En Argentina asistimos, en la actualidad, a una reconfiguración de las disputas memoriales sobre el pasado reciente.1 Nuevas voces y actores, con miradas y trayectorias disímiles entre sí, convergen en posturas críticas a las memorias sobre el terrorismo de Estado, las políticas de justicia y reparación implementadas durante los gobiernos kirchneristas (2003-2015) y la actuación de los organismos de derechos humanos.2 Con el inicio de los juicios por crímenes de lesa humanidad en 2006,3 los primeros cuestionamientos provinieron de parte de las agrupaciones de familiares de militares y policías reunidas tras la consigna de “memoria completa”4 (Salvi, 2012). En 2008, con la configuración de un espacio político opositor al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y como consecuencia del conflicto desatado con las entidades corporativas agropecuarias,5 se sumaron los discursos detractores de intelectuales, políticos y periodísticas. Finalmente, el ascenso de la nueva derecha con la alianza Cambiemos (2015-2019) promovió, en cierta medida, la articulación de estas nuevas voces, sus demandas y miradas, con el Estado.
De modo que, entre 2006 y 2019, ganó difusión pública un conjunto de sentidos, figuras y prácticas memoriales que tensionaron las representaciones vigentes sobre la violencia de Estado y la última dictadura militar.6 En el campo intelectual, circularon producciones académicas que cuestionaban el modelo de enjuiciamiento penal a la luz de la experiencia transicional sudafricana (Hilb, 2010, 2018; Hilb, Salazar y Martín, 2014; Martín, 2017), el “abuso” de lo militante en las políticas públicas (Vezzetti, 2009) y el vínculo de los organismos de derechos humanos con el kirchnerismo (Novaro, 2008; Romero, 2008, 2016a, 2016b). En el campo periodístico, ganaron audiencia producciones culturales -que en algunos casos se convirtieron en best seller (Saferstein, 2017)- que postulaban una igualación de responsabilidades entre las Fuerzas Armadas y la guerrilla (Reato, 2008, 2010, 2012, 2013; Yofre, 2007, 2008, 2009) y el “diálogo” como modo para la elaboración de la violencia (Arenes y Pikielny, 2016; Fernández Meijide y Leis, 2015). En el campo político, se afianzó el cuestionamiento de las consignas del movimiento de derechos humanos y la propuesta de nuevos significantes (diálogo, completitud y pluralismo vs. militancia, exceso y abuso) (Petrella, 2015), así como la deskirchnerización de las políticas de derechos humanos.7
Ante el despliegue de estas voces, demandas y representaciones,8 el interés de este artículo es analizar un aggiornado dispositivo memorial que atraviesa los tres campos antes mencionados e, incluso, las prácticas memoriales de los militares y sus familias: el “diálogo”. Con trayectorias diversas, las y los participantes de las experiencias dialógicas son convocados en calidad de hijos e hijas de militares y policías condenados por delitos de lesa humanidad, exmilitantes de organizaciones armadas, militares retirados, familiares de desaparecidas y desaparecidos, intelectuales, académicas, académicos, obispos y dirigentes políticos. En torno a una mesa, frente a una cámara o ante un periodista, bajo la modalidad de foros, charlas o entrevistas de carácter público o semipúblico, o en formato de libro, desde 2014 -después del estreno del documental El diálogo-9se han reunido personas de diversas generaciones y recorridos a “dialogar” sobre sus experiencias, sentimientos y opiniones respecto del terrorismo de Estado y la violencia política del pasado reciente.
Pues bien, este artículo se propone enfocarse en las experiencias dialógicas como dispositivo memorial en una coyuntura histórica que se caracterizó por la persecución penal a los responsables del terrorismo de Estado, una marcada confrontación política con el kirchnerismo y el ascenso político de una fuerza de “nueva derecha”, la alianza Cambiemos. En sintonía con otros trabajos sobre la temática que se concentraron en aspectos simbólicos, culturales y políticas del discurso dialógico (Goldentul y Saferstein, 2020) y el uso de este discurso por la agrupación de hijas e hijos que defienden a sus padres condenados por delitos de lesa humanidad (Goldentul, 2021; Saferstein y Goldentul, 2019), este artículo se ocupa del dispositivo memorial como modo de “enunciación” o “de hacer ver y hacer hablar” (Deleuze, 2007) sobre el pasado. En tanto modo de enunciación, se busca dar cuenta del marco que regula los intercambios dialógicos, el suelo común que los permite y determina, y en tanto de modo de hacer ver y hablar, se pretende identificar los efectos de sentido que provoca y sus intervenciones en las disputas memoriales más amplias.10’ En suma, ¿qué delimitaciones sociales, políticas y memoriales promueve este dispositivo? y ¿qué sentidos discute y/o reconfigura sobre el pasado reciente?
Dada la variedad de invitadas e invitados a participar de los encuentros y de sus trayectorias, de los temas conversados y expuestos, de los escenarios en los que tuvieron lugar, entre otros aspectos que producen una gran dispersión de relatos, narrativas, sentidos sobre el pasado reciente, este artículo se enfocará en el dispositivo memorial que enmarca y contiene estas intervenciones.11 En la primera parte se analizarán las condiciones de posibilidad del “diálogo” como dispositivo memorial, atendiendo a la articulación de procesos convergentes para comprender el marco que regula los intercambios discursivos. Y en la segunda, se examinará un conjunto de tópicos que enmarcan lo visible y lo enunciable del dispositivo memorial para identificar sus efectos de verdad en el ámbito de las disputas por la memoria en Argentina.12
CONDICIONES DE POSIBILIDAD, ESCENARIOS Y ACTORES
El clima político propiciado por el ascenso al poder de la alianza Cambiemos en 2015 coadyuvó a la circulación del significante “diálogo”. Durante la campaña electoral, Cambiemos buscó contraponer la noción de “diálogo” y la búsqueda de conciliación de posiciones antagónicas al estilo del gobierno kirchnerista, que hacía del conflicto social el motor de la política. En este marco, entendía la política como territorio de consenso, y no de conflicto, capaz de “cerrar la grieta” de cara al futuro del país (Schuttenberg, 2019). Esta retórica dialógica y consensual le permitió a Cambiemos presentarse como una alternativa política superadora, racional e, incluso, desapasionada, que acusaba a sus adversarios de facciosas e irracionales, quienes insistían en la existencia de conflictos políticos de larga data en Argentina.13 En el plano de las ideas (y también de las memorias, como veremos aquí), esta postura dialógica opone el atribuido fanatismo militante y autoritario del kirchnerismo al pluralismo republicano de la fuerza de nueva derecha (Schuttenberg, 2019, p. 265).14
Por su parte, los procesos de transnacionalización de la memoria muestran la presencia creciente del “diálogo” como modo de gestión de pasados violentos. En el País Vasco, Colombia y, por supuesto, en Sudáfrica se han promovido institucionalmente conversatorios y audiencias que se proponen como espacios de encuentro entre antiguos beligerantes o entre víctimas y victimarios.15 Estas prácticas conversacionales, influidas por el lenguaje y los mecanismos del modelo restaurativo de la justicia transicional, se presentaron, en sus contextos locales, como promotoras de determinados beneficios colectivos en el modo de gestionar el pasado de cara al futuro. Instaurar la paz en sociedades posconflicto; internalizar el rechazo a la violencia; promover una visión reflexiva y comprensiva de parte del victimario y restituirlo a la sociedad; alentar efectos sanadores sobre las personas; sentar las bases para restaurar los lazos sociales al interior de una comunidad y/o estimular vínculos conciliadores entre grupos enfrentados, eran algunos de estos beneficios.
Las experiencias dialógicas internacionales se realizaron mayormente bajo tutela de agencias estatales o instituciones públicas a través de comisiones ad hoc, de expertos en diversas disciplinas que oficiaban de mediadores o de entidades de asistencia a las víctimas en el marco de leyes de reparación (Castillejo-Cuéllar, 2013; Villalón, 2019). En su escala transnacional, el “diálogo” abreva en el paradigma de la reconciliación, pues comparten los mismos objetivos redentores como la sanación individual y colectiva y la reconstrucción de los lazos sociales rotos (Rignay, 2012). Se trata de retóricas con muchos puntos en común. Sin embargo, siguiendo a Crocker (citado en Rignay, 2012, p. 252), se puede sostener que el “diálogo” tiene un propósito más limitado al fomentar la coexistencia de las partes otrora en conflicto, mientras que la reconciliación propugna un interés mayor, como la integración social bajo el cobijo de una narrativa nacional englobante. Ambas figuras ven la presencia de memorias contrapuestas con recelo, pues encuentran en su persistencia una fuente para la reactivación de los conflictos que se busca sanar.
En Argentina, el “diálogo” tiene su propia genealogía y su historicidad. En la década de los noventa, cuando los militares y policías responsables de graves violaciones a los derechos humanos tenían asegurada la impunidad por la vigencia de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y de los Indultos a los excomandantes, una suerte de “mesas de diálogo” se convirtieron en una escena tan siniestra como cotidiana en la pantalla de televisión. Durante 1995, Mariano Grondona, periodista del programa televisivo Hora Clave, presentó a su audiencia, en reiteradas oportunidades, una puesta en escena en la que se sentaba a una mesa, o en dos mesas separadas, a varios invitados para que “dialogaran”.16 Esas mesas construían de manera esquemática la existencia de dos bandos opuestos representados, por un lado, represores, integrantes de Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión (FAMES), familiares de civiles asesinados por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) o Montoneros,17 y, por otro, Madres de Plaza de Mayo, miembros de organismos de derechos humanos, sobrevivientes de centros clandestinos de detención y exmiembros de organizaciones armadas. En algunos casos, las invitadas y los invitados se rehusaron a compartir la mesa y los periodistas se convirtieron en los mediadores entre personas que se sentaron en dos mesas separadas. Como señala Claudia Feld (2016) , estas puestas en escenas tuvieron su punto más álgido cuando se trabaron en una fuerte y desmesurada discusión a los gritos el excomisario Miguel Etchecolatz y el diputado Alfredo Bravo, quien fuera secuestrado y torturado por un grupo de tareas al mando del general Ramón Camps, jefe directo de Etchecolatz.18
Las “mesas de diálogo”, en su formato televisivo, buscaban materializar la existencia de dos bandos, que ambas campanas debían ser escuchadas, que los represores tenían derecho a dar su opinión y que todos debían mostrar signos de arrepentimiento como camino legítimo hacia la reconciliación entre militares y guerrilleros, entre familiares de muertos de un lado y del otro y, con ello, pacificar a toda la sociedad. Pero esto significó también escuchar a los perpetradores negar los hechos o reivindicar lo actuado, acusar a las víctimas o a sus familiares, tratarlos como victimarios, echar sobre ellos nuevamente un manto de sospechas, acusarlos de mentirosos y hasta amenazarlos nuevamente (Feld y Salvi, 2019).
Hacia el año 2000, ante las citaciones judiciales a oficiales para que declararan en los Juicios por la Verdad19 y en los juicios por la apropiación de bebés, el entonces jefe del Ejército, el general Ricardo Brinzoni, asumió una posición de defensa corporativa y se concentró en la estrategia de cerrar el pasado por medio de la propuesta de otra “mesa de diálogo”.20 En este contexto, la propuesta de la “mesa de diálogo” como una instancia política y extrajurídica buscaba reunir a dirigentes políticos, miembros del poder judicial, de organismos de derechos humanos, de las fuerzas armadas y de las Iglesias “para que se acerquen y aporten datos”.21 Además de este primer propósito de defensa corporativa, la “mesa de diálogo” debía sentar las bases sociales para el “reconocimiento objetivo y completo del pasado”22 en línea con la reivindicación castrense de “memoria completa”.
En este marco, entre 2014 y 2017 se produjeron y tomaron estado público diversas experiencias dialógicas. Se trató de piezas audiovisuales, libros, charlas y conferencias con un alcance relativamente limitado en cuanto a sus audiencias y también en cuanto a sus participantes. Sin embargo, sus resonancias fueron múltiples pues, como veremos, su presencia implicó la activación de representaciones sobre el pasado reciente que encontraron un espacio renovado de circulación. La pieza inaugural fue el documental El diálogo. Estrenado en 2014, el audiovisual repone una serie de conversaciones entre Graciela Fernández Meijide, quien tiene a su hijo desaparecido y fuera secretaria de la CONADEP y miembro de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, y Héctor Leis, exintegrante de Montoneros y profesor de ciencia política de la Universidad de Santa Catarina en Brasil.23 Luego de su estreno y como parte de su difusión, se multiplicaron las experiencias dialógicas.
Entre 2014 y 2017 se realizaron diversas “mesas de diálogo” en museos, centros culturales, clubes políticos, librerías y universidades, que buscaron recrear un espacio de encuentro entre personas con diversas trayectorias respecto a los sucesos de violencia política y estatal acontecidos en la década de los setenta. Entre los grupos e instituciones organizadoras se destacaron mayormente aquellos vinculados a la consigna “memoria completa”, como UP e HNPP, de tendencia católica como Comunión y Liberación, la Universidad Católica Argentina y la Conferencia Episcopal Argentina y agencias estatales como el Ministerio de Cultura o el Observatorio de Derechos Humanos del Senado de la Nación.24 Estos eventos se realizaron en las ciudades de Buenos Aires, Salta, Santa Fe, Rosario y Tucumán, y tuvieron como dialogantes a un grupo reducido de personas. Allí coincidieron, además de Graciela Fernández Meijide, Aníbal Guevara, hijo de un militar condenado y presidente de HNPP, quien cuestiona los procesos judiciales por crímenes de lesa humanidad; Arturo Larrabure, José Sacheri y Silvia Ibarzábal, hijos e hija de militares e intelectuales asesinados y militantes por la imprescriptibilidad de los crímenes cometidos por la guerrilla junto con Victoria Villarruel; Enrique Alsina y Rodolfo Richter, militares retirados; Norma Morandini, familiar de desaparecidos y senadora nacional por el Frente Progresista, Elisa Carrió y Julio Bárbaro, dirigentes políticos, Luis Labraña, exmilitante montonero, y María Luján Bertella, sobreviviente de la ESMA, Vicente Massot, dueño del diario La Nueva Provincia, los exoficiales carapintadas del Ejército Argentino, Aldo Rico y Gustavo Breid Obeid, y exmiembros del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), como Eduardo Anguita, Carlos Gabetta y Luis Mattini, entre otras personas. En algunos casos, la propuesta de “diálogo” se escenificaba a través de la presencia de panelistas cuyas trayectorias representan la existencia de “los dos lados enfrentados en la guerra antisubversiva”: Fernández Meijide junto a Guevara o Luis Labraña junto con Enrique Alsina y José Sacheri. Otras propuestas, en cambio, reunían personas que respondían a trayectorias similares o compartían militancias en grupos allegados a los perpetradores condenados. No obstante estas diferencias, las experiencias dialógicas se anunciaban y presentaban como un “encuentro entre personas muy distintas” (Goldentul, 2021, p. 176).
En la misma línea, el libro Hijos de los 70. Historia de la generación que heredó la tragedia argentina, de las periodistas Carolina Arenes y Astrid Pikielny (2016) , editado por Sudamericana, procura ser “una reunión textual” entre hijos e hijas de militares condenados, desaparecidos, militantes de organizaciones armadas y empresarios asesinados por la guerrilla.25 Si bien se trata de relatos individuales separados por capítulos, el conjunto de la edición busca dar un efecto de intercambio dialógico entre las experiencias vividas por las y los participantes.26 Así se explica en el prólogo del volumen: “hijos con heridas, trayectorias y posiciones políticas muy distintas, incluso antagónicas, aceptan la posibilidad de un encuentro textual, aceptan que sus memorias dialoguen en el espacio de un mismo libro” (Arenes y Pikielny, 2016, p. 10).
De hecho, en 2017, el libro dio lugar a una crónica en la revista Anfibia, en la que se hizo público un encuentro privado entre las entrevistadas y los entrevistados.27 Por su parte, algunos de estos invitados también han dado charlas en escuelas secundarias y participaron en programas periodísticos en radio y televisión.
Estas experiencias dialógicas fueron promovidas y organizadas, por una parte, por gestores culturales o educativos: una editorial, una productora cinematográfica, un museo o una universidad, y, por otra, por activistas: clubes políticos, organizaciones de civiles y militares retirados o agrupaciones católicas (Goldentul, 2021, p. 176). Como muestran Saferstein y Goldentul (2019, p. 19) , Pablo Avelluto, en su función de director de Random House-Sudamericana (2005-2012) y, luego, como responsable máximo de cartera de Cultura de la Nación (2015-2019), desempeñó un papel clave como facilitador, promotor y articulador de estas experiencias dialógicas. Saferstein (2017, p. 153) también destaca que, en su condición de editor de la filial argentina de la principal editorial multinacional, Avelluto promovió la publicación de los libros políticos de Juan Bautista Yofre (2007, 2008, 2009) y Ceferino Reato (2008, 2010, 2012, 2013) quienes, a través de una suerte de revisionismo histórico, postulan la idea de la responsabilidad compartida entre las fuerzas armadas y las organizaciones guerrilleras por la violencia política de la década de los años setenta.28 También fue el productor del documental El diálogo y uno de los principales impulsores del debate público sobre el pasado reciente en diversas entrevistas públicas y mesas redondas.29 Por su parte, con su designación como ministro de Cultura de la Nación, tras el triunfo electoral de la alianza Cambiemos en 2015, las experiencias dialógicas adquirieron un nuevo impulso institucional.
En el marco de esa cartera cultural, y no desde la Secretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural, que ha sido tradicionalmente el órgano de gobierno ocupado de las políticas de memoria, se realizaron diversos seminarios y charlas para promocionar formas alternativas al proceso judicial para el tratamiento de pasados violentos. El repertorio de ideas vinculadas al “diálogo” alcanzó un nuevo estatus institucional cuando se realizaron dos seminarios internacionales: en 2016, en la Casa Rosada, Diálogos Globales ¿Es Posible la Convivencia Después de la Polarización?, y en 2017, en el Centro Cultural de la Ciencia, IDEAS, Pensamos Juntos el Futuro.30 No se trató de “mesas de diálogo” entre las personas directamente afectadas por el terrorismo de Estado y la violencia política, sino que diversos invitados e invitadas, en calidad de miembros de la comunidad internacional de expertos, disertaron sobre los beneficios de los modelos transicionales de corte restaurativo basados en el “diálogo” y la reconciliación como alternativos al modelo judicial-retributivo. En torno a la figura del “diálogo” como modelo para la resolución de conflictos en diversos países y sus experiencias de “pacificación” y “reconciliación”, las invitadas y los invitados internacionales ofrecieron casos vicarios que indirectamente iluminaban la escena vernácula y se volvían un horizonte al que llegar. El ministro de Cultura de Argentina, Pablo Avelluto, remarcó en la presentación que “es imposible traspolar una geografía a la otra, una sociedad a la otra, […] pero que sí podemos aprender, sí podemos conversar”.31 La propuesta de estos encuentros era pues “conversar con el mundo” y escuchar a quienes “lideraron procesos de diálogo tremendamente complejos” en otros países como Sudáfrica, Colombia, Perú, España y Canadá o como representantes de ONG internacionales.
Ahora bien, ¿por qué estas actividades dialógicas fueron promovidas por la cartera de Cultura y no por la Secretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural?32 Además del papel desempeñado por Pablo Avelluto, este hecho se explica por un cambio de estatus y de tratamiento que el gobierno de Mauricio Macri le dio al tema de la memoria. La política promovida por esa Secretaría ha buscado desmarcar el significante derechos humanos de los sentidos que ha tenido desde la reapertura democrática de 1983, construyendo una nueva agenda vinculada a los organismos internacionales y al mundo de las organizaciones no gubernamentales (Barros, 2017, p. 55). Como sostiene muy acertadamente Mercedes Barros (2017, pp. 55-57), esta agenda se apoya en una noción de derechos humanos como ideología global desvinculada de procesos singulares y políticamente situados. En este caso, se promueve la separación entre el significante derechos humanos -rebautizado ahora como derechos humanos del siglo XXI- y la experiencia concreta sufrida durante el terrorismo de Estado, articulación que se construyó desde la reapertura democrática. Este desamarre entre derechos humanos y terrorismo de Estado que se dio en el plano de la agenda gubernamental requiere de nuevos consensos, sentidos y representaciones en torno al modo de narrar el pasado. Y que haya sido el Ministerio de Cultura y no la Secretaría de Derechos Humanos el que cobijó bajo su órbita algunas de las iniciativas que promueven el “diálogo” como dispositivo memorial, da cuenta de una separación que tiene consecuencias sustantivas en el plano de las representaciones, entre Memoria con mayúscula (como categoría políticamente situada en nuestro contexto local) y derechos humanos, entre políticas de memoria y políticas de derechos humanos.
Surgidas en 2014 con marcada intensidad entre 2015 y 2016, las experiencias dialógicas fueron perdiendo fuerza y presencia pública a mediados de 2017, con algunas expresiones en 2018. Una de sus últimas expresiones fue la convocatoria lanzada por la Conferencia Episcopal Argentina (CEA), máxima autoridad nacional de la Iglesia católica Argentina, en el mes de mayo de 2017, en el contexto de la sentencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN), popularmente conocida como 2x1.33 En el marco de lo que los obispos denominaron una “cultura del encuentro”, propusieron llevar adelante una serie de consultas tanto con los familiares de desaparecidos por el terrorismo de Estado, como con personas vinculadas, acusadas y condenadas por delitos de lesa humanidad.34 Esta iniciativa, además de ser inmediatamente rechazada por los organismos de derechos humanos, no prosperó debido a la respuesta social y política al fallo de la CSJN. La sentencia, que constituía un precedente jurídico de condonación de penas para los perpetradores condenados, quedó finalmente sin efecto tras la multitudinaria marcha de repudio realizada en la Plaza de Mayo, la sanción de la Ley 27.362, votada por unanimidad (menos uno) en ambas cámaras para limitar la aplicación del beneficio de la 2x1 para crímenes de lesa humanidad y la rebelión de hecho de fiscales y jueces de primera y segunda instancia que se negaron tomar el fallo como un precedente.35 El rechazo al fallo fue un hecho político de gran trascendencia, pues hizo visible un extendido compromiso social con las luchas históricas del movimiento de derechos humanos (Besse y Messina, 2022, p. 24). Sin duda, la respuesta social y política al fallo de la 2x1 tuvo efectos desestimulantes para las experiencias, pues puso en evidencia los límites de sus propósitos políticos.
Como vimos, las experiencias dialógicas, tanto aquellas promovidas por agencias estatales como las organizadas por activistas, se inscriben en un terreno político y memorial. Respecto del segundo, desde la década de los años noventa, el “diálogo” circuló como una propuesta de tratamiento del pasado dictatorial, por una parte, como alternativa de reconciliación ante el persistente reclamo judicial llevado adelante por los organismos de derechos humanos, y, por otra, como dispositivo de circulación y difusión de los dichos y representaciones de los perpetradores y de sus allegados (Feld y Salvi, 2019). Es decir, las experiencias dialógicas formaban parte del repertorio de prácticas y representaciones memoriales de los grupos militares y fueron permanentemente rechazadas por los organismos de derechos humanos. El que esta figura haya sido reutilizada, en el marco del documental El diálogo de 2014, por dos personas típicamente identificadas con el universo de las víctimas -como Graciela Fernández Meijide y Héctor Leis-, generó condiciones de legitimación más allá del círculo promilitar. Con esto, el “diálogo” como dispositivo memorial encontró un espacio renovado de circulación y posibilidades para su aggiornamento.
Genealógicamente vinculadas a aquellas performances mediáticas de los años noventa, las actuales experiencias dialógicas tienen un estricto marco de regulación, tanto respecto de lo que se dice como respecto de sus participantes. En efecto, estas experiencias se conforman en oposición y tensión a las memorias y demandas de quienes no participan en ellas; por ejemplo, el caso de los miembros de los organismos de derechos humanos en su doble papel de afectados directos del terrorismo de Estado y de activistas por la vía judicial. Es aquí donde el terreno memorial se fusiona con el terreno político. En las experiencias dialógicas actuales no es ni la condena al crimen de desaparición ni el señalamiento de sus responsables la frontera que separa a quienes no participan de quienes lo hacen, como ocurrió en los años noventa. El asunto común que hace posible estas experiencias dialógicas y que regula sus intercambios verbales es el rechazo a las políticas de memoria y justicia del kirchnerismo (y a sus aliados en el campo de los derechos humanos). Y es, en consecuencia, la unanimidad de ese rechazo político lo que permite, paradójicamente, que se aglutinen interlocutores que mantienen posiciones antagónicas respecto de la naturaleza criminal del terrorismo de Estado.
LO DECIBLE Y LO VISIBLE EN LAS EXPERIENCIAS DIALÓGICAS
Analizado como un dispositivo, el “diálogo” es “una máquina de hacer ver y hacer hablar”, conformado por “curvas de visibilidad y curvas de enunciación” (Deleuze, 2007). Esta segunda parte se concentrará en lo que resulta visible y enunciable sobre el pasado de violencia estatal y política a partir de la observación y análisis de los posicionamientos públicos de las promotoras y los promotores de estas iniciativas. Para dar cuenta de ello, se analizarán esas curvas de enunciación y de visibilidad en torno a distintos tópicos: el carácter revelador del diálogo, la naturaleza plural de sus memorias, la autoridad de la experiencia, la igualación de los relatos a través del sufrimiento y el aprendizaje como forma de gestión del pasado que trascienda la acción de la justicia.36
En la mayoría de los eventos, las “mesas de diálogo” se presentan dando lugar a una experiencia que se valora como inédita: la relación con un otro a través de la palabra. En efecto, todos los “diálogos” tienen un elemento en común: se espera que la palabra sea al mismo tiempo reveladora de verdades no dichas y propiciadora del reconocimiento mutuo entre los interlocutores. También se valora la capacidad de la palabra de hacer cosas (en este caso de promover el reconocimiento mutuo), pues se trataría una palabra que nunca fue dicha, una palabra que falta, y que aportaría matices ausentes, complejidades negadas, secretos bien guardados sobre el pasado reciente de boca, por cierto, de sus protagonistas, de quienes estuvieron relacionados de algún modo con la violencia de los años setenta.
La naturaleza o el simple paso del tiempo, seguramente, nunca podrán sanar por sí solos lo que deba ser sanado. En todo caso, será la intervención de la palabra -de las palabras que faltan- lo que pueda ayudar a reponer sentidos, ofrecer alivio y una promesa -no siempre cumplida- de restañar las heridas. Aunque las cicatrices perduren y no todas las diferencias puedan ser saldadas (Arenes y Pikielny, 2016, p. 14).
Para comprender el modo en que el “diálogo” lleva adelante su praxis reveladora en el plano de las memorias sobre el pasado y su praxis transformadora de las relaciones sociales entre los protagonistas de ese pasado, es necesario identificar el diagnóstico crítico sobre el que se apoya. Las experiencias dialógicas se presentan como una respuesta novedosa a una “memoria oficial” sobre el pasado reciente, cuyos principales rasgos serían, desde la mirada de las promotoras y los promotores de estos eventos, su carácter “homogéneo” y “sacralizado”. De modo que las voces reunidas en las experiencias dialógicos denuncian la existencia de un relato memorial que se impuso sobre otros, constituyéndose como una memoria “única”, “cerrada sobre sí misma” y “sesgada”, carente de representaciones, sentidos y lenguajes “plurales”.37 El “diálogo” como dispositivo busca contraponerse con ese relato “oficial” cuyos atributos sobresalientes son la mistificación de la militancia de los setenta, la división entre héroes (las y los militantes desaparecidos) y demonios (los militares) y la cristalización de símbolos valorados como engañosos, como la consigna “30.000 desaparecidos”. Al supuesto carácter “homogéneo” y “monolítico” de la “memoria oficial” se agrega la acusación de una “pereza crítica”, generalmente atribuida a los exmilitantes de las organizaciones armadas, quienes son blanco de buena parte de las acusaciones. “¿Por qué -se pregunta Pablo Avelluto en una entrevista- nadie de la guerrilla ha hablado sobre su experiencia?”38 Esta consideración toma como un hecho la supuesta posición acrítica de las memorias de la política de los años setenta que, por su carácter político y como una marca de origen, se acercarían más al mito o a la ideología que a cierta verdad histórica.39
Ahora bien, una vez hecho este diagnóstico, surge la siguiente pregunta: ¿de qué manera el diálogo aporta “pluralidad” a las memorias colectivas?, ¿a qué tipo de “pluralidad” hace referencia?, ¿cómo se escenifica y legitima tal diversidad de relatos? Como se dijo, las experiencias dialógicas reúnen en un panel de debate o frente a un periodista, a diversos invitados e invitadas cuya principal credencial de autoridad es demostrar haber sido protagonista de los sucesos pasados (aquellos cronológicamente fechados en las décadas de los años sesenta y setenta) o de hechos derivados de ese pasado (las jóvenes generaciones que se vieron afectadas de algún modo). El “haber estado allí” o “haber vivido los hechos que se narran” inviste de verdad al relato y a la trayectoria de quien dialoga. Como expresa la periodista Silvia Mercado, asistente a estos eventos: “que cada uno cuente lo que efectivamente vio, es tan fuerte lo que cada uno vio, que contarlo así sin relato, sin mentira, sin heroísmos”.40
Las intervenciones de las y los participantes, ya sean familiares de desaparecidos y desaparecidas, hijos o hijas de militares condenados, exmilitantes de organizaciones armadas, o militares retirados, son valoradas y reconocidas en la medida en que sus lugares de enunciación se basan en el carácter singular de sus experiencias vitales.41 Estas experiencias narradas se vuelven evidencias que constatan públicamente sus identidades. De modo que no sólo se expone una descripción fáctica de los sucesos vividos y de los daños padecidos, sino que esa descripción se hilvana en un relato afectivo donde la exposición del dolor y aprendizaje van de la mano. En efecto, los relatos asumen la forma de la narración de una historia de vida en la que se priorizan las dimensiones afectivas y personales y el punto de vista y los esquemas de valor de quien narra. No se trata, en este artículo, de desconocer ni minimizar los padecimientos, sino de describir cómo el relato hace sentido en un determinado régimen de visibilidad y enunciación que el dispositivo memorial propone.
Chakravarti (2008) analiza cómo el papel desempeñado por el sufrimiento de las víctimas en el juicio contra Adolf Eichmann representó un parteaguas en la relación entre la justicia transicional y la credibilidad del testimonio, redefiniendo el lugar que podían tener las emociones en público.42 Incluso, años más tarde, las comisiones de verdad, al estar por fuera del sistema legal, tendrán mayor libertad en la exposición testimonial de las víctimas y, en algunos casos, de los perpetradores, junto con sentimientos que resultan vedados en la escena judicial, como el enojo, el resentimiento y la desesperación. De modo que fue ganando mayor espacio de exposición y audibilidad en las performances memoriales, no sólo la descripción de los hechos, sino las consecuencias psicológicas personales a través del relato sentimental (Chakravarti, 2008, p. 231). En nuestro caso, las emociones funcionan en un dispositivo de exposición pública sin relación con la práctica de justicia, sino más bien vinculado a la idea de catarsis en una conversación colectiva.43 De este modo, las emociones aportan el sustrato que da credibilidad a estos relatos y plataforma para la interlocución, pese a la diversidad de trayectorias y experiencias. Pablo Avelluto afirma al respecto: “No se trató solo de ideas, sino también de emociones, eran reflexiones compartidas, diferencias entre ellos, acuerdos, momentos de risas, momentos de lágrimas. Revisar todo eso por dos personas que habían sido protagonistas de modos muy diferentes […] daba una manera nueva de hablar de esta tragedia […] abrir eso fue catártico.”44
La experiencia singular que surge de lo sentido y lo vivido en primera persona construye, por su parte, una suerte de relativismo de facto en el que todas las voces son reconocidas como válidas. La puesta en escena del dispositivo dialógico propone una inmersión en las distintas experiencias particulares, especialmente en el modo en que estas fueron emocionalmente vivenciadas por los distintos invitados e invitadas. Bajo la forma de un perspectivismo ingenuo, la heterogeneidad de relatos, de representaciones, pero sobre todo las razones y de opciones de valor, se legitiman desde las circunstancias particulares que cada participante relata como vividas en el pasado. Al respecto, Sarlo (2005, p. 50) identifica un fenómeno particular asociado a la “ideología de la sanación”: “los derechos de la primera persona se presentan como instrumentos de verdad […]. Si ya no es posible sostener una Verdad, florecen en cambio verdades subjetivas”. El pasado se fragmenta en una variedad de hechos y en un caleidoscopio de versiones, como expresan las autoras del libro Hijos de los 70’ respecto de los objetivos de la obra: “no pretende consagrar una verdad o una tesis, sino más bien mostrar un cierto estado de la memoria que se manifiesta en experiencias singulares que siguen reclamando su lugar, algún lugar, en el relato de la historia y en la construcción colectiva de la memoria” (Arenes y Pikielny, 2016, p. 10).
En la serie conversacional, las experiencias singulares adquieren la condición de incontrovertibles e incuestionables, pues cuestionarlas restituiría los modos de la cultura del enfrentamiento que busca ser dejada atrás. De modo que el perspectivismo hace que el debate público sea una sumatoria de “verdades privadas que eleva la experiencia personal a la categoría de absoluto” (Besse, 2001, p. 164). Cada experiencia se vuelve incuestionable por el solo hecho de que se presenta como una evidencia de lo real y es testificada por un sujeto que estuvo allí y lo vivió. En suma, se trata de la sumatoria de perspectivas y puntos de vista diferentes, ninguno de los cuales es completo ni completamente verdadero. Al respecto, sostienen Arenes y Pikielny (2017) , “nadie podría conferirles a estas experiencias carácter representativo. Quizás sean sólo eso, experiencias”.
Su tono emotivo estimula un efecto de desdistanciamiento entre los participantes. Para construir esa proximidad simbólica y material, los participantes despliegan un léxico particular, un tono de voz y un conjunto de gestos corporales (en los audiovisuales y fotos) que dulcifiquen la puesta en escena. De este modo, el dispositivo dialógico establece un régimen de visibilidad. Palabras como encuentro, empatía, comprensión, aprendizaje, agradecimiento; gestos corporales como sonrisas, guiñadas de ojo, risas, abrazos, apretones de manos, incluso lágrimas, ponen a los cuerpos en relación.45 De modo que, en el marco de una interlocución que se propone como templada y sosegada, se fomentan determinados comportamientos y emociones en torno a lo que se considera armonioso y convivencial, en oposición a otros comportamientos y lenguajes considerados como agresivos, crispados o vengativos. De modo que los sentimientos movilizados se distinguen según se dirigen hacia el grupo de interlocución y hacia los otros que “no dialogan”. En el primer caso, se despliegan sentimientos y valores ligados a la hermandad y a la horizontalidad, como si se tratara de sujetos no atravesados por relaciones de poder (Villalón, 2019). En el segundo, se establece una distancia y rechazo hacia actitudes y prácticas que son calificadas de cerradas, autoritarias y mentirosas. De modo que no se trata, de acuerdo con Elias (1983) , de una pacificación de las conductas, sino una gestión de los acuerdos y encuentros y de los rechazos y conflictos. Siguiendo a Mouffe (2011) , la idea de pluralismo que se desprende de este perspectivismo ingenuo, excluye el conflicto o el antagonismo, pues se trataría de diferencias más bien armoniosas.
La experiencia conversacional busca instituirse, pues, como un rito de pasaje “de la cultura del enfrentamiento a la cultura del diálogo”.46 Las identidades políticas que detentan los sujetos colectivos que no se suman a las experiencias dialógicas y que, incluso, las resisten, son vistas como trincheras que sectarizan los argumentos, construyen posiciones, producen enfrentamientos y, sobre todo, obstaculizan el diálogo, las voces plurales y la develación de secretos. De modo que las respuestas críticas o el rechazo a este tipo de eventos -como fue el caso de la respuesta de un gremio docente ante la realización de una charla entre el hijo de un desaparecido y el hijo de un militar condenado en una escuela (Arenes y Pikielny, 2017)- se conciben como un enfrentamiento que debe ser superado.
Si bien el dispositivo memorial dialoguista se propone mostrar una memoria plural habitada por distintas voces, produce paradójicamente un efecto de uniformización de los relatos en torno a su denominador común: el sufrimiento en clave biográfica. “Allí estábamos un grupo de almas unidas por el dolor” (Arenes y Pikielny, 2017), se afirma respecto de los encuentros que reúnen a hijos de militares condenados por delitos de lesa humanidad, nietos recuperados, familiares de desaparecidos y de militares asesinados por la guerrilla. El elemento que posibilita tal reunión de relatos y trayectorias es el hecho de considerarse damnificados por la “violencia de los setentas” y de sus consecuencias en el presente. La metáfora de una sociedad como un cuerpo lastimado encuentra en el “diálogo” su puesta en escena, encarnada en trayectorias individuales. Tal igualación de trayectorias y padecimientos se construye sobre la base de la equiparación de la violencia perpetrada por el Estado con la violencia cometida por las organizaciones armadas, pero también con la violencia legítima que ejerce el Estado con las sentencias judiciales y las penas de prisión para los represores. Esas violencias, los procesos políticos que las propiciaron y las responsabilidades que de ellas se derivan, quedan, de este modo, desdiferenciadas y deshistorizadas en torno a una figura recurrente: “la tragedia de los años setentas”. Si bien con esta categoría se busca escapar tanto a la perspectiva de la guerra contra la subversión como a la del terrorismo de Estado, la apelación a “los trágicos años setentas” es un tópico recurrente en las memorias militares actuales (Salvi, 2012). En suma, todos los relatos se presentan en un plano de igualdad en un denominador común: el sufrimiento (Fassin, 2016).
De modo que el “diálogo” se propone como una instancia para sanar heridas y conciliar posiciones, pero, para ello, no se recurre directamente a un lenguaje evangélico asociado a las categorías de confesión, arrepentimiento, perdón o reconciliación. Como analizan Saferstein y Goldentul (2019, p. 20) , el dialoguismo aplica cierto pragmatismo conceptual e ideológico para intervenir en el campo de las memorias, al entender que las luchas por los sentidos del pasado reciente pueden “resolverse”, “gestionarse” o “superarse” mediante un entendimiento y un encuentro de los afectados.
Ahora bien, tal resolución o gestión del pasado exige, para quienes promueven el “diálogo”, un proceso de aprendizaje. Ciertamente, aprender funciona como un concepto liminar que propicia el pretendido rito de pasaje de la “cultura del enfrentamiento”, que es necesario dejar atrás, a la cultura del encuentro, que es el horizonte prospectivo al cual llegar. Pero, ¿qué mecanismos hacen posible ese aprendizaje?, ¿qué es lo que se aprende? La intervención de la palabra, pero sobre la “escucha” de las experiencias singulares que la palabra de cada participante narra, hace las veces de dispositivo pedagógico. Aprender no es más que abrirse a lo que el otro tenga para decir. La categoría de experiencia y de otredad operan en el dispositivo de manera complementaria. “Escuchar compresivamente” la experiencia singular del otro y, por tanto, incontrovertible de cada participante, sus razones y argumentaciones, sus opciones de valor y sentidos, y aprender de ello es el imperativo del “diálogo”. Podemos decir entonces que el “diálogo” se presenta en el escenario de las luchas por la memoria como un correctivo de lo que ha sido ignorado a causa de una supuesta visión “monolítica”, “inexacta” o “incompleta” del pasado. Tal corrección se lleva a cabo a través de la autoridad y el reconocimiento otorgado a la experiencia directa, relatada en la voz de cada participante. “Quién puede erigirse en árbitro de la memoria y el pasado reciente para ordenar (¿disciplinar?) cómo deben ser los agrupamientos, quién puede juntarse con quién, qué voces pueden ser escuchadas, bajo qué rótulos” (Arenes y Pikielny, 2017).
Como ya se dijo, el “diálogo” propone que ninguno de los relatos sueltos es completamente verdadero mostrando, de este modo, cierta afinidad electiva con las memorias militares y su consigna de “memoria completa”. Al tiempo que cada una de las experiencias se presenten como incontrovertibles, incuestionables en sí mismas, por el sólo hecho de que tuvieron lugar. Pero este popurrí de relatos disimula deliberadamente el modo en que se constituyen relacionalmente estas voces y estas trayectorias, ocluye el punto en el que el proceso histórico y los discursos sociales posicionan a cada uno de estos sujetos y configuran cada una de sus experiencias (Scott, 2001).
“Si queremos dialogar entre nosotros deberíamos poder entender que alguien tenga miradas que aborrecemos” (Arenes y Pikielny, 2017). La palabra aborrecer procede del vocablo latino adhorresecere, que significa apartarse de algo con horror. Escuchar lo que aborrece, tal como se propone el “diálogo”, significa operar sobre el campo de lo decible, correr el límite entre lo que puede ser dicho y escuchado en los modos de versionar el pasado reciente en Argentina. En este punto, resulta central el protagonismo que tiene Aníbal Guevara, hijo de un militar con pena a cadena perpetua y presidente de la agrupación HNPP en la puesta en escena del “diálogo”, pues es la voz que no sólo defiende a los militares y policías condenados y denuncia el supuesto carácter político e inhumano de los juicios por crímenes de lesa humanidad, sino que también despliega en el espacio de interlocución relativizaciones que minimizan el accionar represivo de las fuerzas armadas a través de la justificación de la trayectoria particular de su padre condenado por la justicia (Goldentul, 2021; Salvi, 2019).47 En suma, su presencia casi permanente en la mayoría de los eventos, deja claramente expuesto cómo se cuela aquello que estos encuentros armoniosos pretenden excluir: los conflictos políticos sobre el pasado y sobre la acción de la justicia en el presente.
A MODO DE CONCLUSIÓN
Las experiencias dialógicas que tuvieron lugar entre 2014 y 2017 condensan y entrecruzan diversos procesos convergentes que constituyeron sus condiciones de posibilidad. En primer lugar, la articulación de discursos críticos, demandas políticas y nuevos actores en el campo memorial, como son las agrupaciones de “memoria completa” junto con otras figuras que encuentran en el “diálogo” un vehículo para encauzar sus posicionamientos públicos en contra de las políticas de justicia y derechos humanos de la gestión kirchnerista. En segundo lugar, la irrupción y circulación de una novedosa producción intelectual, académica y periodística que ven el “diálogo” como ágora de la democracia. En tercer lugar, el diseño e implementación de iniciativas gubernamentales que postulan al “diálogo” como dispositivo de resolución de conflictos. En cuarto lugar, la circulación y vernacularización de un repertorio transnacional de experiencias y políticas públicas que proponen al “diálogo” como modo de gestión de pasados violentos y presentes conflictivos. En quinto lugar, la lógica de confrontación en el terreno político-partidario que opone discursivamente conflicto a consenso y antagonismo a diálogo como propuesta de cambio de cara al futuro. Y, por último, la genealogía de experiencias dialógicas que tienen antecedentes históricos en las luchas memoriales en Argentina de la década de los años noventa. En suma, la experiencia dialógica anuda capas de sentido de diversa índole que convergen y producen un dispositivo genealógicamente polivalente disponible para las disputas por la memoria.
En este sentido, el “diálogo” como dispositivo memorial se propone como una herramienta de superación de conflictos. Sin embargo, un conjunto heterogéneo de actores provenientes de diversos campos se sirvió del “diálogo” como dispositivo capaz de hacer visible su mirada sobre el pasado en un contexto de marcada confrontación política: kirchnerismo vs antikirchnerismo. En esa coyuntura, el “diálogo” se propuso como un espacio plural en oposición a un otro tildado de “parcial”, “cerrado” e, incluso, “autoritario” y “vengativo”. De modo que las voces convergentes en el dispositivo dialógica, al tiempo que buscaban ampliar los marcos de lo decible y escuchable sobre el pasado reciente, también construyeron un adversario simbólicamente excluido de la experiencia convivencial. El “diálogo” operó al mismo tiempo como un espacio armonioso y exclusivo hacia adentro y contencioso y restrictivo hacia afuera. Por un lado, la incorporación de múltiples experiencias personales, incluso la de los hijos e hijas de perpetradores condenados en calidad de víctimas de los años setenta, se tematizó como un encuentro con otros. Pero, por otro lado, la armonía dialógica como un ideal de debate democrático se construyó en oposición a quienes estaban excluidos por ser adversarios en el campo memorial o porque resistían o desestimaban el diálogo como dispositivo memorial y la palabra como instrumento de resolución de conflictos: los organismos de derechos humanos. Y, paradójicamente, reúne armoniosamente a quienes pueden tener posiciones antagónicas respecto de los crímenes de Estado y de la importancia de su juzgamiento. Este hecho tiene efectos sobre el mapa de disputas memoriales sobre el pasado reciente pues, aunque no lo enuncia en esos términos, busca reconfigurar el escenario de posiciones de sus antagonistas.