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Salud mental
versión impresa ISSN 0185-3325
Salud Ment vol.34 no.1 México ene./feb. 2011
Conferencia magistral
Antropología del cerebro: determinismo y libre albedrío*
Anthropology of the brain: determinism and free will
Roger Bartra1
1 Investigador emérito, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.
Cuando se estrenó en la primavera de 1924 una de las joyas del cine expresionista, Las manos de Orlac, el público austriaco quedó tan impresionado por la película que al final se escucharon gritos de enojo. El principal actor, Conrad Veidt, tuvo que subir al escenario para explicar cómo se había hecho la filmación. El gran actor, con el poder de su presencia y su voz, logró calmar a la gente que se había exaltado al ver la película muda. Las manos de Orlac cuenta la historia de un gran pianista que en un accidente de tren ha perdido sus manos. Un médico le implanta las manos de un asesino que acaba de ser decapitado. El pianista, Orlac, siente que las manos que le han sido implantadas lo dominan y lo impulsan a cometer crímenes. Su médico le explica que, gracias al poder de su voluntad, podrá controlar los impulsos criminales que emanan de sus nuevas manos. La película presenta con gran dramatismo la lucha entre el poder determinante que emana de una parte del cuerpo, las manos, y la fuerza de voluntad que debe regir la conciencia del pianista. Orlac siente que las manos han tomado el control de su conciencia. Cuando su padre, al que odia, es asesinado, el pianista está convencido de que él le ha clavado la puñalada letal, aunque no lo recuerda. Pareciera que el poder brutal de la carne implantada es capaz de dirigir la mente del pianista.
Los espectadores de aquella época fueron enfrentados al problema de la oposición entre determinismo y libertad. ¿Hasta qué punto el cuerpo -y especialmente el cerebro- permite que la conciencia decida libremente? ¿Qué límites impone la materia cerebral al libre albedrío de los individuos?
Las manos de Orlac parecen estar determinadas por el espíritu extranjero del asesino a quien habían pertenecido. Si pasamos del territorio de la ficción a la realidad podemos acercarnos al problema del libre albedrío desde otro ángulo. El ejemplo más conocido del trastorno obsesivo-compulsivo es la irresistible manía que impulsa a las personas a lavarse constantemente las manos, poseídas por la idea fija de que cualquier contacto las contamina peligrosamente. A los individuos aquejados por este trastorno les parece que todo cuanto les rodea está sucio. No pueden dejar de lavarse las manos después de tocar el pomo de la puerta, coger un billete, tomar un cubierto, abrir un grifo, estrechar otra mano o rozar una tela. Creen que el mundo a su alrededor está contaminado y viven en una ansiedad permanente por el miedo a quedar infectados. Las causas del trastorno obsesivo-compulsivo parecen ubicarse en anormalidades de los ganglios básales y en el lóbulo frontal del cerebro.1
Los casos patológicos y anormales destacan con fuerza la presencia de una cadena determinista. Aquí la persona no ha elegido libremente que su voluntad quede encadenada a causas biológicas. Pero los humanos suponemos que bajo condiciones «normales» somos seres racionales capaces de elegir libremente nuestros actos. Suponemos, por lo tanto, que no todo lo que hacemos tiene una causa suficiente que determina nuestros actos. Creemos en el libre albedrío. Pero siempre flota en el aire la sospecha o el temor de que los casos anormales en realidad descubran el mecanismo determinista oculto que nos rige a todos bajo cualquier circunstancia.
En el verano de 1930 Albert Einstein tuvo una reveladora discusión con Rabindranath Tagore. El gran místico hindú se empeñaba en encontrar en el universo un espacio para la libertad, y creía que el azar a nivel infinitesimal, descubierto por los físicos, muestra que la existencia no está predeterminada. Seguramente se refería al principio de incertidumbre de Heisenberg, que también fue llamado principio de indeterminación. Einstein sostenía que ningún hecho permitía a los científicos hacer a un lado la causalidad; y que en el plano más elevado se puede entender cómo funciona el orden, mientras que en los espacios diminutos este orden no es perceptible. Tagore interpretó esta situación como una dualidad contradictoria radicada en lo más profundo de la existencia: la que opone la libertad al orden del cosmos. El físico negaba la existencia de esta contradicción: aun los elementos más pequeños guardan un orden. Einstein decía que todo lo que hacemos y vivimos está sometido a la causalidad, pero reconoció que es bueno que no podamos verla.2
En una carta al mismo interlocutor, Einstein hizo unas afirmaciones que han sido citadas con frecuencia por los deterministas. Dijo que si la luna fuese dotada de autoconciencia estaría perfectamente convencida de que su camino alrededor de la tierra es fruto de una decisión libre. Y añadió que un ser superior dotado de una inteligencia perfecta se reiría de la ilusión de los hombres que creen que actúan de acuerdo a su libre albedrío. Aunque los humanos se resisten a ser vistos como un objeto impotente sumergido en las leyes universales de la causalidad, en realidad su cerebro funciona de la misma forma en que lo hace la naturaleza inorgánica.3
Las diferencias entre Tagore y Einstein simbolizan dos grandes formas de abordar el problema de la libertad. El primero, como muchos religiosos, trató de aprovechar lo que parecía un resquicio abierto por los físicos para colar la idea de la indeterminación. A muchos les pareció que el principio de incertidumbre de alguna manera podía significar que los electrones gozaban de «libertad» y que se escapaban de la cadena causal. Esta visión ha influido incluso en científicos tan importantes como John C. Eccles, que propuso explicar la subjetividad mediante la presencia de unos «psicones» que supuestamente funcionarían en la mente de forma similar a los campos de probabilidad de la mecánica cuántica.
La actitud de Einstein ha influido en quienes suponen que el libre albedrío, como una propiedad de la conciencia humana, es una mera ilusión. El cerebro estaría cruzado por cadenas causales empíricamente comprobables en las que habría una conexión entre pensamientos y acciones. La idea de que la conciencia, actuando libremente, es la causa de las acciones sería en realidad una ilusión. El libre albedrío es visto, desde esta perspectiva, meramente como una sensación construida por el organismo y no como una indicación directa de que el pensamiento consciente ha causado la acción, como lo ha formulado Daniel Wegner.4 Según este psicólogo de Harvard la gente cree equivocadamente que la experiencia de tener una voluntad es en realidad un mecanismo causal. Quienes creen que existe el libre albedrío se equivocan de la misma manera en que erraban los que pensaban que el sol daba vueltas alrededor de la tierra. Reconoce que filósofos y psicólogos han pasado vidas enteras tratando de reconciliar la voluntad consciente con la causalidad mecánica. Este problema se expresa como la contraposición entre mente y cuerpo, entre libre albedrío y determinismo, entre causalidad mental y física o entre razón y causa. La mente, según Wegner, produce sólo una apariencia, una ilusión continua, pero en realidad ella no sabe lo que causa nuestras acciones.
La fuerza del argumento determinista proviene de una idea simple: vivimos en un universo donde todos los acontecimientos tienen una causa suficiente que los antecede. Así, si todo evento está determinado por causas que lo preceden, ¿por qué los actos conscientes serían una excepción? Tradicionalmente la idea de «excepción» era explicada por argumentos no científicos, religiosos o metafísicos. Se suponía un dualismo fundamental, lo que implica la existencia de instancias no físicas, espirituales, capaces de actuar sobre el mundo físico. Así, se suponía la presencia de un misterioso agente -el alma- con poderes causales sobre la materia orgánica. Los científicos, con toda razón, rechazan este argumento. Sin embargo, se mantiene un problema: la intuición de gran parte de los hombres sostiene la creencia de que los individuos son capaces de decidir libremente; y la civilización moderna se ha construido sobre la base de una aceptación universal de la responsabilidad que tienen las personas de sus actos, tanto para ser premiadas como para ser castigadas. Un complejo, ramificado y sofisticado conjunto de instituciones sociales, políticas y culturales se ha erigido como un inmenso edificio cuyos cimientos, supuestamente, serían una mera ilusión, sin duda útil pero a fin de cuentas una construcción elaborada por nuestro cerebro.
Esta línea de pensamiento lleva directamente a la conclusión de que aunque la libertad es una mera sensación, es, sin embargo, una ilusión útil. Es ventajoso creer que las personas deben recibir premios y castigos orientados por una ilusoria determinación de merecimientos. Es útil la sensación de autoría que se percibe al actuar intencionalmente. La ilusión sirve también, piensa Wegner, para ordenar el rompecabezas causal que nos rodea. Además, se puede comprobar empíricamente que quienes creen en el libre albedrío son más eficientes. Al pensar en su ardua defensa de que el libre albedrío es una ilusión muy útil y reconfortante, uno acaba preguntándose si, a partir de estas premisas, lo mejor no sería más bien optar por el silencio: ¿para qué revelar que estamos atados a una cadena causal determinista si la ilusión es tan benéfica? La única ventaja que obtenemos al disipar la ilusión -según Wegner- es la paz mental que supuestamente nos invade cuando aceptamos resignadamente nuestro sometimiento al determinismo, en lugar de luchar denodadamente por el control. Esta alternativa, propia por ejemplo del budismo Zen, se propone renunciar a nuestra pretensión de controlar intencionalmente la cadena causal. Pero en seguida Wegner se percata de que acaso no sea posible renunciar intencionalmente a la ilusión de intencionalidad. Ha caído en una curiosa contradicción.
Otra vertiente de la idea de que el libre albedrío es una ilusión se expresa en la idea de que en los humanos existe un módulo cerebral innato responsable del proceso inconsciente y automático que genera juicios sobre lo justo y lo incorrecto. Este módulo sería el responsable de las elecciones morales. Es una transferencia al terreno de la ética de los postulados de Noam Chomsky sobre la existencia de una gramática generativa alojada en los circuitos neuronales. De la misma manera, habría una gramática moral, una especie de instinto alojado en el cerebro que, a partir de principios inconscientes e inaccesibles, generaría juicios sobre lo permisible, lo prohibido, lo inequitativo y lo correcto. Desde luego el instinto (o la facultad) moral generaría en cada contexto cultural diferentes reglas y costumbres, de la misma manera en que se supone que el módulo cerebral del lenguaje genera diferentes lenguas en los individuos de acuerdo al lugar donde nacen y crecen. Pero el módulo impondría una misma estructura gramatical en todos los casos. Un libro de Marc Hauser, profesor de psicología en la Universidad de Harvard, ha popularizado esta interpretación.5 El instinto moral, sostiene, se ha desarrollado a lo largo de la evolución y se manifiesta en las intuiciones más que en los razonamientos que hacen los hombres. Estos instintos le dan color a nuestras percepciones y restringen los juicios morales. Sin embargo, Hauser no señala con precisión cuáles son los principios morales universales que están alojados en el órgano moral de nuestro cerebro, acaso debido a que cree que estos principios, «escondidos en la biblioteca de conocimientos inconscientes de la mente, son inaccesibles». En la misma línea, otro psicólogo, Steven Pinker, ha afirmado: «El sentido moral es un dispositivo, como la visión en estéreo o las intuiciones sobre los números. Es un ensamblaje de circuitos neuronales engarzados a partir de piezas más antiguas del cerebro de los primates y configurados por la selección natural para realizar un trabajo».6 Desde luego, no hay ninguna prueba científica de que estos módulos morales existan.
Los lectores pueden intuir que hay algo sospechosamente viciado en estas afirmaciones. Y sin embargo, la idea de que la conciencia puede voluntariamente tomar decisiones que producen actos es rechazada por muchos psicólogos y neurocientíficos. Si la conciencia es definida como un proceso que ocurre exclusivamente en el interior del cerebro, se llega casi irremediablemente a un enfoque mecánico determinista. Toda idea contraria a este enfoque suele ser calificada de metafísica y cartesiana. Yo creo, a pesar de todo, que hay explicaciones claramente materialistas y no metafísicas que permiten comprender que la autoconciencia es un proceso que no ocurre totalmente dentro del cerebro y que se entiende mejor si la ubicamos en un contexto más amplio, que incluye el contorno social y cultural.
Es una curiosa paradoja que el neurofisiólogo cuyos experimentos son los más citados para sustentar las tesis deterministas haya creído en la existencia del libre albedrío. Benjamín Libet (1916-2007) fue un científico que, en los Estados Unidos, se había dado a conocer en los años setenta del siglo XX por unos experimentos que mostraban que, aun cuando una sensación táctil tarda medio segundo en ser reportada conscientemente por la persona, subjetivamente la percibe como si hubiese llegado exactamente en el mismo instante. Más tarde Libet instaló en su laboratorio instrumentos de registro muy precisos con el objeto de medir el tiempo transcurrido entre el momento en que una persona decide actuar (por ejemplo, mover un dedo) y el instante en que realmente lo hace. Registró con un electroencefalógrafo la actividad de la corteza cerebral y un osciloscopio cronometró cada acontecimiento. Hay que señalar que unos diez años antes dos investigadores alemanes de la Universidad de Friburgo, HH Kornhuber y L Deeke, habían descubierto lo que llamaron el Bereitschaftspotential, que es el potencial de preparación que aparece en la electroencefalografía momentos antes de que ocurra un movimiento voluntario. El experimento de Libet demostró que este potencial eléctrico de preparación ocurría antes de que los sujetos manifestaran su intención de ejecutar una acción, pero que ésta sucedía después de haberla decidido conscientemente. Mostró también que una decisión voluntaria podía abortar el movimiento, aun cuando ya se hubiese desencadenado el potencial de preparación. Libet llegó a la conclusión de que la acción intencional se inicia inconscientemente. Pero también observó que la conciencia puede controlar el resultado del proceso mediante una especie de poder de veto: podía inhibir los mecanismos que llevan a la acción, aun cuando ya se hubiesen iniciado inconscientemente.7
Los experimentos de Libet levantaron una gran polvareda de comentarios. Sus propias conclusiones han sido criticadas duramente por los deterministas, pues afirmó que el libre albedrío era una opción científica tan buena o mejor que su negación. Apoyaba su idea en una cita de Isaac Bashevis Singer: «El mayor don que ha recibido la humanidad es el libre albedrío. Es verdad que nuestro uso del libre albedrío es limitado. Pero el poco libre albedrío que tenemos es un don tan enorme y su valor potencial tan grande que por ello mismo vale la pena vivir».8 Los deterministas exaltaron el resultado de los experimentos que mostraron que el acto voluntario se inicia inconscientemente, pero rechazaron la posibilidad de que la conciencia pudiese interrumpir el proceso.
Hay un ejemplo que parece indicar que el libre albedrío es un hecho comprobable científicamente. El trastorno obsesivo-compulsivo, que ya he mencionado más arriba, implica una intromisión involuntaria en la conciencia. Una de las formas más exitosas de combatir esta enfermedad es la llamada terapia cognitiva-conductual, cuyo uso ha logrado que la gente afectada por este trastorno mental aprenda conductas alternativas que suplan la compulsión de, digamos, lavarse las manos continuamente. Ello significa que el paciente aprende a reconocer el impulso intruso como efecto de la enfermedad, a entender que ello se debe a un desequilibrio químico, a distraer su atención con una conducta alternativa y a valorar el síntoma de una nueva manera. El psiquiatra Jeffrey Schwartz, a partir de esto, arguye que el tratamiento produce cambios sistemáticos en el metabolismo cerebral de la glucosa como resultado de una serie de decisiones voluntarias realizadas por el individuo durante el tratamiento. Schwartz ha mostrado que la terapia cognitiva-conductual genera nuevos circuitos cerebrales gracias al ejercicio de la voluntad y al poder de sus esfuerzos.9 Esta argumentación no ha convencido a los deterministas, quienes siguen viendo en este ejemplo la propuesta camuflada de una interpretación dualista que acepta que algo «mental» (no físico) puede ejercer influencia en la maquinaria física del cerebro. Para ellos la volición es una mera acción cerebral explicable mediante los mecanismos deterministas que postulan las ciencias físicas y que se expresan en las funciones neuronales. Pero los deterministas no han logrado, a partir de este postulado, agregar nada a la comprensión de la conciencia, el libre albedrío o las decisiones éticas. Es cierto que aceptar la existencia de una «mente no física» es una violación de las leyes físicas. Pero afirmar que la mente tiene un carácter físico no ayuda en nada a explicar el funcionamiento de los procesos subyacentes a la toma de decisiones. Sería como pretender que la naturaleza física de una institución social o política contribuye a entender sus funciones.
La libertad no se puede entender si la conciencia es encerrada en el cerebro. Cuando muchos neurocientíficos se empecinan en rechazar esta idea, condenan sus investigaciones y reflexiones a quedar cautivas de un círculo vicioso, en el cual el libre albedrío no es más que una ilusión creada por el cerebro, un mero epifenómeno acaso necesario pero carente de poder causal. Esta idea nos deja sin una explicación del libre albedrío, que entonces puede ser sólo visto como una expresión política dotada de una enorme aura filosófica y literaria, pero que no sería más que un eslabón en una cadena determinista alojada en el cerebro de los humanos. Si, en contraste, ampliamos nuestra perspectiva y entendemos a la conciencia como un conjunto de redes cerebrales y exocerebrales podemos descubrir facetas y procesos que una visión estrecha es incapaz de entender.
Quiero esbozar algunas facetas que pueden descubrirse si ampliamos nuestra perspectiva. En primer lugar, hay que reconocer que el libre albedrío es un bien escaso. Con esto quiero decir que no todos los actos humanos son fruto de la libertad: solamente una pequeña parte de la actividad humana escapa a los mecanismos deterministas. Lo importante aquí es subrayar que sí son posibles los actos libres y que una fracción de lo que hacemos forma parte de un espacio social donde la voluntad consciente es un elemento causal importante. Esta voluntad consciente no se puede reducir a una escala neuronal (o molecular) ni al nivel de los pequeños actos (como mover un dedo) que han estudiado algunos neurocien tíficos. La podremos entender solamente como parte de un sistema, al nivel de las interacciones sociales y culturales, en las cuales intervienen por supuesto las redes neuronales de los individuos implicados. La voluntad consciente sería una propiedad o una condición del sistema de redes cerebrales y exocerebrales. Por último, para redondear este esbozo, quiero afirmar que el proceso de elegir libre y conscientemente no es instantáneo: puede durar horas y días. Si lo descomponemos en una serie de microdecisiones instantáneas perderemos la imagen de conjunto. En el caso de experimentos como los de Libet, podemos comprender que la decisión de moverse se inició en realidad en el momento en que las personas estudiadas aceptaron participar voluntariamente en las pruebas.
Es necesario, por tanto, colocar el problema del libre albedrío a un nivel más alto de complejidad, sin por ello olvidar que subyacen estructuras neuronales, químicas y físicas. Ciertamente, elevar el nivel de complejidad al introducir las estructuras sociales y culturales no resuelve el problema, pero lo coloca en un contexto en que es posible realizar investigaciones más fructíferas. Sin embargo hay que reconocer que las cosas se complican, aparentemente, pues al aceptar que la conciencia es también un fenómeno exocerebral se introducen nuevas variables, la más importante de las cuales es la red de procesos simbólicos sin los cuales una voluntad consciente no puede existir. El problema se complica para quienes quieren abordar el tema de la conciencia solamente desde la neurología, y suponen erróneamente que la introducción de variables exocerebrales es como abrir la puerta a la metafísica. La red de procesos simbólicos exocerebrales no es un fenómeno metafísico, sino una sólida realidad fincada en la materialidad del mundo, pero que no puede ser reducida a explicaciones bioquímicas y físicas. El estudio de la interacción entre las redes neuronales y las simbólicas nos enfrenta a una situación más compleja, pero puede facilitar -no complicar- el entendimiento de los mecanismos mentales del libre albedrío.
Creo que comprenderemos mejor el tema del libre albedrío si lo vemos como una parte del problema de la conciencia, entendida como una instancia capaz de tomar decisiones y de elegir. En mi libro Antropología del cerebro10 he desarrollado la idea de que la conciencia existe en las redes que vinculan los circuitos neuronales con lo que he llamado el exocerebro. Las decisiones que podemos llamar «libres» son procesos que ocurren precisamente en este exocerebro, es decir en el conjunto de redes que unen a ciertos circuitos neuronales con una parte de las estructuras culturales. A continuación presento algunas de las ideas que desarrollo en este libro.
Mi hipótesis es la siguiente: el fenómeno de la conciencia humana, entendida como el percatarse de estar consciente (o autoconciencia), implica necesariamente la conexión de ciertos circuitos neuronales con territorios extrasomáticos de prótesis culturales, que denomino espacios exocerebrales. De alguna manera estos circuitos neuronales, a los que defino como sociodependientes y como un sistema simbólico de sustitución, se percatan de la «exterioridad» o «extrañeza» de los canales simbólicos y lingüísticos. Hay que subrayar que, vista desde esta perspectiva, la conciencia no radica solamente en el percatarse de que hay un mundo exterior (un habitat), sino en que una porción de ese contorno externo «funciona» como si fuese parte de los circuitos neuronales. Para decirlo de otra manera: la incapacidad y la disfuncionalidad del circuito somático cerebral son compensadas por funcionalidades y capacidades de índole cultural. El misterio se halla en que el circuito neuronal es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de prótesis o de suplementos externos. Esta sensibilidad es parte de la conciencia. Esta idea es consistente con los descubrimientos antropológicos que muestran que la conciencia del Yo, del Ego, del individuo, no puede aparecer sin las redes que construyen la otredad. Los mitos y los símbolos del Yo y del Otro parecen estar estrechamente conectados con procesos neuronales internos.
La conexión entre los circuitos internos sociodepen-dientes y el exocerebro requiere de entender cómo un sistema basado en señales y signos eléctricos y químicos se comunica con otro sistema basado en símbolos. El signo o la señal, que es la base de la inteligencia animal, indica algo sobre lo que hay que actuar o bien es un medio para activar una acción. En cambio el símbolo es una herramienta del pensamiento. Una señal revela la presencia de una cosa, una situación, un acontecimiento o una condición. La señal es percibida por el sujeto y significa un objeto presente, futuro o pasado. Las señales anuncian sus objetos a un sujeto, mientras que los símbolos lo conducen a concebirlos. El libre albedrío es un fenómeno que se produce en la interacción entre señales internas y símbolos externos. De aquí la obsesión por encontrar el mecanismo «traductor», sea el «transformador fenoménico» de Gerald Edelman, el «homúnculo» que Ramachandran quiere rescatar del olvido o los «correlatos» entre códigos e imágenes culturalmente definidas y determinados conjuntos neuronales. Otra forma de enfrentar el problema consiste en partir del postulado de que el cerebro es un sistema autorreferencial cerrado, modulado por los sentidos, como propone Rodolfo Llinás. En este caso los linderos y los umbrales que separan las percepciones (de color, peso, tono, etc.) son fijados por procesos internos y no por códigos, categorías y símbolos externos. En estas propuestas hay un rechazo a aceptar que pueden existir estructuras exocere-brales que formen parte de la conciencia. Para estos investigadores el secreto de la conciencia se halla exclusivamente dentro del cerebro.
Creo que la existencia de lo que llamo el exocerebro podría ser respaldada por diversos hechos, algunos de los cuales mencionaré brevemente:
1) La condición de los autistas, que parecen tener atrofiadas precisamente las redes neuronales sociodepen-dientes, o la de los individuos afectados por el llamado síndrome de la personalidad antisocial, y que los estudios han mostrado que se caracterizan por una reducción significativa de la materia gris prefrontal.
2) Las formas de plasticidad en circuitos neuronales que requieren de las experiencias provenientes del medio externo para completarse en forma normal (columnas en el córtex visual). Hay que agregar el tipo de plasticidad que depende del aprendizaje.
3) El hallazgo realizado por Rizzolatti y su equipo11 de las llamadas neuronas espejo: las neuronas espejo son unas células visuales y motoras originalmente detectadas en la corteza ventral premotora de los monos (área F5) que tienen la particularidad de que se activan tanto cuando el animal realiza una acción (como agarrar un objeto) como cuando observa a otro individuo (incluyendo humanos) realizar una acción similar. El sistema de las neuronas espejo es posiblemente la base neuronal de las formas sociales de reconocimiento y de entendimiento de las acciones de otros individuos. Hay que destacar que el área F5 del mono es homologa del área de Broca en los humanos.
No pretendo que las vastas estructuras sociales y culturales sean un exocerebro gigantesco, una colosal prótesis compuesta por un sinfín de circuitos simbólicos. Una definición tan laxa pierde carácter explicativo y nos lanza al abismo de los lugares comunes o las obviedades. Sin embargo, hay que reconocer que la inmensa vastedad de la cultura no parece contener todos los secretos de su estructura y evolución. A cada paso los estudios de antropólogos, historiadores, lingüistas, sociólogos y psicólogos han revelado la necesidad de acudir a explicaciones metasociales para completar la interpretación de los fenómenos culturales. No me refiero solamente a la búsqueda de caminos religiosos y metafísicos. Más significativas son las tendencias a buscar respuestas en los espacios de las mentalidades sociales, los inconscientes colectivos, los arquetipos, la selección natural, los genes o la estructura del cerebro. Me parece que estas inquietudes responden a un problema real y difícil de resolver. En las estructuras socioculturales parece haber una incompletitud similar a la que me parece ver en ciertos circuitos neuronales, y que es especialmente notoria en los mitos, el lenguaje simbólico, la imaginería visual o las relaciones de parentesco. Pero la búsqueda de «causas» u «orígenes» extraculturales se ha topado con múltiples dificultades para generar un modelo de explicación capaz de unificar las estructuras biológicas y las culturales. Pareciera que estamos ante mundos tan irreductibles como pueden serlo los misterios teológicos y las realidades seculares. Acaso sea más creativo dejar de buscar una causalidad metacultural o extrasocial para enfrentarnos al problema de descifrar una trama de interacciones que tiene su propia dinámica: la red que une el cerebro con el exocerebro.
Los circuitos exocerebrales constituyen un sistema simbólico de sustitución. Esto quiere decir que sustituyen ciertas funciones cerebrales mediante operaciones de carácter simbólico, con lo cual se amplían las potencialidades de los circuitos neuronales. Un ejemplo sencillo es el uso de memorias artificiales, una de cuyas formas más primitivas puede ser la simple acumulación y clasificación de objetos que simbolizan determinadas situaciones, personas, loca-lizaciones, relaciones, pactos, acciones, intenciones o rituales, que pueden ser recordadas en momentos y contextos no directamente relacionados con lo que se quiere memo-rizar. Una colección codificada de objetos naturales y artificiales requiere, desde luego, de la capacidad de darle nombre a cada uno. El habla basada en voces que simbolizan acciones, objetos y personas va ligada a la capacidad de producir imágenes visuales de tipo simbólico, que quedan plasmadas en pinturas, estatuillas, grabados, esculturas y figuras de diverso tipo. Para completar este paisaje mínimo de recursos exocerebrales, podemos agregar la capacidad de intercambiar signos y símbolos visuales y verbales, lo que impulsa las formas mitológicas de imaginación y permite identificar unidades y sistemas de parentesco. Me atrevería a sumar el uso de la música (canto y percusiones) para tejer vínculos, embrionariamente rituales, entre las situaciones simbolizadas y estados emocionales. Así, los primeros hombres anatómicamente modernos de hace unos 250 mil años contaban con un reducido paquete exocerebral formado por unos pocos componentes: habla, sistemas de parentesco, imaginería visual, música, danza, mitología, ritual y memoria artificial. Por supuesto, este paquete exocerebral se apoyaba en las habilidades para producir y usar instrumentos líticos primitivos (y sin duda herramientas fabricadas con materiales perecederos como la madera, que no han sobrevivido).
He hablado de la incompletitud de los circuitos neuronales que requieren de redes externas para completarse. Quiero poner ahora un ejemplo. El descubrimiento de la extraordinaria plasticidad de los mapas motores y sensoriales ocasionada por heridas y amputaciones llamó la atención de VS Ramachandran, un neurólogo interesado en comprender el curioso fenómeno de los miembros fantasma que perciben las personas que han sufrido una amputación de sus extremidades, cuyo cuerpo está incompleto.12 Pronto reconoció en sus pacientes lo que se había observado en los experimentos con macacos, ratas y otros mamíferos: a pesar de haber perdido alguna extremidad percibían su presencia e incluso llegaban a sentir dolor en el miembro inexistente. La mano fantasma no era el efecto estrafalario de divagaciones psíquicas sin base fisiológica: esa persona sentía efectivamente su mano ausente si se le tocaba la mejilla o el antebrazo. De hecho se podía estimular con gran precisión cada dedo de la mano amputada siguiendo el dibujo invisible que fue descubriendo el investigador en la cara y el antebrazo. Pronto descubrió otros casos en que la persona tenía sensaciones en el miembro fantasma al estimular otras regiones: una mujer sentía su pie ausente cuando hacía el amor, otro declaró que incluso tenía orgasmos en su pie amputado y una mujer que había sufrido una radical mastectomía tenía sensaciones eróticas en sus pezones fantasma cuando le estimulaban los lóbulos de las orejas. Ramachandran ofrece dos posibles explicaciones. Podría tratarse del crecimiento de nuevos brotes o retoños en las fibras nerviosas, pero en esta hipótesis no queda claro cómo puede producirse este proceso en una forma organizada. Otra posibilidad es que haya una enorme redundancia de conexiones, una sobreabundancia de enlaces no utilizados o sin función específica que como un ejército de reserva entraría en acción en caso de necesidad. Según esta última hipótesis existirían conexiones, aunque inhibidas, entre la mejilla o los genitales y la zona del córtex que se vincula con la mano o con el pie. La inhibición cesaría en el momento en que se interrumpe el flujo normal de señales. Pero esto no explica que se activen conexiones reservadas o inhibidas sin ninguna necesidad: ¿para qué necesitamos tener un orgasmo en el pie fantasma? ¿De qué sirve tener cosquillas en una mano amputada o sufrir intensos dolores en una pierna inexistente? En todo caso, sea que broten nuevas conexiones o que se desinhiban las ya existentes, subyace una tendencia -determinada genéticamente, supongo- que impide que ciertos conjuntos neuronales vivan en una condición de apagada incompletitud. Los circuitos tienden a completarse, así sea en forma aberrante.
Podemos decir que el cuerpo completa muy diversos circuitos cerebrales. O a la inversa: procesos corporales se completan en el cerebro. Todo ello forma circuitos unitarios que se pueden rastrear y representar en mapas.
Ramachandran demostró la importancia de los circuitos visuales en la gestación y modificación de las sensaciones fantasmales. Mediante un sistema de espejos llegó incluso a eliminar partes de un brazo fantasma, cambiar su rígida posición a una más cómoda y eliminar el dolor. Es un ejemplo de la manera en que la conciencia puede ejercer una influencia similar a la que mencioné en el caso del trastorno obsesivo compulsivo. Interesado en el tema de la definición de la identidad corporal y de la conciencia, Ramachandran realizó varios experimentos en individuos normales para lograr que la nariz de otra persona, una mano de plástico, una silla o una mesa fueran considerados como parte de su cuerpo, de manera similar a la sensación de quien conduce un automóvil, que percibe la máquina como una extensión de su identidad somática. Para Ramachandran lo que ocurre es que nuestro cuerpo mismo es un fantasma que el cerebro ha construido meramente para su conveniencia: la imagen estable que tenemos de nuestro cuerpo, en el que está anclado nuestro Ego, es una construcción interna transitoria que puede ser modificada incluso mediante algunos trucos simples. Yo interpreto esta afirmación como un reconocimiento de la presencia de redes exocerebrales que tienen al menos dos componentes: en primer lugar los órganos y partes del cuerpo a las que llegan los nervios; en segundo lugar las extensiones materiales que proporciona el ambiente cultural. Yo considero que, propiamente, el exocerebro abarca sólo al segundo componente, junto con las redes simbólicas y lingüísticas. Pero la experimentación con el primer componente -de carácter somático- nos da claves para entender las mediaciones entre el cerebro y su contorno cultural, especialmente cuando la contraparte somática tiene un carácter fantasmal e inmaterial.
Estas extensiones fantasmales del cuerpo, ¿son el producto de modificaciones sin causa genética del mapa cerebral o bien son un efecto de la persistencia espectral de una imagen corporal innata y determinada genéticamente? A esta pregunta Ramachandran contesta que seguramente hay una interacción entre ambos factores. Creo que hay que destacar el hecho de que se produce una sustitución sensorial anómala, cuyas peculiaridades ciertamente pueden deberse a modificaciones relativamente contingentes del mapa, pero también a una poderosa tendencia a completar la ausencia y el vacío con los restos de una imagen corporal primigenia.
Podemos comprender que la relación entre el cerebro y el medio externo se parece a la que opera entre el Sistema Nervioso Central y los miembros periféricos del cuerpo. Hay mapas neuronales relativamente estables que codifican las peculiaridades de nuestro ambiente. Aquí nos topamos con un problema planteado por algunos neurólogos. En la concepción de Jean-Pierre Changeux el problema radica en que vivimos en un universo «no etiquetado», que no nos envía mensajes codificados. Nosotros proyectamos las categorías que creamos, con ayuda del cerebro, a un mundo sin destino ni significación. El universo carece de categorías, salvo, aclara Changeux, aquellas creadas por el hombre. El neurólogo está aquí contestando una afirmación del filósofo Paul Ricoeur, a quien le parece un resabio de dualismo cartesiano seguir pensando la actividad mental en términos de representación. A Changeux le parece que las representaciones se estabilizan en nuestro cerebro, desde luego no como huellas en la cera, sino indirectamente y después de un proceso de selección que Edelman llama darwiniano.13 Sin duda el nicho ecológico de un mamífero superior no es un mundo platónico repleto de ideas previas, proposiciones verdaderas y armonías que algunos seres privilegiados -nosotros- podemos descodificar. Pero tampoco es un espacio caótico carente de reglas. Y especialmente el ambiente cultural, como reconoce Changeux, sin duda es un mundo repleto de categorías, etiquetas y símbolos. ¿Cómo logra el cerebro codificar, procesar y cartografiar el habitat cultural?
Regresemos por un momento a los vínculos entre el Sistema Nervioso Central y la mano (amputada o no). Me surge una pregunta: ¿necesita el cerebro una representación de la mano? ¿El área del córtex donde se descubre una especie de dibujo de la mano de un macaco es una representación? No lo creo. No veo para qué necesitaría el cerebro una especie de fotografía de la mano si dispone de algo mucho mejor: la mano misma. Otra cosa es el complejísimo sistema de retroalimentación sensomotora que enlaza a la mano con el cerebro, y que seguramente usa ciertos códigos. Pero no podemos todavía leer los «jeroglíficos sinápticos», como los llama Changeux, para entender las operaciones precisas que realiza el cerebro cuando se mueve la mano o cuando se siente dolor en la pierna fantasma que fue amputada años atrás. Pero la neurociencia se está acercando a la explicación, sobre todo en la medida en que ha ido abandonando la idea de que la conciencia de tener y mover una mano, o de mirar una puesta de sol, implica la existencia de un pequeño Ego que vive en el cerebro y que contempla las representaciones de los dedos y del dorso de la mano, o la película en colores del hermoso final de una tarde.
El lugar común al que suelen llegar los interesados en la neurología cognitiva es casi inevitable: ¿cómo explicamos nuestra experiencia individual cuando percibimos el color rojo? Se suele suponer que la experiencia del rojo es subjetiva y esencialmente privada, un tipo de sensaciones que los filósofos anglosajones llaman «qualia», y que ejemplifica el problema más duro de resolver: ¿cómo unificar la experiencia subjetiva en primera persona de contemplar el rojo, con la descripción en tercera persona de un científico que define la sensación como la activación de ciertas redes neuronales cuando llega a la retina un haz luminoso que tiene determinada longitud de onda? Es decir: ¿qué unifica la mente y el cerebro? Sin duda en el universo no existe la categoría «rojo». Tampoco existe la categoría «brazo». Pero estas categorías sí existen en la cultura y en nuestro lenguaje. También aparecen en nuestro mapa cerebral, aunque no es seguro que sean allí representaciones del rojo o del brazo. ¿Para qué necesitamos representaciones si tenemos acceso tanto al miembro como al color, gracias a la mediación de los nervios y de la retina? El hecho de que las sensaciones no procedan de objetos que tienen pegada una tarjeta identificadora («esto es rojo», «esto es un brazo») no quiere decir que esos objetos no existan.
Para Ramachandran el problema radica en que estamos ante dos lenguajes mutuamente ininteligibles, el de los impulsos nerviosos y el de las lenguas que hablamos. Así, yo sólo puedo explicar mi sensación de rojo mediante el habla, pero la «experiencia» misma -dice- se pierde en la traducción. ¿Realmente se pierde? No lo creo. Si se perdiera no existirían la literatura y el arte. El verdadero problema a resolver -un auténtico misterio- no es la imposibilidad de traducir las sensaciones subjetivas expresadas mediante el habla a los códigos neuronales que cruzan nuestro cerebro. Lo que no podemos explicar es el extraño hecho de que sí hay comunicación y que por lo tanto la traducción funciona adecuadamente.
Veamos el problema de la traducción desde otro ángulo. En 1928 el pintor surrealista Rene Magritte hizo un experimento mental que debería interesar a los neurólogos. En su cuadro La traición de las imágenes vemos una pipa y debajo la siguiente inscripción: «Ceci n'est pas une pipe». Magritte presenta la imagen de un objeto conocido y en la etiqueta declara que «no es una pipa». Hay una contradicción: nuestra retina nos permite reconocer una pipa pero nuestros conocimientos lingüísticos (si sabemos francés) nos revelan lo contrario. Aparentemente estamos ante un problema insoluble de traducción: al mirar el cuadro sentimos con fuerza la presencia de una bella pipa, pero un seco mensaje en otro lenguaje nos advierte que estamos equivocados. Y sin embargo, sí hay una traducción posible. Aunque aparece una incongruencia entre dos regiones diferentes del cerebro (el córtex visual en el lóbulo occipital y las áreas del habla en el hemisferio izquierdo), cualquier conocedor de la cultura occidental moderna intuye la paradoja irónica: evidentemente no vemos una pipa, sino una representación de ella, y a partir de este juego podemos realizar muchas y muy sofisticadas especulaciones conceptuales sobre si el mensaje lingüístico se refiere a la cosa misma o a su imagen. El juego aquí puede servir para recordar que las imágenes llegan codificadas y etiquetadas por la cultura y que incluso las contradicciones pueden contener mensajes que es necesario descifrar. El cuadro de Magritte nos plantea una duda: ¿para qué queremos algo que no es una pipa (es su representación) si podemos tener una de verdad para cargarla de tabaco y fumarla con deleite? ¿Para qué necesitamos el arte si tenemos la vida cotidiana? Porque las representaciones y el arte nos permiten traducir lo que parece intraducibie.
Hay que destacar el hecho de que una parte importante, y acaso fundamental, del aparato traductor no se encuentra oculto en el interior del cráneo, sino que funciona ante nuestras mismas narices bajo la forma de un amplio abanico cultural integrado por lenguajes, arte, mitos, memorias artificiales, razonamientos matemáticos, órdenes simbólicos, relatos literarios, música, danza, mecanismos clasificatorios o sistemas de parentesco. Es necesario explorar desde la perspectiva neurobiológica todos estos aspectos para definir allí los mecanismos exocerebrales precisos que puedan ser la clave no sólo de las mediaciones traductoras entre el lenguaje cerebral y el mental, sino además ayudar a explicar el fenómeno de la autoconciencia. El habla es sin duda uno de los aspectos más importantes de lo que denomino el exocerebro, pero es necesario tomar siempre en cuenta el contexto de símbolos plásticos, rituales, creencias, signos mnemotécnicos y sistemas matemáticos. Quiero poner un ejemplo sencillo de exocerebro basado en experimentos encaminados a explorar el lenguaje de los simios y su relación con las prótesis.
Un cierto número de simios, sean capturados en su medio natural o nacidos en cautividad, va a poblar los laboratorios de los científicos interesados en los procesos mentales, las redes neuronales, la biocibernética, el origen del lenguaje o el estudio de diversas patologías. No es difícil comprender que esta población de simios, en mayor o menor medida, se encuentra sometida a un sufrimiento más o menos agudo, aunque sólo sea por el hecho de vivir fuera de su nicho ecológico natural. El mundo en el que viven está repleto de etiquetas referidas a categorías extrañas y se ven obligados a contemplar un universo altamente ordenado y articulado. Algunos de los simios más afortunados fueron a dar al laboratorio de Sue Savage-Rumbaugh, en la Universidad de Georgia. Allí los chimpancés no sólo fueron bien tratados, con afecto y comprensión, sino que tuvieron acceso a una peculiar prótesis que les permitió comunicarse con los seres humanos, y que sustituyó la carencia de un aparato vocal adecuado para hablar como nosotros, entre otras cosas debido a que el suyo no permite pronunciar consonantes. La situación de estos simios puede equipararse a la de unos humanos primigenios trasladados a un medio extraño y difícil, con la importante diferencia de que el Homo sapiens no encontró allí las prótesis adecuadas sino que tuvo que crearlas. Los chimpancés, en cambio, fueron entrenados para usar tableros electrónicos con teclas marcadas con unos cien símbolos. Al ser apretada, cada tecla se enciende y al mismo tiempo se proyecta el símbolo correspondiente en una pantalla. Es como si nuestros ancestros primitivos se hubiesen encontrado en el bosque un exocerebro colocado allí por algún extraterrestre que, benévolo, les hubiese enseñado a usarlo antes de regresar a su planeta. Los simios en el laboratorio, forzados por el ambiente humano y gracias a una prótesis electrónica, usan recursos cerebrales que acaso no son puestos a funcionar en su medio natural. En otros laboratorios han sido entrenados para usar el lenguaje de signos de los sordomudos. De manera sorprendente, tienen habilidades para comprender y pedir objetos y alimentos mediante el uso de símbolos, y son capaces de combinarlos y de entender que representan acciones o cosas. Pero la gran sorpresa llegó con un joven chimpancé bonobo llamado Kanzi, que alcanzó a comprender unas 150 palabras después de los primeros 17 meses de enseñanza, acabó construyendo en el tablero electrónico frases con una estructura sintáctica primitiva, pudo adquirir espontáneamente habilidades lingüísticas por medio de la convivencia social con humanos, de la misma manera que lo hacen los niños, y fue capaz de entender oraciones complejas. Sue Savage-Rumbaugh ha escrito un libro memorable donde relata su conmovedora y fascinante búsqueda de habilidades lingüísticas en los chimpancés. Su argumentación es persuasiva al afirmar que los chimpancés tienen la maquinaria neuronal básica para desarrollar un lenguaje primitivo y que el habla humana no es simplemente el efecto de una estructura innata sino el resultado de un sustrato cognitivo plástico que interactúa con un medio social. Está convencida de que la mente humana sólo difiere en grado, pero no cualitativamente, de la de los simios.14 Sin embargo yo encuentro una diferencia cualitativa: los chimpancés libres en su estado natural no desarrollan el tipo tan complejo de lenguaje que son capaces de crear en cautividad, rodeados de un ambiente humano y con acceso a un sistema simbólico que sustituye sus incapacidades. Me parece que ello ocurre no sólo debido a la ausencia de una cultura adecuada, sino también debido a que no sufren los efectos de una dependencia de ciertos circuitos cerebrales con respecto a las prótesis lingüísticas que les permiten comunicarse. Los chimpancés en cautiverio dependen de los tableros electrónicos en la medida en que el medio humano los obliga a ello. Pero no parece haber una dependencia neuronal. Son capaces de usar un exocerebro lingüístico si se les proporciona, y se adaptan a su uso. Pero no tienen circuitos nerviosos caracterizados por su incompletitud y su dependencia de circuitos exocerebrales.
Como nota final, como colofón, quiero señalar que estoy persuadido de que la solución al problema del libre albedrío se encuentra en lo que he llamado el exocerebro. Una parte del comportamiento humano logra escapar de las redes deterministas de causación. Las decisiones se realizan en el contexto sociocultural y bajo ciertas condiciones se generan decisiones individuales que no obedecen a reglas deterministas. Se podría argüir que habría aquí un determinismo social que, a su vez, podría ser reducido a los mecanismos causales ubicados en centenares, miles o millones de cerebros. Sin embargo, las diversas expresiones de determinismo social en sus versiones extremas (del darwinismo social al economicismo marxista o a la sociobiología) han fracasado. Con mayor razón está destinado al fracaso el determinismo que reduce lo social a lo biológico (y, si seguimos la cadena, lo biológico a lo físico).
Las redes socioculturales que unen al colectivo de cerebros tienen sus propias leyes, reglas, normas y estructuras. Es aquí donde podemos ubicar el problema del libre albedrío, y desde aquí comenzar a entender sus dimensiones neurofisiológicas y biogenéticas. Este espacio, que he denominado exocerebro, puede ser un punto de partida común para que las neurociencias y las ciencias de la cultura comiencen a investigar el problema de la conciencia y del libre albedrío.
REFERENCIAS
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8. Ibid, p. 57. La cita de Singer procede de una entrevista que le hizo H. Flender en 1968, publicada en Writers at work (G. Plimton, ed.), Penguin Books, Nueva York, 1981. [ Links ]
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14. Savage-Rumbaugh S, Roger L,. Kanzi. The ape at the brink of the human mind. Nueva York: Wiley; 1994. [ Links ]
* Conferencia Magistral dictada en la XXV Reunión Anual de Investigación del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente, 6 de octubre de 201 0.