No hay que temer nada en la vida, sólo hay que entenderlo. Ahora es el momento de entender más, para que podamos temer menos.
There is nothing to fear in life; you only have to understand it. Now is the moment to understand more, so we can fear less.
Marie Curie
Introducción
El virus Sars-Cov-2 se generó en la ciudad de Wuhan, en China, a finales de diciembre de 2019. Esta pandemia, que se ha extendido como resultado de las interconexiones mundiales, obliga a repensar los postulados teórico-analíticos de autores como Ulrich Beck y Anthony Giddens sobre el riesgo, la contingencia y la incertidumbre. De la misma manera, la construcción social del riesgo (percepciones-vulnerabilidad) se presenta como una herramienta potencial de análisis frente a situaciones de riesgo-desastre, pero sobre todo es importante abordar la manera en la cual el cambio climático y la pérdida de biodiversidad colocan en una situación comprometida a la relación sociedad-naturaleza y cómo el modelo depredador es un elemento clave para entender el auge de virus y pandemias.
Nuestras acciones individuales y sociales tienen repercusiones en los sistemas naturales que nos mantienen y, de igual manera, nuestros entornos nos definen culturalmente. Los cambios que ocurren en ellos y la forma en cómo nos apropiamos de los recursos traen consigo consecuencias en nuestro estilo y calidad de vida. Frente a esta nueva pandemia nuestros referentes se modifican y transforman, sin saber bien a bien los resultados y efectos sociales, económicos y políticos de corto y largo plazos.
En un primer apartado abordaremos desde la perspectiva de Beck y Giddens cómo las sociedades modernas desarrollan un típico modelo industrial y tecnológico que conlleva una serie de cursos de acción. Sociedades modernas avanzadas donde coexisten, de manera problemática, la expansión de las opciones y la de los riesgos. Los planteamientos teóricos de ambos autores sobre el riesgo ambiental permiten analizar el momento mundial en el que vivimos, donde las certezas y las seguridades quedan cuestionadas y dan pie a un tiempo incierto e inseguro.
En un segundo apartado, el análisis se centra en la pertinencia de las percepciones-vulnerabilidad como elementos centrales de la construcción social del riesgo y su validez metodológica para desentrañar cómo los individuos y las poblaciones se enfrentan a nuevos riesgos-desastres, como son las enfermedades y las pandemias. El elemento central es abordar la posibilidad de generar indicadores que nos permitan conocer qué sociedades e individuos son más vulnerables al riesgo-desastre y de qué manera las percepciones sociales son elementos que nos brindan herramientas para enfrentar el riesgo y favorecer el empoderamiento.
Por último, se señala de qué manera la pérdida de biodiversidad y el cambio climático son factores clave para entender la presencia de nuevos virus y la aparición de enfermedades y pandemias. En este apartado se pone énfasis en el modelo depredador de explotación de materias primas, energías fósiles y agriculturas extensivas, con un enfoque particular en las economías del Sur global en donde la urbanización, la pobreza y el hacinamiento son factores eje para los focos epidemiológicos.
Por lo tanto, el objetivo de este artículo es mostrar la relación entre la pérdida de biodiversidad y el cambio climático con la pandemia del Covid-19, y hacerlo a partir de recobrar el enfoque teórico-analítico de la sociología del riesgo y la metodología de la construcción social del riesgo (percepción + vulnerabilidad).
El riesgo como la nueva premisa de la realidad
Siempre la realidad implica una reflexión más allá de los hechos. Anthony Giddens, pero sobre todo Ulrich Beck, elaboran una teoría que hoy se asoma por la ventana para recordarnos la fragilidad de nuestra existencia. La pandemia del Covid-19 se nos adelanta como un mal presagio. Nuestras rutinas, costumbres, relaciones y cotidianeidad se vieron alteradas. Un intermedio demasiado largo y penoso, que vuelve a colocar en la mesa de discusión a la llamada “sociedad del riesgo”. Una nueva realidad donde el riesgo es permanente y las contingencias afectan la vida de la sociedad y de los individuos. Un camino plagado de ambivalencias e incertidumbres permanentes.
La llegada de la “modernidad reflexiva” es el resultado de las decisiones que se tomaron en la “modernidad industrial” (el progreso, la ciencia, la técnica, entre otras), las cuales producen efectos colaterales que afectan, de manera directa, la vida cotidiana. Se crea una sociedad de enormes riesgos pero también de infinidad de opciones. Una particular etapa de la sociedad moderna, definida no por la seguridad y la certeza sino por la contingencia y el riesgo, es aquella en que “...el tránsito de la época industrial a la del riesgo se realiza anónima e imperceptiblemente en el curso de la modernización autónoma conforme al modelo de efectos colaterales latentes” (Beck, 1996a: 202).
Las sociedades no adoptan un modelo de riesgo, sino que es el propio desarrollo el que las conduce a esta opción no elegida; son los procesos de modernización los que conllevan a consecuencias y peligros que cuestionan, denuncian y transforman los fundamentos de la sociedad industrial. Este tipo de sociedades contemplan al riesgo como parte de la toma de decisiones. Ante cada resolución asumida, ante cada opción elegida, se plantea un riesgo que el individuo y las sociedades corren. El progreso puede convertirse en autodestrucción. La modernización reflexiva significa un cambio en la sociedad industrial que se produce de forma subrepticia y no planeada “...a remolque de la modernización normal, de modo automatizado, y dentro de un orden político y económico intacto que implica lo siguiente: una radicalización de la modernidad que quiebra las premisas y contornos de la sociedad tradicional y que abre vías a una modernidad distinta” (Beck, 1996 b: 15).
Uno de los efectos palpables de esta nueva realidad es el deterioro y agotamiento de los recursos naturales que, irónicamente, pone en jaque el desarrollo alcanzado por la sociedad industrial. Se altera la relación naturaleza-cultura, se da pie a una generalizada destrucción ecológica, se modifican ecosistemas, se buscan ganancias inmediatas, se devastan paisajes, se explotan inmoderadamente recursos madereros, mineros, y energéticos, se merman los frágiles equilibrios de la naturaleza; así, “...la sociología ha fijado su atención en el problema del riesgo o, al menos, ha reclamado para sí la citada categoría. Tras el debilitamiento de los prejuicios anticapitalistas, la ciencia sociológica encuentra una nueva oportunidad para contemplar con un nuevo sentido su viejo rol, el de alarmar a la sociedad” (Luhmann, 1996: 127).
Los rasgos característicos de la modernidad reflexiva estarán comandados por el riesgo, pero juegan un papel relevante la contingencia y la ambivalencia. No existen más las previsiones, las seguridades de antaño; más bien, los percances e incidentes apuntalan un camino sinuoso. Nada es lo que era. Se inaugura la época del “y” que ya no puede nombrar, clasificar y marcar en una sola dirección. La expansión de los significados, mundos y posturas continúa. Se correlacionan las formas dualistas de dispersión y restricción, de optimismo y pesimismo, de dominio y reconciliación; no es la lucha contra el destino, sino con el destino. “Al ser el riesgo no calculable al cien por ciento significa que deviene un mito, porque el margen de lo incalculable, de lo todavía no reconciliado, forma parte del noúmeno social, de aquello de lo que todavía el dominio racional no puede dar cuenta, de lo indeterminado (el apeirón)” (Beriain, 1996: 23).
La reflexividad implica la presencia de límites al desarrollo alcanzado, los riesgos a los que estamos expuestos, la autoconfrontación: el momento en el que las sociedades modernas se examinan con los fundamentos y límites de su propio modelo. La destrucción de la naturaleza; la inseguridad ante la falta de poder de la política y del Estado como garante y referente, y el desencantamiento de los vínculos colectivos que mantenían unida a la colectividad (las ideas de progreso, las seguridades, el Estado, la clase, el sindicato, etc.) dan lugar a la individualización: “Los individuos se convierten en artesanos de sus propias biografías. Lo que no significa, en absoluto, desaparición, sino individualización de las desigualdades sociales” (Beck, 2002: 10-11).
El problema fundamental radica en los riesgos ambientales que las sociedades industriales han provocado. Se sustenta así la idea de un caos civilizatorio propiciado por las formas de producción adoptadas; una sociedad que se pone en peligro a sí misma. Las decisiones humanas y los efectos industriales que tendieron a controlar todo, hoy se enfrentan a la fragilidad de la civilización. El uso indiscriminado de los recursos naturales y la energía en la sociedad industrial han conducido, de manera inevitable, a una crisis ambiental. La cultura y la naturaleza se han separado, se emiten valores que dilapidan y dañan a los ecosistemas, y que colocan a todos y a cada uno ante un evidente deterioro ambiental que puede terminar con la vida del planeta. Uno de los efectos colaterales más importantes de la producción industrial son justamente los focos de deterioro ambiental, que tienen su correlato en una profunda crisis institucional. La impredecibilidad de las amenazas del desarrollo técnico-industrial crea la necesidad de autorreflexión sobre los fundamentos de la cohesión social y de la racionalidad de las sociedades industriales (Beck, 2009).
Los riesgos surgen a partir del triunfo del orden instrumental racional que excede los límites que aseguran la viabilidad de la naturaleza. Se rompe con la capacidad de soporte de las sociedades mediante la utilización de la razón como instrumento de la industrialización: “En la fase de la sociedad del riesgo, el reconocimiento de la incalculabilidad de los peligros desencadenados con el despliegue técnico-industrial obliga a efectuar una autorreflexión sobre los fundamentos del contexto social y una revisión de las convenciones vigentes y de las estructuras básicas de la racionalidad” (Beck, 1996 a: 212).
Por otra parte, para Anthony Giddens los cambios provocados por las instituciones modernas se entretejen con la vida individual y, por lo tanto, con el yo. Las transformaciones vividas en la modernidad reflexiva (tardía) afectan de manera directa al yo y lo sumen en la encrucijada entre la diversidad de opciones y posibilidades. La confianza, para Giddens, es lo que proporciona al individuo herramientas para enfrentarse a un mundo de desanclaje y sistemas abstractos. La confianza tiene el poder de restablecer la seguridad ontológica: “La planificación de la vida, organizada de forma refleja, y que presupone normalmente una ponderación de los riesgos, filtrada por el contacto con el conocimiento de los expertos, se convierte en un rasgo central de la estructuración central del yo” (Giddens, 1998: 14).
La modernidad reflexiva (tardía) es esencialmente, para Giddens, postradicional. La transformación del tiempo y el espacio, unida a los mecanismos de desenclave, liberan a la vida de los preceptos y prácticas establecidos. Circunstancias que provocan la reflexividad generalizada, desde las ciencias que ahora se constituyen a partir del principio metodológico de la duda, hasta el estilo de vida del yo. Si para Beck la solución a la individualización es la generación de redes en libertad, para Giddens es el restablecimiento de la confianza encabezada por el sistema de expertos el fundamento de la nueva seguridad ontológica e institucional.
A diferencia de Giddens, Beck no considera que el sistema de expertos pueda generar un orden confiable. Muy por el contrario, establece que todo el sistema de racionalidades, creadas y difundidas por los expertos en relación con la sociedad industrial, ha originado una realidad única que conduce a patrones y fórmulas obsoletas que no pueden dar cuenta de la materialidad a la cual nos enfrentamos. Esta realidad se caracteriza hoy por la ambivalencia, la cual se presenta en todos los campos del saber: la ciencia, la política, la sociedad y el mismo individuo. La civilización del riesgo nos impone la ambivalencia, “...una nueva clase de racionalidad científica (lógica de investigación, reglas de procedimiento, teoría y metodología experimentales y un replanteamiento del procedimiento subsistémico de la revisión interpares de los resultados)” (Beck, 1998: 50).
En contra del orden religioso que confería toda explicación a Dios, o del orden de la razón, que se asentaba en la fuerza del conocimiento y del progreso, la modernidad reflexiva se enfrenta al caos producto de la falta de seguridades. La disputa por el orden es el combate frente a la ambigüedad, la ambivalencia, lo difuso, lo azaroso del caos. Este panorama da pie a un impacto diferencial. Las sociedades del Norte global, llamadas desarrolladas, por su propia condición pueden enfrentar los desafíos de estos cambios con mayores recursos políticos, económicos y hasta institucionales. Mientras, los estragos de esta nueva realidad en el Sur emergente hacen patente sus vulnerabilidades económicas, políticas, sanitarias, sociales, entre otras. El riesgo es constante y conlleva a desenlaces totalmente distintos, tanto en los individuos como en las sociedades: “En todos los escenarios de fiabilidad, el riesgo aceptable cae dentro de la categoría del conocimiento inductivo débil y, en tal sentido, prácticamente siempre se produce el equilibrio entre fiabilidad y cálculo del riesgo” (Giddens, 1993: 44).
Percepción y vulnerabilidad
Si bien las aportaciones teóricas de Beck y Giddens han sido muy importantes y hoy cobran vital importancia ante el auge de la pandemia, otros autores han incursionado en las características propias que presentan territorios, culturas y condiciones sociohistóricas para cuestionar y replantear la categoría de riesgo.1 Para Virginia García Acosta (2005)), el concepto se ha utilizado de múltiples maneras. Sin embargo, rescata dos visiones que han sido las dominantes: la construcción social del riesgo asociada con la percepción, en primer lugar, y la vinculada con la vulnerabilidad y la desigualdad, en segundo término.
La primera visión recupera a la historia y a la cultura como una premisa fundamental. Se gesta en Francia y estudia al riesgo a partir de tres periodos clave, a saber: el primero que va desde la peste y las epidemias de mediados del siglo XIV a 1750, donde prevalece el miedo. La segunda se liga a la industrialización y el miedo es sustituido por la angustia, en acontecimientos que cambian la percepción del riesgo (sismo de Lisboa de 1775, la Revolución Francesa y la Revolución Industrial). La última es la conocida como el “riesgo insoportable”, que parte del hundimiento del Titanic y las guerras mundiales y llega hasta Bophal y Chernobyl; en esta etapa la inseguridad sobrepasa la realidad de las amenazas.2
Mary Douglas (1996)) destaca en esta última escuela al considerar que el riesgo es una construcción cultural de las sociedades en su devenir histórico. Desde su visión, la percepción y la aceptación del riesgo son construcciones colectivas de un momento histórico determinado, como resultado de una matriz cultural dada. Los seres humanos aceptamos o rechazamos el riesgo a partir de las construcciones culturales del devenir histórico. Por lo tanto, la percepción del riesgo es un proceso social y es, en sí misma, una construcción cultural.
En esta aproximación, el riesgo es una de las características fundamentales de las sociedades contemporáneas, un nuevo ordenador de la vida social. Uno de los rasgos más importantes de esta nueva forma de organización consiste en que el miedo se convierte en una preocupación compartida por toda la población, como resultado de la velocidad exponencial de los avances tecnológicos y de las respuestas lentas que los grupos humanos presentan al percibir el riesgo. Como señala Gaspar Mairal-Buil (1999: 2), “estamos rodeados de riesgos con una dimensión tan extraordinaria que rebasa con creces al conjunto de la experiencia humana”.
La idea de que los riesgos se convierten en tales se concretiza en la medida en que son internalizados por la sociedad en los ámbitos normativos, cognoscitivos y simbólicos. Cada sociedad elige el horizonte de sus preocupaciones, según las posibilidades de enfrentar los problemas que detecta. Los riesgos y daños son una suerte de destilación que elimina algunos y selecciona otros. Por ello, no basta que las amenazas y los riesgos estén allí para ser percibidos; se requiere también “una voluntad social de ver” (Lezama, 2004).
La percepción del riesgo surge a partir de la interacción entre los miembros de una comunidad y de ellos con el medio que los rodea. Es una construcción colectiva que puede dar pie a adaptaciones o transformaciones de ese medio y, por lo tanto, es generadora de identidades. La percepción del riesgo se relaciona con imágenes, símbolos, prácticas y experiencias vividas por los actores sociales que enfrentan una realidad (Ríos y Múrgida, 2004).
La segunda perspectiva cobra auge a partir de 1990 y fundamentalmente tiene como contexto la degradación ambiental, los procesos de urbanización y el crecimiento demográfico ligados de manera directa con las grandes desigualdades socioeconómicas que se presentan en diferentes territorios y a diversas escalas. Esta realidad impulsó el estudio sobre desastres vinculándolos a una categoría eje, la vulnerabilidad. Este enfoque se denomina estructural y parte de analizar procesos de desarrollo mal llevados o incompletos, los cuales predisponen a las comunidades (Lavell, 2002).
Desde esta óptica, Aneas de Castro (2000)) analiza el riesgo desde la connotación de probabilidad: la ocurrencia de un fenómeno que sirve como medida para saber cuándo puede sobrevenir dicho suceso y los daños que puede ocasionar. Mientras que Allan Lavell retoma a Wilches-Chaux (1988)) para afirmar que un desastre no se concibe solamente desde un fenómeno como un terremoto o una inundación, pues el fenómeno en sí no sería un desastre. Para serlo “…necesariamente debe tener un impacto en un territorio caracterizado por una estructura social vulnerable...” (Lavell, 1993: 111). En otras palabras, la definición de desastre alude a repercusiones en la vida humana, pues esta situación sólo puede manifestarse cuando la integridad de un asentamiento está en riesgo. Por ello, es conveniente hablar de riesgo-desastre como la probabilidad de que ocurra un evento extremo y que éste dañe a una población.3
La vulnerabilidad alude fundamentalmente al nivel de desarrollo y a las condiciones socioeconómicas y culturales para enfrentar el desastre. Para Delgadillo (1996)), el grado de vulnerabilidad de la población se expresa en relación directa con su nivel de desarrollo, en el que inciden, por ejemplo, las técnicas inadecuadas de construcción; la mala ubicación espacial de la población frente a riesgos físicos; los bajos niveles de ingreso; la debilidad económica nacional; los grados deficientes de organización social; la salud precaria; la presencia de ideologías pasivas respecto de la relación del ser humano con su entorno y el control sobre el mismo; la inadecuada educación ambiental y los altos niveles de mortalidad de la población.4
Para Ruiz (2011)), la vulnerabilidad se define siempre en relación con algún tipo de amenaza, sean eventos de origen físico, como sequías, terremotos, inundaciones o enfermedades, o amenazas antropogénicas, como contaminación, accidentes, hambrunas o pérdida del empleo. Por su parte, para Wisner, Blaikie, Canon y Davis (2004)) explicar la vulnerabilidad implica hacer referencia a las características de una persona o grupo y a su situación; a sus capacidades de anticipar, lidiar, resistir y recuperarse del impacto de una amenaza.5 Para autores como Wilches-Chaux (1988)), la vulnerabilidad se compone no sólo por aspectos estructurales, sino que se deben considerar también factores ecológicos y socioeconómicos que permitan explicar el escenario en un panorama más amplio.
Así, la vulnerabilidad es un factor dinámico resultado de una interacción constante entre los factores internos y externos de una población, que convergen en un espacio geográfico determinado, cuyo resultado es el bloqueo o la incapacidad para responder adecuadamente a un riesgo. Wilches-Chaux (1988)) clasifica diez niveles, los cuales en su conjunto definirán el grado de vulnerabilidad global de un segmento particular de la sociedad, a saber: las situaciones ecológica, institucional, educativa, cultural, ideológica, económica, política, social, física y técnica de un poblamiento.
La adopción de la vulnerabilidad como eje de análisis condujo a establecer que los desastres no son eventos esporádicos, sino que son procesos que se gestan a través del tiempo hasta derivar en calamidades para las poblaciones. En este sentido, destaca la posición de Hewitt (1983, 1997), que enfatiza el contexto del desastre, incorpora variables socioeconómicas y reconoce al riesgo como agente analítico, el cual deberá estudiarse desde una perspectiva amplia y compleja. Este autor analiza de manera conjunta los efectos de las amenazas y los elementos que conforman el riesgo (magnitud y severidad de las vulnerabilidades económica, política y social acumuladas). Por ello, el riesgo-desastre constituye procesos multidimensionales y multifactoriales, como resultado de la combinación de amenazas y condiciones de vulnerabilidad que se construyen y se reconstruyen con el paso del tiempo (Oliver-Smith, 2002).
Estas dos dimensiones del riesgo (percepción y vulnerabilidad) conforman un binomio dinámico e integral que da pie a la construcción social del riesgo. Por ello, resulta necesario conocer y determinar comportamientos, saberes, cultura y acciones que las poblaciones advierten y perciben, situaciones de miedo-ansiedad-angustia y la manera en cómo las encaran, destacando sus conocimientos y prácticas locales (percepciones), que se unen a la vulnerabilidad acumulada que viven las comunidades y a las maneras en las que ésta permea y transforma sus vidas. La vulnerabilidad acumulada comprende: a) estrategias de vida; b) bienestar; c) capacidad adaptativa de personas y hogares; d) capacidad adaptativa de la comunidad y e) gobernanza.6
La construcción social del riesgo es la combinación dinámica y dialéctica entre percepciones y vulnerabilidad acumulada que se manifiesta de manera diferenciada en diversos territorios y escalas. Profundizar en estas variables puede permitir conocer, analizar y determinar de qué manera una epidemia como la provocada por el virus Sars-Cov-2 se presenta en sociedades complejas, globalizadas y con graves alteraciones ambientales, sociales, económicas y políticas. Sociedades de riesgo, incertidumbre y contingencia.
El riesgo y la pérdida de biodiversidad: Covid-19
Tanto para Beck y Giddens como para los diversos autores que abordan la construcción social del riesgo desde la fórmula percepción + vulnerabilidad, un factor adicional que potencia el riesgo-desastre es la degradación de los recursos naturales. A los sistemas socioecológicos se los entiende como la serie de relaciones de “dependencia y coexistencia entre la sociedad y sus recursos” (Calderón, 2015). Si bien las sociedades son propensas a recibir impactos, la capacidad de afectación de éstos se intensifica con la degradación del ambiente. El deterioro de zonas verdes, la tala inmoderada, la contaminación de aguas, ríos y mares, la contaminación ambiental. El uso indiscriminado de los recursos coloca a las poblaciones en una situación de alta vulnerabilidad y por ello con frecuencia se enfrentarán a fenómenos extremos como abundantes lluvias, ciclones, tornados, enfermedades y pandemias.
Un sistema socioecológico (SSE) puede entenderse como una red de nodos y conexiones que ligan los procesos societales con el ambiente natural que los rodea, generando a partir de ello un proceso de interacción de causas y consecuencias entre las actividades antrópicas y los efectos que éstas generan en el medio (Farhad, 2012). En este plano, el término de sistema socioecológico (Berkes y Folke, 1998) se utiliza para referirnos a un concepto holístico, sistémico e integrador del “ser humano-en-la naturaleza”. Por lo tanto, se lo entiende como un sistema complejo y adaptativo en el que distintos componentes culturales, políticos, sociales, económicos, ecológicos, tecnológicos, etc., interactúan entre sí. Esto implica que el enfoque de la gestión de los ecosistemas y los recursos naturales no se centra en los componentes del sistema sino en sus relaciones, interacciones y retroalimentaciones (Resilience Alliance, 2010).
El marco base de los SSE reside en la suposición de que los sistemas sociales y ecológicos están estrechamente conectados y, por lo tanto, el delineamiento de sus fronteras y la delimitación exclusiva de un ecosistema o de un sistema social resultan artificiales y arbitrarios. Las características antrópicas que generan situaciones de riesgo y vulnerabilidad están estrechamente vinculadas con el sistema ecológico. La presión que el género humano ejerce sobre la naturaleza da pie a escenarios precarios, pues existe una correspondencia entre los sistemas ecológicos y los sociales. El uso inadecuado de los recursos naturales, la contaminación y la degradación de éstos, nos colocan hoy en una situación incierta. Las repercusiones de nuestras acciones regresan como un boomerang para mostrarnos nuestra terrible vulnerabilidad como sociedad.7 El riesgo es resultado de la interacción sociedad-naturaleza, y varía en dependencia de las condiciones de cada sociedad frente a su entorno (Calvo García-Tornel, 1984). De esta manera, la probabilidad de sufrir algún daño deriva de las decisiones y acciones que el propio ser humano ha ejercido sobre su ambiente.
El virus Sars-Cov-2 se generó en la ciudad china de Wuhan a finales de diciembre de 2019.8 El contagio entre humanos y los efectos de la globalización han ocasionado una nueva pandemia mundial. Algunas de las características que adquiere esta enfermedad se relacionan con el constante crecimiento de la población y la demanda permanente de recursos naturales; la producción masiva de combustibles fósiles; un consumo de carne, pesca y caza indiscriminado; y el auge de las actividades industriales, mineras, agrícolas y agropecuarias (madera, minerales y recursos que demanda el Norte global). Un modelo intensivo que genera contaminación por agroquímicos, desfragmentación de hábitats, presencia en agua y suelo de pesticidas, fertilizantes, residuos sólidos y desechos peligrosos. Acciones que tienen dos efectos clave: el cambio climático y la pérdida de biodiversidad.9
Además, la necesidad de recursos y la expansión de las actividades económicas fragmentan los ecosistemas y alteran el hábitat de las especies, lo que incrementa la posibilidad de interacción entre ellas. Esta relación forzosa es la causa de muchas enfermedades infecciosas, en las cuales intervienen el patógeno y su huésped. Enfermedades zoonóticas que se trasmiten de un animal a otro (vector) hasta llegar al ser humano.
Hace apenas una o dos décadas, la opinión dominante giraba en torno a que era en los bosques tropicales y en los entornos donde la naturaleza se mantenía intacta, donde la vida salvaje amenazaba a los humanos al albergar los virus y patógenos que creaban nuevas enfermedades. Sin embargo, en los últimos años varios investigadores, como Eric Fèvre (2020)), Davis Quammen (2012)), Kate Jones et al. (2008)), Kavita Berger et al. (2019)), Michael Flint et al. (2015)), y Eric Fèvre y Cecilia Tacoli (2020), entre otros, afirman que más bien es la destrucción humana de la biodiversidad la principal condicionante para el surgimiento de nuevas enfermedades, como la Covid-19, pandemia viral que se ha extendido con profundas consecuencias en la salud y en la economía tanto en los países ricos como en los más pobres.
En su libro Spillover: Animal Infection and the Next Human Pandemic, David Quammen (2012, 2020) apunta cómo los humanos talamos selvas y bosques; arrasamos con los ecosistemas debido a las actividades extractivas; matamos animales o los encerramos en jaulas y los enviamos a mercados; desequilibramos los ecosistemas y liberamos los virus de su huésped original. Cuando esto ocurre, los virus buscan un nuevo organismo y, a menudo, el ser humano está por ahí.
Los brotes de origen animal y otras enfermedades infecciosas como el Sars (2003), la gripe porcina (2009), el Mers (2012), el Ébola (2014-2016), o ahora la Covid-19, causada por un nuevo coronavirus, se están incrementando. Los patógenos se cruzan de los animales a los humanos, y muchos pueden extenderse ahora rápidamente. El Centro de Prevención y Control de Enfermedades de Estados Unidos (CDC, Centers for Disease Control and Prevention) estima que el 75 por ciento de las enfermedades nuevas emergentes que infectan a los humanos proviene de los animales. Comprender la distribución espacial y temporal de las nuevas enfermedades infecciosas es una de las tareas más importantes y desafiantes del siglo XXI. Diversos estudios han demostrado que las zoonosis (enfermedades causadas por patógenos que se propagan de los animales a los humanos) representan la mayoría de las enfermedades infecciosas emergentes en la población humana (Smith et al., 2014).
Jones et al. (2008)) plantean que las enfermedades zoonóticas se relacionan con un cambio en el entorno y en el comportamiento humano. La destrucción de bosques a partir de la tala, la explotación minera, la construcción de carreteras y megaproyectos en lugares remotos, las urbanizaciones rápidas y el crecimiento de la población provocan que las personas tengan un contacto más directo con especies de animales a las que nunca se habían aproximado. La transmisión de enfermedades desde la vida salvaje a los humanos es un costo oculto del crecimiento económico. Miles de humanos, en todo tipo de hábitats, invaden esos lugares prístinos y dan cabida a más enfermedades. Estamos creando entornos donde los virus viejos y nuevos se transmiten con mayor facilidad.
Las transformaciones en el uso de suelo, el cambio climático y la pérdida de biodiversidad contribuyen al riesgo.10 Simplificar los ecosistemas produce un efecto de amplificación. Al destruirlos, las especies que sobreviven suelen ser las que transmiten las enfermedades a los humanos. Las acciones antropogénicas crean las condiciones para que las afecciones se extiendan al reducir las barreras naturales que existen entre los animales huéspedes de los virus, que es donde éstos circulan originariamente. Los cambios acelerados propiciados por el modelo de crecimiento adoptado modifican el uso de los suelos. Fundamentalmente, el modelo extractivo ligado con el capitalismo ha dado lugar a favorecer el crecimiento económico sobre el cuidado ambiental y la biodiversidad, lo que ha contribuido a que los animales pierdan sus hábitats, lo que a su vez ocasiona que tengan que hacinarse y mantener contactos más cercanos con los humanos. Las especies que sobreviven a la destrucción de sus hábitats se movilizan y se mezclan con muchos otros animales y con los seres humanos (Berger et al., 2019).
Aunado a esta situación, un foco de infección en algunos países de escasos recursos económicos son los llamados “mercados húmedos” (lugares donde matan y trozan animales, hay presencia de sangre, orina y excretas, compra-venta de especies exóticas y salvajes (muchas veces ilegales o silvestres), animales de todo tipo, enjaulados y conviviendo entre ellos (oferta de animales vivos y de productos cárnicos frescos). En muchos de estos territorios los usos y costumbres de los pueblos originarios propician también el consumo de animales silvestres que son extraídos de sus hábitats y que, de igual manera, producen enfermedades zoonóticas, algunas de las cuales han sido agresivas. Estos mercados son una fuente importante de alimentos para las poblaciones más pobres del planeta, pero también un lugar de transmisión de enfermedades que, finalmente, terminan por llegar a los humanos, pues prácticamente no existen reglamentaciones o políticas de salubridad que los regulen.
Se trata de mercados informales que han surgido para proveer de carne fresca a las poblaciones urbanas que crecen rápidamente en todo el mundo. Wuhan, donde el gobierno chino considera que se originó la pandemia actual de Covid-19, se conocía por vender numerosos animales salvajes y silvestres como lobeznos, salamandras, cocodrilos, escorpiones, ardillas, zorros, ratas, civetas y tortugas. En otros mercados urbanos en el oeste y centro de África se venden monos, murciélagos, ratas y docenas de especies de pájaros, mamíferos, insectos y roedores que se sacrifican y se comercializan cerca de los vertederos de basura y sin sistemas de alcantarillado (Quammen, 2020; Ensia, 2020).
Eric Fèvre, director del Departamento de Enfermedades Infecciosas Veterinarias del Instituto de Salud e Infecciones Globales de la Universidad de Liverpool, apunta en su blog que, a diferencia de hace algunas décadas, hoy las enfermedades pueden propagarse tanto en entornos urbanos como en ambientes naturales. Lo cual da pie a una interacción intensa entre especies y genera oportunidades para que exista la transmisión de patógenos de unas a otras (Institute of Infections and Global Health, 2020).
Otro factor clave de transmisión de enfermedades según Fèvre y Tacoli (2020)) es la frágil infraestructura y la vulnerabilidad que enfrentan los países pobres. La rápida urbanización de la pobreza y las desigualdades dentro de las ciudades del Sur global generan localidades de bajos ingresos que carecen de infraestructura básica y servicios. Agua contaminada, falta de saneamiento, drenajes y tiraderos de basura a cielo abierto, son todos ellos factores que atraen a roedores y otros parásitos causantes de un alto y constante peligro de infecciones (Fèvre y Tacoli, 2020). En este mismo tenor, Sohel Ahmed et al. (2019)) apuntan cómo los rápidos crecimientos demográfico, de la migración y de la densidad de población, así como el aumento del movimiento de personas y animales, junto con los cambios en los usos del suelo, son los principales procesos vinculados con la prevalencia de zoonosis en el Sur global.11
En términos generales, cabe señalar que son nuestros comportamientos depredadores los que nos condenan a una crisis planetaria (cambio global: clima, biodiversidad, contaminación de océanos). Es el modelo de producción ligado a la concepción de modernidad simple el que ha explotado y expoliado a la naturaleza, modificado el clima, reformado los usos de suelos, saqueado y contaminado los océanos y generado actividades extractivas contaminantes, mismas que han provocado la destrucción humana de la biodiversidad, fenómenos todos mediante los cuales se están creando las condiciones objetivas para que nuevos virus y nuevas enfermedades aparezcan.
Kate Jones et al. (2008)) insisten en apuntar la necesidad de un cambio, tanto de las sociedades ricas como de las pobres. La impostergable necesidad de buscar una bioseguridad global, donde se reconozca que la demanda de madera, minerales y recursos por parte del Norte contribuye a la degradación de los ecosistemas y al desequilibrio ecológico que produce enfermedades. También señalan la suma importancia de encontrar los puntos débiles y frágiles y fomentar la provisión de sistemas sanitarios en los países del Sur global. De hecho una nueva disciplina, llamada “salud planetaria”, ha empezado a estudiar las conexiones cada vez más visibles entre el bienestar de los humanos, otros seres vivos y sus ecosistemas complejos (Flint et al., 2015). Proteger el medio ambiente es una estrategia esencial; la salud humana y la civilización dependen de los sistemas naturales (O’Callaghan, 2020).
Colofón: ¿hacia dónde vamos?
A partir de este recorrido, en donde hemos abordado la posición teórica de Beck y Giddens frente al riesgo y la modernidad tardía; el análisis sobre la construcción social del riesgo desde la fórmula percepción + vulnerabilidad y el enfoque sobre la aparición del Covid-19 y su relación con la pérdida de la biodiversidad y con el cambio climático, lejos de encontrar respuestas únicas y definitivas, hoy se abre un abanico de preguntas que cuestionan desde los ámbitos de lo individual y lo colectivo no sólo las decisiones y acciones tomadas en el pasado, sino sobre todo una situación de incertidumbre y contingencia permanentes.
¿Cómo se modificarán nuestras interacciones sociales?; ¿cuáles serán los costos económicos, sociales y ambientales originados por la pandemia?; ¿podrá el Estado hacer frente a esta nueva realidad?; ¿se generarán mecanismos de seguimiento tecnológico de la población y dispositivos de control?; ¿serán los expertos quienes puedan restablecer la confianza?; ¿cómo enfrentar esta nueva realidad como especie?; ¿podremos cambiar nuestras prácticas depredadoras?; ¿quiénes serán los más afectados?; ¿cómo se modificará nuestra percepción del riesgo?; ¿de qué manera nuestras vulnerabilidades se acelerarán? Cuestionamientos que surgen con fuerza ante una realidad llena de incertidumbre.
La fragilidad es permanente y se extiende atemporalmente. Todas las seguridades se vienen abajo y la incertidumbre y la contingencia son factores que consumen nuestras vidas. El estado de intranquilidad e inquietud es intenso, causado por la amenaza y el peligro, un sentimiento de desconfianza que permea nuestra cotidianeidad. Vivir bajo la sombra del riesgo insoportable provoca angustia, zozobra, miedo y ansiedad, que de manera conjunta con las vulnerabilidades económica, de la salud, social, etc., potencializa el impacto de las calamidades entre toda la población y afecta de mayor manera a los más marginados.
Lo cierto es que el rompimiento de las relaciones sociedad-naturaleza hoy se coloca en el centro de la discusión y obliga a repensar el modelo depredador que hemos construido. Territorios que han sido expuestos a megaproyectos, a tala inmoderada, economías extractivas y producción agrícola exacerbada, donde el cambio climático y la pérdida de biodiversidad son elementos clave para entender nuestra situación de riesgo-desastre. En las ciudades del Sur global, la urbanización desmedida, la pobreza creciente, la marginación, la falta de planeación y sus condiciones ambientales, higiénicas y de salud son la cara de la moneda más vulnerable a las nuevas vicisitudes, a los próximos riegos, a la expansión de enfermedades y pandemias. Un mundo desbocado, donde hoy no hay respuestas únicas y nuestra fragilidad es patente y cotidiana.
Si bien es cierto que las actividades antropogénicas ligadas a un modelo de crecimiento han deteriorado nuestro entorno al causar daños muchas veces irreversibles, también es importante destacar que como sociedad hemos creado las herramientas teórico-científicas para combatir de manera efectiva los retos que la pandemia del Covid-19 nos presenta. Pues, a diferencia de la fiebre bubónica en el Medioevo o la influenza española de 1918, el avance científico-democrático permite encontrar posibles salidas a la actual pandemia como lo son los medicamentos y las vacunas. La razón y la ciencia pueden mejorar el florecimiento humano y buscar soluciones a los problemas actuales (Pinker, 2018).
Para el historiador Yuval Noah Harari (2020)), esta enfermedad no es la peste negra, sino que la crisis provocada por la Covid-19 nos permite tener opciones entre el aislamiento individualista o la solidaridad social; entre la vigilancia totalitaria y centralizada o el empoderamiento ciudadano, conceptos clave en la democracia contemporánea.
Ante este panorama donde el riesgo se hace patente y la unión del miedo y la angustia es cotidiana, donde poblaciones enteras sufren de vulnerabilidad económica, social y política acumulada, es pertinente empezar a diseñar estrategias de análisis que puedan abordar desde una visión solidaria y de empoderamiento, basada en la razón y la ciencia, los retos y desafíos que hoy enfrentamos en diferentes espacios. Analizar nuestros comportamientos con la naturaleza, fomentar sistemas de cuidado y de tecnologías alternativas, establecer modelos socioeconómicos y sociotecnológicos acordes con el cuidado de los recursos naturales, reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, proteger la biodiversidad, combatir la pobreza y la marginación, impulsar economías de círculo cerrado, generar foros que fortalezcan la gobernanza del riesgo, empoderar a las comunidades (percepción + vulnerabilidad), son tan sólo algunas acciones que requieren urgencia y rapidez.