En 1650 la primera cafetería de Inglaterra abrió sus puertas al público. Situado en el poblado universitario de Oxford, y administrado por un judío de nombre Jacob, el pequeño establecimiento conocido como “El ángel” inauguró la expansión acelerada de un modelo de negocio que al cabo de unas cuantas décadas se convertiría en el sitio emblemático de la sociabilidad británica con aspiraciones intelectuales.1 Tras la aparición de los primeros cafés, las chocolaterías no se hicieron esperar, con la primera de que se tiene noticia en colmar las tazas de sus comensales en 1657.2 Poco tiempo después, a estos dos elíxires exóticos se les sumó el té como tónico esencial (no alcohólico) de consumo social. Como habrá de verse más adelante, el té es un caso peculiar, puesto que si bien esta hierba asiática se conocía entre los apotecarios europeos desde el Renacimiento, no fue sino hasta el periodo conocido como la Restauración cuando comenzó a importarse en pequeñísimas cantidades a la corte de Charles II y a difundirse entre los cortesanos por mediación de Catalina de Braganza, la esposa portuguesa del rey.3
Desde el comienzo, la popularización de las tres sustancias que nos atañen fue blanco de acaloradas polémicas.4 En primer lugar, su procedencia ultramarina atrajo la atención tanto de los defensores del proyecto mercantilista imperial británico como de sus detractores, los cuales en un inicio estaban conformados mayormente por xenófobos y puritanos (cfr. Cowan: 132) —quienes desconfiaban ya fuera de lo extranjero o lo placentero— y, más adelante, por literatos y comentaristas sociales con agendas humanitarias (a quienes horrorizaba la conexión entre las bebidas endulzadas y la esclavitud en las colonias caribeñas) (cfr. Morton: 175). Cabe recordar que el café es originario del norte de África (y asociado con la cultura árabe), el chocolate de Mesoamérica, y el té de China; repositorios de todo tipo de preconcepciones orientalistas negativas y positivas, pero también sitios codiciados por mercaderes y gobernantes europeos con ambiciones de expandir sus redes coloniales y de comercio directo. Asimismo, como se verá más adelante, dado que los británicos aderezaban su café, té y chocolate con azúcar —una mercancía cultivada por esclavos africanos en las colonias del Caribe— con el correr del tiempo y los cambios de sensibilidad en cuanto a derechos humanos se hizo cada vez más evidente que lo que de un lado del Atlántico era simplemente un gusto para el paladar, del otro lado costaba sudor, lágrimas, sangre y dignidad humana (cfr. Stuart: 28).
En un principio, sin embargo, los entusiastas de estas bebidas esgrimían argumentos característicos del pensamiento ilustrado en los que se destacaba su contribución a la sobriedad y la mejora de la capacidad mental de quienes las tomaban (cfr. Goodman: 127). Estos planteamientos ponían al café, al té y al chocolate en contraposición explícita y loable al consumo social de alcohol, cuyos efectos somáticos y potencialmente sociopáticos son bien conocidos (cfr. Cowan: 32-33). Y es que durante los siglos XVII, XVIII, e inclusive buena parte del pudibundo siglo XIX, las bebidas alcohólicas, como por ejemplo la small beer (una cerveza joven con graduación muy baja), se ingerían de manera generalizada por hombres y mujeres desde la infancia hasta la muerte (cfr. Blocker, Fahey y Tyrrell: 92-96). Una explicación tiene que ver con las condiciones de salubridad del agua antes de la implementación de los sistemas de drenaje y abastecimiento modernos. Dadas las propiedades antisépticas del alcohol y los procesos de ebullición a los que se someten sus materias primas, resultaba mucho menos probable enfermarse al hidratarse con cerveza, sidra o vino que con agua, en especial en los centros urbanos. En la mayoría de las casas se elaboraba cerveza y sidra para el autoconsumo familiar. Algunos hogares también destilaban licores como la ginebra, la cual podía además adquirirse a precios muy accesibles en pequeños establecimientos (legales y clandestinos) en todas las ciudades (cfr. Blocker, Fahey y Tyrrell: 263-266). Todo esto hace pensar que el nivel de alcohol en la sangre de los británicos pre-modernos era, probablemente, mayor que el de los actuales, en todo momento del día. Por lo tanto, la posibilidad de hidratarse y convivir en torno a bebidas que en vez de entorpecer los procesos cognitivos y bajar las inhibiciones fomentaran la sobriedad sonaba muy atractiva a quienes temían las consecuencias sociales de los intercambios de opinión sobre temas controvertidos (cfr. Forbes-Robinson: 104-106).
Sin embargo había también quienes recelaban de las propiedades psicoactivas de estas nuevas sustancias (cfr. Graziano: 135). Entre los mayores temores estaba la creencia de que podían ser especialmente perniciosas para las mujeres, quienes, se pensaba, tenían temperamentos más sensibles y eran también más propensas a dejarse llevar por los vicios. Por ejemplo, como se abordará en su momento, el chocolate era uno de los objetos favoritos de estudio de la (pseudo o, al menos, proto) ginecología, así como un motivo literario recurrente en las sátiras con tendencias misóginas, debido a sus supuestos atributos afrodisiacos. Asimismo, mientras que unos celebraban la discusión pública —y sobria— de temas políticos y culturales que tenía lugar en los cafés y las chocolaterías, era justo eso lo que alarmaba a la clase gobernante, tanto en los años inmediatamente posteriores a su aparición, como hacia finales del siglo XVIII, con la radicalización resultante de las polémicas en torno a la Revolución francesa y durante las campañas de reforma social que cobraron fuerza en el primer tercio del siglo XIX (cfr. Barrell: 210-214).
La literatura del periodo, siempre presta a involucrarse en (y a propiciar) debates públicos desde lo privado, nos lega testimonios multidimensionales que ayudan a enriquecer nuestro entendimiento de cómo estos tres productos pasaron del estante del boticario a las tazas de las masas, así como la forma en que este fenómeno fue recibido por diversos actores sociales. Por lo tanto, en las siguientes páginas hablaré de algunos ejemplos de representaciones literarias del café, el té y el chocolate que dan cuenta de las contribuciones estéticas e ideológicas del mundo de las letras a este importante cambio en las prácticas gastronómicas que tuvo lugar en los albores de la modernidad. Las fechas de inicio y término de este ensayo no son arbitrarias. El comienzo está señalado por la apertura del primer café en las islas británicas, y el fin lo marca el decreto de abolición de la esclavitud (1834), dado que la explotación brutal de la mano de obra esclava constituye uno de los subtextos más sombríos de la pasión británica por las infusiones estimulantes endulzadas.5 La forma en que procederé es la siguiente: haré una breve introducción a cada uno de los brebajes en cuestión, seguida de alusiones a pasajes literarios ilustrativos de puntos clave del momento histórico que nos concierne.
Té
Quiero comenzar con la que, en la historia de la humanidad, es la más antigua de las tres. Es también la que resulta más paradigmáticamente británica, si bien, como ya lo mencionaba antes, fue la que tardó más tiempo en incorporarse a la dieta popular de dicha nación: el té. No hay nada más inglés que el té y, al mismo tiempo, no hay nada menos inglés que el té. Para los ingleses el vocablo “té” no sólo designa una bebida, sino todo un tiempo de comida. Es o bien la aristocrática —y en tiempos recientes más bien anticuada, o turística— hora del té, la denominada high-tea, o bien la forma en que la clase trabajadora, o la clase media del norte de Inglaterra, se refiere a la hora de la cena, cuando se consume la ración más abundante del día (cfr. Markman, Coulton y Mauger: 10 y 139-143). Sin embargo, como bien sabemos, la planta del té (camelia sinensis) no se da en las islas británicas.6 El azúcar con que la mayoría de los bebedores endulza su brebaje tampoco se obtiene en Europa sino mayormente en el Caribe (y, en nuestro periodo de estudio, mediante mano de obra esclava). Hasta las teteras y tazas de porcelana del tradicional servicio de té son de origen asiático. Lo más británico que tiene el té es la leche, que en un principio se agregaba tanto para atemperar su amargor como porque ésta era más barata que la aromática infusión de hojas tostadas, la cual, como se verá, poco a poco fue ganando adeptos entre sectores cada vez más amplios de la población (cfr. Markman, Coulton y Mauger: 32, 182, 229).
Pero volvamos al inicio de la historia, a la segunda mitad del siglo XVII. En su recuento sobre el día martes 25 de junio de 1667 el diarista Samuel Pepys, comenta de forma casual que, tras una cena de negocios: “I went away and by coach hom [sic], and there find my wife making of tea, a drink which Mr. Pelling, the Potticary [sic], tells her is good for her cold and defluxions” (vol. VI: 376).7 En una entrada previa (de siete años antes), Pepys observa con el mismo tono insustancial cómo durante una reunión de negocios en su oficina de casa: “I did send for a cup of tee [sic] (a China drink) of which I never had drank before, and went away” (25 septiembre 1660, vol. I: 119). Como sucede con frecuencia en el diario de Pepys, las acotaciones resultan de igual o mayor importancia para sus lectores modernos que el ostensible relato principal. En ambos ejemplos resulta curioso notar la manera en que la voz narrativa aclara cosas como que el té viene de China, o que el apotecario es quien se lo receta a su esposa. Dado que se trata de un diario, un manuscrito que en teoría es para uso personal y privado —no para publicación o para el consumo masivo— estas explicaciones podrían leerse como un recordatorio sobre información que aún no forma parte de la vida cotidiana de quien suscribe el texto, una suerte de nota mental.
Sin embargo, mucho en el diario de Pepys sugiere que el astuto autor concibe y construye su supuesto texto íntimo como un documento histórico para la posteridad. De este modo, la aparente trivialidad de sus apuntes sobre el té evidencia también una calculada presentación del narrador y de su núcleo familiar como personas de mundo, que están a la última moda nutricional o medicinal. Rara vez, por ejemplo, Pepys se describe a sí mismo tomando cerveza, sidra, leche o vino corriente. Las comidas y bebidas que menciona en el diario siempre tienen algo de extraordinario. Es como si en nuestros días alguien describiera de manera casual cómo degusta un tazón de quinoa roja orgánica, o una ensaladita de kale con bayas de goji, pero omitiera decir cuando come tortillas con frijoles. En resumidas cuentas, las entradas del diario de Pepys nos hablan del estatus del té en la década de 1660 como un producto nuevo, exótico, esnobista, al alcance de un selecto grupo al que la voz narrativa se esfuerza por pertenecer. Y es que durante muchos años, la ingesta de té se circunscribió al medio aristocrático, debido a su elevado costo. Viviendo en el siglo XVII, nadie hubiera podido predecir que el té se volvería el gran fenómeno potable en que se convirtió a la postre. Al cabo de medio siglo, sin embargo, los precios habían bajado de forma tan dramática que esta bebida, junto con la parafernalia del servicio del té, ya formaban parte del imaginario cotidiano (cfr. Markman, Coulton y Mauger: 141).
Para la década de 1720 el té ya no se consideraba puramente medicinal y su uso se había extendido a tal punto que escritores como John Gay podían hacer de su consumo el tema de sátiras, tales como “The Tea-table, a Town Eclogue”, poema en que dos jóvenes de alcurnia, Doris y Melanthe, se disponen a destruir las reputaciones de sus supuestas amigas, Sylvia y Laura, durante una sesión de té. Una apreciación similar opera detrás de la aseveración que hace Lady Matchless a sus compañeras de plática en Love in Several Masques (1728), la obra teatral debut de Henry Fielding, cuando, sorbiendo su taza, les anuncia entusiasmada: “love and scandal are the best sweetners of tea” (Acto IV, escena XI). Como lo muestran ambos ejemplos, durante la primera mitad del siglo XVIII el té comenzó a asociarse con las mujeres de clase alta. Al ser un producto que se preparaba principalmente en el hogar, en esta primera etapa de expansión de su consumo, el té, o más bien dicho la hora del té, se convirtió en un espacio —temporal y físico— en el que las mujeres que gozaban de tiempo libre y recursos materiales podían lucirse ante otras mujeres mostrando sus lujosos accesorios de mesa (por ejemplo, una vajilla nueva, un juego de cubiertos de plata, mesitas de caoba de diversos diseños y tamaños, pastelillos elaborados por un cocinero francés, etcétera). Dicho sea de paso, el estatus de un ama de casa siempre reflejaba la opulencia del marido, lo cual en una sociedad que dependía del crédito (y en consecuencia de la credibilidad y el prestigio social) para movilizar el dinero, era de suma importancia.8 En una época con sensibilidades mucho más (o, digamos, un tanto más) misóginas que las actuales, no es casualidad leer que, dadas estas conexiones con lo femenino, al té se le representara en asociación con el chisme malicioso, como lo hacen Gay y Fielding en los textos que acabo de citar.
La representación del té como parte de la esfera femenina puede atestiguarse también en la presencia ubicua de recetas para su preparación que poblaban los manuales de conducta destinados a las damas (en otras palabras, mujeres de clase alta), tales como The Lady’s Delight, Or Accomplish’d Female Instructor (1704).9 De igual manera dignas de mención son las compilaciones de formas menores de literatura destinadas al entretenimiento de las mujeres durante la hora del té, como, por ejemplo, The Tea-Table Miscellany: Or, a Collection of Choice Songs, Scots and English (1740), escrito por Allan Ramsay (con al menos diez ediciones en los años subsecuentes), y las numerosas imitaciones que siguieron imprimiéndose a lo largo del periodo, entre las que destacan A New Tea-Table Miscellany: Or, Bagatelles For the Amusement of The Fair Sex (1750), de autor desconocido, y The Novelist: or, Tea-Table Miscellany, Containing the Select Novels of Dr Croxall; with Other Polite Tales, and Pieces of Modern Entertainment (1766), del clérigo, novelista y poeta Samuel Croxall. Como sugieren los títulos de estos voluminosos compendios, el sexismo y la condescendencia intelectual con frecuencia iban de la mano en la concepción del té como acompañante de las actividades femeninas en el imaginario dieciochesco.
Hay que tomar en cuenta, no obstante, que estas representaciones artísticas nos revelan sólo un lado de la historia, puesto que los hombres también comenzaban a hacerse ávidos consumidores de té, aunque quizá más en solitario que como parte de un ritual social. Por ejemplo, en un ensayo publicado en 1757, el novelista, ensayista, crítico literario y lexicógrafo Samuel Johnson, se confiesa:
a hardened and shameless tea-drinker, who has for twenty years diluted his meals with only the infusion of this fascinating plant, whose kettle scarcely has time to cool, who with Tea amuses the evening, with Tea solaces the midnights, and with Tea welcomes the morning (1757: sin página).
El té también forma parte del repertorio de metáforas al que recurre Johnson en otros textos literarios. Cabe mencionar el exordio que redactó a petición de su amigo David Garrick para inaugurar la temporada teatral de 1747, donde compara el puritanismo en el teatro y la actuación carente de emociones con la decepción que genera beber un té aguado (1747: 1).
Después de su tímida inserción en el mercado a mediados del siglo XVII, para la segunda mitad del XVIII el té ya comenzaba a formar parte de la canasta básica británica. De aquí todo va en aumento a gran escala, de suerte que para el segundo tercio del siglo XIX ya se había convertido en uno de los estereotipos de lo inglés. Los historiadores estiman que entre 1660 y finales del siglo XVIII la importación de té pasó de dos onzas a más de 20 millones de libras al año (cfr. Markman, Coulton y Mauger: 132). La vastedad de estas cifras sugiere la dimensión del impacto social que tuvo la comercialización masiva de este producto. Nos hace ver que debajo del argumento del refinamiento, la respetabilidad y la claridad de pensamiento asociados al té, está el enorme —y violento— esquema económico imperialista británico.
Esto es algo que no dejan de notar los autores con ánimos progresistas en los albores del siglo XIX. El escritor romántico y político radical John Thelwall, por ejemplo, hace un llamado satírico a quienes se dicen altruistas, pero al tomar su té olvidan que:
Each sweeten’d drop, yon porcelain cell contains,
Was drawn, O horror! from some brother’s veins;
Or, wrought by chemic art, on terms too dear,
Is but transmuted from some negro’s tear,
Which dropt, ‘midst galling bonds, on foreign strand,
His bride still answers from his native land!-
Still turn indiff’rent from these foreign woes,
Nor suffer griefs so distant to oppose
The sickly taste, whose languid pulse to cheer
Two rifled worlds must drop the bitter tear! - (35).
Para Thelwall, como para tantos otros, la preocupación estriba en la inconciencia de quienes encuentran confort en una taza de té sin considerar los procesos que había detrás de ésta. Y es que, como ya lo mencioné, desde aquel entonces el té inglés, a diferencia del chino, se tomaba con azúcar. Entonces, puesto que hacia los albores del siglo XIX el té endulzado ya era parte de la dieta habitual de personas de todos los estratos sociales, el consumo de esta bebida —y la repostería asociada a ella— originó un aumento descomunal en la demanda de azúcar. Desde luego, la producción de este edulcorante en las colonias de ultramar no tenía nada de meloso, sensato o confortable. Como lo afirman los editores de una reciente exposición virtual sobre el comercio trasatlántico de azúcar: “es imposible concebir la producción de azúcar en la región del Caribe sin considerar el fenómeno de la esclavitud. […] Los esclavos trabajaban arduamente en los campos y en las calderas, aportando la cantidad formidable de mano de obra que demandaba el azúcar” (“Sugar and Slavery”).10
No es de extrañar, por tanto, que la comparación figurativa del azúcar con el sudor, lágrimas y sangre de los esclavos se convierta en un tropo recurrente en poemas y ensayos de otros autores del Romanticismo británico (cfr. Morton: 173-205). Ejemplos claros pueden encontrarse en “A Lecture on the Slave Trade” (1795) de Samuel Taylor Coleridge (considerado como fundador teórico del movimiento romántico inglés), así como en los sonetos I, III y VI de la colección Poems on the Slave Trade (1797) de Robert Southey. En algunos casos, las campañas literarias de concientización contra el uso del azúcar iban más allá de la sugerencia metafórica. En A Second Address to the People of Great Britain; Containing a New-and Most Powerful Argument to Abstain from the Use of West India Sugar (1792), con el afán de horrorizar a sus lectores, Andrew Burn afirma que quienes usaban “soft sugar either in Puddings, Pies, Tarts, Tea or otherwise”, consumían sangre humana, no sólo en sentido figurado, sino que: “they literally […] eat large quantities of that last mentioned Fluid, as it flows copiously from the Body of the laborious Slave” (6). Con estos textos como telón de fondo, la hora del té pierde toda inocencia, recato y confort.11 Lo peor del caso, como comienzan a advertir cada vez con más fuerza los literatos decimonónicos durante las campañas para la abolición, primero de la trata de esclavos (1807) y más tarde de la esclavitud, es que el gran cómplice de la esclavitud caribeña era la adicción británica a una sustancia por completo innecesaria. Un lujo convertido en costumbre.
Café
Con esta nota sobre las implicaciones oscuras de un adquirido gusto devenido en vicio, quiero pasar a nuestra siguiente infusión. En este caso se trata también de una bebida para la cual el factor social es de suma importancia en el desarrollo del placer por su consumo. Inicio con una cita del antropólogo Robert Bolles:
Es [un líquido] amargo y sin carácter. Sabe feo la primera vez que lo pruebas. Ya que te tomas unas dos mil tazas no puedes vivir sin él. A los niños no les gusta, tampoco a los adultos que no han sido iniciados en sus misterios; ni a las ratas les gusta. A nadie le gusta sino hasta haber tomado una buena cantidad de él. Y después de eso a todos les encanta. Y te dirán que sabe bien. Se conforman con una taza mediocre […] disfrutan una buena taza […] y experimentan el mayor de los placeres ante una taza excepcionalmente rica (68).12
Está hablando, desde luego, del café. A diferencia del té, el café tuvo un auge que con el correr del tiempo fue decreciendo. Si bien desató furor inusitado en el último tercio del siglo XVII y durante la primera mitad del XVIII, a partir de la década de 1750 el té comienza a suplantarlo como bebida estimulante de elección popular.
Tras su arribo a las islas británicas al café se le relacionó de inmediato con las actividades intelectuales y la discusión sobria de asuntos importantes. No es mera coincidencia que el primer café inglés se estableciera en Oxford, una ciudad con obvias resonancias eruditas, en tanto que sede de la universidad más antigua del mundo angloparlante. Poco sorprende que en una sociedad tendiente a la binarización genérica, los primeros cafés fueran el dominio casi exclusivo de los varones. Apodados por sus detractores penny universities, dado que cobraban un penique por entrar y tomarse una taza, los cafés eran sitios en los que hombres ilustrados (o con tales aspiraciones) acudían a demostrar ante sus pares su conocimiento sobre temas de actualidad, así como sus talentos retóricos y de raciocinio, en un ambiente de relativa ausencia de clasismo (cfr. Pincus: 814-15; Barrel: 210). La relación café-actividad intelectual no causa en absoluto extrañeza a los lectores modernos. En ese entonces —como ahora— el café era alabado por su capacidad para agudizar y agilizar los procesos mentales e inclusive levantar el estado de ánimo —por un tiempo limitado.
En Comus (1634), uno de los primeros éxitos literarios de John Milton, una de las formas en que el protagonista homónimo intenta seducir a la doncella alrededor de la cual orbita el texto es ofreciéndole un misterioso brebaje en los siguientes términos: “But this will cure all straight; one sip of this / Will bathe the drooping spirits in delight / Beyond the bliss of dreams. Be wise and taste” (vv. 811-813). Desde hace casi un siglo, los entusiastas del café han usado estas líneas para ejemplificar cómo “los poetas ingleses desde Milton hasta Keats han celebrado el café” (Ukers: 550),13 de suerte que este pasaje forma parte de colecciones temáticas de citas de autores famosos que circulan en libros y portales electrónicos con diversos niveles de fiabilidad.
Sin embargo, en pos del rigor histórico, cabe aclarar que muy probablemente el café no es la sustancia que Milton evoca en este poema dramático. Para empezar, su publicación en 1634 antecede por unos 16 años la llegada del café a Inglaterra en la década de 1650.14 Por otra parte, ninguna evidencia interna del texto (por ejemplo, descripción del color, aroma o procedencia del elixir) sugiere que se trate de una preparación hecha con la baya del arbusto coffea arabica. Sin embargo, dada la forma en que se hiperbolizaban las propiedades del café en los siglos XVII y XVIII (entre ellas su efecto euforizante) y tomando en cuenta especulaciones académicas sobre si Milton era patrón habitual de ciertas cafeterías más adelante en su vida (cfr. Dobranski: passim), resulta hasta cierto punto lógico que se intente buscar la presencia de esta bebida en el corpus miltoniano, pese a la falta de evidencia histórica o textual.
Quizá parte de la atribución errónea pueda achacarse también a la presencia manifiesta del café en la obra de otro gran poeta británico, devoto admirador de Milton, quien en la primera de sus epopeyas cómicas —todas ellas, en el fondo, tributos a Milton— caracteriza al café, o, mejor dicho, a sus vapores, como cómplices del acto fatídico del antihéroe. En el tercer canto de The Rape of the Lock (de 1714), Alexander Pope describe la voluptuosa preparación de una bebida, desde la molienda de los granos hasta el momento en que, humeante y aromática, es vertida en una jarra de porcelana y de ahí en la taza de la encantadora heroína Belinda. En este caso sí se trata, abiertamente, de un café.
For lo! the Board with Cups and Spoons is crown’d
The Berries crackle, and the Mill turns round.
On shinning Altars of Japan they raise
The Silver Lamp; the fiery Spirits blaze.
From silver Spouts the grateful Liquors glide,
While China’s Earth receives the smoking Tyde.
At once they gratify their Scent and Taste,
And frequent Cups prolong the rich Repast.
Strait hover round the Fair her Airy Band;
Some, as she sip’d, the fuming Liquor fann’d,
Some o’er her Lap their careful Plumes display’d,
Trembling, and conscious of the rich Brocade.
Coffee, (which makes the Politician wise,
And see thro’ all things with his half-shut Eyes)
Sent up in Vapours to the Baron’s Brain
New Stratagems, the radiant Lock to gain.
Ah cease rash Youth! desist ere ‘tis too late,
Fear the just Gods, and think of Scylla’s Fate! (vv. 97-102).
Estimulado por el aroma del café, el imprudente y ladino barón continúa en su perfidia y, más adelante, corta el rizo de la dama, con lo que pone fin a sus aspiraciones matrimoniales. Los efectos del café en este caso son ciertamente equiparables a los del líquido que aparece en Comus, aunque, como ya vimos, en el texto de Milton no hay ninguna alusión explícita a esta sustancia. Con Pope, en cambio, se trata de un momento histórico en que el café se encontraba en su apogeo. También se sabe que el poeta mismo era un feliz adicto, creyente ferviente de las supuestas propiedades medicinales de sus efluvios. De acuerdo con un biógrafo decimonónico (el primer académico en estudiar la correspondencia y textos personales de Pope), el autor inhalaba el vapor del café como remedio para las migrañas que lo aquejaban (Carruthers, citado por Ukers: 550). De ahí que la presentación mistificada del café en The Rape of the Lock —con una descripción que sugiere un elíxir casi alquímico—, así como la atribución a éste de propiedades psicoactivas inexplicables e impredecibles contribuya al tono y la argumentación serio-cómica del poema. Después de todo, Pope está intentando justificar un acto de vandalismo ocurrido en una fiesta, apelando a los efectos de una droga de reciente conocimiento entre la juventud de entonces.
Cabe notar también la referencia al político somnoliento a quien el café transmuta en sabio casi por arte de magia. Se trata de una broma dirigida a los denominados coffee-house politicians, clientes frecuentes de los cafés que gustaban de emitir opiniones sobre controversias políticas, temas que —a decir de sus detractores— desconocían casi por completo, lo cual derivaba en la trivialización y distorsión de la información (cfr. Cowan: 242). Lo tercero que quiero destacar de esta cita de Pope es la presencia de las mujeres en los rituales en torno al café. Se sabe que los cafés solían ser lugares de sociabilidad masculina, quizá con algunas excepciones.15 Sin embargo, el café mismo no estaba prohibido para las mujeres (cfr. Cowan: 228). Quienes podían permitirse el lujo de tener todo el equipo que se requería para hacer un café —proceso que comenzaba con la trituración del grano e incluso el tostado previo— lo preparaban en casa, espacio del dominio femenino. Las mujeres también podían tomarlo en sitios menos privados, como, por ejemplo, los salones de entretenimiento musical que se pusieron de moda desde mediados del siglo XVIII.
Empero, la relativa dificultad para la elaboración del café fue una de las razones por las cuales su popularidad fue menguando hacia finales de aquella centuria. De acuerdo con los historiadores, este fenómeno también puede atribuirse a una supuesta caída en la calidad del producto cuando dejó de importarse desde la región de Arabia y comenzó a llevarse a Gran Bretaña desde el Caribe, donde, supuestamente, los arbustos eran de una estirpe menor y eran cultivados por manos inexpertas (cfr. Intile: 44). Esta presunta degradación del café, sin embargo, parece intrascendente a ojos de Mary Lamb, escritora romántica que en “The Coffee Slips” (1810) —atribuido erróneamente a su hermano Charles Lamb (cfr. Hussey: 7)— elogia la memoria del capitán francés que llevó la planta por primera vez a una isla caribeña. El poema es suficientemente corto como para incluirlo en su totalidad:
Whene’er I fragrant coffee drink,
I on the generous Frenchman think,
Whose noble perseverance bore
The tree to Martinico’s shore.
While yet her colony was new,
Her island products but a few,
Two shoots from off a coffee-tree
He carried with him o’er the sea.
Each little tender coffee slip
He waters daily in the ship,
And as he tends his embryo trees,
Feels he is raising midst the seas
Coffee groves, whose ample shade
Shall screen the dark Creolian maid.
But soon, alas! his darling pleasure
In watching this his precious treasure
Is like to fade,-for water fails
On board the ship in which he sails.
Now all the reservoirs are shut,
The crew on short allowance put;
So small a drop is each man’s share,
Few leavings you may think there are
To water these poor coffee plants;-
But he supplies their gasping wants,
Even from his own dry parchëd lips
He spares it for his coffee slips.
Water he gives his nurslings first,
Ere he allays his own deep thirst
Lest, if he first the water sip,
He bear too far his eager lip.
He sees them droop for want of more;-
Yet when they reach the destined shore,
With pride the heroic gardener sees
A living sap still in his trees.
The islanders his praise resound;
Coffee plantations rise around;
And Martinico loads her ships
With produce from those dear-saved slips
Si bien los lectores modernos podríamos regodearnos en notar la ironía de los versos finales —donde los isleños alaban al heroico jardinero que les lleva un producto que habrían de cultivar sin descanso, como esclavos— la voz poética no parece, en absoluto, sarcástica o ambigua, sino celebratoria de la vida de las plantas que tanto placer causan a quienes degustan el fragante elixir de su fruto. Empero, esta aparente falta de sensibilidad humana podría explicarse por el propio decrecimiento en la demanda del café. A diferencia del té, que al ser consumido en grandes cantidades requería la incesante importación de azúcar, para el momento en que Lamb escribe este poema, el café y la cultura de los cafés habían perdido muchos adeptos, por lo que beber café era una actividad menos conspicua y, por tanto, menos controvertida. La clase trabajadora no podía pagarlo, mientras que las personas acomodadas con frecuencia preferían reservar su degustación para sus viajes a otras ciudades europeas como París o Viena, donde la atmósfera bohemia seguía permeando la café-manía de formas que ya no sucedían en Inglaterra (Intile: 41).
Chocolate
Quise dejar para el final la sustancia que guarda una relación más entrañable con nosotros los mexicanos, el chocolate. Este alimento procedente de un árbol americano de la familia de las malváceas (Theobroma cacao) no siempre ha sido el ingrediente indispensable de repostería a nivel mundial que es ahora.16 A ojos europeos, fue otro de los felices descubrimientos que trajo consigo la exploración, conquista y explotación del continente americano. Entre las culturas prehispánicas, como habremos de recordar, no sólo se utilizaba como alimento, sino que se llegaba a usar también como tributo o divisa (cfr. Coe y Coe: 98-101). Tras la conquista de México y las regiones circundantes en el siglo XVI, los españoles comenzaron a importar el cacao a su país y, más tarde, al resto del viejo continente, donde suscitó revuelo, curiosidad e inclusive temor. Como sucedería más adelante con el té y el café, el cacao fue incorporado de inmediato a la farmacopea renacentista y se le atribuyeron múltiples propiedades curativas. Poco a poco los europeos fueron descubriendo otras de las razones por las cuales era un cultivo tan apreciado entre los mesoamericanos. Comenzó a valorársele, por ejemplo, por su aroma, por su sabor amargo y astringente y por su capacidad para generar sensación de calor corporal —inclusive cuando se tomaba frío (cfr. Jones). A estos factores positivos se le sumaron su cualidad de exótico y las asociaciones con el mito del buen salvaje.17
Cuando los británicos le sumaron la leche al azúcar con que lo tomaban los españoles —que sustituyó la miel de agave usada en América—, no hubo marcha atrás en el desarrollo de la adicción al chocolate.18 Como apuntan los científicos especializados en alimentos, el chocolate con leche tiene el balance perfecto de grasa y dulzor que el paladar humano encuentra irresistible (cfr. Drewnowski: 267). A la postre, la importación de este nuevo placer a la dieta europea también habría de tener repercusiones funestas en términos de explotación humana. El principal proveedor de cacao a Gran Bretaña era Jamaica, colonia que arrebataron a los españoles en 1655 y cuya base económica era la agricultura con mano de obra esclava. Sin embargo, a consecuencia de una plaga acaecida en 1670, de un terremoto que destruyó la mayoría de los cultivos a principios del siglo XVIII (cfr. Coe y Coe: 193-194), así como de regímenes fiscales desfavorables, durante más de un siglo el costo del chocolate resultaba prohibitivo para la mayoría de la población, por lo que su consumo era limitado (cfr. Loveman: 30-31). Al igual que con el café, esto último explica en parte la aparente incongruencia de los discursos abolicionistas decimonónicos que se pronunciaban con firmeza e insistencia en contra del té y otros artículos endulzados con azúcar, pero pocas veces mencionaban el chocolate. La controversia en torno a este último más bien emanaba de los usos que se le daban y los comportamientos con los que se le relacionaba.
Pero vayamos por pasos. Hablemos primero de su inserción en oídos y paladares británicos. Fue Bernal Díaz del Castillo quien en 1576 llevó la noción del chocolate por primera vez a lectores europeos al relatar cómo en Quiahuistlán (un poblado de Veracruz) “cinco Mexicanos” [sic] recaudadores de Moctezuma, fueron recibidos con comida y “mucho cacao, que es la mejor cosa que entre ellos beben” (129). El primer libro completo dedicado al chocolate tardaría casi medio siglo más en redactarse. Se trata del Curioso tratado de la naturaleza y calidad del chocolate (1631), escrito por Antonio Colmenero de Ledesma. Nueve años después, apareció la primera traducción al inglés, llevada a cabo por James Wadsworth, bajo el pseudónimo de Don Diego de Vades-forte (cfr. Jones). La segunda edición, de 1652, ostenta un título más rimbombante: Chocolate: Or, an Indian Drinke, by the Wise and Moderate Use Whereof, Health is Preserved, Sicknesse Diverted, and Cured, Especially the Plague of the Guts. Cabe mencionar, como nota curiosa, que el primero en vender chocolate en Inglaterra fuera de los círculos aristocráticos fue precisamente Wadsworth, en asociación con el dueño de la imprenta-librería que distribuía su traducción de Colmenero, junto con pequeños recetarios en forma de panfleto (cfr. Loveman: 29). Como lo indica el título de la segunda edición, al igual que el té y el café, el chocolate en un principio se promovía como tónico saludable. Entre los beneficios que se le adjudicaban a este último, de forma particular estaban su supuesto potencial de corregir estados de ánimo melancólicos y generar sensación de euforia.19 También tenía fama de incrementar no sólo la libido sino inclusive la fertilidad de sus consumidores (cfr. Coe y Coe: 150; Graziano: 133). Esta conexión entre eros y el cacao se anticipa un par de siglos a la tradición comercial moderna que cada año permite a la industria chocolatera hacer su agosto a mediados de febrero.20
Por otra parte, dados los prejuicios europeos sobre la presunta voluptuosidad y tendencia a la holgazanería de las civilizaciones asentadas en zonas tropicales, la procedencia americana del cacao —y el placer derivado de su consumo— pronto comenzaron a colorear la representación del chocolate con tonalidades pecaminosas. Claro, en el imaginario anglosajón protestante la suntuosidad con facilidad se traduce en inmoralidad. De este modo, desde las primeras décadas del siglo XVIII es frecuente encontrar ejemplos literarios en los que las chocolaterías y la ingesta de chocolate muestran carices de decadencia y depravación. Por ejemplo, la escena inicial de The Way of the World (1700) de William Congreve, pieza teatral que epitomiza el género de la comedia de costumbres, está ambientada en una chocolatería londinense donde los libertinos Fainall y Mirabell juegan cartas, hacen apuestas y hablan de sus amoríos tomándose unos ricos tazones de néctar de cacao. En uno de los intercambios iniciales, Mirabell le dice a su amigo: “You have a Taste extremely delicate, and are for refining on your Pleasures” (Acto I, escena 1: 324-325). Por el lugar en el que conversan y la acción que presumiblemente realizan los actores en escena —esto es, dar sorbos a un par de elegantes tazones— podríamos pensar que están hablando de la bebida que allí degustan, pero, desde luego, como buenos réprobos de la Restauración, los placeres a los que hacen referencia en este caso son los juegos de cartas y el consumo de mujeres. Esta escena, con todas sus implicaciones sexistas, sin duda resulta chocante a nuestras sensibilidades modernas, pero es también una ilustración perfecta de la época. Asimismo, hay que decirlo, gran parte del propósito de The Way of the World es señalar los vicios de Fainall y reformar el comportamiento licencioso de Mirabell mediante la negociación de un lazo matrimonial basado tanto en la atracción física como en el entendimiento mutuo entre éste y la indómita Millamant.
Si bien las chocolaterías en sus inicios eran espacios relacionados con este tipo de interacciones entre varones, el chocolate no era en absoluto una prerrogativa masculina. Dadas sus asociaciones con la fertilidad, algunos escritores médicos recomendaban su consumo entre las féminas (cfr. Coe y Coe: 171), mientras que comentaristas sociales alarmistas y literatos satíricos sembraban en sus textos la imagen de la mujer lasciva adicta al chocolate, a la manera de los anuncios actuales de las paletas Magnum en México.21 Y como en las sociedades cristianas los pecados capitales gustan de hacerse compañía unos a otros, a la lujuria y la gula chocolatera frecuentemente se les unía la pereza en las representaciones literarias del consumo femenino de chocolate.
En un poema publicado en 1707 (y reeditado en múltiples ocasiones a lo largo del periodo), Mathew Prior relata la tragicómica historia del pobre, viejo —e impotente— Hans Carvel, quien:
Married a Lass of London mould:
Handsome enough; extremely gay;
Loved music, company, and play:
[…]
But when no very great affair
Excited her peculiar care,
She without fail was wak’d at Ten,
Drank Chocolate, then slept again (82-84).
Como lo insinúa el texto en éste y otros pasajes, el chocolate ayuda a la joven a sustituir parte de las deficiencias de su esposo, favoreciendo sueños placenteros. Es importante notar cómo la degustación de chocolate en la cama encaja a la perfección con los clichés habituales de las representaciones de matrimonios entre hombres viejos y jóvenes citadinas, lo cual sugiere que la bebida misma no es necesariamente la causa sino, más bien, el repositorio de ansiedades sociales siempre presentes en la literatura satírica.
Asimismo, mientras que el café y los cafés se vinculaban de manera directa con la discusión intelectual y política, el chocolate se relacionaba con la frivolidad. De acuerdo con Kate Loveman, en las primeras décadas de su inserción las chocolaterías no sólo se situaban en los barrios más exclusivos de Londres, sino que su decoración misma sugería lujo y vanidad. Se sabe, por ejemplo, que en White’s Chocolate House un enorme espejo (un objeto muy costoso en ese entonces) cubría una de sus paredes y se sospecha que otras chocolaterías tenían ornamentos similares (Loveman: 35). No es coincidencia, entonces, que en el número inicial de The Tatler (1709-1711), considerada como la primer revista literaria inglesa, Richard Steele, bajo el pseudónimo de Isaac Bickerstaff, informe a sus lectores con tono burlón que todos los asuntos relativos a “Gallantry, Pleasure, and Entertainment, shall be under the Article of White’s Chocolate-house; Poetry, under that of Will’s Coffee-house; [and] Learning under the title of the Graecian [coffee-house]” (Mackie: 50). Como puede observarse en esta cita, cada lugar tenía asociaciones temáticas de acuerdo con su clientela habitual.
Cabe notar, sin embargo, que escritores como Steele se encargaban de reforzar los estereotipos de los establecimientos y los productos que se consumían en ellos no sólo como un recurso humorístico sino también con fines taxonómicos, de economía sintáctica y de experimentación literaria. Al utilizar como encabezados de sus ensayos literarios el nombre de locaciones reales con asociaciones temáticas predeterminadas, el autor podía generar expectativas y conjurar imágenes mentales de forma inmediata entre sus lectores, al tiempo que se procuraba de un hilo conductor para dar coherencia a opiniones que de otro modo parecían ideas sueltas; todo esto mediante una astuta mezcla de ficción y realidad que fascinaba a las audiencias dieciochescas y continúa capturando la atención de lectores (y espectadores de medios audiovisuales) en nuestros días.
Con el correr del tiempo, los ataques al chocolate como sustancia promotora de comportamientos lúbricos fueron perdiendo fuerza en las representaciones literarias. No obstante, sus connotaciones de estatus social perduraron durante más de un siglo. Por ejemplo en A Simple Story (1791), de Elizabeth Inchbald, se hace énfasis en el hecho de que el otrora modesto Dorriforth, tras heredar una vasta fortuna y ser ungido como Lord Elmwood, adopte la ostentosa costumbre de acompañar su desayuno o su colación vespertina con una taza de chocolate. Al igual que otros novelistas domésticos de la época, Inchbald utiliza detalles en apariencia insignificantes —como las preferencias dietéticas de los personajes— como estrategia de caracterización y de enriquecimiento de la diégesis, añadiendo dimensiones implícitas de clase y género. Algo similar puede observarse en varios de los relatos que integran Tales of Fashionable Life (1809-1812) de Maria Edgeworth, en los que el chocolate líquido con frecuencia sirve como maridaje ideal para los comestibles finos que engullen los barones, condes y duquesas que protagonizan cada historia.
Los avances tecnológicos generados por la Revolución Industrial en el siglo XIX habrían de transformar el consumo del chocolate, tanto en la práctica como en la literatura. Los procesos manufactureros que permitieron separar la manteca de cacao del denominado “licor” de cacao, hicieron posible la fabricación masificada de barras de chocolate con leche a precios cada vez más bajos (cfr. Coe y Coe: 232-241).22 Dado que este formidable cambio trajo consecuencias casi inmediatas en las prácticas dietéticas —y puesto que, por lo general, los niños y jóvenes son los primeros en adoptar las novedades— las concepciones sobre, y los hábitos de ingesta del chocolate llegaron a epitomizar la brecha generacional entre viejos dieciochescos y jóvenes decimonónicos. Este fenómeno puede atestiguarse, por ejemplo, en Bleak House (1853) de Charles Dickens. Si bien por su año de publicación esta novela se sale del marco temporal de interés para este ensayo, basta mencionar (casi a manera de epílogo) que el chocolate aparece en ella como un guiño irónico. En una de las múltiples tramas entrelazadas, Miss Flite, una anciana de abolengo empobrecida que acude diariamente a un juzgado con la esperanza de escuchar noticias favorables sobre su herencia, lamenta con gravedad no poder ofrecer chocolate —que a su juicio parecería un gran lujo— a sus visitas. El patetismo excesivo de su pesadumbre por la carencia de una bebida que ella considera elegante, pero que para el momento en que se desarrolla Bleak House ya es de uso común, la expone ante otros personajes (y lectores) más jóvenes como alguien fuera de contacto con la realidad, lo cual contribuye a caracterizarla como excéntrica conmovedora.
Según el color del cristal con que se mira
Como se ha visto a lo largo de este ensayo, la necesidad creada por el chocolate, el café, el té y, sobre todo, el azúcar con que se sazonaban estas tres sustancias sirvió para estampar ambas caras de una misma moneda política. Por una parte, constituyó el eje central que sostuvo las campañas para justificar el proyecto colonial británico en el Caribe durante los siglos XVII y XVIII. Por otra, fungió como base de argumentación para los detractores del imperialismo y su oscuro aliado forzado, la esclavitud. Oscilando entre estos dos polos ideológicos, las representaciones literarias de estas tres bebidas revelan tanto, o más, sobre las preocupaciones sociales de cada periodo histórico, los propósitos de los textos que las contienen, así como las agendas y preferencias estilísticas de los autores, que sobre las características físico-químicas de éstas. Como espero haber mostrado, la cafeína y su maridaje consustancial con el azúcar no son lo único que estos exóticos, ilustrados y polémicos placeres del imperio tienen en común.