“Desescolaricé a mis hijos”. La voz de la madre era clara, firme y llena de orgullo. “Entre tenerlos pegados a una pantalla y darles la posibilidad de correr libres, prefiero lo segundo”. Detrás de ella, sus hijos de seis y nueve años jugaban con un perro demasiado peludo para el calor del lugar. Estábamos parados en medio de un predio inmenso, en el que se ubican esparcidas cabañas y salas de retiro que sobrevivieron al pasado religioso del lugar. En el oeste, una casa recién levantada representaba el nuevo giro del lugar: un pequeño fraccionamiento-comuna. En el centro, un quiosco con techo de paja daba sombra a cinco sillas de plástico colocadas en círculo, con una distancia de más de un metro entre ellas. “Cuando esto regrese a la normalidad, ya veremos que hacemos. Si tienen que reprobar año, que reprueben. No va a pasar nada. ¿Quién queda traumado por repetir un año de primaria?”, pregunto nuestra conocida. Mi esposa y yo guardamos silencio para respetar la pausa retórica de mi interlocutora, lo que la animó a seguir: “lo importante es saber cómo quieres pasar este año. Nosotros lo haremos aquí y no frente a una pantalla”, sentenció.
“Ya no podíamos más. Mi esposo y yo nos pasábamos peleando con las tareas de la escuela. No podíamos trabajar. Éramos esclavos de la profesora, que mandaba una tarea tras otra sin tener la mínima consideración por las condiciones familiares. Fue horrible. Nos negamos a pasar otros seis meses así”. Y espetó con una nueva pregunta: “¿o cómo piensan pasar ustedes y sus hijos este año?”. Respondimos con rostros de incertidumbre. “Nosotros ya nos organizamos y comenzamos hace una semana”, continuó nuestra amiga.
Con la dueña del terreno que tiene tres hijos y con otros amigos que tienen dos, les damos clases a los niños. Contratamos un maestro de matemáticas y vienen unas amigas que trabajan sobre la espiritualidad. Una amiga que sabe de la pedagogía Waldorf nos ayudó a hacer nuestro plan de estudios. Aquí damos las clases.
La madre señaló el quiosco. “Es la escuelita”, dijo. De lejos, el hijo mayor, que había seguido nuestra conversación, gritó. “¡Esto no es una escuela!”. Todos reímos, alegres de escuchar la voz infantil y nerviosos por no saber interpretar si el niño, con toda su lucidez infantil, defendía que eso no era una escuela y, por tanto, era un lugar ideal, o si su voz escondía un dejo de nostalgia de la escuela que se había ido de su vida de manera tan abrupta.
La pandemia de COVID-19 fue el desenlace de una larga relación conflictiva entre la institución escolar y esta pareja de amigos. A lo largo de los años, el padre, pero especialmente la madre, se quejaron de todas las escuelas a las que asistieron sus hijos. Las razones eran más o menos así: los compañeros eran niños agresivos que empujaban a su hijo por la resbaladilla y las maestras no eran lo suficientemente atentas a las necesidades de su hijo. Otras razones, nunca expresadas, eran la búsqueda de vivir en comunidades más pequeñas y lejanas de la vorágine urbana y, de manera todavía más íntima, la sobreprotección materna. Desconozco cuál tenga más peso, pero lo que sí sé es que es una pareja inteligente, clara en lo que quiere, de poder adquisitivo por encima de la media nacional y escolarizados de cabo a rabo, pues ambos tienen estudios de doctorado. Ella, incluso, trabaja dentro del sistema educativo como profesora universitaria. Lo que quieren es una escuela a su medida, y no que su hijo se ajuste a la escuela.
Los argumentos que esgrimieron fueron muy sólidos contra la escuela en tiempos de pandemia y actuaron en consecuencia. No cabe duda que la escuela en la casa ha sido muy complicada para estudiantes y familiares, especialmente con hijos o hijas en preescolar, primaria e incluso secundaria; que la escuela ha tenido muy poca capacidad para comprender que la casa no es la escuela y ha tendido a reproducir lo más autoritario de sí; que “perder” o “repetir” un año no es tan grave, pues en realidad lo que se pierde son los contenidos escolares y no un año de vida; y que si las madres y padres de familia vamos a estar de maestros, nos sentimos más cómodos si llevamos a la práctica nuestras ideas pedagógicas y muy incómodos de tener que aplicar como autómatas las selecciones ideológicas, cognitivas y emocionales de otras y otros.
Mi esposa, siempre más inteligente, rápida, pragmática y objetiva que yo, no juzgó a nuestros amigos, retomó los argumentos que sostenían y se quedó con la pregunta más relevante de todas: ¿cómo queremos y podemos vivir con nuestros hijos e hijas la escuela durante la pandemia? En mi caso, siempre más lento y limitado por los códigos mentales de la disciplina pedagógica, me dejé llevar por una catarata de preguntas: ¿es esa imagen bucólica de niños rodeados por un ambiente natural y aprendiendo en comunión un estado ideal de educación?, ¿esa forma de organizarse es -o no- una escuela?, ¿es la educación armónica y espiritual el motor de esta comunidad o, al más tradicional homeschooling, la apropiación y encierro del niño en un útero materno impregnado por una religiosidad desbordada? Más allá aún ¿qué pasa con la escuela en tiempos de pandemia?, ¿lo que estamos viviendo sigue siendo una escuela? Y si es escuela, ¿qué tipo de escuela es la escuela en línea o por televisión, como pretende el gobierno mexicano? Si ampliamos todavía más el espectro de análisis: ¿por qué la decisión de desescolarizar unos niños es el derecho de los padres ilustrados de escoger libremente de qué forma quieren vivir la escuela de sus hijos en tiempos de pandemia, pero para la inmensa mayoría de las familias y estudiantes desescolarizados a la fuerza como consecuencia de la pandemia, es la pérdida del derecho fundamental a la educación? ¿Es la educación bucólica un privilegio de clase? De manera más conceptual: ¿es desescolarización, desafiliación o desintitucionalización lo que hicieron mis amigos o lo que sufrimos con Aprende en Casa I y II?
Las preguntas, como es fácil notar, van desde la experiencia personal hacia lo social y llegan hasta lo abstracto. Es igual a la pandemia generada por la COVID-19: es un fenómeno total que toca nuestras vidas en lo más íntimo, al mismo tiempo que se extiende por todos los sectores sociales y se desparrama incontenible por el mundo. Es un virus letal, pero también semiótico, social y a veces incluso íntimo, personal. Por eso, si quiero responder aquí mi pregunta analítica básica, ¿qué hace a la escuela en tiempo de pandemia, escuela?, tengo que pasar por todos estos niveles.
La escuela trastocada
En uno de los libros de pedagogía más relevantes en la última década, Jan Masschelein y Marten Simons se preguntan qué hace a una escuela, escuela. La pregunta es más compleja de lo que parece a simple vista. Los autores responden al cuestionamiento de manera brillante: la escuela, como institución democratizadora, es la única institución que ofrece a los niños y las niñas:
…“tiempo libre”, que transforma los conocimientos y destrezas en “bienes comunes” y, por lo tanto, que tiene el potencial para proporcionar a cada cual, independientemente de sus antecedentes, de su aptitud o de su talento natural, el tiempo y el espacio para abandonar su entorno conocido, para alzarse sobre sí mismo y para renovar el mundo (Masschelein y Simons, 2014: 12).
Este tiempo tiene, entre sus grandes virtudes, liberar al estudiante de la casa, la familia, los cuidadores o las madres y padres de familia, aunque sea por unas horas. En esta escuela, los y las niñas también están libres del mundo del trabajo e incluso del ocio, por lo que pueden adquirir y producir nuevos conocimientos.
Desde esta perspectiva, la escuela en pandemia no es escuela. Sea a través de Internet, WhatsApp, televisión o cualquier otro medio que requiera la intervención de los padres o madres, la escuela a distancia reduce enormemente la posibilidad de libertad de los y las estudiantes. Esto varía según los grados escolares, pues a mayor edad, las posibilidades de autonomía y libertad se incrementan. Esto puede variar si las escuelas son capaces de promover actividades que sean susceptibles de realizarse de manera autónoma por los y las estudiantes; y depende también de que las madres y padres estén dispuestos a no intervenir y, en la medida de lo posible, no escuchar ni interferir en la clase. Asimismo, si seguimos esta definición, aunque por motivos distintos, mi amiga tiene razón: al prohibir a sus hijos tener contacto, aunque sea virtual, con otros adultos o niñas y niños sin el control y la autorización paterna y materna, se rompe la posibilidad de libertad que ofrece la escuela y, por tanto, su espacio educativo en un quiosco con techo de paja al pie de una montaña es una educación desescolarizada. Por supuesto, también está el caso de los más vulnerables, que están siendo desescolarizados a la fuerza y por tanto pierden la posibilidad de la libertad dada por la escuela. Este problema se refiere a la incapacidad del Estado de garantizar los derechos fundamentales. Llanamente, es exclusión.
Con base en lo anterior ¿podemos nombrar al proceso de la escuela en pandemia como un proceso de desescolarización? Yo pensaría que no, o por lo menos no en la mayoría de los casos. La desescolarización fue un movimiento muy fuerte de los años sesenta y setenta del siglo XX. El autor más famoso sobre el tema es Iván Illich, un pensador y crítico brillante. Con una pizca de anarquismo, en su libro de 1971, La sociedad desescolarizada, Illich argumenta que la escuela es una institución que limita el verdadero derecho de aprender, pues los seres humanos han aprendido siempre y mejor fuera de la escuela: “el currículum oculto modela al consumidor y al ciudadano en la idea de que algunas burocracias guiadas por el conocimiento científico son eficientes y benevolentes” (Illich, 1979: 146-147). En sustitución de la escuela, se debía fomentar el autoaprendizaje y la colaboración libre entre quienes quieren enseñar y quienes quieren aprender. La propuesta de Illich fue producida en un tiempo de fuerte crítica a la institución escolar. Si usamos esta definición de desescolarización, no podemos aplicarla a la situación de la escuela en tiempo de pandemia. Por lo menos parcialmente, el valor social de la escuela no está en duda. Lo que se critica es su incapacidad de responder a la coyuntura actual.
Pero, al mismo tiempo que pensadores de izquierda como Illich clamaban por la desescolarización, grupos de derecha ultraconservadores hacían lo mismo, pero no en nombre de la justicia social, sino de la libertad de educar a sus hijos según les plazca. Para este movimiento, la educación obligatoria y pública es enemiga del derecho a educar a los hijos propios según sus principios y tradiciones, especialmente en todo lo relacionado con la religión. El home- schooling, la escuela en casa, generalmente sostenida por las mujeres, es hoy una forma muy difundida de esta forma de practicar la educación, aunque, en muchos casos, utiliza estrategias de enseñanza y aprendizaje similares a las formas típicamente escolares. Visto desde la definición de libertad de Masschelein y Simons, claramente esto no es la escuela, pues el niño o niña permanece encarcelado en el seno familiar. Jurjo Torres (2006), por su parte, lo considera un movimiento antidemocrático, ya que merma una de las instituciones sociales dedicadas a la formación de lo público o lo común. Puede ser que los adeptos a esta desescolarización, entendida como la intención deliberada de aumentar la libertad del padre sobre los hijos a costa de eliminar la libertar de los hijos, hayan aumentado por la pandemia. Quizá, espero que no, sea este tipo de desescolarización de la que se enorgullecían mis amigos.
La escuela en tiempos de pandemia perdió su lugar físico. Este hecho no es menor, pues la falta de un lugar donde las relaciones y las prácticas culturales de la escuela se generan para dar posibilidad de libertad a los y las niñas; la falta de un lugar que te suspende de la vida cotidiana para tener contacto con otras formas de organizar el conocimiento y crear aprendizajes que no se dan en las rutinas diarias, trastoca en gran medida lo que es la escuela. Pero la escolarización de la sociedad está muy arraigada y muchas de sus prácticas, de sus formas de organización y del tipo de conocimiento que maneja se han trasmitido a la sociedad. En otras palabras, la cultura escolar (Viñao, 2006) ha saltado los muros escolares e impactado en múltiples espacios, como la organización editorial de las colecciones infantiles con base en la edad, las estrategias didácticas en museos y las formas de organizar la educación en casa. Meter a niños y niñas dentro de una burbuja aséptica para que, basados en ideas místicas y sectarias de la pedagogía Waldorf, aprendan matemáticas y desarrollen su espiritualidad, es la reproducción de la escuela, pero sin la libertad que da la posibilidad de conocer a otro, al diferente. Desde esta perspectiva, ni el homeschooling conservador, ni la resistencia comunal ante la tragedia de la pandemia como la he descrito aquí, son procesos de desescolarización; son, más bien, una especie de privatización de los niños y niñas en edad escolar. Lo que sucede es que quedan desafiliados a la escuela en cuanto institución común y pública, pero siguen en la escuela.
La escuela total
Lo que hace el edificio de la escuela -el espacio escolar por fuera de la casa-, es que crea la diferencia entre lo que es la escuela y aquello que no lo es. Esta división libera a los niños y las niñas de los controles familiares, fomenta relaciones entre los pares que las urbes ya no permiten en la plazas y calles, y crea tiempos y espacios para organizar, presentar y producir conocimiento distinto a la vida cotidiana. En términos más pedagógicos, crea situaciones de aprendizaje (Meirieu, 2016). Pero ésta es sólo una cara de la escuela, quizá la más bonita, si se me permite ponerme un poco maniqueo. Y es justo ese lado lo que se perdió con la pandemia. Lo que quedó, como dice con razón esa pedagogía tan atractiva y un poco vacía de Francesco Tonucci, son las tareas escolares. Para este pedagogo italiano difundido por organismos internacionales y fundaciones del gran capital, justo lo que sobrevivió de la escuela en la pandemia es lo que no les gusta a los niños, como si ningún niño o niña en el mundo pudiera disfrutar aprender algo nuevo y, por naturaleza, aborrecieran todo saber. Pero si sigo con el maniqueísmo, Tonucci tiene razón, pues lo que quedó es el lado feo de la escuela. No son en sí las tareas escolares lo que permanece en la educación a distancia; lo que invadió las casas con violencia fue el andamiaje institucional y autoritario de la cultura escolar. A esto se le sumó, para colmo, el control parental. Y aún peor, aquellos padres que por condiciones laborales o por decisión propia creemos en la libertad y la diferencia que da la escuela, nos vimos de pronto no sólo como docentes de pacotilla, sino como sujetos escolarizados y controlados por las prácticas verticales de la escuela. Ante esta violencia, mis amigos tienen razón: hay que resistir, y ellos crearon sus propias formas.
El robo abrupto del espacio escolar causado por la pandemia trajo uno de los peores escenarios posibles: la escuela total. Por lo menos en México. Para ello, el sistema escolar, entendido como un sistema en buena medida cerrado en sí mismo y capaz de autorreproducir sus prácticas para sobrevivir (Luhmann y Schorr, 1993), se quedó con todo lo que le da poder. En primer lugar, la atribución legal de certificar. Se prohibió a las niñas y niños, madres y padres de familia y docentes hacer una pausa, tomar un respiro, estabilizar, en lo posible, sus emociones, y tratar de comprender y explicarse lo que sucedía y todavía sucede. Lo importante fue terminar el ciclo escolar, cumplir con los objetivos de los programas de estudio -llamados eufemísticamente aprendizajes esperados-, para evitar que una cierta idea de progreso se detenga. Si tomábamos un respiro como comunidad educativa, no se cumplirían los ciclos etarios, no se certificaría a tiempo y se produciría una cadena de rezago cuyos efectos seguiríamos viendo dentro de 12 años. Aquí cabe la pregunta, ¿qué pasa si pierden o repiten un año escolar? Pedagógicamente, dependiendo de cómo se reprueba, puede no pasar nada, o tal vez algo, o mucho, según las condiciones contextuales y los propios sujetos que lo experimentan. Sociológica y económicamente, puede pasar mucho. Que un o una joven no consiga el certificado de bachillerato o no ingrese a la universidad puede ser dramático y modificar su vida de tajo. Por eso, la expulsión de miles de jóvenes del sistema educativo que prevé la UNESCO será, sin lugar a duda, una tragedia a gran escala. Pero más allá de esto, a mi modo de ver, el problema educativo no fue la urgencia por cubrir los ritos etarios, sino la incapacidad de las autoridades de entender que la certificación podría seguir su curso y, al mismo tiempo, ofrecer otro tipo de escuela, más acorde a las complejas y difíciles circunstancias generadas por la pandemia de COVID-19.
Paradójicamente, cuando la escuela total se extiende hacia todos los rincones de la vida familiar, desnuda los aspectos más inútiles y pasmosos de su existencia. Por ejemplo, la escuela mexicana continuó con la pésima interpretación del constructivismo que cree que con la mera actividad de los y las estudiantes se producen aprendizajes. Esta interpretación ha derivado en la activitis, o patología pedagógica que tiene la convicción de que, a mayor número de actividades sin sentido, más capaces son las y los estudiantes de construir su propio conocimiento. En términos medio científicos, la activitis es una enfermedad cognitivo-conductista. Lo que ha sucedido con la escuela en casa en tiempos de pandemia es que se acumularon las tareas sin resolver y, por tanto, se agudizó la frustración escolar.
En dimensiones más amplías, la pedagogía que ha establecido la Secretaría en Educación Pública (SEP) en México para contrarrestar el cierre de las instituciones escolares, tampoco es muy favorable a la escuela. Lo que predomina es una visión vertical, uniforme y televisiva de la educación. Primero, toda decisión vertical y centralista, por excelente que sea, será incapaz de considerar la infinidad de variaciones que se producen en las relaciones pedagógicas. Aun más, la imposición nacional de una sola pedagogía puede ser contraproducente, pues restringe a los docentes en la toma de decisiones didácticas, lo que terminará por no producir los aprendizajes esperados y expulsará a muchos estudiantes de la escuela. También ha sido uniforme bajo la idea de igualdad cultural, que sostiene que hacer entrar en contacto a todos los alumnos con el mismo contenido, producirá su adquisición de manera homogénea entre todos. En esta misma lógica vertical y uniforme, la SEP encontró en la televisión la mejor forma de transmitir los contenidos escolares. Es comprensible si lo que interesa es ampliar la cobertura a una velocidad inédita, pero se corre el riesgo de caer en lo que Paulo Freire denominó educación bancaria: “en vez de comunicarse, el educador hace comunicados y depósitos que los educandos, meras incidencias, reciben pacientemente, memorizan y repiten…, el único margen de acción que se ofrece a los educandos es el de recibir los depósitos” (Freire, 2017: 52). Esta TV-escuela total, aunque suena a guasa, también producirá aprendizajes en los padres, pues los horarios televisivos están pensados para que los responsables de los niños y niñas puedan atender los cursos. La escuela en casa es una reescolarización de todos. En esto último -el encadenamiento de los padres a la escuela-, el homschooling y la escuela en pandemia se parecen.
Elogio por la escuela
El presente de la escuela en México es frágil. Las medidas tomadas por la Secretaría de Salud han incluido el cierre de la escuela e, involuntariamente, la han puesto en jaque. Primero, al perder su lugar físico la relación pedagógica encontró dificultades que no pudo vencer. Su didáctica, centrada en la televisión, repele a cualquiera. Tiene una visión bancaria de la educación, contagia la activitis y exige en exceso a las madres y padres de familia. Por otro lado, la escuela, entendida como un lugar de niñas, niños y jóvenes se perdió al ser coaccionada la libertad por la suspensión de la cotidianidad dentro de sus muros. Finalmente, la nueva escuela mexicana decidió mantener lo más viejo de sí mismo, y limitó su quehacer a la cobertura, el cumplimiento del programa y la certificación. Con este panorama, es comprensible la decisión de mis amigos de hacer su propia escuela en lo que pasa la pandemia.
Sin embargo, ni Aprende en Casa I y II, ni hacer tu propia escuela o practicar el homeschooling como se hace en México, es desescolarización. No se van de la escuela, sólo cambian de escuela. Eliminar la escuela en una sociedad es difícil. Esto, porque la escuela es una de las mejores formas de solidaridad intergeneracional, es un espacio físico y simbólico que permite ordenar con lenguajes no cotidianos el caos que es nuestra vida diaria, y porque, a pesar de todos sus errores, es un espacio que tiene la posibilidad de dar agencia y libertad a las niñas, niños y jóvenes. Pero, sobre todo, la escuela es un asunto público, entendido como tema de interés de todos, porque es un lugar que produce parte de lo que nos es común en una sociedad. La escuela puede formar en consensos culturales que nos hagan vivir en comunidad y, bien o mal, en democracia. Esto es lo que rechazan las formas escolares de privatizacion de las y los niños. Por lo público y lo común es que tenemos que defender la escuela.
Desgraciadamente, las respuestas de la escuela mexicana a la pandemia, y las necesarias medidas sanitarias, son también enemigas de lo común. Consideran sólo un lado del sistema educativo: el Estado emisor y certificador de contenidos, y con ello niegan de tajo a los y las estudiantes, a los y las docentes, madres y padres de familia o tutores, es decir, a los actores principales de las relaciones pedagógicas. Y, de paso, anulan las funciones democratizadoras de la escuela. Esta lógica ha cuestionado la existencia en sí de la escuela, como hizo Illich, pero no por sus formas de reproducción del capitalismo liberal, sino por su desinterés en cuidar las relaciones humanas y sus complejidades, que es lo que configuran los intercambios educativos dentro de la escuela. Esta dificultad escolar por responder a su sociedad no debe llevarnos por el camino de la desescolarización, sino por una transformación de lo escolar en todos sus niveles, comenzando por la perspectiva pedagógica que ha dominado en la escuela en los últimos 40 años, y con la nueva -y no tan nueva- forma vertical y estatista de la SEP. Por eso, en una apología de la escuela, hay que ver lo que la pandemia ha puesto en jaque y, si es necesario, conservarlo. Lo que no es necesario, hay que desecharlo.
Algunos ejemplos de lo anterior tienen que ver con la vida cotidiana de la escuela. Una primera muestra son todas aquellas prácticas y valores que provienen del performance militar, como las ceremonias cívicas de los lunes que se repiten incuestionadas, monótonas y francamente inservibles en una sociedad democrática. Hoy día, por fortuna, la pandemia nos ha liberado temporalmente de este despropósito educativo. Otro ejemplo es el uniforme escolar y su triste historia de ocultamiento, en la que, bajo la bandera republicana de la igualdad, se esconde la autoritaria exigencia de homogeneidad (Dussel, 2003) y, al mismo tiempo, perpetúa las identidades de género de base patriarcal. Un tercer elemento dañino de la cultura escolar -y que la pandemia denuncia-, es el ambiente obesogénico que fomenta la cooperativa escolar. Dicha cooperativa, hoy día mezcla de propiedad colectiva y privada según cada centro escolar, ha sido responsable directa de la epidemia de obesidad, hipertensión y diabetes que aqueja a nuestra sociedad. Finalmente, la mencionada didáctica cognitivo-conductista que se esconde detrás del término constructivista es una losa al disfrute por el conocimiento. Espero que la pandemia sea una cura a estos males tan caros a la cultura escolar.
Hay otras cosas que una escuela democrática tiene que modificar, como es la subyugación del y la docente. En las últimas décadas la profesión docente pasó de ser un trabajo intelectual que respondía de manera relativamente autónoma a los contextos educativos y áulicos, a un ejecutor de las técnicas de control de especialistas en educación. Estos especialistas crearon inmensos sistemas de evaluación que no hicieron más que ensalzar su lugar en la sociedad y despreciar al docente. Aprende en Casa I y II, con la centralidad televisiva y la falta de claridad sobre la función docente en dicho proceso, da continuidad al apresamiento del quehacer docente, pero ahora directamente controlado por los funcionarios de la SEP. La pandemia muestra -y estoy seguro que demostrará-, que el modelo centralista y autoritario que se está llevando a cabo irá en detrimento del valor social de la escuela. Para evitar esta tragedia es necesario devolver la voz pedagógica y la responsabilidad educativa a los y las docentes. Son ellas y ellos quienes tienen que crear la escuela democrática, pero no podrán hacerlo si no tienen las atribuciones para ello. Cuando se las demos como sociedad, cuando les demos la responsabilidad de la escuela como bien común, en ese momento podremos exigirles por su actuación. Basta con ver que han sido ellas y ellos quienes han creado experiencias positivas de la escuela en tiempos de pandemia para revalorar su quehacer. Pero, también, los y las maestras deben tener cuidado y percatarse que la casa no es ni será la escuela, y actuar en consecuencia. En buena medida, es su responsabilidad cuidar la escuela pública como bien común.
La escuela, como espacio de todos, como espacio ajeno a la vida cotidiana, tiene que ser defendida contra lo que se está haciendo de ella bajo el pretexto de la pandemia de COVID-19: una escuela total. Asimismo, en defensa de la escuela, hay que aprovechar estos momentos para cambiar tanta historia negra de autoritarismo escolar para que, si regresamos a las aulas, promovamos la libertad y el conocimiento que regala lo publico y el bien común.