Por qué el dolor de cada día se traduce en nuestros sueños tan constantemente en la escena repetida de la narración que se hace y nadie escucha? Primo Levi
Pero durante mucho tiempo no supimos nada. Las abejas se habían dado cuenta, pero nosotros no. Ahora, si noto algo raro, me fijaré en ellas. En ellas está la vida. Apicultor anónimo, citado por Svetlana Aleksiévitch
La serie de ficción televisiva ha ido delineando, según distintos autores, una época de complejidad narrativa bastante innovadora desde el punto de vista de sus procedimientos narrativos y estilísticos, así como provocadora desde el punto de vista de sus efectos políticos.1 Expresivas de este movimiento son un número significativo de series dramáticas distópicas, como por ejemplo aquellas que especulan sobre un futuro sombrío, o aquellas que recrean un evento traumático de nuestro pasado, lo actualizan y señalan un futuro amenazado.2 En este segundo grupo se destaca la miniserie Chernobyl, creada por el guionista Craig Mazin y emitida por el canal hbo en mayo de 2019. Con tan sólo cinco capítulos y una puesta en escena notablemente realista del desastre nuclear soviético de 1986, la miniserie tuvo una inmensa repercusión en el público internacional y críticas que generaron un conjunto de debates, tanto sobre la inminencia de nuevos desastres nucleares como sobre las actuales mentiras y manipulaciones del Estado.
Décadas antes de Chernobyl, sin embargo, la miniserie Holocausto, de Marvin Chomsky, realizada en 1978 para la cadena norteamericana NBC, ya había sacudido la forma en que el mundo percibía la masacre étnica promovida por la Alemania nazi. Esta miniserie redefinió las políticas gubernamentales en Estados Unidos y Alemania e instauró, según historiadores y estudiosos, una centralidad inédita del testimonio en el campo de la cultura. De acuerdo con la historiadora francesa Annette Wieviorka, en su libro seminal L’ère du témoin (2009), la serie Holocausto inaugura una “era del testigo”3 e instituye, de este modo, un nuevo paisaje mnemotécnico en el ámbito de los medios de comunicación, la cultura y la política.
¿Tendrán Chernobyl, u otras series por venir, la oportunidad de hacerse eco del acontecimiento inaugurado por la miniserie Holocausto? ¿Podrán las series dramáticas contemporáneas profundizar y difundir los debates en curso sobre las catástrofes políticas y ambientales actuales y futuras? ¿Qué puede hacer el audiovisual ante la violencia de Estado, el ascenso de los autoritarismos, un pasado traumático y un futuro amenazado? ¿Qué pueden hacer las narrativas seriadas y mediáticas ante el vértigo distópico de nuestro tiempo, los cataclismos ambientales, las pandemias globales, las imágenes del fin del mundo?
Estas son las preguntas que nos gustaría desarrollar, explorando las relaciones entre las políticas de la memoria, la pedagogía y la imaginación, ya que el trabajo de la imaginación, especialmente en nuestra sociedad marcada por la catástrofe y mediada por la imagen, constituye, más que nunca, una tarea política. Como ha postulado el filósofo e historiador de las imágenes Georges Didi-Huberman, cuyas reflexiones sobre la relación entre visibilidad y legibilidad guiarán el recorrido aquí propuesto, el carácter “inimaginable” de las violencias de Estado y las catástrofes humanas, políticas y ambientales debe ser visto y leído como una invocación, un llamado a la acción —tan difícil como necesario— para disponernos, a pesar de todo, a imaginar. Porque es allí, frente a la dimensión “impensable” e “irrepresentable” de la violencia traumática, donde deben trabajar el pensamiento y las imágenes de nuestro tiempo.
Holocausto y el nuevo paisaje de la memoria
Cuando Holocausto se emitió por primera vez en abril de 1978, los creadores de la serie norteamericana no podían imaginar el impacto que tendría la obra en los Estados Unidos y Europa. Dirigida por Marvin Chomsky y escrita por Gerald Green, quien luego la convirtió en una novela, la serie transmitida por el canal de televisión NBC fue vista por 120 millones de espectadores solamente en los Estados Unidos. Al año siguiente, el éxito aterrizó en Alemania Occidental, donde se estima que 20 millones de personas (casi el 40% de la población alemana en ese momento) vieron las nueve horas y media de duración de la obra, divididas en cuatro capítulos. La repercusión fue tan grande que, incluso antes de la emisión del primer capítulo, Peter Naumann, miembro de la extrema derecha alemana con un vasto historial de actividades terroristas, hizo estallar dos torres de televisión para impedir su emisión, privando a 100 000 alemanes del destino trágico de la familia Weiss.
Si en los Estados Unidos y Alemania la serie causó conmoción nacional, al haber sacado de la invisibilidad y el silencio un hecho histórico decisivo para el siglo XX —y, por increíble que pueda parecer, hasta ese momento todavía poco presente en el debate público norteamericano y europeo—, las reacciones críticas hacia ella fueron igual de elocuentes. Elie Wiesel, sobreviviente de la destrucción masiva de judíos europeos, radicado en los Estados Unidos desde la década de 1950, reaccionó con severidad en un artículo del diario The New York Times, considerando la serie “irreal, ofensiva y barata” (citado por Wieviorka 2009: 131). Para Wiesel, el autor de la obra testimonial La nuit (2007), así como para otros supervivientes, la serie, una “ópera kitsch”, banalizaba y trivializaba el Holocausto, al convertirlo en una telenovela: el Holocausto sería a partir de ese momento “medido y juzgado por la producción televisiva que lleva su nombre” (JTA y Toby Axelrod: §4).
Pero lo que pasó fue más que eso. Wiesel no podía prever que la propia serie haría que la palabra holocausto, hasta entonces poco utilizada, con una connotación religiosa y sacrificial, ingresara definitivamente en el léxico del vocabulario mundial. Recordemos que hasta la aparición de la serie Holocausto, en el debate público norteamericano y europeo, la expresión más utilizada por los historiadores era “la destrucción de los judíos europeos”, consagrada por el libro homónimo del historiador Raul Hilberg, un “ladrillo” de dos tomos publicado originalmente en los Estados Unidos en 1960.4 Presente en el libro del Génesis como sinónimo de sacrificio, el término holocausto, según diferentes críticos,5 daría a la muerte un carácter voluntario y pasivo, al establecer un sentido de inevitabilidad histórica y divina, como si el exterminio judío fuera un destino ya trazado hace dos mil años para la expiación de una culpa originaria. En su lugar, los investigadores han preferido el término hebreo Shoah, que aunque también está presente en los textos bíblicos, nombra una destrucción radical, desastre o devastación, que dejaría la tierra arrasada, reducida a polvo, a la nada.
Al cruzar el destino de dos familias alemanas, una nazi, la familia Dorf, y la otra judía, la familia Weiss, la miniserie Holocausto personalizó la Shoah, ofreciendo un rostro humano al genocidio a través de una familia “típica”, que encarnaba el destino del judaísmo alemán. Según Annette Wieviorka (2009: 133), la serie tuvo como consecuencia en los Estados Unidos el mismo efecto que el Proceso Eichmann provocó en Israel a partir de 1961: desencadenar en los supervivientes un deseo ardiente, y bastante nuevo, de testimoniar y narrar lo vivido en los campos de exterminio. Actitud poco frecuente hasta ese momento, ya que el silencio, la vergüenza y la culpa de quienes regresaron de los campos de la muerte prevalecieron incluso después de décadas de que finalizara la Segunda guerra mundial. A partir de entonces, el testimonio gana un estatuto nuevo y comienza a ocupar un lugar central, hasta ahora inédito, en el espacio público.
Para Wieviorka, a raíz de las emociones y controversias que siguieron en los Estados Unidos, Alemania y Francia, se produce una mutación sin precedentes. La serie Holocausto se convierte en el disparador de un nuevo “paisaje memorial” donde se combinan varios elementos: la modificación de la imagen del superviviente (marcada hasta entonces por la culpa y la vergüenza de haber sobrevivido), la transformación de la identidad judía (a través del orgullo de la supervivencia posibilitado por el testimonio) y los usos políticos de la memoria del genocidio (con las nuevas pedagogías de la Shoah empleadas tanto para fortalecer una cultura democrática inclusiva en los Estados Unidos como para legitimar el carácter entonces expansionista del Estado de Israel). El propio presidente Jimmy Carter, que gobernó los Estados Unidos de 1977 a 1981, declaró el impacto6 que le generó la serie e inició el proceso de creación de un museo nacional dedicado al Holocausto, que se fundaría en 1993 como el United States Holocaust Memorial Museum. Con el museo comienza una nueva forma de pedagogía, transmisión y “americanización del Holocausto”,7 caracterizada ahora por la idea de supervivencia y superación. Asimismo, como parte de este nuevo paisaje testimonial, comienzan a crearse archivos públicos y privados a principios de la década de 1980 para recopilar, en forma de video, los testimonios de aquellos que los norteamericanos llamarían de ahora en más “sobrevivientes” (“survivors”).
Por mencionar algunos ejemplos importantes, en 1982 la Universidad de Yale abre las puertas de su archivo de testimonios audiovisuales, llamado Fortunoff Video Archives for Holocaust Testimonies. En la década siguiente, el archivo ya sumaba alrededor de 3 600 testimonios, cerca de 10 000 horas de entrevistas recogidas en varios países, como Grecia, Bolivia, Eslovaquia, Francia, Bélgica, Alemania, Israel, Argentina, Serbia, Polonia, Bielorrusia y Ucrania. En 1994, es Steven Spielberg, a partir de su película La lista de Schindler (1993), quien crea la Survivors of the Shoah Visual History Foundation, cambiando la escala —ahora industrial— de la colección de testimonios. Para dimensionar el emprendimiento, en 1995, sólo un año después de su inicio, la Fundación Spielberg ya había recogido en los Estados Unidos, Europa, Sudáfrica e Israel casi 20.000 testimonios en video. Se hacía necesario, para la fundación, entrevistar a todos los supervivientes vivos y entrevistables en ese momento, alrededor de 300 mil, y encontrarlos dondequiera que estuvieran. Así, como señala Wieviorka (2009: 143-144), los archivos de video de los testimonios de sobrevivientes de la Shoah nacen tanto de la repercusión de una serie de televisión (Holocausto) como de la repercusión de una película (La lista de Schindler). Ambas obras de ficción, que tuvieron un inmenso éxito de público, están en el origen de las iniciativas más importantes en la recolección de testimonios del genocidio.
Sin embargo, como también señala la historiadora, si por un lado los supervivientes de la Shoah declararon en contra de la serie Holocausto para hacer oír otra voz; por el otro, testificaron en simbiosis y complementaron la película La lista de Schindler. Así, mientras que los archivos de Yale querían mostrar la experiencia única de aquellos que sobrevivieron, como quien estuvo “en otro planeta” (en la expresión de Elie Wiesel), el proyecto de Spielberg, por el contrario, se dedicó a mostrar gente ordinaria, gente común, que sobrevivió al naufragio de la guerra y lo superó. El acento de la fundación Spielberg es, por lo tanto, diferente al de los iniciadores de Yale. Para la fundación, la persona del superviviente debería ser, según Wieviorka, sustituida por el concepto de transmisión y, podríamos añadir, de superación. Con el “happy end” de La lista de Schindler, es decir, su final francamente tranquilizador, ya no se trataba de constituir archivos orales de la Shoah, con todas las diferencias políticas, sociales y culturales de quienes pasaron por la masacre, sino de “archivos de supervivencia” individual (Wieviorka 2009: 148).
En Alemania Occidental el impacto de la serie Holocausto fue inmediato, y esto llevó al Parlamento alemán a revocar el estatuto que limitaba la acusación de los crímenes de guerra. Como comentó el director Marvin Chomsky, ésta fue quizás la primera vez que “una nación promulgó una ley directamente afectada por la exhibición y la respuesta a un programa de televisión” (citado por JTA y Toby Axelrod: §17). Como consecuencia, las autoridades alemanas comenzaron a investigar y procesar a los criminales de guerra nazis, mientras que los jóvenes del país, en un proceso de interiorización del alcance y horror perpetrado por el nazismo, comenzaron a interrogar a sus padres y vecinos, promoviendo un verdadero ajuste de cuentas histórico y generacional. Reeditada en 2019 en Alemania, en el 40˚ aniversario de la serie, en un contexto en el que se daba la ascensión del partido de extrema derecha Alternativa para Alemania (AFD) y de creciente negacionismo histórico y antisemitismo,8 como comentó el periódico Der Spiegel, quizás con cierta exageración, una serie de televisión estadounidense “trivial” había logrado a fines de la década de 1970 hacer lo que cientos de libros, obras de teatro, películas y documentales sobre los campos de concentración no habían logrado en tres décadas de historia de posguerra: “informar a los alemanes sobre los crímenes cometidos en su nombre ” (citado por JTA y Toby Axelrod: §14).
Como nos demuestra de manera paradigmática la historia cultural de la recepción y repercusión de la serie Holocausto, el papel de una serie dramática de televisión en la afectación y movilización de sus espectadores, a partir de una especie de “política de las emociones”,9 se tornó decisivo en el establecimiento de un nuevo paisaje testimonial, en la configuración de nuevas políticas de Estado y en la concreción de un ajuste de cuentas intergeneracional a fines de los años setenta y principios de los ochenta, teniendo como consecuencia una serie de acciones políticas y culturales. Sin embargo, es necesario preguntarse: ¿habrá sido la serie Holocausto realmente responsable del estallido de testimonios en el espacio público norteamericano o, más bien, fue una suerte de respuesta a demandas sociales reprimidas y deseos no nombrados a causa de un proceso de silenciamiento y represión histórica? ¿Será que, paralelamente a la producción y posterior difusión de la serie, no había un desarrollo progresivo de elaboración de la memoria colectiva que estableciera las condiciones —políticas, sociales y cognitivas— de escuchar los testimonios? En todo caso, si esta gigantesca toma de poder por parte de los sobrevivientes, desde finales de la década de 1970 en adelante, configuró, como meticulosamente demuestra Wieviorka, una “era del testigo”, es decir, una “revolución historiográfica y cultural sin precedentes” (2009: 150), es porque este fe nómeno formó parte de un efectivo “giro subjetivo” (Sarlo: 19)10 en el ámbito de las ciencias humanas, en diferentes partes del mundo y disciplinas, desde la sociología de la cultura a la microhistoria, de la antropología hasta los estudios culturales.
Como uno de los desdoblamientos de la serie, no podemos dejar de mencionar el monumental documental Shoah de Claude Lanzmann, de nueve horas y media de duración, realizado a lo largo de 12 años en varios países (Francia, Alemania, Polonia, los Estados Unidos, Grecia, Israel), compuesto enteramente por testimonios de sobrevivientes (incluidos algunos verdugos nazis y campesinos polacos) y completamente desprovisto de imágenes de archivo o cualquier intento de representarlos (como lo hace Holocausto al recrear imágenes icónicas de la deportación). Por todo esto, este documental sigue siendo una respuesta del obstinado Lanzmann y del medio cultural francés a la “trivialidad” de la miniserie Holocausto. Estrenada en 1985 en Francia con enorme repercusión crítica, Shoah es considerada hasta hoy uno de los pilares artísticos de la historia del documental moderno, conciliando ética y estética, forma y moral, ya que la palabra singular de los testigos entra definitivamente en escena y la verdad se encarna en el cuerpo de cada sobreviviente. No por casualidad la obra de Lanzmann también contribuyó a difundir la palabra hebrea Shoah, en lugar de Holocausto, en los medios intelectuales y culturales europeos y norteamericanos, bajo una especie de guerra semántica que llevó a cabo el director.11
Pero los desdoblamientos de la serie de televisión no terminan ahí. En 1978, en el contexto de la conmoción nacional producida por Holocausto, agentes de la CIA decidieron reabrir archivos estatales y reexaminar un conjunto de fotografías de reconocimiento aéreo capturadas en abril de 1944 por bombarderos estadounidenses. Estas fotografías captaban el momento en que los pilotos sobrevolaban la región de Silesia en busca de una fábrica de armamentos y grabaron sin saberlo imágenes aéreas de Auschwitz. Al regresar a Inglaterra, los analistas militares aliados identificaron los objetivos industriales de la planta armamentista, pero no vieron los techos de los cobertizos de las cámaras de gas y los hornos crematorios del complejo de Auschwitz Birkenau. Como señala el cineasta y artista alemán Harun Farocki, en su ensayo cinematográfico Imágenes del mundo, inscripción de la guerra (1988), los pilotos buscaron plantas de producción de armas y las encontraron, pero no fueron capaces de ver las plantas de destrucción de vidas, mucho más grandes, que se encontraban al lado, en el campo de sus imágenes aéreas. Como queda de manifiesto, aunque la realidad de la masacre estuviera presente bajo los ojos de los dos pilotos, además de grabada e inmortalizada por un dispositivo técnico para su posterior análisis, el complejo industrial del campo de exterminio no fue visto por nadie, no fue identificado ni reconocido como tal.
Interrogando este conjunto de fotografías de reconocimiento aéreo, Farocki discute, a través de sus operaciones de montaje siempre dialécticas, de qué modo las imágenes técnicas participan con frecuencia en los procesos de producción y, simultáneamente, en los procesos de destrucción materializados en este caso por el doble sentido de la palabra alemana Aufklärung: por un lado, iluminación, privilegio de la razón, Iluminismo; por el otro, reconocimiento aéreo militar. Lo que Imágenes del mundo, inscripción de guerra revela y cuestiona, heredando sin duda y continuando el debate sobre la Dialéctica de la Ilustración de HYPERLINK \l "mkp_ref_004" ), es la zona ciega alrededor de las imágenes de vigilancia y reconocimiento, o, en otras palabras, la dimensión de la barbarie que habita el interior de los procesos técnicos y racionales. Por eso, la película lanza una pregunta ineludible: ¿cómo es posible hacer imágenes para no ver —o no querer ver— lo que pasa?12
Por ironías de la historia, fue gracias a la conmoción provocada por una serie de televisión “melodramática” y “kitsch” que, en 1978, agentes de la CIA pudieron finalmente vislumbrar aquello que el ojo humano parecía no poder o no querer ver en el momento de la toma de las fotografías. Pudieron finalmente ver aquello que siempre estuvo ahí.
Chernobyl y la posibilidad de la ruina
La historia de la recepción y repercusión de la serie Holocausto puede ofrecernos una especie de “lente de lectura”, de mediación posible, para la comprensión de los diversos procesos culturales, políticos y subjetivos que marcaron la segunda mitad del siglo XX desde la posguerra. Sin embargo, ante las crudas cicatrices y las secuelas del pasado, nos vemos llevados a indagar en nuestro propio presente con esa misma lente. Por lo tanto, cabe preguntarse una vez más: ante un contexto global de disputa por la verdad, manipulación de la información, negacionismo y revisionismo histórico, ¿qué puede hacer el cine en general y las series de televisión en particular? La respuesta no es ni simple ni directa, pero, como se ve, su escrutinio se hace más necesario que nunca.
Creada por el guionista estadounidense Craig Mazin, producida por el canal HBO y transmitida a nivel mundial del 6 de mayo al 3 de junio de 2019, la miniserie de televisión Chernobyl fue recibida con rotundo éxito del público y la crítica especializada. Esta serie parecía actualizar, siguiendo el rastro de su antecesora Holocausto, las preguntas que el cine moderno se viene haciendo con insistencia: ¿Cómo filmar la catástrofe? ¿Cómo filmarla de manera justa, precisa, rigurosa, incluso cruel, rechazando las soluciones tranquilizantes, bellas y espectaculares? ¿Cómo podría el cine traspasar los límites de la representación y llegar a tensar estas fronteras limítrofes, sin caer en la tentación de querer suprimir la distancia entre la experiencia vivida y su narración posible?13
Durante décadas, este cine moderno desarrollado después de la Segunda guerra mundial, que también podríamos llamar “el cine después de los campos”, según la definición de Serge Daney (1992), ha trabajado y elaborado con diligencia, narrativas en el ámbito de la ficción, desde el documental y el ensayo, que tematizaron las consecuencias históricas y las secuelas psíquicas provocadas por la sucesión de violencias y desastres que marcaron implacablemente el siglo XX, y siguen teniendo un impacto devastador en el XXI. Al recoger testimonios de sobrevivientes del genocidio, recrear momentos traumáticos, reconstituir contextos políticos autoritarios y construir verdaderos archivos audiovisuales, compuestos por documentos sonoros e imagéticos, el cine y la televisión han podido, desde el siglo pasado, crear un paisaje mnemónico indeleble, que participa activamente en la dinámica política, cultural y social, y muchas veces anticipa el trabajo de los historiadores.
Como se aprecia en diferentes obras de directores, tales como Claude Lanzmann (Shoah, Francia, 1985), Harun Farocki y Andrei Ujica (Videogramas de una revolución, Alemania, 1992), Joana Hadjithomas y Khalil Joreige (Quiero ver, Líbano, 2008), Elia Suleiman (Lo que queda del tiempo, Palestina, 2009), Susana de Sousa Dias (48, Portugal, 2009), Patricio Guzmán (Nostalgia por la luz, Chile, 2010), Rabih Mroué (Revolución en píxeles, Líbano, 2012), Rithy Panh (La imagen que falta, Camboya, 2013), Anita Leandro (Retratos de Identificación, Brasil, 2014), Adirley Queirós (El blanco sale, el negro es, Brasil, 2014), Vincent Carelli (Martirio, Brasil, 2016) y João Moreira Salles (El intenso ahora, Brasil, 2017), por mencionar algunos ejemplos, varias de las películas más inquietantes y perturbadoras producidas en la actualidad son las que logran construir una escritura para el trauma, político, histórico o personal, haciendo de su dimensión “irrepresentable” un principio de invención formal, y no una imposibilidad.
Estas obras, al transitar entre el documental, el ensayo, la propia puesta en escena, la autobiografía, el testimonio y la ciencia ficción, se dedican, cada una a su manera, a crear archivos de violencia de Estado ante los intentos de borramiento de los vestigios, o incluso ante su inexistencia. En este último caso, le corresponde al cine poder crear las imágenes y los documentos que faltan.
Inventor de mundos, pero también testigo de una sociedad marcada por la catástrofe y mediada por la imagen, el audiovisual contemporáneo ha tratado cada vez más de formular diferentes respuestas a la pregunta sobre qué puede hacer ante un pasado traumático, un presente dramático y un futuro permanentemente amenazado por la violencia, las mentiras y las negaciones realizadas por el Estado, directa o indirectamente. Evidentemente, cada obra audiovisual, independientemente de su género, formato o temática, ofrecerá una respuesta basada en sus propias inquietudes e invenciones formales, que, en los casos más interesantes, cuestionan los límites de la representación y abordan la dificultad del lenguaje frente al rostro de un Real traumático, difícil de simbolizar. En consecuencia, estas obras pueden asumir una posición crítica frente a las formas fáciles de adhesión e identificación, rechazando estrategias meramente denuncialistas o sentimentalistas.
Este es el contexto en el que aparece la miniserie Chernobyl, que ofrece a los espectadores un viaje al corazón de uno de los mayores desastres de la historia, la explosión de uno de los reactores de la planta nuclear de Chernobyl en Ucrania en abril de 1986. La serie, en cinco capítulos y sólo cinco horas de duración, reconstruye el momento de la explosión, la vasta operación de limpieza, la posterior investigación del accidente y las consecuencias humanas, políticas y sanitarias que el desastre dejó. Caracterizado por una extrema precisión en la restitución de cada detalle que compone la tragedia, desde los cuerpos irradiados hasta las placas de los autos soviéticos, pasando por el tenor de los diálogos entre empleados de la planta, burócratas gubernamentales, científicos y residentes de la región, Chernobyl evita los viejos clichés narrativos y no ahorra al espectador una angustia persistente. En esta ficción postapocalíptica, en la que no hay héroes, villanos y mucho menos posibilidad de superación final, el guionista Craig Mazin y el director Johan Renck buscan el tono justo entre la película de terror, el thriller político y el drama realista. Como se nota a lo largo de la serie, ambos no escatiman en la investigación histórica ni tampoco en ciertos efectos especiales, aunque eviten abusar de los excesos que suelen subyacer al intentar representar la catástrofe.
A juzgar por la altísima puntuación recibida en el sitio web imdb (Internet Movie Database), la base de datos audiovisuales más grande de Internet, el público de los cuatro rincones del mundo se vio muy impactado por la serie, así como la crítica especializada, que le otorgó los premios Emmy 2019 a mejor miniserie, mejor guión, mejor dirección y mejor dirección de arte. Adrian Hennigan, un crítico británico especializado en series y cultura pop, escribió que “Chernobyl hace que Games of Thrones parezca una comedia” (1§) mientras que el cineasta estadounidense John Carpenter, maestro de la angustia y conocido por sus ficciones distópicas, la elogió con entusiasmo: “Chernobyl es asombrosa. Aterradora y realista” (citado por Tésorière: § 5). También el escritor de suspenso Stephen King declaró, politizando el debate en su cuenta de Twitter: “Es imposible ver Chernobyl sin pensar en Donald Trump” (citado por Maass: §11). En la misma línea, los periódicos franceses Le Monde y Le Parisien tampoco escatimaron en elogios, mientras que The New York Times y la revista The Wire dedicaron a la serie textos críticos muy positivos (aun cuando en el TNY hubo opiniones divergentes). En Rusia, el ministro de cultura, Vladimir Medinski, se manifestó con un “¡Majestuoso!” (citado por Ruisseau: §2), mientras que el Kremlin debatía si estaba delante de un saludable chapuzón en el pasado soviético o un nuevo golpe de propaganda occidental contra Moscú. Sea como fuere, en ese país, que hasta la fecha no ha realizado un trabajo de memoria y elaboración de la violencia de Estado cometida por la antigua Unión Soviética, ya se está gestando otra versión del desastre.
Basada en una historia verídica y “aún no contada”, como promete su publicidad, Chernobyl está lejos de ser una serie “documental”, como algunas lecturas señalan, ya que le da espacio a la fantasía y la teatralidad. El tono sombrío y verdoso de la fotografía, como un paisaje en proceso de descomposición, el trabajo sonoro incisivo y el peso que cada actor carga en cada pequeño gesto y en su propio cuerpo, con la densidad de los que ya percibieron que no hay salvación posible, hacen de la serie una experiencia narrativa perturbadora, una especie de alegoría del fin y la destrucción. En esta construcción, el destino de los personajes se desprivatiza, se desposee y se articula, inevitablemente, al destino colectivo de una nación en proceso de desmoronamiento (el imperio soviético postdesastre nuclear) y al destino colectivo del propio planeta de ahora en adelante contaminado (cuyos radionucleidos emitidos en la explosión del reactor sobrevivirán en una escala infinitamente mayor que la vida humana). De esta manera, la dimensión personal se traslada a la esfera pública, a través de una genealogía de mentiras de Estado que individualmente afecta la vida de cada uno de sus habitantes y colapsan colectivamente la integridad del cuerpo social, no sólo soviético sino planetario.
“¿Cuál es el costo de la mentira?”, se pregunta el científico ruso Valery Legasov en los primeros minutos del primer capítulo, antes de terminar con su propia vida. “¿Cuál es el costo de la mentira?”, se pregunta el guionista Craig Mazin, con una interrogante que intencionalmente se hace eco del actual momento político por el que atraviesa el mundo en general, y los Estados Unidos y Brasil en particular, marcado por todo tipo de “disputas” (un eufemismo para manipulación, negación y falsificación) en torno a las verdades científicas e históricas. Tomando prestada la lente de Chernobyl, podríamos continuar: ¿Qué mentiras del presente producirán las próximas y futuras catástrofes ambientales y de salud? ¿Sobre qué omisiones, negaciones y falsificaciones se está generando hoy un desastre nuevo e inminente, si no lo estamos viviendo ya, todos los días, a escala planetaria? ¿Qué no nos han contado todavía? ¿Y cómo podría una serie de televisión, producida por un poderoso complejo mediático internacional, restituir una verdad basada no sólo en una puesta en escena realista y detallada, sino en una investigación profunda de las capas del tiempo y la historia que componen nuestra realidad?
En entrevista con la revista Vice, Craig Mazin dice que ante un desastre provocado por una sucesión de mentiras que no salvaron la vida de miles de ciudadanos soviéticos (un número todavía debatido hoy por los negacionistas y cabilderos de la energía nuclear), expuestos a grados extremadamente altos de radiación sin protección, sólo podía responder con una puesta en escena basada en un compromiso con la verdad, y al mismo tiempo basada en su obsesión por la precisión. El guionista deja en claro que su punto de partida fue la importancia de contar la verdad en una historia asentada sobre mentiras, sin renunciar a licencias poéticas y artificios narrativos tradicionales, buscando un efecto político y una provocación mediática que arrojara luz sobre las mentiras del Estado en nuestros días (cfr. Schwartz: §2).
Motivada por un vínculo ético con el pasado y con el destino de hombres y mujeres comunes y corrientes, directamente afectados por el desastre, la miniserie fue sin duda respaldada por la riqueza y contundencia de los testimonios recogidos y editados por la periodista y escritora Svetlana Aleksiévitch, en su libro Voces de Chernobyl (2016). En él, la autora bielorrusa escribe que el accidente nuclear no sólo fue una catástrofe humana, política y medioambiental, sino sobre todo “una catástrofe de tiempo”, ya que el tiempo de la vida humana y del planeta fueron completamente redimensionados frente al tiempo “eterno” de la radiación. Aunque curiosamente no se mencione en los créditos de la serie, Voces de Chernobyl fue una fuente de inspiración para Mazin, según su propia declaración. Este libro, escrito hacía más de veinte años, formaba parte de la obra testimonial de Aleksiévitch y le valió el Premio Nobel de Literatura en 2015; expresión máxima del reconocimiento oficial que el campo del testimonio y de los estudios del trauma han ido adquiriendo desde principios de la década de 1980, y del que la serie Holocausto habría sido un disparador.
Sin embargo, es importante señalar que la búsqueda de la verdad y la verosimilitud en Chernobyl no implica, como podría parecer a primera vista, un intento de restaurar plenamente la verdad sobre el mundo. Como parte de una serie narrativa “compleja” (Mittell 2012), sus protagonistas son multidimensionales y capaces de albergar ambigüedades morales. Es por eso que las contradicciones que sacan a la luz ponen en crisis nuestra decodificación más inmediata del mundo diegético y la idea misma de verdad, que queda hecha pedazos. De esta forma, la serie incide sobre el mundo, de manera evidentemente parcial, y el mundo se extiende más allá de la serie, al quedar sus consecuencias resonando, dejando el rastro de un ruido persistente y perturbador. Como escribe el investigador Marcel Vieira, “el único resultado posible en la serie dramática contemporánea es el de la ruina” (2015: 140), ya sea para construir un mundo nuevo desde allí, o para dejar bajo los escombros un pasado de terror: una perspectiva que no deja de hacerse eco de las tesis benjaminianas sobre la historia. “Nunca ha habido un documento de cultura que no fuera también un documento de barbarie”, escribió Walter Benjamin en 1940 en su “Tesis sobre el concepto de historia” (1996: 222), poco tiempo antes del trágico impasse que lo llevaría a suicidarse para no ser atrapado por las fuerzas nazis. Para Benjamin, la historia, siempre la historia de los vencidos, movida por la tempestad destructiva del progreso, se ve como un montón de ruinas.
Dedicada a los vencidos, a aquellos que perecieron y a los que sobrevivieron, Chernobyl intenta otorgar visibilidad y legibilidad, en palabras de Aleksiévitch (2016: 41), a un “enigma todavía difícil de descifrar”, a un “signo que no sabemos leer” y a “una realidad que está por encima de nuestro saber y de nuestra imaginación”; haciéndose eco de la aporía tan bien sintetizada por Elie Wiesel en su obra testimonial La nuit (2007: 13): callar está prohibido, hablar es imposible.
Pedagogía e imaginación
En un momento de pandemia global, crisis ambiental planetaria y negación del calentamiento global, ascensión de la extrema derecha, manipulación de verdades históricas, descrédito del conocimiento científico, falta de respeto a la educación y difusión viral de todo tipo de fake news, en definitiva, en un momento de profunda crisis de la democracia y grave amenaza para el futuro del planeta, Chernobyl aparece en 2019 como un mensaje de advertencia, dirigido a este tipo de “Weimar global” en el que nos encontramos. Sin embargo, a diferencia de la era de la Guerra Fría, ahora el teléfono rojo no sonará. La alarma sonó hace mucho tiempo. Como recuerda el cronista Antônio Prata en su columna “Bienvenidos a Chernobyl”, en el periódico Folha de S. Paulo, “en un mundo 4°C más cálido, en 2100, gran parte de África, Asia, las tres Américas y Australia serán inhabitables”. Y continúa: “Se estima que la contaminación causada por la quema de combustibles fósiles mate a 7 millones de personas al año. Un holocausto cada 12 meses” (§ 3-4).
No sería exagerado considerar que, así como la serie de ficción Holocausto tuvo un impacto inmenso en la percepción de lo que fue la catástrofe de la Segunda guerra mundial, abriendo las compuertas de la “era del testigo” en la que vivimos, Chernobyl podría intensificar los debates en torno al callejón sin salida energético en el que nos encontramos, entre la inminencia de nuevos accidentes nucleares catastróficos (con la utilización de energías supuestamente “limpias”, como la nuclear) y la muerte de las provisiones del planeta por el empleo abusivo de combustibles fósiles (energías altamente contaminantes). Entre un extremo y otro, ambos nos conducen a la evidencia del colapso, y Chernobyl le da voz a las preocupaciones, sobre todo, de las jóvenes generaciones de consumidores, ciudadanos y espectadores —que, además, ya se han estado movilizando en varias ciudades de todo el mundo— en torno a la crisis ambiental planetaria y su horizonte cataclísmico.
Frente a la “colapsología”, un nuevo campo de estudios que surgió en Francia a partir de las investigaciones de Pablo Servigne y Raphaël Ste vens, autores de Comment tout peut s’effondrer (2015), la pregunta sobre lo que puede hacer el audiovisual ante la violencia y la negligencia de los Estados nacionales necesita ser formulada una vez más. ¿Podrían ciertos dramas televisivos como Chernobyl, u otros por venir, desencadenar una nueva “Era del testigo” que impulse efectivamente acciones y políticas? ¿Que ponga en el debate público las alternativas de energía renovable? ¿Que transforme, si no el mundo mismo, nuestra propia mirada y nuestra capacidad de discernimiento? ¿Que, finalmente, pueda dar testimonio del futuro? Evidentemente, no le corresponde al campo del arte y la cultura formular políticas públicas, pero se puede asumir que le corresponde inventar nuevos lenguajes y pedagogías, que le concierne estimular nuevas formas de imaginación.
Dedicado a la relación entre lo visible y lo sensible, el filósofo Georges Didi-Huberman ha cuestionado las condiciones de producción de la imagen y su papel en la legibilidad de la historia y el tiempo. Centrándose en el problema de la visibilidad de los campos de concentración y exterminio nazis en obras seminales como Images malgré tout (2003), Cortezas (2017a) y Remontages du temps subi. Lo'oeil de l'histoire, 2 (2018), Didi-Huberman defiende que la imagen no es sólo un icono, representación falsificadora, documento o prueba de verdad, sino que también es un acto, “un punto sensible ejemplar de la historia, el pensamiento, el conocimiento, incluso de acción política” (2017a: 96). La imagen, según él, es el lugar donde todo es posible, tanto lo peor como lo mejor.
Del mismo modo, podemos afirmar que el audiovisual no es simplemente un conjunto de imágenes y sonidos, una reunión de representaciones sonoras de la realidad, sino un agente cognitivo y sensible, un operador potencialmente transformador de la propia realidad. Por lo tanto, defender la vocación pedagógica del cine y el audiovisual no significa decir que las obras deban ser instrumentalizadas, para transmitir determinados mensajes y contenidos, ni que deban darnos lecciones de forma moralizante. Defender la vocación pedagógica del cine y del audiovisual no tiene nada que ver, entonces, con la violencia propagandista y autoritaria inherente a los esfuerzos por “reeducar a través de la imagen”. Más bien, se trata entonces de una pedagogía basada en las emociones que, al no reducirse a una mera estrategia de adhesión e identificación, nos deje involucrarnos como sujetos y emanciparnos como espectadores, de manera activa, sensible y reflexiva.14
En su pequeño libro ¡Qué emoción! ¿Qué emoción? (2016), fruto de una conferencia para niños y adolescentes, Didi-Huberman observa que, al contrario de cierta tradición filosófica que siempre privilegió el logos, el dominio de la razón, es el pathos, o el dominio de la emoción, aquello que nos mueve, que pone el cuerpo en movimiento, produciendo la apertura a un tipo de conocimiento sensible e instaurando la posibilidad de una transformación activa de nuestro mundo. Para Didi-Huberman, sería un error filosófico profundo, síntoma de un punto de vista racionalista y moralizador, oponer el pathos al logos, es decir, separar el mundo sensible, considerado todavía hoy por la tradición platónica como ilegítimo e ilusorio, del mundo inteligible, que sería, para esa misma tradición, superior (2017a: 96). Es por eso que el filósofo puede comenzar el proyecto de Images malgré tout, punto de inflexión en su trayectoria, con la proposición: “Para saber es necesario imaginar”. Imaginar, pese a todo.
¿Cómo pensar entonces en una pedagogía post-Auschwitz15 que no simplifique, instrumentalice, endulce o manipule la historia para transmitirla mejor? ¿Que no confunda emoción con identificación? ¿Que no se reduzca a ese “deber de la memoria”, que hoy es objeto de tantos abusos, y a la transformación del dolor en un “capital psíquico” o “fondo de inversión política”? En la entrevista “Algunos fragmentos de cine, algunos gestos políticos”, que acompaña la edición brasileña de Cortezas, una mezcla de ensayo, reportaje de viaje y narrativa biográfica, Didi-Huberman señala que identificarse con el propio dolor, en el sentido de juzgar poseerlo, sería narcisista y despolitizante, ya que no puede hacerse del dolor un “derecho o privilegio”, una reserva de exclusividad, comportamiento frecuente en los discursos de victimización, ya que esto sería “una manera corriente de desvalorizar el dolor de los otros” (2017a: 94). Por eso, el autor es enfático al afirmar que, si el dolor no se califica y no puede cambiarse por otra cosa, el trabajo pedagógico —y político— que debe realizarse consiste en “hacer del dolor y, por tanto, de la historia y las emociones que la acompañan, nuestros bienes comunes” (2017a: 95), es decir, compartibles y transferibles.
En este sentido, las pedagogías se vuelven ambiguas cuando son incapaces de adoptar una actitud más plástica y problematizadora frente a la historia, centrándose exclusivamente en su objeto y transformándolo en un fetiche (como sucede muchas veces, lamentablemente, con la enseñanza de la Shoah). Así, la pedagogía que interesa, siguiendo el recorrido propuesto por Didi-Huberman, es aquella que nos permite comprender que el pasado, esa suerte de “bien común”, no pasa, a pesar de haber pasado, pues continúa reverberando e incidiendo sobre el presente. La pedagogía que importa es la que nos permite saber “qué es el pasado, cómo pasó eso y en qué medida pasó en nosotros y luego se atascó” (2017b: 100). Es aquella, podríamos agregar, que por medio de un trabajo de la mirada nos permite visibilizar la violencia del mundo, que se inscribe, actualiza y se proyecta en las imágenes: esas superficies sensibles donde se encuentran el pasado, el presente y el futuro.
De este modo, al reflexionar sobre la obra de Harun Farocki, especialmente “Imágenes del mundo, inscripción de guerra” (1988) y “En sursis”16 (2007), Didi-Huberman sostiene que lo que la Shoah, o Auschwitz en particular, como paradigma de la dificultad de representación de la violencia extrema, señala es que ese momento singular o “incomparable” de la historia exige precisamente “ser comparado”, es decir, “no quedar aislado en su devenir histórico” (2018, p. 154). Y para eso se necesita una pedagogía que intente dar legibilidad a lo que hasta entonces parecía ilegible, incomprensible o invisible. Una pedagogía que, como poética de las imágenes, pueda abrir el sentido (la significación) a los sentidos (sensaciones) agudizados del espectador (2018: 133). Una pedagogía, en definitiva, que nos anime a imaginar. No es por otra razón que, ante lo “inimaginable”, la imaginación se afirma para Didi-Huberman, a partir de Hannah Arendt y toda una tradición antes que ella, como una “facultad política” (2003: 201), facultad transformada por el filósofo en tarea y necesidad.
Como vimos hasta aquí, si el audiovisual en general y algunas series dramáticas televisivas en particular, especialmente aquellas de orientación distópica, han sido capaces de producir legibilidad y dar visibilidad a hechos y vivencias históricas que, a primera vista, parecían ilegibles o irrepresentables, esto se debe a que reactivan las energías renovables de la imaginación. Tomando prestada la idea de Theodor W. Adorno, de un texto de 1962, que afirma que el mundo superviviente después de Auschwitz necesitaría del arte como “la escritura inconsciente de la historia” (2003: 59), podríamos arriesgar que las producciones culturales, artísticas o mediáticas más instigadoras y provocadoras de la actualidad son aquellas en las que retumban la radicalidad del horror en su propia forma y narrativa. Como escribió el filósofo en ese mismo texto, “los auténticos artistas del presente son aquellos en cuyas obras resuena el terror más radical” (2003: 59). No fue por otra razón que, en 1949, en el período inmediato de la posguerra, Adorno lanzó en el ámbito de la “crítica cultural y sociedad” una de sus provocaciones más conocidas y polémicas: “Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie” (2002: 61). Pero lejos de ser una interdicción, o la instauración de un tabú de las imágenes, como podría parecer, Adorno defendía, en realidad, que el único arte posible después de Auschwitz sería el que, rechazando las formas anteriores, reflexionara sobre las aporías inherentes a cada intento de representación después de la catástrofe.
Por eso, si la relación que se establece entre cultura y barbarie implica inevitablemente una política de la memoria, quizás esta política también deba ser pensada hoy como una política del futuro que apunte al porvenir como una apertura de nuestro horizonte de expectativas y esperanzas, como posibilidad abierta de transformación. Sólo así podremos vislumbrar e inventar otros futuros, otros comienzos y otros fines de mundo posibles, sin dejar de combatir la violencia del mundo de que dan testimonio las imágenes. Después de todo, como bien demuestra Georges Farocki (2018: 120-121): “toda crítica de la violencia pasa fatalmente por una crítica de las imágenes”.
¿Imaginar, para posponer, el fin del mundo?
Si las imágenes nos hacen pensar—y el pensar crea imágenes— es porque pensar e imaginar son parte de un mismo gesto crítico y creador. Gesto que se rebela contra sistemas cerrados y totalizadores; contra un pensamiento autoritario “outricida”17 tan presente en la política contemporánea, particularmente en Brasil; contra la devastación ambiental; la degradación de la vida y la destrucción del mundo hasta ahora conocido. Pero gesto que también se insinúa como apuesta, en dirección hacia lo que aún no conocemos, hacia una apertura y una alteridad radical, sea humana o inhumana, visible o invisible, a nuestra mirada habitualmente restringida y apresurada.
En su libro Ideias para adiar o fim do mundo (2019) y en su más reciente intervención, O amanhã não está à venda (2020), el pensador indígena Ailton Krenak ironiza sobre el alarmismo producido por la modernidad occidental en torno a la idea del “fin del mundo” y nos recuerda que los pueblos indígenas han vivido durante más de cinco siglos con sucesivos fines del mundo, debido a la aniquilación de etnias enteras, lenguas, sistemas simbólicos y saberes acumulados por las continuas epidemias introducidas por los hombres blancos. “¿Por qué nos incomoda la sensación de caernos?”, se pregunta. “No hicimos nada más en los últimos tiempos que desplomarnos. Caer, caer, caer” (2019: 14).
Krenak nos advierte que la sabiduría cultivada en sueños, en la imaginación, en las danzas y los rituales de diálogo con espíritus del pasado podría ampliar nuestros horizontes, enseñándonos, quién sabe, otras alternativas a la locomotora de un “progreso” depredador y destructor de los recursos naturales, cuya explotación interminable de recursos naturales finitos nos ha llevado a una situación de impasse, anomia y colapso inminente. Para la generación de Krenak, como para sus antepasados, el mundo había terminado muchas veces. La última vez fue en 2015, cuando la etnia Krenak, que habitaba las riberas del río Doce, en Minas Gerais, vio su río asfixiado por las toneladas de desechos liberados con el desastre de la empresa minera Samarco en Mariana, la mayor tragedia socioambiental del país. En cada uno de estos momentos-límite, los Krenak se vieron obligados a hacer un trabajo de imaginación colectiva para posponer el próximo final e inventar un nuevo comienzo.
Como sabemos, frente al contexto actual de pandemia y confinamiento global producidos por el nuevo coronavirus generador de Covid-19, la catástrofe volvió a llamar a la puerta, no sin antes emitir una serie de señales que tal vez no hayamos podido o no querido leer, ya sea por la negación, el enmascaramiento y la manipulación política de la verdad, ya sea por una negativa personal o colectiva. En sus Voces de Chernobyl, Svetlana Aleksiévitch muestra cómo el desastre nuclear de Chernobyl puso en cuestión los propios sentidos humanos, al igual que el virus Sars-Cov-II ahora. Según la autora, luego de la explosión del reactor nuclear y la consecuente contaminación de la región, los sentidos dejaron de ser útiles, los ojos, los oídos, los dedos dejaron de ser útiles, porque la radiación no se ve, no tiene olor ni sonido, es como un virus, invisible. Así, “la imagen del enemigo se transformó” y ahora estos enemigos “tocaron la hierba cortada, el pescado pescado, la caza capturada. Las manzanas...”. “El mundo a nuestra vuelta, antes maleable y amigable, ahora infundía pavor” (2015: 44).
Narradora y testiga del desastre nuclear, Aleksiévitch comenzó a observar el mundo que lo rodeaba con otros ojos, ampliando su visión y dando visibilidad a esa experiencia de difícil lectura. Según nos cuenta, “una pequeña hormiga se arrastra por la tierra, y ahora está cerca de mí. Un pájaro vuela en el cielo y también está cerca de mí. Entre ellos y yo, el espacio se redujo. Ya no existe el abismo de antes” (48). Y luego recuerda lo que le dijo una vez a un viejo apicultor:
Salí por la mañana al jardín y noté que faltaba algo, faltaba el sonido familiar. Ni siquiera una abeja ... ¡Ni siquiera escuché una abeja! ¡Ni una! ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando? Al día siguiente, no volaron. Y también al tercero... Después me dijeron que había ocurrido un accidente en la central atómica, que estaba cerca. Durante mucho tiempo no supimos nada. Las abejas sabían, pero nosotros no. Ahora, si noto algo extraño, voy a observarlas. En ellas está la vida. (2015: 48)
Tal ausencia de abismo que Aleksiévitch relata entre ella y los pequeños animales, tal inexistencia de una diferencia ontológica entre los humanos y la naturaleza, evoca ese perspectivismo amerindio del que son herederos Ailton Krenak y el chamán Davi Kopenawa, de origen yanomami, sobreviviente de una epidemia provocada por el hombre blanco que diezmó a gran parte de su familia. Para el perspectivismo y su visión radicalmente ecológica y cosmopolítica, los seres humanos, los animales, los árboles, los ríos, los peces, el cielo, la lluvia, el viento y el sol comparten el mismo espíritu, la misma vida, aunque tengan diferentes cuerpos. “Somos habitantes del bosque. Nacimos en el centro de la ecología y crecimos allí”, declara Kopenawa en A queda do céu, y luego agrega: “Nuestros padres y abuelos no pudieron hacer que los blancos escucharan sus palabras sobre el bosque, porque no conocían su idioma” (480).
Por eso, al oír atentamente lo que nos narra Aleksiévitch, Krenak y Kopenawa, quizás podamos aprender a escuchar el mutismo de las abejas, el silencio de los bosques, porque testigo es también el que escucha y no se va, aquel que consigue dar abrigo a la narración del otro, por más dolorosa que sea, y la lleva adelante.18 Sólo así seremos capaces, quién sabe, de evitar esa “escena siempre repetida de la narración que los demás no escuchan” (Levi: 59), como escribe Primo Levi sobre sus terribles e inaudibles sueños, en los cuales, frente a la mesa de la cena, la familia no puede escuchar ni creer.19 Sólo así podremos, quién sabe, posponer el fin del mundo o llegar a imaginar otro final posible, recordando siempre la lección arendtiana, para quien el ser humano, a pesar de ser mortal, no está destinado a morir, sino a empezar de nuevo.20