Como se sabe, in claris non fit interpretatio y la palabra “matrimonio” reflejaban, por lo menos hasta hace unos años, una realidad tan unívoca que en ningún código moderno se encuentra su definición. Por otra parte, tampoco los romanos tuvieron la exigencia de aclarar el concepto, acerca del cual podemos leer en las fuentes sólo las palabras de Ulpiano concernientes a la maris et feminae coniunctio, integradas por Modestino haciendo referencia al consortium omnis vitae y a la humani et di vini iuris communicatio, en un texto (D., 23.2.1) que parece sospechoso, aunque resulta defendido, entre otros, por Albertario.1 Finalmente, en las Institutiones de Justiniano, de conformidad con la tendencia definitoria bizantina, se encuentra la referencia a la individua consuetudo vitae (I., 1,9). Mucho más, los romanos tuvieron interés en los requisitos del iustum matrimonium (Tit. Ulp., 5.2: cfr. Gai., 1.55,76), es decir, en los requisitos de la unión que permitían al padre reconocer a los hijos, asumiéndolos bajo su patria potestas y, consecuentemente, en su propia familia.
Según creo, hay que decir también, que, como consecuencia de la separación entre matrimonio y manus por obra de las Doce Tablas (como podemos deducir, sin duda, de Gai., 1,111, a pesar de la variedad de comentarios y explicaciones más o menos convincentes que el texto sigue fomentando2), en verosimil coherencia con la finalidad de llegar a un compromiso entre la tradición patricia del matrimonio cum manu y las diferentes exigencias de la colectividad plebeya ciudadana, la unión matrimonial entre ciudadanos (omito las derogaciones introducidas en la edad de Tiberio en favor de los libertos por la lex Iunia y, por impulso de Adriano, en favor de los soldados que convivían con mujeres peregrinas y de los veteranos3) acabó por encontrar su fundamento en el consensus recíproco, inicial y continuativo. El matrimonio se constituía, entonces, sin ninguna formalidad específica y resultaba disuelto (haciendo abstracción de una sobrevenida capitis deminutio o de una sobreviniente incapacidad cualquiera) por efecto del simple cese en uno de los cónyuges de la affectio maritalis, es decir, del deseo de mantener la unión,4 sin que fuese necesario ningún acto formal: resultaba suficiente (teniendo, en el matrimonio cum manu -el marido repudiante o bien repudiado- la obligación de liberar a la mujer de la manus, por lo menos en la época clásica: Gai., 1,137a) un comportamiento del que pudiese desprenderse la voluntad de divorciarse.
Así se lee comúnmente en los manuales, con arreglo a la acreditada opinión de Edoardo Volterra,5 que todavía, a mi modo de ver, merece algunas reflexiones.
En primer lugar, me parece que de la cuestión que se plantea en Cicerón, De oratore (un hombre de negocios, ciudadano romano, había contraído matrimonio primero en una provincia hispánica con una española ciudadana romana y después en Roma con una romana y de ambas mujeres había nacido un hijo: ¿era o no era válido el segundo matrimonio, coligándose a su validez la calidad de heredero del hijo?), y de la mención a la consecuente inter peritissimos homines summa de iure dissensio (1,238), relativa a la posibilidad de que el divorcio pudiese realizarse sólo certis quibusdam verbis o, simplemente, novis nuptiis, podemos deducir que, en la República tardía, esta problemática, fomentando diferentes opiniones, no había llegado a una solución unívoca.
Hay que decir, además, que de Cic., Phil., 2,69, donde el orador ridiculiza a M. Antonio en relación al hecho de que el personaje, para despedirse de una mima que había convivido con él, frugi factus est: illam suam suas res sibi habere iussit, ex duodecim tabulis clavis ademit, exegit, se puede deducir que la legislación decemviral (vid. también D., 24.2.2.1 y Sen., Controv., 2,5,9) había previsto unas formalidades para divorciarse de la mujer.
Así estando las cosas, la ley de adulteriis de Augusto impuso (o favoreció) sin duda para la realización del divorcio formas determinadas: aunque la gran mayoría de los romanistas considere interpolados los textos controvertidos en los cuales se lee que nullum divortium ratum est nisi septem civibus Romanis puberibus adhibitis praeter libertum eius, qui divortium faciet (D., 24.2.9), que consideran adhuc nupta la mujer si ex lege repudium missum non sit (D., 48.5.44 [43]: véase también 24.1.35: si non secundum legitimam observationem divortium factum sit...)6 o que plantean la hipótesis en que divortium quidem secutum sit, verum tamen iure durat matrimonium (D., 38.11.1), es manifiesto que la antedicha ley, sancionando las uniones extramatrimoniales no mercenarias con ciudadanos o ciudadanas, impuso (por lo menos indirectamente) el cumplimiento de unas previas formalidades a efecto de prueba de la disolución del matrimonio, resultando, de otro modo, posibles la calificación como adulterium de una unión nueva y una consecuente accusatio adulterii.
Estas formalidades (el envío de un libellus o de un nuntius repudii) eran muy simples y, sin falta, no disminuían los frecuentes divorcios de Telesilla, la cual, habiéndose casado diez veces en muy poco tiempo, fue calificada por Marcial (6,7,3-4) adultera lege, ni molestaban a las nobles damas que contaban sus propios años non consulum numero sed maritorum (Sen., De benef., 3,16,2). A su vez, Mecenas permanecía en estado de víctima, ya que se había casado “mil veces, pero siempre con la misma mujer”, es decir, con la morosa (“pesada”) Terentia, la cual lo repudiaba a menudo y se reconciliaba a un alto precio, a saber, a efecto de costosos regalos (Sen., Ad Lucil., 114,6). Siendo, por otro lado, los regalos prohibidos entre marido y mujer (D., 24.1.1-3), se planteaba entre los juristas una notable incertidumbre acerca de la valoración de estos repudios a nivel de verum divortium o bien de simple iurgium (D., 24.1.64: si verum divortium fuisset, ratam esse donationem, si simulatum, contra). En el cuadro de la más amplia problemática concerniente, resultaba inevitable determinar la definición de los requisitos del verum divortium,7 en llave casuística: verum esse divortium ... si aliae nuptiae insecutae sunt aut tam longo tempore vidua fuisset, ut dubium non foret alterum esse matrimonium, es decir, si uno de los cónyuges se hubiese casado antes con otra persona o si la mujer hubiese permanecido soltera durante un tiempo adecuado a conferir a la nueva unión con el mismo hombre carácter de nuevo matrimonio (D., 24.1.64: vid. también D., 24.2.3; D., 24.2.33; Fragm. Vat., 107).
Podemos decir ahora que la locución dos est uxoria lites que se encuentra en la Ars amatoria 2,155 de Ovidio (el cual aclara previamente que las riñas no son cosa de amantes, sino de cónyuges) refleja -en su doble sentido- una importante temática propia del divorcio romano y, extrañamente, nunca profundizada. Trataré, por eso, de puntualizar los términos del problema. Recuerdo entonces que Gell., Noct. Att., 43.2 relaciona la conducta escandalosa de Spurius Carvilius Ruga (el cual, en el siglo tercero, repudió a su esposa por estéril haciendo recurso a una aplicación engañosa del iudicium domesticum)8 con la introducción en Roma de la costumbre de realizar, a la hora de constituir dotes, estipulaciones que obligaban al marido a devolver los bienes dotales en caso de divorcio: de las así llamadas cautiones rei uxoriae surgió, por tanto, la actio ex stipulatu y, entre finales del siglo II y I a. C. se introdujo la actio rei uxoriae, mediante la cual ya se podía reclamar la devolución de la dote (por iniciativa de la misma mujer sui iuris, del padre o del extraño que la hubiese constituido) en cualquier caso, aunque faltase la promesa restitutoria del marido, en razón de verificarse el divorcio a falta de culpa mulieris. En este caso, un texto de la obra tardía conocida como Tituli ex corpore Ulpiani (6,9-13) refleja una evolución, por efecto de la cual el antiguo poder discrecional del juez en la determinación del importe de la condemnatio en razón de la conducta de cada uno de los cónyuges (Boeth., schol. ad Cic., Top., 4.19; Cic., Top., 14.66) fue reemplazado por la concesión en favor del marido, previa aclaración de la culpa mu lieris, de una serie de deducciones fijas del caudal dotal (retentiones): un sexto por cada hijo sin superar nunca, por ese concepto, la mitad de la dote, un sexto o un octavo como sanción por malas costumbres de la mujer. En pocas palabras, aclarada la culpa mulieris, el marido no podía quedarse más que con dos tercios del patrimonio dotal y, por ejemplo, si la pareja no había tenido hijos, el marido de la mujer culpable terminaba con las manos vacías o casi vacías.
El texto menciona, en verdad, también la culpa viri, pero esta previsión no parece clásica (atécnico viri culpa en Cic., Top., 4.19) y deriva de la propensión tardía a sancionar la culpa divortii en una perspectiva bilateral. El más técnico Derecho clásico no planteaba esta exigencia intelectual e ideológica: objeto de atención era, entonces, para los juristas la culpa mulieris, pues, a falta de ella, ninguna retentio podía tener lugar y, por consecuencia, el marido debía, sencillamente, restituir por entero el caudal dotal.
En conclusión, la culpa mulieris (o bien la falta de ésta) constituía el centro del maquinismo procesal disciplinado por la actio rei uxoriae, así como de los pactos dotales, de los cuales tenía origen la correlativa actio ex stipulatu,9 y parece claro que, en presencia de un ordenamiento jurídico en el cual el matrimonio podía quedar roto por simple comunicación del repudium, ningún hombre podía admitir pacta en que estuviese prevista la restitución de la dote como consecuencia automática del divorcio: por otro lado, ninguna mujer podía, en esta desagradable perspectiva, admitir la renuncia automática a su dote, también en presencia de hijos. Los efectos económicos unidos a la verificación de la culpa producían así un juicio contencioso: es refrán que “la culpa murió soltera, puesto que ninguno la quiso” y se sabe que los hombres (y las mujeres) tienen una portentosa capacidad de echar a los demás y nunca a sí mismos (o mismas) la culpa de todo, particularmente en los pleitos matrimoniales.
Hay que considerar, por otro lado, que la jurisprudencia romana no relacionaba de ninguna manera la culpa con la toma de iniciativa del divorcio mediante el repudium, como atestiguan Cicerón (Si viri culpa factum est divortium, etsi mulier nuntium misit, tamen pro liberis manere nihil oportet: Top., 4,19) y Papiniano (Non ab eo culpa dissociandi matrimonii procedit, qui nuntium divortii misit, sed qui discidii necessi tatem indicit: IV resp., en Fragm. Vat., 121). Por consecuencia, objeto del litigio era la justificación o la falta de justificación del repudium o, dicho de otra manera, la culpabilidad de la mujer repudiada o repudiante. En ambos casos, la comprobación de la culpa mulieris se insertaba en el juicio intentado contra el marido para la restitución de la dote sobre la base de la actio rei uxoriae o de la actio ex stipulatu como cuestión incidente, solicitada por el marido mismo. Esta simple observación permite resolver el problema de la naturaleza y de la función del iudicium de moribus, reputada por todos oscura, apoyándose en Gayo (4,102), el cual menciona las satisdationes (es decir la garantías procesales) en conformidad con el genus actionis. Parece natural, entonces, que, cum de moribus mulieris agitur (CTh., 9.20.1: causa de moribus. Vid. CTh., 3.13.1, malentendido en la interpretatio, y D., 23.4.5 pr.), el marido, citado con la actio ex stipulatu o con la actio rei uxoriae y replicante apelándose a la culpa mulieris mediante este juicio incidental (que, por mi cuenta, identifico con el mismo “misterioso” iudicium de moribus), fuese obligado a garantizar su solvencia, siendo las sextae in retentione, non in petitione (Tit. Ulp., 6.10) y, por eso, detenidas por él hasta la conclusión del juicio.
Intentando ahora profundizar el contenido de este juicio, tenemos que tomar en consideración dos textos de Quintiliano. El primero (Inst. Or., 7,4,38), que menciona los pleitos que tenían por objeto el iniustum repudium, atestigua que estos illud proprium habent, quod a parte accusantis defensio est et defendentis accusatio. Eso parece obvio, siendo comprensible que el marido repudiante o repudiado, en cuanto promotor del juicio, fuese obligado a proclamarse inocente y sin culpas conyugales en frente de su mujer, mientras su ex esposa, repudiante o repudiada, debía o justificar el repudio enviado por sí misma acusando a su ex esposo o bien demostrar al juez que el repudio enviado por él constituía prueba de mal carácter o de malas costumbres. Puesto que, además, desde tiempo inmemorial las faltas del marido suelen ser configuradas por las mujeres como “mal trato”, no puede maravillar que la temática de la mala tractatio de la esposa haya sido objeto de desarrollo muy extenso en el lenguaje de las escuelas retóricas a las cuales Quintiliano hace referencia muchas veces, ya sea en las Declamationes o en su Institutio Oratoria, donde enseña: quae illic (“en las escuelas”) malae tractationis, hic (“en la realidad forense”) rei uxoriae (“es asunto de dinero de la mujer”), cum de moribus mulieris agitur (Inst. Or., 7,4,10; 11).
Es natural, por otro lado, que la mala tractatio haya constituido una construcción teórica opuesta o complementaria a la culpa mulieris, alimentando la temática paralela del iustum o iniustum repudium en las escuelas (véase Decl., 251, 257, 262, 327, 330, 338, 368 Ritter).
Debemos considerar también que, a efecto de la ley Iulia de adulteriis del 17 a. C., el adulterio pasó a ser un crimen publicum, en presencia del cual el marido tenía la obligación de romper el vínculo matrimonial: de lo contrario, se podía promover contra él la acusación de lenocinium. Por otra parte, la condena de la mujer no suponía todavía ningún reconocimiento automático de la culpa mulieris, pues la determinación de ésta implicaba una apreciación comparativa con las costumbres del marido (comparatio morum).
En conclusión, podía verificarse que el marido, también en el caso de claro adulterio, no pudiese obtener del divorcio provecho alguno. Es más, algunas concretas situaciones podían acarrear para él un perjuicio de envergadura, por ejemplo, si hubiese gastado los bienes dotales. Parecen, en esta perspectiva, bien explicables las alusiones mordaces de unos poetas satíricos sobre maridos unidos con cadenas a mujeres detestables o bien litigios[ae], iniurios[ae], imperios[ae], fastidios[ae] et ad reddendum debitum coniugale difficillim[ae], para repetir las calificaciones que, después de unos siglos, se encuentran en san Agustín, el cual, todavía, deploraba la costumbre masculina de divorciarse de ellas, haciendo referencia al Evangelio de Mateo (5.32; 19.9: Quicumque dimiserit uxorem suam nisi ex causa fornicationis et aliam duxerit, moechatur).10
Es fácil unir la enseñanza de san Augustín a la doctrina cristiana: es todavía errónea, según creo, la perspectiva que afirma un cambio radical entre el Derecho clásico y la legislación de la edad postclásica.
Está fuera de duda que Constantino y sus sucesores más próximos limitaron, mediante leyes desconocidas (el Panegírico de Nazario hace mención de novae leges regendis moribus et frangendis vitiis [...] constitutae), la libertad clásica del divorcio unilateral -es decir del repudio-, especialmente respecto a las mujeres. Este hecho se deduce no tanto de la célebre constitución constantiniana (CTh., 3,16,1 del año 331, la cual, según he logrado demostrar en un trabajo de hace unos años, más bien supone la reelaboración enfática de previsiones heterogéneas, que tenían preferentemente por objeto las acusaciones entre los cónyuges respecto a delitos particulares11), cuanto de la más tardía evocación “terrorista”, mencionada por el Pseudo-Agustín, de la “contrarreforma” de Julián, llamado “El Apóstata”, que reinó en los años 361-363 y restableció la antigua libertad de divorcio que, evidentemente, había sido antes restringida: [...] ante Iuliani edictum mulieres viros suos dimittere nequibant, accepta autem potestate coeperunt facere quod prius facere non poterant; coeperunt enim cottidie licenter viros suos dimittere.12
Las novedades más significativas se encuentran también en las siguientes constitutiones de los años 421 (CTh., 3.16.2), que introdujeron una disciplina que distingue, haciendo una distinta referencia a la mujer y al marido, entre el repudio sin causa (solo dissensu) y el repudio motivado por morum viti[a] ac mediocres culpa[e], o bien por graves causa[e] o magn[a] crimin[a] y 449 (C., 5,17,8), en la cual resulta desarrollada una analítica casuística de delitos y de culpas específicas de la vida de pareja, así llevando un elenco muy detallado de causas de repudio lícitas.
Unas claúsulas parecen ejemplares, previéndose, por ejemplo, el caso en que el marido “haya tenido, viéndolo su esposa, en la casa conyugal, reuniones con mujeres impúdicas (que es lo que también suele exasperar a las castas)” o el caso en que el mismo marido “la castigaba con azotes, que son improprios a las ingenuas”: hipótesis, ésta, sucesivamente restringida por Justiniano al uso de látigo o bastón. Por otro lado, se preveía que la mujer pudiese ser culpable si “ignorándolo el marido o no queriéndolo, asistía a festines de hombres extraños” o si “contra la voluntad del mismo, pernoctaba sin justa o admisible causa fuera de su casa” (hipótesis sucesivamente corregida por Justiniano haciendo salvedad si la mujer se hubiese alojado en casa de sus padres) o que, “prohibéndole el marido, se solazaba en los juegos del circo o de los teatros o en los espectáculos de la arena”.
Yo creo que esta tendencia legislativa no puede ser separada del hecho de que el iudicium de moribus quedó abolido en el año 533 (D., 5.17.11.2b), en cuanto -así se justifica Justiniano- todas las causas que justificaban el repudio ya habían sido previstas: omnibus etenim causis requisitis et perlectis, quas antiquitas introducebat, nihil validum praeter eas, quas anteriores constitutiones et praesens dispositio introduxit, invenimus.
Ahora se impone todavía una puntualización que parece indispensable: he hablado de repudio y no de divorcio, en cuanto toda la legislación postclásica, así como Justiniano en la Novela 22, del año 535, en la cual el emperador intentó elaborar una disciplina orgánica del matrimonio y de la vida familiar, hace referencia al divorcio unilateral y no realiza ninguna innovación respecto al divorcio por mutuo consentimiento, que siguió siendo libre.
La prohibición del divorcio consensual fue, por otro lado, introducida por Justiniano mediante la Novela 117, que ha sido objeto de malentendidos.
Vamos entonces a aclarar las cosas. En la constitución se encuentra un elenco de causas justificativas del repudio correspondiente, más o menos, al elenco de la Novela 22, aunque abreviado. Pero en el párrafo 10 leemos: “Puesto que, hasta hoy, algunos disolvían su propio matrimonio de común acuerdo, se prohíbe que esto pueda realizarse, de cualquier modo, en el tiempo futuro, haciendo excepción en el caso que ambos cónyuges o uno de ellos tengan voluntad de disolver la unión por deseo de castidad”.
Las reglas resultan muy claras: el emperador admite el repudio en unas situaciones específicas, mientras que no admite el divorcio communi consensu. Es fácil entender la razón, hasta ahora considerada en pura perspectiva ideológica: previéndose unos casos de repudio justificado y sanciones a cargo del cónyuge que había merecido ser repudiado, la disolución lícita de cualquier matrimonio podía tener lugar (a pesar de la antedicha excepción) sólo entre un cónyuge inocente y uno culpable. Admitir el divorcio de mutuo acuerdo disminuía fuertemente el papel de la casuística del justo repudio, en cuanto hubiera sido más fácil para las parejas divorciarse por mutuo consentimiento, pactando el cónyuge inocente concesiones y ventajas en su propio favor. No es verdad, entonces, que la constitución, que fue abrogada por Justino II (Nov. 140), haya introducido la indisolubilidad, la cual permaneció extraña a la experiencia jurídica romana.
Interesa, por lo tanto, observar que el Derecho postclásico, oponiéndose a la práctica de la disolución unilateral del matrimonio y, en particular, del repudio hecho por la esposa, se puso en sintonía con exhortaciones frecuentes en la patrística y en los cánones conciliares, pero nunca se adecuó sino hasta afirmar la indisolubilidad del vínculo. Mantuvo, viceversa, invariado el derecho de los cónyuges de divorciarse de mutuo acuerdo y, respecto al repudio, se alineó con la tradición clásica volviendo a plasmar, o bien a especificar en un elenco detallado de hipótesis, la culpa divortii, castigándola con sanciones más graves, no sólo de naturaleza patrimonial: resultaba, por consiguiente, inevitable prever una casuística de repudio lícito. Nunca, todavía, el ordenamiento llegó a afirmar la ineficacia del repudio injustificado.
Creo entonces que hay que valorar el influjo en el Derecho postclásico del cristianismo, sin pasar por alto, todavía, el hecho de que él fue portavoz de exigencias semejantes a las de la sociedad laica y que la legislación intentó satisfacer en autónoma perspectiva, intentando conciliarlas con la tradición pagana.
Otro malentendido: se enseña comúnmente que, en el Derecho clásico, el fundamento del matrimonio era la permanencia en ambos cónyuges de la voluntad continuada de mantener la unión conyugal, a pesar del cese de la comunión espiritual, mientras en el Derecho postclásico el recíproco consentimiento inicial generaba un vínculo que permanecía hasta la realización formal del divorcio. Así, se supone que la proposición consensus facit nuptias tendría distinto sentido en los juristas de la época clásica y en el pensamiento jurídico tardío.13
En esta perspectiva, ha parecido natural identificar en el Derecho postclásico y justinianeo la raíz del encuadramiento teórico del matrimonio en el marco conceptual del contrato. Lo que, de verdad, remonta a la Edad Media y se coloca en una evolución bastante compleja.
En efecto, en el Derecho barbárico, el matrimonio era un negocio solemne, pero un negocio entre dos hombres, del cual la mujer (o bien el mundius, el poder sobre ella) constituía el objeto.14 La Iglesia, apoyándose precisamente en el antedicho contexto consensus facit nuptias, pudo todavía valorar, poco a poco, el consentimiento femenino y, así, adoptar la concepción del matrimonio/contrato que ya existía en el pensamiento laico, pues su más antiguo testimonio se encuentra en la Summa Codi cis Trecensis (siglo XII), donde, al inicio del libro quinto, el matrimonio resulta asimilado a la societas (matrimonium est enim societas: humani et divini iuris communicatio). La Summa Azonis habla de societas co niugalis (locución que se encuentra también en el Código italiano del año 1865, art. 1338), y Cino de Pistoia coloca el matrimonio entre los contractus personarum: en fin, la doctrina del matrimonio/contrato se consolidó en la Escuela francesa (Cuias, Hotman, Doneau).15
A su vez, el Concilio de Trento estableció de manera definitiva la perspectiva del matrimonio como contrato y, al mismo tiempo, como sacramento, fundando así la competencia jurisdiccional exclusiva de la Iglesia. El canon 12, sesión 24 establece: Si quis dixerit causas matrimoniales non spectare ad iudices ecclesiasticos, anathema sit.
Esta doble calificación contrato/sacramento tuvo un inconveniente: nadie podía denegar la soberanía de la Iglesia en el ámbito sacramental, pero el pensamiento político del Iluminismo, mediante escisión conceptual entre contrato y sacramento, dedujo de la paralela naturaleza contractual del matrimonio la sumisión a la competencia del Estado de la disciplina relativa y, por eso, la legitimación del juez laico a pronunciar sentencias de divorcio. Durante la Revolución francesa, en el artículo 7 de la constitución del día 3 de septiembre del año 1791 podía leerse: “La ley no considera el matrimonio de otra manera que como contrato civil” y la relación Robin (1792) afirmó la exigencia de “asegurar la más amplia libertad de divorcio”, en consideración, precisamente, “de la naturaleza de contrato propia del matrimonio”.16
En efecto, Pothier, en el comienzo de su Traité du contrat de mariage (Paris 1771),17 había definido el matrimonio como “el más excelente y el más antiguo de todos los contratos”, mientras posturas críticas se encuentran en Heineke18 y en Glück;19 a su vez, Savigny colocó el matrimonio entre los contratos elaborando un concepto más amplio de contrato, definido por él como “concurso de unas personas en una declaración de voluntad con arreglo a la cual resultan determinadas sus propias relaciónes jurídicas”,20 y en Kant se lee la definición “contrato que tiene como objeto la unión de dos personas de distinto sexo para alcanzar la recíproca posesión de las respectivas calidades sexuales”,21 definición que Hegel consideró, sin embargo, una “torpeza”.22
El Código de Napoleón, aunque no definendo explícitamente el matrimonio, fue todavía influenciado por la perspectiva contractual e introdujo el divorcio así en Francia como en todos los países sometidos, incluso en Italia, pero sin mucho éxito, siendo muy pocos los casos conocidos.23
El Código austriaco (ABGB) definió, viceversa, el “contrato de matrimonio” (§ 44) y discriminó entre católicos (a los cuales admitía sólo la separación), cristianos acatólicos (sometidos a la ley laica, que admitía el divorcio) y judíos, respecto a los cuales el ordenamiento se amoldaba a las reglas rabínicas.
En Francia una ley del año 1816 suprimió los artículos del Código que permitían el divorcio, los cuales fueron reintroducidos en el año 1884 por obra del diputado A. J. Naquet.24
Las vicisitudes jurídicas italianas son muy complejas y se entrelazan con la historia política de la Italia unida del siglo XIX. El primer Parlamento, después de la unificación (1861), al no poder ni aceptar la jurisdicción eclesiástica ni exasperar las relaciones con la Iglesia, adoptó una solución nueva: la indisolubilidad civil. En la relación al Código se lee: “El proyecto rechaza del todo cualquiera posibilidad de divorcio, no por motivaciones religiosas, sino por motivaciones inherentes al interés de la sociedad civil”.
Muchas fueron las propuestas parlamentarias de introducción del divorcio (la primera de las cuales, redactada por Salvatore Morelli en el año 1867, tenía como título “Abolición de la servidumbre doméstica de las mujeres”25), pero ninguna tuvo éxito y la lucha entre partidarios (entre los que se colocaban C. F. Gabba, catedrático en Pisa26 y V. Polacco, catedrático en Padua, el cual, judío, afirmaba que “aunque, en hipótesis, en unos casos el divorcio fuese obligatorio para la ley hebraica, sería deber del legislador civil oponerse a ella”27) y enemigos del divorcio inflamó la política italiana hasta la Primera Guerra Mundial y hasta el Concordato con la Iglesia estipulado por Mussolini (1929).
En el curso de esta lucha, un civilista de Siena, Pasquale Manenti, “ganó la lotería” en plan científico y académico, ya que en su monografía sobre las condiciones admisibles en los negocios jurídicos28 hizo alusión al matrimonio romano, dando por cierto que su subsistir necesitaba un consentimiento continuo. Esta idea, introduciéndose en la antedicha polémica entre los que favorecían y los que combatían el divorcio, tuvo gran éxito y, junto a la otra teoría del matrimonio/posesión, ha llegado a prevalecer en la doctrina romanística hasta ponerse a nivel de dato ineludible.
Tengo que decir que, en mi enseñanza, siempre he aconsejado a mis discípulos a no preguntarse sólo si una tesis tiene o no corresponcencia con las fuentes, sino también si las razones concretas que están a la raíz de su relieve doctrinario tiene tal relación.
En este caso, resulta claro que la tesis de la cual estamos hablando parecía idónea para fortalecer la posición de los partidarios del divorcio, en cuanto idónea a producir un cambio de perspectiva en la imagen del divorcio en sí mismo, hasta entonces puesto en relación (en conformidad con la elaboración romana postclásica y con la naturaleza contractual atribuida al matrimonio) o con el mutuo acuerdo de los cónyuges o con graves culpas de uno de ellos: resultaba, al contrario, admisible en plan teórico que el matrimonio pudiese quedar roto por simple voluntad del hombre o de la mujer.
Estamos en presencia de un cambio de perspectiva que se refleja en muchas legislaciones de hoy, que admiten, sin embargo, consecuentemente, el divorcio unilateral, es decir el repudio, pero tampoco sin las sanciones que en el derecho romano clásico se encuentran en relación con el repudio injustificado.
Por otro lado, esta orientación resulta armónica con el decaer de las teorías contractuales, que se refleja también en el canon 1055 § 1 del nuevo Código de Derecho Canónico (1984), en el cual, en contraste con el canon 1012 del Código del año 1918, se hace mención de matrimoniale foedus (hablándose todavía de matrimonialis contractus en el § 2, en el distincto sentido de “acuerdo matrimonial”).
Se puede decir, entonces, que el Estado moderno valora la voluntad individual, junto a la igualidad hombre/mujer y a la autonomía de la pareja, hasta abdicar, substancialmente, a someter los matrimonios a una disciplina uniforme, 29 es decir, a una de sus prerrogativas más relevantes en la vida social.