención federal en asuntos considerados de competencia local abonó en el caso de Puebla a una larga trayectoria de oposición y desconfianza local frente a las autoridades federales.18
La oposición a las ideas socialistas que se vivió en Puebla durante la década de 1930 hizo eco de la resistencia, tanto ideológica como armada, que caracterizó al conflicto de la Guerra Cristera (1926-1929) en la entidad. Aunque la presencia de dicho conflicto no fue particularmente fuerte en el estado, el clero y las organizaciones católicas civiles apoyaron las acciones armadas de rebeldes cristeros en distintas zonas de Puebla.19 Más aún, entre los años de 1934 a 1938, la oposición al socialismo se recrudeció en Puebla a raíz de la implementación del proyecto de educación socialista.20 En este estado, al igual que en Michoacán, Sonora, Morelos y Jalisco, la resistencia armada a la educación socialista estuvo organizada con base en una identidad política que apelaba a la memoria de la Guerra Cristera y a los ideales de martirio, sacrificio y virilidad construidos a partir de este conflicto.21
La implementación de la educación socialista fue distinta en cada estado de la república. En Puebla, el carácter anticlerical de la misma fue relativamente moderado debido a la posición más conservadora y al pragmatismo de autoridades locales que prefirieron evitar conflictos al interior de comunidades predominantemente católicas.22 No obstante, el hecho de que este modelo educativo promoviera una educación secular, mixta, orientada a la acción y basada en ideas socialistas como la lucha de clases y la emancipación del campesinado hizo que tanto élites locales como el clero y católicos seglares, identificaran en ella una amenaza a sus intereses económicos y al resguardo de valores tradicionales en torno a la familia y las normas de género.23 El que varios maestros socialistas defendieran abiertamente la reforma agraria y se involucraran así en dinámicas políticas locales, convirtió a este proyecto y sus representantes, en el blanco de ataques por parte de grupos religiosos y políticos.24
Los maestros socialistas fueron víctimas tanto de ataques espontáneos como de asesinatos planeados y ejecutados por grupos de hombres armados.25 Algunos de estos ataques contaron con el apoyo moral e incluso económico de las élites poblanas, incluida la familia Ávila Camacho. Por ejemplo, la madre de Maximino Ávila Camacho apoyó las actividades de Clemente Mendoza, un conocido líder cristero responsable del asesinato de varios maestros en la Sierra Norte de Puebla.26 Fue precisamente Mendoza el responsable de asesinar, con el apoyo de un grupo de hombres armados, a los maestros Carlos Pastrana, Carlos Sayago y Librado Labastida el 15 de noviembre de 1935, en Teziutlán, en la Sierra Norte.
Los tres maestros fueron asesinados prácticamente al mismo tiempo en tres pueblos distintos: Las Leguas, Ixtecpan, y Santiago Xiutetelco.27 Lo anterior indica que, lejos de ser un ataque espontáneo, el triple asesinato había sido cuidadosamente planeado. Los vecinos de estas localidades, en su mayoría católicos, llevaban meses inconformes con la educación socialista y el efecto pernicioso que, a su parecer, tenía la misma para la moral de los niños.28 En un ejemplo de propaganda católica que circulaba en estas localidades previo al triple asesinato, los autores se referían al socialismo como un “un amasijo feo de ideas irreligiosas y perversas”.29 Por otra parte, algunos lugareños apoyaban la educación socialista y las políticas posrevolucionarias y denunciaron en cartas dirigidas al presidente Cárdenas la connivencia del clero con autoridades “acostumbradas a flagelar de todos modos al pobre”.30 Entre dichas autoridades, se mencionaba al propio jefe de Operaciones Militares de la Zona, Maximino Ávila Camacho, quien era considerado responsable de apoyar y proveer armas a los católicos mediante la formación de guardias blancas así como de reprimir a campesinos y obreros que defendían la causa socialista.31
La alianza del clero con las élites políticas y económicas fue denunciada una y otra vez por grupos que apoyaban la causa de los maestros socialistas en Puebla. Estas denuncias dejan en claro que, si bien no representó una fuerza ideológica hegemónica en el estado, el socialismo no fue rechazado de manera unánime, sino que suscitó el apoyo de algunos actores -entre ellos estudiantes, maestros y campesinos identificados con la causa socialista. Por ejemplo, la Agrupación de Estudiantes Socialistas del Instituto Normal del Estado dirigió una carta al presidente Cárdenas en protesta por la muerte del maestro Pánfilo Gallegos en la ciudad de Atlixco, Puebla, el 29 de abril de 1936. En ella señalaban a “los esbirros de la clerecía y del capitalismo” como culpables del asesinato de Gallegos y de los muchos otros “maestros revolucionarios” asesinados en la región.32 Asimismo, la Confederación Campesina “Emiliano Zapata” del estado de Puebla envió una carta al secretario de gobernación donde denunciaba el asesinato del maestro David Martínez y su hijo de nueve años “por un grupo de fanáticos encabezados por Leodegario Cortés y con la complicidad de las autoridades locales que obedecen al cura Francisco Guzmán”.33
De manera similar, en una carta dirigida al secretario de Gobernación del 7 de marzo de 1936, habitantes del poblado Emilio Portes Gil en Ciudad Serdán, Puebla, informaban que su comunidad había sido incendiada por orden del gobierno del estado “alegando [que] somos comunistas”.34 En una carta dirigida al presidente Cárdenas, el Sindicato de Trabajadores de la Enseñanza de la República Mexicana reclamaba la actitud del ya entonces gobernador Maximino Ávila Camacho, quien no sólo se encargaba de minimizar la violencia en contra de los maestros, sino que además culpaba a los maestros mismos de estos actos al adjudicar dichos ataques a la “labor de agitación” realizada por miembros del magisterio.35
Clemente Mendoza y los responsables del asesinato de los tres maestros -Pastrana, Sayago y Labastida- fueron capturados y muertos por tropas federales.36 No obstante, las múltiples cartas y quejas enviadas al gobierno federal por parte de los maestros dejan ver que la violencia en contra del magisterio socialista en Puebla permaneció, en su mayor parte, impune. Maximino había enarbolado, desde su campaña para la gubernatura del estado, un discurso que prometía liberar al estado del comunismo y dar marcha atrás a la tendencia de otros gobiernos de aceptar y abrir paso a las ideas izquierdistas en el estado.37 De manera similar a la política adoptada por su hermano Manuel al llegar a la presidencia años más tarde, Maximino forjó una clara alianza con el clero y defendió una visión conservadora que hizo que tanto maestros socialistas como campesinos agraristas fuesen presa fácil de ataques por parte de autoridades locales y de pistoleros pagados por hacendados y políticos influyentes.38
La violencia suscitada por el rechazo al socialismo durante la década de 1930 en Puebla presenta tres elementos que vale la pena subrayar en el marco del análisis de la larga Guerra Fría en el estado. El primero es la cercanía del clero con las élites políticas locales, así como el rechazo -tanto por parte de sacerdotes como de miembros laicos de la iglesia católica- de las ideas socialistas. El segundo es la existencia en el estado de un grupo gobernante cuya agenda política contrastaba claramente con las ideas socialistas, seculares y hasta cierto punto anticlericales, promovidas por el gobierno federal. El tercero es el carácter plural de la violencia ejercida en contra de aquellas personas que enarbolaban ideas socialistas. La violencia antisocialista estaba lejos de ser ejercida de manera exclusiva por las autoridades o las élites. Muy al contrario, ésta estuvo caracterizada por una dimensión “popular” que también se presentó en los actos de violencia anticomunista que tendrían lugar en las décadas de 1960 y 1970.
Los estudiantes y la amenaza comunista durante la década de 1960
Antes de analizar algunos de los episodios de violencia anticomunista más emblemáticos que tuvieron lugar en Puebla durante la década de 1960, vale la pena reflexionar brevemente sobre el lugar que las ideas socialistas y conservadoras ocuparon durante las décadas de 1940 y 1950 a nivel federal y regional. Como se mencionó brevemente en la sección previa, a nivel federal, el Estado posrevolucionario abandonó el discurso socialista y progresista del gobierno anterior y adoptó una visión conservadora bajo el gobierno de Manuel Ávila Camacho (1940-1946). En contraste con sus predecesores, el presidente Ávila Camacho hizo públicas sus creencias religiosas, abrió los canales de comunicación con la iglesia católica y eliminó la cláusula socialista contenida en el artículo 3o. de la constitución.39
Durante la presidencia de Miguel Alemán Valdés (1946-1952) y a lo largo de la década de 1950, las élites políticas federales continuaron promoviendo un proyecto político predominantemente conservador, brindándole un apoyo inusitado tanto a organizaciones anticomunistas como a empresarios del periodismo mexicano comprometidos con una posición intransigente frente a los “rojos comunistas”.40 La jerarquía católica tomó nota de esta confluencia ideológica con las élites políticas gobernantes y redobló entonces durante las décadas de 1940 y 1950 un discurso centrado en el catolicismo como única y auténtica religión nacional y en el comunismo como una ideología contraria a la patria, la moral y la unidad nacional.41 Gracias a esta confluencia entre Estado e Iglesia y a la revitalización de las bases sociales del catolicismo mexicano lograda por el clero durante la década de 1930, la iglesia católica fue capaz de refrendar su influencia en la vida social y política del país a mediados del siglo XX.42
En el ámbito regional, el avilacamachismo se consolidó en el estado y, gracias a ello, los vínculos entre la Iglesia, el sector agroindustrial y empresarial y los grupos conservadores del estado siguieron profundizándose. Así pues, respecto a la preponderancia de ideas conservadoras en el estado poco había cambiado en relación con la década de 1930, con la diferencia de que a partir de este momento existiría una correspondencia entre el conservadurismo defendido a nivel federal y aquel enarbolado a nivel estatal. Mientras la oposición a las ideas socialistas fue clave para la coalición entre jerarquía católica, autoridades locales y élites económicas durante los años treinta, el anticomunismo y la oposición a “lo extranjero” servirían de base para las alianzas forjadas entre estos actores durante las décadas siguientes.
La década de 1950 sentó las bases de los conflictos que se darían al interior de la Universidad de Puebla durante este periodo y en las cuales el anticomunismo desempeñó un papel central.43 A inicios de esta década, el gobierno de Rafael Ávila Camacho (1951-1957) intentó militarizar la universidad y poner fin así a una serie de protestas por parte de estudiantes que cuestionaban el control que el gobierno del estado ejercía sobre la universidad, su planta de profesores, su cuerpo directivo e incluso el contenido de sus programas educativos.44 El intento de militarización no prosperó, pero los estudiantes que luchaban por la autonomía de la universidad continuaron siendo objeto de hostilidades al interior de la misma. Aunque dichos estudiantes se identificaban como liberales y en algunos casos como masones o revolucionarios, la fuerza de las posturas anticomunistas en el estado -revitalizadas gracias al espectro y supuesta amenaza de la Revolución Cubana- hizo posible que grupos políticos católicos y de derecha les adjudicaran una identidad comunista.45
En particular, durante la década de 1950 organizaciones de estudiantes católicos se movilizaron en aras de defender las instituciones educativas y culturales del estado en contra del supuesto avance del comunismo ateo, mismo que identificaban como enemigo de la “civilización cristiana”.46 Entre éstas organizaciones se encontraba el Frente Universitario Anticomunista (FUA) creado en 1955 por estudiantes católicos en Puebla. De manera similar a otros grupos estudiantiles católicos y anticomunistas con presencia en Jalisco, Nuevo León y ciudad de México, el FUA se nutrió de las divisiones propiciadas por la Guerra Fría para impulsar un proyecto que buscaba fundar, al igual que los cristeros de la década de 1930, “el reino de Cristo en la tierra”.47
El rechazo hacia lo “extranjero” y la supuesta amenaza que representaba la infiltración de ideas foráneas para la estabilidad política del estado fueron temas recurrentes durante la década de 1960. En especial, la prensa local junto con representantes de la Iglesia y asociaciones de padres de familia y empresarios, se encargaron de presentar a los estudiantes universitarios como susceptibles a la influencia de las “fuerzas extrañas” del comunismo.48 La preocupación frente a esta ideología política no estaba solamente vinculada a la defensa de la soberanía del país o al posible efecto desestabilizador de las mismas en la política nacional. De igual manera en que grupos conservadores católicos vieron en la educación socialista de los años treinta un elemento corruptor del comportamiento de niñas y niños, durante esta década el comunismo se presentó como una amenaza directa a la formación de la infancia y la juventud en una educación religiosa basada en la buena moral, en los roles de género tradicionales y el respeto a la autoridad.49
Al igual que en otros estados del país, la Revolución Cubana sirvió como catalizador de las divisiones políticas que existían a nivel local, así como un punto de referencia que exponía “la tensión entre el pasado revolucionario del país y su presente conservador”.50 El 17 abril de 1961, por ejemplo, una manifestación organizada por estudiantes de la Universidad Autónoma de Puebla (UAP) en solidaridad con Cuba fue atribuida a la presencia de agitadores y comunistas profesionales ajenos a la universidad. El periódico local El Sol de Puebla publicó en su primera plana la noticia del “escandaloso mitin”, el cual había terminado en un enfrentamiento armado entre policías y manifestantes.51 En dicha nota se afirmaba también que, lejos de ser la obra de auténticos estudiantes universitarios, los disturbios habían sido provocados por elementos que habían recién regresado de La Habana, “donde recibieron instrucciones para sembrar la discordia y provocar agitaciones […]”.52También, en una nota paralela publicada el mismo día, el periódico hacía mención de la “oportuna intervención” del jefe de la XXV Zona Militar y se refería -con tono de aprobación y beneplácito- a la firme decisión del ejército de intervenir para reprimir cualquier disturbio que “altere la tranquilidad”.53 Esta última nota deja entrever, por un lado, el nivel de represión que jóvenes y estudiantes enfrentaban en Puebla y revela, por otro, el apoyo por parte de un sector conservador de la opinión pública a este tipo de medidas.
A menos de diez días de la manifestación de apoyo a Cuba, la prensa se referiría una vez más a la presencia de “elementos extraños” en el contexto de nuevos enfrentamientos que involucraban a estudiantes de la universidad. Uno de dichos enfrentamientos tuvo lugar el 24 de abril, en el marco de un mitin convocado por estudiantes del FUA que reproducía en sus movilizaciones el lema cristero “Viva Cristo Rey”.54 El mitin derivó en choques entre miembros del FUA y estudiantes liberales que eran vistos como responsables de introducir a la universidad ideas y prácticas desestabilizadoras.55 Es importante mencionar que, a pesar de que las ideologías comunistas y socialistas estaban presentes en la universidad, durante este periodo los estudiantes que luchaban por reformar y transformar la universidad bajo un modelo laico, democrático y autónomo lo hicieron a partir de una ideología liberal.56 Es decir, más que reflejar la identidad política de estos estudiantes, la acusación de ser comunistas reflejaba el ímpetu anticomunista de los estudiantes del FUA y otros sectores conservadores de Puebla.
De acuerdo con la prensa, el copioso número de asistentes que participó en el mitin dejaba claro que las “ideas exóticas” no tenían cabida en el estado y mostraba el repudio que existía ante la “infiltración comunista” en México, en América Latina y en la universidad.57 Con referencia al ascenso del FUA al interior de la universidad una editorial publicada en el diario El Sol de Puebla afirmaba:
Naturalmente que tuvo que surgir la reacción dentro de la Universidad […]. El estudiantado verdadero ya está cansándose de los “comunistas” y de los “protocomunistas” de membrete [y] sólo desea que dentro de nuestra Universidad se aborden los problemas relacionados con nuestro Colegio y nuestra Patria, y se eviten posiciones y consignas de Partidos y Naciones extrañas a México […].58
La noción de que los estudiantes liberales eran realmente comunistas y además “extraños” tuvo dos consecuencias. Por un lado, opacó las transformaciones promovidas por estos estudiantes al interior de la universidad en el marco del movimiento por la reforma universitaria, las cuales nada tenían que ver con Cuba o con la infiltración comunista denunciada por miembros del FUA.59 Estas transformaciones incluían, entre otras cosas, la democratización de la universidad, la mejoría del plan de estudios y el equipo de los laboratorios, la actualización de la planta de profesores, así como la defensa del laicismo en la educación pública como lo preveía el artículo tercero constitucional. Por otro lado, el representar a los estudiantes como comunistas permitió justificar el uso de medidas represivas en su contra bajo la noción de que eran “marionetas del poderío ruso [que] con su palabra, actuación y ejemplo están cometiendo abierta y descaradamente el delito de disolución social […]”.60Este tipo de acusación se mantuvo vigente en la prensa local, a pesar de que estudiantes liberales declararon públicamente que no eran comunistas y que lo que buscaban era defender una universidad laica mediante las ideas.61
Además de la represión por parte de las autoridades, las acusaciones de comunismo se tradujeron en actos de violencia popular. Por ejemplo, en julio del mismo año, maestros federales que habían decidido apoyar a los estudiantes liberales, estuvieron a punto de ser linchados en San Felipe Tepetitla y en San Sebastián Tepatlaxco.62 En el primer caso los maestros fueron acusados por el párroco del pueblo de querer llevarse a los alumnos a Moscú; en el segundo, se les adjudicaba querer enviarlos a Cuba. De manera similar al linchamiento en San Miguel Canoa mencionado al inicio de este artículo, la acusación de comunismo parecía ser razón suficiente para despertar toda una serie de rumores y ansiedades entre los habitantes de comunidades y barrios. En el caso de Canoa, fue el párroco del lugar, Enrique Meza Pérez, quien contribuyó a difundir el rumor de que estudiantes comunistas llegarían al pueblo a tratar de matarlo a él y a desacralizar la imagen del “príncipe” san Miguel, patrono del pueblo.63
Como se discutió en la sección anterior, la participación de sacerdotes locales en actos de resistencia frente a la presencia de ideologías de izquierda no era del todo nueva. No obstante, en la década de 1930 la alta jerarquía de la Iglesia se distanció de los hechos de violencia organizados en contra de los maestros socialistas a nivel local y adoptó una visión más conciliadora, al menos en discurso.64 En la década de 1960, en cambio, los altos mandos de la iglesia católica optaron por un discurso abiertamente beligerante. De ahí que, a pesar de que en declaraciones oficiales la iglesia católica condenara el uso de la violencia, el tono que prevaleció por parte del clero durante este periodo fue uno caracterizado por un anticomunismo férreo y un nacionalismo de tintes combativos.65
Uno de los textos más ilustrativos de esta tendencia fue la Carta Pastoral sobre el Comunismo Ateo, publicada en mayo de 1961 por el arzobispo de Puebla, Octaviano Márquez y Toriz, en la cual se advertía a los católicos poblanos que las problemáticas que enfrentaba el estado estaban “profundamente ligadas a conjuras internacionales, a todo un plan mundial de destrucción de nuestra civilización cristiana, a un titánico esfuerzo de los poderes del mal para adueñarse de nuestra patria y de todas las naciones”.66 Acto seguido, la carta exhortaba a los católicos a abrir los ojos y a no mostrarse inertes frente a la amenaza del comunismo. Más aún, ese mismo año, el arzobispo de Puebla hizo un llamado a los fieles a que, al escuchar las campanas, se prepararan para defender los templos con armas de ser necesario.67 Dada la presencia histórica del repique de las campanas en la organización de motines y linchamientos en Puebla, es difícil no interpretar el llamado del arzobispo de Puebla como uno de carácter abiertamente beligerante.
Al igual que en la década de 1930, el rechazo al comunismo tuvo como telón de fondo posturas morales y religiosas que se entrelazaban con discursos políticos e intereses económicos, pero se nutrió además durante este periodo de un escenario global en el que tanto la Revolución Cubana como el comunismo soviético se presentaron como fuerzas extrañas capaces de corromper a estudiantes y jóvenes. El nacionalismo y la defensa de la propiedad privada por parte de la iglesia católica,68 junto con los discursos de la prensa conservadora local, alimentaron la noción de que el comunismo era una amenaza a la estabilidad política y económica del estado y una ideología capaz de pervertir la moral y los valores de las familias poblanas.69
En términos políticos, las alianzas forjadas entre estudiantes, campesinos y trabajadores a lo largo de la década de los años sesenta se convirtieron en una fuente constante de preocupación para las élites políticas y económicas. Uno de los episodios que corroboraría el temor de esas minorías frente al posible efecto desestabilizador de dichas alianzas fue la movilización, entre los meses de agosto y octubre de 1964, en contra de la iniciativa de ley que obligaba a los pequeños productores de leche a pasteurizar dicho producto.70 Esta movilización, protagonizada en un inicio por lecheros y estudiantes universitarios, y apoyada después tanto por obreros como por amas de casa, derivaría eventualmente en la renuncia del gobernador Antonio Nava Castillo en octubre de 1964.71 La presencia de miembros de la Central Campesina Independiente (CCI)72-formada por miembros del Partido Comunista Mexicano (PCM)- en estas movilizaciones confirmaba, en los ojos de los grupos conservadores del estado, la presencia de la “amenaza comunista”. Pasando por alto la violencia ejercida por parte de la policía en contra de los manifestantes, el gobierno no tardó así en culpar a los comunistas de la violencia que se suscitó durante una serie de protestas que tuvo lugar a mediados de octubre.73
La alianza entre estudiantes y campesinos generó también reacciones adversas al interior de comunidades como San Miguel Canoa, en las cuales estaba presente la polarización entre comunismo y anticomunismo que permeaba al resto del estado. Ejemplo de ello son las tensiones que había generado la presencia de la CCI y de los estudiantes universitarios en dicho poblado. Como revela el expediente del linchamiento de octubre de 1968, días antes de este incidente, estudiantes de la Facultad de Economía de la UAP habían estado en Canoa junto con miembros de la CCI.74 El objetivo de ésta y otras reuniones era hablar del movimiento estudiantil pero también de la situación que atravesaba el pueblo, el cual estaba dominado por caciques que, vinculados al pri y al párroco, controlaban el acceso a los recursos públicos y a las elecciones a nivel municipal.75 Al igual que la violencia antisocialista de la década de los años treinta, el anticomunismo de esta época fue impulsado por el clero y las autoridades civiles, así como por sectores populares que se identificaban con las ideologías de un catolicismo de derecha recalcitrante. Con excepción del alcalde y otro habitante del pueblo de Canoa, quienes fueron encarcelados y al poco tiempo liberados, ninguno de los cientos de pobladores que participaron en el linchamiento fue castigado por sus actos.76
El ascenso del PCM en la universidad y la escalada de violencia en los setenta
Una década después del linchamiento de 1968, los pobladores de San Miguel Canoa continuarían rechazando la presencia de ideas comunistas en la comunidad. El 17 de junio de 1979, por ejemplo, el PCM organizó un mitin en Canoa con el apoyo de estudiantes de la UAP con el fin de promover la candidatura de miembros del partido en las elecciones para diputados de noviembre de ese año.77 Miembros del PCM denunciaron ante la prensa local que el comisariado de la localidad había destruido la propaganda electoral del partido y había amenazado con lincharlos si se presentaban en el pueblo. Aunque no se registraron sucesos violentos, varios vecinos trataron de boicotear el evento mediante aparatos de sonido que hacían sonar música a todo volumen.
Como deja entrever este incidente, el PCM siguió trabajando de la mano de los estudiantes universitarios durante los setenta. Los primeros años de esta década fueron de grandes transformaciones tanto para el movimiento estudiantil como para el escenario político del estado. El movimiento por la reforma universitaria, que en la década anterior se había centrado en demandas para modernizar y democratizar la universidad, se abocaría en los años setenta a la defensa de una universidad popular y crítica que estuviera al servicio de los intereses de las clases trabajadoras y de los sectores populares del estado.78 Este mayor énfasis en las demandas de carácter social reflejaba en buena medida la mayor fuerza que habían alcanzado los grupos comunistas al interior de la universidad respecto a los grupos liberales y a los de derecha, que ahora incluían no sólo al FUA sino a grupos como Juventud Nueva y Grupo Náhuatl.79
El ascenso de grupos comunistas en la UAP fue el resultado de los aprendizajes y logros que habían arrojado las alianzas entre los estudiantes, trabajadores y campesinos la década anterior, así como de la presencia de miembros del PCM dentro de la estructura de la universidad.80 Fue además la consecuencia de un régimen, el avilacamachista, cuya legitimidad se encontraba en franca crisis a inicios de los setenta y que enfrentaba tanto divisiones internas como la presencia de un gobierno federal que mostraba una actitud cada vez menos tolerante hacia el carácter reaccionario y represivo del gobierno poblano.81
En contraste con la confluencia ideológica que existió entre el gobierno estatal y federal en las décadas anteriores (1940-1960), durante la década de 1970 se abrió una brecha entre una élite poblana que continuaba defendiendo una ideología conservadora y anticomunista y una élite federal que, bajo la presidencia de Luis Echeverría Álvarez (1970-1976), puso en marcha una estrategia de mayor apertura y diálogo respecto a los estudiantes y las ideas progresistas en el país.82 Así pues, este contraste entre las ideologías sostenidas a nivel estatal y federal evoca la divergencia que se dio en la década de los años treinta entre el socialismo -manifiesto en el discurso y en políticas como el reparto agrario y la educación socialista- de las élites federales y el antisocialismo de las elites poblanas. Esta vez, sin embargo, la aquiescencia y complicidad del gobierno federal tendría límites más claros, como lo evidenció la renuncia del gobernador Gonzalo Bautista O’Farrill en mayo de 1973 bajo la presión del gobierno federal.83
Uno de los episodios de violencia más relevantes de esta etapa y considerado además el “primer crimen político” del gobierno de Bautista O’Farrill fue el asesinato de Joel Arriaga, miembro del PCM y director de la Escuela Preparatoria Nocturna de la UAP, el 20 de julio de 1972.84 Este suceso estuvo precedido por una serie de eventos que ilustran el clima de creciente hostilidad que existía entre grupos conservadores y líderes comunistas del movimiento universitario. El 27 de abril de 1972, por ejemplo, se produjo un enfrentamiento armado entre estudiantes de la UAP y miembros de la Alianza de Camioneros de Puebla (financiada por los dueños de los camiones) en el cual resultaron balaceados dos estudiantes y heridos por lo menos dos permisionarios.85 El origen de este enfrentamiento fue la serie de protestas organizadas por los estudiantes en contra del alza en el precio del transporte público. Dichas protestas incluyeron el secuestro de camiones y la organización de mítines en los que los estudiantes expresaban su solidaridad con los choferes y los usuarios de camiones -la mayoría de escasos recursos- afectados por el alza en las tarifas.86
Los estudiantes culparon a los “pistoleros” de los dueños del transporte del enfrentamiento y el mismo día hicieron circular un volante en el que denunciaban “la política anti-popular de aumento a los precios de los artículos y servicios de primera necesidad que se registra en todo el país disminuyendo los ingresos reales de las clases populares […]”.87Como pone de manifiesto este volante, los estudiantes vinculaban claramente la lucha universitaria con las causas de las clases trabajadoras, una práctica que se venía dando desde la década anterior, pero que cobró aun mayor fuerza y coherencia en la década de los años setenta.
La solidaridad de los universitarios con las clases populares estuvo potenciada en buena medida por la presencia de miembros del PCM al interior de la universidad. Percibidos como una amenaza para la estabilidad política del estado, líderes del PCM fueron objeto de campañas de hostigamiento promovidas por grupos anticomunistas -integrados por estudiantes de derecha y asociaciones de padres de familia de corte conservador- que operaban con el apoyo implícito de empresarios, autoridades civiles y la jerarquía eclesiástica poblana.88 El mismo día del enfrentamiento entre estudiantes y permisionarios del transporte público, por ejemplo, dichos grupos pegaron carteles en los camiones de transporte y en las calles con mensajes en contra de Luis Rivera Terrazas, profesor y líder del PCM, en los cuales se leía: “Muera Terrazas; Terrazas dé la cara; Terrazas vende patria da la cara. Cochino comunista Terrazas […]”.89En junio de ese mismo año, grupos anticomunistas distribuyeron volantes en las calles de la ciudad de Puebla con la fotografía de Rivera Terrazas, con mensajes que afirmaban que se le buscaba por “comunista”, “autor de la conjura atea” y por promover prácticas inmorales dentro de la UAP.90 Además fueron colocados en las calles de la ciudad de Puebla volantes que atacaban a Joel Arriaga y otros funcionarios de la UAP.91
El nombramiento de Sergio Flores, miembro del PCM, como rector de la UAP el 12 de junio de 1972, acrecentó esta campaña de hostigamiento.92 De manera similar al activismo beligerante antisocialista promovido por padres de familia conservadores durante la década de los años treinta, el Frente Independiente de Padres de Familia del Estado de Puebla participó activamente en una campaña agresiva en contra de la presencia del PCM en la universidad en estos años. Como parte de esta campaña, hicieron circular volantes donde declaraban que “frente al peligro [comunista], frente a estas ratas asquerosas, nuestro deber de padres mexicanos bien nacidos, es el de denunciarlos y combatirlos sin importarnos los riesgos”.93 Unos días antes de su nombramiento, el propio Sergio Flores junto con Joel Arriaga y Enrique Cabrera, entre otros, habían participado en una sesión del Consejo Universitario en el paraninfo de la UAP en la que demandaban que el entonces rector, Martín Carbajal Caro, denunciara dicha campaña de desprestigio que promovían tanto grupos conservadores como la prensa regional. Carbajal Caro se negó a hacerlo.94
La llegada de Flores a la rectoría de la UAP representó un cambio considerable. Era la primera vez que dicho puesto era ocupado por un miembro del PCM que no era ni militar ni miembro del círculo de los avilacamachistas.95 No es de extrañar entonces que los grupos conservadores optaran por medidas más drásticas para defender al estado de la supuesta amenaza comunista. El asesinato de Joel Arriaga debe situarse así a la luz de las reacciones adversas que suscitó, entre grupos conservadores, la presencia del PCM al interior de la universidad.
Descrito por la prensa como un asesinato “al estilo de los tiempos de Al Capone”, Joel Arriaga fue atacado la noche del 20 de julio de 1972 por varios individuos que iban a bordo de un automóvil amarillo.96 Arriaga se dirigía a su casa e iba acompañado por su esposa, quien logró sobrevivir al incidente. De acuerdo con declaraciones que hizo aquélla en ese entonces, un grupo de policías de la Federal de Caminos se negó a proporcionarle ayuda cuando ella pidió auxilio. Arriaga murió poco después de haber sido llevado al hospital por una herida de bala que le atravesó el cráneo.
El asesinato de Arriaga dio cabida a protestas y señalamientos por parte de estudiantes y funcionarios de la UAP. Rivera Terrazas declaró, por ejemplo, que el asesinato de Arriaga era “la culminación de una cacería de brujas”, refiriéndose a los volantes y pintas que habían circulado en la ciudad días antes del incidente.97 Estudiantes universitarios, por su parte, culparon de la muerte de Arriaga al gobernador Bautista O’Farrill, a los grupos anticomunistas Juventud Nueva y Grupo Náhuatl, y al propio arzobispo Octaviano Márquez y Toriz.98
Estos señalamientos, especialmente aquellos que atañían al arzobispo, despertaron el enojo de asociaciones e individuos que defendían una ideología conservadora. Por ejemplo, miembros de la Federación de Barrios y Colonias de la Ciudad de Puebla reprobaron dichas acusaciones y amenazaron con tomar la universidad y entregarla al gobierno así tuviera que “correr sangre”.99 Más aún, entre la opinión pública conservadora empezó a circular una versión alternativa de los hechos que afirmaba que la muerte de Arriaga había sido provocada por las riñas y desacuerdos que existían al interior de los grupos de izquierda de la universidad.100 El propio jefe de la Policía Judicial del estado apoyó esta versión de los hechos, a pesar de que el procurador de Justicia del gobierno federal había señalado al Grupo Náhuatl como responsable.101
Lejos de asumir una actitud conciliatoria tras el asesinato de Arriaga, el gobernador Bautista O’Farrill continuó promoviendo una actitud abiertamente beligerante. El 18 de octubre de 1972 convocó una manifestación en la que, en presencia del procurador de Justicia del estado, hizo entrega de una lista con “los nombres de los autores intelectuales de los crímenes cometidos y que el pueblo ha señalado”.102 Entre dichos nombres, se incluía a Sergio Flores, Luis Rivera Terrazas y Enrique Cabrera; este último asesinado el 20 de diciembre de 1972.
Como en décadas anteriores, la actuación de las élites poblanas estuvo apoyada por ciudadanos para los cuales el comunismo constituía una amenaza para los valores religiosos y la estabilidad política y económica del estado. Un desplegado publicado el 19 de octubre en apoyo a la movilización convocada por el gobernador, firmado por docenas de asociaciones de empresarios, profesionistas y padres de familia, predecía que la “unidad del pueblo y el gobierno […] coronada por el discurso del señor gobernador” los llevaría “al triunfo completo sobre los grupos terroristas y criminales al servicio del comunismo internacional”.103
A pesar del aparente éxito de esta manifestación y de la agresiva campaña en contra del comunismo que continuaron promoviendo el gobierno y los sectores conservadores,104 Bautista O’Farrill se vio obligado a renunciar meses más tarde, en la primavera de 1973, por exigencia del presidente Luis Echeverría Álvarez. La universidad, por su parte, continuaría profundizando sus lazos con las clases populares. De manera similar al proyecto de la educación socialista de la década de los años treinta, la UAP implementaría una visión de la educación como un instrumento clave para impulsar la transformación de la vida política, económica y social del estado.105 Más aún, la renuncia de O’Farrill representó el ocaso del cacicazgo avilacamachista en el estado. Con ello se cerraba un periodo de más de cuarenta años en el que las ideas anticomunistas y conservadoras habían dominado el escenario político de Puebla.
Conclusión
El presente artículo examinó las tensiones, conflictos y expresiones de violencia anticomunista que tuvieron lugar durante la larga Guerra Fría de Puebla (1930-1979). A partir de una mirada que privilegia el ámbito de lo local así como un entendimiento de la Guerra Fría centrado en la lucha antagónica entre ideologías capitalistas y socialistas, el artículo ha delineado los elementos ideológicos, políticos y religiosos que hacen de esta historia una historia regional.
El marco interpretativo que ofrece la literatura reciente sobre la Guerra Fría permite extender la cronología de este conflicto y reconocer el peso de lo local en el desarrollo del mismo. En este sentido, el presente trabajo ha demostrado que, lejos de ser un reflejo mecánico de la polarización política que trajo consigo el enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética a mediados del siglo XX, la Guerra Fría en Puebla estuvo mediada por ideologías anticomunistas que, a nivel regional, estuvieron estrechamente vinculadas a un catolicismo conservador y de derecha. La violencia perpetrada durante la década de 1930 en contra de personas identificadas como socialistas, nos permite situar en esta década los fundamentos ideológicos y las alianzas políticas que dieron cabida a la violencia anticomunista que tuvo lugar durante los años sesenta y setenta en Puebla. Como ha demostrado la historiografía del conservadurismo en Puebla, dichas alianzas -que involucraron al clero, las élites económicas y empresariales y la clase política dominante- encontraron su expresión más clara en la formación del cacicazgo avilacamachista. Así pues, la larga historia de la Guerra Fría en Puebla y la impunidad que rodeó a la violencia anticomunista en el estado durante estos años estuvo íntimamente ligada a la red de complicidades que se tejió al interior de este cacicazgo.
El análisis de la historia de la larga Guerra Fría en Puebla permite subrayar la importancia de la iglesia católica y de grupos católicos de derecha en la promoción de una ideología que concebía al socialismo y al comunismo como una amenaza a valores tradicionales en torno a la familia, el género y la sexualidad, y como elementos que ponían en peligro la estabilidad política del estado. A lo largo de este periodo, integrantes del clero poblano -incluidos los altos rangos de la jerarquía a nivel regional y sacerdotes locales que oficiaban en comunidades predominantemente católicas- cumplieron un papel central en la organización y la legitimación de actos de resistencia en contra de las personas que simpatizaban con proyectos y agendas políticas asociadas al socialismo o al comunismo. Dada la importancia que la formación de la niñez y la juventud tuvo tanto para autoridades eclesiásticas como para grupos conservadores, incluidos asociaciones de padres de familia, no es casual que entre las víctimas de las campañas de hostigamiento anticomunista, destaquen personas vinculadas al sector educativo, incluidos los maestros socialistas durante la década de los años treinta, así como estudiantes, profesores y funcionarios de la universidad durante las décadas de 1960 y 1970.
Este artículo se centró sobre todo en el contexto local y en el peso que la historia regional de Puebla tuvo, por encima del contexto nacional o global, en la polarización política entre capitalismo y socialismo que se vivió en el estado. El reto metodológico de regionalizar la Guerra Fría no es menor, en tanto significa identificar los puntos de contacto entre historias locales de conservadurismo y anticomunismo y las trayectorias de polarización política que se presentaron a nivel nacional y global en torno al socialismo y al capitalismo. No obstante sus dificultades y lo mucho que queda aún por hacer, analizar la Guerra Fría desde el ámbito regional puede ayudarnos a repensar la historia global de este conflicto a la luz de las experiencias locales y regionales en la “periferia”.