Introducción
El propósito del presente artículo es reseñar tres caminos analíticos fundamentales en las últimas décadas para la revitalización de los estudios sobre clases sociales y para los debates acerca de la desigualdad social desde perspectivas culturales y simbólicas. Estos son: fronteras simbólicas, espacio urbano y redes sociales. Se presta especial atención a las discusiones sobre clases medias, pero se reconoce que estas deliberaciones poseen alcances generales. Este artículo es un primer insumo de una investigación de mayor envergadura, por lo que establece un objetivo bastante delimitado, esto es, situar los campos de discusión y presentar una revisión bibliográfica sobre estos temas. Además, otorga las pistas centrales para una perspectiva relacional en los estudios sobre desigualdad y estratificación.
Antes de iniciar el recorrido por los tres subcampos, es importante situar la perspectiva analítica donde adquieren importancia estos temas. Tres preguntas organizan los debates sobre desigualdad social: a) ¿cómo llegan las personas a ocupar posiciones sociales que involucran accesos desiguales a recursos valiosos?; b) ¿cómo son generadas y mantenidas las distinciones sociales durante el tiempo?; c) ¿cómo se legitima la desigualdad? (Charles, 2008). Cada una de estas preguntas conlleva importantes tradiciones teórico-metodológicas, y discusiones en su interior. El interés en este texto son los procesos de reconfiguración simbólicas que intermedian y organizan las relaciones sociales, y actúan como elementos constitutivos de la posición social y los vínculos entre las distintas posiciones. Esto nos ubica principalmente en la segunda pregunta señalada por Charles (2008).
Además, ¿por qué abordar las clases sociales y la desigualdad social desde la perspectiva de los procesos de diferenciación y clasificación? Existen cuatro razones para esta tarea. Diversos autores en sociología señalan que estos procesos son parte fundamental en la conformación de agrupaciones sociales, hacen referencia a un orden jerárquico a nivel societal y permiten la reproducción social (Durkheim y Mauss, 2009; Lamont y Molnár, 2002; Wacquant, 2013). Asimismo, adquieren visibilidad (y se reproducen) mediante prácticas e interacciones sociales, configuran la experiencia de los agentes y están asociados a elementos valorativos y morales (Sayer, 2005). También son constitutivos en la configuración de regímenes de desigualdad (Lamont, 2000; Tilly, 1999; Reygadas, 2015). Finalmente, permiten superar los sesgos de visualizar a los sectores sociales como homogéneos, tal como sucede con los conceptos de pobreza e informalidad (Rivadulla, 2017).
Los estudios sobre desigualdad se pueden ubicar en dos grandes corrientes, dependiendo de las respuestas que otorguen a las preguntas sobre desigualdad de qué y entre quiénes (Pérez Sáinz y Mora, 2009). Otra aclaración importante es reconocer las limitaciones de los trabajos que ponen a los individuos como respuesta a la pregunta “entre quiénes”. A partir de las críticas a los enfoques del individualismo metodológico,1 en este artículo nos alejamos de los debates centrados en la distribución de bienes y atributos en el ámbito individual; de las explicaciones sobre las diferencias entre “posiciones sociales” basadas (exclusivamente) en mecanismos institucionales de asignación que dependan de los recursos y competencias individuales; de las suposiciones de “que la vida social resulta principal o exclusivamente de las acciones de personas automotivadas que procuran satisfacer sus necesidades” (Tilly, 1999: 31 ), y de la importancia asignada a las “decisiones, motivaciones e intereses” como mecanismos explicativos causales.
De esta manera, las preocupaciones que guían este artículo se inscriben en las perspectivas relacionales que “considera[n] las relaciones entre términos o unidades como dinámicas por naturaleza, como procesos en constante desarrollo en curso, en vez de lazos estáticos entre sustancias inertes” (Emirbayer, 2009: 294 ). El interés por el análisis relacional no es algo nuevo y no está relacionado con el trabajo de un solo autor (Vallas y Cummins, 2013). Sin embargo, se asocia a tres apuestas teóricas contemporáneas: a) desigualdad categorial, vinculada al trabajo de Tilly (1999) ; b) fronteras simbólicas y sociales, presente en el trabajo de Pierre Bourdieu (1989) y desarrollada por autores como Lamont (2000), y c) las teorías de la interseccionalidad (Anthias, 2013). A esta lista se agregan los estudios sobre posiciones sociales desde enfoques sobre interacción social y/o redes sociales (Anderson y Snow, 2001; Berard, 2006; Bottero, 2005 y 2009; Collins, 2000; Crossley, 2011 y 2015; Dépelteau y Powell, 2013; Emirbayer y Goodwin, 1994). De esta manera, el foco de atención de la discusión de los tres campos temáticos será desde las perspectivas relacionales. Esto se expresa en un segundo objetivo del artículo: los aportes que las perspectivas relacionales otorgan a los estudios sobre desigualdad, estratificación y clases sociales.
Respecto de la categoría de clase social, se considera que es una dimensión estructurante de la sociedad. Esta afirmación debe tomarse con ciertas precauciones. No interesa situarnos en los debates nominales sobre clase social (¿qué es?), o en la discusión sobre la relación entre clase-conciencia-acción. El objetivo es recuperar la noción de clase como camino para problematizar cómo los arreglos organizativos e institucionales de una “sociedad” configuran sistemas de posiciones sociales que siempre están en negociación y conflicto; que requieren ser mantenidas a través de reconfiguraciones simbólicas y morales. De lo que se trata es de incorporar la categoría de clase social, sin que ello signifique negar la existencia de procesos de individuación o aceptar las limitaciones de enfoques “tradicionales” sobre el vínculo entre clase social y cultura (Savage, 2000).
El artículo propone un argumento en torno a la pregunta: ¿cómo articular teóricamente las dimensiones de clase, espacio urbano y redes como elementos constitutivos de los procesos de diferenciación y clasificación? La propia pregunta es una apuesta por considerar estas dimensiones como núcleos temáticos fundamentales para el estudio de las clases sociales y la desigualdad social. El texto se organiza de la siguiente manera: en primer lugar, se discute la importancia de los procesos de diferenciación y clasificación en el marco del debate sobre las dimensiones simbólicas de la desigualdad; segundo, se presentan los principales argumentos de cada uno de los tres ejes de discusión; y finalmente, se proponen algunos retos analíticos a futuro.
Procesos de diferenciación y dimensión simbólica de la desigualdad
Los procesos de diferenciación y clasificación son un tema central en sociología. En líneas generales, estos aspectos se pueden rastrear desde autores clásicos como Durkheim o Weber. En el caso de Weber, los sistemas de clasificación se abordan desde la construcción del estatus social y del cierre social como mecanismo utilizado por los grupos para asegurar los beneficios derivados de su posición social y definir los criterios de ingreso y exclusión de otros grupos. El cierre social posee una dimensión simbólica importante en la medida en que los actores involucrados deben legitimar sus posiciones y ventajas, y establecer una explicación sobre el por qué otros actores no pueden acceder a estos beneficios. Durkheim es el segundo autor relevante para estos debates. Dos argumentos se deben destacar de su propuesta. Por un lado, señala que la división social del trabajo es uno de los rasgos estructurales de la sociedad (en una perspectiva histórica), dimensión fundamental para comprender el grado de complejidad societal, y los arreglos institucionales y organizativos que conllevan a distintas formas de integración social. En esta discusión, uno de los aspectos centrales asociados con la mayor división social del trabajo en la modernidad es un creciente proceso de diferenciación “funcional”. Para Durkheim, esta diferenciación está vinculada tanto a los mecanismos de individuación como a la diversidad cada vez mayor de roles.
Este primer argumento, que estará presente en el desarrollo de lo que se conocerá como estructural-funcionalismo, no representa las ideas centrales que los autores contemporáneos preocupados por las dimensiones simbólicas de la desigualdad van a recuperar de Durkheim. Esto nos lleva a un segundo aspecto: la propuesta que realizan este autor y Mauss sobre la “función” de los sistemas de clasificación. El argumento general se puede resumir en las siguientes ideas. Los sistemas de clasificación son un hecho social y, por lo tanto, son externos a los individuos y poseen un carácter coercitivo sobre ellos, pero no sólo son coercitivos, sino que generan órdenes morales como mecanismos de integración. Además, como señala Lamont (2000: 95-96), “las estructuras culturales [los sistemas de clasificación y representación] definen los marcos de referencia de la vida humana de manera tan profunda como los recursos materiales”. Ahí se encuentra una pista fundamental para comprender la incorporación de lo simbólico y/o cultural en los debates sobre la desigualdad.
El aparato conceptual propuesto por Durkheim ha servido de referencia para distintas líneas de trabajo. Entre éstas se encuentran: la importancia de los pares dicotómicos en la antropología estructuralista de Levi Strauss; y el análisis de Mary Douglas (1973) sobre pureza y peligro. Ahora bien, la que nos interesa es la recuperación crítica que realiza el sociólogo francés Pierre Bourdieu y desde un punto de vista que busca integrar distintas perspectivas analíticas clásicas. Para este autor, existen cuatro críticas básicas a y ampliaciones necesarias de los argumentos de Durkheim y Mauss: a) el análisis de la clasificación religión/profano de Durkheim y Mauss no es exclusivo de las sociedades precapitalistas, sino que se mantiene en la actualidad. Esto es, la correspondencia entre “estructuras cognoscitivas y estructuras sociales”; b) el desarrollo de la categoría de habitus permite explicar la relación de ida y vuelta entre esquemas mentales y divisiones sociales; c) los sistemas simbólicos “son instrumentos de dominación” y “promueven la integración social de un orden arbitrario”, y d) “los sistemas de clasificación constituyen la postura de las luchas que oponen a los individuos y los grupos en las interacciones rutinarias de la vida cotidiana, lo mismo que en las contiendas individuales y colectivas que se verifican en los campos de la política y la producción cultural” (Bourdieu y Wacquant, 1995: 21-22 ). Dos aportes son fundamentales en el trabajo de Bourdieu: la importancia que le otorga a la lucha por las visiones del mundo y el intento por situar las dimensiones simbólicas en el centro de las disputas por la dominación, así como de reconocer su historicidad y que son un producto social que se modifica a la par de los arreglos organizativos e institucionales.
Además de los autores que han realizado importantes aportes a estos debates, es posible identificar algunos intentos por proponer marcos analíticos comprensivos sobre las dimensiones simbólicas de la desigualdad. Una discusión recurrente en los estudios sobre estratificación y desigualdad es la que refiere a la relación entre los ámbitos económico y cultural (en tanto esferas analíticas de la vida social). A grandes rasgos, en esta disputa se encuentran posturas que van desde miradas que consideran únicamente los recursos o recompensas “materiales” (por ejemplo ingresos) y/o la reproducción de la fuerza de trabajo (empleo) en un extremo, hasta las que reivindican el carácter “subjetivo” y simbólico de las posiciones sociales y regímenes de desigualdad. Esta investigación retoma la premisa de que los “procesos simbólicos son un componente fundamental en la construcción de la igualdad y la desigualdad” (Reygadas, 2015: 1), y que no deben relegarse como un “reflejo” de las condiciones materiales o que dependen únicamente del fuero interno individual.2
Una primera aproximación se encuentra en el trabajo de Reygadas (2015), quien realiza una revisión general sobre cómo se ha abordado la relación entre dimensión simbólica y desigualdad en las ciencias sociales, con el fin de proponer un modelo analítico que se centra en la existencia de cinco procesos simbólicos de construcción/deconstrucción de las desigualdades. Estos procesos son: a) clasificación, categorización y creación de fronteras; b) valoración, devaluación y revalorización; c) relaciones entre diferencia y desigualdad; d) producción, adquisición y distribución de capital simbólico; e) disputas o luchas simbólicas en torno a la legitimidad de las desigualdades. La idea central de Reygadas es que los “símbolos y el poder desempeñan un papel fundamental en la creación y reproducción de las desigualdades” (2008: 71). Además, son constitutivos de los procesos de desigualdad, aunque no suficientes por sí mismos.
Esta postura debe entenderse en el marco general de su propuesta analítica sobre las múltiples desigualdades. A grandes rasgos, Reygadas (2004, 2008) propone que es necesario incorporar tres dimensiones en el estudio de las desigualdades: individual, interacción social y estructural. Sin entrar en detalle sobre estas dimensiones, surgen dos preguntas relevantes: a) ¿cómo se vinculan estas dimensiones con los procesos simbólicos? De manera tentativa, en apariencia gran parte de estos procesos se ubican en el ámbito de las interacciones sociales. Sin embargo, pareciera que no se dilucida la importancia de la dimensión simbólica como un criterio transversal a las tres dimensiones propuestas; y b) ¿cuáles son dimensiones simbólicas constitutivas de lo “social” y cuáles están vinculadas especialmente en el reforzamiento, generación y reproducción de regímenes de desigualdad?
Una segunda propuesta importante la desarrollan Lamont, Beljean y Clair et al. (2014), quienes plantean que existen tres dimensiones “tradicionales” en el estudio de la desigualdad: desigualdad “material”, desigualdad simbólica y desigualdad basada en los lugares de residencia (por ejemplo neighbourhood effects). Sin embargo, y en esto reside el argumento central de estos autores, existe un vacío analítico del vínculo entre procesos cognitivos y la desigualdad a nivel macro. Es decir, proponen que no se han teorizado adecuadamente los “procesos culturales” como esquemas cognoscitivos compartidos. Detrás de esta preocupación se encuentra una crítica al concepto de habitus de Bourdieu, el cual es la categoría central para explicar la interacción entre estructuras sociales y esquemas mentales. La crítica de Lamont, Beljean y Clair (2014) se puede resumir de la siguiente manera: la categoría de habitus aparece como una caja negra que requiere ser problematizada, y que sólo se sostiene a través de una serie de principios ontológicos difíciles de observar empíricamente.
Teniendo como marco de referencia estos debates y propuestas, nos interesa ver cómo el estudio de las clases sociales y la desigualdad social se ha visto beneficiado por el desarrollo teórico-conceptual de tres áreas de discusión: el giro cultural y las fronteras simbólicas; el espacio urbano como contexto y marco referencial de procesos de interacción social y reproducción de sistemas de distancia y posicionamiento sociales, y las redes sociales como un elemento estructurante de las posiciones sociales.
El giro cultural y las fronteras simbólicas
El sistema de estratificación -en tanto patrón de distribución, organización y jerarquización de la población en términos de cierto tipo de atributos, y que se expresa en el acceso desigual a bienes simbólicos y materiales- es un tema central de investigación en sociología en tanto refiere a la desigualdad institucionalizada. En términos disciplinares, se suele distinguir -a grandes rasgos- entre perspectivas económicas y sociológicas. Mientras las primeras se centran en la distribución de los ingresos y en el individuo como unidad de análisis, en sociología se otorga importancia no sólo a la circulación de un recurso (como son los ingresos), sino que se asume que existen criterios de agrupación que no dependen únicamente de aquéllos. Estas “agrupaciones” se expresaron principalmente a partir del concepto de clase social, en tanto hace referencia a la construcción de una forma de pertenencia grupal, criterios de identidad e identificación, y de posición social compartida que responden a condiciones “materiales” semejantes.
En las últimas cuatro décadas se han originado críticas al uso de la categoría de clases sociales como una forma de entender y describir la estructura social (Beck, 2007; Pahl, 1989; Pakulski, 2005). Algunas de las principales críticas son: a) el nuevo contexto económico, político y laboral de las últimas décadas del siglo xx debe llevar a reformular el concepto y su capacidad explicativa y analítica. Esta sería una razón fundamental para dejar de lado el uso de esta categoría; b) el concepto de clase -anclado en el ámbito del Estado-nación- posee limitaciones para abordar fenómenos cosmopolitas como la migración; c) se reconocen distintas acepciones del concepto de clase social que van desde una definición que se limita al ámbito ocupacional hasta aquellas que involucran criterios de identidad y antagonismo, siendo estas últimas las que han recibido mayor número de críticas debido a la dificultad de establecer vínculos analíticos claros entre posición, identidad, conciencia y práctica; y d) finalmente, se ha discutido la supuesta predominancia del eje de la clase social en demérito de otros ejes de estratificación, como lo son “género” y “raza”, entre otros.
Las visiones dominantes sobre el sistema de estratificación y clases sociales en los últimos tiempos se encuentran en los trabajos de autores como Erin Wright y Erick Goldthorpe. Sus propuestas -en tanto reformulaciones de los planteamientos de Marx y Weber, respectivamente- otorgan una mirada sobre el sistema de estratificación que pone el acento en el tema de la explotación (Wright) o en el de la posición en el mercado a través de categorías ocupacionales (Goldthorpe). Pese a las claras diferencias en sus trabajos y al amplio debate que ha existido en torno a ellos, estos autores han reconocido la necesidad de resituar el alcance explicativo de la categoría de clase en tanto criterio de agrupación de la población. Además, forman parte de corrientes de investigación que otorgan centralidad a los esquemas ocupacionales como una aproximación al enfoque de clases. Este tipo de trabajos también ha sido objeto de una serie de críticas relevantes que van desde su dificultad para capturar situaciones como las de estudiantes, “amas de casa”, etc., dada la prioridad que le otorgan a los esquemas ocupacionales, hasta que dejan de lado otros aspectos importantes, como son el género, la raza y la generación, entre otros (Anthias, 2013; Crompton y Scott, 2000 y 2005; Savage, Warde y Devineet al., 2005).
Frente a las críticas a estos enfoques y al concepto de clase en general, se han desarrollado -al menos- dos propuestas para “revitalizar” el estudio de las clases sociales (que comparten la posición de no abandonar por completo el concepto de clase), las cuales han nutrido el campo de estudios sobre la desigualdad. Por un lado, a partir de los trabajos sobre interseccionalidad (Anthias, 2013; Walby, Armstrong y Strid, et al., 2012), se propone que la clase social opera como un criterio de diferenciación que debe de complementarse con otros ejes de estratificación, como son el género, la etnia y la edad. Por otro lado, se ha generado un debate en torno al “giro cultural” en los estudios sobre estratificación y al intento por incorporar las propuestas de Bourdieu en estos trabajos (Bottero, 2005; Bottero y Crossley, 2011; Bourdieu, 1989, 1997; Crompton y Scott, 2005; Flemmen, 2013; Lamont, 2012; Lamont, Beljean y Clair, 2014; Savage y Devineet al., 2005), aunque reconociendo la necesidad de superar algunas limitaciones del autor francés (como la escasa atención a la interacción social o los procesos de cambio, entre otros aspectos).
La propuesta analítica de Bourdieu modificó los puntos en los que se había venido trabajando la relación entre clase, cultura y subjetividad en cuatro sentidos: 1) permite ir más allá de afirmar si las personas se autoubican correcta o incorrectamente en su posición de clase, para asumir que la identificación “no se basa en el reconocimiento que uno tiene de su posición dada, sino en diferenciarse uno del resto en un campo, a través de comprender y jugar un juego que involucra distintas apuestas y jugadores” (Savage y Devine, 2005: 14; traducción propia); 2) los retos a los sistemas de desigualdad no dependen de la conciencia de los grupos, sino que la participación de éstos ayuda a fijar y legitimar las propias reglas y condiciones del campo; 3) ayuda a asumir una multiplicidad de campos en los que no existe una determinación entre ellos (a diferencia de los esquemas marxistas); 4) la capacidad de “moverse” entre campos permite a los agentes tener presentes los diferentes tipos de juegos y apuestas en cada uno. Además, favorece reconocer que la clase se refiere a una “visión del mundo” que está en disputa con otras visiones.
Asimismo, como lo señala Bertoncelo (2015), la propuesta de Bourdieu sobre las clases presenta algunas contribuciones primordiales: a) ver a la sociedad como un espacio multidimensional de posiciones sociales; b) el concepto de habitus como articulador entre prácticas y posiciones objetivas; c) “la concepción de clases sociales como colectividades cuyas fronteras (boundaries) son continuamente redibujadas, impugnadas (contested) y reproducidas en prácticas sociales” (Bertoncelo, 2015: 454, traducción propia). Como señala Wacquant, la propuesta de Bourdieu sobre
clase, poder y cultura nos lleva a pensar que el sociólogo reformuló el problema clásico de la dominación y la desigualdad cuestionando el estatus ontológico de los grupos, y creando herramientas para revelar cómo es que éstos son hechos y desechos de manera práctica en la vida social mediante la inculcación de esquemas compartidos de percepción y apreciación, y la disputa por aplicarlos, demarcar, custodiar o cuestionar las fronteras sociales (Wacquant, 2013: 8)
Sin embargo, autores como Savage y Devine (2005) reconocen problemas en la propuesta de Bourdieu: el planteamiento sobre la cultura resulta reduccionista; no se problematiza la relación entre práctica y discurso, y es una perspectiva que sigue “anclada” en el supuesto de la existencia de una sociedad con claros límites (principalmente otorgados por la idea de Estado-nación). A este panorama se agregan advertencias de asumir la totalidad de la propuesta de Bourdieu como una perspectiva relacional (Bottero y Crossley, 2011; Crossley, 2011). El trabajo de Bourdieu es una apuesta por desvelar los mecanismos de reproducción social y un intento por otorgar relevancia a lo simbólico.3 Sin embargo, es una propuesta que termina por privilegiar las dimensiones socioeconómicas en la relación que establece entre campos y habitus. O, como plantea Emirbayer (2009: 405), “en muchos casos [Bourdieu] trata las expresiones culturales como reflejos de las diferencias socioeconómicas”. Una crítica adicional es la debilidad con la que incorpora los vínculos sociales (interacciones) como dimensión constitutiva de lo social y de las posiciones sociales, una lectura relacional de las posiciones y las clases sociales. Es decir, a su manera de entender la posición de los individuos y los grupos en relación e interdependencia con otras posiciones y grupos. La perspectiva relacional se sustenta en desplazar la pregunta por los atributos para describir una posición, para discutir la posición social como una relación y práctica social. Alejarnos de la pregunta sobre la distribución de los patrones de estratificación o clase social (y sus vínculos con ciertos tipos de atributos, competencias y recompensas) permite problematizar la interacción entre cada uno de estos aspectos. Además, posibilita visualizar el carácter situado y contextualizado de estos procesos de acuerdo con la construcción del objeto de estudio. Los procesos de diferenciación y clasificación operan de manera situada en prácticas e interacciones sociales, con lo cual se superan las visiones centradas en categorías como comunidad e identidad (Bottero e Irwin, 2003).4 Los procesos de clasificación y diferenciación son -también- las narrativas mediante las cuales los individuos y grupos justifican, legitiman y organizan sus propias experiencias y las de otros, dando cuenta de sus elementos valorativos y morales. Además, son estrategias que adoptan las personas respecto de lo que consideran legítimo y “acorde” con su posición. De esta manera, se reconoce que estos procesos son constitutivos de la producción y reproducción de la posición social, se sitúan en las prácticas e interacciones sociales, adquieren visibilidad en tanto narrativas y discursos sobre la posición social, e involucran estrategias que son llevadas a cabo por los agentes.
Una perspectiva que se puede ubicar en el ámbito cultural, en el estudio sobre clases sociales y desigualdad social, es la relativa a las fronteras simbólicas: las fronteras refieren a dinámicas de inclusión/exclusión mediante “prácticas, actitudes y valores afirmados y reafirmados a través de la interacción social” (Southerton, 2002: 175), refieren a “separaciones” entre personas, grupos y cosas y operan como legítimas y objetivas (Fuchs Epstein, 1989). Los debates sobre fronteras simbólicas tienen cuatro antecedentes importantes. Como se mencionó previamente, se le atribuye a Durkheim realizar los primeros aportes al destacar la importancia que poseen los sistemas de clasificación (simbólica) como elemento estructurador del mundo social. Un segundo antecedente está asociado a Mary Douglas (1973), quien desarrolló un aporte central en la comprensión de la importancia que tienen las categorías binarias y cómo involucran redes significantes amplias y que son reforzadas a través de rituales. Un tercer antecedente es la relevancia del concepto de frontera simbólica en los estudios sobre “comunidades” y grupos sociales. Es decir, las múltiples maneras en que estos actores movilizan categorías que permitan la diferenciación entre los miembros de la comunidad y los foráneos. Ejemplo de estos trabajos se pueden encontrar en el estudio sobre los procesos de diferenciación que se producen en torno a las categorías de residentes y foráneos (Elias y Scotson, 2016). Un cuarto antecedente está vinculado con los trabajos de Bourdieu (Bourdieu, 1988, 1989, 1991; Bourdieu y Wacquant, 1995; Wacquant, 2013), quien realiza una importante crítica al planteamiento de Durkheim sobre los sistemas de clasificación, que para el autor francés no son una construcción social neutra, sino que corresponden a mecanismos de dominación. Es decir, estos sistemas son productos sociales y, por lo tanto, resultado del juego entre actores que mantienen relaciones asimétricas de poder y capitales. Esto le permite a Bourdieu señalar que uno de los ámbitos centrales de lucha es por imponer una “visión del mundo”.
La autora que ha logrado establecer un marco general de discusión sobre las fronteras simbólicas es Michèle Lamont (1992, 2000) . Si retomamos principalmente sus trabajos y los de otros autores es posible realizar algunas precisiones en el estudio de las fronteras simbólicas. El punto de partida sería reconocer la distinción entre fronteras simbólicas y sociales:
Fronteras simbólicas son las distinciones conceptuales realizadas por los actores sociales para categorizar objetos, personas, prácticas, e incluso el tiempo y el espacio. Son herramientas con las que los individuos y los grupos luchan y llegan a consensos [temporales y situados] sobre las definiciones de la realidad. [Además], separan a las personas en grupos y generan sentimientos de pertenencia; [y son] un medio esencial a través del cual las personas adquieren estatutos y monopolizan recursos. Las fronteras sociales son formas objetivadas de diferencias sociales que se manifiestan en la desigualdad de acceso a la distribución de los recursos (materiales y no materiales) y a las oportunidades sociales. También se revelan en los patrones de comportamiento estables de asociación (Lamont y Molnar, 2002: 169 ).
Asimismo, es preciso señalar tres propiedades de estas “fronteras”. En primer lugar, están las vinculadas a categorías pareadas (Tilly, 1999), que operan como criterios de organización del mundo social y permiten entender la durabilidad y permanencia de los mecanismos de reproducción de los regímenes de desigualdad. En segundo lugar, no suelen aparecer como fronteras cerradas o inamovibles (Tilly, 1999; Lamont, 2000; Cosacov, 2017; Bottero e Irwin, 2003; Bottero y Prandy, 2003), dado que su mantenimiento resultaría muy “costoso” para los involucrados. Por el contrario, poseen un carácter permeable, situado históricamente (y, por lo tanto, cambiante), dependiente del juego entre categorías “internas y externas” (Tilly, 1999) presentes en dinámicas de interacción social, y que son una entrada para comprender los procesos de reproducción social de las clases sociales. Además de que se dan también en los conflictos y discursos sobre otros sectores (Cosacov, 2017; Guano, 2004). Finalmente, se debe destacar el carácter moral (Sayer, 2005) que tienen estas fronteras simbólicas. Es decir, que también se ponen en juego valoraciones sobre los atributos individuales y/o colectivos de aquellos que pueden ser identificados como “dentro o fuera del grupo social” (Bacque, Charmes y Vermeersch et al., 2014; Benson y Jackson, 2017; Pachuki, Pendergrass y Lamont, 2007).
El espacio urbano en la configuración de posiciones sociales
Una de las críticas centrales a los estudios sobre estratificación y desigualdad basados en esquemas ocupacionales (Crompton, 2008; Savage, 2011) es su debilidad para comprender a la clase social como un proceso que involucra distintas dimensiones (no sólo la productiva o la posición en el mercado). Así, junto con el debate sobre el “giro cultural” y sobre las clases sociales, un tema que ha recibido especial atención ha sido el de cómo reincorporar el espacio urbano, la espacialidad y la sociabilidad urbanas al debate sobre clases sociales y desigualdad social (Andreotti, Le Galèsy y Moreno et al., 2015; Atkinson, 2006; Bacque et al., 20152010; Blokland y Savage, 2008; Savage, Warne y Devine, 2005).5 A grandes rasgos, existen tres temas centrales en los que se ha propuesto esta discusión o “giro espacial”.6
La primera -y la forma más “tradicional”- es el debate sobre segregación residencial (Sabatini, 2006). El argumento central en este caso tiene que ver con el cómo la concentración o dispersión de la población (dependiendo del tipo de atributo que se quiera medir, como son los casos de los esquemas ocupacionales, el ingreso o el nivel educativo) genera una serie de consecuencias en términos de la calidad de vida y la experiencia urbana. Este es un tema que ha recibido atención importante y guarda relación con tres dimensiones: a) la relación entre desigualdad (accesos diferenciados a bienes valiosos) y estructura urbana; b) la configuración de una nueva “estructura urbana” -denominada como insular por autores como Janoschka (2002) y que se caracteriza por la fragmentación urbana- como resultado de un nuevo modelo de acumulación de capital y los “efectos” de la globalización (Portes, Roberts y Grimson et al., 2008), y c) la relación entre pobreza y segregación residencial, abordada principalmente en sus formas “extremas”, denominadas como marginalidad (Wacquant, 2014) o exclusión (Ziccardi, 2008).
En segundo lugar se encuentran los debates sobre la movilidad residencial y “pertenencia electiva” (elective belonging) (Andreotti, Le Galésy y Moreno et al., 2015; Méndez, 2008; Savage, Bagnall y Longhurst, 2004). El argumento central en esta perspectiva es que el lugar de residencia puede ser tan importante como la ocupación (principalmente para los sectores medios); lo anterior como criterio para discutir las clases sociales (Benson y Jackson, 2017; Butler, Hamnett, y Rarmsden, 2008; Savage, Bagnall y Longhurst, 2004). Desde una definición procesual de las clases sociales, el lugar de residencia opera como un criterio de identificación, un marcador de posición social “y un indicador relacional y territorial de quién eres o no eres” (Savage, Bagnall y Longhurst, 2004: 2) Así, se considera que el espacio (space) contribuye a la transformación del habitus (Savage, 2011; Wacquant, 2017). Es decir, que los grupos que experimentan procesos de movilidad residencial pasan por un proceso de incorporación (o “adaptación”) para adecuarse a las normas y formas de vida de estos nuevos entornos residenciales.
Como parte de este argumento central se debe señalar que el lugar de residencia opera como un criterio práctico para el “estatus” o marcador de posición social para los agentes en por lo menos un triple sentido: a) como criterio para interpretar la posición social de los agentes debido a los “imaginarios” que existen sobre los distintos espacios residenciales que existen en la ciudad;7 b) que cada espacio residencial debe entenderse como arreglos institucionales que reproducen accesos desiguales a bienes valiosos; y c) que permite la proximidad residencial entre personas que comparten posiciones socioeconómicas similares, lo que en teoría se expresaría en la conformación de redes sociales que poseen un carácter importante de proximidad territorial.
Un tercer grupo de trabajo discute acerca de los espacios de interacción y configuración de territorialidades de poblaciones “heterogéneas” (Bacqué, Charmes y Vermeersch, 2014; Tissot, 2010 y 2014). La interacción entre estos grupos puede adquirir un sentido conflictivo, en por lo menos cuatro dimensiones: a) relaciones asimétricas de poder para definir la agenda colectiva o “las prioridades locales”; b) la capacidad de generar un discurso común para la localidad y sus características (en términos estéticos y de las economías morales existentes); c) las normas de convivencia del espacio público en términos de un “orden negociado”; y d) sobre formas de vigilancia y “exclusión” (August, 2014). Lo anterior lleva a una discusión sobre cómo las fronteras simbólicas y sociales que existen en estas áreas residenciales heterogéneas se articulan con fronteras espaciales (Benson y Jackson, 2017). Por lo que se considera que las fronteras sociales de clase se deben articular con dinámicas internas y externas al “barrio”, que se reproducen y que organizan la vida cotidiana de los agentes y la forma en cómo se legitiman estos criterios (como es el caso de los discursos sobre la belleza y los criterios estéticos).
Con base en estos debates, algunas discusiones analíticas se convierten en fundamentales para una aproximación relacional a las desigualdades y clases sociales que incorpore al espacio urbano: las prácticas territoriales, la vida cotidiana y la fragmentación de la ciudad. El argumento central es que en las últimas décadas -refiriéndose a América Latina- se ha producido un cambio en la forma y estructura urbanas (De Mattos, 2006; Portes, Roberts y Grimson et al., 2008) que ha dado paso a un mayor nivel de fragmentación, entendida como la desarticulación de la experiencia urbana y la mayor distancia social entre grupos sociales (Duhau y Giglia, 2008). Es decir, existe un consenso relativo sobre cómo diversos factores han modificado las pautas de la sociabilidad urbana. El habitar -o experiencia urbana (Duhau y Giglia, 2008)- adquiere nuevas particularidades como resultado de los cambios urbanos y transformaciones estructurales. En este contexto, una primera dimensión tiene que ver con las pautas de interacción existentes en estos espacios. Esto requiere problematizar la relación entre segregación y proximidad. Como lo señalan Andreotti, Lé Galésy y Moreno (2015: 63, traducción propia) , es importante reconocer que “si proximidad no significa necesariamente cohesión, segregación no tiene por que significar aislamiento”.
En segundo lugar, resulta imperativo abordar la territorialidad de las prácticas sociales. La premisa central es que la experiencia urbana está mediada por las lógicas de territorialidad de los agentes. Es decir, que el uso y apropiación de la ciudad influye en la experiencia urbana. Esta premisa está vinculada con una segunda idea, la cual propone la existencia de “habitus urbanos metropolitanos”, organizados en torno a las estrategias movilizadas para hacer frente a la vida en la ciudad, que implican poner en juego las ventajas estructurales que poseen y promueven una pauta de “socialización urbana” específica que se expresa en valores, normas y percepciones sobre la ciudad (Butler y Robson, 2003).
En tercer sitio, otro debate importante está vinculado con los estudios sobre barrio y/o comunidad. Como se señala a continuación, un tema prioritario en la agenda de investigación ha sido el de cómo aproximarse a las relaciones sociales que existen en los entornos residenciales, y cómo su configuración guarda relación con las formas de interacción existentes entre los agentes. Una de las premisas sobre los impactos de la globalización ha sido la fragmentación de los vínculos de proximidad y la importancia que adquieren los flujos como dinámica estructuradora de la vida social. Sin embargo, como señala Thorns (2002), pese a estos cambios es importante ahondar en las preguntas sobre la espacialidad de los vínculos sociales y sobre cómo los entornos residenciales configuran pautas de interacción que pueden o no ir de la mano con las tendencias a la mayor fragmentación urbana.
Las redes sociales como elemento estructurador8
De acuerdo con Knox, Savage y Harvey (2006) existen dos grandes “posturas o tradiciones”9 en el estudio de las redes sociales: la escuela de análisis de redes sociales (SNA, por sus siglas en inglés) y la antropología social. La primera es una respuesta a la crisis del estructural-funcionalismo y ha logrado generar un alto desarrollo metodológico (lo que para Knox et al. son las redes sociales como método) y no posee una propuesta teórica claramente identificable. Así, es una aproximación estructural a la sociedad (durante las primeras fases de desarrollo del SNA, y que luego va a desarrollar una perspectiva cultural), que impulsa una mirada centrada en el individuo. Los trabajos de Granovetter son fundamentales en este debate y su propuesta teórica es de arraigo social.10
Una segunda perspectiva, la cual está asociada a la antropología, se caracteriza por presentar una alternativa a las aproximaciones estructural-funcionalistas en el estudio de los grupos sociales y la comunidad, destacando la importancia de los intercambios basados en criterios de reciprocidad y ayuda mutua. Una característica común en la antropología y la sociología urbana ha sido la constante crítica a la categoría de “comunidades urbanas”, entendidas bajo la configuración socioespacial de barrio, vecindad o comunidad (Hannerz, 1993; Thorns, 2002). La premisa teórica central era que las relaciones sociales o vínculos que establecían los agentes en estos espacios eran los elementos estructuradores de la cohesión social (Forrest y Kearns, 2001). El estudio de las redes sociales ha permitido renovar los análisis sobre la “comunidad”, al reconocer que los vínculos no están delimitados a un barrio o lugar específico, sino que existen algunos que van más allá de las relaciones de vecindad o proximidad.
En las últimas décadas la idea de “red social” se ha posicionado en las ciencias sociales, y ha logrado niveles relevantes de formalización metodológica y teórica. Finalmente, existe un llamado de distintos autores (Andreotti, Lé Galésy y MorenoAndreotti et al., 2015; Blokland, 2003; Blokland y Savage, 2001; Bottero y Crossley, 2011) por “reintroducir” la dimensión de las redes sociales en los debates contemporáneos sobre las clases sociales.
En el estudio sobre redes sociales se suele incorporar lo que se denomina el imperativo “anticategórico”, esto es, se rechaza “explicar el comportamiento o los procesos sociales únicamente a través de los atributos categóricos de los actores, sean éstos individuales o colectivos” (Emirbayer y Goodwind, 1994: 1414, traducción propia). Lo anterior da paso a tratar de responder la pregunta: ¿cuál es la relación entre estratificación, posiciones sociales y redes sociales? La premisa conceptual es que las redes sociales son una dimensión central en los procesos de estratificación en la medida en que “estructuran el acceso diferencial a recursos, información, personas y lugares de forma que ayudan a organizar relaciones desiguales de clase y estatus” (Bottero, 2005: 166, traducción propia). Para comprender lo anterior, se deben realizar algunas precisiones. Una de las particularidades que poseen las redes sociales es que suelen presentar rasgos de homofilia, es decir, que personas con características similares mantienen vínculos. Esta situación muestra el marco de distintos mecanismos de “generación de vínculos”, como puede ser el acceso a ciertos espacios, lo cual está influenciado por el lugar de residencia, o que dichas vinculaciones se suelen establecer en espacios institucionales (como el trabajo o los ambientes educativos), que involucran cierta similitud en términos de posiciones sociales de los agentes (Bottero, 2005). Es decir, las redes sociales se organizan en torno a contactos infinitos dentro de espacios organizativos e institucionales específicos. Esta es una forma de entender el constreñimiento social presente en la conformación de las redes sociales. Por otro lado, éstas asimismo pueden generar mecanismos de “exclusión” (mediante formas de cierre social), pero también reproducen esquemas de “distancia social” de manera “rutinaria y no intencionada” (Bottero y Prandy, 2003; Bottero, 2005).
Adicionalmente, para comprender la relación entre estratificación y redes sociales, se debe hacer mención al concepto de capital social.11 Más allá de los debates existentes sobre el tema, lo que interesa plantear es que uno de los recursos centrales que se ponen en “juego” en las redes sociales es el acceso a formas distintas de capital social, el cual opera tanto a través de las características de las redes a las que un agente pertenece, como de los recursos disponibles en ellas, lo cual ha constituido una reflexión conceptual central para comprender la reproducción y movilidad sociales.
Las redes también son una dimensión fundamental en la negociación, mantenimiento y configuraciones de los regímenes simbólicos (mediante la puesta en uso y la legitimación de criterios de clasificación y diferenciación). En el esquema de Bourdieu, pareciera existir una situación estática en torno a los múltiples usos o juegos en los que participan simultáneamente los agentes. La importancia de estas fronteras simbólicas la señala Lamont (2000) como elemento constitutivo del juego (de la posición social). Sin embargo, advierte sobre la necesidad de no asumir la existencia de criterios fijos de diferenciación y clasificación. De lo que se trata, para esta autora, es de explorar los rasgos permeables de las fronteras simbólicas y comprender cómo están vinculadas con otras múltiples fronteras (sociales, morales) (Lamont y Molnár, 2002).
Es en este punto donde la dimensión de las redes sociales adquiere gran relevancia. Las fronteras simbólicas deben entenderse en su lógica práctica. Esto es, a través de las formas en que las movilizan los agentes en situaciones específicas (que involucran tanto lo que “se hace” en ciertas condiciones, como la manera en que se narran estas situaciones). Además, uno de los rasgos centrales de estas fronteras simbólicas es que no operan de manera continua, sino que son “activadas” en ciertas circunstancias. Así, discutir los grados de estabilidad-permeabilidad de las fronteras simbólicas involucra preguntar sobre la configuración de las redes sociales.
Lo anterior debe complementarse con los trabajos que discuten la relación (y diferencias) entre los sectores sociales a partir de las características de las redes sociales. Una de las tesis más importantes en esta discusión proviene de los trabajos de Wilson (1987), quien argumentó que uno de los elementos estructuradores de la pobreza de los guetos estadounidenses es la homogeneidad de los vínculos sociales (como consecuencia de su concentración espacial y como resultado del desplazamiento o “huida” de los sectores medios hacia otras áreas de la ciudad). Esta idea -con distintos matices- está presente en un número importante de trabajos.12 A grandes rasgos, la premisa se resume de la siguiente manera: las “redes sociales de individuos pobres tienden a ser de menor tamaño, menos variadas y más locales y basadas en lazos de socialización primaria [familia, por ejemplo] que las redes de personas de clases medias” (Marques, 2016: 1068; traducción propia).
Otra área relevante de estudios tiene que ver con los agentes en posiciones intermedias (como el caso de los sectores medios). Se considera que este sector puede entenderse como una posición intermedia entre la clase media y la clase baja y/o clase trabajadora. Esta posición “intermedia”13 se define por los vínculos -en términos de redes- que mantiene con los sectores empobrecidos (desde la vida pública del distrito; el acceso a instituciones y dinámicas de interacción, hasta la carga simbólica asociada con los lugares de residencia); con las redes que se establecen en torno a otras dimensiones como los ámbitos familiar, educativo y laboral, y por los vínculos y criterios de identificación que consiguen con otros sectores sociales. Este conjunto de posiciones -en un contexto socialmente heterogéneo (en términos de accesos diferenciados a bienes materiales y simbólicos)- involucra la capacidad de los individuos de desplazarse de manera competente en distintos universos simbólicos, así como de recurrir a estrategias individuales y colectivas de reproducción de la posición social.
Cierre
En el presente artículo se intentó describir un panorama complejo de los estudios interesados por el análisis sobre las clases sociales y la desigualdad social desde una perspectiva relacional y centrada en las prácticas sociales, interacciones y mecanismos de diferenciación y de clasificación que movilizan los agentes con el fin de situarse posicionalmente. La apuesta central es recuperar una discusión sobre las clases sociales que se aleje de los debates nominales (¿qué son?) y se aproxime a una visión relacional y práctica. Además, se trata de una apuesta por profundizar en el debate sobre las dimensiones simbólicas de las múltiples desigualdades. Se propusieron tres áreas de discusión -fronteras simbólicas, redes sociales y espacio urbano- como caminos para revitalizar el estudio sobre la desigualdad social desde un enfoque relacional y con atención en las dimensiones simbólicas y socioculturales. Estas preocupaciones permiten reconstruir una agenda de investigación, que debe mantener como advertencia que el “renovado énfasis en temas sobre identidad y diferencia no debe llevarnos a olvidar o a poner en segundo lugar que una de las preocupaciones centrales en los análisis de clase tiene que ver con el estudio de los sistemas de desigualdad social” (Crompton y Scott, 2005: 191). Por el contrario, de lo que se trata es de reconocer que los procesos simbólicos son constitutivos de la desigualdad social, pero que deben anclarse en las particularidades de nuestras realidades. Se han señalado los debates centrales. El siguiente paso consiste en aterrizar estas discusiones para el contexto latinoamericano.