Introducción
Desde la segunda posguerra múltiples organismos internacionales, fundaciones privadas, grupos académicos y líderes políticos discutían alternativas para evitar los efectos negativos del aumento de la población mundial, pues estaban visiblemente preocupados por sus consecuencias en el Tercer Mundo, en el contexto de la descolonización, la Guerra Fría, la radicalización política y los proyectos revolucionarios. Los temores que planteaba la “explosión demográfica” y las relaciones causales que se habían establecido entre la cantidad de habitantes de un país y sus posibilidades de desarrollo exigían respuestas contundentes e inmediatas (Johnson, 1973; Dorn, 1967). Algunas, como las que enumeraba PaulEhrlich en su famoso libro The Population Bomb (1971), tendrían un costo político importante. Adicionar anticonceptivos a toda la comida que se vendiera; establecer impuestos que consideraran como bienes de lujo las cunas, los pañales, las frazadas y los juguetes; suspender la ayuda económica a aquellos países que no pudieran demostrar que hacían esfuerzos para controlar su población o, directamente, como en el caso de la India, practicar esterilizaciones forzosas a los varones que tuvieran tres o más hijos (Ehrlich, 1971: 131-133), evidentemente generarían resistencias. De ahí que, con menor contundencia y más acorde con el contexto sociocultural de entonces, la planificación familiar fue perfilándose como la estrategia más efectiva para intervenir sobre el crecimiento demográfico.
En paralelo a estos imperativos de la geopolítica, muchas familias consideraban que con menos hijos tendrían la oportunidad de alcanzar un mayor bienestar económico y podrían poner en práctica los nuevos modelos de maternidad y paternidad que les exigían que acompañaran de cerca y con afecto el crecimiento de sus hijos, y así, según los aportes de la psicología, colaborarían al desarrollo armonioso de su personalidad. Asimismo la mayor presencia femenina en los estudios superiores y en el mercado de trabajo formal en puestos de más jerarquía y reconocimiento, así como su creciente participación en la vida política, dieron otros alicientes al control de la natalidad. Las nuevas pautas con relación a la moral sexual también incidieron en este proceso: la extensión de las relaciones sexuales fuera del matrimonio volvió imprescindible contar con información y medios que permitieran escindir la búsqueda del placer sexual de la reproducción. La píldora anticonceptiva colaboró en este movimiento liberador, aunque como han demostrado varios estudios, inicialmente las principales usuarias eran las mujeres casadas que ya tenían hijos (Tone, 2001). En ese sentido, en 1968, durante la Conferencia Internacional de Derechos Humanos de Teherán, organizada por las Naciones Unidas, la planificación familiar se definió como el derecho humano fundamental de los padres a decidir sobre el número de hijos que desean y los intervalos entre sus nacimientos. Fue en la década de 1980 cuando la idea de los derechos reproductivos como una prerrogativa individual cobró reconocimiento y legitimidad (Correa, 2003).
En Estados Unidos el movimiento de planificación familiar funcionaba activamente desde los años cuarenta con el propósito de promover la salud y el bienestar familiar como una condición necesaria para preservar la versión exitosa del capitalismo y sus promesas de democracia, prosperidad y libertad. A diferencia del movimiento en favor del control de la natalidad que encabezaban las feministas, los primeros programas tomaron a la familia como unidad de acción, sin enfocarse en las mujeres ni en sus derechos (Gordon, 1990). A pesar del tono conservador que los caracterizó, las instrucciones sobre la regulación de la natalidad que impartían muchos centros se combinaban con clases de educación sexual dirigidas a las mujeres casadas. Éstas se justificaban del siguiente modo: si el matrimonio constituía el acontecimiento central en sus vidas y su función principal era la reproducción, estos temas no podían quedar fuera de su dominio, no tanto porque tuvieran derecho a decidir sobre sus cuerpos sino porque estaban obligadas a ello. Además, se pensaba que la insatisfacción sexual femenina podía alterar la armonía del hogar y, transitivamente, el orden social. Cuando el problema demográfico se volvió más acuciante se relegaron la función informativa y algunos controles médicos para poner el acento en los objetivos inmediatos y prácticos de limitar la fecundidad, sin tener en cuenta las demandas de las mujeres, sus deseos e intereses (Bailey, 2002).
Esta misma tensión se manifestaba con relación a los métodos anticonceptivos sugeridos y no pocas veces impuestos. Desde comienzos de los sesenta el mercado ofrecía la flamante píldora anticonceptiva, un método que las mujeres podían utilizar sin necesidad del aval masculino -aunque al principio los médicos estadounidenses sólo las recetaban a las casadas (Tone, 2001)- y que por eso se convirtió en símbolo de liberación sexual y autonomía para gran parte del movimiento feminista de la segunda ola. No obstante, la píldora generó grandes debates y resistencias dados los efectos adversos que provocaron las combinaciones hormonales en su primera etapa, y las críticas que habían generado sus ensayos en mujeres pobres, afroamericanas o ciudadanas del Tercer Mundo (Clarke, 1998; Marks, 2001; Briggs, 2002; Davis, 2005). Esto planteó un serio dilema ético a quienes creían en las ventajas del nuevo método pero también advertían que podían estar colaborando con una nueva política colonialista. A su vez se presentaban desencuentros entre las posiciones críticas y los deseos, intereses y experiencias de muchas mujeres, quienes preferían participar en los ensayos y programas denunciados con tal de no seguir teniendo hijos.1
Si bien en sus enunciados la planificación familiar era un derecho de las parejas, en la práctica se planteaba como una responsabilidad femenina. El fracaso de algunos programas que se basaban en la distribución de anticonceptivos orales solía atribuirse a la ignorancia e irresponsabilidad de las mujeres, incapaces de cumplir con la indicación de tomar diariamente una pastilla. Así fue que el dispositivo intrauterino pasó a considerarse una mejor alternativa: se colocaba una vez y sólo se necesitaban uno o dos chequeos anuales; es decir, se trataba de un método cuya eficacia no quedaba librada a los “avatares” del comportamiento femenino. Además, los DIU de segunda generación, que eran de plástico flexible en lugar de metal, podían fabricarse en cualquier país que hubiera desarrollado su industria del plástico. Los nuevos modelos permitían una inserción más fácil y económica al no requerirse anestesia, y la disponibilidad de antibióticos facilitaba la curación de las posibles infecciones (Tone, 2001).2 Si bien estos dispositivos también generaban efectos adversos en muchas mujeres, siguieron considerándose el método más económico y confiable para avanzar en los programas de planificación familiar.3
En 1968, unos cuantos meses después de que las Naciones Unidas declarasen a la planificación familiar como un derecho humano, el papa Pablo VI anunció la encíclicaHumanae Vitae, que confirmaba el rechazo a todo medio y práctica de regulación de la fecundidad que no fuera la abstinencia sexual. Dado el peso que habían adquirido los programas de control demográfico y los métodos anticonceptivos “modernos” en ese momento, el documento vaticano fue un llamado de atención a sus fieles y un muy claro mensaje a los organismos internacionales y a los gobiernos. Contrariando las expectativas que había generado la renovación conciliar, los cónyuges podían ejercer una “paternidad responsable” utilizando un almanaque (método del ritmo), un termómetro (método de la temperatura basal), o siguiendo las pautas que difundieron el médico australiano John Billings y su esposa Evelynn Thomas. Su propuesta se basaba en el análisis de la consistencia del flujo mucoso cervical y, a diferencia del ritmo, no dependía de la regularidad de los ciclos, ni necesitaba de detallados cálculos matemáticos, y además disminuía los tiempos de abstinencia. Si tenemos en cuenta los problemas que antes enumeramos con relación a la píldora, el DIU y las esterilizaciones quirúrgicas, este método presentaba la ventaja de que brindaba a las mujeres y a sus parejas un rol mucho más activo. Explorar la textura, la apariencia y los olores de sus fluidos fomentaba un conocimiento del cuerpo femenino mediante la experiencia y reconocía a las mujeres la capacidad de agenciarlo. De alguna manera, se volvía a un saber ancestral que la biomedicina había colocado en una caja de pastillas con calendario.
Estos diagnósticos, innovaciones y debates tomaron en América Latina un tono particular. En algunos países no había un exceso de población sino lo contrario. Tampoco se podía decir que los recursos naturales escasearan en esta región del planeta. Era su distribución injusta la que confirmaba un régimen de exclusión clasista, étnico y de género. De ahí que muchos analistas latinoamericanos difundieran interpretaciones alternativas a la ecuación en boga -menor población, mayor desarrollo-, entendiendo que el subdesarrollo era producto de relaciones de poder externas e internas de larga data (Felitti, 2009a). La revolución cubana reavivó los temores por la ruptura de la estabilidad capitalista y dio nuevos bríos a las izquierdas que proponían un cambio de rumbo en sus países. Para estos grupos limitar los nacimientos era adherirse a las políticas colonialistas y restar fuerza a la lucha: los hijos constituían la retaguardia de la revolución. Para los sectores más conservadores acatar los propuestas neomalthusianas sin matices ponía en juego la soberanía nacional y los proyectos de desarrollo que, paradójicamente, necesitaban la ayuda de aquellos países u organismos que promovían -y exigían- la baja de la natalidad.
A diferencia de lo que sucedía en gran parte de Estados Unidos y en algunas capitales europeas, el movimiento feminista de la segunda ola era aún incipiente en la región, y las transformaciones en las relaciones de género y en los mandatos morales acerca de la sexualidad tomaban forma en los sectores urbanos que contaban con acceso a la educación y al mercado de trabajo formal, pero eran casi imperceptibles en las zonas rurales y en otros grupos sociales. En ese sentido, aunque la demanda de la anticoncepción estuviera extendiéndose socialmente, no tomaba aún una forma política. A su vez, el peso de la tradición católica ponía ciertos límites a estas transformaciones. Muchas parejas enfrentaban la disyuntiva de obedecer al Papa o guiarse por sus conciencias. Algo similar sucedía con los gobiernos que buscaban legitimidad en las sotanas pero necesitaban las ayudas financieras que tenían exigencias demográficas como contrapartida.
Así, varios países latinoamericanos compartieron un mismo telón de fondo al estar inmersos en los debates y acciones que planteaba la explosión demográfica, en los avances de la biomedicina, en la creciente injerencia de las corporaciones médicas preocupadas por la salud pública, y en la presencia de agrupaciones de izquierda y nacionalistas que coincidían al denunciar las políticas neomalthusianas. Todos los países enfrentaban las limitaciones que generaba el subdesarrollo y fueron llamados a actuar sobre las pautas reproductivas de sus poblaciones (Lerner y Szasz, 2001). No obstante, la forma en que cada uno puso en práctica las recomendaciones y exigencias internacionales, y los modos en que la planificación familiar se enlazó con las necesidades y demandas de la población presentaron sustanciales diferencias. La planificación familiar no fue entonces una mera consecuencia de las presiones “imperialistas”, también fue resultado de los diagnósticos y las propuestas locales ante los problemas que presentaba cada sociedad (Necochea, 2009; Felitti, 2009a).
En este artículo me propongo analizar los modos en que se recibieron y resignificaron las recomendaciones internacionales para limitar la natalidad en algunos países de América Latina, y de manera particular en Argentina durante los años sesenta y setenta. Si bien no se trata de un ejercicio comparativo en sentido estricto, me interesa revisar algunos procesos latinoamericanos para ponderar la originalidad del caso argentino, pues ahí el Estado desarrolló medidas contrarias a la planificación familiar mientras en la mayoría de los países se instrumentaban. Para ello presento una caracterización de los primeros programas de planificación familiar que se desarrollaron en Chile, Perú, México, Brasil y Bolivia, los apoyos y resistencias que encontraron y el papel que desempeñó la Iglesia católica en estos procesos. En segundo lugar me concentro en el caso argentino; analizo el contexto político, social y cultural en que se instaló la planificación familiar, con base en documentos oficiales y privados, diarios y revistas, y entrevistas en profundidad con informantes clave.
En esta época quedó claramente manifiesta la tensión intrínseca de los derechos reproductivos: el difícil equilibrio que se impone entre los deseos y demandas de las parejas -y de modo especial de las mujeres- de decidir libremente sobre su fecundidad, y los intereses y objetivos de cada Estado con relación a sus políticas de población (Dixon-Mueller, 1993). Teniendo en cuenta la situación de los derechos reproductivos en América Latina en la actualidad, pretendo que este artículo constituya una aportación a los debates contemporáneos al situar esta problemática en el largo plazo para así dar cuenta de los avances que se han logrado, los obstáculos que perviven y los desafíos pendientes.
La planificación familiar en América Latina: entre la obligación y el derecho
Con el fin de fortalecer el conocimiento de las distintas realidades demográficas locales, el Consejo Económico y Social de las Naciones Unidas apoyó la creación de centros especializados en las regiones “subdesarrolladas”. En este marco, en 1957 comenzó a funcionar en Santiago de Chile el Centro Latinoamericano de Demografía (Celade). Entre sus objetivos se incluían la organización de cursos y estudios sobre técnicas de análisis y problemas demográficos, y la provisión de servicios de consulta para los gobiernos latinoamericanos y sus organismos (Rothman, 1969). A los estudios comparativos que realizó esta entidad, que permitieron ahondar en los conocimientos, actitudes y prácticas (CAP) en relación con la fecundidad, se sumaron los trabajos de otros centros de investigación que también se interesaron en la relación entre la población y el desarrollo; uno de ellos fue el programa de estudios internacionales de población que dirigía J. Mayone Stycos en la Universidad de Cornell. Estas investigaciones, notablemente influidas por los desarrollos teóricos y metodológicos de la academia de Estados Unidos y apoyadas económicamente por ese país, llevaron a conocer más sobre los comportamientos reproductivos de la población latinoamericana, las posiciones y acciones de los gobiernos locales, de los grupos de intelectuales y de la Iglesia católica. Sus hallazgos hicieron evidente una necesidad que estaba transformándose en una demanda y, de este modo, colaboraron con su construcción y legitimaron la puesta en marcha de acciones de planificación familiar (Felitti, 2009b; Necochea, 2009).
Las nuevas concepciones académicas sobre la transición demográfica que ponderaban la “racionalidad” del control de la fecundidad;4 el temor a las represalias económicas y los tentadores alicientes monetarios que ofrecían los organismos internacionales y las agencias extranjeras a los países que controlaran la natalidad; las demandas de las mujeres y de las parejas que deseaban decidir sobre su reproducción -puestas en evidencia por las nuevas encuestas- como un emergente crucial del proceso de cambio cultural con relación al género, la sexualidad y los modelos familiares deseables; así como la extensión de un paradigma de medicina preventiva que buscaba evitar las consecuencias negativas de las familias numerosas y de los abortos clandestinos, confluyeron en la diseminación de los programas de planificación familiar en América Latina, que contaron con el importante apoyo de la Federación Internacional de Planificación Familiar (International Planned Parenthood Federation, IPPF) y de otras agencias internacionales.
En Chile, en 1965, un pequeño pero influyente grupo de médicos, preocupados por las consecuencias del aborto y los problemas sanitarios que vivían las familias numerosas en condiciones económicas desfavorables impulsó la creación de la Asociación Chilena de Protección a la Familia (Aprofa) (Viel, 1966; Requena, 1965). Este grupo fundador había colaborado antes con organismos públicos durante el gobierno de Eduardo Frei (1964-1970), quien había establecido un programa de salud familiar y regulación de la natalidad de muy buena repercusión en los hospitales públicos. En 1971, bajo el mandato socialista de Salvador Allende (1970-1973), se ampliaron las actividades que desarrolló el Estado y llegaron a abarcar a 40% de la población (Jiles y Rojas, 1992; Casas, 2004). Como antes indiqué, Chile también hizo aportaciones al campo de la investigación sobre dispositivos intrauterinos, especialmente con el trabajo de Jaime Zipper (Tone, 2001).
A partir de 1973 la dictadura que encabezó el general Augusto Pinochet fue desarticulando los programas de planificación familiar, como parte de su discurso en defensa de la soberanía nacional y de posturas conservadoras en el plano de la moral sexual y las conformaciones familiares, lo que le permitía contar con el apoyo de la jerarquía católica. En 1979 la Oficina de Planificación Nacional publicó el documento “Política de población” que instaba a evitar el uso abusivo de métodos anticonceptivos, lo que derivó en el ocultamiento en las sombras de los servicios ya existentes y la reaparición de argumentos en contra del dispositivo intrauterino, que combinaban las justificaciones médicas con los planteamientos morales y religiosos (Casas, 2004; Pieper, 2000). A pesar de estas disputas, el gobierno mantuvo una posición ambigua y no prohibió la planificación familiar, aunque tampoco la apoyó. En 1975 el gobierno dictó una resolución que permitía la esterilización voluntaria de las mujeres, lo cual en la práctica resultaba de difícil acceso, pues toda solicitante debía tener más de 30 años, cuatro hijos nacidos vivos y padecer algún problema que justificara la intervención. Además, aunque esto no figuraba en la normativa, muchos hospitales pedían la autorización del marido, situación que llegaba al ridículo de mantenerse aunque la mujer fuera viuda, lo que la obligaba a recurrir a una figura masculina que le diera la autorización, ya fuera su nueva pareja o incluso un amigo o un vecino (Casas, 2004: 434). No obstante, esta posibilidad marcaba una diferencia con los países en que las prácticas de esterilización femenina no estaban autorizadas, como Argentina, y en aquellos que las realizaban compulsivamente en los sectores más pobres. Podemos pensar que, a pesar de los retrocesos y limitaciones que impuso el golpe militar y del mayor protagonismo que fue ganando la Iglesia católica en la arena política, la idea de planificación familiar estaba ya suficientemente extendida como para borrarla del todo. Además, la necesidad de mantener buenas relaciones con los países que apoyaban el control de la natalidad debe haber tensionado un discurso que pretendía ser nacionalista en lo político, pero que se cimentaba en un modelo económico neoliberal necesitado de capitales. Esa ambigüedad fue constituyendo un sistema de doble discurso cuyo efecto fue retrasar el debate público sobre el tema y obstaculizar el avance de los derechos reproductivos (Shepard, 2000).
Así como en Chile el progreso de la planificación familiar fue impulsado por el Estado y por un buen número de médicos sanitaristas y no sólo por los dictados del escenario internacional, en Perú fueron también las investigaciones médicas y sociales que vinculaban la pobreza urbana y los problemas de salud materna con una alta fecundidad y con una falta de planificación demográfica, las que dieron argumentos a favor de la regulación de la fecundidad. Desde la década de 1930 muchos médicos influenciados por el paradigma de la medicina preventiva procuraban reducir la alta mortandad materna que resultaba del agotamiento físico que ocasionaban a las mujeres los embarazos múltiples con breves intervalos entre ellos, la falta de servicios médicos adecuados y las prácticas abortivas inseguras; además de los problemas económicos y sociales, como el desempleo y el aumento de la criminalidad que, según estos análisis, exacerbaba el crecimiento demográfico (Necochea, 2009).
De ahí que la creación de la Asociación Peruana de Protección Familiar (APPF) en 1967 fuera resultado de la confluencia de la preocupación extranjera por el crecimiento demográfico y de un pensamiento local que atribuía expectativas positivas a la reducción de la fecundidad. El mismo Estado había trabajado en esta línea al crear dentro del Ministerio de Trabajo, en 1964, el Centro de Estudios de Población y Desarrollo (CEPD), un organismo que realizó encuestas de fecundidad en las áreas urbanas de bajos ingresos y puso en funcionamiento clínicas piloto de planificación familiar. No obstante este interés manifiesto por reducir la natalidad, varios expertos en salud pública no dejaron de reflexionar acerca de la necesidad de poblar otras partes de Perú, en particular la región amazónica (Necochea, 2009). En 1973, durante el gobierno del general Juan Velasco Alvarado, se denunció a la APPF como una organización contraria al espíritu humanista que perseguía este gobierno revolucionario. Su cierre definitivo ocurrió en enero de 1975, cuando el Ministerio del Interior la intervino y confiscó todos sus equipos y materiales. Además de esta oposición política, los programas de planificación familiar tuvieron que lidiar con la resistencia de las propias mujeres a los dispositivos intrauterinos, el método que preferían las agencias de financiamiento y muchos médicos por su menor costo y por las razones prácticas e ideológicas que ya explicamos. Si bien los defensores peruanos de la planificación familiar en muy pocas ocasiones reconocieron que la reducción de la población fuera una de sus principales metas, tampoco promovieron la educación sexual o la planificación familiar con otros medios con el mismo vigor con que impulsaron el uso del DIU, simplemente porque había menores apoyos financieros para ello (Necochea, 2009).
En México habían comenzado a implementarse durante la década de 1930 políticas que buscaban revertir la escasa población del país, en un clima de gran optimismo económico y político. Las leyes de población que se aprobaron en 1936 y 1947 tenían entre sus objetivos repoblar el territorio con una distribución armoniosa, preservar la soberanía nacional y contribuir al desarrollo del país. En ese marco se promovieron medidas que fomentaban la inmigración, el matrimonio y la natalidad, y que procuraban bajar los índices de mortalidad, especialmente la infantil y la juvenil. Más allá de los estímulos hubo lugar para la coerción: se estableció la prohibición del aborto y de la propaganda y venta de métodos anticonceptivos.5 Cosío Zavala (1994) observa que estas disposiciones no llegaron a constituir una verdadera política demográfica que vinculara a los diferentes sectores y tampoco se llevó a la práctica de manera constante. Las influencias del movimiento feminista y eugenista de Estados Unidos no habían calado profundamente en la sociedad mexicana, de modo que las demandas por la regulación de la fecundidad siguieron siendo marginales y sus posibles respuestas, prohibidas por la ley.
En los años sesenta este escenario cambió radicalmente. Un rango de fecundidad de siete hijos por mujer como promedio nacional ya no se consideraba un logro, sino que representaba un grave problema ante el desem pleo, la inflación y el aumento de la deuda externa. En este escenario comenzaron a abrirse las primeras clínicas de planificación familiar, aunque todavía no estaban apoyadas directamente por el gobierno sino por instituciones privadas. En 1970 el país contaba con 50 millones de habitantes en un escenario político y económico degradado que echaba por tierra el “milagro mexicano”. La sanción de la Ley General de Población (1973), la creación del Consejo Nacional de Población (Conapo) (1974) y la puesta en marcha del Programa Nacional de Planificación Familiar (1977) marcaron el nuevo rumbo de las políticas públicas. La propaganda y la difusión de los métodos anticonceptivos dejaron de estar prohibidas (1973) y la planificación familiar se postuló como derecho, con un Estado que asumía normativamente su promoción, incluso en el texto constitucional.
No obstante, aquí también sobrevinieron las tensiones por las implicaciones de proponer el control de la natalidad en un contexto en que se le consideraba una imposición del imperialismo estadounidense. Asimismo, como sucedió en otros países, la corporación médica vio en la planificación familiar una buena forma de evitar los abortos provocados. La disminución de la fecundidad que se logró se enlazó con un creciente nivel de urbanización, con el progreso de la educación femenina y con un desempeño social más activo para las mujeres, lo que derivó en nuevas actitudes hacia la familia y la maternidad, y el abandono de los comportamientos tradicionales de nupcialidad precoz y fecundidad natural (Cosío Zavala, 1994). Ahora bien, las adolescentes, las mujeres menores de 35 años, las que vivían en zonas rurales y las más pobres, mantuvieron en promedio niveles de fecundidad mucho más altos que el resto. De acuerdo con los datos de la Encuesta de Fecundidad Rural del Programa de Encuestas Comparativas de la Fecundidad en América Latina (PECFAL Rural) de 1969-1970, alrededor de dos terceras partes de la población desconocía los métodos anticonceptivos y una proporción similar mantenía una actitud negativa hacia ellos, especialmente por motivos religiosos, morales y de salud, lo que ponía en evidencia las fuertes presiones que ejercía la jerarquía católica y mostraba la desidia del Estado (García, 1976). Más allá de la laicidad que declaraba el estado mexicano (Blancarte, 2009), la Iglesia católica incidía sobre las decisiones reproductivas de manera notable. Asimismo, si bien dentro de las nuevas políticas demográficas se incluían principios que procuraban una mayor igualdad entre las mujeres y los varones, el peso de la “paternidad responsable” seguía recayendo sobre ellas (Brugeilles, 2004). Con relación al aborto no hubo cambios; si bien en 1976 el Conapo formó un grupo abocado específicamente a estudiar la cuestión y finalmente recomendó la supresión de los castigos a las mujeres que optaran por él y al personal calificado que lo practicara, debieron pasar muchos años para que, al menos en el Distrito Federal, se despenalizara (Lamas, 2001).
En el caso de Brasil los organismos internacionales influyeron mayormente en el impulso de la planificación familiar y fue menor la incidencia del movimiento feminista al respecto. Nuevamente el problema de salud pública que representaban los abortos motivaba y avalaba la difusión de la planificación familiar (Pedro, 2003). A mediados de los setenta el Ministerio de Salud implementó el Programa de Salud Materno Infantil que promovía la paternidad responsable. En 1977 se puso en marcha un programa de prevención de embarazos de alto riesgo (PPGAR), que recibió muchas críticas de ciertos movimientos sociales que lo consideraron un medio de control poblacional, dado que los riesgos que se trataban de prevenir estaban casi siempre asociados con los nacimientos en los sectores pobres y de afrodescendientes. La Sociedade Civil de Bem-Estar Familiar no Brasil (Benfam) y el Centro de Pesquisas de Assistência Integrada à Mulher e à Criança (CPAIMC) fueron las organizaciones privadas con mayor relevancia en esta época. La primera se fundó en 1965 y contaba con el apoyo de la IPPF; su principal tarea era capacitar a profesionales y también brindar atención directa. La otra se especializó en impartir entrenamiento para realizar esterilizaciones quirúrgicas por laparoscopia. En este país las presiones de Estados Unidos se enlazaron con los objetivos de una clase política militar que, conforme a los principios de la doctrina de seguridad nacional y al recrudecimiento de las ideas eugenésicas, intentaba poner freno a los procesos de revolución social (Fonseca Sobrinho, 1993). De ahí que para el movimiento de mujeres de Brasil la planificación familiar fuera un tema conflictivo, ya que si bien daba respuesta a sus demandas de autonomía corporal, implicaba discriminaciones étnicas y de clase que no podían soslayarse.
Las vinculaciones entre la etnicidad, la clase y el género resultan determinantes al revisar la experiencia de Bolivia sobre la cuestión. El Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) avanzó en ciertas cuestiones sociales durante su gestión de gobierno; trató de presentar una alternativa a los ideales comunistas en boga y propuso una entrada a la modernización, que incluía un acercamiento a Estados Unidos y el abandono del radicalismo indígena y de muchas de sus pautas culturales (Rivera Cusicanqui, 1987). Estas aspiraciones modernizadoras la instaron a apoyar el control demográfico y encontraron en el Cuerpo de Paz un importante aliado. Según la correspondencia de sus integrantes, varias mujeres de las comunidades les habían demandado un método para no tener más hijos, pero habían sido los varones quienes rechazaron esta ayuda e incluso requirieron una lista de las usuarias de DIU y de las mujeres esterilizadas para castigarlas (Geidel, 2010). Si en los diagnósticos de los organismos internacionales las mujeres eran poco confiables al asumir su responsabilidad reproductiva, para estos varones eran demasiado confiadas respecto a las intenciones de los extranjeros. En ambos casos eran ignorantes y pasivas, lo cual justificaba que otras personas actuaran por ellas.
Las esterilizaciones sin consentimiento informado que se suponía llevaba a cabo el Cuerpo de Paz se denunciaron claramente en la películaYawar Mallku(Sangre de cóndor) del director boliviano Jorge Sanjinés. Se estrenó en 1969 y fue un éxito de público en Bolivia; aún hoy su sola mención constituye un símbolo de la lucha contra las políticas neomalthusianas. El film, que fue rodado en la comunidad quechua de Kaata, muestra los ardides que desplegaban los “gringos” con la complicidad de las autoridades locales para lograr que las mujeres fueran a atenderse a su puesto sanitario y una vez allí, practicarles una ligadura de trompas (Felitti, 2009a). Si bien la historia de Paulina, acusada por su esposo de estar “maldita” porque no podía darle hijos, se anuncia como central, lo que termina ganando importancia, según advirtió Molly Geidel (2010) en su análisis del film, es la critica al asimilacionismo modernizador que desdibujó los lazos comunitarios y la identidad indígena. El final promisorio en que los varones de las comunidades con sus fusiles en alto están dispuestos a dar lucha se ofrece como respuesta al imperialismo, pero queda pendiente la violencia que ejercen los varones de la comunidad sobre las mujeres y que también muestra el documental. En ese sentido, para Geidel se enlazan y refuerzan los patrones de la violencia imperialista con la violencia de género. Del mismo modo, la denuncia a las acciones del Cuerpo de Paz, que ocasionaron su expulsión de Bolivia en 1971, no fue acompañada de una reflexión sobre las demandas y los derechos de las mujeres indígenas sobre su sexualidad y reproducción.
Por último conviene mencionar la influencia de la Iglesia católica en esta cuestión. Pese a que se comparte una tradición católica de varios siglos, en América Latina las reacciones ante el anuncio deHumanae Vitaedependieron de cada contexto, dado que al acatar el mensaje papal los gobiernos se alineaban con el Vaticano pero se enfrentaban con aquellos países que exigían que la contraparte de sus ayudas económicas fuera la baja de la natalidad. Por ejemplo, el ministro de Relaciones Exteriores colombiano Germán Zea Hernández, que había criticado abiertamente la encíclica y la consideraba un obstáculo para los planes de desarrollo, fue instado a renunciar en virtud del concordato que existía entre su país y la Santa Sede. El presidente de Colombia Carlos Lleras Restrepo (1966-1970) se había propuesto contener el crecimiento de la población y eso le daba motivos para rechazar la encíclica, pero al mismo tiempo la Iglesia católica había colaborado con su llegada al poder y por eso procuraba evitar un enfrentamiento abierto (Alting Von Geusau, 1970). El gobierno chileno, en cambio, manifestó una posición diferente: su Servicio Nacional de Salud aseguró expresamente el normal despliegue de los programas de planificación familiar vigentes, en tanto entendía que el mensaje de la encíclica era para los católicos y no para toda la población, y su actuación debía encararse desde un enfoque de salud pública, y no desde lo moral y religioso (Cot, 2001). En Perú muchos miembros de la Iglesia estaban inmersos en los programas de planificación familiar. En las zonas más pobres de Lima había centros coordinados por sacerdotes que veían en el aborto y la pobreza problemas graves que requerían una solución urgente; llegaban incluso a sugerir el uso de píldoras anticonceptivas a pesar de la prohibición papal (Necochea López, 2008).
En Argentina algunos médicos católicos, sacerdotes y teólogos expusieron que el aborto era un “mal mayor” que la anticoncepción podía evitar, y preconizaron la libertad de conciencia de los matrimonios sobre este tema. De manera contraria, los sectores del clero integrista -nacionalista y conservador-, así como algunos obispos, sacerdotes y laicos más comprometidos con la renovación posconciliar, la cuestión social y en algunos casos la lucha armada, apoyaron la encíclica con argumentos opuestos. Para los primeros su valor radicaba en la defensa que hacía de la soberanía nacional frente a las presiones extranjeras y el límite que ponía a las transformaciones en curso en el campo de las sexualidades y las relaciones de género. Para los segundos representaba una denuncia a las intervenciones del “imperialismo” y una manera de fomentar las familias numerosas, que se consideraban uno de los valores constitutivos de la población latinoamericana y un recurso necesario para las movilizaciones que demandaría un cambio de sistema (Felitti, 2007a). En una línea similar, el arzobispo brasileño Hélder Câmara, exponente fundamental de la Teología de la Liberación, había mostrado una opinión favorable hacia la encíclica, en tanto constituía un freno a la injerencia estadounidense en su país, aunque no dejaba de reconocer las dificultades que implicaba el cumplir con la disposición papal en una región arrasada por el subdesarrollo (Primera Plana, 1968: 25).
Más allá de las tensiones que generaba en los gobiernos latinoamericanos el verse obligados a seguir los dictados de la política internacional o los del Vaticano, los y las practicantes de la religión católica tuvieron que lidiar con sus propias contradicciones. En uno de sus estudios demográficos sobre la región, Mayone Stycos (1968) procuró encontrar las causas del fracaso de muchos de los programas de planificación familiar, y para ello indagó sobre la relación entre la variable religiosa y la aceptación de los métodos modernos. Su trabajo reveló que la mayoría de las mujeres católicas entrevistadas no deseaba, en promedio, más de tres o cuatro hijos, estaba de acuerdo en recibir información sobre planificación familiar y había practicado o practicaría la anticoncepción durante sus años de fecundidad. El problema que veía Stycos se debía a las tensiones psicológicas que emergían de esta discrepancia entre la posición oficial de la Iglesia y las necesidades y deseos de las católicas.6 La encuesta sobre fecundidad que realizaron el Celade y el ITDT en la ciudad de Buenos Aires en 1964 también mostraba el peso de la religiosidad para aceptar o rechazar la planificación familiar, aunque no impidiera practicarla (De Janvry y Rothman, 1975). Algo similar sucedía en Chile (Cot, 2001) y en Brasil (Pedro, 2003).
Como se advierte en los casos que hemos analizado, la planificación familiar no fue sólo una respuesta obligada por las presiones internacionales. Las circunstancias demográficas locales, los contextos sociales, económicos y culturales, el peso de la Iglesia católica y las consideraciones sobre la etnicidad y el género desempeñaron en cada país un papel decisivo para hacer de cada experiencia algo particular.
Argentina, ¿un país a contramano?
Mientras elboomde la población se volvía una obsesión en el mundo desarrollado, en Argentina inquietaba una situación inversa: la sostenida caída de la natalidad. Esta preocupación no era nueva, ya que desde el principio de su historia como nación moderna, el estigma de ser un “país vacío” acompañó a sucesivas generaciones de políticos, médicos, militantes católicos, y especialmente mujeres, quienes tuvieron que hacer frente a diversas normativas que les recordaron su deber de perpetuar la “raza” y cumplir con su función de madres amorosas y esposas abnegadas como prenda de ciudadanía. Entre 1890 y 1930 Argentina completó una importante etapa de su proceso de transición demográfica con un descenso notable de la mortalidad y de los nacimientos que traducía la transición de un régimen de fecundidad natural a uno de fecundidad dirigida (Torrado, 1993). En la década de 1930 la reducción de la tasa de natalidad traspuso la barrera de 30 nacimientos por cada mil habitantes, dato que solía considerarse un indicador clave del avance de la transición y una señal inequívoca de que la población adoptaba medidas que regulaban la reproducción (Pantelides, 1990). Si en 1895 en la ciudad de Buenos Aires una mujer tenía como promedio cinco hijos al finalizar su vida fértil, en 1936 la mayoría tenía uno o dos (Nari, 2004).
El mayor descenso en los índices de natalidad se registró entre 1914 y 1947, y después continuó bajando aunque a un ritmo más lento. A partir de entonces sólo hubo dos momentos de repunte, entre 1945 y 1955 y en las décadas de 1970 y 1980, pero ambos episodios fueron breves y no lograron revertir la tendencia hacia la baja. El primero, conocido como elbaby boomde la posguerra, traducía las fluctuaciones del momento de la nupcialidad y de la fecundidad de la población nativa y de los integrantes del importante flujo extranjero que recibió el país de 1947 a 1954. El otro repunte momentáneo de la natalidad suele atribuirse a la llegada a la edad de casamiento y del nacimiento del primer hijo de las generaciones relativamente más numerosas delbaby boom(Torrado, 2007), aunque también se ha dado un debate con algunos autores que exponen que el aumento de la fecundidad no es atribuible a las mismas causas (Pantelides, 1990; Govea Basch, 2007). Más allá de estas discusiones, durante los años sesenta y setenta la cantidad de habitantes fue considerada por el Estado argentino un factor geopolítico de primer orden, en una ecuación opuesta al diagnóstico de muchos organismos internacionales y agencias de ayuda económica estadounidenses. No se trataba de disminuir la población para alcanzar mejores niveles de desarrollo sino de aumentarla, y de ese modo potenciar el crecimiento económico y defender la soberanía nacional. Una Argentina “despoblada”, en un mundo cada vez más superpoblado, se transformaría en una presa fácil para los países necesitados de recursos naturales y excedidos de habitantes. Esta idea ocasionó que desde el Estado no se asumieran acciones específicas a favor de la planificación familiar sino las contrarias, al principio en el plano meramente enunciativo, y a partir de 1974 con medidas concretas que obstaculizaron la libre decisión de las parejas respecto a su fecundidad.7 Un proceso totalmente opuesto al que, por ejemplo, podía advertirse en México para estos mismos años.
A pesar de esa falta de apoyo estatal en la promoción de la anticoncepción, y de la ilegalidad del aborto estipulada en el Código Penal desde 1922, de acuerdo con las encuestas que realizó el Celade en Bogotá, Caracas, México, Panamá, Río de Janeiro y San José de Costa Rica, el caso de Buenos Aires resultaba impactante. Por un lado, contaba con el promedio más bajo de hijos nacidos vivos por mujer (1.49% frente a 2.25% de Río de Janeiro, 2.97% de Caracas y 3.16% de Bogotá) y, además, presentaba el mayor porcentaje de usuarias de métodos anticonceptivos entre las mujeres casadas y convivientes (77.6% frente a 65% en San José, 59.4% en Caracas, 58.1% en Río de Janeiro y el promedio más bajo en México: 37.4%). Asimismo, Buenos Aires era la ciudad en donde se presentaba el promedio más alto de mujeres que habían iniciado sus prácticas anticonceptivas antes del primer embarazo (40.2%) (Rothman, 1970 y 1967). Estos datos demostraban que existía una importante demanda social al respecto, en correspondencia con las transformaciones de los roles y relaciones de género, las pautas de moral sexual y los modelos familiares. Si bien se trataba aún de una “revolución discreta” (Cosse, 2010), la modernización que la política apoyaba y que la divulgación del psicoanálisis llevaba a la vida cotidiana (Plotkin, 2003) volvía especial el caso de Buenos Aires.
En un contexto político restrictivo y sin contar con el apoyo de un movimiento feminista organizado, que vio la luz apenas a comienzos de los setenta (Felitti, 2010a), la planificación familiar fue extendiéndose por el país. En esta difusión fue clave la actuación de los médicos que, como en otros países latinoamericanos, luchaban contra las consecuencias del aborto clandestino y en forma incipiente promocionaban la planificación familiar como un derecho humano. Un apoyo crucial vino de la mano de una industria cultural que en aras de su modernización incorporaba estos temas en las publicaciones periódicas, los libros y las películas, a pesar de los límites que imponía la censura (Felitti, 2010b). Otros apoyos provinieron de algunas personas que por sus compromisos de trabajo comunitario, ya fuera en la acción social o en la militancia religiosa, entendían las múltiples dificultades que ocasionaba un embarazo no buscado. Cabe destacar que para muchas agrupaciones de izquierda -especialmente aquellas que se fueron volcando en la lucha armada- la moral sexual debía ser estricta; veían las demandas feministas como una desviación pequeño-burguesa y consideraban que el control de la natalidad era un obstáculo para la necesaria retaguardia de la revolución. Los hijos eran el “hombre nuevo”, motivo y esperanza para seguir luchando (Felitti, 2011).
El 26 de agosto de 1966 se fundó en la ciudad de Villa Carlos Paz, Córdoba, la Asociación Argentina de Protección Familiar (AAPF), a instancias de varios médicos comprometidos con las nuevas ideas y prácticas sobre la regulación de la fecundidad. Amparados en el derecho que había enunciado la ONU en 1968, sus folletos de difusión explicaban que el fin principal de la entidad era “profundizar en todos los aspectos de la planificación familiar y difundir principios y postulados de la paternidad responsable como derecho humano fundamental”. Aunque la IPPF había estado en contacto con ella desde un principio, fue en 1969 cuando la reconoció formalmente como parte de su red mundial. De hecho, en la elección del nombre se buscó que las siglas guardaran relación, aunque por una cuestión estratégica se prefirió el terreno más amplio y menos conflictivo de la “protección familiar” (Barbato, 2008).8
Si bien se planteaba que la asociación era una alternativa frente a la ausencia de políticas públicas de planificación familiar, sus acciones se insertaban en el ámbito estatal. La gran mayoría de los centros que formaban su red funcionaba en los hospitales públicos y en las cátedras de ginecología y obstetricia de las universidades nacionales.9 Los usuarios principales de estos espacios eran los sectores populares, aunque también concurrían parejas y mujeres de sectores medios que, por vergüenza o prejuicios, evitaban tratar estos temas con sus médicos particulares. Asimismo accedían personas de todos los estratos sociales a los locales propios, ubicados fuera de los hospitales, dado el bajo costo del servicio de atención y su especificidad, aunque al principio la acción se concentró más en la capacitación de profesionales de la salud que en la atención directa. Si bien los laboratorios entregaban muestras de píldoras a modo de promoción y se recibían donaciones de la IPPF, para hacer sustentables los programas se aplicaban técnicas de “mercadeo social”: se compraban lotes de anticonceptivos, dispositivos intrauterinos y preservativos a muy bajo costo a los laboratorios e incluso a la IPPF, y luego se vendían a cada centro. Así se cobraba un monto mínimo a las mujeres que concurrían a atenderse y también se ofrecía esta mercadería a los médicos particulares y a las instituciones privadas (Barbato, 2008).
A pesar de la falta de apoyo del Estado, de las resistencias de la Iglesia católica y de las objeciones de buena parte de la izquierda y el mundo intelectual “progresista”, durante los años de la Revolución argentina (1966-1970) la asociación no hizo más que crecer. De acuerdo con sus propios datos, para 1971 contaba con 50 centros distribuidos en cátedras oficiales de ginecología, hospitales estatales y locales propios en todo el país (Análisis, 1971). Esta ampliación generó la progresiva incorporación de nuevos profesionales fuera del campo de la medicina. Si bien como iniciativa médica la AAPF era bastante inusual por su grado de apertura a la problemática social y porque cuestionaba algunos pilares del paradigma médico hegemónico, sus miembros se habían formado en él y se desempeñaban en lugares que habían adoptado ese modelo. Por eso seguía resultando difícil reflexionar fuera del esquema salud-enfermedad sobre cuestiones como la anticoncepción, el aborto y la sexualidad y mover de un lugar determinante las explicaciones basadas en la biología. La incorporación de comunicadores, sociólogos, psicólogos y asistentes sociales a comienzos de la década de 1970 permitió ampliar la mirada y producir materiales de formación originales que lograban mayor recepción en la sociedad. También resultó clave la presencia del pastor Luis Parrilla, quien afianzó el trabajo en la parte educativa y confirmó el espíritu ecuménico que quiso darse la entidad desde su acta fundacional, en la cual también figuraban como miembros de una subcomisión teológica el sacerdote católico Carlos Bacciolo, el rabino Marshall Meyer y el propio Parrilla.
Con la capacitación a profesionales se pretendía actualizar los conocimientos biomédicos y poner énfasis en sus formas de transmisión a las parejas y a las mujeres en particular. Si bien los temarios solían incluir cuestiones demográficas y sociales, eran menos frecuentes las referencias al placer sexual o a las variantes al modelo heterosexual. Para dar sostén y para extender estas cuestiones se distribuyeron múltiples materiales impresos (cuadernillos, cartillas, folletos y una revista llamadaContribucionesque se repartía en los cursos y por medio de los agentes de propaganda médica) y audiovisuales (cortos institucionales y de ficción con mensaje educativo) (Aller Atucha, 2007). Una de las películas que logró más trascendencia fue el cortometrajeEstás creciendo, que realizó Ricardo Alventosa -un director reconocido en el circuito cinematográfico de los años sesenta- con guión de Luis María Aller Atucha, basado en los textos del pastor Parrilla. El corto se estrenó comercialmente en 1972 con una calificación que permitía a los mayores de 11 años verla en compañía de un adulto y a los que superaban los 14 verla solos.
La película se dirigía a los niños y adolescentes con un lenguaje accesible que buscaba alejarse del cientificismo y del discurso de la calle, con una animación de dibujos de trazos coloridos y brillantes de gran atractivo visual. Si bien la base de la descripción del proceso de crecimiento se apoyaba en la biología, uno de sus principales logros era quitar a la sexualidad algunos de los estigmas que la volvían oscura y vergonzosa. Por ejemplo, la menstruación y la polución nocturna se presentaban como hechos que debían causar alegría y no retraimiento, dado que eran signos de “hacerse mujer” y “hacerse varón”. A pesar de esta mirada renovadora, el corto cargaba con las limitaciones propias de su época: en el horizonte del crecimiento que comenzaban a experimentar los pequeños protagonistas animados se veía la formación de un hogar y una familia heterosexual. Esto ayuda a explicar el éxito de su difusión; hablaba de un tema que poco antes se consideraba tabú, y lo ubicaba dentro de los modelos sociales más aceptables.10
Ricardo Alventosa realizó otros cortos para la asociación. Uno de ellos,Ésta es la AAPF(1972), con argumento y guión de Luis María Aller Atucha y Beatriz de Iriondo. Una voz enoffse refería a los derechos y obligaciones de las parejas en el terreno de la protección familiar, mientras las imágenes mostraban predominantemente a mujeres y varones de la clase media urbana y a muy pocas personas que podían representar a los sectores populares y rurales. Esto subrayaba una característica local muy fuerte de la asociación que contrastaba notablemente con lo que sucedía en otras filiales de la IPPF en América Latina que solían abocarse a trabajar con las poblaciones de menores recursos y procedentes de ámbitos no urbanos. Las parejas abrazadas y de la mano se multiplicaban en la pantalla: lejos de las acusaciones que esgrimían los detractores de la entidad, este corto pretendía dejar en claro la importancia de los hijos y los beneficios de planificar su llegada, y no los de no procrearlos. De hecho, el logo de la AAPF era una pareja con tres hijos: una niña, un niño y un bebé.11
Si hasta entonces la planificación familiar se había desarrollado sin apoyo estatal, a partir del tercer gobierno peronista (1973-1976) pasó a desafiar directamente las políticas públicas. En diciembre de 1973, bajo el mandato de Juan Domingo Perón y su esposa María Estela Martínez, se presentó el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional (1974-1977). En él se manifestaba la necesidad de aumentar la población por medio del incremento de la tasa de fecundidad, de la disminución de la mortalidad y del fomento a la inmigración, ante el peligro de una tendencia demográfica declinante que contrastaba con la situación del resto de los países latinoamericanos. Aunque el diagnóstico reconocía que el tener menos hijos era una “tendencia cultural” difícilmente reversible, se instaba a llevar a la práctica una política de protección a las familias que les diera la posibilidad de ampliar su descendencia sin que esto les resultara una carga (Poder Ejecutivo Nacional, 1973). En un informe oficial que presentó Perón a los dirigentes partidarios provinciales se mostraba al país como víctima de un “sutil plan exterior de largo alcance para despoblarlo de hombres y mujeres en edad útil”, plasmado en una campaña psicológica y material basada en el engaño: “planes que se disfrazan bajo el anzuelo de tratar a los estériles, pero paradójicamente por cada esterilidad convertida en fecunda, 30 mujeres quedan esterilizadas por tiempos diversos” (Clarín, 1974). Conforme a la visión del gobierno, los programas de control de la natalidad atentaban contra las posibilidades de desarrollo en el futuro: “Todo esto abre una sola perspectiva: desaparecer como pueblo para quien ya le interesa, en este momento, nuestro territorio como reserva de materias primas” (Clarín, 1974). De ahí que una de las metas más importantes de la gestión fuera sentar las bases para contar con 50 millones de habitantes en el año 2000. En un texto contemporáneo algunos miembros de la Confederación General Económica (CGE) “como auténticos empresarios nacionales, indudablemente vinculados al desarrollo del país”, coincidían con el gobierno y exponían las consecuencias negativas de la alta concentración poblacional en el Gran Buenos Aires, el pobre crecimiento demográfico del país frente al de Brasil, y las estimaciones futuras de esta tendencia (Cristia, s.f.).
Lelio Mármora (1998), quien fuera director nacional de Migraciones entre 1973 y 1974, ha referido que los objetivos del Plan Trienal respecto a las cuestiones demográficas se encaminaron desde dos ámbitos de manera contrapuesta. El Ministerio del Interior, por medio de la Dirección de Desarrollo de Recursos Humanos y la Dirección de Migraciones, basó su concepción en el binomio “población y desarrollo”. La atención a las migraciones latinoamericanas y de países no tradicionales constituía una de sus principales líneas de acción. En cambio el Ministerio de Bienestar Social, a cargo de José López Rega y respaldado por su secretario de Salud, el doctor Domingo Liotta, se concentró en la elaboración de disposiciones restrictivas, contrarias a la planificación familiar. De este modo las políticas que buscaban el crecimiento demográfico oscilaron entre el estímulo y la coerción.
Dentro de las primeras pueden mencionarse: la Ley 20.590 (1973) que establecía una asignación prenatal a partir de la declaración de embarazo, pagadera a cualquiera de los progenitores que estuvieran en relación de dependencia; la Ley 20.582 (1973) que creó el Instituto Nacional de Jardines Maternales Zonales, y la nueva Ley de Contrato de Trabajo 20.744 (1974) que establecía mejoras a la condición de las mujeres en el mercado laboral y en especial a la de las madres. Esta norma confirmaba una licencia por maternidad pagada 45 días antes y 45 días después del parto, garantizaba la estabilidad del empleo y dos descansos diarios para amamantamiento, establecía la obligación de habilitar salas maternales y guarderías, una indemnización por despido a causa del embarazo equivalente a dos años de sueldo, y la extensión de la licencia por maternidad sin goce de sueldo de seis a doce meses (Novick, 1992: 111-112). Cabe mencionar que algunas de estas leyes no llegaron a reglamentarse, como sucedió con la Ley de Jardines Zonales o la disposición de la Ley de Contrato de Trabajo sobre las salas maternales y guarderías, lo cual pone en evidencia, una vez más, la distancia entre el diseño de una política pública y su implementación.
De los enunciados situados en el plano de la coerción, el ejemplo paradigmático fue el Decreto 659 que firmaron el 28 de febrero de 1974 el presidente Perón y su ministro de Bienestar Social, José López Rega. Esta medida disponía el control de la comercialización y la venta de productos anticonceptivos por medio de la presentación de una receta por triplicado y la prohibición de desarrollar actividades relacionadas directa o indirectamente con el control de la natalidad. El decreto recomendaba realizar un estudio sobre este tema y desarrollar una campaña de educación sanitaria que difundiera en el ámbito popular los riesgos de someterse a métodos y prácticas anticonceptivos. Según constaba en sus consideraciones, la caída demográfica era “una amenaza que compromete seriamente aspectos fundamentales del destino de la República”, resultado del accionar de “intereses no argentinos”, que desalentaban la consolidación y expansión de las familias “promoviendo el control de la natalidad, desnaturalizando la fundamental función maternal de la mujer y distrayendo, en fin, a nuestros jóvenes de su natural deber como protagonistas del futuro de la patria”. Estos enunciados confirmaban el interés por aumentar los nacimientos y volver a un orden de género tradicional, basado en una división “natural” de roles que colocaba a las mujeres del lado de la reproducción, mientras la juventud sacaba su carta de ciudadanía dando hijos a la patria.
No hay datos que indiquen que la campaña sanitaria se llevara a cabo; tampoco es posible asegurar que la receta por triplicado (una para la farmacia, otra para la paciente y la tercera para la Secretaría de Salud Pública) en que se consignaran el nombre, el apellido y el diagnóstico fuera requerida sistemáticamente. Los testimonios de varios médicos que trabajaron en los servicios de salud pública durante este periodo más bien sostienen lo contrario. Mientras algunos consultorios de planificación familiar que habían funcionado en hospitales y centros privados dejaron de atender, otros continuaron haciéndolo (Felitti, 2009b). Lo cierto es que más allá de que existieran formas de eludir la normativa y de que tampoco hubiera una acción estatal consistente para hacerla cumplir, las restricciones afectaron en mayor medida a los sectores de menores recursos, quienes pasaron a depender de la buena voluntad de los jefes de servicio de los hospitales para acceder a estas prestaciones (Balán y Ramos, 1990). A su vez la planificación familiar se cargó de estigmas, lo que derivó en una menor disposición para encararla dentro de las tareas médico asistenciales, ante el temor de las consecuencias legales y políticas que ello pudiera acarrear (Llovet y Ramos, 1986). De ahí que los efectos del decreto fueran mucho más allá de su aplicación en aquellas circunstancias. Por primera vez las arengas para aumentar la natalidad se plasmaban en una medida concreta que no premiaba la decisión de tener hijos, pero sí actuaba contra las posibilidades de tomar el camino contrario.
Las Bases, publicación oficial del Movimiento Nacional Justicialista, puso en la portada del número correspondiente a marzo de 1974 el título: “Píldoras: contra la familia argentina. Siniestras organizaciones internacionales en descubierto”, un titular que anunciaba los resultados de un estudio que había encargado una comisión especial del gobierno en pos de develar “el decálogo de la castración argentina”. El informe denunciaba una campaña internacional para “esterilizar” al país y dejarlo “inerte” en el año 2000, al tiempo que advertía que tomar anticonceptivos orales constituía un “pecado capital” (Las Bases, 1974a y 1974b). También exponía consideraciones médicas al indicar los efectos adversos de las píldoras y la posibilidad de que los dispositivos intrauterinos provocaran cáncer. Las fotografías que acompañaban la nota mostraban folletos en que se distinguían claramente los nombres de la IPPF y de la Asociación Argentina de Protección Familiar. De acuerdo con la investigación oficial los destinatarios de sus acciones eran las clases medias y no tanto los sectores populares, lo que le agregaba dramatismo a la denuncia, ya que de ese modo se atacaba la descendencia de aquellos a quienes se consideraba intelectualmente más aptos.12 Otra diferencia respecto a lo que acontecía en el resto de América Latina era que la acción no se basaba en la práctica de esterilizaciones masivas, sino en la promoción de los modernos métodos anticonceptivos y en el lugar secundario que se adjudicaba a la madre en las representaciones sociales.
El informe destacaba asimismo el financiamiento internacional de las organizaciones “siniestras” y la distribución que hacían de anticonceptivos orales provenientes del exterior. Estos datos servían como comprobación de su principal conjetura: la planificación familiar era la fachada de una campaña de control demográfico de carácter mundial. De seguir así, para el año 2000 Argentina iba a contar con 33 millones de habitantes, mientras que Brasil tendría 300 millones. Frente a ello se proponía “lanzarse a la guerra por la procreación” para evitar una “invasión”, que primero se disfrazaría como parte de las migraciones y luego vendría “por las malas”, acuciada por la escasez de alimentos en el resto del mundo. Junto con el informe se anunciaban algunas medidas que servirían de refuerzo al decreto firmado recientemente, como priorizar el acceso a planes de vivienda para parejas con más de tres hijos, aumentar sustancialmente el salario familiar, otorgar facilidades para la educación de los niños y los jóvenes, y además dar descuentos en los sistemas de transporte y espectáculos, todo esto facilitado por una credencial que identificaría a la familia numerosa. Tales iniciativas quedaban en parte supeditadas al éxito del nuevo Sistema Nacional Integrado de Salud y de la Carrera Sanitaria, proyecto que se aprobó con las modificaciones que le impusieron el sindicalismo, el gremio médico y el sector privado, pero nunca llegó a aplicarse hasta que se le derogó definitivamente en 1978, de ahí que las recomendaciones finalmente no llegaran a ponerse en práctica.13
Conviene mencionar que a pesar de las tajantes divisiones dentro del peronismo, sobre esta cuestión no pareció haber grandes desacuerdos. El diarioNoticias,de claros nexos con el peronismo de izquierda y por eso opuesto a lo que podía proyectar el ministro López Rega -representante del ala de ultra derecha-, unos meses antes de que se conociera el decreto había hecho una pequeña mención sobre el tema a raíz de la celebración de una asamblea en la AAPF para decidir si ésta seguiría perteneciendo o no a la IPPF. En esa nota, que se acompañaba con una foto de Robert Mc Namara, el diario explicaba que dicha organización libraba “una ‘guerra anticipada’, suprimiendo en el vientre de sus madres a los latinoamericanos sobrantes para que no sea necesario eliminarlos por medios tan drásticos como la invocada bomba atómica” (Noticias, 1973: 7). Allí mismo se comentaba un informe que había presentado J. Mayone Stycos a la IPPF, en el cual reiteraba la necesidad de actuar sobre la población femenina, convencer a los gobiernos, apoyarse en el periodismo y atender las resistencias que, según él, se concentraban en “las mujeres de bajos recursos, los curas y los estudiantes izquierdistas”. ParaNoticiaslos programas de planificación familiar eran herramientas del imperialismo, cargadas de cinismo y de prejuicios hacia la población de menores recursos. Sin embargo no había que preocuparse tanto por la situación argentina: sólo 0.5% de las mujeres en edad de procrear acudía a los centros de planeación familiar, frente a 20% en Trinidad Tobago y 11% en Chile. Estos datos, con los que se procuraba tranquilizar los espíritus al mostrar la escasa aceptación de los programas “imperialistas”, obviamente no aclaraban que los centros de planificación en el país no eran muchos y no estaban publicitados, y desestimaban un dato fundamental: la baja de la natalidad era un hecho de larga data que iba más allá de la influencia que pudieran ejercer o no ciertas organizaciones como la AAPF.
Como antes mencioné, al entrevistar a ginecólogos y ginecólogas que trabajaban en los servicios públicos de salud en aquella época, éstos manifestaron que si bien las actividades de planificación familiar no se eliminaron, pasaron a depender de la buena voluntad de la jefatura de cada servicio y cargaron con el estigma de que estaban fuera de la ley. Esto les restó visibilidad y, lo más importante, dejaron de contar con métodos anticonceptivos gratuitos que pudieran entregar a las usuarias (Felitti, 2009a). Por otra parte, la AAPF sufrió en ese momento un primer atentado: unos delincuentes entraron a su sede ubicada en la calle Maipú y rompieron los archivos. Para Aller Atucha (2007) de este hecho derivó cierto repliegue de la asociación, también relacionado con algo totalmente ajeno a la política nacional como fue la disminución de los fondos que se recibían de la IPPF, ocasionada por los problemas financieros que afectaban a dicha organización. Con la combinación de ambas circunstancias la entidad dejó de mostrarse activa y visible.
Las resistencias, unas silenciosas y otras evidentes, como las que encaró el renaciente movimiento feminista ante estas medidas (Felitti, 2010a), no llegaron a revertir la postura que adoptó y confirmó la dictadura militar que tomó el poder en 1976 ante la planificación familiar. Fue apenas con la recuperación de la democracia y con el impulso que tomó el discurso de los derechos humanos que la planificación ganó un lugar positivo en la agenda de las políticas públicas de Argentina, y fue encaminándose hacia una nueva conceptuación que dejaría de lado, aunque muy lentamente, las consideraciones geopolíticas, en nombre primero de la salud y más recientemente en pos de una ciudadanía plena basada en el respeto a los derechos humanos.
Conclusiones
En este artículo hemos propuesto un análisis de las primeras experiencias de planificación familiar que se desarrollaron en algunos países de América Latina, y de modo particular en Argentina durante las décadas de 1960 y 1970. Sin perder de vista que tuvieron lugar en un contexto de debate sobre la “explosión demográfica” y sobre las fervientes recomendaciones para controlar la natalidad que emanaban de los organismos internacionales, de las agencias de ayuda económica y de los países centrales, pudimos comprobar que cada política pública y cada asociación privada que difundía u obstaculizaba los principios de la planificación familiar respondía a situaciones particulares, a una agenda nacional propia. Por un lado, tenían en cuenta las situaciones demográficas locales, sus propios planes de desarrollo social y económico, y de modo particular las consecuencias negativas que sobre la salud pública acarreaba la práctica de abortos en la clandestinidad. En ese sentido, los países que hemos analizado, incluyendo a Argentina, compartían las restricciones sobre la interrupción de los embarazos que podían obedecer a ciertas directivas demográficas, pero que sobre todo respondían a la influencia de la Iglesia católica sobre las políticas públicas. Éste fue un punto de confluencia que tocó a México, pese a que se había declarado formalmente laico, y también a Argentina y Brasil, que contaban con un clero claramente comprometido con las luchas sociales que no temía enfrentarse al Vaticano por cuestiones sociales y políticas, pero que optó por acatar las directivas papales sobre el asunto, para evitar más divisiones en el interior de la institución y porque de ese modo se marcaba un límite a las presiones extranjeras sobre las familias latinoamericanas. De ahí que tocara a los médicos asumir un rol de liderazgo en la difusión de la información y los medios para evitar los embarazos no planificados ni deseados.
Las prácticas coercitivas sobre poblaciones indígenas y pobres fueron una moneda corriente en muchos países latinoamericanos y afectaron asimismo a las mujeres pobres, afrodescendientes y migrantes en Estados Unidos. Los programas de planificación familiar que impulsaron los gobiernos o las entidades privadas, y las políticas de población con relación a la anticoncepción y al aborto, estaban atravesadas y sostenidas por modelos de género, clase y etnicidad que sobrepasaban la dicotomía entre un primer mundo y un tercero. Las tensiones que planteaban los derechos individuales de la población y las necesidades demográficas globales y de cada país en particular, tomaban carices mucho más problemáticos cuando las propias mujeres demandaban estos derechos. Su supuesta irracionalidad las había vuelto objeto de las políticas de control demográfico y no sujetos de derecho. Las críticas que hicieron los hombres, también pobres, afrodescendientes e indígenas, a los programas de planificación familiar no siempre tuvieron en cuenta los deseos de ésas a quienes consideraban “sus” mujeres, como pudo verse en el caso boliviano. También pudimos observar que existían fuertes tensiones entre quienes criticaban estos programas y los nuevos métodos que promocionaban, y las demandas de muchas mujeres que preferían tomar píldoras y usar DIU a pesar de sus efectos secundarios, e incluso acceder a las esterilizaciones, antes que seguir teniendo hijos.
Argentina presentó muchos puntos de confluencia con sus vecinos de la región pero también diferencias notables. La temprana transición demográfica que había atravesado el país en la primera mitad del siglo XX y sus extensos territorios con escasa o nula población sembraban pánico en una élite dirigente que el crecimiento demográfico mundial había vuelto paranoica. Esto ocasionó que durante las décadas de 1960 se encarara la planificación familiar de manera privada, sin contar con ayuda estatal, aunque más allá de los discursos poblacionistas tampoco se pusieran en práctica obstáculos formales ni medidas de estímulo reales para fomentar los nacimientos. La coerción fue aquí encarada por el gobierno peronista cuando, en 1974, puso en vigencia un decreto que prohibía las actividades de planificación familiar en las dependencias públicas y la venta libre de anticonceptivos. El principal peligro que el Estado pretendía contrarrestar no era la limitación de los nacimientos entre los sectores populares, sino la extensión de estas prácticas entre los sectores medios, que atravesaban un cambio crucial en las relaciones de género, los modelos familiares y las pautas de moral sexual, a pesar de que vivían en un contexto político cada vez más autoritario y represivo. Otra característica interesante fue que los sectores más conservadores y los más radicalizados ponían en la misma encrucijada la libre decisión de las parejas sobre su fecundidad y en especial la de las mujeres. No tener hijos era una afrenta a la patria o la revolución, y las consignas feministas en defensa de la anticoncepción y el aborto, un atentado a la familia católica o una desviación pequeño-burguesa. De todos modos, los cambios de las ideas estaban tan marcados que las políticas públicas coercitivas poco podían hacer para contrarrestar lo que el mismo decreto peronista había caracterizado como una “tendencia cultural difícilmente reversible”.
En esta clave deben comprenderse los vaivenes que enfrentaron las primeras experiencias de planificación familiar en Argentina. Una demanda social en aumento que no encontró respuestas concretas en el Estado pero que fue fortaleciéndose con el apoyo de la corporación médica, con la difusión de nuevas prácticas y modelos de género y sexualidad que exponía la industria cultural, y con el apoyo político de un movimiento feminista en ciernes que, una vez recuperada la democracia en 1983, tomaría un lugar clave en la lucha por los derechos reproductivos en nombre de los derechos humanos. En este lenguaje de derechos se lograron importantes avances con la derogación del decreto peronista en 1986 y con las primeras propuestas de programas públicos de planificación familiar y procreación responsable. Ya no se trataba de pensar en diagnósticos geopolíticos y en la obligación ciudadana de dar hijos a la patria, sino de resguardar el derecho de cada persona a decidir cuándo, cuántos y cómo tener hijos.
Luego de las experiencias de los programas de salud pública inaugurales en este campo en Buenos Aires y otras provincias argentinas, en 2002 se creó el Programa Nacional de Salud Sexual y Procreación Responsable que compromete a los servicios públicos de salud y seguridad social a brindar información y asesoramiento sobre enfermedades de transmisión sexual, VIH-sida y métodos anticonceptivos, y asegura la distribución gratuita de ellos. En agosto de 2006 una ley de alcance nacional habilitó las intervenciones de ligadura tubaria y vasectomía de manera gratuita en los hospitales públicos (Ley 26.130) y en 2007 se incorporó la anticoncepción hormonal de emergencia al Plan Médico Obligatorio (Resolución 232/2007 del Ministerio de Salud de la Nación). A pesar de los avances que se han obtenido hasta este momento, la implementación de estas leyes sigue encontrando obstáculos que suelen remitir a la escasez de población del país y al peso que mantiene la Iglesia católica como actor político. Tales permanencias invitan a seguir indagando en la historia reciente para comprender los modos en que se construyeron estas argumentaciones que dificultan la apropiación y el ejercicio de los derechos reproductivos en la Argentina contemporánea.