Introducción
A partir de la segunda mitad del siglo XX, México experimentó cambios modernizadores muy intensos en un periodo relativamente corto, que le llevaron a transitar de una sociedad eminentemente rural a una predominantemente urbana,1 al tiempo que registró avances sustantivos en los niveles educativos de la población, en el acceso a los servicios de salud y de planificación familiar,2 así como un significativo descenso de la fecundidad3 y un importante y continuo aumento de la participación femenina en el mercado de trabajo.
Las mujeres mexicanas han salido del espacio doméstico para incorporarse al mundo laboral. Este hecho ha tenido necesariamente un impacto sobre el modelo tradicional de familia que confinaba a la población femenina a los ámbitos domésticos y privilegiaba a los varones como únicos proveedores económicos y protagonistas de la esfera pública.
Sin embargo, a pesar de los avances en la situación de las mujeres mexicanas en materia educativa y laboral, sobre todo a partir de la década de los años ochenta del siglo pasado, continúan existiendo rezagos importantes en términos de una mayor democratización de la vida doméstica. Todavía prevalecen desigualdades de género en el interior de las familias que implican mayores restricciones para la movilidad femenina que, aunadas a las mayores cargas de trabajo en las labores de cuidado y de trabajo doméstico, representan importantes barreras para una mayor participación femenina en los mercados de trabajo y fomentan para las mujeres las peores condiciones laborales, salariales y con respecto a la propiedad de cualquier bien.
En amplios sectores de la sociedad mexicana, la vida de las personas, así como la convivencia familiar y conyugal, continúan estando definidas por estructuras sociales e instituciones, como el parentesco y la iglesia, que organizan las relaciones de género estableciendo normas claramente diferenciadas para los hombres y para las mujeres sobre la división sexual del trabajo y sobre la sexualidad (Szasz, 2008).
Esto es particularmente válido entre la población rural e indígena, así como entre las generaciones mayores. En estos sectores sociales persisten marcadas expresiones de la desigualdad de género y de clase, sustentadas en una estricta división de roles entre hombres y mujeres. El vínculo familiar y conyugal se fundamenta en la descendencia y en el intercambio de obligaciones entre los cónyuges, puesto que mientras los hombres desean mantenerse como los proveedores económicos y protectores de sus familias, las mujeres continúan siendo responsables del trabajo reproductivo y de brindar atención a sus esposos (Núñez, 2007).
Por ello, en estos contextos sociales y generacionales todavía es común que los maridos no autoricen la salida de las mujeres del ámbito doméstico para insertarse en el mercado de trabajo. No es extraño entonces que estas mujeres acepten los trabajos peor pagados y más eventuales para cumplir al mismo tiempo con sus responsabilidades domésticas y familiares. Ellas terminan por ocuparse en actividades informales o por cuenta propia como la venta de mercancías o comida en la calle, el servicio doméstico remunerado o el trabajo a domicilio (maquila), actividades que no exigen el cumplimiento de un horario fijo y permiten que la mujer siga a cargo del trabajo doméstico en su casa y del cuidado de sus hijos. Estas inequidades de género contribuyen a confinar a las mujeres a espacios domésticos, limitando y controlando su libertad de movimiento, así como la posibilidad de participar en los espacios públicos (Benería y Roldán, 1992; García y Oliveira, 1994; Asakura, 2004; González, 2014).
Cambios sociales de amplio espectro en la sociedad mexicana y en el mundo rural
Como resultado de la puesta en marcha de diversos programas para ampliar la cobertura del sistema educativo mexicano, las mujeres han aumentado considerablemente su acceso a los programas escolares. De tal suerte que si en el año de 1970 la población femenina tenía en promedio 3.7 años de escolaridad, hacia 1999 alcanzaba ya los 7.7 años y en 2010 este promedio ya era de 8.6 años (Conapo, 2000; 2013), logrando así su acceso no sólo a los niveles básicos, sino también ha incrementado su incorporación a la educación superior; por ello existe un equilibrio entre ambos sexos en la permanencia escolar hasta los 22 años (Camarena, 2000). No obstante, a pesar de que se observa un aumento en la escolaridad de las mujeres en general, prevalece una desventaja importante de aquellas del ámbito rural, puesto que su nivel educativo en promedio es de 5.7 años (Conapo, 2013).
A partir de la década de los años ochenta del siglo pasado, como resultado de un cambio en el modelo de acumulación y de las sucesivas crisis económicas, las mujeres mexicanas han incursionado con mayor intensidad en los mercados laborales.4 Entre los factores que han incentivado la incorporación femenina a la fuerza de trabajo destacan la creciente urbanización, la ampliación de la cobertura educativa y la expansión del sector terciario por el incremento de las actividades comerciales y de servicios.5 Sin embargo, es conveniente señalar que la inserción laboral femenina en muchas ocasiones se da en situaciones de desventaja salarial, segmentación del trabajo y cumplimiento de dobles y hasta triples jornadas de trabajo. A pesar de ello, la tasa de participación de las mujeres mexicanas actualmente asciende a 44 % (Rodríguez y García, 2014).6
Por otra parte, al tiempo que se han ido desarrollando estos cambios a nivel nacional, las zonas rurales del país también han estado inmersas en procesos de transformación que las han llevado a insertarse en nuevas dinámicas económicas. Con la expansión de la industria y el aumento de la migración interna e internacional, el ámbito rural ha transitado hacia un acelerado proceso de desagrarización. No en balde a esta transformación social y económica del campo mexicano se le ha llamado la “nueva ruralidad” (Carton de Grammont, 2004).
Entre las transformaciones más significativas que ha experimentado el campo mexicano están los intensos procesos migratorios internos e internacionales que han contribuido de manera significativa a la reconfiguración de los hogares rurales. Estas modificaciones han impactado incluso a los patrones de unión, al tiempo que han propiciado también la pérdida de la centralidad de la parcela familiar y una mayor movilidad de sus miembros (Arias, 2009). Estos cambios necesariamente están permeando las relaciones en el interior de los núcleos domésticos y las formas en las que se estructura la vida familiar y comunitaria (D’Aubeterre, 2005).
Por otro lado, desde la década de los ochenta con la crisis en el campo, la industria maquiladora expandió su margen de acción trasladando una variedad de industrias a las zonas rurales y ciudades medias del país, lo que indujo una creciente incorporación de las mujeres rurales al trabajo remunerado (De la O, 2006). En el ámbito doméstico rural estos cambios se han traducido en una serie de ajustes y conflictos entre géneros y generaciones (González y Salles, 1995).
Se observan fuertes tensiones en el funcionamiento interno de las familias rurales puesto que prevalecen todavía valoraciones que denotan desigualdad de género y por edad, que se contraponen a la mayor participación de las mujeres en los mercados de trabajo locales y a sus mayores posibilidades de migrar –interna o internacionalmente–, cuestiones que las llevarían a estar inmersas en un proceso de mayor individuación y ampliación de su autonomía (Arias, 2013).
Actualmente los habitantes de las zonas rurales participan en una multitud de actividades económicas para complementar los gastos cotidianos de sus hogares. Con el incremento de los empleos rurales no agrícolas ha perdido importancia la agricultura familiar y ha dejado de ser el soporte fundamental de la economía familiar.7 De tal suerte que el empleo rural en el país ha pasado de ser esencialmente agrícola a desempeñarse predominantemente en los sectores secundario y terciario. Situación que se refleja en la transformación de los hogares rurales, en los cuales se incrementa la pluriactividad para contrarrestar los efectos de la crisis agrícola. De hecho, la población rural más pobre dejó de ser esencialmente campesina (Carton de Grammont, 2016).
Al respecto, se observa con mayor frecuencia que la participación económica de las mujeres en el gasto familiar, incluso entre las hijas jóvenes, ha conducido a una mayor participación en las decisiones familiares y está propiciando cambios importantes entre las generaciones (Mummert, 1995).
Por otro lado, en contextos rurales caracterizados por la ausencia masculina debido a los movimientos migratorios, la administración femenina de las remesas podría estar incentivando un proceso de individuación e incremento en el nivel de autonomía de las mujeres. Esta posibilidad puede verse incrementada entre aquellas con mayor escolaridad, que han trabajado de manera extradoméstica en algún momento de su vida o que se encuentran en un ciclo avanzado del desarrollo familiar (Rosas, 2005).
En cuanto a los cambios generacionales, la investigación social ha observado entre las mujeres más jóvenes del campo un cambio de actitud que se refleja en la resistencia a la norma tradicional de la residencia patrivirilocal (en casa de los padres del novio), que las obliga a trabajar para la familia del marido, así como en una genuina aspiración de construir relaciones de pareja más igualitarias, con mayor poder de negociación frente a sus maridos, evitando su sometimiento. Sin embargo, es importante relativizar estos cambios puesto que en las comunidades sigue prevaleciendo una fuerte vigilancia y control social sobre ellas. Existe todavía, a nivel cultural, una fuerte resistencia a cambiar las representaciones sobre el papel de hombres y mujeres en la sociedad y sobre la división sexual del trabajo (González, 2014).
Como resultado de estos procesos de cambio, las familias rurales han experimentado también notables transformaciones en sus funciones de producción y de reproducción, modificando necesariamente su dinámica y las relaciones entre los miembros de las familias. En efecto, los cambios en la división sexual del trabajo y en la distribución y tipo de funciones en el espacio público y privado, tienden a modificar la posición de hombres y mujeres y, con ello, los roles de género en el campo. Esto ocurre al tiempo en que también se incrementa la escolaridad de las mujeres rurales8 y disminuye su tasa de fecundidad,9 y con ello el número de años dedicados a la reproducción y a la crianza. Estos factores propician las condiciones para que las mujeres del campo tengan posibilidad de ingresar al mercado de trabajo10 y posicionarse de manera diferente en sus familias, sus comunidades y frente a las instituciones públicas (Espinosa, 2014).
Este conjunto de cambios estructurales operados en el campo mexicano y que ha tenido como protagonistas a las mujeres –conocido como “feminización del campo mexicano”–, no necesariamente ha implicando para ellas una mejora, sino en realidad ha traído una sobrecarga de trabajo debido a una mayor extensión o intensidad de la jornada de trabajo, multiactividad, ingresos y condiciones laborales precarios, así como mayor desgaste físico. Las mujeres rurales, incluyendo a las productoras agrícolas, tienden a diversificar sus actividades económicas en el comercio y los servicios, así como en el trabajo agrícola por cuenta propia o jornal, en actividades productivas en pequeña escala o en trabajos asalariados en condiciones muy precarias, sin seguridad social ni estabilidad laboral (Espinosa, 2014; Carton de Grammont, 2016).
Ante este panorama de profundas transformaciones sociales en el ámbito rural mexicano y tomando en cuenta que uno de los “Objetivos de desarrollo del milenio”, propuestos por la Organización de las Naciones Unidas en 1990, es “promover la igualdad de género y autonomía de la mujer” –cuyo compromiso de cumplimiento para nuestro país era el año 2015–, en este trabajo nos proponemos analizar los rezagos existentes en los niveles de autonomía de las mujeres que residen en localidades rurales al compararlas con sus pares urbanas. Para llevar a cabo este estudio, analizamos, con los datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (Endireh) de 2011, sus diferentes niveles de autonomía, considerando diversas variables sociodemográficas.
La categoría de autonomía femenina y las dimensiones que la componen
En el sistema de género el poder masculino es un componente fundamental y se encuentra sustentado tanto en la división sexual del trabajo como en la posesión de los recursos, lo que permite que la posición y el trabajo desarrollado por las mujeres sean devaluados (Saltzman, 1992). Ante esta situación de desventaja se han desarrollado esfuerzos para ampliar las habilidades de las mujeres, tanto en el ámbito privado como en el público, mediante un proceso de empoderamiento, a través del cual se busca ampliar las fuentes de poder y control femenino tratando de reconfigurar las relaciones de inequidad entre hombres y mujeres.
El empoderamiento hace referencia a la capacidad que tienen las mujeres de tomar decisiones por ellas mismas, ya sean personales o concernientes a la vida familiar, así como controlar aspectos centrales relativos a los ingresos económicos y a su libertad de movimiento. Esta categoría no abarca solamente aspectos a nivel personal o familiar, también incluye la búsqueda de poder en el ámbito social y político (León, 1997).
La autonomía femenina ha sido considerada desde el plano personal como parte del proceso de empoderamiento, en el cual las mujeres ejercen control sobre determinados momentos o aspectos de su vida. Sin embargo, también se ha señalado que el empoderamiento puede ser parte de un proceso en donde las mujeres alcanzan ciertos niveles de autonomía tanto en lo personal como en lo familiar (García, 2003).
Para efectos de este trabajo consideraremos a la categoría de autonomía femenina como una faceta del proceso de empoderamiento, a partir de la cual se busca el acceso de las mujeres a fuentes de poder y control en diferentes ámbitos de su vida familiar y personal. En este sentido, la autonomía puede ser considerada como una medida que expresa los grados de control que las mujeres tienen sobre su vida y en la toma de decisiones a nivel familiar (García, 2003).
Para llevar a cabo esta medición, existen varias dimensiones que dan cuenta de la posición que tienen las mujeres en el proceso de avance en su autonomía. Estas dimensiones son consideradas en la investigación sociodemográfica como proxies de la autonomía femenina (García, 2003). En este estudio hemos considerado solamente tres de ellas:
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Participación femenina en la toma de decisiones. Incluye la participación que las mujeres tienen en las decisiones tanto familiares como personales. En el plano familiar involucra decisiones concernientes a la educación y la salud de los hijos. A nivel individual considera las decisiones en torno al uso de métodos anticonceptivos, el número de hijos, la participación en organizaciones sociales y la incorporación al mercado de trabajo, entre otras.
En general se ha observado que las mujeres están más centradas en las decisiones concernientes a la vida familiar y a la crianza de los hijos, mientras que los varones se enfocan de manera más intensa en las decisiones relacionadas con los gastos mayores y la elección de la vivienda, entre otras cosas (De Barbieri, 1984).
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Libertad de movimiento. Considera aspectos como la movilidad fuera del hogar sin la necesidad de solicitar permiso o autorización del cónyuge. Involucra la libertad que tienen las mujeres para trabajar, estudiar, ir de compras, visitar a sus parientes, participar en actividades vecinales y votar por un partido político.
El control de la movilidad y la sociabilidad femenina fuera del espacio doméstico representa una medida que permite visibilizar el grado de sometimiento de la esposa frente a su marido. La solicitud de permiso al esposo para salir de casa es una forma de aceptación del control de su movilidad y, en cambio, la libertad de movimiento es un indicador de una mayor individuación de las mujeres y supone la libertad para trabajar, participar comunitariamente y salir de casa sin tener que pedir permiso al esposo (García y Oliveira, 1994).
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Acceso y control de los recursos económicos. Incluye la disposición efectiva que tienen las mujeres sobre los recursos familiares, ya sea el dinero o los bienes materiales, tales como la vivienda, terrenos o automóviles. Involucra no sólo la participación de las mujeres en el trabajo extradoméstico, sino también el control efectivo que tienen sobre su ingreso y la distribución que se hace del mismo.
En general se observa que el poder de decisión de las mujeres en aspectos como la administración del ingreso familiar es limitado, puesto que los varones cuentan con diversas estrategias para controlar los ingresos y gastos familiares que las dejan en una situación de dependencia e incertidumbre. De hecho, la decisión menos compartida entre los cónyuges es la que se refiere a la administración del dinero (Benería y Roldán, 1992; Casique, 2004).
La investigación social reciente que ha abordado el estudio de la autonomía femenina en la dinámica familiar ha dado cuenta de los matices y variaciones en su comportamiento al considerar algunas características sociodemográficas de las mujeres. Al respecto se ha encontrado que la edad, la escolaridad, el tipo de actividad y el estrato socioeconómico son variables que se encuentran asociadas y podrían explicar las diferencias en los distintos niveles de autonomía entre las mujeres.
La fuente de información, la población femenina en estudio y las variables sociodemográficas consideradas
Teniendo en consideración todos estos antecedentes de investigación, llevamos a cabo un análisis comparativo con el que buscamos, por un lado, dar cuenta de los matices en los distintos niveles de autonomía femenina al considerar algunas características sociodemográficas de las mujeres rurales en estudio, de sus esposos, así como de la vida en pareja y familiar. Y, por otro lado, queremos conocer los distintos niveles de rezago que existen en la autonomía de las mujeres del campo con respecto a sus pares urbanas.
Para ello tomamos en consideración tres dimensiones fundamentales en las que hemos descompuesto la categoría de autonomía: la participación femenina en la toma de decisiones, la libertad de movimiento, y el acceso y control de los recursos económicos.
Para llevar a cabo este estudio utilizamos los datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) de 2011, que es representativa a nivel nacional y permite desagregar la información para localidades rurales y urbanas, además de que contiene módulos de información que permiten analizar aspectos centrales de la vida familiar y de la dinámica de pareja.11
Nuestra población en estudio son las mujeres mexicanas que habitan en zonas rurales y urbanas, que declararon tener 13 años o más, estar casadas o unidas, tener hijos menores de 15 años y cohabitar con ellos y con sus cónyuges.12 El total de la muestra se compone de 74 578 mujeres, de las cuales el 79.11% habita en localidades urbanas, en tanto que el 20.89% reside en localidades menores de 2 500 habitantes y que consideramos rurales.13
Con el propósito de medir los niveles de autonomía de las mujeres, con base en la información contenida en los tres módulos considerados de la ENDIREH 2011, se construyeron tres índices, uno para cada una de las dimensiones en las cuales hemos desagregado la autonomía femenina. La construcción de estos índices se realizó mediante la técnica estadística de componentes principales (véase el anexo metodológico).14 Posteriormente se compararon las medias de cada uno de los tres índices entre las mujeres rurales y urbanas con el objetivo de analizar la magnitud del rezago de las primeras respecto a las segundas.
Hemos dividido las variables sociodemográficas estudiadas en tres grandes grupos:
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De las mujeres:
Edad: jóvenes (13 a 29 años); adultas (30 a 49 años); y mayores (50 años y más).
Escolaridad: primaria; secundaria o carrera técnica; preparatoria, normal o carrera técnica con preparatoria; y licenciatura o posgrado.
Condición de actividad:15 amas de casa (dedicadas exclusivamente a las labores del hogar); trabajadoras por cuenta propia (por su cuenta, sin pago en un negocio familiar o en un negocio no familiar); y asalariadas (empleadas, obreras o jornaleras).
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De los esposos:
Edad: jóvenes (15 a 29 años); adultos (30 a 49 años); y mayores (50 años y más).
Escolaridad: primaria; secundaria o carrera técnica; preparatoria, normal básica o carrera técnica con preparatoria; y licenciatura o posgrado.
Posición en la ocupación: trabajadores sin pago (familiar o no familiar); trabajadores por cuenta propia; jornaleros; asalariados; y empleadores.
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De la vida en pareja y familiar:
Diferencia de edad entre los esposos: mujer mayor; misma edad; esposo mayor (1 a 5 años); esposo mayor (6 a 10 años); y esposo mayor (11 años y más).
Edad de las mujeres a la primera unión: antes de los 20 años; entre los 20 y los 30 años; y después de los 30 años.
Tipo de residencia al comienzo de la unión: patrivirilocal (en casa de los padres del novio); uxorilocal (en casa de los padres de la novia); y neolocal (independiente de los padres de ambos cónyuges).
Composición del hogar: nuclear; y extenso.
De acuerdo con los resultados de la investigación existente en el país (Conapo, 2013; Espinosa, 2014; González, 2014; Carton de Grammont, 2016), si bien las mujeres rurales en su conjunto se encuentran rezagadas en sus niveles de autonomía frente a las que viven en ámbitos urbanos, en este estudio esperamos encontrar mayores niveles de autonomía entre las mujeres del campo que son más jóvenes, que cuentan con mayor escolaridad, están insertas en el mercado de trabajo de manera asalariada y tienen menor diferencia de edad con respecto a sus esposos.
Así mismo, consideramos que muy probablemente están mejor posicionadas en cada una de las tres dimensiones de la autonomía femenina analizadas aquellas mujeres que se unieron después de los 20 años, en una residencia neolocal y cuyos maridos tienen mejores niveles educativos y posiciones laborales. Pensamos que estas mismas características sociodemográficas colocarán a las mujeres rurales en una posición de menor rezago en su autonomía respecto a sus pares urbanas.
Los niveles de rezago en la autonomía de las mujeres rurales
Como un acercamiento preliminar al análisis de los rezagos que en materia de autonomía todavía tienen las mujeres rurales con respecto a sus pares urbanas, examinamos los valores medios de cada uno de los índices construidos. En el cuadro 1 se puede apreciar que los valores de estos índices siempre son menores para las mujeres del campo respecto a aquellos correspondientes a las urbanas.
Índice | Valor medio de mujeres urbanas | Valor medio de mujeres rurales | Comparación Urbanas/Rurales |
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Índice de participación femenina en la toma de decisiones | 0.323 | 0.294 | 1.099 |
Índice de libertad de movimiento | 0.332 | 0.307 | 1.081 |
Índice de acceso y control de los recursos económicos | 0.106 | 0.092 | 1.144 |
Fuente: Elaboración propia con base en ENDIREH 2011
En particular, el índice que refleja mayores desigualdades entre ambas poblaciones femeninas es el relativo al acceso y control de los recursos económicos. Es decir, las mujeres de contextos rurales detentan en menor medida que las urbanas la propiedad de bienes como la vivienda, locales y ahorros, entre otros recursos, lo que evidentemente afecta su nivel de autonomía frente a sus esposos. En contraste, la menor desigualdad se observa en el índice de libertad de movimiento, puesto que la media de este índice para las mujeres urbanas es 8% mayor respecto de aquella correspondiente a las mujeres rurales.
A continuación analizamos los rezagos que las mujeres rurales tienen en cada una de las tres dimensiones de su autonomía, considerando algunas características sociodemográficas seleccionadas para este estudio, y después comparamos sus niveles de autonomía con aquellos de las mujeres urbanas.
I. Participación femenina en la toma de decisiones
Con los datos del cuadro 2 comparamos los valores medios del índice de participación femenina en la toma de decisiones en torno a: su socialización, su incorporación a la escuela o al mercado laboral, el uso de anticonceptivos, el número de hijos y sobre su crianza, así como la posibilidad que tienen de adquirir bienes o de participar en actividades vecinales y organizaciones sociales.
I.1. Según características de las mujeres y de sus esposos
Una primera mirada sobre los matices que introducen las variables sociodemográficas en el índice de participación en las decisiones familiares e individuales de las mujeres del campo, nos permite constatar la existencia de una gradación a su favor conforme disminuye su edad y la de sus esposos, con lo cual podríamos estar hablando de un cambio generacional importante que se expresa en una relación inversa entre el aumento de los niveles del índice de toma de decisiones y la edad de las mujeres del campo. En efecto, las mujeres rurales mayores (de 50 años y más de edad) muestran un amplio rezago en su nivel de participación en las decisiones (0.240) frente a las más jóvenes (menores de 30 años), quienes muestran un claro avance en esta materia (0.323). Al mismo tiempo, las mayores ventajas, de acuerdo con la edad de los esposos, se advierten entre las mujeres cuyos maridos son jóvenes (menores de 30 años), puesto que su poder de decisión es significativamente mayor (0.323) que el de aquellas cuyos cónyuges tienen 50 años o más (0.252).
De hecho, se puede apreciar que la edad de las mujeres rurales y de sus esposos son factores que inciden de manera directa en las diferencias que tienen respecto a sus pares urbanas. Es decir, la menor diferencia entre la población femenina rural y la urbana se advierte entre las más jóvenes, puesto que las mujeres urbanas solamente superan en un 1.075 en el valor medio de este índice a sus pares rurales. En tanto que la mayor diferencia la encontramos entre las mujeres mayores, ya que las urbanas tienen un valor medio en este índice 16% mayor que el de las mujeres rurales de este grupo de edad. Y lo mismo ocurre al considerar la edad de los hombres, puesto que se advierten brechas más amplias en el índice de poder de decisión femenina cuando los esposos son mayores. Las mujeres urbanas que tienen cónyuges mayores tienen un índice 1.143 mayor que las mujeres rurales cuyos esposos son del mismo grupo de edad.
Es notorio, por otra parte, que el nivel de escolaridad y la ocupación de las mujeres rurales y de sus esposos son factores que inciden de manera directa y favorable en los niveles de participación femenina en la toma de decisiones. Es decir, conforme aumenta la escolaridad de ambos, ellas se incorporan a una actividad remunerada y mejora la posición en la ocupación de sus maridos; se incrementa también el nivel de participación de estas mujeres en las decisiones de sus hogares.
Al analizar los niveles de escolaridad de las mujeres rurales, constatamos que son aquellas con estudios de primaria quienes tienen el nivel más bajo en este índice (0.274), sobre todo si se les compara con las que han alcanzado un nivel universitario (0.349). Al mismo tiempo, se observa que los mayores niveles de escolaridad de los esposos de estas mujeres contribuyen a incrementar los niveles de participación femenina en la toma de decisiones. Las mujeres rurales que se encuentran unidas con varones con estudios de licenciatura o posgrado tienen los menores rezagos en este índice (0.333). A medida que disminuye el nivel de escolaridad de los cónyuges, disminuye también el valor del índice de poder de decisión femenina. De esta forma, las mujeres rurales que tienen esposos con estudios de primaria tienen los menores niveles en el índice (0.278).
Al comparar la situación de las mujeres rurales con sus pares urbanas, se observa que cuando las mujeres tienen solamente estudios de primaria, las rurales presentan la mayor brecha en su nivel de participación en las decisiones con respecto a las urbanas con el mismo nivel de escolaridad, puesto que estas últimas tienen un índice 6% mayor. Esta brecha disminuye significativamente entre las mujeres rurales y las urbanas con estudios de licenciatura o posgrado, al tener estas últimas un índice de poder de decisiones 1% mayor respecto al observado para las rurales. Por su parte, las mujeres del campo cuyos maridos estudiaron solamente la primaria tienen un rezago del orden del 6% respecto a sus pares urbanas con esposos con el mismo nivel de estudios. Las mujeres rurales unidas con varones que alcanzaron una licenciatura o posgrado presentan una menor brecha (del orden de 3%) respecto a las urbanas en igual circunstancia.
Por otro lado, encontramos que la incorporación de las mujeres rurales a alguna actividad económica –por cuenta propia o asalariada– repercute en el incremento de su participación en las decisiones de sus hogares. El nivel más alto de este índice lo muestran las mujeres que trabajan de manera asalariada (0.333), en tanto que las amas de casa tienen el nivel más bajo (0.287). Así mismo, se observa que una posición más ventajosa en la ocupación de los esposos de estas mujeres tiene efectos positivos en el grado de participación femenina. El mayor nivel se observa en las mujeres rurales cuyos maridos son asalariados (0.319), seguido por el de las mujeres que tienen esposos empleadores (0.315). En contraposición, los peores niveles en esta materia los registran las mujeres rurales unidas con varones con empleos precarios, como el trabajo por cuenta propia (0.284) o sin pago (0.254).
Cuando contrastamos la situación de las mujeres rurales con sus pares urbanas se observa que entre las asalariadas existe la menor brecha (5%) a favor de las segundas, que contrasta con la mayor distancia que se observa entre las mujeres que trabajan por cuenta propia, puesto que las citadinas tienen una ventaja de 8% respecto a sus pares rurales. En este caso, las trabajadoras por cuenta propia de contextos rurales tienen niveles cercanos a los de las mujeres amas de casa urbanas en la participación en la toma de decisiones. Así mismo, se observan las mayores brechas entre las mujeres rurales y urbanas cuyos cónyuges son trabajadores por cuenta propia (12%) y las menores distancias cuando los varones trabajan como jornaleros (3%) y asalariados (5%), siempre a favor de las mujeres que viven en las ciudades.
I.2. Según características de la vida en pareja y familiar
Al revisar la diferencia entre las edades de las mujeres rurales y sus esposos, se observa que la mayor distancia entre ambos tiene un efecto negativo en el nivel de participación femenina en la toma de decisiones, en tanto que la mayor ventaja es para las mujeres que tienen la misma edad que sus cónyuges (0.301). Las mujeres rurales cuyos maridos son mayores que ellas por 11 años o más, tienen la situación más desventajosa en este índice (0.286).
De hecho, al comparar con la situación de las mujeres urbanas, se detectan los más grandes rezagos en la toma de decisiones para las mujeres rurales cuyos maridos tienen las mayores diferencias de edad con respecto a ellas. Sin embargo, llama la atención que las mujeres de ámbitos rurales con más ventajas debido a que tienen la misma edad que sus maridos, tienen un índice inferior al de las mujeres urbanas con parejas mayores que ellas por 11 años o más.
En cuanto a la edad a la primera unión de las mujeres rurales, constatamos que aquellas que se unieron entre los 20 y los 30 años tienen mayores ventajas en la toma de decisiones (0.302) que aquellas que se unieron antes de los 20 años (0.292). Sin embargo, es notorio que las mujeres que se unieron después de los 30 años presentan las mayores desventajas (0.276). Sería importante estudiar con más detalle cuáles fueron las condiciones en las que estas mujeres entraron en unión y que propician que se encuentren en situaciones de mayor rezago en la toma de decisiones. Al mismo tiempo, cuando las mujeres del campo comienzan su unión conyugal en casa de sus suegros (residencia patrivirilocal), su poder de decisión se ve claramente disminuido (0.291); en tanto que su posición mejora notablemente cuando viven en casa de sus padres (0.296) y aún más cuando logran establecer una residencia independiente con sus esposos (neolocal) (0.298).
Al analizar las diferencias respecto a las mujeres urbanas, se observa que las mujeres rurales que se unieron después de los 30 años tienen la situación más desventajosa con respecto a sus pares urbanas (12%), en tanto que llama la atención que las rurales que se unieron entre los 20 y 30 años tengan un nivel de participación inferior al que tienen sus pares urbanas con mayores desventajas, debido a que se unieron después de los 30 años. Además, las mujeres urbanas que al comienzo de la unión vivieron en casa de los suegros tienen niveles superiores de autonomía en las decisiones que las mujeres del campo que iniciaron su vida conyugal en una vivienda independiente.
Por otro lado, formar parte de hogares extensos en el caso de las mujeres rurales es desfavorable para su poder de participación en las decisiones (0.276), en contraste con el hecho de formar parte de hogares nucleares (0.298), los cuales podrían constituir espacios que favorecen una mayor democratización en la toma de decisiones entre los cónyuges. Esto podría explicar el menor rezago mostrado por las mujeres del campo que forman parte de hogares nucleares respecto de sus pares urbanas con el mismo tipo de arreglo familiar (10%). Sin embargo, incluso la población femenina citadina más rezagada en su poder de decisión y que habita con sus parientes en hogares extensos, muestra un mejor nivel de participación en la toma de decisiones que las mujeres rurales de hogares nucleares.
II. Índice de libertad de movimiento
Este índice mide la libertad que tienen las mujeres para desenvolverse fuera del ámbito doméstico, ya sea para incorporarse al mercado laboral, para socializar o para involucrarse en actividades políticas o vecinales. En la medida que las mujeres muestren mayor independencia para realizar las actividades que las alejen de las actividades reproductivas y de cuidado, los valores del índice aumentarán. Analizamos, a partir de la información del cuadro 3, las variaciones del índice de acuerdo con las características sociodemográficas de las mujeres, del cónyuge, de la vida familiar y de pareja.
II.1. Según características de las mujeres y de sus esposos
Al igual que en el índice de poder de decisión femenina, encontramos en este caso que las mujeres rurales mayores (50 años y más) son quienes muestran las mayores restricciones para movilizarse fuera del hogar (0.291). Sin embargo, es notorio que el valor más elevado de este índice (0.316) no es para las más jóvenes –como habíamos visto respecto a la toma de decisiones– sino para las adultas, con edades de 30 a 49 años. Las más jóvenes (menores de 30 años) todavía viven bajo el control de sus esposos para salir de casa y participar en la vida social y pública, puesto que registran un término medio en este índice (0.310). Es probable que esta situación se deba a que tienen hijos pequeños que limitan su movilidad fuera de casa y su participación en ámbitos de la vida social más amplia. La edad de los maridos de las mujeres rurales en estudio asume el mismo comportamiento, ya que son los hombres de 50 años y más, así como los más jóvenes (menores de 30 años), quienes todavía controlan la libertad de movimiento de sus esposas (0.295 y 0.310 respectivamente).
Al contrastar con la experiencia de las mujeres urbanas observamos que, independientemente de su edad, éstas tienen mayores niveles de libertad para trasladarse y desenvolverse fuera del ámbito doméstico que las mujeres rurales aun menos rezagadas. Se advierte, por otro lado, que los mayores rezagos de las rurales respecto a sus pares urbanas se observan entre las mujeres de 50 años y más, y entre aquellas unidas con hombres mayores (10%). En tanto que las menores brechas corresponden a las más jóvenes y a las casadas con hombres jóvenes (7 por ciento).
Del mismo modo que ocurre con el índice de poder de decisión, la libertad de movimiento de las mujeres rurales aumenta a medida que se incrementan sus niveles de escolaridad y los de sus esposos. Los mayores rezagos se detectan entre las que tienen solamente estudios de primaria y entre las unidas con hombres con el mismo grado de estudios (0.300 en ambos casos). Son precisamente estas mujeres quienes tienen las mayores brechas respecto a sus pares urbanas (7%). En cambio, las mujeres del campo con mayor avance en esta materia son aquellas unidas con varones con niveles de estudio de licenciatura (0.337) y las que tienen este mismo nivel de escolaridad (0. 350). De hecho, estas últimas no muestran ningún rezago frente a sus pares citadinas.
Por otra parte, la incorporación de las mujeres de contextos rurales al mercado de trabajo remunerado, en especial como asalariadas, aumenta sus niveles de libertad de movimiento (0.334). En contraste, las condiciones de mayor desventaja se advierten para las amas de casa (0.300). Al mismo tiempo, de acuerdo con la posición en la ocupación del esposo, las mujeres rurales casadas con asalariados muestran una mayor independencia para salir de casa (0.323). En cambio, las unidas con varones que se desempeñan como trabajadores sin pago tienen las mayores limitaciones para desenvolverse en espacios ajenos al doméstico (0.284).
Las mayores brechas en materia de libertad de movimiento de las mujeres del campo respecto a sus pares de las ciudades se observan en aquellas que son amas de casa (7%), así como las casadas con trabajadores sin pago (11%) y por cuenta propia (10%). En contraste, los menores rezagos se registran entre las mujeres rurales asalariadas (4%) y entre aquellas cuyos maridos son jornaleros (4%) o asalariados (5%).
II.2. Según características de la vida en pareja y familiar
A medida que aumenta la diferencia de edad de las mujeres rurales respecto a sus cónyuges, se incrementan también las dificultades que enfrentan para salir del ámbito doméstico con libertad. Las mayores limitaciones se observan entre aquellas cuyos maridos son mayores por más de 10 años (0.299), y son precisamente ellas quienes muestran los mayores rezagos frente a las mujeres urbanas en esta misma condición (9 por ciento).
En cambio, las mujeres rurales más aventajadas en el índice de libertad de movimiento son las que se han unido con hombres de su misma edad (0.311), teniendo un nivel de rezago respecto a sus pares urbanas de 7 por ciento.
Al examinar los valores del índice de acuerdo con la edad a la que se unieron las mujeres rurales por primera vez, notamos que haberse unido antes de los 20 años o después de los 30 años disminuye notablemente sus posibilidades de moverse libremente fuera del ámbito doméstico (0.305 y 0.306 respectivamente). De hecho, el mayor nivel de rezago de las rurales ante las urbanas se observa entre las que se unieron después de los 30 años (9%). En cambio, aquellas mujeres rurales que se unieron entre los 20 y 30 años de edad han conseguido mayores libertades para participar en actividades sociales y del ámbito público (0.313), con un rezago de 8% respecto a las urbanas.
Las mujeres rurales que al momento de la unión conformaron un hogar en la residencia de sus suegros presentan los menores niveles de libertad de movimiento (0.304), en tanto que vivir con sus padres o en un hogar independiente (neolocal) parece aportarles beneficios para poder salir de casa e involucrarse en actividades extradomésticas (0.311 y 0.310 respectivamente). A pesar de ello, estas mujeres muestran una mayor brecha respecto a las urbanas en materia de libertad de movimiento (8% en ambos casos) que las que viven con sus suegros al comienzo de su unión conyugal (7 por ciento).
Al parecer, vivir con otros parientes en hogares extensos disminuye la libertad de las mujeres rurales para salir del ámbito doméstico (0.304), mientras que conformar un hogar nuclear amplía sus libertades (0.308).
III. Índice de acceso y control de los recursos económicos
Con la información del cuadro 4 podemos apreciar las variaciones en los valores de este índice en relación con las características de las mujeres, de sus cónyuges y de la vida en pareja y familiar. Este índice considera la disposición y propiedad que las mujeres pueden tener de ciertos bienes como vivienda, ahorros, bodegas, automóviles u otros. Es importante señalar que muy probablemente la disposición de los recursos por parte de ellas esté afectada por su estrato socioeconómico y la capacidad de acumulación de bienes conforme avanzan las etapas de su ciclo familiar. En este caso, llama la atención que los valores de este índice, tanto para las mujeres urbanas como para las rurales, y considerando todas las variables sociodemográficas, sean siempre menores que los correspondientes a los dos índices anteriores que hemos analizado: la participación en la toma de decisiones y la libertad de movimiento. Este hecho es indicativo de que en esta dimensión particular de la autonomía, las mujeres mexicanas –rurales y urbanas– son sumamente vulnerables, puesto que depender económicamente de sus maridos las coloca en una situación de subordinación frente a ellos.
III.1. Según características de las mujeres y de sus esposos
Contrario a lo que acontecía con los índices anteriores, las posibilidades que las mujeres rurales tienen para acceder y controlar recursos económicos en sus hogares se incrementan conforme aumenta su edad. Por ello, son las mayores (50 años y más) quienes muestran el mayor avance en esta materia (0.104), en tanto que las más jóvenes (menores de 30 años) son las más rezagadas, al estar alejadas de la propiedad de cualquier bien económico (0.069). Esto nos obliga a considerar que probablemente las mujeres rurales en el transcurso de sus vidas van adquiriendo algunos bienes que las posicionan en una situación de menor vulnerabilidad frente al poder masculino. Y lo mismo ocurre con la edad de sus esposos, puesto que conforme aumenta su edad, también aumenta la posibilidad de que ellas dispongan de recursos económicos. Así, las mujeres con cónyuges de 50 años y más, presentan los menores rezagos (0.104), y en cambio, las casadas con varones jóvenes (de 15 a 29 años) tienen mayores dificultades para acceder a la propiedad de cualquier bien económico (0.066).
Resulta, sin embargo, paradójico observar que las jóvenes rurales (menores de 30 años) tengan una ligera ventaja respecto a sus pares urbanas en este índice (4%). Ventaja que también se registra para las mujeres rurales cuyos maridos son jóvenes (menores de 30 años). En cambio, las rurales más rezagadas respecto a las urbanas son las adultas (de 30 a 49 años) y las unidas con varones de este mismo rango de edad, puesto que el valor de sus índices son 17% menores en ambos casos.
El incremento en los niveles de escolaridad de las mujeres rurales también significa un aumento en el acceso y control que pueden tener sobre los bienes económicos. El mayor valor en este índice se observa para las que tienen niveles de licenciatura y posgrado (0.145). La escolaridad de los esposos también guarda una relación positiva con el mayor acceso que ellas pueden tener respecto a los recursos económicos; por lo cual, aquellas cuyos maridos han alcanzado un nivel universitario tienen el mayor valor en este índice (0.134). Los menores valores se registran para las mujeres con secundaria o carrera técnica (0.089) y para quienes se han unido con varones con ese mismo nivel de estudios (0.088).
Es notorio que las mujeres rurales con el menor rezago respecto a las urbanas sean aquellas cuyos maridos tienen estudios de primaria (1%), además de que las rurales con primaria registran una ligera ventaja sobre las urbanas en este índice (1%), lo cual habla de la elevada vulnerabilidad de las mujeres con niveles muy bajos de escolaridad, tanto en ámbitos urbanos como rurales.
Por el contrario, las mayores brechas se observan entre las mujeres con estudios de preparatoria, normal básica o carrera técnica, puesto que las urbanas tienen un índice 1.09 mayor que las de ámbitos rurales con el mismo nivel de escolaridad. Ocurre lo mismo cuando sus cónyuges tienen este nivel de estudios, puesto que se registra el mayor rezago de las mujeres del campo frente a sus pares urbanas (8 por ciento).
Por otra parte, las mujeres rurales que se desempeñan como amas de casa presentan las mayores desventajas en los niveles de disposición de recursos (0.086). En comparación, las que se encuentran involucradas en alguna actividad económica –por cuenta propia o asalariada– incrementan significativamente sus niveles en este índice. Particularmente las que laboran por cuenta propia detentan en mayor medida la propiedad de ciertos bienes (0.111). Y sucede lo propio cuando sus cónyuges son empleadores (0.136) o trabajadores por cuenta propia (0.100). Es notorio que cuando los esposos de las mujeres rurales son jornaleros o asalariados, ellas tengan los menores niveles en este índice (0.086 y 0.092 respectivamente).
Al comparar los valores del índice entre las mujeres rurales y las urbanas tenemos que la mayor brecha de desigualdad existe entre las que laboran como asalariadas, puesto que las mujeres citadinas tienen un índice 17% mayor que las rurales en la misma condición de actividad. Este mismo nivel de rezago se observa cuando los esposos de las mujeres rurales son empleadores. En contraposición, el menor rezago se registra entre las amas de casa, puesto que las citadinas que se desempeñan en esta actividad tienen un índice 5% mayor que las rurales. En tanto que las mujeres rurales esposas de jornaleros tienen una ventaja del 4% sobre sus pares urbanas.
III.2. Según características de la vida en pareja y familiar
En este apartado resulta un tanto sorprendente que, a medida que aumentan las diferencias de edad de las mujeres rurales respecto a sus cónyuges, los índices de participación en la disposición de recursos se incrementan. De tal suerte que los mayores rezagos se observan en las que tienen la misma edad que sus esposos (0.091), y son justamente ellas quienes muestran la mayor brecha al compararlas con sus pares urbanas (19%). En tanto que las mujeres rurales que tienen la mayor diferencia de edad con sus cónyuges (11 años y más) son quienes tienen el mayor nivel en la disposición de los recursos (0.096), y ellas muestran los menores rezagos si se les compara con la población femenina urbana (3 por ciento).
Por lo que se refiere a la edad a la unión, se observa un mayor control de los recursos económicos a medida que se retrasa la entrada en unión de las mujeres rurales. De hecho, aquellas que se unieron después de los 30 años son las que han logrado el mayor acceso y control de bienes (0.118) y muestran el menor rezago respecto a sus pares urbanas (6%). Cabe recordar que estas mujeres habían registrado los índices más bajos en materia de participación en la toma de decisiones y en la libertad de movimiento. En tanto que las mujeres rurales que se unieron antes de los 20 años tienen el mayor déficit en el control de los recursos económicos (0.090). El mayor rezago frente a las urbanas lo tienen las mujeres del campo que iniciaron su unión conyugal entre los 20 y los 30 años (19 por ciento).
En cuanto al tipo de residencia al comienzo de la unión, notamos que los menores niveles de participación en la disposición de recursos están presentes en las mujeres rurales que tuvieron que vivir en casa de sus suegros cuando se unieron (0.088); no obstante, ellas muestran los menores niveles de rezago respecto a sus pares urbanas (4%). Conforme a lo esperado, las mujeres rurales que al momento de unirse con sus esposos establecieron una residencia neolocal son quienes tienen el mayor valor en este índice (0.101), sin embargo, guardan el mayor rezago frente a las urbanas (16 por ciento).
Finalmente, llama la atención que las mujeres rurales que forman parte de hogares extensos se encuentren mejor posicionadas, con una mayor disposición de recursos (0.096) que las que conforman hogares nucleares (0.091), al tiempo que guardan la menor distancia respecto a sus pares urbanas (6%). Esto puede deberse a que estas mujeres y sus familias se encuentran en una fase avanzada de su ciclo vital y por ello cuenten con más recursos económicos que controlar. En cambio, es posible que en las familias nucleares haya escasez de recursos materiales y económicos.
Consideraciones finales
El nuevo modelo económico productivo, promovido desde la década de los ochenta, propició medidas de ajuste estructural que implicaron la descentralización de partes importantes de los procesos productivos hacia las pequeñas ciudades e incluso hacia zonas rurales. Los rasgos más notorios de esta desventajosa inserción del agro mexicano en el mercado global se expresaron en la intensificación de los procesos migratorios (internos e internacionales), la desarticulación de las actividades agropecuarias y, con ello, la ruina de la economía campesina. Estos elementos se encuentran detrás de los procesos de desagrarización y feminización del campo, así como de la profundización de la desigualdad social y la pobreza entre la población rural (Espinosa, 2014; Carton de Grammont, 2016).
Este intenso proceso de transformación estructural del campo mexicano experimentado durante las últimas décadas ha contribuido a modificar el papel desempeñado por las mujeres en los pueblos y en las familias campesinas. Ellas se han transformado en nuevos sujetos sociales que están siendo reclutadas como mano de obra remunerada en las nuevas y diversas estructuras ocupacionales locales, además se hacen cargo de la parcela familiar, y también están administrando las remesas en ausencia de sus maridos. Así mismo, tienen la posibilidad de migrar y aportar remesas, o de maquilar toda clase de productos en sus domicilios, también trabajan de manera asalariada en la agroindustria, en las microempresas o en las maquiladoras, al tiempo que pueden ser receptoras de los programas contra la pobreza extrema. Todo ello sin dejar de ser las principales responsables del trabajo doméstico y del cuidado de los niños y ancianos que quedan en los pueblos (Espinosa, 2014; González, 2014; Carton de Grammont, 2016).
Las mujeres rurales, sobre todo de generaciones más jóvenes, han salido paulatinamente del control de la estructura patriarcal, aunque con retraso frente a los cambios observados en las ciudades, para adquirir nuevos roles en sus familias y en sus comunidades. El nuevo estatus que adquieren como trabajadoras asalariadas, migrantes, administradoras de remesas, receptoras de subsidios gubernamentales, microempresarias, propietarias de un pedazo de tierra e incluso jefas de familia, les abre la posibilidad de tomar decisiones sobre su vida, su familia y también en sus comunidades. Sin embargo, es preciso señalar que esta feminización del empleo rural y de su diversificación se hace a costa del incremento del trabajo de las mujeres, que les implica dobles o triples jornadas: la doméstica familiar para cumplir con las responsabilidades del hogar, la agrícola o asalariada y la social comunitaria (Arias, 2013; Espinosa, 2014; González, 2014; Carton de Grammont, 2016).
A pesar de estos avances en la situación de las mujeres rurales en términos de su inserción laboral, disminución de su fecundidad y aumento de su nivel de escolaridad, nuestros resultados permiten constatar que, independientemente de la dimensión de la autonomía femenina analizada y de las características sociodemográficas consideradas, las mujeres urbanas continúan estando mejor posicionadas que sus pares rurales. Sin embargo, es importante observar los avances relativos de las rurales en cada una de las tres dimensiones estudiadas. Notamos un mejor posicionamiento de ellas en cuanto a la libertad de movimiento, aunque todavía tienen un rezago del 10% respecto a las urbanas. Existe también un avance intermedio en su participación en la toma de decisiones en sus hogares, aunque con cierto rezago al compararlas con sus pares citadinas.
En cambio, detectamos un déficit muy grande entre las mujeres rurales en cuanto al acceso y control de los recursos económicos, cuestión en la que registran el mayor rezago frente a las urbanas. Muy probablemente ello se deba a que las mujeres del campo estudiadas, y que se encuentran en unión, tienen una menor participación en actividades remuneradas que les pudieran permitir adquirir algunos bienes o recursos económicos. Sin embargo, llama la atención que en esta dimensión ambas poblaciones femeninas (rural y urbana) muestran muy bajos niveles, lo cual resulta preocupante porque es evidencia del nivel de dependencia económica que todas ellas tienen respecto a sus cónyuges, lo que implica una importante pérdida en su nivel de autonomía.
Por otro lado, consideramos que los significativos cambios sociales, económicos y educativos registrados en el mundo rural, que a su vez han comenzado a afectar la vida de las familias y de las generaciones más jóvenes, pueden estar detrás de los logros que las mujeres han conseguido en su autonomía e independencia. En particular, los mayores avances en términos de mayor poder de decisión y de libertad de movimiento los encontramos entre las mujeres del campo más jóvenes (menores de 50 años), que han incrementado su nivel de escolaridad más allá de la secundaria o carrera técnica, que dejaron la vida doméstica para incorporarse al trabajo remunerado –principalmente asalariado–, y cuyos esposos son también menores de 50 años, escolarizados y con un empleo asalariado.
Además de ello, las mujeres rurales que han ganado espacios en la toma de decisiones en sus hogares y mayores libertades para salir del espacio doméstico son las que se han unido con varones de su misma edad, que se unieron entre los 20 y los 30 años, en una residencia neolocal o en casa de sus propios padres y que forman parte de hogares nucleares. Todos estos factores parecen estar actuando en una disminución de los niveles de rezago en la autonomía de las mujeres rurales frente a sus pares urbanas.
Las mujeres de contextos rurales que pertenecen a las generaciones mayores (50 años o más), unidas con varones de ese mismo grupo de edad, ambos con escolaridad primaria, que son amas de casa y con las mayores diferencias de edad respecto a sus cónyuges, que se unieron antes de los 20 años o después de los 30 años, que al comienzo de la unión se fueron a vivir a casa de sus suegros y forman parte de hogares extensos, encuentran muchos impedimentos para participar en mayor medida en las decisiones que repercuten en su vida cotidiana y la de sus hogares, así como para salir de casa libremente. Todos estos serían elementos que ampliarían sus niveles de rezago frente a las mujeres que viven en las ciudades.
Los niveles más altos en la disposición de recursos económicos están presentes en mayor medida en las mujeres rurales de 50 años o más, que tienen estudios de preparatoria o universitarios, que trabajan por cuenta propia, que están unidas con hombres con estas mismas características, que se unieron después de los 30 años con varones con quienes tienen las mayores diferencias de edad (11 años y más), en una residencia independiente (neolocal) y que forman parte de hogares extensos. Estas características sociodemográficas permitirían disminuir las brechas respecto a los niveles de autonomía de las mujeres urbanas.
Por el contrario, las jóvenes (menores de 30 años), con bajos niveles de escolaridad, que solamente se dedican a las labores del hogar, cuyos esposos son jóvenes, con bajos niveles de escolaridad, que trabajan como jornaleros o asalariados, y que se unieron antes de los 20 años yéndose a vivir a casa de sus suegros, tienen los menores niveles en la disposición de recursos.
Es notorio que las mujeres del campo más jóvenes (menores de 30 años) que han conseguido una mayor participación en las decisiones familiares, al mismo tiempo tengan las mayores dificultades para salir de su casa sin tener que pedir permiso al marido, así como los peores niveles en el índice de acceso y control de recursos económicos. Consideramos que ambas cuestiones las ubican en una posición de mucha vulnerabilidad y desventaja frente a sus esposos.
Por otro lado, cuando la población femenina de contextos rurales se une antes de los 20 años, se va a vivir con sus suegros y forma parte de hogares extensos, queda en una situación de mucha subordinación y sometimiento frente a sus cónyuges en términos de la toma de decisiones en el hogar y para salir del ámbito doméstico sin tener que pedir permiso. Otro caso que llama la atención es el de las mujeres rurales que se unieron después de los 30 años, porque muestran la peor situación en materia de poder de decisión y de libertad de movimiento; sin embargo, tienen las mayores ventajas en lo que a acceso y control de los recursos económicos se refiere.