Introducción
Durante las últimas décadas, en el discurso sobre desarrollo y derechos humanos se ha aludido cada vez más a la educación como un bien público. Algunos ejemplos recientes de esta tendencia incluyen la Declaración de Incheon de 2015 y el Marco de Acción Educación 2030.1 De hecho, el objetivo 4 de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, consistente en “garantizar una educación inclusiva y equitativa de calidad y promover oportunidades de aprendizaje permanente para todos”, se basa en principios fundamentales consolidados de la educación como derecho humano y bien público (UNESCO, 2015a, §5). El concepto de educación como bien público subraya la responsabilidad esencial del Estado de garantizar el derecho a la educación para todos, salvaguardar la justicia social y el interés público en la educación. Se espera que éste proporcione directamente o financie oportunidades educativas, en particular durante el periodo de enseñanza obligatoria. De hecho, la primera meta del Objetivo de Desarrollo Sostenible 4 dispone, además, que se impartirán 12 cursos de enseñanza primaria y secundaria pública gratuita, de los que al menos nueve serán obligatorios.
Sin embargo, la conceptualización de la educación como bien público en el discurso del desarrollo resulta problemática por varios motivos. En primer lugar, existen limitaciones teóricas inherentes a la transposición del concepto económico de bien público al campo de la educación (Daviet, 2016; UNESCO, 2015b). Por otra parte, el papel principal del Estado que implica dicho concepto se cuestiona cada vez más. Esta tendencia obedece, en gran medida, a la dinámica cambiante en el panorama educativo mundial, caracterizado por la participación al alza de agentes no estatales en la política y la provisión de educación, así como por la creciente escala de la enseñanza con fines de lucro a todos los niveles. Este segundo fenómeno, en particular, socava el papel del Estado y puede dar lugar a diversas formas de discriminación en la educación, así como al estrechamiento de los fines sociales de su provisión, en beneficio de intereses meramente privados. Aunque se reconoce la importancia de la enseñanza no formal, en el presente análisis se hace hincapié fundamentalmente en la educación formal, en la que el papel del Estado se encuentra consolidado con mayor claridad por los convenios internacionales y las legislaciones nacionales.
El principio de la educación como bien público: interpretaciones diversas
Desde el decenio de 1990, distintos agentes en el ámbito del desarrollo, entre los que se cuentan organismos internacionales, los órganos creados en virtud de tratados de derechos humanos de las Naciones Unidas, y organizaciones no gubernamentales (ONG), se han referido a la educación como bien público, aunque, a menudo, con interpretaciones diversas.
A escala internacional, el principio lo utilizó por primera vez la UNESCO, con el fin de reafirmar una visión humanista de la educación en contraste con los enfoques más utilitarios y económicos.2 También se ha hecho referencia a ese principio en varios enfoques que prevalecían en el discurso del desarrollo del decenio de 1990. En varios informes del Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la educación (desde 2000) se ha aludido a la educación como bien público para justificar la necesidad de salvaguardar el interés general. El principio de la educación como bien público también se ha utilizado como referencia al abogar por una financiación pública adecuada para procurar una enseñanza de calidad (GPE, 2016), y al reafirmar la función del Estado como el principal encargado de garantizar el derecho a la educación para todos. Varios órganos creados en virtud de tratados de derechos humanos de las Naciones Unidas3 y organizaciones de la sociedad civil4 se han referido a esta idea con el fin de rechazar “los llamamientos en pro del aumento de la privatización o la comercialización de la educación” (UNESCO/CCONG, 2017: 5).
Estas diversas interpretaciones del principio de la educación como bien público en el discurso del desarrollo educativo están interrelacionadas. Con independencia de que se interprete como una visión humanista, un enfoque de la formulación de políticas, o como principio de gobernanza, el principio de la educación como bien público se refiere a la definición y la preservación de los intereses colectivos de la sociedad y a la responsabilidad central de Estado en el desempeño de tales tareas.
Como planteamiento/visión | Reafirmas una visión humanística/integrada de la educación en contraste con un enfoque más utilitario |
Como enfoque político | Preservar el interés público y el desarrollo social/colectivo en contraste con una perspectiva individualista |
Como principio de gobernanza | Reafirmas el papel del Estado como garante/custodio/encargado principal de la educación a la luz de la mayor participación de agentes no estatales a todas las escalas de la actividad educativa. |
La transposición de la teoría de los bienes públicos a la educación
A pesar de la creciente referencia al principio del bien público en el discurso sobre el desarrollo de la educación desde el decenio de 1990, se ha cuestionado la aplicabilidad de la teoría económica de los bienes públicos al ámbito de la educación (Daviet, 2016; UNESCO, 2015b). Por tanto, resulta útil recordar dicha teoría, y examinar las principales cuestiones relacionadas con su transposición al ámbito de la educación. Para ello, debe prestarse especial atención al modo en que el concepto de educación como bien público se ha interpretado como un principio de gobernanza, y a la manera en que se puede volver a contextualizar a la luz del panorama educativo actual.
El concepto de bienes públicos ha sido siempre estrechamente vinculado a las funciones y el papel del Estado en las sociedades occidentales modernas. Tras una importante aportación de Richard Musgrave (1939), Paul Samuelson elaboró por primera vez en 1954 una teoría moderna y completa de los bienes públicos con la publicación de su obra fundacional La teoría pura del gasto público. En la teoría económica (Musgrave, 1939, 1959; Samuelson, 1954, 1958), los bienes públicos cuentan con dos propiedades distintivas: el consumo de una persona no disminuye los niveles de consumo de otras personas del mismo bien (ausencia de rivalidad), y excluir a alguien del consumo resulta costoso, si no imposible (no excluibilidad). Los bienes que cumplen estas dos propiedades se encuentran a disposición de todos para su disfrute y no están sujetos a la competencia en el mercado. Entre los ejemplos tradicionales figuran el aire limpio, los faros, la seguridad nacional, el alumbrado público y los ferrocarriles.
Dadas sus características, los bienes públicos se han considerado fallos del mercado, y exigen determinadas formas de intervención por parte del Estado, ya que puede que el mercado competitivo no consiga garantizar la provisión óptima y la fijación de precio de estos bienes de manera eficiente. Así pues, la concepción analítica de los bienes públicos se ha ampliado desde la década de 1950, dando lugar a interpretaciones diversas entre los economistas. Este proceso ha dado lugar a la multiplicación de las categorías de bienes públicos “con el fin de describir anomalías que no pueden analizarse plenamente mediante el concepto de bien privado” (Ver Eecke, 2008: 7). Estas categorías distinguen, por ejemplo, entre los bienes públicos puros (que reúnen las dos características de ausencia de rivalidad y no excluibilidad) e impuros (que poseen las dos características en diferentes medidas), como los recursos de uso común y los bienes de círculos restringidos (Cornes y Sandler, 1986). La compleja clasificación de los bienes públicos, y la falta de consenso entre los economistas para determinar su naturaleza, se han asociado a un debate sobre el papel del Estado en la financiación y la provisión de dichos bienes, incluida la educación (Kaul y Mendoza, 2003; Adams y McCormick, 1993; Malkin y Wildavsky, 1991).
¿Qué convierte a la educación en un bien público?
Muchos expertos han debatido el significado y la aplicabilidad del concepto de bien público a la educación, a menudo con visiones y enfoques contrapuestos. Ciertas cuestiones pueden relacionarse con la justificación de la intervención estatal. Determinar si la educación es o no un bien público se vincula a las consideraciones sobre la existencia de las condiciones para la intervención estatal. De acuerdo con una interpretación estrecha de la teoría económica de los bienes públicos, la educación puede percibirse como un bien privado. De hecho, el espacio en las aulas puede considerarse excluible, y un mayor número de alumnos en una clase puede afectar a la calidad de la enseñanza que se imparte y se recibe, lo que la convierte en un bien sujeto a rivalidad (Menashy, 2009). De ahí que, si la educación fuera un bien privado, el control pasarían a ejercerlo los agentes privados, actuando a través de mecanismos de mercado.
A pesar de estas consideraciones, la escolarización básica ha sido convertida en un servicio obligatorio, gratuito, y de disponibilidad universal ofrecido por el Estado en la mayoría de los países, lo cual muestra las características de ausencia de rivalidad y no excluibilidad que son típicas de los bienes públicos (Menashy, 2009). Quienes consideran que la educación es un bien público impuro, o un bien público por naturaleza, también reconocen que puede ser de alguna manera excluible y sujeto a rivalidad, pero, no obstante, justifican la intervención estatal sobre la base de otras consideraciones económicas, fundamentalmente relacionadas con los beneficios públicos que genera la educación. Por otra parte, además de los aspectos de la eficiencia económica, pueden existir cuestiones de equidad y justicia social que podrían justificar igualmente la intervención pública de naturaleza redistributiva. Las funciones redistributivas y reguladoras son funciones esenciales del Estado para garantizar la igualdad de oportunidades educativas, la integración y la cohesión social. Sin embargo, la provisión privada no garantiza el nivel de producción que maximiza el bienestar colectivo.
Se ha argumentado que la noción de bien público “tiene un contenido ideal claramente definido… [que] está presente únicamente en diversos grados y carece de una estrategia de ejecución convenida” (Ver Eecke, 2008: 145). La educación, como todos los demás bienes, puede mostrar las características típicas de los conceptos de los bienes privados o públicos simultáneamente. Como admite Amartya Sen (1999), la educación, a menudo considerada como un derecho humano y con beneficios públicos significativos, también tiene un componente de bien público. Dado que la educación reúne sin duda ciertos aspectos importantes de un bien público, exige la intervención estatal.
¿Qué papel desempeña el Estado?
Otro conjunto de cuestiones se refiere al modo en que debe intervenir el Estado en la educación. Aunque quepa esperar una intervención del Estado, la cuestión de si las funciones de éste deben referirse a la provisión, la financiación o la regulación de las oportunidades educativas, así como la forma en que varía tal intervención en las distintas escalas de la enseñanza, deben abordarse desde una perspectiva económica y política. Las consideraciones económicas desempeñan indudablemente un papel importante en la elección de soluciones al problema de los bienes públicos. Sin embargo, una vez que se ha convenido que el Estado debe asumir ciertas obligaciones y responsabilidades en materia de educación, la determinación de la naturaleza y la escala de su intervención deben someterse asimismo a consideraciones no económicas que no menoscaban la validez del concepto de bien público en sí. Samuelson (1954) y Olson (1965), que abordaron en primer lugar las dos características de los bienes públicos, concluyeron que no existe una solución económica óptima general para el problema de los bienes públicos. Por tanto, la implementación requiere “criterios éticos y políticos”, y un análisis de las dimensiones sociopolíticas (Ver Eecke, 2008: 113).
Estas consideraciones reflejan en parte el marco de derechos humanos vigente, que impone obligaciones a los Estados en educación, y que exigiría un análisis más detallado que, sin embargo, queda fuera del alcance del presente informe. Por el momento, es importante destacar que, con arreglo a la legislación internacional sobre derechos humanos, la educación constituye un derecho individual que se corresponde con las obligaciones positivas que asumen los Estados con el fin de respetar, proteger y velar por el cumplimiento de este derecho. Concebir la educación como un bien público implica asimismo determinadas consideraciones de política pública relacionadas con la gobernanza del sistema educativo. Éstas también tienen que ver con la forma en que los Estados se relacionan con otros agentes y con la manera en que pueden o deben regularse las formas de privatización.
La aplicación del concepto de bien público en los diferentes niveles de educación
El concepto de la educación como bien público tiene implicaciones diferentes en lo que atañe al papel del Estado en los distintos niveles de educación. En el nivel obligatorio, el supuesto común de que la educación constituye un bien público se ha asociado a la función principal del Estado en la financiación y la provisión directa (Draxler, 2014; Riddle, 2014). El Estado ha desempeñado un papel importante en el desarrollo de los sistemas de educación pública, y esta función se ha considerado como “una de las principales justificaciones para la existencia del Estado” (Desai, 2003: 63). Por otra parte, el mantenimiento de la educación como servicio público se ha considerado fundamental para garantizar la equidad y la justicia social (Lewin, 2015; Draxler, 2014; Green, 2014). Esta percepción es conforme con los principios que sustentan el derecho a la educación, con arreglo a los cuales, los Estados tienen la responsabilidad de velar por que todos puedan recibir al menos una enseñanza primaria gratuita.
Sin embargo, los términos del debate cambian significativamente al considerar los niveles de enseñanza postobligatorios. Aunque el derecho a la educación se traduce en la legislación nacional en lo que se refiere a la duración obligatoria de la enseñanza para todos los niños y jóvenes, en los niveles postobligatorios conlleva la igualdad de oportunidades educativas y la ausencia de discriminación en el acceso y los resultados. La cuestión de qué proporción de jóvenes y adultos debe acceder a los distintos niveles y tipos de provisión de enseñanza y formación más allá de los niveles obligatorios es una opción estratégica en materia de política. Por ejemplo, el debate sobre el concepto de bienes públicos aplicado al nivel de la enseñanza superior se ha centrado fundamentalmente en las cuestiones relacionadas con la financiación y con la función de las instituciones de educación superior, más que en las de impartición y responsabilización (Marginson, 2011; Tilak, 2009; UNESCO, 2009; Calhoun, 2006). Las formas de financiación y regulación estatales son necesarias para garantizar unas oportunidades de enseñanza superior equitativas y asequibles, especialmente cuando se tienen en cuenta las notables desigualdades que afectan a los sistemas de enseñanza superior en todo el mundo (UNESCO, 2017; Marginson, 2016a).
Un contexto de privatización y mercantilización crecientes
Los aspectos relativos a la aplicación del concepto de bien público en la educación deben reexaminarse en un contexto cambiante en el que se cuestiona el papel tradicional del Estado a causa de la creciente participación del sector privado, por el desplazamiento de las políticas y la toma de decisiones a diversas escalas, y por el impacto de la comercialización y la mercantilización que afecta a la organización y a los fines de la educación.
Privatizaciones: diversos tipos y formas
La privatización ha adquirido un notable protagonismo desde finales del decenio de 1970 y principios de 1980. En particular, la tendencia a la privatización de la educación, entendida “como el proceso por el que pasan de manos del Estado o de las instituciones públicas a individuos y organismos privados las actividades, los haberes, la gestión, las funciones y las responsabilidades propias de la educación” (UNESCO, 2015b: 79), ha aumentado en todo el mundo. Muchos interlocutores no estatales del sector privado, entre los que se cuentan grupos de base comunitaria, instituciones religiosas, ONG y empresas, intervienen en este proceso. El complejo fenómeno de la privatización no sólo se refiere al creciente porcentaje de matriculaciones en instituciones privadas a todos los niveles,5 sino que engloba asimismo a una amplia gama de políticas y actividades, como los programas de bonos, la externalización de servicios educativos y las asociaciones de entidades públicas y privadas. Por otro lado, la contribución de las familias al gasto educativo también puede considerarse una forma de privatización (IEU e IIPE, 2016; Bray y Kwo, 2014, 2013). En este sentido, algunos autores utilizan el término plural privatizaciones para ilustrar la “amplia variedad de tipos y formas de privatización, entre las que figuran diferentes regímenes financieros y relaciones entre financiadores, proveedores de servicios y clientes” (Ball, 2007: 13).
Razones para la privatización
La tendencia a la privatización se ha intensificado en el contexto del avance hacia la consecución de la educación para todos (EPT). Los Estados han utilizado la privatización para abordar los desafíos derivados de la expansión de la educación a todos los niveles y del consiguiente aumento de la presión sobre la financiación pública, y como manera de responder al fracaso de las administraciones públicas en la tarea de impartir educación de calidad (Kitaev, 1999). A pesar de los importantes esfuerzos realizados por muchos países en todo el mundo, el elevado número de niños que no asiste a la escuela, la escolarización incompleta y una enseñanza de mala calidad constituyen factores que han conducido a determinar la mayor participación de agentes no estatales.
La educación con fines de lucro y la “industria mundial de la educación”
Aunque la creciente participación del sector privado se considera generalmente una parte del proceso de privatización, también refleja un mayor grado de mercantilización, es decir, el “proceso de conversión mediante el cual unos servicios o productos no destinados inicialmente para la venta, pasan a orientarse a la obtención de beneficios” (McCowan, 2016: 514). La ideología neoliberal, en expansión desde el decenio de 1980, se considera uno de los principales factores que moldean estas formas de privatización que, a su vez, dan lugar a una mayor mercantilización de la educación (Robertson et al., 2012; Macpherson et al., 2014). En esta ideología se supone que el sector privado imparte una educación de mejor calidad y que, cuando ésta la prestan organizaciones empresariales, dicho sector resulta también más eficiente en la gestión de los sistemas educativos. La introducción de principios orientados a la actividad empresarial, bajo el enfoque de la “nueva gestión pública”,6 la han promovido organizaciones internacionales y agentes privados que afectan progresivamente a los modos y maneras en que se adoptan las decisiones, así como a la forma en la que se organiza la educación. El término industria mundial de la educación se ha adoptado recientemente para describir un sector económico en crecimiento que comprende la producción, el intercambio y el uso de productos educativos a escala mundial (Verger et al., 2016).
Consecuencias
Se ha manifestado cierta preocupación por la creciente participación de los agentes privados y los mecanismos de mercado en la educación. Algunos han considerado que entra en conflicto con el reconocimiento de la educación como derecho humano, lo que implica que el Estado debería mantener la responsabilidad principal respecto de su financiación, provisión, supervisión y regulación.7 Las tendencias recientes en cuanto a la privatización y la mercantilización de la educación, caracterizadas por políticas que promueven la desregulación y la liberalización, así como la competencia económica en el sistema, favorecen en general una visión de la educación como un bien individual y consumible (Kohlrausch y Leuze, 2007). Tales tendencias tienen implicaciones políticas, y dan lugar al debilitamiento del papel del Estado y a una reducción de los aspectos de la educación como bien público, convirtiendo a ésta en un bien excluible y sujeto a la rivalidad (Lubienski, 2003; Minow, 2003; Tomlinson, 1986).
Además, se han identificado aspectos esenciales relativos a la influencia de los agentes con ánimo de lucro, ya que las escuelas se ven cada vez más obligadas a actuar como empresas, y los alumnos, como consumidores. Se argumenta que esta orientación al consumo también tiene implicaciones para el proceso educativo, donde la prioridad parece haberse desplazado de la relación entre el profesor y el alumno, a diversos factores relacionados de manera más limitada con la medición y la comparación del rendimiento de los alumnos en áreas académicas de fácil cuantificación. Una mayor mercantilización en el ámbito de la educación plantea, asimismo, cuestiones relevantes en lo que atañe a los fines últimos de la enseñanza, que se inclinan cada vez más hacia los intereses privados individuales (Labaree, 2011; Biesta, 2009; Lubienski, 2003). Si se otorga una prioridad exagerada a la elección de escuela, la mercantilización de la enseñanza se convierte en una cuestión de “mecanismos de mercado y soberanía del consumidor, y no de debate público y prioridades explícitas respecto a las grandes preguntas sobre los fines y el diseño de la escolarización” (Minow, 2011: 845).
Difuminación de las fronteras entre los sectores público y privado
Como ocurre en otros sectores, la privatización en la educación es un tema altamente político tan “imbricado en las luchas sociales y políticas de mayor alcance” que la distinción tradicional entre los sectores público y privado en relación con la privatización parece haberse diluido en cierta medida (Higgins y Abowits, 2011; Mazawi, 2013). Dada la creciente interconexión entre diferentes formas y prácticas en las políticas de privatización, la multiplicación de los agentes públicos y privados que participan en la educación, así como la diversificación de las fuentes de financiación, se ha argumentado que la principal diferencia habitual en cuanto a definición entre lo público y lo privado en este ámbito resulta cada vez menos evidente (Olmedo, 2016; UNESCO, 2015b; Ball, 2007; Kitaev, 1999). Se ha sugerido que “la definición de ‘privado’ no está clara en modo alguno en situaciones en las que muchas escuelas ‘privadas’ se encuentran financiadas y reguladas en buena parte por el Estado”, lo que representa un “sistema conjunto de financiación y control público y privado” (Kitaev, 1999: 41).
Por otra parte, el aumento de la externalización de los servicios, y de la intervención de las instituciones públicas que actúan como empresas en el mercado, y en términos más generales, la mayor interacción entre los sectores, y de las personas, las ideas, la lengua, los métodos, los valores y la cultura, son factores que contribuyen a la desaparición de los límites entre lo que entendemos como público y privado (Ball, 2007). La mayor interacción de los diferentes agentes -el Estado, las empresas, las organizaciones de la sociedad civil y los hogares- ha dado lugar a una expansión del dominio público (Drache, 2001). La interconexión de las fuentes de financiación, así como de los responsables de la toma de decisiones, públicos y privados, plantea la cuestión del control del uso de los fondos públicos, y en especial, de la gestión del sistema educativo.
La idea según la cual los agentes públicos deberían promover el interés general, mientras que los privados promueven el interés privado también se ha desvirtuado en cierta medida, ya que el propio Estado interviene directamente en un proceso de privatización en la educación. En efecto, las formas de privatización y de mercantilización son en gran medida posibles gracias a la intervención directa del Estado que, entre otras cosas, puede promover una regulación en pro del mercado, proporcionar financiamiento, velar por la ejecución de los contratos, y proteger a los competidores (Verger et al., 2016; Ball, 2007). Como sostienen numerosos expertos, el desafío no es simplemente económico, sobre la elección entre el Estado y el mercado, sino que constituye una cuestión esencial de la democracia que atañe a la finalidad de la administración pública y a los destinatarios de su actuación (Rizvi, 2016; Reich, 2015).
En este contexto, el concepto de educación como bien público resulta cada vez más difícil de definir, ya que al Estado ya no se le identifica con lo “público”, y se le percibe como un mero agente económico más entre otros (Rizvi, 2016). Esta visión difusa puede dar lugar a una falta de claridad en lo que se refiere a las funciones y responsabilidades de los distintos agentes que intervienen en la educación, con consecuencias importantes respecto al papel del Estado como garante principal de la educación como bien público. Sin embargo, si se espera que los agentes públicos y privados sigan interactuando, lo que se necesita es una interpretación cualitativamente diferente de lo que significa lo público para la gobernanza democrática de la educación.
Reformular el concepto de educación como bien público
Como se ha referido anteriormente, existe un grado sustancial de ambigüedad en cuando al modo en que se percibe la educación como bien público o privado. La elección entre un enfoque de la educación considerada como un bien público, o como un bien privado y comercializable dista mucho de ser irrelevante y, a menudo, plantea perspectivas y prioridades contrapuestas e implicaciones diversas para la política pública. Dados los aspectos de la educación como bien público, la elección debería correr a cargo de los gobiernos, como garantes últimos de la esfera pública. Se espera de las instituciones públicas que establezcan un equilibrio aceptable entre estos dos enfoques aparentemente contrapuestos, para no socavar los principios fundamentales de la equidad, la igualdad de oportunidades y la justicia social. Es una labor que no se puede dejar en manos de agentes privados, personas u hogares que deben atender, además, necesidades y aspiraciones privadas.
Revisión del papel del Estado: más allá de la financiación y la provisión, hacia la regulación y la supervisión
A pesar de las tendencias al alza en cuanto a la privatización de la enseñanza, el Estado mantiene un papel fundamental en lo que atañe al principio normativo de la educación como bien público. Las instituciones públicas siguen desempeñando una función importante en la financiación y la provisión de oportunidades educativas, especialmente en el nivel obligatorio. Este papel es aún más importante en aquellos contextos en los que la desigualdad está generalizada y requiere una mayor intervención, sobre todo en las áreas en las que los niños y los jóvenes corren un mayor riesgo de exclusión y discriminación. Al mismo tiempo, el papel del Estado podría reforzarse, particularmente en lo tocante a sus funciones de regulación y supervisión, que son cada vez más importantes en un contexto de mayor participación de los agentes privados a todos los niveles del sistema educativo. En efecto, como destacó Walford (2001: 179):
La privatización no puede etiquetarse como “buena” o “mala”… Lo importante es la forma en que el Estado y otros agentes han actuado para estructurar el proceso de privatización, y la manera en que las escuelas pueden desarrollar su actividad posteriormente.
Con todo, mientras que en los “países ricos, los gobiernos han adoptado complejos acuerdos de financiación y supervisión con actores privados… en los países más pobres, la regulación del sector privado es poco rigurosa” (UNESCO, 2016: 170). Resulta cada vez más importante, en el contexto actual, que el Estado garantice las oportunidades de una educación de calidad para todos y que, al mismo tiempo, vele por los principios de equidad, igualdad de oportunidades, justicia social y derechos humanos que deberían inspirar toda política educativa. Además, es necesario aplicar un mecanismo de supervisión mediante un proceso consultivo e inclusivo que garantice la transparencia y la asunción de responsabilidades. En este sentido, cada vez se exige más a las autoridades públicas que rindan cuentas ante unos gobiernos democráticamente responsables (Ranson, 2008).
Sobre la base de la aportación de Bergan (2009), las funciones del Estado en el contexto de una mayor participación de los agentes no estatales pueden representarse como sigue:
Función del Estado | Nivel de responsabilidad |
Regulación | Responsabilidad exclusiva |
Supervisión | Responsabilidad principal |
Formulación de políticas | Responsabilidad principal |
Provisión | Responsabilidad importante |
Financiación | Responsabilidad importante |
En el ámbito de la educación, se necesita más participación del Estado, pero de una calidad diferente. Como ya sostuvo Tedesco (1995: 109) hace dos décadas:
[El Estado] no puede… desempeñar este papel recurriendo a los mismos mecanismos que antes, es decir, asumiendo la responsabilidad principal de definir las políticas y de aplicarlas. En este nuevo contexto, la función estratégica del Estado debe consistir en organizar la consulta, poner toda la información necesaria en la mesa de debate, evaluar los resultados, actuar siempre que sea necesario, y velar por el respeto de las reglas de juego aceptadas por todos.
Esta calidad diferente no sólo se refiere a la consolidación de algunas funciones importantes relacionadas con la regulación y la supervisión de los sistemas educativos, sino que también tiene que ver con la naturaleza de las propias instituciones públicas. Es importante entender qué reglas se aplican, y qué normas, valores y sistemas de poder reflejan tales reglas (Reich, 2015). Dada la desaparición de los límites entre lo público y lo privado y los procesos de privatización en curso, es importante definir lo que puede considerarse como educación pública, es decir, “considerar lo que constituye la condición pública de la [educación]” (Lubienski, 2003: 499).
Restablecimiento del carácter “público” de la educación
Aunque se ha argumentado que los sistemas educativos necesitan cambiar de manera significativa, la mera defensa del Estado no resulta útil para contrarrestar los efectos distorsionadores de la privatización en el ámbito de la educación. Puede que también sea necesario aceptar que algunos tipos de participación del sector privado son más defendibles que otros, y que algunas “actuaciones” del sector público no son defendibles en absoluto (Burch, 2009; Ball, 2007).
Como se ha señalado anteriormente, el proceso polifacético de la privatización no sólo plantea un desafío económico, sino también un reto político respecto al funcionamiento democrático de las instituciones. Con el fin de restablecer lo público en el ámbito de la educación, es necesario revisar las reglas que han favorecido la expansión de las ideologías de mercado a expensas de la igualdad y la democracia, tanto en el sector privado como en el público. Al igual que las políticas neoliberales generan mayor espacio para los principios de mercado, también pueden reducir el margen existente “para los procesos democráticos en la política educativa y las políticas guiadas por el interés público” (Burch, 2009: 14). Las ideologías del neoliberalismo han propiciado que la política educativa se ajuste a los requisitos del mercado mediante la adaptación a los intereses sectoriales. A las empresas también “se las denomina apropiadamente como ‘corporaciones’ para ilustrar este sentido de conjunto de intereses, responsabilidades y entidades independientes, organizativos y financieros” (Ranson, 2008: 191).
La gobernanza de la educación no debe considerarse como otro mercado de la educación, ya que “el mercado excluye a la política y deja la toma de decisiones al resultado de la rivalidad entre grupos diferentes que representan intereses individuales a corto plazo” (Tedesco, 1995: 108). La diferencia entre la política pública, que debe consistir en un proceso participativo y democrático, y los mercados privados en la educación “es muy importante, y vale la pena defenderla” (Burch, 2009: 136).
Se ha argumentado que el dominio público -o la esfera pública (Habermas, 1989)-denota una calidad particular de la interacción humana que difiere de la del dominio privado y de la del dominio del mercado (Biesta, 2012). La perspectiva más normativa de la esfera pública atañe a las formas concretas de acción y de relación que resultan posibles en los espacios “públicos” (Biesta, 2012). Como reflejo de la filosofía de Hannah Arendt, Gert Biesta reconoce que lo público constituye necesariamente un espacio que hace posible la actividad política. La interpretación política y democrática de la libertad (diferente de la libertad como soberanía liberal) se percibe como la calidad definitoria para toda acción, está interconectado de manera fundamental con la libertad de los demás, y depende de ésta. Se considera que la construcción de la esfera pública es un proceso continuo de “transformación en lo público”, que consiste en “el logro de una forma de solidaridad humana en la que... la acción es posible y la libertad puede aparecer” (Biesta, 2012: 693). Dentro de esta perspectiva, la educación se percibe como un componente esencial en la promoción de tales formas de acción humana “a través de las cuales puede aparecer la libertad”. Se trata de redescubrir la significación política de la educación, que se manifiesta como una preocupación por lo público, por la calidad pública de la solidaridad humana (Biesta, 2012). Tal es la razón por la que los debates sobre la educación deben mantenerse en el dominio de lo público.
Este dominio público debe conectarse necesariamente con los valores democráticos esenciales de la igualdad y la libertad; de hecho, los dos conceptos -público y democracia- se encuentran íntimamente interrelacionados:
la democracia, como el poder de quienes carecen de cualificación para ejercerlo, se basa en la noción de lo común como un espacio en el que la igualdad para todos se verifica continuamente ante las condiciones desiguales de vida que constituyen el aspecto negativo de esta tensión… El espacio privilegiado para que esto suceda es en el espacio común de lo público (Rancière, 2004, citado en Friedrich, 2016: 161).
La consolidación de las instituciones democráticas públicas para favorecer a muchos, y no a unos pocos, como recordó Reich (2015), resulta especialmente importante, dados los graves desafíos que los mecanismos de mercado plantean a los principios de inclusión, equidad y justicia social en la educación. El hecho de reactivar la participación democrática y la rendición pública de cuentas puede servir como contrapeso a la influencia del mercado, así como a los límites de los Estados centrales y burocráticos fuertes “cuyas deficiencias han ayudado a legitimar la tendencia a tratar la educación como un bien privado y no como una responsabilidad pública” (Whitty y Power, 2000: 105).
Al mismo tiempo, el Estado debe ser democrático en su propio modo de funcionamien- to, y permitir que los distintos interlocutores tengan voz en todos los niveles de la actividad educativa. En esta perspectiva, la democracia debe entenderse “como un fenómeno dinámico y no estático, caracterizado por múltiples luchas de poder, y como una búsqueda y un proceso, más que como una situación consolidada que deba fijarse, mantenerse y protegerse” (Saltman, 2009: 37) . Sobre la base del reconocimiento de otros puntos de vista y de la negociación de métodos de trabajo comunes, el proceso democrático puede representar “un mecanismo mediante el cual... los conflictos y las tensiones puedan resolverse a través del diálogo y la acción acordada” (Tedesco, 1995: 108).
La existencia de un sistema democrático garantizado por el Estado representa, por tanto, el requisito previo para toda acción emprendida con vistas al desarrollo de instituciones más integradoras y participativas. Sin embargo, los cambios en el modo de funcionamiento de las propias instituciones deben ser significativos y “no pueden reducirse a los meros ajustes de una máquina que ha perdido de vista su propia finalidad” (Tedesco, 1995: 107). Un modo más integrador de funcionamiento de las instituciones públicas requiere un “cambio cultural”, que combine enfoques de arriba abajo y de abajo arriba (UNESCO, 2016: 451). Los enfoques basados en el mercado tienden a proporcionar respuestas fáciles para superar las dificultades en los sistemas educativos, aplicando soluciones lineales y normalizadas. Los modelos alternativos que también son factibles y sostenibles se consideran, por el contrario, mucho más complejos y difíciles de identificar y llevar a la práctica.
Por tanto, resulta esencial desarrollar nuevos planteamientos capaces de integrar el concepto de educación como bien público con los componentes sociales y culturales fundamentales de la educación que a menudo se pasan por alto en los enfoques normalizados, y considerar la educación como parte del ámbito de lo público en el que pueden desarrollarse procesos transparentes y participativos. Es necesario reconocer el papel de la educación en la creación de lo público (opinión, espacio, diálogo) y potenciar los sistemas de gobernanza transformadores y alternativos que promuevan la educación no sólo como una herramienta económica para el progreso individual, sino, sobre todo, como un esfuerzo colectivo por la realización de los seres humanos y de sus comunidades.
La educación como bien común
El concepto de bien común puede representar un marco útil para el desarrollo de enfoques innovadores respecto a la gobernanza educativa en un sistema democrático. Esta noción se adopta cada vez más en esferas filosóficas y políticas, ya que sus fundamentos teóricos se basan en prácticas alternativas que se oponen a la difusión de políticas de mercado que se ha venido produciendo tanto en el ámbito privado como en el público. En el presente documento se sugiere que los marcos de educación como bien público y como bien común pueden considerarse como una especie de continuo conforme con el objetivo de desarrollar instituciones políticas democráticas que permitan a los ciudadanos tener mayor voz en las decisiones que afectan a su bienestar. Como sostuvo Hursch (2016):
debemos desarrollar procesos democráticos que coloquen a los educadores, los padres y los alumnos en el centro del proceso de toma de decisiones. Tales cambios exigirán algo más que protestar contra la agenda neoliberal; también requerirán el desarrollo de nuevas estructuras sociales (Hursh, 2016: 107).
La naturaleza particular de los bienes comunes
El uso del término “común” como adjetivo para definir recursos como el aire, el agua corriente, el mar y sus costas como pertenecientes a todos se remonta al derecho romano (res communes). Sin embargo, fue hasta la década de 1960 cuando los problemas sociales y medioambientales derivados del crecimiento de la población y el desarrollo industrial se hicieron más evidentes, y los expertos comenzaron a tomarse en serio la cuestión de los bienes comunes, o de los commons. Los debates en torno a los bienes comunes se han asociado en gran medida a la necesidad de garantizar una gobernanza compartida para la protección de aquellos bienes medioambientales que se han clasificado en la teoría económica como no excluibles, pero sujetos a rivalidad o “sustraíbles” (Ostrom, 1990). Entre los ejemplos figuran los sistemas de riego o los caladeros, es decir, los bienes que son de libre acceso para todos, pero que proporcionan menores beneficios si las personas abusan de su uso al perseguir su propio interés individual. En contraste con el modelo desarrollado por Hardin (1968), que considera la propiedad privada o la administración directa impuesta por el Estado como las únicas dos formas de evitar el consumo excesivo de este tipo de bienes, Ostrom (1990) afirmó que los seres humanos no siempre responden a un lógica egoísta y basada en el interés propio, y que, gracias a la comunicación, pueden existir algunas formas de cooperación que podrían propiciar la regulación social. En su libro titulado Governing the Commons (1990), Ostrom rechaza la oposición excesivamente esquemática entre el Estado y el mercado, y sostiene la existencia de formas de propiedad y gobernanza que no se incluyen en las categorías de lo público y lo privado (Ostrom, 1990).
Aunque la clasificación de los commons se ha ampliado para incluir bienes naturales, ecológicos, sociales y culturales, y otros más genéricos materiales e inmateriales, se ha argumentado que este concepto posee un núcleo semántico mínimo relativo a la noción de común presente en todas las reivindicaciones sociopolíticas, y que puede identificarse en las siguientes características: 1) la oposición del concepto de bien común a la dinámica del neoliberalismo; 2) la recomposición de las redes de cooperación en las comunidades; y 3) el desarrollo de instrumentos de democracia participativa (Coccoli, 2013).
Al mismo tiempo, otros expertos han abordado más directamente el concepto de bienes comunes desde una perspectiva filosófica y sociopolítica, y lo han considerado una categoría unitaria que va más allá de la clasificación económica de los bienes (Viola, 2016; Deneulin y Townsend, 2007; Taylor, 1995). De este modo, la gobernanza compartida no se justifica sobre la base de argumentos económicos, sino, de manera más relevante, sobre la del valor cultural y social de un bien específico (Deneulin y Townsend, 2007; Taylor 1995).8
Según Charles Taylor, la noción de bien común va más allá del concepto más instrumental de los bienes públicos. En su análisis, considera que los bienes públicos son bienes individuales “descomponibles” dentro del “bienestarismo” ya que: “no pueden ser adquiridos por una persona sin que los obtenga un grupo entero… pero los beneficios que generan son seguramente los de los individuos” (1995: 55). En cambio, los beneficios y las cargas para la realización de los bienes comunes son intrínsecamente compartidos entre todos los participantes; no son opuestos (como en el caso de los bienes privados), ni se comparten “independientemente” (como en el de los bienes públicos) (Viola, 2016). Aunque existen formas en las que los bienes comunes tienen un carácter no excluible y no sujeto a rivalidad como los bienes públicos, se argumenta que “estas dos características se presentan en términos de la participación y la generación de los bienes en sí, y no en lo que atañe al consumo de un producto” (Deneulin y Townsend, 2007: 18). La calidad de común de estos bienes no es preexistente, sino dinámica y contingente. Los bienes comunes contribuyen a la interacción entre los distintos componentes de la sociedad y son el resultado de ésta, y, dado que resultan esenciales para una vida en común, no pueden reducirse a recursos económicos ni a factores de producción (Donolo, 2012).
Estos bienes se basan necesariamente en una concepción sólida de las dimensiones culturales y sociales de una comunidad específica, y se identifican por su contribución al “interés general”, a las condiciones de justicia y bienestar. De hecho, el concepto de bienes comunes, a nivel micro, está relacionado con la idea del bien común a nivel macro, “entendido en términos de solidaridad social, relaciones sociales basadas en derechos humanos universales e igualdad de respeto” (Marginson, 2016b: 16). Desde la perspectiva de los “bienes comunes”, no sólo es la “buena vida” de las personas lo que importa, sino también la bondad de la vida que los seres humanos tienen en común (UNESCO, 2015b; Deneulin y Townsend, 2007).
Es esta interpretación socio-filosófica de los bienes comunes la que se considera en este análisis. El uso de este concepto de bienes comunes es preferible al considerado anteriormente (commons) ya que este último parece difícilmente aplicable a bienes o servicios como la educación, que necesariamente requiere que las instituciones públicas desempeñen un papel importante en su gobernanza. En esta perspectiva, la multiplicación de las categorías puede percibirse como una causa de preocupación para aquéllos que sostendrían la necesidad de seguir aludiendo a las categorías consolidadas de lo público y lo privado, supuestamente capaces de proporcionar respuestas a la gobernanza de todo tipo de bienes. Si bien no debe abandonarse la realidad del Estado nación, se podría contemplar la posibilidad de crear nuevas instituciones públicas que sean capaces de afrontar el cambio y renovarse a sí mismas para facilitar una transformación cultural, ética y política necesaria (Viola, 2016).
El concepto de educación como bien común
Más arriba, la noción de bien común sugiere la transformación de las instituciones públicas mediante una mayor participación de los ciudadanos y las comunidades en la introducción de políticas y prácticas viables con el fin de superar enfoques más utilitarios e individualistas y construir sistemas educativos más democráticos.9 Se trata de un empeño enormemente urgente, especialmente si se tiene en cuenta la crisis de los Estados de bienestar en muchos países del mundo, y los procesos en curso de privatización que promueven la educación como un bien privado y comercializable.
Las experiencias que apuntan en la dirección de prestar una mayor atención a la diversidad de contextos y a una mayor participación de las comunidades pueden encontrarse en distintos niveles de la educación, desde la escolarización obligatoria, a las alternativas en la enseñanza superior situadas al margen del modelo universitario convencional (McCowan, 2016). La mayor participación de las comunidades, la sociedad civil y otros agentes no estatales se ha contemplado en numerosas declaraciones, tanto a escala nacional como mundial, como componente esencial para la creación de sistemas educativos más democráticos (UNESCO, 2015a). Se reconoce que, para fortalecer las instituciones democráticas, es necesario generar un impulso desde “abajo”, por parte de los grupos que constituyen la fuerza motriz del cambio (Apple y Beane, 1995).
El concepto de educación como bien común pone de relieve los objetivos de la educación como esfuerzo colectivo social (UNESCO, 2015b; Deneulin y Townsend, 2007). Este enfoque se basa en el reconocimiento de que las relaciones constituyen la base de cada proceso de “producción” o “realización” de la educación. De hecho, la crisis de los sistemas económicos ha puesto de relieve los límites del enfoque económico que ha caracterizado a las últimas décadas, y ha alentado la consideración de visiones diferentes en las que fundamentar las dinámicas económicas y políticas. La educación como bien común pone en cuestión el modelo utilitario actual que percibe la educación como una mera inversión socioeconómica individual. Favorece un enfoque humanista que coloca a las personas y sus conexiones con la comunidad en un lugar central. Esta visión conlleva el refuerzo de las dimensiones culturales, sociales y relacionales de cada proceso educativo. Se preocupa por la oportunidad de dotar de mayor pertinencia a la educación respecto a la especificidad de las diferentes realidades en un proceso creativo e integrador de empoderamiento. Requiere el establecimiento de formas de cooperación que reemplacen la lógica de la competencia económica por el reconocimiento de los fundamentos éticos de la propia teoría económica, basados en las relaciones sociales más que en las transacciones económicas y el ánimo de lucro (Bruni, 2012).
Concebir la educación como un bien común consiste en responder a los fracasos de las administraciones públicas para impartir una educación de calidad que no se base en enfoques de mercado respecto a su provisión, y que no retome las formas de funcionamiento de Estados burocráticos altamente centralizados (Marella, 2012). En esta visión se contemplan más bien unas instituciones docentes nuevas e innovadoras, capaces de mejorar la calidad y la eficiencia gracias al empoderamiento y a una mayor cooperación con las fuerzas que existen en la sociedad. Este marco puede resultar factible en contextos con características diferentes, pero requiere, en cualquier caso, unas condiciones democráticas mínimas, incluida la igualdad social y económica, ya que se basa en la participación libre y responsable de las diversas fuerzas existentes en la sociedad. En esta perspectiva, la educación es el resultado de un proceso de coproducción entre todos los componentes de la sociedad. Este enfoque conlleva la adopción de nuevas formas de participación directa basadas en el concepto de subsidiariedad, un criterio organizativo de los órganos institucionales inspirado en los principios de la cooperación y la solidaridad (Arena e Iaione, 2012; Cahill, 2005). A pesar de que esa participación y esa cooperación no pueden sustituir al sistema educativo garantizado por el Estado, pueden integrarse en el mismo y coincidir con él (tanto en lo práctico como lo teórico), difundiendo y compartiendo recursos que, de otro modo, se encontrarían plenamente privatizados, o no utilizados.
Se ha argumentado que “situar los bienes comunes más allá de la dicotomía de lo público y lo privado exige concebir y aspirar a nuevas formas e instituciones de democracia participativa” (UNESCO, 2015b: 86). El concepto de los bienes comunes fomenta la revisión de “las antiguas categorías jerárquicas, ordenadas de arriba abajo de la estructura y la autoridad sociales” (Cahill, 2005: 45). Esta tarea es necesaria para pasar de la democracia formal, que consiste principalmente en una “técnica agregativa” y se limita a la representación, a la democracia participativa, que representa la forma más efectiva para que la sociedad plantee sus visiones del bienestar (Viola, 2012). La participación de las comunidades, la sociedad civil y otros agentes no estatales en la construcción y la ejecución de las políticas públicas constituye una de las características fundamentales del debate sobre la democratización institucional y la calidad de los procesos de decisión. Sin embargo, el desarrollo de la concienciación y la asunción de responsabilidades exigen un enfoque integrado respecto a la educación en contextos tanto formales, como no formales. Por tanto, el concepto de educación como bien común conlleva el empoderamiento de todos los agentes a los que debería asistir “el derecho a una participación plenamente informada y crítica en la creación de políticas y programas escolares para sí mismos y para los jóvenes” (Apple y Beane, 2007: 8).
Hay que reconocer que la determinación de soluciones que tengan en cuenta los distintos contextos y que contribuyan al desarrollo democrático del sistema dista mucho de ser sencilla. De hecho, “la democracia es un concepto dinámico que requiere un examen continuo a la luz del cambio de los tiempos” (Apple y Beane, 1995: 22). No obstante, más allá de estas tensiones, existe la posibilidad de que todos los agentes de la sociedad “colaboren en la creación de escuelas más democráticas que sirvan al bien común de toda la comunidad” (Apple y Beane, 2007: 9). Empoderar a las comunidades para adoptar decisiones importantes sobre las instituciones en las que viven constituye probablemente la manera más efectiva de conseguir que la gobernanza y las oportunidades educativas resulten más sostenibles y equitativas.
La educación como bien público y común: un continuo
El renovado compromiso mundial previsto en la agenda Educación 2030 puede representar una oportunidad para replantear sustancialmente la gobernanza educativa, con el fin de abordar los retos derivados del cambiante panorama de la educación, y de aplicar políticas educativas más eficaces y éticas. Se ha argumentado que considerar la educación como un bien público implica que el Estado mantenga un papel importante en la enseñanza a todos los niveles, y refuerza, sobre todo, la responsabilidad de garantizar el marco regulador en el que se imparte, financia y supervisa la educación. Se trata de la condición previa para salvaguardar los principios fundamentales de igualdad de oportunidades y justicia social. Además, dado que los procesos de privatización tienen también consecuencias políticas sustanciales para el funcionamiento democrático de las instituciones educativas, es necesario restablecer lo público en la educación. Todos los debates sobre educación deben formar parte del dominio público (y no limitarse a los ámbitos privados o de mercado). Sin embargo, la forma en que se reconstituye la esfera pública requiere un cambio radical en el enfoque de las políticas y prácticas educativas (Burch, 2009; Apple, 2006).
Se ha demostrado que la adopción de mecanismos de mercado y la provisión de soluciones normalizadas a los problemas a los que se enfrenta la educación en todo el mundo pueden dar lugar a diversas formas de exclusión y discriminación. La contribución de todos los agentes es cada vez más importante para promover el desarrollo de instituciones democráticas capaces de innovar e identificar respuestas más estructuradas a los retos que afrontan los sistemas educativos en todo el mundo. La creación de alternativas constructivas y sostenibles requiere que la educación sea considerada como un bien público y común. El concepto de bienes comunes promueve el desarrollo de instrumentos de democracia participativa y pone mayor énfasis en las redes de solidaridad entre los ciudadanos y los grupos para superar enfoques más utilitarios e individualistas de la educación.
Dicho esto, se ha sugerido también que el principio de la educación como bien común no propone caminos fáciles. Introduce elementos de dificultad en lo que atañe a hábitos operativos fuertemente consolidados. De hecho, la propiedad común puede dar lugar al conflicto más profundo cuya composición se mantiene siempre temporal. Una sociedad, sin embargo, puede ser capaz de lidiar con la confrontación y el conflicto y, por tanto, resultar enriquecida por el pluralismo de las posiciones, “siempre que sea capaz de practicar la cooperación en las decisiones comunes, preservando a su vez lo que no se puede negociar”, es decir, los valores humanos ampliamente compartidos de libertad y dignidad (Viola, 2012: 202). Las respuestas más estructuradas e innovadoras a los retos que afrontan los sistemas educativos han de diseñarse cuidadosamente y exigen confianza en el funcionamiento democrático de las instituciones.
En lo que respecta a la participación de agentes no estatales, es necesario un cambio en las relaciones de las estructuras de poder actuales, especialmente entre el sector empresarial privado y las instituciones públicas, con el fin de desarrollar “nuevas formas de cooperación verdaderamente basadas en el intercambio y el beneficio mutuo” (Delors et al., 1996: 183). Los agentes no estatales puede que tengan un papel que desempeñar siempre que sean capaces de trabajar con los ciudadanos y las instituciones públicas en el desarrollo de nuevas formas de consecución de los objetivos sociales compartidos. Esto se basa en el reconocimiento de que las soluciones viables son aquéllas que son cultural y socialmente justas. Es necesario reconocer las aportaciones positivas que pueden realizar los agentes no estatales, prestando asimismo cada vez más atención a las limitaciones y las dificultades de la participación privada en el sector educativo. Como señala Martha Minow:
las condiciones previas para una democracia constitucional consisten también en sus valores declarados; una población con la libertad y la igualdad para procurar el autogobierno representa a la vez el fin y el medio de los sistemas políticos democráticos. [La participación de agentes no estatales] podría socavar esta alineación de fines y medios, o fortalecerla y consolidar los valores del pluralismo y la libertad que persigue (2003: 1270).
La necesidad de reforzar las instituciones democráticas en un contexto de mayor privatización y mercantilización requiere algo más que una mera reafirmación del principio de la educación como bien público. El concepto de educación como bien común puede representar un marco complementario útil para la gobernanza de la educación en este contexto cambiante. Exige el diseño y la aplicación de formas innovadoras de cooperación más pertinentes respecto a la diversidad de contextos. Se propone desarrollar sistemas más sostenibles basados en una visión de la educación en la que ésta no sólo se concibe como un motor del desarrollo económico, sino también como un esfuerzo social compartido a través del cual las personas, las comunidades y las sociedades pueden desarrollar todo su potencial.