"El patrimonio" como concepto es uno con el que estamos, en general, felices.
Sabemos lo que queremos decir con ello y creemos que sabemos lo que los demás
quieren decir con ello, para qué sirve y cómo debe ser tratado.
"The heritage" as a concept is one with which we are, in general, happy. We know what we mean by it and we think we know what others mean by it, what it is for and how it should be treated
John Carman, Archaeology and Heritage. An Introduction
La naturaleza del patrimonio: relaciones con la arqueología
Esa "cosa" llamada patrimonio
La mayor crítica al proceso de hacer, fabricar o generar patrimonio es reducirlo a la recolección y protección de "cosas" del pasado. Tras considerarse de un momento pretérito particular, éstas terminan siendo materia esencialmente de la arqueología, disciplina que ha sido también garante de reproducir esta cualidad y apremiarse muchas veces a reclamar la exclusividad en las diferentes formas o etapas de actuación sobre ellas. Legitima su poder porque se permite generar una serie de atributos que resguardan a los objetos-sitios, lo cual evita el cuestionar las razones por las cuales se han convertido en un legado reconocido y protegido del pasado (a costa de cuestionar por qué han sido seleccionados algunos elementos y olvidado otros) (Graham 2002; Lowenthal 1998b; Smith 2006b, 2009, 2011).
Produce también un pilar fundamental para el sostenimiento de procesos identitarios y de pertenencia. Al evocar emociones y experiencias, produce también acciones que facilitan los procesos de exclusión y rechazo que sirven a causas concretas en momentos concretos; nos habla de un "nosotros" y un "otros" y, paradójicamente, también de un "todos" universalizados en una serie de tratados sobre los garantes de la identidad, generalmente los Estados-nación. Funciona esencialmente aportando rasgos de valoración, de comprensión y de posibilidades para transportar esta materialidad al futuro. A través del sentido común, construye un tipo de esencia que se resiste a ser cambiada y desafiada por generaciones actuales, pues, su rol es perpetuar el pasado para los habitantes del futuro (Smith 2011).
Así, se estarían formulando una serie de relatos para validar el presente desde el pasado, encarnando valores atemporales y limitados geográficamente; procurando escenarios que reproducen la naturalización homogeneizante, propia de instituciones nacionalizantes a costa de representaciones que limitan el presente (Anderson 1993; Delfino y Rodríguez 1992; Fowler 1987; Graham 2002; Graham y Howard 2008; Kohl y Fawcett 2000; Lowenthal 1998a).
Por cuanto se cubre con este aparente manto de naturalidad, es difícil definirlo y abordarlo como fenómeno social. Ya sea desde la academia, los espacios políticos o económicos, o desde colectivos sociales, están incidiendo múltiples miradas provenientes desde espacios, tiempos y fines, muy diferentes, específicos a cada sociedad. Asimismo, sectores de estos grupos aprecian, viven y sufren "su legado" bajo formas como la espectacularización, sostenida principalmente por algún tipo de fe (una pseudorreligión contemporánea) que les habla de fenómenos que parecen estar ocurriendo fuera de nuestro tiempo, con caracteres excepcionales y a veces hasta con toques de sobrenaturalidad (Kingman y Prats 2008).
Históricamente, comenta Lowenthal (1998a), se ha aprovechado el hecho que la mayoría de la humanidad a lo largo de su devenir (sobre todo Occidente) ha dejado pasar inadvertidamente a los elementos materiales del pasado. Sólo pocos actores han buscado perpetuar los vestigios físicos del pasado, generalmente, para darle consecución a procesos con intereses específicos al grupo y que buscan legitimar miradas o mantener contextos de dominación. Con ello, el pasado material se ha transformado en un vasto campo de interpretaciones.
Historia, historias y el pasado material
A partir de lo comentado anteriormente por Lowenthal, inferimos que la exactitud histórica de los referentes materiales del pasado no había sido requerida, pues, correlatos sobre éstos parecían ser suficientes (al menos hasta el advenimiento de la modernidad). De allí que, suponer que la Historia, por sí misma, daría respuesta a los hechos del pasado es producto de la confusión entre el origen de los fenómenos históricos y las razones por las cuales sucedieron. Ello estaría reforzando el pensamiento historicista que pretende dar más importancia a los cambios que a las continuidades, estas últimas son más bien requeridas para la consecución de elementos patrimonializables (Prats 2004). Con ello queremos decir que el patrimonio no es Historia.
Sin embrago, hay dos características que sí comparten tanto Historia como patrimonio. La primera es la imposibilidad de recuperar porciones del pasado sin alteraciones. Ello no dispensa a los historiadores a intentar cierta imparcialidad, la comprobación y la minimización de los sesgos a través de métodos de validación de fuentes, de teorías y enfoques y, claramente, de la consecución del método científico (Lowenthal 1998b). Pero vemos que el patrimonio se libera de estas cargas y accede al pasado en la "búsqueda" de elementos que sirvan de raíces para afirmar identidades, para reclamar legados y hasta para propiciar rivalidades (Lowenthal 1997). Procura apropiarse del pasado desde diferentes espacios y escalas en un campo de batalla donde veremos Estados, entes supranacionales y comunidades locales negociando y confrontándose por rasgos que sirvan para legitimar sus causas y reproducir los contextos que sirvan a sus intereses (Lowenthal 1997, 1998a, 2009; Prats 1996, 2004; Smith 2001, 2006a, 2006b, 2009, 2011).1
La segunda característica compartida es la necesidad de modificar el pasado con versiones morales que requieren ser introducidas desde el presente (Falser y Juneja 2013), y en ella ampliaremos un poco más.
La historia, a través de su vertiente oficial, homogeneiza el pasado, las fronteras y los valores en pro de nacionalismos e identidades únicas (aunque paradójicamente promueva la diversidad y la multiculturalidad); así, los grupos de poder buscan descubrir este como más completo y magistral que el presente. Se ajustan los hombres y acontecimientos del pasado como un ejemplo para el presente (Lowenthal 1998a) y se mide el "progreso" por su capacidad de realización material y de reproducción en el tiempo (Finley 1977; Lowenthal 1998a; Plumb 1974). Al final, los libros de texto no son para ser interrogados.
Tras esa mirada amenazadora, Lowenthal (1997) señala que actualmente una buena parte de los historiadores luchan por disipar esa fe popular sobre la Historia como árbitro final de la verdad. Pero hay muchos problemas en persuadir a la gente al respecto, porque la imagen que sobre la Historia y la ciencia se ha cernido la ha declarado casi infalible (súmese que las narraciones se han venido clasificando dicotómicamente en buenos-malos, correctos-incorrectos). Hoy se han comenzado a introducir enfoques alternativos, procurando maneras para que el público reconozca los sesgos.
Los historiadores frecuentemente abogan por la conciencia del sesgo, pero rara vez explican cómo reconocerlo. La habilidad de ver los textos como instrumentos resbaladizos, cautelosos y proteicos diseñados para fines sociales, reflexiones de distintos contextos y de preocupaciones propias de los autores, es una habilidad sin precedentes en la escuela y, efectivamente, en la universidad. Debido a que carecen de este tipo de formación, muchos piensan que la verdad es un objetivo claro, consideran su propio prejuicio como un hecho, y censuran opiniones contrarias como un sesgo mendaz2 (Lowenthal 1997, 37-38).
Por su parte, el patrimonio, al escapar de la formalidad y la comprobación a la que debiera ser sometida la Historia, ofrece a la gente común la aparente oportunidad de incluir sus recuerdos personales y colectivos sin mediar con "métodos científicos". Pero no nos engañemos, pues, aunque exista la sensación de que en el patrimonio "cabe todo", habría que ver este rasgo detalladamente. ¿Puede la gente común sumar a su patrimonio? Para responder a ello, sería necesario percatarse sobre la existencia de mecanismos que disfrazan la inclusión con homogeneización y con exclusión. Tómese en cuenta además que incluir requiere necesariamente excluir, separando a "ellos" de "nosotros".
A partir de estas ideas, podemos acercarnos a definir un concepto de patrimonio que sirva -al menos- a la arqueología (antropológica). Así que lo consideramos (seguimos trabajando ello) como una selección de elementos que por convención (y hasta por coerción), se han convertido en una porción de la identidad (local, regional o nacional), activados mediante el ejercicio del poder, a través de un discurso facultado, con pretensiones de servir como soporte ideológico (Cardona 2012).
Singularidades culturales, pobreza, victimización, exclusión, etnocentrismo y lealtades; todos juegan en la fabricación de sensaciones y emociones que dan vida a eso que llamamos patrimonio (Lowenthal 1998b). Su propósito es convertirse en una declaración de fe en el pasado y no en una versión (histórica) de éste. La erudición queda en segundo plano, pues, la Historia sí es para todos, pero el patrimonio pertenece únicamente a algunos (al menos en el límite confinado hoy para el principal constructo identitario, la nación).
Como fenómeno social -parcialmente consciente- al fabricar patrimonio, se generan dinámicas que alteran el pasado mediante actualizaciones anacrónicas que pueden reflejar: 1) momentos mejores o peores de la vida del grupo (dependerá de los fines); 2) la existencia de un cuerpo de especialistas (Falser y Juneja 2013; Lowenthal 2009; Smith 2011) que den formalidad a este proceso: arquitectos, arqueólogos, historiadores, restauradores; 3) el diseño, adecuación e implementación del llamado Discurso Patrimonial Autorizado (Smith 2001, 2006a, 2006b, 2009, 2011). Este último procuraremos articularlo con el proceso de patrimonialización (Prats 1996, 2004), momento donde pensamos realmente se activan los referentes del pasado (o como se conoce comúnmente, se pone en valor).3
La activación del patrimonio
La activación patrimonial es un concepto acuñado por el antropólogo Llorenç Prats (1996, 1998, 2004) para definir una de las dos etapas del proceso de patrimonialización, es decir, el devenir de un fenómeno que representa al pasado hacia el presente en forma de patrimonio, el cual resulta en una representación de una o algunas realidades que sirven a sectores de la sociedad para reproducir su contexto de dominación o subordinación.
Si bien se interpreta el patrimonio como un constructo social, la naturalización del término ha evitado de maneras conscientes e inconscientes que se extraigan conclusiones pertinentes que den cuenta que, además de ser producto de un proceso -más que una cosa- éste no puede entenderse sin la acción directa de grupos hegemónicos social y culturalmente dominantes que actúan en la extracción y composición de elementos inalterados de su realidad, pero que, al ubicarlos en una particularidad del presente, pueden cobrar un significado diferente (Delfino y Rodríguez 1992; Prats 2004).
Todo este complejo escenario requiere ser sistematizado para poder abordarlo desde la formalidad de la ciencia; de allí que Prats (1996, 2004) proponga este modelo para describir y comprender el fenómeno a partir de la materialización de las intenciones de los diversos actores. Para el autor, el sistema de fabricación del patrimonio asume dos etapas que podemos entender de manera general como el de valoración y luego el de activación.
En la primera etapa de este proceso, menciona Prats (2004), podemos observar cómo actúa la sacralización de la externalidad cultural, la cual utiliza la sobrenaturalidad como mecanismo para amalgamar una serie de elementos que se encontrarían fuera de la condición humana actual y de la realidad, y que sólo pueden ser explicados a través de símbolos que habitan en la naturaleza, en el pasado lejano (la historia) o en la sobrehumanidad (excepcionalidad producto del genio).4
La naturaleza como espacio no domado por el hombre, fuera del control de lo social; la historia como pasado (o futuro), pero siempre un tiempo fuera de nuestro tiempo; y la genialidad como producto de la individualidad que trasciende y transgrede la vida de los simples mortales.
Estos tres criterios son necesarios para definir los elementos que del pasado serán seleccionados en un momento y espacio particular, pensado y meditado. El origen "divino" de la materialidad pretérita no posee una real importancia para quienes lo fabrican, pues es su capacidad de control social lo que se requiere; así como la representación de determinados intereses y valores que no se contentan con vivir en el interior de las personas y los colectivos, sino que debe expresarse públicamente. Son estos rasgos los que la identidad transmite y requiere desde los procesos de patrimonialización, ya que coadyuvan, al menos de forma básica, en la creación de las llamadas identidades políticas, tanto locales como regionales y nacionales (Graham 2002; Lowenthal 1997, 1998b).
Bajo esta premisa, los valores responden a intereses muy cambiantes en escalas, que procuran servir como barreras para minimizar los embates de las situaciones históricas cambiantes a largo plazo o coyunturales (Prats 2004, 2005). De ello que oscile entre procesos conscientes e inconscientes de manipulación -tanto individual como colectiva- que, para su aprobación, requieran de un consenso. Ésta no será equitativa, ni requerirá la participación de la mayoría de los actores sociales, pues, aunque deseen hacerlo, ya habrán sido desmovilizados con anterioridad por el fomento mismo de la naturalización.
La segunda etapa, la de la activación patrimonial, resulta en la actuación sobre porciones materiales e inmateriales del pasado, por parte de grupos sociales, principalmente, el poder político. Con el apoyo de otros grupos de poder (económico, académico y técnico), éste articula discursos en grados variables de conciencia, discreción y efectividad que estructuran la línea por seguir durante estas actuaciones y que se constituyen en tres pasos generales: la selección de los elementos patrimonializables; su ordenación a manera de frases e ideas que componen en discurso y; por último, la interpretación que resulta el discurso en sí. ¿Muere la premisa del sujeto colectivo como creador de su patrimonio?
Sugiere Prats (2004) que sectores de la sociedad pueden abrazar y apoyar, o contrariar y rechazar, una representación sobre el pasado hecha desde los procesos de patrimonialización; sin embargo, esta forma ha sido ya preelaborada por alguien en concreto, al servicio de ideas, valores e intereses concretos (Carman [2002] menciona una prevaloración de los elementos a partir de instrumentos legales, los que coloca sin mediación, dentro del manejo del Estado; Delfino y Rodríguez [1992] señalan que al estatizarlos eliminan abstracciones creadas por fronteras culturales), éstos son legítimos o ilegítimos, pero que han de considerarse reales. No reconocer estos aspectos es naturalizar y cosificar al patrimonio, pues, pensamos que es el poder político el que protagoniza las activaciones (Delfino y Rodríguez 1992; Fowler 1987; Graham 2002; Graham y Howard 2008; Kohl y Fawcett 2000; Kingman y Prats 2008; Smith 2006b).
En palabras de Prats (2004, 32): "¿Qué significa, en definitiva, activar un repertorio patrimonial? Pues escoger determinados referentes del pool y exponerlos de una u otra forma. Evidentemente, esto equivale a articular un discurso que quedará avalado". Podemos resumir parcialmente, con todo lo comentado hasta este punto, que las estrategias van destinadas a crear un contexto que se produce y se reproduce con la finalidad de mantener la naturalización como protección.
Se cosifican los bienes para minimizar interpretaciones incómodas (Smith 2009, 2011) y para facilitar su manejo a través de los procesos administrativos y burocráticos (de gestión) (Carman 2002); para reducir conflictos (Waterton, Smith y Campbell 2006) y para generar lealtades (Lowenthal 1998b). Otorga valores innatos a través del sentido común y de lo inevitable que es no actuar sobre la materialidad excepcional y colectiva del pasado (Smith 2011). Encapsula el tiempo pasado y lo actualiza anacrónicamente a conveniencia (Lowenthal 1998b). Se respalda en entes supranacionales (López Aguilar 2002; Waterton, Smith y Campbell 2006) y manipula el universo simbólico a través de expertos/custodios y sus formas de acercarse a estos conocimientos (ciencias y técnicas) (Delfino y Rodríguez 1992; Kingman y Prats 2008; Smith 2006a, 2011). Además se vale del discurso como principal forma de proceder (Graham 2002; Smith 2006a, 2011; Smith y Akagawa 2009; Waterton y Smith 2009, 2010; Waterton, Smith y Campbell 2006; Watson y Waterton 2010).
Considerando la pregunta referida anteriormente de Prats (2004), pensamos que podemos flanquearla en su mayoría con el aporte de los autores referidos; no obstante, hay un punto donde éste no profundiza, y que pensamos es la clave para intentar comprender el complejo proceso de activar los referentes materiales del pasado. Si bien coincide con lo relacionado a las intencionalidades, las pugnas y el ejercicio del poder, pensamos que es en el discurso donde vive la esencia de las activaciones patrimoniales.
El discurso patrimonial autorizado
El patrimonio tiene que ver con un acto comunicativo que se desprende de un proceso basado en la negociación de la memoria, la identidad y el sentido de pertenencia geográfica que es recreada y renegociada continuamente, y de acuerdo con necesidades socioculturales y políticas del presente debe separarse decididamente de los enfoques cosificantes que los custodios del pasado han reproducido al congelarlo, inmovilizarlo y fosilizarlo en pro de salvar a las sociedades de una supuesta degeneración cultural (Graham 2002, Smith 2011).
Para Smith (2006b; y retomando en Waterton, Smith y Campbell [2006]) se debe considerar como un inicio, la comprensión de la materialidad de las relaciones sociales, entendiendo que sus consecuencias son también materiales. Retoma parte de lo señalado por Foucault (1999) sobre su idea de la gubernamentalidad, para sostener que los discursos no sólo reflejan significados, relaciones o entes; sino también los crea y los gobierna a través de instituciones como la burocracia y las leyes.
A través del estudio crítico del discurso, se podría superar la cosificación a la que ha sido sometido y se vuelca sobre los procesos que crean el sentido y la representación.
Una representación subjetiva, en la que identificamos valores, la memoria y los significados culturales y sociales que nos ayudan a dar sentido al presente, a nuestras identidades, y nos dan una sensación de lugar físico y social [...] es un discurso involucrado en la legitimación y gobierno de las narrativas históricas y culturales, y el trabajo que estas narrativas realizan al mantener y negociar los valores de la sociedad y las jerarquías que éstos respaldan (Smith 2011, 45-46).
En la línea presentada por la autora, pensamos que en los procesos que llevan a la activación del patrimonio hay que detectar cómo se están negociando los significados y valores sobre la materialidad pretérita,5 a partir de lo cual se toman las decisiones sobre lo que se conservará: cuáles, cuántos, para quién y para qué; así como las formas en que se gestionarán. Pero, principalmente hay que prestar atención sobre los argumentos usados para esgrimir el cómo se definen y resuelven los problemas contemporáneos asociados a un patrimonio en su particularidad. Es así como Smith (2006, 2009, 2011) propone acceder a los estudios críticos sobre el patrimonio desde lo que ha llamado el Discurso Patrimonial Autorizado (DPA en adelante).
Una manera interesante de acercarnos es retomar la particular consecuencia que produce el DPA en la materialidad (en la realidad): generar mecanismos para satisfacer la necesidad de construir formas materiales articuladas al pasado. Para ello hay que complejizar sobre el rol ejercido por los expertos que ejercen la autoridad sobre el patrimonio. Igualmente, considerar que estas prácticas involucran mecanismos para la negociación y regulación de valores e ideas sociales y culturales, los cuales estarían justificando actuaciones como la gestión, la conservación o el turismo (Smith 2006).
El principal de estos mecanismos, es la propia construcción de narrativas que sustenten lo que hemos comentado desde el inicio de este documento, las formas de reproducción social y cultural de contextos que permitan la interacción de los colectivos respecto a identidades que, en su mayoría, son interpuestas. No obstante se considere imposición, se recurre a la lógica y al sentido común para prever enfoques consensuados que pretendan minimizar o suavizar los conflictos y las diferencias sociales a través de mensajes conservadores y comprensibles para todos, que llamen a la inclusión (generalmente la que ya habíamos comentado, la homogeneizante, a partir de una forma predeterminada y no necesariamente la acorde con la diversidad). El propósito es construir y sostener identidades que sean racionales y claramente distinguibles, tanto interna como externamente.
Pasa ello por requerir entidades con autoridad que superen el control directo de los Estados sobre las sociedades. Éstas se legitiman como sectores expertos, reclamando su capacidad científica y profesional sobre la cultura material. Arquitectos, arqueólogos e historiadores pugnan por el otorgamiento de la tutela sobre referentes del pasado que los Estados pueden otorgarles a partir de la formalización, institucionalización y burocratización de las formas de generación de conocimiento y de gestión sobre el patrimonio; creando redes de poder que producen y distribuyen códigos culturales alineados con los discursos de las identidades dominantes; procurando mensajes tanto para los legatarios o poseedores del patrimonio como para los foráneos (turistas, si gustan llamarlos así) (Graham 2002).
En la práctica, el DPA involucra estrategias para negociar y regular no sólo los objetos y los sitios patrimoniales, sino también sobre los valores sociales y culturales contenidos en éstos. Si bien, la tutela del pasado pertenece en la mayoría de los casos a los Estados nacionales, éstos deben procurar una serie de regulaciones que legitimen sus actuaciones: por una parte, el uso de expertos o custodios comentados en los párrafos anteriores, así como en la adhesión a normas y tratados supranacionales que aumenten la efectividad de la lógica y el sentido común.
Waterton, Smith y Campbell (2006) nos comentan sobre una estrategia que coadyuva a descubrir esta mirada de inevitabilidad por actuar sobre el patrimonio: la intertextualidad. Señalan que la mayoría de los documentos sobre políticas públicas de las naciones poseen su homólogo internacional, asistiendo en la construcción de una retórica aparentemente coherente sobre cómo actuar y gestionar estos bienes. Nos comentan que "la idea de 'patrimonio' no deriva específicamente de su significado léxico, sino más bien refleja un significado sutilmente alterado que es reconocible, familiar y constante a través del golpeteo discursivo sobre los textos"6 (Waterton, Smith y Campbell 2006, 344).
Esta alineación permite que se diseñen políticas que definirán las acciones y responsabilidades de las formas más generales de socialización del patrimonio: los museos, los monumentos y la educación en ambientes que generen y mantengan la racionalidad y las identidades nacionales y culturales. Prats (2004) ya nos advertía sobre la condición garante del poder político formalizado en el Estado ante las activaciones patrimoniales cuando señala que son éstos los que poseen la mayor capacidad de abrir museos y sitios de tipo histórico-arqueológico, lo que los convierte en la mayor fuerza activadora de referentes del pasado.
Asimismo, la educación formal, principalmente (regida por la mayoría de los Estados en sus niveles básicos), procurará acciones para generar sentimientos de comunidad nacional y responsabilidad ante nuestro patrimonio. Se hacen aparentemente necesarias políticas públicas que ayuden a superar esa discapacidad intelectual percibida por el Estado y sus expertos, sobre grupos que no se vinculan correctamente con el pasado. Prácticas inclusivas, pero dentro de procesos de asimilación, son comunes para la persecución de la estabilidad y el control social (Smith 2006). La ética de la conservación tiene como prioridad educar al público.
Tanto al público interno como al externo, el patrimonio se puede empacar como producto. Graham (2002) señala al respecto el fenómeno de la disonancia como intrínseco a la gestión tradicional del patrimonio: ayuda a segmentarlo como mercancía para ser multivendido y multiinterpretado, tanto por foráneos como por locales. Estas interpretaciones múltiples poseen una característica que el autor refiere como de suma-cero: si el patrimonio pertenece a todos, realmente no pertenece a nadie: con ello deshereda o excluye a quienes no se suscriben bajo los términos discursivos.
Paradójicamente, la disonancia es la base para la construcción de sociedades pluriétnicas y multiculturales; pues, despoja el patrimonio propio y lo otorga al mundo en múltiples interpretaciones (Graham 2002).
Las interpretaciones sobre el patrimonio estarían llevando entonces representaciones incompletas o mutables del pasado, pues, los referentes de momentos pretéritos han sido desarmados durante los procesos que han actuado sobre los objetos y los sitios: la investigación, valoración, conservación, restauración y la exhibición. Probablemente se han estado tomado algunas características requeridas o necesarias en detrimento de otras (y ello se magnifica cuando las actuaciones llevan el peso de una práctica profesional particular, pues, no es lo mismo que lidere un arquitecto, un arqueólogo, un historiador u otro) (Delfino y Rodríguez 1992; Carman 2002).
Carman (2002) refiere que a partir de la burocratización del trabajo arqueológico, los investigadores han tenido que compartir y discutir sobre si los artefactos, sitios o conjuntos, son objetos de investigación o de gestión. Con ello, la clasificación y conceptualización de los mismos ha sido un problema, pues, deben convivir con al menos tres formas o versiones del cuerpo material.
Por una parte está la forma que se define dentro del registro arqueológico que al menos es el único campo aparentemente propio, por cuanto es sujeto de las teorías y métodos de la arqueología, sin que medien o se inmiscuyan directamente las normativas y regulaciones.
Sin embargo, cuando los artefactos, sitios y monumentos pasan a convertirse en un recurso arqueológico para la generación de conocimientos más allá de la academia, y trascienden este momento al ser activados y convertidos en patrimonio público (campo establecido y dominado por leyes oficiales) comienzan los problemas. El más inmediato es la variación en la terminología de clasificación y, así, la asignación de importancias, pues, éstas terminan cediendo más a coyunturas políticas que académicas (Carman 2002). No en vano hay quienes prefieren mantener los dos espacios por separado.
Dos aspectos, señala el autor, son definitorios en esta relación: el primero que además de la discordancia entre clasificaciones arqueológicas y legales hay que sumar las categorías que se generan en las diferentes jurisdicciones políticas (local, regional, nacional y supranacional). Delfino y Rodríguez (1992) nos comentan, a propósito, sobre el problema de las fronteras culturales contra las fronteras políticas-administrativas, y cómo estas últimas son las que validan la adhesión a patrimonios nacionales que, paradójicamente, llamamos patrimonio cultural.
El segundo aspecto es que, incluso, antes que aparezca algún hallazgo o se haya definido un registro arqueológico, existe una prevaloración sobre lo que se considera antiguo, histórico y arqueológico. Ello preincluye a los bienes en procesos legales que los hace objeto de ley antes de ser investigados y comprendidos (Carman 2002). Cabría acá una analogía con los rasgos que señala Prats (2004) y que otorgan aparentemente valor de manera previa a los referentes del pasado material: obsolescencia, escasez y nobleza.
Asimismo, podemos inferir que los procesos de olvido a los que refiere Lowenthal (1998b) se están dando con posterioridad a la determinación de su importancia para los grupos de actores, lo que convierte a las regulaciones prevalorativas en espurias, pues, los poderes no desean ni pueden ni quieren hacerse, activar y poseer todo lo que llaman patrimonio. Podemos estar ante el sometimiento del registro arqueológico a regulaciones y jurisprudencias que influyen sobre lo que los arqueólogos observan y analizan.
Conclusiones parciales
La naturalización se ha conformado como el principal obstáculo para acceder a estudios más profundos sobre las dinámicas que conforman lo que hoy conocemos como patrimonio. Dentro de sus rasgos más notorios resalta la cosificación de las manifestaciones del pasado, lo que confiere un carácter ambiguo que poco permite trascender a entramados más profundos sobre los símbolos y los significados que pueden estar en disputa desde diferentes enfoques o identidades.
Asumir que el patrimonio, en su materialidad, se conforma sólo de cosas (o son las cosas en sí), no basta para mantener la atención sobre este fenómeno moderno. A esas cosas se les asigna un valor, el cual debe procurar en gran parte establecerse desde el mundo de las emociones y las sensaciones. De ello se desprende que otros rasgos presentes en los referentes del pasado estén asociados a su antigüedad, a su excepcionalidad y a su origen (Kingman y Prats 2008; Prats 2004).
De esta triada, se desprenden otra serie de características: argumentos que apelan a la lógica, al sentido común, a lo natural que es incluirse en la defensa, protección y transmisión del patrimonio (propio y ajeno); a lo inevitable de estas acciones porque se suscriben desde sectores expertos y desde las más evocadoras normas que sólo pretenden el bien de la humanidad, y que son apropiadas por los Estados nacionales, las cuales le definen legal y socialmente. Incluso antes de ser descubiertos y conformarse en un contexto arqueológico, ya son patrimonio de alguien.
Pero nos preguntamos si los objetos, sitios, monumentos y otras manifestaciones que hoy consideramos patrimonio arqueológico (o histórico) contienen todos estos rasgos por sí solos; o más bien, como proponemos a partir de la interpretación de los autores presentados, son el resultado de discursos y relatos que -en mayor o menor grado- se posicionan en la cotidianidad de los legatarios y del foráneo para hacer de las activaciones patrimoniales un recurso del ejercicio del poder político sobre las identidades, con ayuda de los poderes económicos que han impulsado la industria de la monumentalización y la espectacularización sobre bases tan lógicas, naturales e inevitables, que se adhieren en la emotividad y se escurren de miradas críticas.
Sin embargo, es posible desempacar estas intrincadas formas de relacionarse y establecer una serie de argumentos que puedan dar cuenta de la conformación interna de los procesos de Activación Patrimonial (Prats 1996, 2004) a través de los DPA (Smith 2006a, 2009, 2011).
Este propósito puede direccionarse, al menos, en dos vertientes: la primera tiene que ver con el origen social y cultural de lo que hoy es patrimonio, considerando la multitud de miradas y actores, así como las posibilidades de estudiarlo críticamente como fenómeno contemporáneo, que se presenta en diferentes escalas de la organización social y se articula irremediablemente con la antropología, la arqueología y la historia.
El segundo derrotero describe más un propósito enmarcado en los fines amplios de este trabajo como aporte al conocimiento y a la reflexión. Si bien no es nuestra empresa última la transformación de las realidades sobre los estudios del patrimonio, persiguiendo alguna reclamación; sí creemos perentoria la visibilización de los procesos arriba mencionados para generar una reflexión en diversos espacios y momentos que ayude a impulsar estrategias institucionales, académicas y personales para la promoción de la participación de otros actores sociales de manera que las agendas públicas y privadas puedan acercarse a un estado de equidad respecto con los rasgos definitorios de lo que consideran su patrimonio, así como la actuación y gestión.
Pensamos que la arqueología requiere nuevas estrategias para enfrentarse a las activaciones patrimoniales. Si bien, la transformación del contexto arqueológico en un recurso cultural merma parte de su alcance, al menos tiene algunas oportunidades aprovechables durante la etapa de investigación de los referentes materiales del pasado. Proponemos:
1. Procurar objetivos, análisis y planteamientos que tiendan más a "realidades" que al encasillamiento en conceptos y modelos existentes (caso común en la arqueología mesoamericanista). Con ello se comenzaría por ampliar la mirada a las diversidades multi y pluriculturales.
2. Se debe (obviamos el "debería") conocer, reconocer y promover -de hecho y de derecho- la participación de sectores sociales disímiles, que pueden verse afectados por las activaciones. Dicho reconocimiento requiere mecanismos más equilibrados y honestos para acceder y usar el pasado material, así como sobre problemas que pueden resolverse (y crearse) por los proyectos. Pasa incluso por desestimar actuaciones si se consideran en detrimento de sectores comunitarios.
3. La arqueología no puede imponer vínculos y conductas sobre el pasado resguardándose en la supuesta ignorancia histórica de los agentes sociales (éstos ya están vinculados de otras maneras con el plano material), ni en la cuota de poder dada por su institucionalización (en calidad de expertos sobre el pasado), de allí que hay que responder para qué y para quién la arqueología accede al proceso de patrimonialización.
4. "Volver a la antropología", por cuanto es reservorio de teorías que enmarquen no sólo las formas socioculturales, políticas y económicas de las sociedades extintas, sino más allá, sobre los impactos de nuestro trabajo en cuanto estamos diseñando y fabricando formas discursivas que pretenden el control, a través de sustentar (o crear) identidades, ideologías u otras formas de dominación donde resalta la económica, directa e indirectamente asociada al turismo. Es una oportunidad para enriquecer estas teorías con mayor información actual sobre dichos procesos de control y organización sociopolítica.
Con ello suscribimos parte de las posibilidades señaladas por Prats -la cual cabe enteramente en la práctica arqueológica- sobre el lugar de la antropología frente al patrimonio: "[primero] el estudio de los procesos de legitimación y activación patrimonial y de los intercambios simbólicos resultantes; en segundo lugar, la contribución, mediante sus propios estudios, a la formalización del conocimiento, lo más amplio y riguroso posible, de la diversidad" (Prats 1996, 299).