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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.28 no.80 Ciudad de México sep./dic. 2013

 

Entrevista

 

El espacio urbano y el trabajo de lo social sobre sí mismo, entrevista con Manuel Delgado Ruiz1

 

por Rafael Hernández Espinosa2

 

2 Académico del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) y de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Iztapalapa, México. Correo electrónico: rafa_he@hotmail.com

 

En esta entrevista, que se realizó en su despacho de la Universidad de Barcelona en abril de 2010, Manuel Delgado expone algunas ideas centrales de su perspectiva teórica sobre la antropología urbana y la investigación de los espacios públicos.3

Rafael Hernández (RH): Antes que nada, gracias por aceptar esta charla. Manuel, ¿cómo es que llegaste a trabajar los temas de espacio urbano y espacio público?

Manuel Delgado (MD): En realidad, el espacio público nunca ha sido ni remotamente el tema central de mi trabajo. De hecho, el grueso de mi actividad, tanto investigadora como docente, tiene que ver con la tradición de la antropología religiosa más canónica. La mayor parte de mis publicaciones, incluso mi tesis doctoral, y las clases de las que soy responsable en la universidad son básicamente sobre antropología religiosa. En todo caso mi mérito, si es que cabe atribuírmelo, no ha sido otro que el de haber desplazado en los campos del análisis y de la descripción de los hechos en los espacios urbanos, todo lo que es el utillaje teórico y conceptual de la antropología religiosa. Pero en realidad ha sido –entre comillas si quieres– el éxito de El animal público (1999) el que me ha asociado a un ámbito que continúa siendo el mío, y no renunciaré ni renegaré de él en lo absoluto. Sin embargo, no deja de ser un territorio subsidiario de ese otro que para mí ha sido central y del que tomo prácticamente el grueso de mis instrumentos de análisis, que es justamente el de la antropología religiosa, en el que asuntos como los que pueden ser el trance, la posesión, el chamanismo, los ritos de paso, han sido los que han provisto de conceptos al análisis de esa realidad, aparentemente distinta, pero para mí tan homologable, que es la actividad de los transeúntes.

RH: En El animal público resulta bastante interesante la forma como vas tejiendo desde el principio la relación entre la ciudad y lo urbano, para finalmente llegar a la cuestión de lo religioso.

MD: La asignatura de la que soy responsable en el master de mi departamento se llama "Antropologies del Trànsit". Te lo excurso porque da lugar a un equívoco que en castellano no existe tanto, pero que en catalán hace que la gente que se matricula no esté segura de si lo que va a recibir es información acerca de las prácticas transeúntes o de las prácticas del trance. Básicamente, porque en catalán "trance" y "tránsito" son lo mismo, son idénticas: "trànsit". Y no es casual. Desde luego, para mí no lo es el hecho de que las teorías del trance se conviertan en teorías del tránsito o de los transeúntes; me parece que en el fondo podría verse casi como un proceso natural, desde luego nada forzado. Así es la antropología urbana tal como he intentado abordarla para que funcione. Es –repito, aunque pueda parecer una paradoja–, como una especie, digamos, de territorio, de derivación, del campo mayor, de la antropología religiosa.

RH: Una pregunta que quizá mil veces te han hecho: ¿cuál sería una definición mínima del espacio público?

MD: El espacio público, como su nombre indica, es un espacio de accesibilidad generalizada, cuyos protagonistas son individuos que no se conocen entre sí, que mantienen relaciones inestables y efímeras, y que resulta de las prácticas que lo recorren, en el sentido de que el espacio público no está ahí sino que puede seguir siendo justamente el producto de los usos que recibe. Creo que esa definición es bastante explicativa como para poder dejar contento a alguien que quiere definirlo en relación con espacios que no son así, espacios más restringidos en los que se postula un cierto derecho de admisión o en los que las personas que concurren tienen entre sí vínculos estructuralmente estables y duraderos. Por otra parte, considero que esa definición lleva a otra, que es la que establecería que el espacio público se caracteriza porque se organiza y se estructura –aunque pueda parecer una paradoja– a partir justamente de lo que en él hay de inestable, incluso de incierto. Que el movimiento y un cierto temblor sean fuentes de estructuración puede parecer sorprendente en primera instancia; sin embargo, cualquiera que observe la vida cotidiana en un lugar público se dará cuenta de hasta qué punto es justamente esa crónica alteración lo que lo convierte en singular.

RH: A mí me ha parecido muy interesante, hablando básicamente de tus reflexiones en El animal público, la relación que haces entre el espacio público y la estructura social. Como señalas, te interesa básicamente la antropología social, desde sus bases, y ella siempre se ha preguntado por la estructura social.

MD: Claro que sí, pero es que existe un malentendido, ya que la estructura social no es la sociedad. Creo que esa confusión es grave, y uno debería aprender a... bueno, exhorto a intentar superarla. Una cosa es la estructura y otra distinta es la sociedad. Lo cual, en efecto, da por supuesto que existen amplias parcelas de la vida social que pueden ser contempladas como no estructuradas, aunque tampoco desestructuradas, sino estructurándose. Ese trabajo de lo social sobre sí mismo es justamente lo que uno puede contemplar si se observa con un poco de atención la actividad ordinaria en un espacio urbano. Por lo tanto lo que nos interesa, sin perder de vista nuestra lealtad a las preocupaciones relativas a la estructura social, es la apasionante contemplación de cómo ésta se hace y se deshace de una forma poco menos que interminable; averiguar qué es lo que uno puede ver ahí, emprender esa labor. Ello, por cierto, también nos devuelve a autores como Henry Lefebvre, que se ocupó de hablar de la producción del espacio, lo que da a entender que el espacio es una producción y no un producto. También es un trabajo, una labor, un proceso, que no es ni finalista ni finalizado. Si fuera finalista, o si alguna vez pudiéramos verlo finalizado, no es que no existiera, sencillamente quedaría fuera de nuestra competencia y caería plenamente en la de otros colegas cuyo interés se centra en las dimensiones más estructuradas de la vida social: el parentesco o las tensiones religiosas o políticas por ejemplo.

RH: O las identidades... ¿Cómo encajaría el tema de las identidades con los del espacio público y la estructura social?

MD: El espacio público es, por definición, en el que cada cual recibe, o como mínimo debería recibir, el derecho a definir quién es; como mínimo, pues se espera que lo que pueda entenderse no sea quién eres sino lo que haces. Mucho más las pertinencias que las pertenencias: esta especie de horizonte, meta o acaso sueño, en el que la identidad no cuenta, sino únicamente tu capacidad para ser aceptado a partir de tu conocimiento y tu aplicación de ciertas normas básicas de copresencia. No obstante, creo que tal meta está lejos de conseguirse, puesto que por mucho que tú te empeñes en ver puesta entre paréntesis tu identidad, sea cual sea, más tarde o más temprano serás detectado, marcado y señalado, cuando no expulsado de ese espacio público al que parece ser que no tienes derecho, ya sea por tener un color de piel distinto, y un origen nacional diferente o con frecuencia simplemente por ser –pongamos por caso– mujer. Esto es: la idea de que ahí afuera la identidad no importa sería deseable si ese espacio público fuese realmente democrático. Aunque, por supuesto, esa perspectiva que entiende el espacio público como un espacio del anonimato es completamente una quimera, no existe.

RH: Cuando se expresa la desigualdad o la exclusión social en el espacio público, ¿deja o no de serlo?

MD: Desde luego, en el sentido en que hoy por hoy se emplea mayoritariamente la idea de espacio público proveniente de lo que sería la tradición política republicana: es el espacio público de la igualdad, en el que de pronto las asimetrías se han disuelto y los antagonismos han aceptado una tregua. Ese espacio desde luego no existe. En particular, cuando hablo de espacio público lo digo en el sentido de espacio donde se producen las relaciones en público; es decir, vínculos que se dan esencialmente entre personas que no se conocen, o se conocen de vista, digámoslo así, y que se distinguen por ello del espacio privado. Ese espacio público igualitario e hiperdemocrático, que se supone que está ahí afuera, está clarísimo que no existe; no puede existir más que como una quimera, o mejor dicho, como una superstición.

RH: Esta dimensión más política que mencionas ahora, ¿cómo puede entenderse a la vez que se expresa en el mismo espacio que las prácticas definidas como civilidad y urbanismo?

MD: Desde la perspectiva de la tradición clásica de la antropología social el espacio público, en tanto que lugar por antonomasia del encuentro, lo es también de los encontronazos. El conflicto no es ajeno, sino que yo diría que es consustancial a la realidad de ese espacio en el que las cosas se juntan y uno puede contemplarlas trabajando, como anteriormente lo comenté. Ese trabajo de lo social sobre sí mismo por supuesto que no excluye; por el contrario, incorpora naturalmente el conflicto: lo que está en las antípodas de lo que hoy por hoy es el uso oficial de la noción del espacio público para definir un territorio. Éste, en principio, se da por supuesto. Es, o debería ser, desconflictivizado, pacífico, tranquilo, previsible; el sitio en el que seres angelicales, libres e iguales, por supuesto, se abandonan a prácticas de cortesía generalizada. Son dos concepciones incompatibles del espacio público: una es la que se emplea en la antropología, en las ciencias sociales, para definir ese espacio exterior –los exteriores urbanos, por así decirlo–, que se caracteriza por contrastar con el espacio privado, por mucho que la diferencia entre uno y otro sea lábil, negociable. La otra refiere a un espacio público que actualmente ocupa el lugar central en las retóricas políticas oficiales y que está claro que significa una cosa muy distinta.

RH: En la actualidad, ¿cómo podemos pensar la condición de los espacios públicos en las grandes ciudades donde existe un fuerte crecimiento de la inmigración?; ¿o cómo hacerlo a la luz de las acciones de "limpieza" o sanitarización de los gobiernos locales?; ¿o también del papel del capital transnacional, por ejemplo, de la proliferación de los centros comerciales?

MD: Antes me preguntabas sobre la definición de un espacio público. Entre las que preferiría y con las que me siento más comprometido estará aquella que lo entiende como un escenario. Es un teatro, cuyo asunto o drama básicamente es la vida social. Por lo tanto, todo lo que tú me planteas está ahí, y se encuentra ahí escenificándose en un sentido literal. El crecimiento urbano dirigido por intereses capitalistas no es una entelequia, ni una categoría abstracta; tampoco es un tema, ni es un asunto teórico. Ahí está, uno lo puede ver. Cuando tú hablas, por ejemplo, de la presencia de personas que proceden de otros lugares y que se caracterizan por ser más pobres y no poder disimularlo, la escena está ahí. Todos los asuntos, todo lo que uno puede definir como las cuestiones que importan o que deberían importar en la vida social, están ahí: se despliegan, se ponen en escena, se dramatizan, ya que es justamente de un drama de lo que se habla al referirse a la vida social en esos espacios. Así pues, te pongas lo que te pongas y hagas lo que hagas no vas a poder evitar las contradicciones, las fragmentaciones, los fracasos, las luchas; están ahí porque ahí está todo. Por mucho que lo quieras esconder o disimular, los aspectos inconvenientes que te marcan en relación con la imagen que quieres dar de una ciudad, al final, más tarde o más temprano, aparecerán. Son la materia prima de la que está hecha, no sé, el dolor y la lucha. Y si no los ves no es que no estén, porque seguro que no han conseguido acabar con ellos por decreto, ni mucho menos con normativas cívicas. Básicamente, lo que tienes ahí es una puesta en escena de todo: a nivel individual, de cada uno de nosotros, a nivel de cada una de nuestras colectividades, a nivel de la masa anónima que se agita de arriba para abajo, cualquier día de cualquier semana en cualquier ciudad, tanto de eso como de los grandes y globales problemas que uno quiera y pueda imaginarse, todo esta ahí.

RH: Con todo lo que has comentado hasta el momento, ¿cómo aproximarse metodológica o empíricamente a observar lo que existe en el espacio público?

MD: Desde el punto de vista de las ciencias sociales, por fuerza, en cualquier caso, uno tiene que dotarse de instrumentos de registro, de descripción, que son similares y son los apropiados. Pero eso vale para ese espacio urbano: una plaza, el vestíbulo de una estación, un pasillo del metro o, ¿por qué no?, un centro comercial o una discoteca. En cualquier espacio público o semipúblico uno tiene que adaptarse a ellos, como corresponde justamente a una disciplina que tiene que ser rigurosa, pero no rígida. En este caso, dada la característica general que tienen esos espacios, que es justamente su condición crónicamente alterada, uno tendría que ser consciente de que una buena parte de lo que ahí ocurre no va a suceder más que una sola vez. Lo cual, en efecto, coloca al investigador en una disposición de cazador furtivo permanentemente dispuesto a capturar a su presa en forma de ese instante, de ese momento, de ese incidente que puede considerarse significativo. Aunque en última instancia los problemas no son sino los mismos que uno puede encontrar en cualquier etnografía clásica. En el fondo lo que hacía Malinowski en las Islas Trobriand tampoco era distinto. Si alguien recuerda los prolegómenos metodológicos de su obra, sabrá que él postula la importancia de salir a pasear y ver lo que ocurre, lo cual no es cosa distinta de lo que hace un observador de la vida pública e incluso las problemáticas de tipo ético, deontológico, que se plantean en relación con la presencia del etnógrafo sobre el terreno, tampoco son tan diferentes. Seguro que darán pie a tantos malentendidos y confusiones como las de un etnógrafo clásico en una comunidad más o menos estable. Lo que sí que es cierto es que, por ejemplo, el papel que juega la entrevista ha de ser diferente, puesto que en esos contextos se antoja casi poco menos que, no digo inapropiada, sino con frecuencia una extravagancia. Por fuerza tiene uno que entender el valor de la vieja tradición del periodismo, la actualidad del viejo reportero siempre atento a lo que está a punto de pasar. Desde luego, lo que sí entiendo como innegociable es aprender del modelo que le presta la etología, conscientes como somos de los peligros que puede implicar una biologización, que la etología nunca ha planteado, pero que con frecuencia aparece asociada a ella.

Creo que es en esos espacios en donde al etnógrafo le debería ser más evidente la urgencia y la importancia de volver al estilo de la observación que tiene mucho de naturalista y que evoca ese espíritu, esa especie –digamos– de predisposición a captar los hechos en el momento en el que suceden, intentando intervenir lo menos posible en ellos. Con limitaciones, no con imposibilidades. Y también ver que eso requiere una agudización de los sentidos, lo cual por supuesto en nuestro caso tiene un papel más importante que el que tiene en otros campos en los que la antropología interviene para analizar y comprender. Es cierto que tampoco existen problemas que sean tan específicos, pero está claro que el etnógrafo tiene que convertirse en una especie de tipo permanente al asecho de lo que siempre está a punto de pasar, como si fuera un especialista en lo inminente. Por lo demás, tampoco creo que el objeto de conocimiento sea por fuerza algo que nos obligue a renunciar a lo que es nuestra tradición como etnógrafos, tanto en el plano de la observación sobre el terreno, como en el campo de la antropología y de la elaboración teórica. Éstos son los parámetros de nuestra propia tradición y no veo por qué tenemos que renunciar a ellos por el hecho de que ese objeto se empeñe en no quedarse quieto.

¿Cómo se puede hacer un trabajo cuando lo que quieres entender es algo que se niega a detenerse? En ese momento es cuando tienes que pensar, por ejemplo, en la importancia de modelos como el cine, no como un instrumento para captar la atención sino como un estilo de mirada que siempre está atenta al pequeño detalle y que aprende a moverse con aquello que observa. Ese tipo de perspectiva móvil, de predisposición, ese estilo peripatético que entiende que si lo que tú estás observando, e intentas describir y luego analizar, se caracteriza porque se mueve, por fuerza debes de moverte al parejo. Ello obliga justamente a una etnografía que tiene mucho de práctica ambulatoria, en la que el etnógrafo permanentemente se mueve de un sitio para otro, debe negociar su presencia, mantener a raya la permanente amenaza de los malentendidos que suscita la presencia de un merodeador, que es lo que al final siempre acaba pareciendo.

Por lo demás, los grandes problemas, los de cómo mirar y los derivados de la responsabilidad de mirar no son diferentes de los que uno puede encontrar en otros ámbitos. En cierta forma uno podría pensar que la observación participante en un espacio público alcanza su máxima expresión, puesto que es porque observas que participas en un espacio básicamente ocular, un espacio en el que lo que encuentra uno es una sociedad hecha de cuerpos y de miradas. Repito, en ese contexto, que uno observe lo convierte automáticamente en participante, con lo cual, vuelvo a insistir, la observación participante alcanza su expresión más depurada, más perfecta.

 

Notas

1 Nació en Barcelona en 1956. Es licenciado en Historia del Arte y doctor en Antropología por la Universitat de Barcelona. Cursó estudios de tercer ciclo en la Section de Sciences Religieuses de l'École Pratique des Hautes Études, en la Sorbona de París. Desde 1986 es profesor titular de Etnología Religiosa en el Departamento de Antropología Social de la Universitat de Barcelona. Es coordinador del doctorado en Antropología del Espacio y del Territorio, miembro del Grup de Recerca en Exclusió i Control Socials (GRECS) de la Universitat de Barcelona y del grupo de trabajo Etnografía de los Espacios Públicos del Institut Català d'Antropologia.

3 Agradezco al profesor Delgado el apoyo que me brindó para la realización de una estancia doctoral en la Universitat de Barcelona, misma que se realizó con recursos del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y del CIESAS, México.

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