Un pueblo dividido es un aporte de gran relevancia para la historiografía sobre los procesos modernizadores en el medio rural mexicano del siglo XIX. El trabajo es fruto de una exhaustiva investigación centrada en Papantla, al norte de Veracruz, donde predominaba un componente demográfico indígena, con sus formas comunitarias de acceso a la propiedad de la tierra. Con base en un amplio análisis de fuentes de archivo, bibliográficas, hemerográficas y de gobierno, el autor demuestra que entre los años de 1870 y 1900, las relaciones socioeconómicas del lugar se reestructuraron decididamente a la luz de procesos desamortizadores ligados a intereses mercantiles, conflictos interétnicos, alianzas, ambiciones y temores que giraron en torno al lucrativo comercio de la vainilla. Al despuntar el siglo XX, un nuevo orden social había quedado sólidamente implantado en Papantla.
La obra de Emilio Kourí aporta una nueva visión sobre una de las reformas más trascendentales en la historia de los pueblos indígenas: la desamortización de sus tierras de comunidad. A pesar de los cambios que generó esta política de manufactura liberal, todavía no recibe suficiente atención por parte de los académicos. Las investigaciones disponibles han puesto de relieve los efectos desestructuradores que en los pueblos de indios ocasionó la división de las tierras de comunidad, las estrategias de defensa utilizadas por los afectados, los mecanismos de negociación o imposición desplegados por el Estado para sacar adelante su agenda de reformas, y las conexiones que estos cambios pudieron tener con la Revolución de 1910. Este debate historiográfico, sin lugar a dudas, es enriquecido con el aporte deEmilio Kourí , Un pueblo dividido, en el cual queda claro, a lo largo de seis capítulos, que para entender la desamortización de tierras de comunidad hay que tomar en cuenta una serie de factores ecológicos, socioeconómicos, culturales y demográficos.
En el capítulo primero titulado, "El cultivo y comercio de la vainilla", el autor sostiene que la historia de Papantla, durante los siglos XVIII y XIX, no puede desligarse de la producción y el comercio de la vainilla. La demanda de los mercados de Europa y Estados Unidos permitió la adopción de un cultivo sistemático que favoreció el crecimiento de derechos de usufructo individuales, disputas sobre la propiedad de plantas de vainilla y la aparición del robo de los frutos. Estas transformaciones permitieron que la vainilla pasara de ser un cultivo silvestre en manos de totonacos, a convertirse en un negocio lucrativo controlado por comerciantes locales, especuladores y otros individuos vinculados a la exportación, quienes tenían el capital y la información sobre el comportamiento y las demandas de los mercados internacionales. Hacia el último tercio del siglo XIX, la vainilla se había convertido en un poderoso agente de cambio.
En el capítulo dos, que lleva por título "La cuenca del río Tecolutla", Emilio Kourí demuestra que la división de actividades productivas, la abundancia de tierra y recursos naturales, y la baja densidad demográfica permitieron que en Papantla, durante la época colonial, surgieran pocos conflictos por la propiedad de la tierra. Más bien, las tensiones provenían de la reglamentación sobre los bienes de comunidad, la recaudación de impuestos, la implantación del monopolio del tabaco, las luchas de facciones por el control de los oficios del cabildo, y la codicia de los comerciantes, como el clan Vidal, cuya influencia sobre la economía y la política local sobrevivió después de la independencia nacional.
Las reivindicaciones de los totonacos prácticamente no cambiaron de contenido con el tránsito de colonia a república. Claro ejemplo es que los totonacos insurrectos de 1836, encabezados por Mariano Olarte, siguieron combatiendo por añejas cuestiones locales como la autoridad, la autonomía y las prácticas comerciales. Lo anterior permite suponer al autor que, hasta 1870, el estado de cosas en la cuenca del río Tecolutla poco se había transformado en relación con los tiempos pasados. En el territorio se habían acentuado el patrón de asentamiento disperso, la débil urbanización y el aislamiento geográfico; además, al seguir siendo escasa la mano de obra, se complicó el establecimiento de haciendas agrícolas, el desarrollo de mercados internos, la eficiencia de las comunicaciones, y la expansión del comercio a larga distancia. Habría que esperar a los años posteriores a 1870 para observar en Papantla una silenciosa pero profunda "revolución" que transformó decididamente la organización socioeconómica del territorio, que fue impulsada por los comerciantes vainilleros.
En efecto, "La economía de la vainilla", título del tercer capítulo, fue el motor más importante del cambio económico y social. A partir de 1870, la expansión del comercio del aromático provocó una profunda transformación en los derechos históricos de propiedad sobre la tierra, en el acceso a la mano de obra, en la disponibilidad de capitales y en la geografía humana de la cuenca del río Tecolutla, al punto de que la imagen de la antigua Papantla, que parecía congelada en el tiempo, comenzó a caerse en pedazos para dar pie a una nueva etapa que giró en torno a la producción de vainilla. Antes tuvieron que trascurrir cuatro décadas de cambios apuntalados por viejos y nuevos comerciantes españoles e italianos, entre los que figuraban los apellidos que controlaban el negocio, como los Vidal, Bustillo, Fontecilla, Naveda, Curti, Tremari y Danini.
A pesar de los efectos revolucionarios que provocó la comercialización de la vainilla, es de llamar la atención que en el periodo de 18301870, en que las exportaciones mexicanas crecieron notablemente, la producción siguió concentrada en manos de los totonacos, quienes decidieron incorporar el cultivo sistemático de la vainilla a su ciclo agrícola y no renunciaron a la siembra de su milpa ni a la independencia económica que el medio físico les brindaba. Por esta razón no debe sorprender que los totonacos de Papantla, a mediados del siglo XIX, hayan sido, en palabras del autor, "agricultores muy prósperos y asombrosamente independientes", sin que esto significara que buscaran el lucro o el enriquecimiento personal, pues desde su perspectiva, el progreso no significaba la acumulación de capital ni la reinversión de sus ganancias. Si bien, el comercio de la vainilla, como lo destacaEmilio Kourí , favoreció el fortalecimiento de la economía familiar de los totonacos, también es cierto que sentó las bases de la disgregación de la unidad comunitaria debido a las presiones de los comerciantes, quienes en su afán de recaudar más producto incitaban el robo a las parcelas, la desconfianza y la discordia entre los totonacos.
En el cuarto capítulo "El fin de la propiedad comunal de la tierra", Kourí sostiene que en la medida que el comercio de la vainilla siguió creciendo y se generaron mejores condiciones para invertir en la propiedad, se desató una feroz competencia entre los comerciantes, negociantes y políticos, quienes vieron en la acumulación de tierra la forma de deshacerse de los competidores que ofertaban productos valiosos como la vainilla y el tabaco. Mientras tanto, los agricultores indígenas oscilaron entre la independencia y la protección de su prosperidad económica, la oposición a todo cambio que alterara los acuerdos comunales vigentes, el apoyo a la división por ver en ella una oportunidad para redistribuir en su favor los derechos de usufructo de la tierra, o la formalización de sus posesiones de facto.
El nuevo escenario para hacer negocios que generó el incremento exponencial de la demanda de vainilla por parte de la industria heladera, pastelera y confitera estadounidense, entre 1870 y 1890, tuvo importantes repercusiones en Papantla. Los grandes comerciantes accedieron a más información sobre precios y mercados; se beneficiaron con una mejora en la navegación comercial entre Estados Unidos y México; y aprovecharon el impulso del Estado para eliminar el régimen de propiedad comunal y favorecer la propiedad individual. Aunque este impulso en Veracruz inició por lo menos en 1826, para la década de 1870 cobró renovados bríos.
Debido a que el proceso de división de las tierras de comunidad de las antiguas repúblicas de indios establecidas en el cantón de Papantla fue sumamente conflictivo a causa de la yuxtaposición de derechos de usufructo que confluían sobre el territorio, el gobernador de Veracruz, Landero y Cos, propuso, en 1874, la creación de condueñazgos. Aunque implicaban un dominio colectivo sobre la tierra, para el Estado representaban un avance respecto a la propiedad tradicional indígena porque los condueños estaban facultados para vender y comprar sus acciones, y debían pagar impuestos sobre la propiedad. Ésta fue una estrategia exitosa debido a que los principales actores sociales de Papantla: rancheros, comerciantes, ayuntamiento y jefe político aceptaron el nuevo esquema de distribución de la tierra. En el caso de los indígenas, vieron en el condueñazgo una oportunidad para recuperar la autonomía en la administración de sus tierras que el Estado liberal les había negado, y para que sus líderes (como Simón Tiburcio, Pablo Hernández Olmedo y Antonio Jiménez) afianzaran su prestigio dentro la comunidad.
A pesar de que los totonacos tuvieron bajo su cargo la delimitación de los condueñazgos, la asignación de las acciones que correspondían a cada propietario fue sumamente conflictiva. Basta mencionar que ricos comerciantes, como Agapito Fontecilla y Vidal, se convirtieron en legítimos copropietarios con la venia de la Junta de Indígenas; además, el ayuntamiento de Papantla intentó obtener propiedad sobre los condueñazgos para proteger los intereses de un grupo de agricultores que no tenían derecho a la tierra, intento al que se opusieron los indígenas por considerarlo a todas luces ilegal. La lucha de intereses en torno al condueñazgo lleva al autor a plantear algo muy novedoso para los estudios sobre la desamortización de tierras de comunidad en Papantla y en general: "por lo menos para los dirigentes totonacos, la preservación o defensa de las tierras comunales con base en la pertenencia étnica no fue una prioridad", más bien, las tierras fueron vistas como un bien codiciado que garantizaba la participación con ventajas dentro del floreciente negocio de la vainilla. Por eso no debe extrañar que el esplendor de la producción ocurriera durante la época de los condueñazgos, es decir, entre 1870 y 1890.
En el quinto capítulo titulado "La experiencia del condueñazgo", Emilio Kourí pone de relieve los alcances y las limitaciones de este derecho de propiedad. Destaca que, bajo este régimen, la producción de vainilla en Papantla creció a un ritmo sin precedente, por ejemplo, en las décadas de 1870 y 1880, lo hizo a una escala de 175 %, gracias a que el cultivo se hizo más extensivo. Esta circunstancia favoreció el flujo de cuantiosos capitales que alentó la formación de nuevas riquezas, el florecimiento de ambiciones, presiones sobre la tierra, desconfianza y desequilibrios que minaron los vínculos y reciprocidades que desde tiempos ancestrales habían regulado el acceso y usufructo de la tierra. Claro ejemplo es que en el diseño de los condueñazgos quedaron excluidos los descendientes de los accionistas fundadores, pues las reglas de sucesión solamente previeron heredar la tierra a un vástago; en consecuencia, el resto de los hijos no alcanzaría derecho a la propiedad y tendrían que convertirse en colonos o sumarse a la reserva de jornaleros sin tierra. En este sentido, como lo sostiene el autor, el condueñazgo no puede ser visto como un mecanismo de preservación de la cohesión comunal, sino lo contrario.
La erosión de los vínculos comunitarios no solamente debe considerarse como el resultado de una ofensiva externa, sino que fue el efecto de fuerzas revolucionarias que encontraron terreno fértil en la elite gobernante de los condueñazgos, compuesta por rancheros totonacos, indios ladinos y comerciantes no indígenas dispuestos a competir por la propiedad de las parcelas y aprovechar los beneficios económicos que prometían el incremento del cultivo y la comercialización de la vainilla en el mercado norteamericano. La competencia encarnizada en el seno de los condueñazgos, la exclusión de las jóvenes generaciones de los beneficios económicos, el acceso de los ricos comerciantes a las acciones sobre la tierra, y el cobro de nuevos impuestos, generó un clima de descontento entre muchos totonacos que se manifestó bajo la forma de brotes de rebeldía acaecidos en 1885 y 1887, y encabezados por Antonio Díaz Manfort, Antonio Vázquez y Miguel W. Herrera, respectivamente, quienes pugnaron por "resucitar un pasado que estaba desapareciendo" (p. 258). De acuerdo con el autor, estos levantamientos revelaron la sensación de injusticia y decadencia social que entre un sector de la población había despertado la desamortización de las tierras de comunidad.
En el sexto y último capítulo de Un pueblo dividido, cuyo título es "División y rebelión", Emilio Kourí presenta un relato bien fundamentado sobre las circunstancias que condujeron a la disolución de los con dueñazgos. Si bien el precio de la vainilla mexicana sufrió una pérdida de valor en el mercado estadounidense en relación con la que se producía en las colonias francesas, esto no significó una caída en los volúmenes de exportación. Algo que permitió que el negocio de la vainilla siguiera siendo atractivo fue la presencia de una reserva de jornaleros que garantizó el bajo costo de la polinización manual. A tal situación habría que agregar el esfuerzo de los funcionarios veracruzanos por dividir los condueñazgos mediante incentivos fiscales, ayuda financiera, asesoría legal y asistencia técnica; asimismo, los comerciantes, grandes rancheros y labriegos totonacos se convencieron de que si dividían las tierras y accedían a un título de propiedad individual, podrían tener acceso a créditos y aumentar sus ganancias; inclusive, los hombres que no poseían tierra vieron en el reparto individual una opción para conseguirla. Hacia la última década del siglo XIX, Papantla era un hervidero de conflictos propiciados por la lucha despiadada por acceder a las mejores porciones de los condueñazgos en desintegración. En palabras del autor, "el condueñazgo no era otra cosa que una vasta confabulación de saqueo perpetrado por los funcionarios públicos venales, los rapaces comerciantes de los pueblos y los jefes totonacos ambiciosos".
La división de los grandes lotes siguió un sendero muy diverso. En los casos de Palo Hueco y el Cristo, los colonos italianos que los constituían, inmediatamente aceptaron convertirse en propietarios individuales; mientras que en otros condueñazgos, los intereses en juego provocaron que la división se complicara, que el descontento de los totonacos hacia sus dirigentes se exacerbara, y que se reavivara el señuelo de la autonomía comunitaria. Ante una situación que parecía volverse adversa a los intereses de los comerciantes, especuladores y grandes rancheros, tuvo que ser necesaria la intervención de las fuerzas militares para imponer el orden y aplastar la rebeldía de los inconformes. Por ejemplo, la campaña del coronel Hurtado, en 1891, dejó una estela de 115 muertes y 200 prisioneros.
En el último lustro del siglo XIX, estando el ayuntamiento a cargo del poderoso comerciante vainillero y terrateniente, Pedro Tremari, el ayuntamiento comenzó a expedir, a paso lento pero seguro, títulos de propiedad a los accionistas de los condueñazgos, sin embargo, en el proceso benefició ampliamente a los comerciantes: por ejemplo, él se adjudicó cinco terrenos; mientras que los labradores que vivían en esas tierras y los excluidos de los repartos efectuados entre 1870 y 1880 se quedaron sin nada. A pesar del descontento social que se manifestó en brotes de violencia como en de 1896, la división de tierras no se detuvo, siguió bajo la sospecha de "parcialidad, venalidad y estafas descaradas". Del finiquito de los condueñazgos se beneficiaron sobre todo los comerciantes de la vainilla, los rancheros y los funcionarios gubernamentales.
Papantla entró al siglo XX con un pueblo dividido y sin cohesión comunitaria. Si bien, numerosos totonacos recibieron títulos de propiedad individual, lo cierto es que una minoría de hombres beneficiados con la vainilla se había adjudicado las mejores tierras de agricultura y pastoreo, mientras que más de la mitad de las familias, que un siglo atrás sin problemas hubiera tenido acceso a la propiedad, se quedó sin una porción de la tierra que tiempo atrás perteneció a sus antepasados.
Las novedosas interpretaciones que ofrece Emilio Kourí en Un pueblo dividido contribuyen a replantear consensos historiográficos y visiones teleológicas que trataban de encontrar en las políticas modernizadoras del Estado mexicano la causa de los acontecimientos revolucionarios del siglo XX, o que simplificaban los hechos bajo la óptica de una lucha de clases. Probablemente así fue, sin embargo, Emilio Kourí ofrece una visión alternativa que invita al historiador a historizar su objeto de estudio y a observar que la sociedad indígena, contrario a lo que se pudiera pensar, estaba lejos de vivir en cohesión y armonía, especialmente en tiempos de profundas transformaciones impulsadas por el crecimiento de una economía mundial que demandaba grandes volúmenes de productos agrícolas que se cosechaban en los territorios indígenas. Por todo lo anterior, no me resta más que recomendar ampliamente la lectura de Un pueblo dividido. Después de esto, la imagen del mundo rural mexicano en general y del totonaco en particular, no será la misma.