Escribir desea, leer goza.
Pascal Quignard
Un día, en algún momento imprecisable de 2016, me propuse escribir una novela histórica ubicada en la Nueva España durante el siglo XVII. Extrañísimo en mí, que no soy muy afecta a la Historia y en particular a un periodo como el novohispano, que hasta ahora me había sido casi desconocido y emocionalmente lejano. Las razones por las cuales uno escribe un libro, legítimas o no, descabelladas o loables son tan fortuitas como diversas, aunque siempre queda la duda de que en ello, como en todo, se cumple un plan secreto que nuestro inconsciente pone en marcha, ya se trate de elegir un tema de investigación, encontrar una ruta de escape, acometer una invención, liberarse de una duda pertinaz o lanzarse en una crítica minuciosa.
Fue impartiendo un seminario de tesis que me vi en la necesidad de estudiar sobre literatura novohispana y en especial sobre la literatura religiosa, pues una de mis alumnas trabajaba para su investigación de maestría en una hagiografía publicada en 1676 por el bachiller Francisco Pardo, que versa sobre la vida y virtudes de la venerable sor María de Jesús de Tomelín: famosa monja concepcionista de Puebla a quien las autoridades virreinales pretendían beatificar. Mi interés por el asunto de la monja y su biógrafo fue creciendo semestre con semestre, mientras Nayeli Crespo, mi alumna, ideaba el modo de desarrollar el tema. En mi opinión, convenía centrar el trabajo en la persona y actividad del hagiógrafo, sus intenciones, estrategias exploratorias, restricciones del género, recursos narrativos. ¿Qué significó para Francisco Pardo escribir esa biografía —me preguntaba y le preguntaba a ella—; ¿qué implicó averiguar, examinar, describir pormenorizadamente e incluso “reinventar” la vida de sor María de Jesús? ¿Cuál fue su involucramiento emocional en la labor? ¿Qué dificultades prácticas y éticas enfrentó? ¿Qué tenía su narración de distinto con respecto de las biografías de la Tomelín que la antecedieron? No había que analizar la vida de la religiosa, según yo, sino los avatares del género hagiográfico en sí mismo —mitad expediente “curricular”, mitad fantasía—, así como la experiencia detectivesca, burocrática, pero a la vez poética vivida por Pardo como escritor, si es que ésta podía reconstruirse. Nayeli Crespo escogió sabiamente su propio rumbo indagatorio, pero yo me quedé con la espinita... Dado que en dicho seminario se reunieron varios tesistas interesados en documentos y arte novohispanos, pedí a tres especialistas en la materia que nos dieran unas charlas, que en verdad resultaron iluminadoras. Uno de estos invitados fue el historiador Antonio Rubial, cuya generosa y brillante conferencia: “Santos y monjas en la época Colonial. Procesos y perfiles de canonización o beatificación” me cautivó y arrastró mi imaginación hacia aquellos territorios.
Cierto que ya de niña me había gustado leer las novelas históricas que acumulaba mi padre en su biblioteca, especialmente vidas de héroes legendarios, de tiranos —reales— o de santos. De modo que el “regalo” que me hicieron aquella alumna, compartiendo su tema conmigo, y un notable investigador tan apasionado como Rubial, revivió un antiguo vicio mío: conocer e identificarme con la vida de personajes de la historia como el misionero Francisco Javier de Jaso, la guerrera Juana de Arco, Kepler el científico devoto, el bárbaro Atila o Francisco de Asís y su valerosa inocencia.
Viene también a cuento el entusiasmo genealógico de un tío mío, el Dr. Miranda Leñero, médico general, quien después de atender a mi joven mamá en consulta, se quedaba platicando con ella por horas, para mi fastidio cuando la acompañaba a esas citas. En una ocasión, sin embargo, la cháchara en que se enfrascaron me atrapó. El Dr. Miranda habló del descubrimiento que él mismo hizo en Toledo del retrato de una monja, nacida muchas generaciones atrás, quien resultó ser pariente suya, y nuestra, por ende: sor Mariana de no sé qué. Le brillaban los ojos a mi tío Alberto así que me esforcé en imaginar el retrato y en tratar de comprender la intensa afinidad que sentía él frente a una muerta tan antigua, tan ajena, tan monja. Decía el Dr. Miranda que de ahí, de Toledo, venían los Leñero, “nuestros” Leñero, y explicaba las intricadas rutas de consanguineidad que nos unían, así como los varios traslados de un continente a otro que se dieron, tanto de las personas como del retrato mismo. Me sorprendió que hurgar en el pasado familiar pudiera animar tanto a alguien, máxime tratándose del pasado privado de una religiosa —cuya vida tenía algunos pasajes truculentos, por cierto, que yo apenas captaba—, y de una maraña de ligas entre ancestros —todos ellos, meros fantasmas en mi opinión.
Debo reconocer que aquella plática se quedó incrustada en mi memoria —quizá por el empeño que puse en figurarme el rostro de la monja— e hilvanó el hilo de la historia que décadas después vine a escribir: la de una supuesta monja novohispana, mística para colmo, inesperadamente relacionada con un estudioso contemporáneo del siglo XXI, así como con el joven hagiógrafo que hubo de “escudriñar todo lo suyo” para describirla e incluso citar sus diarios después de muerta. La monja estaría íntimamente unida a una compañera de celda, “amiga especial” y confidente, sarcástica escritora de comedias, que la sobrevivió medio siglo y que en su tiempo estuvo encargada de ir registrando los haberes milagrosos de quien les urgía erigir como una de las “venerables” de las Indias. Estaría también inevitablemente “ligada” —igual que cualquier personaje ficticio—, a su supuesta creadora, es decir a mí, que no sabía aún por qué rayos quería desentrañar su historia, su modo de mirar las cosas y habitar las particulares circunstancias de vida que le tocaron.1
Antes de poner manos a la obra supe que debía investigar mucho; indagar asuntos concretos y variados, incluido, claro, el lenguaje de la época. Mucha lectura, mucha indagación debía hacer antes de atreverme a evocar los espacios, las atmósferas, los sentimientos, las frases que se hubiesen dicho ahí y acá en tal momento, tal situación, tal estado.
Mi ignorancia respecto del periodo virreinal en México, las costumbres de entonces, los acontecimientos cruciales (terremotos, inundaciones, rebeliones, festividades, motines, pestes, crisis políticas), la vida cotidiana de las gentes en la Colonia, el habla propia de los diversos estamentos sociales que convivían en ciudades como Querétaro, Puebla, la Ciudad de México, etcétera, era mi principal obstáculo, sin duda, pero ofrecía también una extraña ventaja: no urdiría una ficción para “ilustrar” mi saber —tan escaso—, por mucho que particularizara las realidades colectivas o que encontrara algún caso o evento especialmente interesante de narrar. Toda historia puede ser interesante, es cierto, ya sea verdadera o no. O puede no serlo en absoluto, por más científica e historiográficamente válida. Una biografía completamente “fiel” y basada en datos incontrovertibles, en testimonios fidedignos tiene, de cualquier modo, mucho de versión, y el modo de presentarla ante el lector la vuelve significativa o banal. Innumerables estudiosos, eruditos o científicos han escrito novelas empleando el material de sus investigaciones. Muchos de ellos han logrado revitalizar el pasado o reinterpretarlo, en términos políticos, éticos, existenciales. Y ciertamente hay novelistas que obtienen gran beneficio e inspiración de un material histórico. Pero existen también estudiosos, teóricos y académicos que al ponerse a fabular se colocan a un paso del precipicio: ya sea el de la falsedad científica, el de la ensoñación insulsa o el de la “purificación” ideológica. Cuando uno se basa en ingredientes de la Historia es mucha la tentación de llenar huecos, averiguar intenciones, juzgar la experiencia de lo que sucedió en el pasado: “corregirle la plana” al misterio. En ocasiones, una prolija información puede sujetar la imaginación a ese saber documentado. Una ficción literaria derivada de lo histórico, las situaciones que plantea, los personajes que delinea corre el peligro de convertirse, entonces, en una didáctica ejemplificación de un supuesto estado de cosas, las cuales de antemano se cree conocer o cuya comprensión se intenta “enmendar”. En mi opinión, la novela tendría que provenir de adentro de la invención misma; tendría que ser fruto de una aventura del autor, no de sus conocimientos —amplios o someros, como en mi caso—, ni mucho menos de sus certezas. La novela histórica que yo quería escribir tendría que surgir del interior mismo de aquel mundo virreinal que recién estaba descubriendo y soñando, de las personas que lo habitaban y de su modo de habitarlo, si es que alcanzaba a vislumbrarlo a través de los muchos documentos y fuentes en que me hundí.2
Mi ficción querría ser versión de un pasado visto desde los ojos de individuos que lo vivieron en presente, no “desde fuera” o “desde arriba”, desde los anales, el registro histórico de acontecimientos o la recopilación de casos y folios.
Por eso, aunque formalmente yo pretendía escribir una “novela histórica”, la verdad es que me dispuse a viajar al interior del sentir y pensar de los personajes, y a partir de ellos revelar su circunstancia; no al revés. La mejor manera que se me ocurrió para hacerlo fue confiarles la función de narradores. Probé este recurso durante algunas unas páginas y vi que me funcionaba, funcionaba apenas, pues intentando escribir en el español de entonces seguramente caía a menudo en disparates sintácticos, anacronismos léxicos o “sociolécticos” (por así llamarlos). Pero no haberlo intentado —que cada cual hablara según su tiempo y circunstancia— hubiese privado al lector del sabor de antaño, del timbre y temblor de sus voces.
Ciertamente, y ya que se trataba de una novela con ingrediente histórico —una “ficción documentada”, le llaman algunos, tanto como de un acontecer narrado desde el yo de los personajes y en sus respectivas versiones—, mi escritura se inspiró en otras novelas y crónicas de la vida novohispana. Además, hice un acopio de expresiones idiomáticas, traducciones, paráfrasis de fragmentos, citas y declaraciones hechas por hombres y mujeres que realmente existieron; se trata de extractos de documentos de varios tipos, con los cuales me topé mientras ávidamente buscaba información.3 Ahí estaba, al final de mi investigación, un montón de fichas y apuntes sobre mi mesa. Pero ¿qué tanto debía atenerme o distanciarme de aquellas descripciones, confesiones, interpretaciones, palabras textuales, al momento de modelar las situaciones y acciones fabuladas en mi novela, o de elegir la expresión de mis personajes? ¿Cómo hacerlo sin quitar autenticidad histórica ni tampoco vitalidad actual a lo narrado? Esto fue la mayor dificultad que enfrenté pese a todas mis estrategias de preparación, o para decirlo mejor: a mis ensayos de “inmersión”.
En efecto, me dediqué semanas, meses, a leer en voz alta y grabar testimonios de la época: edictos, cartas, sermones, versos, diarios…, prestando mi voz viva a manifestaciones escritas hace cinco siglos: “escuchando” así el testimonio de criollos, de mestizos, de indios, de hombres, de mujeres, de letrados, de gente del pueblo, de poetas, de funcionarios…, reviviendo sus giros elocutivos en mi oído —giros que curiosamente no me parecieron tan ajenos-. En fin, quería familiarizarme, o más bien dicho, “contagiarme” con la música verbal de la época: multisonora, como todas, íntimamente revisitada por mi memoria inconsciente. Estamos hechos de historia, de una manera tan secreta que sin embargo nos parece obvia. El lenguaje nos posee y nos arrastra en sus dinámicas caprichosas, como un hilo invisible, indestructible. El lenguaje nos ata a los muertos, y a los vivos que vendrán.
Por supuesto también quise visitar los sitios concretos donde “la acción” de mi novela se desarrollaba (celdas conventuales, túneles, claustros, museos, iglesias, archivos, casas parroquiales, monasterios antiguos) pero en muchos de los casos no pude hacerlo sino después de haberlos tenido que describir ya en algún capítulo de la novela, valiéndome de fotos, croquis o inventarios…Y me llevé sorpresas. Eso sucedió, por ejemplo, cuando entré en el coro bajo de la Iglesia de Santa Clara en Querétaro, donde profesó mi protagonista central. El edificio se hallaba en restauración, así que pude colarme sin permiso entre andamios y mamparas a esa zona, generalmente restringida, del templo. Una vez adentro recorrí con mi mano los barrotes de madera que a modo de celosía mantenían separadas a las monjas en clausura; miré las pinturas en el frontispicio y las reconocí: sus colores, sin embargo, eran menos intensos que en las reproducciones; percibí el olor y rechinido de las viejas bancas y me senté en una de ellas durante un rato, en la orillita, como una intrusa, atendiendo menos al espacio que me rodeaba que a lo que aquella atmósfera hacía en mí; bajé por las escalerillas ubicadas en un abertura central del piso, a la fosa subterránea —arguyendo ante el vigilante que de pronto apareció, ser pariente de una de las difuntas—; observé los viejos nichos y los ataúdes pequeñitos, como de muñecas, donde hacinaron los huesos de monjas muertas centurias atrás, y comparé aquella cripta con los antiguos dibujos de aquella fosa y la disposición de cadáveres. Fui también a hincarme en el escalón frente a la “cratícula”, ventanilla por donde sor Jacinta, mi monja, recibió los avíos ceremoniales durante sus “primeros” desposorios con Cristo,4 y por la que ordinariamente recibían las monjas la comunión. Extraño e inesperado fue constatar que mi imaginación ya había estado ahí. Que mi cuerpo, al hincarme sobre el escalón de piedra frente a la cratícula, tenía una sensación de perturbadora familiaridad. Reconocí el lugar, sí, aunque me pareció más húmedo y más lóbrego que el que guardaba en mi memoria. El sitio real era ligeramente fétido pero entrañable.
*
Durante la fase de preparación me fue necesario hacer una efeméride de los acontecimientos históricos más relevantes, ocurridos a lo largo del siglo XVII; definitivamente no quería confundir las fechas de eventos como el terremoto de 1611, las inundaciones de 1629 en la Ciudad de México o las fundaciones de un par de conventos. Quería tener presentes los eventos “externos” que pudieran influir en los hechos que yo relataría o cuya predicción por parte de uno de mis narradores iba a ser corroborada por otro, años después (por ejemplo, el eclipse ocurrido en 1648 o la sangrienta revuelta de ciudadanos hambrientos en la gran Plaza de la Capital en 1692). Además de contar con dicho calendario de acontecimientos mayores -constantemente expuesto en un atril frente a mis ojos—, establecí un listado de las fechas y episodios significativos en la vida de cada uno de los personajes, aunque no hubiese de mencionar explícitamente esos datos en la novela. Eso evitaría que me perdiera en la maraña temporal en que sus destinos se cruzarían.
Puesto que no iba a tratarse de una narración lineal, ni profusa ni dilatada, fue crucial que estructurara el libro con premeditación: eligiendo la información que se colaría en los capítulos de cada narrador y la secuencia en que se iría deshilvanando la trama. Sólo así podría luego entregarme al puro y arduo placer de ir desplegando con libertad lo que decían mis personajes-narradores (no títeres, sino patronos-guías de mi fabulación), ubicándome en parte aquí, entre las líneas escritas, y en parte allá: en los espacios grandes y pequeños de un pasado imaginado, que sin embargo vino a darle sentido a muchos aspectos que no comprendía de México, ni de mí misma. Después de haber escrito varias novelas fallidas, a las que dediqué también mucho tiempo, pero que siguen obedientes en el cajón, experimenté por primera vez el gozo que quizá sientan los novelistas de verdadero cuño: el de poder hablar por otros, y el de que otros hablen por mí, de lo que ignoro y no he vivido pero sospecho: esa especie de desdibujamiento de la propia persona para visitar por un instante, prolongado, muy prolongado, una posible vivencia de ancestros desconocidos.5
En los tiempos en que fraguaba esta novela —que sería corta, sin dudarlo— tomando el tema de un supuesto reporte hagiográfico hecho por un inocente fraile agustino, yo había terminado un estudio sobre el Doktor Faustus de Thomas Mann, novela que se presenta como la auténtica biografía de un ficticio compositor de entreguerras en Alemania, Adrian Leverkühn, realizada por un supuesto biógrafo —amigo enamorado del músico—, Serenus Zeitblom.
Thomas Mann relata en su Novela sobre la novela… que para escribir su Doktor Faustus hubo de resolver el problema de reelaborar de manera realista el mito fáustico, con su pasión “diabólica” aunque creativa, su propio Mefistófeles redivivo y su versión del Infierno: la demencia. Para resultar convincente ante un lector de novelas contemporáneo, Mann hubo de valerse de un “intermediario”. Fue así que inventó un narrador empático y crédulo, devoto y moderado que pudiera aportar la verosimilitud y entrañabilidad que el propio autor no podía darle a su historia sobre aquel músico arrogante que, ávido de componer una obra monumental (análoga al Himno a la alegría de Beethoven, pero de signo fúnebre y siniestro), vende su alma al Diablo.
Es bien sabido que el narrador es el primer “personaje” que todo novelista crea, pero Mann le otorgó a ese narrador el estatus de un biógrafo meticuloso y confiable, bien informado, que de buena fe relata la amarga historia de su amigo, mucho tiempo después de ocurrida. Ese narrador participó en los hechos que narra y los sufrió en carne propia; su relato es a la vez memoria y testimonio fiel a los hechos, pero suficientemente distante y objetivo dada la perspectiva que le brinda el tiempo transcurrido y el horrible giro que dio la Historia ante sus ojos. Y puesto que no es un narrador omnisciente ni un creador literario, Zeitblom no tiene que hacerse cargo de lo que el lector podría colegir: la existencia positiva del Mal y de pactos disfrazados con lo maligno, la peligrosa ambición del arte alemán y la analogía del mito con la locura nazi. Así, Serenus Zeitblom no es solamente “la voz narrativa”, es una especie de medium entre Thomas Mann (el novelista del siglo XX), Fausto el Mago (el de la leyenda medieval) y Adrian Leverkühn (el compositor contemporáneo de música atonal, a la manera de Schönberg).
Toda distancia guardada, yo también tenía problemas para inyectar convicción a la fe religiosa y ciega que hubiese podido sentir una venerada monja de clausura en la Colonia, para situar mis sentidos en un periodo virreinal multivisitado por los estudiosos de hoy, y sobre todo, para adaptar mi estilo de pensamiento al delirio pasional, al alma contradictoria y timbre anímico de quien sería mi protagonista. Para empezar: ¿qué podía yo saber de la experiencia mística? Pero no sólo me resistía a esto, sino a la simple interpretación, desde aquí, de lo que pudieran experimentar y decir las personas en un mundo que afortunada, o desgraciadamente para mí, sí existió.6 Diríamos que la ventaja de la novela histórica es que el autor cuenta de antemano con su trama base e incluso con sus personajes, casi prototipos de la época (así como un traductor de poesía cuenta de antemano con las imágenes y metáforas creadas por el poeta original, y sólo tiene que poder “cantarlas” y vivirlas en su lengua). Pero la desventaja del novelista histórico es que debe atenerse de un modo u otro a los eventos reales, a los famosos “datos duros” y a una memoria no sólo colectiva sino consensuada, y a veces hasta “oficial” de lo que sucedió.7
Así que, como dije antes, en vez de un narrador inventé cinco, autónomos, sí, pero con sus circunstancias entrelazadas, y decidí que dos de ellos se expresarían mediante diarios o cuadernos íntimos, otro en cartas a una muerta, otro en forma de diálogos, y el último en una especie de un monólogo interior, reflexivo por momentos y delirante en otros. Pese a mi temor de fallar estrepitosamente en la cuestión del lenguaje, me resultó muy divertido indagar cómo hablaría cada uno de mis narradores, qué léxico y expresiones usaría, aun por escrito, a qué sonaría su voz (su voz mental, por lo menos).8 Tenía que resolver qué tanto imitar el lenguaje de la época o bien modelar la vaga sensación de un habla colonial, en rápida transformación y en contacto con otras lenguas nativas. Hay un diccionario extraordinario en construcción que, a partir de documentos de toda índole, recupera el vocabulario y usos de la lengua española del siglo XVI a la fecha, registrando las diferencias dialectales entre países, grupos sociales y estamentos. Se trata del CORDE: Diccionario diacrónico del español, de la RAE, el cual consulté un millón de veces, ávida y hechizada, más allá de toda moderación. Las consultas al vocabulario, las expresiones idiomáticas, el empleo de los pronombres y el orden sintáctico me entretenían sobremanera, pero interrumpían a cada rato el flujo de mi escritura. Sin embargo, creo que esa búsqueda lingüística, a veces errabunda y autocomplaciente, más que la lectura de estudios sobre la época, más que la información histórica que obtuve de los libros, fue el navío en que me embarcó la novela. Y es que el habla de un momento y un lugar determinados me revelaban el clima, el ánimo, el entorno, quizá más que cualquier descripción, reseña o pintura.9
Me preocupaba, por otra parte, que el modo de expresarse de cada narrador (tres de ellos habitantes de siglo XVII y dos del XXI) fuera realmente distinto, y que el hecho de darles la palabra no fuera un mero artificio para construir trama y disimular la unidireccionalidad de lo relatado, sino un recurso auténtico para contrastar puntos de vista, estados de alma. Era una aventura atractiva pero complicada y riesgosa. Por fortuna, conocí por ese tiempo a una estupenda novelista canadiense, Kim Echlin, quien “me pasó” la clave que Faulkner daba para hacer de los distintos monólogos de sus personajes, voces consistentes, diferenciadas. El tip consistía en escoger un cierto vocabulario y expresiones fijas que repitiera una y otra vez el personaje en cuestión. Ese sencillo recurso terminaría modelando el “tono” de su discurso, e incluso su perspectiva y visión individual del mundo. Intenté poner aquello en marcha, dudando que resultara, pero confiando en la lengua misma y en mi oído. Pero además, y ya que había nutrido mi investigación de documentos de muy diversa naturaleza, me di permiso de combinar distintos géneros discursivos que identificaran a cada narrador: el monólogo o el diálogo, la confesión o la epístola, la narración o la recitación. Eso le daría, con suerte, una textura distinta a sus voces y atmósferas concretas a mi relato.
Pese a los líos en que metí, puedo decir que conforme iba dándole voz a los narradores, fui conociéndolos y entusiasmándome con esa inmersión imaginada a otro universo, el de “nuestro medioevo” —fastuoso y taimado, luminoso y oscuro— que se instaló de manera mucho más rotunda y consciente en el mundo que normalmente habito hoy día.
Dan cuerpo a mi libro, pues, cinco narradores ficticios, o personajes, que se expresan cada cual a su manera en una especie de escenario virtual, y cuyos relatos o confesiones dan vida a una trama multitemporal. Los presento aquí, pues, a modo de reparto:
FRAY BASILIO DE LA MOTA: bachiller agustino, asistente del obispo de Puebla, quien le ayuda en la elaboración de la hagiografía de una religiosa considerada por las autoridades eclesiales del tiempo como: “la más misteriosa de nuestras venerables”, a fin de tramitar su virtual canonización en el Vaticano. El joven fraile escribe un diario personal sobre las pesquisas y la experiencia interior que tal tarea conlleva. Muere a los 67 años.
SOR JACINTA ISABEL DE LA ENCARNACIÓN (1618-1651): mística y penitente, monja “de velo negro” pese a su origen indígena, nacida en Querétaro y considerada santa y venerable, quien da cuenta de sus visiones y éxtasis en un cuaderno secreto, cuyos fragmentos se muestran en la novela. Muere a los 33 años, varias décadas antes de que se emprenda su hagiografía.
NUÑO SÁNCHEZ LAVANIEGOS (1937): crítico e historiador de las artes que, intrigado por su posible relación consanguínea con una religiosa novohispana cuyo retrato descubrió en la colección de “Monjas coronadas”10 del Museo del Virreinato de la Ciudad de México, escribe cartas a su esposa recién difunta para participarle los avatares de sus entusiastas indagaciones. Hoy mismo en 2018, vive aún.
SOR ÁGUEDA DE CRISTO (1605-1692): monja carmelita, nacida en Toledo y emigrada a las Indias, escritora de sainetes y entremeses que se representaban en el convento, a quien le es encomendado, por ser compañera de celda y confidente de la venerable, llevar registro de las sorprendentes virtudes y “vencimientos” de su hermana para provecho ulterior de la Orden. Dada su inclinación por la comedia, sor Águeda se expresa con desparpajo y en forma de diálogos que quizá ocurrieron o quizá no, considerando su falta de memoria y la confusión senil que la aqueja. Muere a los 87 años.
ECO (2015-2018): narradora efímera de lo que expresan las voces a las que pretende escuchar y dar vida —como si fuera una simple cámara de reverberación—, voces venidas del pasado y del presente. Con menos vocación de cronista que de poeta en delirio, Eco se lamenta de la faceta incognoscible de sus personajes; los “llama a la presencia” pero rebela su ausencia en todo momento; es decir, acecha su distancia. Muere al poner punto final a la novela.
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Instigada por un recuerdo de infancia: el del retrato de una parienta que con tanto afán describió mi tío Alberto, retrato y rostro que nunca vi, quise, en suma, escribir la historia de una monja que habiendo existido en el periodo virreinal sigue viva de algún modo. Pero terminé escribiendo en realidad un libro “de cómo, en un periodo que va del siglo XVII al XXI, transcurrido en los antiguos territorios de la Nueva España, cinco voces se trenzan para mostrar las conexiones invisibles entre sus destinos respectivos”, según versa el prefacio de la novela a la que titulé Viejos hábitos, placer descalzo:11 de una manera que no alcanzo a entender esas conexiones son hilos de plata que se asocian precisamente con los atributos místicos de la monja sor Jacinta Isabel de la Encarnación.12
***
Después de sumergirme intelectualmente cuanto pude en el tema y en la mentalidad novohispana femenina, necesité, de todos modos, figurarme más de cerca cómo se veía, cómo sentía y cómo se comportaba aquella religiosa —coetánea de sor Juana, pero tan distinta a ella— que sería el eje de mi historia. Es decir, trasladarme hasta el claustro de antaño y convocar las emociones de otra “persona”, admirable y excéntrica. Tenía que “ponerme en los zapatos” de un personaje ficticio pero verosímil: una monja de origen otomí —según decidí por necia—, en cuyo interior exaltado se mezclaban la fe católica y una mitología subterránea, propia de su cultura de origen. Un personaje cuya existencia fuera capaz de transformar no sólo su entorno y en especial la vida de su hermana querida, que la amó y cuidó apasionadamente, sino el alma de su futuro hagiógrafo y, en un tiempo aún más lejano, el ánimo de un viejo crítico de arte que sobrevive en el siglo XXI: no un historiador como Antonio Rubial, ni un médico como mi difunto tío, el Dr. Alberto Miranda, aunque sí un intelectual tan conmovido y entusiasta como ellos y necesitado de consuelo ante la muerte. Mi objetivo de fabular dentro de un contexto histórico muy específico en contraposición con el momento actual no dejaba de ser una búsqueda en lo oscuro: no sólo en lo oscuro del claustro, del mundo virreinal y de nuestra mentalidad colectiva mexicana —plagada de sustratos—, sino incluso de mí misma, que habría de expresarme, queriendo o no, a través de esa otra “persona” antigua. De esta fase da cuenta Eco, mi quinto narrador y “voz cantante” en el capítulo V de la novela:
ECO:
No quería escribir nada hasta que ella13 me hablara. No quería pensar en ella o empezar a inventarla. Me conformaba con invitarla a visitar mis sueños nocturnos. Uno muere para despertar en el sueño de otro, dice un poema zapoteca. Y algo seguro, lo único quizá, es que ella tendría que haber muerto mucho antes de que yo me dispusiera a escribir este libro. Y algo deseable es que hubiera re-nacido un par de veces antes de ahora, para que entre ella y yo se tendiera un hilo de voces del que pudiera jalar. No quería elegir siquiera su nombre: Ana, Jacinta, Isabel o Leonor, hasta no escuchar su voz diciendo cosas, diciéndole cosas a alguien, quizá a ella misma o al Otro absoluto, pero no escuchadas aún. El alma es una condición espacial, una arquitectura hueca y acristalada para encontrarse muy de cerquita con otra voz, inexistente a lo mejor, pero operante, y a la vista —ni modo— de un testigo (un escucha), que en este caso quisiera ser yo. Pero no me encaminé al castillo de cristal y su acústica peculiar, adosada de silencio; me dispuse a esperar, y sólo a esperar ser invitada como un tercero en discordia a ese “lugar” de voces, metafísico tal vez, pero sonoro, donde alguien se dirige su otro yo, a Dios, o aguarda a que Dios haga lo propio.
Me acurruqué en la lectura, salí a cazar registros, me aventuré en la ensoñación, me emborraché con imágenes barrocas. Y esperé un tiempo, que siempre para mí resulta largo, como si el mero paso del tiempo ayudara a discernir el quid de una presencia. ¿Debo llamarle madre, hermana, venerable, sóror, religiosa, santificada, embustera?, me preguntaba de pronto. ¿Debo siquiera interpelarla en lo personal?
Nadie sabe a ciencia cierta por qué elige escribir un libro sobre alguien que no existe, pero que pudiera existir, o peor aún, que pudiera haber existido en un pasado específico, tan fecundo en prodigios y pesadillas como fue el virreinato en Nueva España, tan profuso en especímenes y lenguas, como una Babel tambaleante que se va equilibrando al paso de los años en un territorio habituado a terremotos, como una arca de Noé destartalada que sigue a flote pese a los muchos incendios e inundaciones, como un cementerio hirviente de dioses nuevos y viejos, exigentes todos ellos, eso sí, y altamente afectos al sacrificio.
Una novela histórica es ciencia ficción, aunque plagada de huesos, restos dispersos, fósiles, huellas y artefactos. Sí, una capa de huesos, como se halla toda la tierra bajo la tierra de este país. Como están los sótanos de las antiguas haciendas, los intestinos de las grutas, las fosas en los conventos, el fondo de los cenotes, los pasajes de las catacumbas, las entrañas de esos supuestos montecillos que fueron templos, que alguien ocultó bajo espesuras mentidas. No, no he de escribir una novela de una monja novohispana que no existió, que fue vencida por el demonio y lo venció, que apenas si quiere hablarme al oído.
Qué la escritura pueda invocar a una voz antigua que no ha nacido, es algo que no me creo. En cambio, como un útero en delirio, nuestro corazón “hace nacer”, en este caso, a esa voz que espero oír, sin sustancia todavía y cuya sustancia tendría que arder, yo supongo, en carne propia.
Fui en busca de hábitos fantasmales del siglo diecisiete en Querétaro, en Puebla, en México-Tenochtitlan, y apenas arribé me salieron al paso. De vez en cuando escuchaba vagamente cierta vocecilla, sí, pero quizá era solamente mi propio run run trashumante: Y dijo: Detrás de la celosía establezco deliciosos coloquios con el amigo devoto y con el enemigo taimado. Inalcanzable en mi secreto y en mi propia desolación sonrío, miro, pronuncio frases de memoria, finjo que no me alcanza ni el elogio ni su mirada untuosa. Resbala mi acallamiento interior por un estrecho acantilado.
Las paredes del monasterio, cúpulas y nichos guardan ecos, ecos, ecos de distinta vocación y lejanía, que me esfuerzo en atrapar como si fueran mariposas, transparentes, u opacas, lumínicas o siniestras, zumbadero de hormonas suspendidas igual que electrones libres, cargados de una lujuria elemental. El locutorio: lugar donde el silencio entre dos seres se vuelve zona de peligro. El confesonario: lecho de pie, de rodillas, de perfil, donde un habla a media voz, desparramando su privacía, se vuelve obscena. Mi confesor es censor, cómplice o amigo, y a veces también un atento consultante: quiere saber cómo se escucha directo a Dios, y qué es lo que dice, cómo se siente su presencia en la celda, su contacto, el alcance de su mirada. La avidez, tal vez, le hace insistir en que escriba en mis Cuadernos lo que siento, y la envidia, tal vez, le hace exigir que abandone todo rapto de emoción, el menor asomo de éxtasis. Pero entonces yo oigo o creo oír a Jesucristo que me demanda no escuchar a mi confesor. Y que se lo haga saber sumisa y prestamente: Díceme el Señor que me dejéis volar por encima de mis sueños, y de la carroña nutricia; que me permitáis ser termómetro del siglo, como lo fueron vestales y adivinas de otros tiempos.
Esa figura del confesor, dulce y temida compañía, ¡cuánto se empeña en ser espectro en este libro!, sombra apenas, sin voz propia. Sólo murmura cuando te siente arrodillada y alcanza a oír Ave María purísima… Y tú: sin pecado concebida… Y sigues luego con las confidencias de rigor antes de abrirle el pecho. No una lista de pecados sino el ir y venir de tu conciencia, mirando los detalles de la falta, los pormenores sensuales de alguna fantasía, tus más secretos y casi inexistentes sentimientos entre tartamudeos y sollozos. Para cerrar aquel desbordamiento complacido con una fórmula tranquilizante: Señor mío Jesucristo, me arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, porque sois infinitamente bueno, y el pecado os desagrada.
En las huérfanas celdas, en los corredores húmedos del claustro, a imagen y semejanza de un gusano cerebral que va pergeñando una idea, soy con esas voces solas o en concierto, allá en el coro bajo, otra alma en pena que aúlla por la hora de su liberación. Sin desearla del todo, es cierto, sólo figurándomela de manera infantil. Sin atreverme a concebirla; tan sólo “yendo” hacia ella, desde una voluntad sin rajaduras ni vacilación, llevada por un deseo potente… pero ¡ay!, retenida en algún punto. En ese punto de ahora, como un aviso del precipicio ante mis pies.
Hace algunos años visité con mi abuelo un convento de monjas de clausura en Mixcoac. Mientras él arreglaba unos asuntos, yo me mantuve congelada en el quicio del portón, espiando cómo se entreabría la vida de allí adentro; pero ¿qué hacen esas mujeres?, le pregunté a mi abuelo. Orar, me dijo, orar día y noche por el bien del mundo, de los tres mundos. No sé si la idea me produce tranquilidad o escalofríos. ¿Orar?, ¿se puede dedicar una vida entera a orar? Orar es colocarse en una alfombra voladora por un rato, dejar flotar el pensamiento en un vacío consolador, ponerse en manos de alguna voluntad que no falle como la propia, voluntad de ser que no se manifieste en vano.
Si esta conversación hubiese ocurrido aquí hace cuatro siglos, alguien tan católico y convencido como mi abuelo habría declarado: “aquestas bondadosas mujeres no están perdiendo el tiempo, no, en nada pudieran aprovecharlo de mejor modo. Mantienen un cirio encendido porque la noche de los tiempos no lo abarque todo y nos devore. Comunícanse con las almas del Purgatorio e interceden porque se reduzcan sus periodos de pena, purgan en su carne los pecados del mundo, los ya sucedidos y los que habrán de suceder”. Y si se hubiese tratado de mi bisabuela de sangre otomí, como la tuya, Jacinta, tal vez hubiera añadido en voz baja: “amasan la podredumbre del mundo y hacen una especie de composta para fertilizar la era siguiente”. Pues ésa es a fin de cuentas la misión que se les ha asignado: si no han de parir hijos, entonces cocinarán en sus cacerolas a los muertos y nutrirán con ellos a los que viven.
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¿Cómo podría nadie en su sano juicio entrar en la clausura?, me pregunto y me callo, porque es imposible que en mi ruidoso siglo lo entienda. Vivo en un tiempo de muros invisibles, de rejas transparentes, de pantallas voraces y rutas sin salida. ¿Me siento acaso en una soledad acompañada, o al menos transitoria?, ¿tentada por un silencio vivo? No. Voy y vuelvo en la escritura como una creatura desorientada.
Las probables respuestas saltan de los muchos documentos sobre el virreinato que tengo alrededor: …que si toda tumba tiene sus antesalas, y la clausura es una de tantas; …que si no era en realidad tan insoportable la vida en los conventos de Nueva España, sobre todo si eran de urbanistas moderadas y no de capuchinas o descalzas (nada es insoportable si no se ha tenido opción, como era a menudo el caso); …que aquellas mini-ciudades, apadrinadas por personajes políticos o parientes ricos protegían a las mujeres de un exterior peligroso, impredecible y les brindaban un adentro cobijado, mortalmente predecible; …que si un mundo por entero femenino tenía ahí su reducto, con leyes propias que mitigaban la omnipotencia de la autoridad patriarcal; …que si era preferible unirse en matrimonio con el “Mero mero virtual”, es decir, con Dios, que encadenarse a un fulano cualquiera, pues la “sumisión” exigida sería, en última instancia, ante un poder invisible; …que en un monasterio se podía gozar, pese a la pobreza personal o la bastardía, de una vida holgada, interesante, útil e incluso divertida —a condición de doblegarse ante una regla concreta y no ante el capricho de la casualidad—, en fin. El caso es que, puestos a imaginar, profesar en aquellos tiempos hubiese sido una elección no tan deleznable, siempre y cuando la carne y las pasiones encontraran alguna forma de expresarse: aunque fuera la de la penitencia. Se sabe bien: el dolor físico es casi una bendición si acalla el dolor moral —flagelarse con regularidad podía convertirse incluso en una especie de deporte—; un sufrimiento agudo ofrece una salida a la abstinencia sexual, y el ayuno no es tan grave si se mitiga, sin “romperse” propiamente, con una taza de chocolate.
¿Y ese “adentro” sepulcral y a la vez “ajardinado” del monasterio novohispano, por cuyos corredores trajinaban mujeres de varias razas, niñas, jóvenes, ancianas, monjas de velo negro, monjas de velo blanco, discípulas, protegidas y donadas, laicas acomodaticias, viudas abatidas o industriosas, doncellas que escondían bajo el hábito la cadena del silicio o una panza satisfecha, entre murmullos sagrados y risas, entre jaculatorias e intrigas, entre penas y descaros… ese complejo de piedra con sus huertos, sus corrales, sus salitas de banquete, su ropería, sus cocinas, sus celdas amenas o minimalistas, cómo se presenta hoy ante nosotros? Un convento de monjas de clausura, estando ciertamente enclavado en un punto específico del espacio y de la historia, siendo central y crucial para cualquier ciudad de entonces —como un horno de pan, como una fuente de bendiciones o un pozo de aguas medicinales—, funcionando como un estómago fiero que digiere los pecados del entorno y que limpia las cañerías de lo social, una especie de organismo que convierte la corrupción, la miseria y la ira colectiva en nutrimento, y en fin, un retiro donde el sufrimiento físico y los cantos de viejas y jóvenes muchachas, inocentes mas no ignorantes, exaltadas pero no ilusas, paga por los males del presente a ras del cuerpo propio, nos parece ahora un espacio detenido en el tiempo, una burbuja de piedra, en virtud de su propio ritmo interior, pero abierto al futuro desconocido mediante la intercesión con el más allá y el don mujeril de la profecía, sobre todo acá en las Indias, donde el sustrato mágico suele vivirse a flor de piel, paradoja. El convento novohispano, falsamente hermético y a salvo, se me antoja una tumba con muchas ventanas de fuga. Vivimos en el siglo y sin embargo respiramos fuera del tiempo; las oraciones colectivas, monótonas y pastosas pautan nuestras horas, los toques de campanas marcan el ritmo de los oficios que cubrimos, y lo hacen reverberar día con día del mismo modo, bordando uno y el mismo instante, sin consecución y sin pausa, a la manera de una noria, intenta decirme una voz que apenas va surgiendo en mi cabeza. El tiempo de un monasterio es una cascada de intervalos entre una oración y otra. Y en los intervalos, la labor edificante o simple que no conlleva ningún riesgo. El tiempo conventual no tiene unidad de medida comparado con la Historia, es el intervalo entre un ceremonial y otro. La distancia entre sus horas canónicas son intermedios absolutos en que la conciencia se adormece o puede volar hasta el limbo: esa parte intocada del alma, ese cuarto oscuro. O por el contrario, en ellos el espíritu elige a lo mejor aventurarse a través de gruesos muros: saltar “al otro lado”, a la parcela ignorada de la psique, su ser ignoto y corroer la santa permanencia del “Costal del mundo”, donde, según la sabiduría otomí, el universo está contenido.
Con su transcurrir cotidiano perfectamente administrado, a ratos fuera y a ratos dentro del suceder prosaico de las calles y las cortes, el convento novohispano es un puro presente suspendido —mientras en él no se cuele, claro, el hambre, las chocantes exigencias de las autoridades, las aguas negras o la peste—, un presente suspenso donde las visiones y raptos de una monja son siempre una bienvenida novedad: “A mi celda solitaria acudieron los espíritus Custodios, mensajeros entre un tramo de la historia y otro tramo, entre los vivos y los muertos; ¿son ángeles que traen noticias de las ‘cosas delicadas’ y secretas pero también de las mundanas?, ¿o son ancestros travestidos a la usanza celestial, que nos visitan con sus alas de zopilote, su piel cenicienta y su hábitos roídos, dejando una estela maloliente y fertilizante? ¡Qué lejos y qué cerca andan ellos de los que aún vivimos sobre la tierra! Lo celestial y lo terreno, lo terrenal y lo subterráneo se entretejen aquí entre las paredes de tezontle del monasterio, igual que las floraciones purulentas de carne con las púas del silicio, o igual que los gérmenes y las hojas caídas en la pila del patio, o el aceite y los sudores de los dedos en el cuenco del agua bendita”, añade la voz naciente de la que antes hablé, y a la que ahora hago eco: Y esa celda tuya, le digo, rica o pobre, tu celda engalanada o desnuda —tanto mejor—, cubículo gris sin espejo, es tu segundo cuerpo, coraza que te protege de las miradas curiosas pero que no se marchita contigo. Tu celda: caja de ecos donde te dispones a escuchar no sólo tus propios murmullos al rezar o al recriminarte, sino en ocasiones lo que proviene de más allá del siglo, o quizá, de una intimidad con ese Alguien infinito que atesoras, ya sea en forma de afección corporal o de un deleitoso delirio que somatizas para volverlo “cierto”. Tu celda: nido de intimidad dispuesta que emula la “morada” o la ermita a la que dices retirarte con la esperanza de que llegue hasta ahí la Voz amante; escondrijo también del dolor auto-infligido, ése que libera de las pequeñas ansias a cambio de las excelsas, refugio del placer pero a la vez su cima, más elevada que el placer mismo, pues presta al propio cuerpo en sacrificio y permite la “visión clara’” en la cumbre más riesgosa del encuentro... Y entre un dolor y otro, la permanente oración, esa dosis homeopática de anestesia, el bálsamo de las palabras y el de la escucha alerta de aquella otra Voz que acaso hable y te consuele o te eleve por encima de ti, fuera de ti, lejos.
¡Pero ah, cómo son las cosas, especialmente para las mujeres! La Historia con sus crueldades y absurdos debía purificarse no en tu mente ni en tu corazón, sino en tu carne: teatro orgánico y extremadamente responsivo. Porque es ésa la tarea, mi niña santa, ésa es justo la tarea que te asignaron. Así está previsto, no sólo por la cultura del tiempo o por la religión sino por alguna más antigua y atávica creencia: que sólo las conmociones ocurridas en la naturaleza de lo corpóreo purifican el espíritu del mundo; la epidemia, la cólera de una población y la putrefacción que avanza silenciosa en el cuerpo vivo, sólo ella evita la decadencia siempre inminente del universo. Tú, Jacinta, más que nadie, lo adivinas. Aun a pesar de la cumplida tarea de Cristo y el intenso poder simbólico de su pasión, indispensables siguen siendo los sacrificios humanos, realizados a golpe de cuchillo o del coito mortal, o bien los insignificantes, si bien diariamente renovados: la flagelación, los ayunos y otros recursos abiertos a la inventiva de cada hermana, capuchina o descalza, con tal de que sucedan en su carne, en el ardor de su nervadura y en el resquebrajarse de sus huesos.
A cambio, e incluso antes de la ‘gloria eterna’, una droga inigualable: el delirio de santidad, escape del cuerpo a través del cuerpo mismo. Un cuerpo que encarne el dolor de María la Virgen cuando ve crucificado a su Hijo, un cuerpo que resienta la ausencia de Dios mismo ante Jesús en sus últimos momentos, y sobre todo, que haga suyas las heridas de la Historia, circundante, pasada y venidera. Ésa es la tarea que te tocó, Jacinta, hija noble de guerreros, monja india de velo negro, caso excepcional pero factible. Ésa es tu tarea, ya sea con tu consentimiento o sin él. Si profesar como Esposa de Cristo no era según se pretendía, una cuestión de elección personal sino de conveniencia familiar, comunitaria, ¿por qué te extraña que tu padre, tu ‘podrido padre’ como le llamas con reverencia y en secreto, se empeñara en que entraras al convento pese a tu fiera resistencia? Por tu fiera resistencia precisamente. Un linaje precisa de herederos, pero también de vírgenes. Ellas son las guardianas del embrión, la clave de la regeneración y del espanto que no se nombra.
En tu siglo al menos, Jacinta, tu celda en el monasterio es el capullo en que cultivas lo que da por llamarse “el alma”, larva que debe comerse al cuerpo, ávida de chuparse sus secreciones, sus sangrados, su esperma y sus sensaciones más encendidas. Quizá en tu minúsculo aposento pasaba algo enigmático y obtuso, como en el ádyton de Delfos, como en el foso de Eleusis o la boca sucia del sexo… esa que nombra “la cosa materna” el mito hñähñu. Porque tu celda, terreno desolado y disparejo entre los riscos, es también una sala de torturas. Aquí entre las páginas de mi libro, no dejaré que seas víctima de la Inquisición, ni me regodearé en tus pecados de amor y de miedo, ni haré hincapié en tu predilección por los tormentos del espíritu. Ya tienes, de hecho, la osamenta sometida a los rigores del potro.
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Yo que andaba en espera de una voz, en el intento de hacer esta novela, la voz de quien ahora llamo al fin Jacinta, creando huecos en mí por saber si realmente la invocaba, resulta que veo surgir un archipiélago de voces asomándose en un ruido pantanoso de palabras. Y no concibo como escenario de las cuitas que refieren sino un delirio visual de El Bosco. Y vuelta a preguntar (modalidad menos pura de la escucha): ¿en qué zona de su ser vivía fray Basilio de la Mota?; ¿cómo la conversación escrita de Nuño Sánchez Lavaniegos era capaz de traer a la presencia a su perdida compañera de vida —interlocutora silenciosa pero salvíficamente elocuente?—; ¿cómo se modela el sarcasmo en un jardín confinado a la inocencia, si se ha asfixiado un corazón tan feliz como el que Águeda tenía?; ¿qué evitó que sor Juana “cayera” en el misticismo?; ¿fue su genio, fue su falta de certezas, fue su fuerza? La respuesta más directa: no todos quieren ser almas mendicantes, no todos viven el exilio dentro de sí mismos, algunos inventan una nueva geografía… Yo sólo he estado espiando desde la rama curva de un árbol, medio oculta tras el follaje, soñando que oigo cada vez más de cerca a Jacinta, a Basilio, a Águeda y a Nuño (sí, me digo, las demandas de los ancestros son ilimitadas). He estado en espera de que en mis aguas sus voces creen ondulaciones, y esas ondulaciones se expandan y vuelvan y choquen entre sí, formando una geometría vivaz, delicada. Cuando se evoca un diálogo entre el alma y Dios, o lo que ha dejado de ser considerado Dios, ¿qué es lo que surge?, es una de mis preguntas. Supongo que me hallo aquí para preguntar otro tanto y esperar, o en el peor de los casos deambular por las hojas como un ánima en pena. Todo lo que llevo descubierto hasta ahora es que no me aventuré jamás lo suficiente. Mi conocer dubitativo, mi hablar entrecortado son la prueba. ¿Y si fuera sólo el espejo de quien pase por delante, un reflejo que delira poseer sustancia propia? ¿Y si fuera sólo el eco? ¿Sólo un eco que se fuera? ¿Un afuera siempre hueco? ¿Seco y solo?