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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.28 no.78 Ciudad de México ene./abr. 2013

 

Artículos

 

Representaciones y significados en la relación espacio-sociedad: una reflexión teórica

 

Representations and Meanings in the Space-Society Relationship: a Theoretical Reflection

 

Edith Elvira Kuri Pineda 1

 

1 Doctora en sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Estancia posdoctoral en el Centro de Investigación en Geografía y Geomática Ing. Jorge L. Tamayo (Centro Geo). Correo electrónico: kurichi1@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 07/03/13
Fecha de aceptación: 04/04/13

 

Resumen

El espacio, junto con el tiempo, constituye un elemento fundamental en la articulación de la sociedad. Empero, por varios años dicho componente fue obviado. El presente trabajo pretende ser una problematización teórica sobre el espacio a partir de la revisión de diversos preceptos provenientes del pensamiento sociológico clásico y del contemporáneo, así como de la geografía humana, buscando de ese modo resaltar la relación indisociable y recursiva entre espacio y sociedad.

Palabras clave: espacio físico, espacio social, poder, lugar, subjetividad, identidad colectiva.

 

Abstract

Space and time are fundamental elements in the articulation of society. However, for several years, space has been forgotten. This article attempts a theoretical problematization of space, starting with a review of diverse precepts that emerge from classical and contemporary sociological thought, as well as human geography. It seeks to underline the inseparable, recurring relationship between space and society.

Key words: physical space, social space, power, place, subjectivity, collective identity.

 

Desde hace varios años, el espacio se ha convertido en objeto de disquisiciones teóricas desde diversos campos disciplinarios de lo social, como lo son la sociología, la antropología y, por supuesto, la geografía humana. Las siguientes líneas tienen como objetivo central realizar una problematización teórica a partir de algunos preceptos facturados por representantes del pensamiento sociológico, tanto del clásico como del contemporáneo -entre ellos, Ferdinand Tönnies, Georg Simmel, Robert Park, Louis Wirth y Pierre Bourdieu- así como recoger algunas precisiones de gran pertinencia heurística como las realizadas por el antropólogo Marc Augé, además de retomar la mirada subjetiva alrededor del espacio gracias a las aportaciones del geógrafo Yi Fu Tuan. De esta forma, el presente texto está estructurado en tres grandes apartados: en el primero se verá cómo, pese a que el fenómeno espacial fue tratado de modo tangencial por el pensamiento sociológico clásico, autores de la envergadura de Georg Simmel llevaron a cabo un conjunto de planteamientos que constituyen una definición sociológica sobre el espacio, mismos que fueron el punto de partida para la propia reflexión hecha por algunos fundadores de la Escuela de Chicago. En la segunda parte, se plantea cómo el espacio desempeña un papel vital en los mecanismos de diferenciación social y en la dinámica misma del poder, para lo cual se retomará a Pierre Bourdieu y a la geógrafa Doreen Massey. En el tercer apartado se analizará cómo la espacialidad mantiene un vínculo inquebrantable con los sujetos sociales; de aquí que varios autores hayan optado por distinguir entre espacio y lugar. Finalmente, cerraremos estas notas reflexivas señalando cómo lo espacial es un componente medular en las prácticas sociales de diversa índole, en los procesos de construcción identitaria y en la configuración de las subjetividades.

 

Des-naturalizando al espacio: Tönnies, Simmel, Park y Wirth

Sin duda alguna, el espacio constituye un fenómeno que reviste una importancia fundamental para comprender cómo -junto con el tiempo- se vertebra la vida social. En otros términos, una mirada que pretenda dilucidar cómo los mundos sociales se articulan a lo largo de la historia debe considerar la díada inseparable entre espacio y tiempo. Así, la coordenada espacio-temporal juega un papel insoslayable en la forma en que es construida socialmente la realidad. Pese a esta enorme relevancia, por muchos años gran parte del pensamiento sociológico obvió el ingrediente espacial en su trabajo interpretativo sobre la edificación y reproducción de las sociedades. En contraste, el tiempo sí fue concebido como una dimensión trascendental para explicar las configuraciones societales y las mutaciones vividas. Esta preeminencia de lo temporal por encima de lo espacial tal vez tenga como plausible explicación el peso de la modernidad en el encuadre heurístico de los pensadores sociales. Bajo este argumento el cambio, el progreso y una concepción socialmente erigida en torno a una temporalidad lineal ensombrecieron la posibilidad de llevar a cabo una reflexión sólida sobre el espacio, su maridaje con el tiempo, y la importancia crucial de dicho vínculo en la estructuración del mundo social, tal como lo hemos señalado. Por suerte, este soterramiento de lo espacial ha cambiado en los últimos años, hecho que indudablemente ha significado un periplo no sólo teórico, sino también epistemológico, enriqueciéndose así nuestra comprensión y surgiendo nuevas interrogantes y campos a explorar. El desafío, por ende, ha tenido una doble cara: 1) por un lado, impulsa a pensar cómo realizar una teoría social y política donde esté plenamente incorporado el factor espacial; y 2) por otra parte, resulta fundamental dilucidar analíticamente el peso de lo social en los fenómenos espaciales.

El problema espacial como objeto de discusión en el campo de las ciencias sociales remite a pensar las diversas dimensiones que lo conforman: desde su evidente materialidad, pasando por los planos histórico, cultural y político, hasta llegar a la no tan obvia, pero insoslayable, dimensión simbólica. Esta complejidad empírica exige aproximarse al análisis del espacio desde la interdisciplinariedad, obligando al científico social a depurar sus conceptos y métodos de estudio. Como se verá más adelante, en parte la preocupación en este trabajo es acercarse a la subjetividad y a la experiencia espacial, veta analítica que en ocasiones ha sido despreciada.

Un elemento recurrente en diversas conceptualizaciones del espacio se relaciona con la manera en que éste se ha concebido como algo dado, "natural", como contenedor o receptáculo de objetos, personas o acontecimientos y, en algunos casos, como mero escenario del quehacer humano. Así pues, el espacio aparece bajo esta mirada como algo dado por sentado y no como un proceso resultado de las relaciones sociales que, a la vez, las configura. En consecuencia, y tal como será reiterado a lo largo de estas líneas, entre espacio y sociedad no sólo existe un vínculo irrompible, sino una relación de orden recursivo, de mutua influencia.

Como se sabe, la sociología nació y se institucionalizó como ciencia bajo la impronta de la modernidad y sus enormes transformaciones históricas, filosóficas, sociales, políticas, culturales y económicas, mutaciones que incidieron notablemente en las estructuras, prácticas y relaciones sociales así como en la construcción de las subjetividades y en la misma dinámica espacial. Si bien, como hemos señalado, los fundadores de esta disciplina social no abordaron de forma directa el espacio como objeto de discusión teórica, sí detectaron y analizaron de modo pertinente y brillante las contradicciones, conflictos, contrastes y paradojas existentes en la relación tradición-modernidad. Es así como Émile Durkheim creó los conceptos de solidaridad mecánica y solidaridad orgánica para hacer referencia no sólo a dos formas de organización social sino, de manera más puntual, al tránsito de una sociedad tradicional a una moderna. La primera se refiere a aquellas estructuras sociales simples, con una limitada densidad territorial y poblacional, donde los medios de transporte son escasos y poco desarrollados, donde la cercanía física incide en la proximidad social y afectiva, y en donde la división social del trabajo es poco desarrollada. En contraste, la solidaridad orgánica se fundamenta en estructuras sociales complejas, con un notable crecimiento demográfico y territorial en las ciudades, donde la interdependencia entre los individuos es grande como fruto de una mayor división social del trabajo, y en donde los medios de comunicación y transporte son también más importantes y eficaces (Durkheim, 1990).

De modo semejante, Ferdinand Tönnies encontró cómo la forma societal comunitaria, tradicional, se corporeizaba en modos espaciales determinados: la casa y la aldea (Tönnies, 1979). Las relaciones sociales de parentesco hallan en la casa su morada y son desplegadas a partir de la proximidad física. En otros términos, la cercanía física se vincula con la cercanía emocional y con la social. La vida comunitaria, según Tönnies, supone lazos sociales sustentados en la co-presencia, en el hecho de compartir un mismo territorio, una historia en común. A diferencia de estos rasgos, la vida en sociedad está estructurada en una racionalidad fundamentada en la ganancia y en el mercado, en donde las relaciones sociales son distantes e impersonales, o sea, en donde prevalece la distancia física y social. La configuración espacial propia de la sociedad, sostenía Tönnies, era la ciudad. Como se puede colegir, en la conceptualización de este sociólogo alemán el espacio social va de la mano con el espacio físico.

La facturación conceptual de Durkheim y Tönnies -así como la de Max Weber cuando habla sobre acción tradicional-acción racional- están enmarcadas, como lo hemos dicho, dentro de la modernidad. Al igual que estos autores, Georg Simmel elaboró un cuerpo teórico de notable trascendencia para las teorías sociológicas clásica y contemporánea, ubicado también en la preocupación, en el interés, por dilucidar qué es la modernidad. A diferencia de los pensadores citados, Simmel sí exploró y abordó de modo directo al espacio como objeto de reflexión filosófica y sociológica. En el trabajo titulado El espacio y la sociedad (Simmel, 1986a) asevera cómo el espacio por sí mismo no tiene una resonancia sociológica, pues "no produce efecto alguno":

No son las formas de la proximidad o la distancia espaciales las que producen los fenómenos de la vecindad o la extranjería, por evidente que esto parezca. Estos hechos son producidos exclusivamente por factores espirituales, y si se verifican dentro de una forma espacial, ello no tiene en principio más relación con el espacio que la que una batalla o una conversación telefónica pueda tener con él, a pesar de que estos acontecimientos no pueden efectuarse sino dentro de determinadas condiciones espaciales. Lo que tiene importancia social no es el espacio, sino el eslabonamiento y conexión de las partes del espacio, producidos por factores espirituales (Simmel, 1986a: 644).

Así Simmel, al hablar de los "factores espirituales" que moldean al espacio está resaltando cómo son las relaciones humanas -la actividad del alma, según sus propias palabras- las que le otorgan a lo espacial una importancia de orden social. De forma palmaria, este sociólogo menciona cómo en el momento en que dos individuos interactúan el espacio que existe entre ambos aparece lleno y animado. Con esta aseveración, Simmel alude a un punto que resulta medular para la problematización que se está realizando en estas páginas: la experiencia humana es por antonomasia una experiencia espacial.

Simmel erige una noción sociológica del espacio a partir de cinco rasgos fundamentales:

1. Exclusividad. Dos cuerpos no pueden ocupar simultáneamente un mismo espacio, un mismo lugar. Un ejemplo claro, sociológicamente hablando, es el Estado-nación; como se sabe, sólo uno puede existir en un territorio determinado. Sin embargo, sostiene Simmel, puede ocurrir que en un mismo encuadre espacial puedan cohabitar dos o más instituciones de diversa índole.

2. División. Para su aprovechamiento funcional, el espacio es dividido, delimitado. En este punto, Simmel (1986a, 652) señala que "el límite no es un hecho espacial con efectos sociológicos, sino un hecho sociológico con una forma espacial". La afirmación de Simmel posibilita colegir cómo los fenómenos espaciales son ante todo construcciones sociales, por un lado, y cómo en segundo término las configuraciones sociales se especializan. En pocas palabras, el planteamiento simmeliano constituye una mirada que desnaturaliza al espacio.

3. Fijación. Para Simmel, el hecho que los grupos humanos estén o no asentados en un territorio fijo influye en su forma de organización social -las diferencias que pueden existir entre pueblos sedentarios o nómadas. No obstante, este autor no incurre en lecturas deterministas al aclarar que la circunstancia de que un pueblo sea sedentario no significa automáticamente que goce de una mayor estabilidad. Asimismo, Simmel desarrolla la idea de cómo el espacio cuenta con una mayor fuerza asociativa que el tiempo para recordar acontecimientos que se dieron en una sede específica. Por ende, continúa, en aquellos sucesos con un gran valor emocional, simbólico, los individuos suelen relacionarlos con los lugares en cuestión gracias a que el espacio tiene un mayor peso sensorial. En esta aseveración es posible advertir un ingrediente que desde hace varios años diversos autores han señalado: el vínculo íntimo que existe entre espacio y memoria. Otra puntualización digna de enmarcar es "la individualización del lugar". Con ello Simmel ejemplifica cómo durante la Edad Media la costumbre de identificar a los hogares con un nombre, y no numerándolos, obedecía a una racionalidad cualitativa en donde se pretendía distinguir la especificidad de las moradas. Con el paso del tiempo, y sobre todo a partir de la eclosión de una racionalidad moderna, dicha costumbre fue remplazada por otra en la cual lo relevante era identificar con mayor facilidad a las casas gracias al uso de numeraciones. De esta manera emergió una lógica cuantitativa, impersonal y abstracta que hizo posible una mayor precisión, rapidez y eficacia. El ejemplo histórico presentado por Simmel da cuenta de cómo la modernidad ha supuesto otra forma de organizar socialmente al espacio, otra manera de vivirlo, de concebirlo, de nombrarlo, de habitarlo. En resumen: al señalar que la fijación es una característica definitoria del espacio, Simmel establece el modo en que éste funge como soporte y anclaje de las relaciones sociales y de la memoria, situación que hace posible que los individuos cuenten con un sentimiento de seguridad, de certeza, aun en condiciones de movilidad y de desplazamiento.

4. Proximidad o distancia. Al respecto este autor sostiene que si bien el espacio no determina automáticamente si una relación humana será de enemistad o de amistad, sí puede fungir como un factor condicionante, influyente. Así pues, un cambio en la escala puede desembocar en una modificación en las relaciones sociales.

5. Movilidad. En este punto, Simmel afirma cómo las sociedades modernas se caracterizan por la posibilidad de que los individuos puedan desplazarse, movilizarse, de un lugar a otro. Además, señala un elemento que cuenta con una gran pertinencia analítica: la proximidad espacial no significa necesariamente cercanía social.

En el ensayo intitulado "Las grandes urbes y la vida del espíritu" Simmel reflexiona sobre la forma en que la modernidad se ha cristalizado en las grandes ciudades y cómo éstas, a su vez, juegan un papel relevante en la conformación de la subjetividad, planteamiento que será retomado en páginas más adelante (Simmel, 1986b). A diferencia de la vida rural y de la existente en las pequeñas urbes, donde la tranquilidad, las costumbres y la sensibilidad son rasgos predominantes, en las grandes urbes es la razón, "el carácter intelectualista", el sello fundamental de la vida anímica urbana. Esta preeminencia de la razón por encima de las emociones y de las manifestaciones sensoriales está estrechamente ligada con el desarrollo de la economía monetaria, de modo tal que, puntualiza Simmel, no es posible saber cuál de estos dos componentes fue el factor condicionante. La vida intelectualista y la economía monetaria encuentran en las grandes ciudades un espacio de materialización. En otros términos, las grandes urbes son el lugar por antonomasia de la modernidad, de la economía monetaria y de una racionalidad cuantitativa sustentada en el cálculo, la previsión.

Un ingrediente que define, que marca, a las grandes ciudades, son las relaciones sociales impersonales, la reserva frente al otro, en donde la distancia social y anímica constituye un mecanismo que posibilita, paradójicamente, que el mundo social exista. De manera pormenorizada sostiene Simmel:

Sí, si no me equivoco, la cara interior de esta reserva externa no es sólo la indiferencia, sino con más frecuencia de la que somos conscientes una silenciosa aversión, una extranjería y repulsión mutua, que en el mismo instante de un contacto más cercano provocado de algún modo redundaría inmediatamente en odio y lucha [...]. De la gran ciudad nos protege la antipatía, el estadío latente y previo del antagonismo práctico. La antipatía provoca las distancias y desviaciones sin las que no podría ser llevado a cabo este tipo de vida: su medida y sus mezclas; el ritmo de su surgir y desaparecer; las formas en las que es satisfecha. Todo esto forma, junto con los motivos unificadores en sentido estricto, el todo inseparable de la configuración vital urbana: lo que en ésta aparece inmediatamente como disociación es en realidad, de este modo, sólo una de sus más elementales formas de socialización (Simmel, 1986a: 253 y 254).

Este carácter impersonal intrínseco a la dinámica social de los grandes conglomerados urbanos está íntimamente relacionado con la economía monetaria. Se trata, pues, de un conjunto de relaciones sociales mediadas por el dinero, dice Simmel. De este modo, este clásico del pensamiento social logró identificar y deconstruir analíticamente el nexo existente entre modernidad, espacio y formas de relacionalidad social. Algunos de los planteamientos sociológicos elaborados por Simmel acerca de la individualidad y la subjetividad en las urbes modernas serán retomados en apartados siguientes, además de que se incorporarán otras aserciones de gran valor interpretativo.

Las aportaciones teóricas de Georg Simmel se configuraron como una parte esencial de los cimientos para la eclosión de la denominada Escuela de Chicago,2 la cual constituye una veta en la que convergen diferentes pensadores cuya trascendencia dentro de la sociología y la geografía urbanas es insoslayable. Al igual que Simmel, la Escuela de Chicago se centró en explorar teórica y empíricamente una forma de organización social y espacial: la ciudad. Para uno de sus más conspicuos representantes, Robert Park, las urbes modernas son, ante todo, una forma de sociabilidad:

La ciudad es algo más que una aglomeración de individuos y de servicios colectivos: calles, edificios, alumbrado eléctrico, tranvías, teléfonos, etcétera; también es algo más que una simple constelación de instituciones y de aparatos administrativos: tribunales, hospitales, escuelas, comisarías y funcionarios civiles de todo tipo. La ciudad es sobre todo un estado de ánimo, un conjunto de costumbres y tradiciones, de actitudes organizadas y de sentimientos inherentes a estas costumbres, que se transmiten mediante dicha tradición. En otras palabras, la ciudad no es simplemente un mecanismo físico y una construcción artificial: está implicada en los procesos vitales de la gente que la forman; es un producto de la naturaleza y en particular de la naturaleza humana (Park; 1999: 49).

Objeto de estudio de la ecología humana3 la ciudad, dice Park, es un artificio en donde existe un orden material y uno simbólico; es un constructo cultural en donde sus respectivos planos -el físico y el moral- sostienen una relación indisociable y recursiva. Un elemento destacado por Park -y por otro distinguido integrante de la Escuela de Chicago, Louis Wirth-se refiere a cómo las urbes tienen un rasgo civilizatorio en donde la libertad y a la vez el constreñimiento hacen posible la vida en sociedad. Así, enfatizaba Wirth, nunca la humanidad había estado tan alejada de la naturaleza como en dicho espacio; la ciudad es la morada y el taller del hombre moderno, así como el corazón del control de la vida económica, política y cultural (Wirth, 2005). Para Park, es en la ciudad donde los individuos pueden desarrollar de manera libre sus talentos y habilidades. Esta afirmación puede ser relacionada con el hecho de que para él las urbes son el epicentro de una mayor división social del trabajo, del desarrollo de la industria y del comercio. Esta extendida división social del trabajo, junto con el ánimo libertario existente en estos espacios, han implicado el surgimiento de profesiones que les son exclusivas, inherentes, tales como el oficio de taxista, de policía, de vigilante nocturno, etcétera. Es decir, esta construcción social y espacial denominada urbe moderna ha generado diversos sujetos sociales con sus respectivas prácticas socioespaciales y perfiles identitarios. Otra característica inmanente del mundo urbano es la aparición, el despliegue, de aquellos rasgos propios de la condición humana que usualmente permanecen soterrados, oscurecidos, en las pequeñas comunidades. Así pues, la libertad inherente al ámbito citadino lo convierte en un gran laboratorio social donde puede analizarse la naturaleza humana en sus diversas manifestaciones.

Siguiendo las coordenadas heurísticas de Georg Simmel, Louis Wirth (2005) explora aquello que es constitutivo de la espacialidad urbana a partir del concepto de urbanismo, al cual define a partir de tres componentes:

1) Tamaño de la población. Wirth señala que el incremento demográfico afecta las relaciones sociales así como al carácter mismo de la ciudad. Entre mayor sea el número de individuos mayor será la diferenciación social, y con ello el surgimiento de procesos de segregación constituidos a partir de elementos étnicos, estatus socioeconómico, gustos, preferencias, intereses, etcétera. Asimismo, el aumento del tamaño de la población implica la dificultad para el conocimiento de los sujetos y, en consecuencia, supone el predominio de relaciones sociales impersonales, distantes, en las cuales pese a que puedan existir interacciones cara a cara, éstas son superficiales, segmentadas, en función de que sólo es posible conocer una faceta de la personalidad de los individuos. Este carácter efímero de las relaciones humanas también está sellado por la racionalidad instrumental, esto es, por el papel que cada quien representa u ofrece. Así, sostiene Wirth, si bien el urbanita goza de un margen de autonomía personal jamás pensado en espacios pequeños, el nivel de fragilidad de los lazos sociales desemboca en muchos casos en una situación de vacío social o de anomia, como afirmaba Durkheim.

2) Densidad. Este ingrediente definitorio del urbanismo remite a cómo este último gesta una mayor complejidad social y, particularmente, al hecho de que las personas en las grandes urbes estén expuestas permanentemente a un crisol de estímulos sensoriales y a contrastes notables -suntuosidad y pobreza; orden y caos. La densidad implica también la disputa constante por el espacio.

3) Heterogeneidad. En las ciudades, la estructura de estratificación social existente en el mundo tradicional es una coartada para gestar nuevos dispositivos y jerarquías sociales mucho más complejos. Lo prevaleciente en la espacialidad urbana es la heterogeneidad, en donde los sujetos se agrupan a partir de intereses o afinidades en común. Wirth menciona cómo el cosmopolitismo es un rasgo distintivo de las urbes, así como las dinámicas de individualización en las cuales simultáneamente se dan procesos de estandarización; por ejemplo, en el terreno económico las personas son etiquetadas a partir de su rol de consumidores. Un punto más aportado por este autor, que revela su agudeza sociológica, es haber identificado cómo el nacimiento y desarrollo de las grandes ciudades modernas va de la mano con la construcción de una cultura de masas.

Como puede observarse, Wirth entiende al urbanismo como un modo de vida, como una forma de asociación humana. Distanciándose de una mirada estrictamente cuantitativa, este sociólogo traza un concepto de espacio urbano en el cual de manera palmaria están presentes las coordenadas socioculturales. Al igual que Park y que Simmel, Wirth tiene como referente para comprender al espacio a la modernidad. En pocas palabras, para estos pensadores la modernidad como ethos se espacializa en las grandes urbes.

 

Espacio, poder y diferenciación social: Pierre Bourdieu

El espacio como constructo social e histórico ha sido también explorado por el pensamiento sociológico contemporáneo; tal es el caso de Pierre Bourdieu, quien desarrolla una concepción sobre el espacio donde las oposiciones entre los grupos sociales, la dinámica de la dominación y la estratificación se espacializan. La enorme valía interpretativa de los postulados de este sociólogo permite inferir cómo el espacio se distingue por su heterogeneidad, rasgo que será retomado más adelante a partir de los planteamientos de Doreen Massey.

Para Bourdieu, hablar del fenómeno espacial remite a pensarlo en dos dimensiones: el plano físico y el plano social. Entre ambos niveles existe un vínculo inquebrantable e íntimo en donde la dimensión material es una cristalización de lo que sucede en el ámbito social, simbólico. Así como los individuos y las cosas ocupan un lugar físicamente, en el terreno social los agentes también lo hacen de modo tal que, detalla Bourdieu, cuentan con una posición determinada y existe una distancia entre ellos. El elemento digno de resaltar yace en cómo el posicionamiento espacial suele ser un reflejo del posicionamiento social. Haciendo un breve paréntesis, es importante mencionar que ya Robert Park señalaba cómo la dinámica social solía cobrar una manifestación espacial:

El hecho es que el cambio de ocupación, el logro personal o el fracaso -en definitiva, los cambios de posición social o económica- tienden a traducirse en cambios de localización. A largo plazo, la organización física o ecológica de una comunidad responde y es una réplica de la organización de los empleos y de la organización cultural. La selección social y la segregación que crean los grupos naturales determinan así, al mismo tiempo, las áreas naturales de la ciudad (Park, 1999: 93).

Así, la movilidad social, la distancia y la posición deben ser leídas no sólo bajo una racionalidad estrictamente espacial, sino también en clave sociológica.4 De modo semejante a Park, Pierre Bourdieu ejemplifica cómo un homeless, una persona sin hogar, es en realidad la encarnación de un marginado, de alguien que carece de un lugar en el mundo social. Esta imbricación entre espacio físico y espacio social conduce a Bourdieu a mencionar cómo la oposición es el ingrediente definitorio de ambos:

La estructura del espacio se manifiesta, en los contextos más diversos, en la forma de oposiciones espaciales, en las que el espacio habitado (o apropiado) funciona como una especie de simbolización espontánea del espacio social. En una sociedad jerárquica no existe espacio que no esté jerarquizado y no exprese las jerarquías y las distancias sociales, de un modo más o menos deformado y, sobre todo, enmascarado por el efecto de naturalización que entraña la inscripción duradera de las realidades sociales en el mundo natural: así, determinadas diferencias producidas por la lógica histórica pueden parecer surgidas de la naturaleza de las cosas (basta con pensar en la idea de "frontera nacional"). Es lo que ocurre, por ejemplo, con todas las proyecciones espaciales de la diferencia social entre los sexos (en la iglesia, la escuela, los lugares públicos y hasta en la casa (Bourdieu, 1999: 120).

Esta concepción dual que elabora Bourdieu sobre el espacio está también plasmada en el análisis que efectúa sobre la casa "kabila", la cual es un reflejo espacializado de una visión históricamente facturada sobre el mundo social y la naturaleza. En este tenor, sostiene Bourdieu, la casa es en sí la encarnación de la esfera femenina -y como tal del universo doméstico, privado-, en contraposición con el ámbito masculino, que pertenece al terreno público. Mientras que el espacio femenino está relacionado con la oscuridad, la humedad, la fecundidad y con todo lo concerniente a los procesos vitales, tales como el sueño y la reproducción, el masculino está vinculado con la luminosidad y con ciertas prácticas productivas, como tejer. La ubicación de los objetos domésticos al interior de la casa "kabila" no es casual sino que obedece, justamente, a una racionalidad social e históricamente erigida que, como hemos señalado, se encarna en el espacio. Toda la configuración espacial existente dentro de la casa "kabila" es acompañada por un conjunto de prácticas socioespaciales, de rituales, encaminados no solamente a garantizar la reproducción de un orden social sino todo un orden cósmico (Bourdieu, 2007).

Sin embargo, la traducción del espacio social en el espacio físico no es algo evidente o visible, sino que por el contrario cuenta con un carácter turbio. Esta opacidad es subrayada por Bourdieu al referirse a la manera en que el espacio naturaliza las diversas modalidades de dominación y poder; es por tal razón que este sociólogo habla del espacio social reificado, del espacio social objetivado. Bajo este argumento, las oposiciones o contradicciones gestadas en los universos social y político son reproducidas en parte gracias a los dispositivos espaciales que fungen como mecanismos que transfiguran lo arbitrario del poder en algo aparentemente natural.

La relación entre espacio y poder constituye una veta de exploración teórica y empírica insoslayable para el investigador social que pretenda dilucidar cómo la variable espacio-temporal desempeña un papel destacado en estos procesos. Se trata a fin de cuentas de analizar cómo el poder necesita del componente espacial para producirse, reproducirse y legitimarse. Ya Georg Simmel, al referirse a la fijación como un elemento definitorio del espacio, mencionaba cómo las grandes instituciones sociales y políticas precisan de una ubicación en el espacio como una forma de materializar y de dar certezas en las relaciones de dominación-subordinación. El jefe, acotaba este teórico alemán, necesita poseer un domicilio fijo para, por un lado, tener a la mano a sus subalternos, al mismo tiempo que, por otra parte, éstos siempre sepan dónde pueden encontrar a su señor (Simmel, 1986a). La enorme relevancia del espacio como elemento de cohesión social y política la apunta Simmel al analizar a la Iglesia Católica, la cual simboliza, por un lado, la fusión de una institución que precisa de la localización para su funcionamiento político, social y espiritual y, por otro, representa una instancia cuyo poder es supralocal. Siguiendo el razonamiento de Simmel, es posible ejemplificar cómo las mismas prácticas religiosas necesitan del ingrediente espacial no sólo para darles certeza y estabilidad a sus feligreses -en términos del lugar en dónde se llevan a cabo las congregaciones y rituales- sino también en relación con la propia orientación espacial y subjetiva, tal como lo muestra la realización de las consuetudinarias oraciones efectuadas por los musulmanes quienes, sin importar el lugar del mundo en donde se hallen, dirigen sus plegarias hacia La Meca.

Como muchas otras prácticas sociales, el poder precisa no sólo de estabilidad sino también de componentes que evoquen en los individuos la idea de la permanencia. El espacio es un elemento que a partir de su fijeza, de su anclaje, posibilita tal imagen. Es así como las instituciones políticas y religiosas recurren a la edificación de monumentos de diversa índole, como altares, palacios, templos, sepulcros, estatuas, con la finalidad de enmarcar, singularizar y dar trascendencia histórica, socio-política y espiritual a figuras, personajes y acontecimientos, buscando de esa manera romper o frenar con el arrasamiento de la contingencia temporal. En otros términos, el poder -no importando de qué tipo sea- utiliza al espacio como una manera de corporeizarse, de simbolizarse, de hacerse tangible, así como una forma de otorgarle un aura de duración a algo que es una construcción sociohistórica y que como tal está sujeta a múltiples cambios y transfiguraciones. Tal vez no sea erróneo señalar que gracias a la materialidad del espacio, el poder recurre a él como una forma de buscar la perpetuidad, la continuidad, es decir, la reproducción social de su existencia. Sobre esta arista que revela el nexo íntimo e inquebrantable entre espacio, poder y su insoslayable dimensión simbólica apunta el antropólogo Marc Augé:

Sin ilusión monumental, a los ojos de los vivos la historia no sería sino una abstracción. La especie social está poblada de monumentos no directamente funcionales, imponentes construcciones de piedra o modestos altares de barro, ante los que cada individuo puede tener la sensación justificada de que en su mayor parte lo han preexistido y le sobrevivirán. Curiosamente, una serie de rupturas y de discontinuidades en el espacio es lo que representa la continuidad temporal (Augé, 2008: 66).

En resumen, el poder cuenta con un instrumento medular para su construcción y reproducción que es el espacio. Tal como lo mencionamos en páginas precedentes -bajo la clave teórica de Bourdieu- gracias al dispositivo espacial el poder puede ser invisibilizado y como tal naturalizado, reificado.

Como relación social que es, el poder está espacializado, lo cual supone que con ello se pretende distinguir, magnificar, sacralizar, perpetuar, justificar y legitimar sus estructuras, su racionalidad, sus figuras, sus mitos y sus instituciones. Una mirada que pretenda comprender cómo las relaciones sociales de poder se erigen, funcionan y cómo se legitiman -o bien cómo sufren fisuras que permitan su posible transformación- debe tomar en cuenta el ingrediente espacial.

Por otra parte, como bien apunta el antropólogo Marc Augé, el lenguaje político es por antonomasia un dispositivo semántico espacial; algunas expresiones que aluden a la identidad política dentro de la modernidad -ser de izquierda, de derecha o bien de centro- tienen de origen una raíz espacial-política. Al respecto, Pierre Bourdieu señala cómo en la capital se concentra el capital. Más allá de un juego de palabras, este sociólogo subraya cómo París es el corazón de varias modalidades de capital -económico, social, simbólico, político y cultural-, y como tal es el núcleo de la distinción social para diversos agentes, a contrapelo de lo que sucede en la provincia, que al carecer del capital necesario no está en condiciones de darle ese revestimiento simbólico a sus habitantes.

Más aún, ¿cuál es la clave, según Bourdieu, que hace posible el dominio de los sujetos sociales sobre el espacio? La respuesta a esta interrogante yace, precisamente, en la posesión de capital. Poseer capital supone poder sobre el espacio y el tiempo. Sin embargo, Bourdieu acota que no basta con tener capital económico para que un actor social pueda habitarlos. Son necesarios también aquellos mecanismos, aquel acervo de conocimientos,5 que permiten movilizarse, desplegarse y dominar un espacio específico. En otras palabras, habitar y poseer un espacio exige a los actores sociales conocer las reglas y códigos particulares del lugar en cuestión: tener capital cultural. De lo contrario, se corre el riesgo de ser desplazado, o bien, no aceptado. La relevancia del capital poseído no sólo reside en el poder sobre el espacio que los individuos o grupos sociales puedan detentar, sino también en que funge como un mecanismo de distinción y de distancia social y espacial con los grupos sociales indeseables.

Deconstruir analíticamente el nexo entre espacio y dominación implica, además, integrar el componente subjetivo que posibilita la reproducción de las estructuras de poder. En este sentido existe, según Bourdieu, un vínculo cercano entre espacio social, espacio físico y espacio mental. Se trata de rastrear y analizar cómo el mundo social objetivado es introyectado, incorporado, por los actores sociales, y cómo dicho plano de significados es, a su vez, objetivado de múltiples maneras. En consecuencia, el espacio social se refleja no sólo en el espacio físico, tal como lo hemos reiterado en el transcurso de estas líneas, sino también en los dispositivos mentales con los cuales los individuos construimos y comprendemos la realidad social:

Debido al hecho de que el espacio social está inscrito a la vez en las estructuras espaciales y en las estructuras mentales, que son en parte el producto de la incorporación de las primeras, el espacio es uno de los lugares donde se afirma y se ejerce el poder, y sin duda en la forma más sutil, la de la violencia simbólica como violencia inadvertida: los espacios arquitectónicos -cuyas conminaciones mudas interpelan directamente al cuerpo y obtienen de éste, con tanta certeza como la etiqueta de las sociedades cortesanas, la reverencia, el respeto que nace del alejamiento, o mejor, del estar lejos, a distancia respetuosa- son en verdad los componentes más importantes, a causa de su misma invisibilidad [...], de la [dimensión] simbólica del poder y de los efectos totalmente reales del poder simbólico (Bourdieu, 1999: 122).

Así pues, el espacio no sólo es un instrumento de reproducción de la dominación y de la vida social en general, sino que es también objeto de disputa social y política entre diversos agentes sociales. Pensar sobre el nexo espacio-poder supone, además, puntualizar que gran parte de las utopías sociales y políticas incubadas a lo largo de la historia -mismas que han inspirado o bien han sido parte del motor para numerosas luchas por la emancipación- han llevado en ocasiones de forma clara el componente espacial.6 Todo esto remite a reflexionar sobre qué concepto de espacio es necesario hilvanar en virtud de la construcción de un proyecto social y político que rompa o transforme relaciones de opresión de diverso cuño. La geógrafa Doreen Massey (2005) desarrolla una noción sobre lo espacial con una clara resonancia sociopolítica. Para ella, resulta imprescindible facturar una mirada constructivista en torno al espacio en todas las escalas existentes -es decir, desde la escala de la intimidad hasta lo global- a partir de tres puntos de partida teóricos fundamentales:

1. El espacio es producto de las relaciones sociales.

2. El espacio es la esfera de la posibilidad de la heterogeneidad; es el ámbito en donde pueden emerger y coexistir diferentes actores y trayectorias; es el terreno donde pueden surgir y convivir diversas voces. Bajo este argumento, sin espacio no hay multiplicidad, y viceversa, sin multiplicidad no hay espacio.

3. Al ser fruto de las relaciones sociales, el espacio tiene un carácter procesal. Siempre se encuentra en formación, es devenir. En consecuencia, es algo abierto, inacabado.

Al igual que varios de los autores que se han revisado, Massey concibe al espacio como algo relacional, como un artificio social. La implicación política de los planteamientos de Massey yace en algo que será problematizado más adelante: la proximidad existente entre espacio e identidad, mediante la cual el primero no sólo hace posible la construcción e irrupción de diversas identidades sino también la manera en que lo espacial es un factor constitutivo de la identidad.

 

Espacio, lugar y subjetividad

Como se ha enfatizado, el espacio es un artificio humano donde el universo social, histórico, cultural y político deja en él sus huellas labrándose, así, una relación recursiva entre lo material y lo simbólico. Una de las aportaciones más notables que Georg Simmel hizo para la sociología del espacio estriba en haber identificado que la espacialidad está esculpida por la experiencia sociohistórica y, como tal, por la intencionalidad de los actores sociales. Al ser sede del trabajo, la casa, la recreación cultural, las actividades políticas y religiosas -de la vida misma- el espacio está sellado por el mundo del sentido. Todo esto ha conducido a que diversos pensadores sociales hayan optado por hacer una distinción conceptual entre espacio y lugar. Así, para Yi-Fu Tuan (2007) el primero es un terreno abstracto, indiferenciado, ilimitado, que cobrará forma y será acotado, conocido, significado y valorado por los individuos, gestándose de esa forma la transfiguración de un espacio a un lugar. Como afirma Tuan (2007: 54): "El espacio se transforma en el lugar al adquirir definición y significado". En términos sintéticos, el lugar es un territorio de significatividades, donde lógicamente se pueden encontrar diversos tipos de relacionalidad social, prácticas sociales, identidades, memoria y, por lo tanto, intencionalidad. Gran parte de la discusión teórica formulada a lo largo de este trabajo ha sido problematizar al espacio desde una óptica sociológica. Al hacerlo se ha hecho referencia al lugar como terreno semiotizado, como resultado de la acción social.

Otra puntualización interpretativa pertinente es la formulada por el antropólogo francés Marc Augé, quien sostiene que los lugares están conformados por una tríada de elementos: 1) identificatorios; 2) relacionales y 3) históricos (Augé, 2008). El lugar es, pues, identidad, relacionalidad social e historicidad; 7 es un soporte material y simbólico en donde se imbrican diversas temporalidades -presente, pasado y futuro. El lugar como obra colectiva -denominado por Augé como lugar antropológico- está cargado de significados a partir de los cuales las prácticas socioespaciales, entre ellas las rutinas de la vida cotidiana, fungen como mecanismos refrendadores de ese mundo semiótico:

El lugar antropológico es esta construcción concreta y simbólica del espacio que no podría por sí sola dar cuenta de las vicisitudes y de las contradicciones de la vida social, pero a la cual se refieren todos aquéllos a quienes ella les asigna un lugar, por modesto o humilde que sea. [...] El lugar antropológico es, al mismo tiempo, principio de sentido para aquellos que lo habitan y principio de inteligibilidad para aquel que lo observa (Augé, 2008: 58).

Como zona cargada de sentido por parte de los agentes sociales y como principio de inteligibilidad para el investigador social, los lugares cuentan con una clara dimensión cognitiva y axiológica.8 El geógrafo Yi-Fu Tuan recoge dicho plano a través del concepto de topofilia, el cual supone la parte emocional de los individuos en torno a un espacio material percibido, apropiado, habitado y significado. Se trata de aquellas manifestaciones de amor por un lugar determinado que están condicionadas tanto por las coordenadas históricas y culturales como por la propia experiencia socioespacial de los individuos. Si bien existen factores biológicos que casi universalizan las capacidades sensoriales de las personas, la percepción, acota Tuan, está configurada también por componentes culturales. La topofilia es un instrumento heurístico de importante valía, cuya maleabilidad permite comprender desde la sensación de bienestar experimentada por los sujetos sociales hasta el sentimiento de apego profundo hacia una región:

La topofilia adquiere diversas formas y varía considerablemente tanto en grado como en intensidad emocional. Describir estos sentimientos es, al menos, un comienzo: la fugacidad del placer visual; la delicia sensual del contacto físico; el amor por el lugar que nos es familiar, porque es nuestro hogar o porque representa el pasado, o porque suscita el orgullo de la propiedad o de la creación, o el regocijo en las cosas simples por simples razones de salud y de vitalidad animal (Tuan, 2007: 333).

Así como los grupos sociales pueden desarrollar un sentimiento de amor hacia su entorno, también pueden surgir emociones opuestas, la cuales están englobadas en el concepto de topofobia, hilvanado por el geógrafo Edward Relph (1976). A contrapelo de lo que es la topofilia, esta última noción implica el sentimiento de rechazo o desagrado hacia un lugar. En ocasiones dicha emoción está sustentada en una experiencia traumática, en la violencia o en el miedo, aunque no se trata de una regla. Como se puede colegir, tanto el ánimo topofílico como el topofóbico están mediados por la experiencia socioespacial de los agentes sociales.

Tal como el concepto mismo de lugar lo denota, existe un vínculo indisociable entre éste y los sujetos sociales. Como se ha señalado en páginas precedentes, es la acción intencional de los individuos el elemento que sella la transformación de un espacio a un lugar. Si dicho nexo en el terreno empírico es inseparable también lo debe ser en el ámbito analítico. En consecuencia, el reto para el científico social estriba en analizar sujetos localizados y espacios subjetivados, evitando de esa forma una mirada monocorde, unidireccional. Evidentemente toda relación sujetos-lugar cuenta con un carácter histórico y cultural. Como seres sociales que somos, heredamos un mundo confeccionado temporal y espacialmente, el cual requiere que los agentes sociales cuenten con insumos, con un acervo de conocimientos, que hagan posible el aprendizaje y la reproducción del mismo. A fin de cuentas, la cultura y el devenir histórico están espacializados (Signorelli, 2012).

El nexo lugar-actores sociales, así como la construcción social de sentimientos hacia el entorno, conducen a un derrotero insoslayable: el de la subjetividad espacial. Como ya se mencionó en estas mismas líneas, Georg Simmel explora cómo un tipo de configuración espacial -las grandes urbes- redunda en formas de relacionalidad social y en lo que él denominó como vida anímica. A diferencia de lo que sucede en las pequeñas ciudades o bien en el universo rural, en las grandes urbes donde la densidad demográfica trae consigo un aumento de la cercanía física no sólo emergen relaciones afectivas distantes e indolentes -como una forma de preservar la individualidad-sino también la libertad personal y la de movimiento:

El urbanita es libre en contraposición con las pequeñeces y prejuicios que comprimen al habitante de la pequeña ciudad. Pues la reserva e indiferencias recíprocas, las condiciones vitales espirituales de los círculos más grandes, no son sentidas en su efecto sobre la independencia del individuo en ningún caso más fuertemente que en la densísima muchedumbre de la gran ciudad, puesto que la cercanía y la estrechez corporal hacen tanto más visible la distancia espiritual; evidentemente, el no sentirse en determinadas circunstancias en ninguna otra parte tan solo y abandonado como precisamente entre la muchedumbre urbanita es sólo el reverso de aquella libertad (Simmel, 1986a: 256).

Así pues, lazos distantes e impersonales -pese a la proximidad física-, libertad personal y soledad son las vetas de una misma forma de subjetividad espacial: la urbana-moderna. Siguiendo esta mirada, Robert Park también menciona cómo en las grandes ciudades las relaciones primarias -cara a cara-son sustituidas por relaciones secundarias en las que los planos emocional y sensual son corroídos y en donde el desarrollo de los medios de comunicación y de transporte, junto con la sofisticación de la organización industrial, han desembocado en notables mutaciones en los hábitos, en los sentimientos. En pocas palabras, para Park todos estos cambios gestados a raíz del nacimiento de las ciudades modernas han significado el debilitamiento de las instituciones sociales tradicionales, como la familia, la iglesia y la escuela y, con ello, el socavamiento de todo un orden moral, de toda una forma de subjetividad colectiva y de las mismas prácticas sociales. Al igual que Simmel y que Park, Louis Wirth también encuadra cómo la soledad y el aislamiento del individuo son rasgos inmanentes al urbanismo; asimismo, subraya cómo en la medida en que las relaciones de parentesco se desdibujan la racionalidad bajo la cual los sujetos se agrupan es a partir de la afinidad de intereses y no de lazos de consanguineidad.

El vínculo entre lugar-subjetividad es también deconstruido por Pierre Bourdieu al sostener el carácter recursivo que existe entre hábitat y habitus; entre el lugar y la forma en que los agentes sociales interiorizan, significan, exteriorizan y reproducen, a través de diferentes tipos de prácticas, la realidad social acuñada espacio-temporalmente. Así, el habitus produce al mundo social y el mundo social produce al habitus, de modo tal que con este concepto es posible dilucidar cómo las estructuras sociales erigidas en un campo determinado estructuran las prácticas sociales y, a la vez, son estructuras estructuradas mediante la praxis. El hábitat y el habitus, por lo tanto, son una dupla en constante tensión e imbricación, de tal manera que los agentes sociales desarrollan dispositivos que sugieren, que moldean -aunque no determinan- el modo en que los individuos conciben y actúan en y sobre el mundo social. En suma, los planteamientos de Bourdieu versan a fin de cuentas sobre una preocupación recurrente en el pensamiento social: la relación entre el mundo objetivado y el mundo subjetivado.9

Hablar de la subjetividad espacial remite a una dimensión empírica y teórica de notable relevancia: la construcción de identidades colectivas.10 La forma en que se vinculan lugar e identidad constituye una veta de disquisición teórica y de exploración empírica de gran complejidad que rebasa los objetivos centrales del presente trabajo. No obstante, resulta pertinente destacar que como construcción histórica, simbólica e intersubjetiva que es, la identidad está trazada por vectores espacio-temporales dentro del marco de la vida cotidiana. Parte de la dificultad para estudiar las identidades radica en que no son un dato empírico; no son en sí un hecho observable; son un fenómeno abierto, inconcluso, dinámico, cambiante, relacional, que está sellado por el conflicto, que puede ser rastreado y analizado por el investigador social a partir de las prácticas socioespaciales, los discursos, los símbolos, las relaciones intersubjetivas y, por supuesto, por la dinámica espacial. La díada lugar-identidad no sólo se refiere al hecho de que las identidades colectivas se edifican en lugares determinados, sino también a la manera en que éstos influyen en la configuración identitaria, así como a que esta última deja sus huellas imborrables en el mismo espacio. Lo anterior permite inferir que el espacio no sólo es escenario de la identidad sino además uno de sus componentes, de forma tal que un cambio en la identidad puede redundar en una mutación espacial, y viceversa, una transformación espacial tal vez pueda desembocar en la dinámica identitaria.

Sergio Tamayo y Kathrin Wildner señalan que toda identidad está delineada por cuatro factores interrelacionados: 1) reconocimiento: implica el proceso mediante el cual los sujetos se reconocen y son reconocidos por los otros; es, por tanto, singularidad, distinción; 2) pertenencia: supone poseer, apropiarse de un lugar, formar parte de un grupo o institución social. La pertenencia se relaciona estrechamente con la construcción de sentimientos de apego y arraigo; 3) permanencia: tiene que ver con el devenir espacio-temporal de los agentes sociales en un lugar específico a lo largo de la vida cotidiana. La permanencia implica estabilidad, persistencia y, como tal, se vincula con la institucionalización de rutinas que posibilitan la reproducción de un orden social; y 4) vinculación: como se ha señalado, toda identidad colectiva es fruto de la interacción subjetiva. La eclosión de expresiones de solidaridad es un indicio de la existencia de procesos identitarios en donde la construcción de marcos interpretativos, de mundos de significación, desempeña un papel vital (Tamayo y Wildner: 2005).

Nos parece importante enfatizar que la identidad es un proceso complejo que se erige dentro de contextos estables de interacción social. Como se sabe, existen diferentes tipos de manifestaciones identitarias -religiosas, étnicas, de preferencia sexual, profesionales, sociopolíticas- y todas ellas son un resorte fundamental en el surgimiento y desarrollo de diversas formas de acción colectiva. Las identidades territoriales son una expresión social -y en muchas ocasiones también política- de gran relevancia para el tema desarrollado en el transcurso de estas páginas. En la medida en que un espacio es apropiado, habitado, y por ende ahíto de inscripciones sociales, simbólicas, en esa misma medida es posible colegir el nexo que existe entre lugar, sujetos sociales, identidad y memoria colectiva. Al respecto puntualiza Gilberto Giménez:

Todo grupo es siempre y simultáneamente un grupo "territorializado", e inmerso en su temporalidad propia. Ahora bien, la topografía o el "cuerpo espacial" de un grupo humano está lejos de ser una superficie virgen o una tabula rasa en la que no hubiese nada escrito. Por el contrario, se trata de una superficie marcada y literalmente "tatuada" por una infinidad de huellas del pasado del grupo, que constituyen otros tantos "centros mnemónicos" o puntos de referencia para la recordación colectiva (Giménez, 2009: 69).

 

A modo de cierre

Como se ha sostenido en el transcurso de este trabajo, las relaciones sociales, la vida cotidiana y la identidad están ancladas en los lugares, situación que desemboca en diferentes representaciones y significados. El nexo recursivo entre espacio y sociedad agudamente analizado por Georg Simmel, Robert Park, Louis Wirth, Pierre Bourdieu, Marc Augé, Yi-Fu Tuan y otros pensadores más no se reduce a concebir a los lugares como meros escenarios de la acción humana, sino a considerarlos como elementos constitutivos que, junto con el tiempo, articulan al mundo social en todas sus expresiones, desde las relaciones de poder a nivel macro hasta los lazos sociales de intimidad. Desde esta perspectiva, resulta fundamental aguzar la mirada sobre la forma en que son construidos los lugares por agentes sociales determinados en un momento histórico particular, así como explorar empíricamente lo que significa dicho proceso para los propios actores. En suma, se trata de deconstruir, de deshilvanar, la experiencia socioespacial a partir del nexo reticular que existe entre poder, clases sociales e identidad. Esta labor le exige al investigador social no sólo preguntarse sobre los insumos teóricos, sino también sobre los instrumentos metodológicos y, por supuesto, sobre los puntos de partida epistemológicos que permitan recuperar el maridaje in-disociable entre sujeto y espacio y todo lo que ello implica: modos de relacionalidad social, prácticas sociales, intencionalidad, dimensiones axiológicas y afectivas. La realidad empírica, por consiguiente, ofrece varios derroteros a abordar; una mirada interdisciplinaria articulada entre la sociología fenomenológica, la geografía humana -con una perspectiva constructivista- y la antropología tal vez pueda brindar herramientas útiles, dúctiles, que posibiliten afrontar dichos desafíos.

 

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Notas

2 La llamada Escuela de Chicago es una vertiente de la sociología estadounidense surgida en el periodo de entreguerras dentro de la Universidad de Chicago. Ha gozado de una importante influencia en el pensamiento social gracias a sus trabajos interdisciplinarios, teniendo como sus principales representantes dentro del ámbito de la sociología urbana a Robert Park, Louis Wirth y Ernest Burgess.

3 Park sostiene: "Denominamos ecología humana para distinguirla de la ecología vegetal y animal a la ciencia que trata de aislar esos factores [sociales] y describir las constelaciones típicas de las personas e instituciones producidas por la convergencia de tales fuerzas" (Park, 1999: 49).

4 Al respecto continúa Park: "La movilidad mide el cambio y la desorganización social, porque un cambio social entraña siempre un cambio de posición en el espacio y porque todo cambio social, incluso el que describimos como progreso, implica una cierta desorganización social. [...] El profesor Burgess muestra que diversas formas de desorganización social parecen estar de algún modo ligadas a modificaciones de la vida urbana, ellas mismas mensurables en términos de movilidad" (Park, 1999: 95).

5 Utilizo el término acervo de conocimientos bajo la concepción de Alfred Schutz y Thomas Luckmann. Para estos pensadores, "el acervo de conocimientos del mundo de la vida se relaciona de muchas maneras con la situación del sujeto que vive la experiencia. Se erige sobre sedimentaciones de experiencias anteriores realmente presentes, vinculadas a las situaciones. A la inversa, toda experiencia realmente presente se inserta en el fluir de vivencias en una biografía, según el conjunto de tipos y significatividades que se encuentra en el acervo de conocimientos. Finalmente, cada situación es definida y dominada con ayuda del acervo de conocimientos, que así se vincula con la situación (es decir, la experiencia en cuanto ligada a la situación), tanto genética como estructural y funcionalmente" (Schutz y Luckmann, 2003).

6 El geógrafo marxista David Harvey emprende una aguda problematización sobre la construcción de utopías espaciales y utopías sociales, y acerca de las dificultades existentes en la labor intelectual y política para crear un puente entre ambas (Harvey, 2003). Por otra parte, el también geógrafo Yi-Fu Tuan (2007) explica cómo la ciudad ha constituido, a lo largo del tiempo, un ideal espacial. Para él, la formación de zonas urbanas ha obedecido no sólo a factores económicos -la expansión del comercio-, o bien a motivos de seguridad -que las ciudades fungieran como fortalezas-, sino a una cosmovisión en donde el espacio se convierte en el terreno de materialización. Así, como símbolo del cosmos, muchas ciudades adoptaron diversas formas geométricas como círculos, cuadrados o rectángulos aludiendo, de esa manera, a la perfección, la armonía y al universo.

7 Sostiene Augé que el lugar antropológico es histórico en la medida en que escapa a la historia como ciencia: "El habitante del lugar antropológico vive en la historia, no hace la historia" (Augé, 2008: 60). Desde nuestra perspectiva, los actores sociales hacen la historia bajo la condición de que ésta los configura de modo irremediable. Tal vez resulta más pertinente hablar de historicidad de los lugares para hacer referencia no a la historia en general y en abstracto, sino a la historia particular de un territorio y de sus agentes.

8 Desde la sociología fenomenológica, la labor realizada por el investigador social constituye un trabajo sellado por la doble hermenéutica: los científicos sociales se encargan de interpretar aquellas parcelas de la realidad social que, a su vez, han sido previamente significadas, interpretadas, por los propios actores sociales.

9 Como se sabe, el concepto de habitus es inseparable del de campo: el campo condiciona al habitus y éste al campo. Así pues, el habitus es la dialéctica de la internalización de la externalidad y de la externalización de la internalidad. El habitus equivale a las estructuras estructuradas por el mundo social, a la vez que a las estructuras estructuradoras del mundo social. Producto de la posición duradera que los actores ocupan, el habitus es forjado por las prácticas sociales, al tiempo que tiene la capacidad de moldear a esas mismas prácticas. Gracias al habitus las instituciones sociales -no importa del carácter que sean- perviven, son apropiadas, incorporadas y, por lo tanto, son reproducidas: "El habitus como sentido práctico opera la reactivación del sentido objetivado en las instituciones: producto del trabajo de inculcación y de apropiación que es necesario para que esos productos de la historia colectiva que son las estructuras objetivas alcancen a reproducirse bajo la forma de disposiciones duraderas y ajustadas -que son la condición de su funcionamiento-, el habitus, que se constituye en el curso de una historia particular, imponiendo a la incorporación su lógica propia y por medio del cual los agentes participan de la historia objetivada de las instituciones, es el que permite habitar las instituciones, apropiárselas de manera práctica y, por lo tanto, mantenerlas en actividad, en vida, en vigor [...]. Más aún, es aquello por medio de lo cual encuentra la institución su realización plena: la virtud de la incorporación, que explota la capacidad del cuerpo para tomarse en serio la magia performativa de lo social; es lo que hace que el rey, el banquero, el sacerdote sean la monarquía hereditaria, el capitalismo financiero o la Iglesia hechos hombre" (Bourdieu, 2007: 93).

10Partimos de la premisa de que toda identidad es una construcción colectiva, que si bien puede cobrar manifestaciones individuales lleva la impronta colectiva, intersubjetiva.

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