Resumen ejecutivo1
Este documento está organizado en dos secciones. La primera de ellas analiza el tema de la desigualdad en los países de la región y sostiene que, para avanzar más rápida y profundamente en las tendencias orientadas al logro de mayores niveles de equidad que han comenzado a instalarse en los últimos años, será preciso promover la adhesión a la justicia social, particularmente en las élites dirigentes y en los sectores que concentran la riqueza. La segunda sección se ocupa de algunas estrategias educativas que han mostrado mayor grado de fertilidad y de pertinencia en los procesos de construcción de sociedades más justas. En particular, en ella se analizan los temas vinculados a: i) la educación inicial; ii) las alfabetizaciones básicas requeridas por una educación de calidad: lectoescritura, alfabetización digital y alfabetización científica; iii) el papel de los docentes y la renovación de los enfoques pedagógicos que se utilizan en su formación y en su desempeño; iv) la necesidad de diseñar planes decenales de educación y planes de emergencia para enfrentar situaciones que requieren de metodologías y estrategias urgentes y sistémicas, y por último; v) las características de las estrategias de educación de las élites dirigentes, particularmente las destinadas a promover mayores niveles de responsabilidad en la construcción de sociedades más justas.
Introducción
La discusión de la agenda educativa post-2015 genera una sensación ambigua. Por un lado, es difícil evitar un sentimiento de frustración al observar que, si bien se registran avances y progresos, las deudas siguen siendo muy importantes y los ritmos de dichos avances son significativamente lentos. Los costos de dicha lentitud, tanto en este caso como en muchos otros, los pagan los sectores sociales más postergados. Por otro lado, en cambio, la discusión vuelve a abrir la expectativa y la esperanza de generar los cambios tan reiteradamente anhelados. Dicha expectativa, sin embargo, no puede ignorar la experiencia. Las dificultades para avanzar en los logros educativos postulados por las metas proclamadas en las décadas pasadas deberían ser un componente importante del análisis asociado a la definición de la nueva agenda. Desde este punto de vista, es necesario reconocer el agotamiento de algunos esquemas de interpretación y de acción utilizados hasta ahora, e intentar formular hipótesis que permitan superar la pérdida de fertilidad de las ideas ya conocidas.
Analizar la situación de los países de América Latina y el Caribe como una unidad siempre implica el riesgo de caer en generalizaciones que no reflejen la enorme heterogeneidad de situaciones que existen, tanto entre países como al interior de cada uno de ellos. La literatura al respecto es abundante y pone de manifiesto que dicha heterogeneidad se basa en dos dimensiones diferentes: la diversidad y la desigualdad. En el marco de estrategias de acción destinadas a construir sociedades más justas, la diversidad debe ser respetada y considerada como una riqueza, mientras que la desigualdad, en cambio, debe ser reducida significativamente.
Si bien estos fenómenos atraviesan la larga historia de la región, es necesario señalar que los profundos procesos de transformación que se han producido en las últimas décadas han modificado el significado tradicional de las categorías de diversidad y desigualdad. El reconocimiento social, cultural y político de la diversidad ha logrado avances significativos, lo cual también ha ampliado su espacio de significado. Así, por ejemplo, no es un hecho banal que, por primera vez en la historia, un miembro de las poblaciones originarias tenga acceso a la presidencia de su país. Asimismo, es necesario valorar adecuadamente que, hoy, la diversidad esté asociada a múltiples identidades, aun dentro de un mismo espacio cultural. Asistimos, según algunos, a una verdadera “explosión de identidades” que demandan legítimamente su reconocimiento. Por otra parte, la desigualdad también asume significados diferentes a los del pasado. En términos objetivos, se ponen de manifiesto fenómenos de desigualdad al interior de un mismo estrato social y, en términos subjetivos, la representación de esos fenómenos otorga mucha más responsabilidad individual al “éxito” o al “fracaso” social que la que existía en el capitalismo tradicional.2 Según Robert Castel (2002), la exclusión o “des-afiliación” y la precarización de los vínculos laborales, se han constituido en fenómenos que afectan a porcentajes importantes de la población activa. A su vez, la superación de la pobreza y el ascenso social de algunos sectores de la población no reduce las demandas, sino que, al contrario, las modifica e incrementa. Las recientes movilizaciones sociales, producidas por sectores medios en Brasil y por estudiantes de escuelas secundarias y universidades en Chile, son algunos ejemplos de este fenómeno.
En síntesis, estamos en un contexto muy diferente al de hace tres o cuatro décadas. Ya no se trata solamente de reducir los déficits educativos de una sociedad relativamente estable, sino de enfrentar simultáneamente los déficits tradicionales y las exigencias de un nuevo escenario económico-social. Dicho en otros términos, estamos en un escenario social de “exceso de demandas”, donde es muy complejo definir prioridades, ya que todos los actores exigen demandas que tienen cierto grado de legitimidad y nadie desea que sean postergadas.
Elaborar una agenda común en escenarios de este tipo, que goce de altos niveles de adhesión, obliga a recordar aquella frase de Séneca: “Nunca habrá vientos favorables para el que no sabe adónde va”. El problema del sentido de la acción educativa ocupa, por ello, un lugar central en las discusiones acerca de la agenda de políticas y estrategias educativas. El resultado de estas discusiones, es importante recordarlo, no depende de la lógica científico-técnica sino de posturas ético-políticas. Cuando se trata de definir la orientación de las acciones sociales, se ponen en juego las escalas de valores y los principios éticos que se plasman en ellas.
Primer desafío: la adhesión a la justicia
En el comienzo del siglo XXI se aprecia un importante desarrollo de corrientes de opinión destinadas a cubrir el déficit de sentido que caracteriza la cultura del nuevo capitalismo.3 Estas corrientes se ponen de manifiesto tanto desde las teorías como desde los movimientos sociales y el compromiso institucional. Las teorías, por ejemplo, asumen cada vez más explícitamente el paradigma de la filosofía social y permiten que sus referentes expresen sin mediaciones las opciones éticas que orientan sus reflexiones y trabajos de investigación.4 Los movimientos sociales vinculados a la defensa del medio ambiente y a las reivindicaciones étnicas y de género y, más recientemente, las movilizaciones provocadas en algunos casos por la crisis económica y en otros por los fenómenos de corrupción o de autoritarismo político, se apoyan en el principio de la defensa de los derechos humanos universales (Castells, 2012). Institucionalmente, han sido las organizaciones del sistema de Naciones Unidas las que más temprana y sistemáticamente hicieron eco de estas demandas y las tradujeron en compromisos políticos. Las Metas del Milenio y todos los acuerdos sectoriales asumidos en el marco de los organismos de Naciones Unidas son una muestra de este compromiso que, con diferentes niveles de profundidad, orienta el trabajo de los gobiernos y las organizaciones no gubernamentales. Desde este punto de vista, no parece exagerado sostener que, al menos en el plano de la retórica, se ha producido un cambio muy significativo con respecto a los discursos dominantes en la década de los años noventa, basados en los enfoques neoliberales. La justicia social constituye el valor central de los programas contemporáneos de acción política.
En el caso de los países de América Latina, la adhesión retórica está acompañada por la vigencia de proyectos políticos que colocan la justicia social en el centro de sus propuestas. Más allá de las diferencias de estilo y de contexto, la última década ha sido muy importante en el desarrollo de políticas que han permitido crecer económicamente, detener el aumento de la pobreza, reducir significativamente su magnitud en algunos casos y, muy limitadamente, avanzar en la disminución de la desigualdad. Según los últimos análisis efectuados por la CEPAL, si bien la región mantiene elevados niveles de concentración de la riqueza, en los últimos años se han logrado algunos avances importantes:
Aunque estos avances no son muy evidentes en periodos cortos, el balance con respecto a los primeros años de la década de 2000 muestra una clara tendencia a la reducción de la desigualdad, con lo que esta dinámica se ha constituido en un aspecto distintivo del proceso de desarrollo de América Latina en el último decenio. La caída de la desigualdad registrada en la última década del siglo pasado significó un cambio en la tendencia que había prevalecido durante al menos los dos decenios anteriores, en los que se venía observado un estancamiento de los índices de concentración del ingreso (CEPAL, 2012: 9).5
La magnitud de los niveles históricos de desigualdad social y la lentitud de los procesos para reducirla tienen su correlato en las percepciones y representaciones de los ciudadanos acerca del funcionamiento de las instituciones. Si bien las informaciones recogidas a través de encuestas y otros instrumentos que intentan cuantificar dimensiones cualitativas del desem- peño social tienen limitaciones importantes, nos permiten formular algunas hipótesis de trabajo para comprender la lógica de adhesión (o ausencia de adhesión) a la justicia social.
En este sentido, el informe de la CEPAL ofrece una buena síntesis de los datos disponibles. Según estas informaciones, existe una fuerte percepción negativa acerca de la justicia distributiva existente en los países de la región. Si bien esas percepciones mejoraron en el periodo reciente, donde se produjo un fuerte crecimiento económico, el promedio de los niveles de percepción negativa se ubica casi en el 80 por ciento de la población. Pero lo más preocupante es que dicho fenómeno se asocia con un alto grado de desconfianza hacia las instituciones políticas y hacia el Estado. En 2011, seis de cada diez latinoamericanos confiaban poco o nada en las instituciones políticas y el Estado (CEPAL, 2012: 97).
Según algunos analistas, la asociación entre desigualdad social y malestar respecto a las instituciones puede alimentar conflictos y obstaculizar la formulación y adhesión a un pacto social en pos de la igualdad en el que participen diferentes sectores sociales. El argumento que justifica esta hipótesis se apoya en la idea de que un acuerdo de este tipo requiere una reforma impositiva de carácter progresivo, la cual es difícil de articular en un contexto de desconfianza hacia las instituciones del Estado, en tanto organismos capaces de utilizar correctamente los recursos obtenidos a través de la recaudación impositiva.
La desconfianza hacia las instituciones y hacia el Estado, sin embargo, no constituye el único factor que obstaculiza la formulación e implementación de estrategias que promuevan mayores niveles de justicia distributiva. Más allá de la desconfianza, es preciso analizar la distancia que suele existir entre el consenso retórico hacia la justicia y el compromiso real con las acciones que permiten avanzar en esa dirección. Sobre este punto resulta importante formular la interrogante acerca de cuánta adhesión real a la justicia social existe en nuestras sociedades. Al respecto, vale la pena evocar el análisis que realiza Pierre Rosanvallon en su reciente libro, La sociedad de iguales(2012). Rosanvallon evoca la “paradoja de Bossuet” para describir la situación actual con respecto a la justicia social. Según dicha paradoja, los seres humanos deploran en general aquello que aceptan en particular. La vigencia de esta aparente esquizofrenia se refleja en el hecho, ampliamente documentado por encuestas y testimonios provenientes de diferentes países, según el cual existe un rechazo global a una forma de sociedad que provoca niveles inéditos de desigualdad… acompañado por la aceptación de los mecanismos que la producen.
Para los educadores, lo más interesante del enfoque de Rosanvallon se encuentra en su intento de analizar la dimensión epistemológica y cognitiva que está detrás de esta aparente contradicción en el comportamiento de los ciudadanos. Su análisis indica que para condenar situaciones globales las personas se apoyan en hechos e informaciones objetivas. En cambio, para la aceptación de situaciones particulares se toman en cuenta elecciones y comportamientos individuales. Un ejemplo de este dualismo, que se vincula directamente con las políticas educativas, se expresa en el comportamiento de muchas familias respecto a la elección de escuela para sus hijos. Mientras se condena el carácter injusto de la segmentación del sistema escolar general, individualmente se tiende a evitar cualquier medida que promueva una distribución más equitativa de la matrícula y dificulte la decisión de colocar a los hijos en establecimientos donde sólo concurran sus “iguales”.
Señalar la importancia de esta dimensión ética supone reconocer que estamos ante la necesidad de introducir temas de mayor complejidad en la agenda educativa post-2015. Este postulado vale para el conjunto de los países, tanto para los más avanzados como para los más atrasados. Sería riesgoso suponer que el objetivo de la adhesión a la justicia sólo puede ser asumido por aquellos que ya han resuelto desafíos cuantitativos importantes, como la eliminación del analfabetismo o la cobertura universal de la educación básica.
Promover adhesión a la justicia moviliza diferentes variables del sistema educativo. La principal, sin duda alguna, es la variable curricular. En pos de superar la contradicción entre condena general a la injusticia y aceptación particular de los mecanismos que la provocan, es necesario introducir un tipo especial de experiencias de aprendizaje que demuestren efectividad en el logro de este objetivo. Uno de los desafíos más relevantes de la investigación educativa consiste, precisamente, en definir esas experiencias de aprendizaje tanto para cada nivel y modalidad, como para cada uno de los actores del proceso pedagógico. Así, por ejemplo, es posible analizar la fecundidad de introducir el servicio social obligatorio en todas las carreras universitarias, el juramento por los resultados del aprendizaje en los nuevos docentes y profesores, las redes de escuelas de alumnos de diferentes culturas, religiones, etnias o condiciones sociales, las actividades y proyectos comunes en el ámbito del cuidado del medio ambiente, así como las posibilidades que ofrecen el arte y el deporte para promover la adhesión al principio de justicia que requiere nuestra sociedad.
Para cada uno de estos temas existe una vasta bibliografía que da cuenta de experiencias con diferentes grados de desarrollo. No es éste el lugar para evocar y analizar sus características. Aquí sólo corresponde apreciar la existencia de un abanico importante de posibilidades para introducir experiencias de aprendizaje, en todos los niveles y modalidades del sistema educativo, que permiten operacionalizar los principios teóricos en estrategias de acción. Esta operacionalización permite enriquecer la teoría y, a su vez, colocar las experiencias prácticas en un marco que les quita el carácter de acciones aisladas. En el último punto del presente documento se intentará profundizar sobre este tema, particularmente en lo referido al papel de las universidades en la formación de las élites dirigentes.
Educación inicial: estrategia clave
Si bien no constituye novedad en materia educativa, desde hace algunos años se ha generalizado un consenso muy fuerte acerca de la importancia de la educación desde los primeros años de vida, entre las estrategias destinadas a lograr una educación de calidad para todos. Uno de los factores que ha promovido este consenso es el resultado de algunos estudios recientes realizados a partir de informaciones sobre evaluaciones internacionales acerca de logros de aprendizaje. Dichos estudios confirman algo que ya sabíamos desde hace tiempo: la universalización de este ciclo de enseñanza es condición necesaria para alcanzar, simultáneamente, los objetivos de calidad y equidad que se proponen para el funcionamiento del sistema educativo.
Muchos países de la región ya han incorporado a sus leyes educativas la obligatoriedad de la educación inicial. En algunos casos, la obligatoriedad es tanto para el Estado como para la familia. En otros, en cambio, es sólo para el Estado. Por lo general, la obligatoriedad integral (para Estado y familias) es a partir de los cuatro o cinco años de edad, mientras que la obligatoriedad sólo para el Estado es a partir de los 45 días de vida. Las informaciones disponibles indican que el ritmo de expansión de esta política es muy intenso y que algunos países ya están cerca de la universalización de la cobertura a partir de los cinco años de edad. En este esfuerzo, el Estado juega un papel particularmente relevante en las zonas socialmente más desfavorecidas.
Los debates entre quienes proponen impulsar la universalización de la educación inicial se dirigen, habitualmente, a definir qué tipo de oferta pedagógica es la más adecuada, cómo formar al personal docente, cómo supervisar las acciones que se desarrollan al margen del sistema formal, cómo gestionar la necesaria articulación entre las diferentes dimensiones de los programas de este tipo en los que, además de los responsables del sector educación, intervienen los de los sectores de salud, empleo y desarrollo social, entre otros. En esta articulación se destaca, cada vez más, la necesidad de fortalecer las agencias públicas locales, particularmente los municipios, por su cercanía con las demandas y necesidades de la población y por las potencialidades que ofrecen para establecer estrategias intersectoriales. Además de la dimensión pedagógica e institucional, en estos debates ocupa un lugar fundamental el tema del financiamiento de las políticas de universalización de la educación inicial (UNESCO, 2005; Banco Mundial, 2009).6
Esta agenda está instalada en el debate y no tendría sentido repetir aquí sus términos. Recientemente, sin embargo, han aparecido algunas voces que -apoyadas en la idea de que los primeros años de vida tienen un carácter fundamental en el desarrollo personal de los sujetos- abren la discusión acerca de la utilidad (o inutilidad) de invertir en la formación de aquellos que no recibieron oportunamente una buena educación inicial. Según este razonamiento, sería muy difícil o imposible revertir los efectos cognitivos de un déficit educativo en los primeros años de vida. Las consecuencias políticas de estas hipótesis son evidentes: lo aconsejable sería diseñar políticas especiales para este sector de población, cuyos integrantes pasarían a ser considerados personas con discapacidad para el aprendizaje. Es interesante constatar que quienes sostienen la irreversibilidad para la recuperación de habilidades cognitivas no mantienen ese postulado cuando analizan habilidades no cognitivas como la obediencia a la jerarquía y el respeto a reglas de disciplina, las cuales, según estos enfoques, se podrían adquirir en etapas posteriores del proceso educativo formal.
Las teorías que justifican las políticas destinadas a segmentar la oferta educativa según origen étnico, cultural o social tienen una larga historia. Sus argumentos han adquirido cada vez mayor grado de sofisticación, a medida que la universalización del sistema educativo va eliminando barreras. La novedad es que, actualmente, las hipótesis sobre el carácter irreversible del déficit cognitivo sufrido en la primera infancia se apoyan en algunos aportes de investigaciones neurocientíficas que están adquiriendo una significativa importancia. Al respecto, es posible postular que otras investigaciones del campo de las neurociencias indican, por ejemplo, que contrariamente a lo que se sostenía hasta hace muy pocos años, el capital neuronal de las personas no disminuye a lo largo de la vida, sino que es posible producir -permanentemente- nuevas neuronas, a partir de células madres. El aprendizaje, sostienen estas investigaciones, es un factor fundamental en este proceso de constante producción y enriquecimiento. Los resultados observados confirman, en definitiva, la hipótesis básica más importante de las neurociencias: la significativa plasticidad del cerebro. Vale mencionar que dicha plasticidad puede ser desarrollada tanto para profundizar nuestra capacidad cognitiva como para disminuirla. Desde este punto de vista, es necesario mantener un alto grado de prudencia en la extrapolación de resultados de investigaciones científicas a la formulación de políticas públicas. Cuando se pasa al campo de las políticas se introducen no sólo nuevas variables objetivas, sino también el sentido y la voluntad de acción. Condenar a una porción significativa de las nuevas generaciones a un destino de segunda clase es una decisión política de claro contenido regresivo. En cambio, si el objetivo político es construir sociedades más justas, sería necesario diseñar incentivos para que las investigaciones neurocientíficas orienten sus indagaciones hacia el descubrimiento de cómo podemos recuperar las carencias cognitivas producidas -por un orden social injusto- en las primeras etapas de la vida de las personas que hoy sufren esos déficits, en lugar de aceptar pasivamente esta situación.
En síntesis, la agenda post-2015 enfrenta la necesidad de impulsar políticas activas de universalización de una educación inicial de buena calidad y, al mismo tiempo, de estimular programas de investigación e innovación que permitan construir conocimientos acerca de cómo recuperar las carencias producidas por la ausencia de dicha educación en los primeros años de vida de aquellas personas a las cuales no se les brindó esa posibilidad.
Calidad de la educación: las nuevas alfabetizaciones
El concepto de calidad de la educación es, como se sabe, motivo de una vasta literatura. Una parte importante de ésta se refiere a la tensión entre universalismo y particularismo para la definición de parámetros de una educación de buena calidad. El vínculo entre calidad y pertinencia ha sido enfatizado por los enfoques que discuten la idea de que existe un patrón de calidad descontextualizado desde el punto de vista cultural y social. Sin embargo, no cabe duda de que existe un conjunto de saberes y competencias de validez universal sobre el cual es posible definir acuerdos y estrategias para su promoción.7 Al respecto, estos saberes y competencias pueden ser definidos en términos de alfabetización, entendiendo dicho concepto como el nivel básico de dominio de determinados códigos indispensables para el desempeño dentro de la sociedad.
Desde este punto de vista, es necesario reconocer la importancia de ampliar el ámbito tradicional de las acciones de alfabetización. En los comienzos del siglo XXI existe, además de la alfabetización en lectoescritura, la necesidad de desarrollar la alfabetización digital y la alfabetización científica. Si bien cada una de ellas tiene significados y plantea problemas específicos, es conveniente considerarlas como un bloque único ya que -como veremos- se articulan estrechamente y constituyen el núcleo duro de una educación de buena calidad.
La alfabetización en lecto-escritura
La historia de la educación muestra que la enseñanza de la lectoescritura ha ocupado un lugar muy significativo en las políticas educativas. El surgimiento de la escuela pública, básica, obligatoria y gratuita estuvo estrechamente vinculado a la alfabetización. A diferencia de los procesos que tuvieron lugar en los países europeos de temprano desarrollo capitalista, en América Latina la alfabetización fue un producto de la escuela. Excepto en los casos de campañas masivas de alfabetización de adultos -como los que tuvieron lugar en países como Cuba o Nicaragua ya avanzado el siglo XX y asociados a cambios políticos profundos- la eliminación del analfabetismo fue consecuencia de la expansión de la cobertura escolar. En ese contexto, la discusión sobre cómo enseñar a leer y escribir ocupó gran parte de la atención de educadores y políticos durante la primera mitad del siglo XX. Domingo F. Sarmiento, por ejemplo, escribió una cartilla para enseñar a leer y escribir y se ocupó de modificar la ortografía para facilitar el aprendizaje de la lectura. Muchos otros intelectuales de gran prestigio en ese periodo fueron autores de libros de lectura para la escuela primaria. Los métodos de enseñanza de la lectoescritura fueron, a su vez, uno de los ejes centrales de las discusiones pedagógicas (Braslavsky, 1984).
La centralidad de la discusión sobre la enseñanza de la lectura, sin embargo, fue perdiendo importancia a medida que se expandía la escolaridad. Este proceso ya ha sido analizado en otras obras (Tedesco, 2012, cap. 1) y aquí sólo interesa destacar el hecho de que, a comienzos del siglo XXI, este problema vuelve a ocupar el centro de la agenda político-educativa, debido a la presencia de serios problemas vinculados al aprendizaje de este código básico para el desempeño ciudadano. Los datos disponibles sobre este punto son alarmantes. Sólo a título ilustrativo, y por su valor comparativo a nivel internacional, es necesario mencionar los resultados obtenidos por los países latinoamericanos en la prueba PISA. Mientras el promedio de los países de la OCDE indica que 20 por ciento de los estudiantes se ubica en el nivel más bajo de desempeño en lectura, los países latinoamericanos alcanzan, en este nivel, porcentajes cercanos a 50 por ciento. Dicho en otros términos, si no se diseñan estrategias específicas para enfrentar estos déficits, es posible anticipar que la mitad de los ciudadanos latinoamericanos del siglo XXI serán incapaces de alcanzar niveles básicos de comprensión lectora, aun después de haber cursado diez años de escolaridad. Los datos de PISA también confirman que la gran mayoría de los alumnos con bajos logros de aprendizaje pertenecen a los estratos sociales más desfavorecidos, lo cual indica que ese porcentaje es aún mayor en estos sectores.
El escenario de la discusión sobre estrategias de alfabetización es, obviamente, muy diferente al existente a principios del siglo XX. Por un lado, la cobertura escolar es prácticamente universal y, por otro, se ha producido un cambio importante en el lugar del libro y de la lectura en el conjunto de los dispositivos culturales de la sociedad. La universalización del acceso a la televisión y a las nuevas prácticas de lectura y escritura por el desarrollo de las tecnologías de la información, particularmente de Internet, colocan el debate sobre la enseñanza de la lectoescritura frente a nuevos desafíos, tanto de orden pedagógico como político y cultural.
Hace ya algunos años, César Coll (2005) presentó una síntesis de los hallazgos e interrogantes que plantea este tema, el cual resulta particularmente útil y vigente para ordenar la discusión al respecto. En primer lugar, su análisis confirma que la lectura es -y seguirá siendo- el principal instrumento de acceso al conocimiento, y que esta situación no se modificará con la utilización intensiva de las tecnologías de la información. Sin embargo, tampoco hay dudas acerca de la profundidad de los cambios que provocan estas tecnologías. Dichos cambios, más allá de la aparición de nuevas modalidades de producción, distribución y transmisión de los textos, configuran lo que Roger Chartier denominó una “mutación epistemológica”. Desde el punto de vista del autor, los formatos hipertextuales suponen o permiten formas de organización textual basadas en una lógica no lineal, que dan lugar a nuevos esquemas de argumentación y construcción de los relatos. Desde el punto de vista del lector, estos formatos permiten recomponer el texto “original” para producir significados no previstos por el autor.
El análisis de Coll indica que las tecnologías de la información y la comunicación sitúan a la persona alfabetizada ante nuevos tipos de textos, nuevos tipos de prácticas letradas y nuevas formas de leer e interpretar la información. Todos estos aspectos forman parte de la expansión del concepto de alfabetismo y, con ella, de las exigencias que comporta el hecho de estar plenamente alfabetizado en la sociedad de la información y la comunicación. Las nuevas exigencias para la comprensión de textos escritos en los actuales soportes tecnológicos, sin embargo, están lejos de haber sido claramente identificadas y analizadas. El propio César Coll advierte que, pese a los avances realizados, las descripciones y los análisis disponibles son todavía de “trazo grueso”.
En esta misma línea de análisis es pertinente retomar las hipótesis de Daniel Cassany (2011; véase también Ferreiro, 2012), según las cuales el cambio más trascendental que Internet implica es que los fenómenos de lectura y escritura se producen conectados a otros millones de recursos que también pueden ser utilizados para construir significados, diferentes y más sofisticados que los producidos en el modelo tradicional. Para Cassany, es superficial que el escrito sea virtual, multimodal o hipertextual, que lo veamos en pantalla o lo manipulemos con teclado y ratón:
No hay mucha diferencia entre leer un informe en papel o en una pantalla sin conexión (fuera de línea). Sí que la hay, en cambio, si el ordenador está conectado a la red (en línea), porque entonces accedemos instantáneamente a multitud de recursos (enciclopedias, traductores, contactos, etc.) que nos ayudan a entender el texto de otra manera, más rápidamente, con más fundamento y confirmación (Cassany, 2011: 50).
Entonces, de acuerdo con estos enfoques, la lectura y la escritura digital implican un incremento exponencial de interlocutores y documentos, la ausencia de filtros y controles, la diversificación de la escritura y la mayor tecnologización de los recursos disponibles, todo lo cual exige un usuario hábil y experimentado, capaz de localizar cada recurso, conocer su interfaz y manipular los comandos, consciente de sus posibilidades y limitaciones. En resumen, según Cassany (2011: 58) leer y escribir en línea es una tarea bastante diferente a hacerlo fuera de ella. Hoy leemos y escribimos más que ayer, pero es más difícil hacerlo y aprender a hacerlo.
Además del impacto de estos cambios en la dimensión cognitiva de las personas, es necesario considerar su papel sobre la dimensión social. Como sostiene Coll en el trabajo citado, el surgimiento de nuevas alfabetizaciones provoca también nuevas analfabetizaciones. El analfabetismo digital es hoy una forma de desigualdad social que excluye a vastos sectores de población del acceso a los circuitos por donde circula la información socialmente más significativa y del dominio de los códigos que se utilizan en dichos circuitos. En síntesis, esta somera presentación de la problemática vinculada a la lectoescritura indica la necesidad de revitalizar las estrategias destinadas a garantizar su aprendizaje universal y efectivo. Dicha revitalización supone articular la enseñanza de la lectoescritura con estrategias vinculadas a la alfabetización digital.
Alfabetización digital
Uno de los fenómenos político-educativos más importantes de los últimos años ha sido el diseño e implementación de programas destinados a universalizar el acceso a las tecnologías de la información. Desde el punto de vista analítico, la primera consecuencia de estos proyectos es que nos obligan a distinguir claramente dos cuestiones vinculadas entre sí, pero de naturaleza muy diferente: la primera es de carácter social y se refiere a la inclusión digital, mientras que la segunda es de carácter pedagógico y se refiere al uso de las tecnologías como dispositivo para ser utilizado en el proceso de enseñanza y aprendizaje.8
Con respecto a las políticas de inclusión digital, y siguiendo el análisis presentado en el punto anterior, es posible postular la hipótesis según la cual es necesario considerarlas como equivalentes a las tradicionales campañas de alfabetización, destinadas a universalizar la capacidad de leer y escribir. Tal como lo muestran los estudios históricos, antes de la invención de la imprenta no era necesario estar alfabetizado para ingresar al circuito por el cual circulaba la información socialmente más significativa. La imprenta modificó esta situación y generó tanto la necesidad como el derecho de saber leer y escribir para estar en condiciones de constituirse en ciudadano. Ahora, además de saber leer y escribir, es necesario estar digitalmente alfabetizado, para tener acceso a la información y poder ejercer reflexivamente el desempeño ciudadano. Pero, al igual que con la lectoescritura, es preciso reconocer que no es suficiente tener acceso al instrumento y manejar sus formas elementales de funcionamiento. Es necesario, además, dominarlo de modo que constituya un vehículo para comprender el mundo y permita expresarse.
Hoy existe un consenso generalizado acerca de que la brecha principal no pasa por el acceso sino por el tipo de acceso y la capacidad de uso de los dispositivos tecnológicos (Doueuhi, 2010). Con diferentes denominaciones, los análisis acerca de las tecnologías de la información coinciden en señalar que la principal división se establece entre usuarios y manipuladores, es decir, entre aquellos a quienes las nuevas tecnologías volverán más pasivos y aquellos que elevarán la voz y cumplirán un papel protagónico, tanto en la orientación de la evolución tecnológica, como en la evolución social y política. Pasar de un estadio al otro es muy exigente en términos cognitivos. Si se mantiene la analogía entre las campañas de alfabetización tradicionales y los actuales programas de universalización del acceso a las tecnologías, es posible sostener que dotar de una computadora a cada alumno es un paso fundamental en el proceso de democratización educativa, pero exige que esas acciones sean acompañadas por estrategias pertenecientes a una fase superior, más compleja pero igualmente urgente y necesaria, destinada a enseñar el manejo reflexivo de estos instrumentos. Así como distribuir libros masivamente es condición necesaria pero no suficiente para promover la lectura, universalizar el acceso a las tecnologías no garantiza su utilización plena, consciente y reflexiva.
Lograr este objetivo supone asumir una perspectiva de análisis que supere la pasividad con la cual el sector público actúa frente al funcionamiento y la dinámica de las innovaciones tecnológicas. Los aportes de lo que ha sido llamado “constructivismo social” son, al respecto, motivo de especial atención. Según este enfoque, en la explicación de la configuración de un dispositivo técnico es preciso analizar no sólo la lógica técnica, sino también la social. Detrás de las tecnologías de la información intervienen empresarios, clientes, científicos, técnicos, funcionarios y dirigentes políticos, cada uno con sus intereses, capacidades y recursos. La historia del desarrollo de estas tecnologías es ilustrativa de la dinámica de actores y conflictos de intereses que se ponen en juego detrás de cada una de las opciones técnicas en disputa. En términos de A. Freenberg:
El constructivismo afirma… que la elección entre las diferentes alternativas no depende, a fin de cuentas, de la eficacia técnica o económica, sino de la correspondencia entre los objetos y los intereses de diversos grupos sociales que influyen en el proceso de concepción. Lo que caracteriza un artefacto es su relación con el entorno social, y no alguna propiedad intrínseca (2004: 50).
La particularidad de los artefactos técnicos que se construyen en el ámbito de la información y la comunicación es que tienen (o se supone que tienen) un fuerte impacto en los procesos cognitivos individuales y en la gestión social del conocimiento, lo cual es considerado como una variable clave de la estructura social contemporánea.9 Esta particularidad brinda legitimidad a las demandas de mayor intervención pública en el diseño de las innovaciones técnicas y en la regulación de los sistemas de organización y búsqueda de información que existen en la red.10 El “constructivismo social” permite enriquecer la discusión respecto a si se debe enseñar el manejo de las tecnologías de la información como contenido curricular específico, o como contenido transversal a todas las asignaturas. La analogía con la alfabetización en lectoescritura permitiría sostener que, si bien todas las materias del currículo escolar utilizan el libro como soporte didáctico, no por ello deja de existir una asignatura específica para enseñar a leer y escribir, para conocer la sintaxis, la gramática y el manejo sofisticado de la lengua. Desde esta perspectiva, parecería que no es posible descartar fácilmente la idea de una asignatura que -desde la enseñanza básica- permita el aprendizaje del manejo de las tecnologías para reducir o cerrar la brecha entre los simples usuarios y los manipuladores.
La segunda dimensión, que se refiere al uso de las tecnologías como recurso didáctico, es objeto de una controversia aun mayor que la existente en el punto anterior. Si bien muy pocos dudan hoy sobre la necesidad de universalizar el acceso y dominio de las tecnologías digitales, existe un fuerte debate acerca de su utilización pedagógica. El significativo esfuerzo financiero que requieren estas políticas no se ha visto correspondido con mejoras en los resultados de aprendizaje ni con cambios significativos en los procesos pedagógicos. Francesc Pedró resumió recientemente este desencanto con las siguientes palabras:
En materia de políticas tecnológicas en educación la situación actual parece caracterizarse por una mezcla de desencanto y de letargo. Ello está motivado en parte por la conciencia entre los políticos de que las inversiones realizadas no han dado lugar a mejoras generales en términos de calidad de los procesos y resultados de los aprendizajes escolares, como tampoco a un nivel de uso real que sea verdaderamente apreciable. Vista la relación entre los esfuerzos inversores realizados y los resultados obtenidos, los países de la OCDE que continúan colocando las políticas tecnológicas muy arriba en sus prioridades en educación se pueden contar con los dedos de una mano (2012: 15).
El análisis de Pedró, sin embargo, también indica que este clima estaría cambiando por la emergencia de nuevos dispositivos tecnológicos y por la universalización del acceso a las tecnologías promovido tanto por las políticas públicas como por el mercado. En este contexto, es posible sostener la necesidad de superar las posiciones tecnocráticas, tanto las que anuncian la panacea como las que niegan, subestiman o rechazan el uso de las tecnologías como recurso pedagógico. Según los discursos que justifican gran parte de los programas en este campo, la intención del uso de las TIC es modificar los estilos tradicionales de aprendizaje y promover el desarrollo de competencias y habilidades cognitivas asociadas al desempeño en sociedades intensivas en información y conocimientos. La definición precisa de esas competencias y habilidades, sin embargo, es objeto de análisis y discusiones que generan dificultades al momento de traducirlas en contenidos curriculares y experiencias de aprendizaje. Asimismo, los testimonios y evidencias empíricas al respecto indican que el uso de las TIC por parte de los docentes es muy diverso. La pregunta clave en este aspecto es la que se refiere a la existencia de lo que ha dado en llamarse “determinismo tecnológico” o, dicho en otros términos, si el uso de las TIC modifica el modelo pedagógico o, a la inversa, es el modelo pedagógico el que determina su utilización en los procesos de enseñanza-aprendizaje. En este punto, parece necesario promover un enorme esfuerzo público destinado a diseñar innovaciones que permitan construir el saber y el conocimiento pedagógico más pertinente al respecto.
En síntesis, la inclusión digital universal y la construcción de conocimientos pedagógicos adecuados constituyen el núcleo fundamental de lo que debería ser una política pública sobre tecnologías de la información y educación. Esta política es cada vez más urgente y necesaria. Si asumimos que el sentido de la educación es contribuir a la construcción de una sociedad más justa, de preparar para el aprendizaje a lo largo de toda la vida, de promover el aprender a vivir juntos, la política del sector público debería estar basada en incentivar la producción de dispositivos tecnológicos que trabajen en esa dirección.
Alfabetización científica
Estrechamente asociada a la alfabetización en lectoescritura y la alfabetización digital, es necesario otorgar gran importancia a la alfabetización científica. Tanto las evaluaciones nacionales como las internacionales han diagnosticado reiteradamente los bajos niveles de logro en matemática, ciencias exactas y naturales, particularmente en los niveles primario y secundario del sistema educativo. Estos bajos resultados constituyen un desafío social muy significativo desde el momento en que se reconoce que en la sociedad del conocimiento la alfabetización científica es formación ciudadana. Para comprender, juzgar y tomar decisiones con respecto a la política económica, al cuidado del medio ambiente o a las estrategias de salud pública, entre muchos otros temas, los ciudadanos deben ser capaces de analizar las propuestas de los diferentes partidos políticos y elegir el camino que consideren más cercano a sus valores y necesidades. Todos esos temas y debates exigen altos niveles de información y reflexividad, condiciones necesarias para tomar decisiones conscientes.
Los programas, proyectos y movimientos destinados a promover mejoras en la enseñanza de las ciencias han sido organizados tradicionalmente por los educadores, especialmente por los profesores que intentan renovar la enseñanza de esas disciplinas. Una buena y prometedora señal de avance en este sentido es la incorporación de investigadores y de la comunidad académica y científica en general a estos movimientos. Al respecto, es importante destacar que las academias de ciencias de muchos países y varios ganadores del Premio Nobel en ciencias se han sumado a las voces que reclaman y diseñan estrategias para alcanzar este objetivo. La experiencia muestra, sin embargo, que no alcanza con los esfuerzos de educadores y científicos para modificar patrones culturales fuertemente arraigados en la población y en las propias administraciones educativas. Los testimonios y los indicadores al respecto son elocuentes, particularmente aquellos que permiten apreciar la significativa distancia que existe hoy entre la cultura juvenil y la cultura científica.
En este contexto, la agenda post-2015 debería incluir el papel y la responsabilidad de los dirigentes políticos en el diseño de estrategias para enfrentar con éxito el desafío de incorporar la cultura científica a la cultura popular. Algunos líderes políticos ya han tomado conciencia de la importancia de este tema y lo han incorporado a su agenda de trabajo, particularmente por el impacto de la formación científica en la competitividad económica. Si bien este impacto es innegable y no puede ser subestimado, es necesario ampliar la mirada y reconocer que se trata de formación ciudadana, de democracia cognitiva, de participación seria y responsable en la toma de decisiones.
Un movimiento de este tipo debería incluir el apoyo sostenido a las innovaciones en la enseñanza de las ciencias en los niveles obligatorios del sistema educativo, así como la construcción de ámbitos de participación pública en decisiones de carácter técnico y científico, tales como las audiencias parlamentarias, la formación de comités integrados por representantes de diferentes sectores para alcanzar posiciones consensuadas sobre problemas que exigen información compleja, la creación de paneles de ciudadanos para discutir con los expertos temas de alto significado social, como son todos aquellos referidos al desarrollo sustentable.
Desde este punto de vista, el sistema educativo enfrenta el desafío de promover el desarrollo de dos “culturas”, la científica y la digital. Son de naturaleza diferente pero no hay oposición entre ambas, sino todo lo contrario. El debate sobre la cultura digital asumiría otro significado si se le coloca en el marco del desarrollo de la cultura científica. Las metas de los planes educativos en este terreno no deberían apuntar a formar jóvenes que sean hábiles manipuladores de mecanismos digitales, sino que esa habilidad adquiera un sentido social que trascienda lo meramente tecnológico y lo puramente individual. En términos pedagógicos, el contenido de lo que hacemos con los dispositivos tecnológicos es una variable clave y, en este punto, la promoción de una cultura que permita comprender los retos de la sociedad y los debates que acompañan las estrategias para enfrentarlos constituye un objetivo prioritario.
Prioridad a la renovación de la pedagogía
Uno de los aprendizajes más significativos que han realizado los países de la región en las últimas dos décadas consiste en reconocer que mejorar los insumos materiales del proceso educativo (infraestructura, equipamiento didáctico, salarios docentes, horas de clases, etcétera) es una condición necesaria, pero no suficiente, para romper el determinismo social de los resultados de aprendizaje. No se trata, de ninguna manera, de negar la importancia y la responsabilidad de los factores estructurales que aparecen en los estudios sobre fracaso escolar. El crecimiento económico, la redistribución del ingreso y el aumento de la inversión en educación siguen siendo absolutamente necesarios para financiar las políticas educativas. El otro aprendizaje importante se refiere al impacto de las reformas institucionales. La descentralización, la autonomía de las escuelas, la incorporación de sistemas de evaluación de logros de aprendizaje, así como de evaluación de desempeño docente, han mostrado que no constituyen fines en sí mismos y que su valor depende del contexto general de las políticas y los proyectos sociales. Según esos contextos, las reformas institucionales pueden promover mayor o menor desigualdad y fragmentación.
Dedicar mayores recursos financieros a la educación y enfrentar reformas institucionales son dimensiones necesarias, pero igualmente necesario es que esas reformas sean acompañadas con políticas destinadas a los aspectos cualitativos del proceso de enseñanza y aprendizaje. En este sentido, en los últimos años se han realizado avances importantes destinados a reconocer, por ejemplo, el carácter crucial que tienen las competencias y los valores ético-profesionales con los cuales se desempeñan los responsables del proceso de enseñanza y aprendizaje.
Una rápida revisión de la historia de la pedagogía muestra que después de un periodo muy fértil en el diseño de propuestas innovadoras, que tuvo lugar en las primeras décadas del siglo XX, se produjo una suerte de desplazamiento de la reflexión educativa hacia las disciplinas que intentan explicar lo que sucede en las escuelas, más que diseñar estrategias acerca de lo que les corresponde hacer. La comparación con la medicina ha sido un recurso frecuente para mostrar los caminos alternativos que tomaron estas dos dimensiones de las prácticas sociales y las políticas públicas. Más allá de un análisis sociohistórico de este proceso, lo que corresponde señalar aquí y en estos momentos es el generalizado escepticismo acerca de la fertilidad explicativa y propositiva de los paradigmas con los cuales habitualmente los docentes definen su trabajo técnico.11
Un ejemplo elocuente de este clima de escepticismo sobre la fertilidad de la teoría educativa para orientar la práctica profesional docente es el informe producido por la OCDE (2000) acerca de la sociedad del saber y la gestión de conocimientos. En este informe, basado en evidencias de los sistemas educativos de los países más desarrollados, se sostiene claramente que los sistemas educativos son muy resistentes a incorporar los adelantos científicos y técnicos, y se presentan diversas hipótesis para explicar por qué la investigación en educación es percibida como inútil. Las hipótesis sostienen que la investigación educativa no es persuasiva ni convincente, que no brinda a los que practican la enseñanza (o la política educativa) herramientas útiles para su trabajo, que no se ocupa de los problemas reales que afectan a los profesionales de la educación, y que no se comunican adecuadamente los resultados. En síntesis, se habría producido una significativa disociación entre investigación educativa y funcionamiento de los sistemas en los cuales sus resultados deberían aplicarse. Esta situación, concluye el estudio, contrasta claramente con la existente en áreas como la salud o la producción manufacturera.
Al respecto, es importante mencionar uno de los resultados más interesantes del Informe Talis (Estudio Internacional sobre Enseñanza y Aprendizaje) llevado a cabo por la OCDE (2009) en 23 países, entre los cuales se encuentran dos latinoamericanos: México y Brasil. Dicho estudio muestra que, si bien en el plano de las teorías predomina entre los docentes el enfoque “constructivista” basado en la participación activa del alumno en el proceso de aprendizaje, las prácticas efectivamente utilizadas en las salas de clase siguen respondiendo a los patrones pedagógicos tradicionales.
Sabemos, por estudios recientes al respecto, que los futuros maestros y profesores no adquieren durante su formación inicial las herramientas básicas para desempeñarse en los primeros grados de las escuelas primarias donde se debe enseñar a leer y escribir, ni para trabajar en contextos específicos como el de los pueblos originarios, escuelas rurales unidocentes, contextos de extrema pobreza, y muchos otros que existen en los países de la región.12 No debe haber otra profesión donde exista tanta separación entre lo que se enseña en el periodo de formación y lo que luego se exige en el desempeño.
Es necesario reaccionar frente a este fenómeno, que tiene dimensión universal. Se impone una reflexión seria por parte de todos los involucrados en la producción de conocimientos en educación, para devolverle a la pedagogía la validez que requieren los desafíos educativos que estamos enfrentando. ¿Cuál es el vínculo entre la política y la pedagogía y todo lo referente al saber técnico-profesional de los docentes? Es obvio que no se puede decidir desde los organismos de decisión política cuál debe ser la forma de enseñar. La política puede (y debe), en cambio, promover innovaciones, experiencias, proyectos dirigidos a diseñar formas eficaces de enseñanza en los diferentes contextos sociales y culturales. Se trata, en definitiva, de brindar incentivos claros a la orientación de la investigación educativa.
Una visión renovada de la planificación: planes decenales y planes de emergencia
Proponer metas con plazos y estrategias para alcanzarlas supone restablecer la validez de los principios básicos de la planificación del desarrollo social, el cual tuvo una significativa vigencia en la segunda mitad del siglo pasado. En un mundo cambiante e incierto, con fuerte reconocimiento a la diversidad y a la autonomía de los actores sociales, no existe lugar para las estrategias tradicionales de la planificación centralizada. Sin embargo, las consecuencias de la aplicación de estrategias fundamentalistas de mercado, así como los ideales de justicia social, exigen un papel protagónico del Estado y el consenso de todos los actores sociales en el logro de metas comunes.
No se trata, en consecuencia, de volver a la planificación centralizada y lineal del siglo pasado. Nadie puede prever, por ejemplo, los puestos de trabajo que serán creados en las próximas décadas ni tampoco es posible regular desde el Estado el comportamiento de la demanda social. Pero tampoco nadie podría negar que las políticas educativas son políticas de largo plazo que no pueden quedar libradas ni a los gobiernos ni al mercado. Los gobiernos tienen plazos que no se corresponden con los que exigen las estrategias educativas, y el mercado no tiene perspectivas de largo plazo porque su lógica se basa en los beneficios “aquí y ahora”. Desde este punto de vista, es necesario que el Estado asuma el papel de actor clave en el diseño de las políticas necesarias para el desarrollo a largo plazo de los pilares de una sociedad más justa.
Esas políticas exigen discusiones y consensos sociales para que sean ejecutadas por encima de los plazos gubernamentales. En este sentido, son auspiciosos los ejercicios recientes de definir planes decenales de educación, tanto a nivel nacional como regional. Esta metodología recupera lo esencial del pensamiento planificador y supera sus limitaciones. Las metas son elaboradas a través de discusiones donde se articula el conocimiento técnico con la participación social; el tiempo para el logro de dichas metas supera el corto plazo gubernamental y del mercado, pero también permite superar el carácter angelical de las propuestas sin límites que tienen los proyectos utópicos; dado su carácter de “plan”, el instrumento está dotado de mecanismos de evaluación y de información que permiten el monitoreo de la marcha de las metas y el control público de su ejecución y, por último pero no menos importante, dejan un margen importante de autonomía sobre la definición de los procesos mediante los cuales se pueden lograr las metas previstas. Volver a la planificación, desde esta perspectiva, supone introducir racionalidad técnica en las decisiones políticas y compromiso político en los enfoques técnicos.
Pero además de los planes decenales, es preciso reconocer que existen situaciones que reclaman políticas urgentes y de emergencia. Esas situaciones tienen orígenes y desarrollos donde se acumularon y reforzaron situaciones de desigualdad que se trasmitieron de generación en generación, que se trasladaron desde ciertos ámbitos hacia otros y se convirtieron en desventajas y carencias reales que obstaculizan fuertemente el desarrollo y el crecimiento económico. Se trata de contextos en los cuales los habitantes viven en ámbitos de baja densidad poblacional, con población adulta analfabeta o con muy pocos años de escolaridad, en viviendas precarias, sin acceso a teléfonos y medios de comunicación ni a servicios básicos de agua potable, electricidad, cloacas, saneamiento, pavimento o gas. La mayor parte de estas localidades tiene una estructura productiva agropecuaria de muy baja densidad tecnológica y limitada presencia institucional.
En esos contextos, las mejoras o los planes nacionales suelen tener bajo impacto. Los planes decenales, en consecuencia, deberían ser acompañados por planes de emergencia para la resolución de problemáticas de particular gravedad en una región o territorio y que, por sus características, requieren de una intervención extraordinaria en materia de asistencia técnica y recursos financieros. La necesidad de estos planes de emergencia se justifica plenamente porque en esos contextos se vulneran derechos humanos y constitucionales básicos y la magnitud de la brecha estructural exige un enfoque multidimensional, con asignación de una importante cantidad de recursos financieros y humanos.
Los compromisos internacionales
Las Metas del Milenio forman parte de una tradición de compromisos internacionales destinados a promover condiciones de equidad que garanticen justicia social y paz. Estos compromisos siempre incluyeron un capítulo importante dedicado a la educación. En determinados momentos dicho capítulo asumió la forma de un programa específico, particularmente cuando fueron promovidos por agencias especializadas como la UNESCO. En las últimas décadas un ejemplo importante de esta modalidad fue el proyecto Educación para Todos, aprobado inicialmente en la Conferencia de Jomtien (Tailandia) en 1990, en la conferencia convocada por la UNESCO, UNICEF, el PNUD y el Banco Mundial (UNESCO, 1990). Más recientemente, durante la última sesión de la Asamblea de las Naciones Unidas, su Secretario General, Ban Ki-moon, presentó una nueva iniciativa mundial a favor de la educación, denominada “La educación, primero” (UNESCO, 2012), lo cual debería ser entendido como que la educación ya no puede ser considerada una política sectorial. Por su importancia estratégica en la construcción de sociedades más justas, la educación constituye el pilar sobre el cual es posible promover crecimiento económico con justicia social. En ese sentido, el mensaje de las Naciones Unidas indica que los máximos líderes nacionales deberían involucrarse activamente en la definición de las políticas educativas destinadas a alcanzar las Metas del Milenio.
La iniciativa del Secretario General convoca a todos los actores sociales a comprometerse con la educación. La responsabilidad principal es de los gobiernos, pero también los docentes, las familias, los estudiantes, la sociedad civil, los empresarios, el mundo académico y los medios de comunicación de masas son llamados a asumir un papel activo en este proceso. El llamado a todos los sectores obliga a definir las responsabilidades específicas de cada uno. En los países de la región este debate es particularmente importante porque algunos de ellos vivieron procesos de debilitamiento del Estado que ahora se están revirtiendo, han aparecido organizaciones no gubernamentales con particular interés y capacidad de acción en el ámbito educativo y algunos sectores empresariales también comienzan a mostrar interés y compromiso por la educación. En la discusión sobre responsabilidades específicas es necesario definir claramente los roles. En el caso de los empresarios, por ejemplo, nada reemplaza su contribución al desarrollo de la educación como su responsabilidad en la creación de empleo, el pago de salarios dignos y, no menos importante, dejar de promocionar programas de televisión basura. Obviamente, no se trata de subestimar la importancia que pueden tener sus contribuciones en términos de infraestructura, becas o entrenamiento de personal, pero la responsabilidad principal en esas variables es del Estado. De la misma forma, se pueden discutir las contribuciones de los medios de comunicación, de las familias, de los sindicatos docentes y de los dirigentes políticos.
Este enfoque de las alianzas necesarias para lograr las metas educativas implica asumir que la idea de “La educación, primero” debe ser entendida como sinónimo de “prioridad”, y no como una etapa de una secuencia lineal de acciones políticas. El ideal de sociedad justa requiere acciones sistémicas e integrales, que abarquen tanto la educación como las políticas económicas, de empleo, de distribución del ingreso, de salud y de vivienda, por ejemplo. Como se sabe, sistémico no quiere decir simultáneo, y las políticas exigen la definición de una determinada secuencia de desarrollo. Pero no existen secuencias de validez universal. La validez de una secuencia se define por su pertinencia con respecto al contexto en el cual se define.
Por último, es necesario mencionar que las iniciativas de programas internacionales deberían incluir un acuerdo acerca de las formas más apropiadas para superar la debilidad de los compromisos asumidos para cumplir con estos programas, aprobados formalmente por el conjunto de la comunidad internacional, pero sin mecanismos que aseguren una responsabilidad por los resultados.
Incluir la educación de las elites dirigentes en la agenda post-2015
Para cerrar este texto resulta necesario volver al punto de partida. En las discusiones sobre los procesos de construcción de sociedades más justas se suele otorgar mayor espacio, recursos y esfuerzos de todo tipo a discutir la inclusión de los sectores excluidos. Sin embargo, es importante recordar que los análisis sobre el nuevo capitalismo han puesto de relieve la existencia de dos tipos distintos de procesos de exclusión: por un lado, están los excluidos de “abajo”, que más bien deberían ser considerados como expulsados por el sistema. Aquí se ubican los desempleados estructurales, los ocupados en situación de extrema precariedad y la población que habita en regiones que no participa como productora ni como consumidora. Por el otro, encontramos a los excluidos de “arriba”, que se autoexcluyen y desresponsabilizan de sus compromisos con el resto de la sociedad, movidos por una cultura que Alain Touraine denominó “individualismo a-social”.
La agenda de discusión y de diseño de políticas educativas destinadas a promover la construcción de sociedades más justas requiere la incorporación de estrategias que permitan el desarrollo de una mayor conciencia social, solidaridad reflexiva, adhesión a la justicia, responsabilidad social, o como quiera llamarse al objetivo de promover mayores niveles de compromiso con el bien público y la cohesión social por parte de los sectores más favorecidos de la sociedad. Desde esta perspectiva, el papel de las universidades y del conjunto de la educación superior es muy significativo. Su análisis debería abarcar no sólo a las instituciones propias de cada país, sino a las universidades de los países centrales, donde se forma una parte importante de las élites dirigentes de los países menos desarrollados.
La experiencia en este terreno indica que la formación de mayores niveles de responsabilidad social está asociada a la articulación entre la dimensión cognitiva, la dimensión ética y la dimensión emocional de las personas. El aprendizaje destinado a promover responsabilidad social tiene que enfrentar prejuicios, estereotipos y representaciones muy instaladas en la cultura y subjetividad de los actores sociales. Sin dejar de reconocer la complejidad del tema, es preciso asumir que el aprendizaje vinculado a los valores de responsabilidad social trasciende la dimensión cognitiva. Las informaciones y los conocimientos son necesarios, pero no suficientes. Desde este punto de vista, una estrategia pedagógica orientada al logro de estos objetivos de aprendizaje implica diseñar y programar la realización de experiencias que movilicen las tres dimensiones mencionadas, de forma articulada. Asimismo, es necesario tener en cuenta que este objetivo es pertinente tanto para la formación de profesionales y científicos de las carreras comúnmente llamadas “duras” y “blandas”. Decisiones acerca de hacia dónde dirigir y cómo utilizar las investigaciones sobre salud, manipulación genética, cuidado del medio ambiente y producción de alimentos, por ejemplo, son tan importantes como las correspondientes a las investigaciones sobre creación de empleo, enseñanza de las ciencias, construcción de viviendas o procesos migratorios (Torres y Trápaga, 2006; Tapia, 2006). Pero, además de este enfoque basado en la incorporación de experiencias de aprendizaje en servicio, también es importante resaltar la importancia de generar mayores niveles de responsabilidad, vinculados al pensamiento sistémico-global. Edgar Morin advirtió sobre este tema hace ya mucho tiempo, cuando señaló la frecuente (y negativa) asociación entre saber especializado y ausencia de responsabilidad sobre las consecuencias globales de su uso. Según su enfoque, el debilitamiento de la percepción global conduce al deterioro del sentido de responsabilidad, ya que cada individuo tiende a hacerse responsable solamente de su tarea especializada. El saber especializado también provoca el empobrecimiento del sentido de solidaridad, ya que no permite percibir el vínculo orgánico que existe entre el conocimiento y la sociedad.
En síntesis, es posible sostener que, desde el punto de vista pedagógico, los desafíos más importantes que enfrenta la educación en los comienzos del siglo XXI se ordenan alrededor de dos de los pilares que señaló el Informe Delors (1996) hace ya algunos años: aprender a aprender y aprender a vivir juntos.