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Sociológica (México)

versión On-line ISSN 2007-8358versión impresa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.35 no.100 Ciudad de México may./ago. 2020  Epub 09-Mar-2021

 

Artículos de investigación

Problemas de legitimación en el capitalismo global

Problems of Legitimation under Global Capitalism

Víctor Manuel Andrade Guevara* 
http://orcid.org/0000-0002-2494-2540

*Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales, Universidad Veracruzana. Correo electrónico: <victorandrade89@yahoo.com.mx>.


RESUMEN

En el presente artículo se revisan algunas interpretaciones que sobre la crisis de la democracia se han efectuado en los últimos años, contrastándolas con la información empírica existente respecto del tema y se propone utilizar el modelo explicativo de la crisis de legitimación desarrollado por Jürgen Habermas a principios de la década de los setenta del siglo pasado para entender el desencanto con el sistema político democrático. La idea central es que no podemos entender la crisis de la democracia liberal si no hacemos uso de una perspectiva holística e interdisciplinaria, tal como lo hiciera el pensador alemán al referirse a las crisis económica, de racionalidad administrativa y de motivación como componentes analíticos de la más amplia crisis de legitimación, en el marco de un capitalismo que ha sufrido transformaciones drásticas a raíz del régimen de acumulación flexible.

PALABRAS CLAVE: crisis económica; crisis de legitimación; crisis de racionalidad administrativa; crisis de motivación

ABSTRACT

This article reviews some interpretations presented in recent years of the crisis of democracy, contrasting them with the existing empirical information on the matter. The author proposes using the explanatory model of the crisis of legitimation Jürgen Habermas developed in the early 1970s to understand the existing disillusionment with the democratic political system. The central idea is that we cannot understand the crisis of liberal democracy if we do not look at it from a holistic, interdisciplinary perspective. This is what Habermas did when he referred to the economic crisis, the crisis of administrative rationality, and of motivation as analytical components of the broader crisis of legitimation, in the framework of a capitalism that has undergone drastic transformations due to the flexible accumulation regime.

KEY WORDS: economic crisis; crisis of legitimacy; crisis of administrative rationality; crisis of motivation

Introducción

El presente artículo pretende identificar algunos elementos que expliquen la crisis de las democracias liberales o de las democracias electorales en el capitalismo global contemporáneo a partir de una perspectiva interdisciplinaria. Se recupera para ello el concepto de crisis de legitimación acuñado por Jürgen Habermas a principios de los años setenta del siglo pasado. Dicho concepto, tomado a su vez de la obra de Max Weber y recombinado con elementos marxistas y de la teoría de sistemas, fue construido a partir de tres elementos o componentes analíticos: la crisis económica, la crisis de la racionalidad administrativa y la crisis de motivación. Esta recuperación se lleva a cabo con plena conciencia de las diferencias radicales que existen entre el contexto sociopolítico del momento en el que el pensador alemán desarrollara su diagnóstico, caracterizado por la vigencia de un capitalismo tardío o de organización, y el momento actual, definido por la configuración de un capitalismo global o un régimen de acumulación flexible. El objetivo que persigue esta contribución es llamar la atención sobre la necesidad de abordar el tema de la crisis de la democracia desde una perspectiva holística e interdisciplinar, a contrapelo de la tendencia que se ha venido imponiendo en las ciencias sociales en los últimos años, orientada hacia la especialización y al estudio de “lo político” y de “la política” como un campo autónomo. No se trata de retornar a un determinismo unilateral o rígido, sino que se busca identificar los vasos comunicantes entre las variables que tienen que ver con el desenvolvimiento económico y con la dinámica de los procesos políticos, así como de éstos con el entorno cultural y la formación de las subjetividades. Esta perspectiva requiere necesariamente de un diálogo entre las diferentes disciplinas que estudian lo político y la política: la ciencia, la teoría y la filosofía políticas, así como la sociología y la antropología políticas y el derecho. Es en este sentido que sigue llamando la atención la obra de los pensadores de la Escuela de Frankfurt en sus diferentes generaciones, sobre todo de Habermas, así como de Nancy Fraser y Axel Honneth en la actualidad.

Interpretaciones sobre la crisis de la democracia y la contrastación con algunos elementos empíricos

Sobre la tendencia a la crisis global de la democracia y acerca de las tensiones generadas por las transformaciones del capitalismo se ha venido escribiendo hace ya algunos años, desde diferentes disciplinas y enfoques. Víctor Pérez-Díaz se refería al malestar de la democracia, expresado en tres modalidades de crisis: la existencial, la de la representación y la que él llama crisis trascendental. La primera tenía que ver con el permanente asedio a la democracia y con el peligro constante de ser suprimida por los intereses de los poderes fácticos. La disminución del interés ciudadano por defender los valores de la democracia, observada particularmente en los países latinoamericanos, reforzaba estas tendencias, sobre todo si al declive de las instituciones democráticas lo acompañaba una mejoría en las condiciones materiales de vida. La segunda tendía a manifestarse en la pérdida de vínculos entre los partidos y los ciudadanos y en la autorreferencialidad de la élite, cada vez más inclinada a incurrir en actos de corrupción que daban lugar a un distanciamiento todavía mayor. La tercera forma de crisis tenía que ver con la pérdida de identidad de la sociedad de que se trate, así como con la ausencia de una narrativa que la justificara, de tal manera que diera lugar a un vínculo intenso, un sentido de pertenencia que motivara a estar juntos en el mundo y juntos en el tiempo (Pérez-Díaz, 2008: 70).

Desde la propia ciencia política fue Peter Mair, en su extraordinario libro Gobernando el vacío, quien nos aportó un diagnóstico muy específico sobre los problemas que presentaban cada vez en mayor medida las democracias occidentales. La contribución de Mair (2013) fue muy valiosa en la medida en que se trataba de una obra apoyada en una gran cantidad de información sistemáticamente trabajada. Desde su enfoque, el problema residía sobre todo en las transformaciones que estaban asumiendo los partidos políticos, crecientemente desapegados de la sociedad civil y más volcados hacia su relación con el Estado. En congruencia con su idea del surgimiento del partido-cartel, Mair nos presentaba estadísticas relacionadas con las decrecientes tasas de afiliación a los partidos políticos en los países occidentales, debido en gran medida al peso ascendente de los medios de comunicación en la vida política, de tal suerte que el trabajo de los afiliados se hacía cada vez más prescindible, así como su capacidad de mediación con la sociedad civil.

Desde la teoría del derecho, autores como Luigi Ferrajoli (2014) abundaban sobre la crisis de la democracia constitucional en los ordenamientos internos, debido a lo que llamaba la personalización y verticalización de la representación política en virtud del reforzamiento del Poder Ejecutivo y la pérdida de autoridad de los parlamentos. La identificación de los electores, antes que con tendencias o programas políticos, con las personalidades fuertes que representan los candidatos a ocupar el Poder Ejecutivo, traía consigo el debilitamiento de los partidos como mecanismos de vinculación entre los ciudadanos y las instituciones estatales. En ese contexto, señalaba también la gravedad de la desaparición de la división de poderes y, más aún, de la pérdida de la separación entre la esfera pública y la privada, originada por el manto invasivo del mercado que ocasiona que las decisiones de los gobiernos se subordinen a los intereses privados, agudizada esta situación por la influencia en aumento de los poderes mediáticos. Combinados todos estos elementos, continuaba el diagnóstico de Ferrajoli, dieron lugar a una crisis de legalidad y del Estado de derecho que se ha traducido en la violación de un número importante de derechos humanos.

En el mismo sentido se orientan los trabajos del libro coordinado por el expresidente español Felipe González, Gerson Damiani y José Fernández-Albertos (2017), así como una gran lista de trabajos que demuestran su preocupación por lo que parece ser una gran crisis de la democracia que atraviesan en la actualidad los países occidentales, tales como los de Levitsky y Ziblatt (2018), Runciman (2018), Werner Müller (2017), Eatwell y Goodwin (2018) y Vallespín y Martínez-Bascuñán (2017), entre otros. En casi todos estos textos el común denominador es la preocupación por la erosión de algunos valores e instituciones propios de las democracias liberales y la expansión de ese fenómeno tan diverso que se trata de encajar bajo el concepto de populismo.

Levitsky y Ziblatt (2018) tratan de destacar la modalidad que asume ahora esta degradación de la democracia, diferente a la secuencia típica que tiene que ver con el golpe de Estado y la supresión violenta de los gobiernos y las instituciones democráticas. Lo que ocurre en los tiempos recientes, en cambio, es una erosión de los principios y valores democráticos por parte de algunas fuerzas que se valen de los propios medios que posibilita el sistema democrático, es decir, la libertad de ejercicio del voto y la libre competencia política, recordándonos que nada menos que el mismo Hitler se valió de estos instrumentos para ascender al poder. Más allá de si los ejemplos seleccionados pudieran clasificarse como parte de un modelo único, para meter en el mismo saco a Hitler, Hugo Chávez y Donald Trump, lo que se trata de mostrar es que a través de las elecciones, y luego mediante un conjunto de reformas legislativas, incluyendo algunas constitucionales, se establece una serie de medidas que socava poco a poco la división de poderes, el respeto a los derechos individuales, los derechos de las minorías, la libertad de prensa y otras restricciones a los derechos humanos, todos ellos esenciales para la caracterización de un régimen como democrático.

En los mismos términos se maneja Runciman (2018), quien recurre a la historia política para identificar las señales que muestran el posible arribo de una crisis, además de señalar la complejidad que han adquirido las sociedades contemporáneas, en el mismo nivel que los problemas que tienen que enfrentar, lo que impide que el deterioro y derrumbe de las mismas sea tan fácil como los demagogos pregonan.

Por su parte, Jan Werner-Müller (2017) trata de advertirnos sobre las características que suele tener un líder y jefe de gobierno caracterizado como populista, para lo cual enfatiza su inclinación por sustituir el pluralismo, que define a las democracias, por un esquema binario entre los que están a favor del pueblo y los que están en contra de él. La relación de los populismos con la democracia es ambivalente, ya que por un lado aceptan el principio de la soberanía popular y del gobierno de las mayorías, pero son reacios a respetar los derechos individuales y los de las minorías. El populismo asume, entonces, rasgos antisistémicos porque desconoce la legitimidad de las instituciones y de las reglas democráticas, presentándose como outsider. Según Werner-Müller, al establecer una identidad esencialista entre el líder y el pueblo, la ideología populista desconoce los resultados electorales y desprecia los números. Si alguien gana la mayoría en las elecciones, y desde el punto de vista de los populistas no representa al pueblo, entonces ese gobierno carece de legitimidad, es un gobierno espurio.

¿Hasta qué punto es válido caracterizar a la etapa actual como una donde se presenta una crisis de la democracia?; ¿qué indicadores y qué datos respaldan esa afirmación?; ¿sirven las valoraciones cuantitativas, como el número de votantes que se inclinan por actitudes conservadoras e iliberales como el racismo, la xenofobia, el patriarcalismo, el nacionalismo o la corrupción cínica, o bien, el auge de los llamados populismos en las elecciones más recientes? Si utilizamos indicadores sobre el estado actual de la democracia como los construidos por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA, International Institute for Democracy and Electoral Assistance), los datos arrojan lo siguiente.

Si hacemos un seguimiento de 1975 a 2016, tanto del número de países considerados como democracias electorales, como de la población que vive bajo gobiernos electos democráticamente, podemos observar un aumento constante en el periodo, pasando de 46 países en 1975 a 131 en 2016. En cuanto al porcentaje de población que vive en regímenes democráticos, en 1975 era del 37 por ciento mientras que en 2016 llegó a ser del 67 por ciento (IDEA, 2017: 2).

Medidos los componentes analíticos que considera el estudio, y que son: la calidad de la representación del gobierno, el respeto a los derechos fundamentales, los contrapesos o control del gobierno y la existencia de una administración imparcial, los datos también registran un ascenso de la democracia. Así, en cuanto a la existencia de un gobierno representativo, se pasó de un índice de 0.33 en 1975 a uno de 0.58 en 2016. En cuanto al segundo componente, el del reconocimiento de los derechos fundamentales, se modificó de 0.44 en 1975 a 0.58 en 2016. Por lo que hace al tercero, el de la presencia de controles del gobierno, cambió de 0.38 en 1975 a 0.55 en 2016. Por último, en cuanto a la existencia de una administración imparcial, se pasó apenas de un índice de 0.44 en 1975 a uno de 0.49 en 2016. La quinta dimensión que se mide está relacionada con la participación ciudadana. En este rubro, los subíndices relacionados con la concurrencia a las elecciones, la membresía a los partidos y la contribución de la sociedad civil revelan también un considerable incremento.

Los datos señalados en el Índice de la Democracia elaborado por The Economist para 2018 son más o menos parecidos. En este instrumento se identifican veinte democracias plenas, 55 democracias defectuosas o deficientes, 39 regímenes híbridos y 53 Estados autoritarios (The Economist, 2018: 2). Todavía más, se señala que tanto la participación electoral como la membresía a los partidos políticos mostraron una propensión a incrementarse, a contrapelo de las tendencias que venían presentándose en años anteriores. En regiones como América del Norte y Europa occidental, la participación política se elevó aproximadamente a 7.5, en una escala del 1 al 10, mientras que América Latina se situó más o menos en 5.5, sólo ligeramente arriba de Europa oriental, que también se ubicó por arriba de 5. Entretanto, Asia y Australasia se posicionaron en 5, mientras que África subsahariana y el norte de África, así como Medio Oriente, quedaron apenas por arriba de 4 (The Economist, 2018: 3). El promedio global de participación política fue, para 2018, de 5.2. El estudio señala que aunque los votantes están claramente desilusionados con las instituciones políticas formales, de cualquier manera se han decidido por la acción.

En efecto, al analizar las tendencias desde 2008, cuando se empezó a aplicar el modelo que utiliza la revista mencionada, observamos una trayectoria decreciente en todos los demás indicadores. Por ejemplo, en lo que se refiere a las libertades civiles, el índice global bajó de 6.3 en 2008 a 5.8 en 2018. Otro componente es el de la cultura política, en el que se redujo de 5.7 a 5.5 en el mismo periodo. En cuanto al mantenimiento de los procesos electorales y el pluralismo, descendió de 6.1 a 5.9. Por lo que hace al funcionamiento del gobierno se produjo también un ligero decremento, de 5.0 a 4.8. Si bien de 2017 a 2018 estas tendencias se mantuvieron estables, excepto en la participación política que tuvo un incremento, ello no nos indica que esté ocurriendo una reversión, y llama la atención que en la variable de las libertades civiles más bien se observó un descenso más o menos pronunciado, además de que, en este caso, ni siquiera en el último año de la medición se obtuvo un avance (The Economist, 2018: 4).

Atinadamente, el equipo que realiza el estudio contrasta estas tendencias con los datos que se presentan en encuestas como la Mundial de Valores, el Latinobarómetro, el Eurobarómetro y el Afrobarómetro, que reflejan en general la reducción de la confianza en la democracia. Así, por ejemplo, en el país más rico de Europa, Alemania, en la última Encuesta Mundial de Valores, sólo el 10.1 por ciento considera que la política es muy importante en su vida, mientras que el 34 por ciento la juzga como más o menos importante, el 42.5 declara que no es muy importante y el 13.1 piensa que para nada es importante. Curiosamente, en países más pobres y con una menor calidad de sus sistemas democráticos, como Brasil, México e India, existe un mayor porcentaje de ciudadanos que manifiesta que es muy importante aunque, por el otro lado, tienen una proporción más amplia de personas que consideran que no es para nada importante (Brasil, con un 28.4 por ciento; México con el 23.3, e India, con el 25.9 por ciento).

De acuerdo con el informe de Latinobarómetro de 2018, el número de ciudadanos que se declaró indiferente al tipo de régimen político subió del 16 por ciento en 2010 al 28 en 2018, mientras que el porcentaje de personas que declaró preferir un gobierno autoritario se ha mantenido estable, en alrededor de un 15 por ciento (Latinobarómetro, 2019: 14). En Europa, Eurobarómetro señala que sólo el 42 por ciento de los encuestados confía en los partidos políticos, contra un 48 que desconfía de ellos. Un 35 por ciento manifiesta tener confianza en el Congreso de los Diputados y un 58 declara lo contrario (Eurobarómetro, 2019: 7).

Tenemos entonces la paradoja de que, a pesar del creciente desencanto con la democracia, los ciudadanos han decidido más bien participar en la elección de sus gobernantes. No obstante la contundencia de estos datos, la sensación de una crisis de la democracia liberal prevalece, motivada tal vez por la revisión aislada de la estadística que se genera desde cada disciplina, sin tener una perspectiva de conjunto. Por ello, el tratamiento que hacen Vallespín y Bascuñán parece un poco más sereno, pues reconocen, de entrada, que la erosión de la democracia y el ascenso de los liderazgos populistas son fenómenos complejos y multidimensionales, que no se pueden abordar exclusivamente desde la ciencia política. Remitiéndose a una idea de Ortega y Gasset, los autores reconocen que existen dificultades para distinguir entre lo que sabemos y lo que no sabemos, y enfatizan la necesidad de contar con un diagnóstico que parta de un enfoque totalizador y, por lo tanto, interdisciplinario, tal como lo hiciera la teoría crítica en sus diferentes generaciones, en lugar del abordaje disciplinar que se realiza desde la ciencia política, la sociología, la filosofía y la teoría política, a la manera en que lo intentara Habermas en 1973, al referirse a los problemas de legitimación en las sociedades del capitalismo tardío.

Los problemas de legitimación en el capitalismo tardío según Habermas

Hace cerca de medio siglo que Jürgen Habermas dio a conocer su diagnóstico sobre los problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Este volumen combina creativamente los conceptos utilizados por la teoría marxista para analizar el capitalismo con elementos de la teoría de sistemas, la sociología fenomenológica y el interaccionismo simbólico, para explicar los problemas de legitimación que a su juicio padecían las sociedades del entonces denominado capitalismo tardío.

De acuerdo con este diagnóstico, la crisis en el capitalismo tardío revestía características muy diferentes de las crisis que se daban en el capitalismo liberal. Las formaciones sociales de este último tendrían como principio de organización una relación de clases despolitizada, merced a la ideología del canje de equivalentes que ocultaba el intercambio desigual entre trabajo asalariado y capital. Para Habermas, el capitalismo liberal se caracterizaba por alcanzar un logro relevante al producirse la integración a partir de la autonomía que cobraba el sistema económico respecto del político y de los sistemas parciales de integración; sin embargo, esa capacidad de absorción de la integración por parte del sistema económico se obtenía al precio de una tendencia inherente a la crisis, acicateada por la contradicción en el proceso de acumulación de capital, en los términos en que la describía Marx al señalar la tendencia al descenso de la tasa de ganancia, que producía al mismo tiempo una crisis de identidad.

El capitalismo tardío o de organización, vigente cuando el filósofo alemán escribía la obra en cuestión, se caracterizaba en cambio por la repolitización de las relaciones económicas, en tanto que las crisis en el capitalismo liberal habían evidenciado la afectación desigual entre las clases sociales y, por lo tanto, la irrealidad del intercambio de equivalentes. La existencia del Estado social, por el contrario, significaba el reconocimiento de una desigualdad intrínseca al sistema económico capitalista, que habría de ser compensada mediante regulaciones ejercidas por el sistema administrativo. De entrada, el capitalismo de organización enfrentaba la contradicción de tratar de instaurar un orden, ahí donde reinaba el caos ocasionado por la libre iniciativa de los emprendedores, que buscaban maximizar su margen de ganancia. Las tareas de planificación y regulación eran posibles gracias a una legitimación apoyada en una lealtad de masas difusa, que acotaba la participación ciudadana y la excluía de influir en las decisiones que son centrales para el desenvolvimiento del sistema, dejándole esta tarea, en cambio, a la negociación entre los representantes de las clases y a los pactos corporativos entre empresarios y trabajadores.

Una vez que Habermas estableció las diferencias entre el capitalismo liberal y el tardío, o de organización, señaló que, dada la naturaleza estructuralmente diferente de ambos tipos de sociedad, la explicación de las crisis que se daban en ellas no podía ser igual. Si la interpretación marxista de la crisis del capitalismo liberal se fundaba en el teorema de la tendencia descendente de la tasa de ganancia que se generaba por la contradicción estructural del proceso de valorización y acumulación que caracteriza al capitalismo en general, en un capitalismo de organización, donde el Estado juega un papel fundamental como regulador y planificador, la definición de la crisis debía integrar tanto a la crisis de la racionalidad administrativa como a la crisis de motivación. La primera se generaba por la sobrecarga de demandas que padecían los llamados Estados de bienestar, al propiciarse una tendencia al desequilibrio de las finanzas públicas debido a las disparidades entre los inputs (ingresos fiscales) y los outputs (bienes y servicios otorgados por el Estado). Por otro lado, la crisis de motivación respondía a la falta de sentido que generaba la imposibilidad del cumplimiento de las expectativas generadas por la ideología del intercambio de equivalentes y la publicidad orientada al logro de bienes y metas de profesionalización. La articulación de estas tendencias a la crisis daba lugar a una crisis de legitimación, entendido este concepto, en los términos de Max Weber, como la capacidad de reconocimiento de un ejercicio de dominación, es decir, la idea de que la crisis sobreviene cuando el sistema político no obtiene el input de la lealtad de masas en el nivel requerido.

El poder legítimo se apoya, según Weber, en el nexo entre la creencia en la legitimidad y el potencial de justificaciones y su validez fáctica. Cualquier tipo de dominación se enfrenta al problema de tener que distribuir el producto social de manera desigual y, sin embargo, legítima. Cuando se generaliza la creencia de que el sistema reproduce desigualdades que no están justificadas se presenta un dilema: o se recurre a la coacción manifiesta, o bien se da lugar a reformas que amplían el campo de la participación, lo cual modifica la distribución de oportunidades: “Una crisis de legitimación surge cuando las demandas de recompensas conformes al sistema aumentan con mayor rapidez que la masa disponible de valores, o cuando surgen expectativas que no pueden satisfacerse con recompensas conformes al sistema” (Habermas, 1989: 130).

Dado lo anterior, las tendencias a la crisis en el capitalismo tardío podrían diferenciarse analíticamente. Mientras que en el sistema económico podría seguirse generando una crisis económica causada por la persistencia de la tendencia descendente de la tasa de ganancia, a pesar de los esfuerzos de planificación y regulación estatales, en el sistema político más bien surgía una crisis de racionalidad que daba lugar a una crisis de legitimación como una modalidad de la crisis de identidad, extendiéndose esa crisis hasta el sistema sociocultural, que era el escenario ideal para una crisis de motivación.

La racionalidad administrativa se veía minada por la dinámica de los intereses capitalistas contrapuestos y la necesaria generación de estructuras incompatibles con el sistema. Esto propiciaba situaciones problemáticas para las cuales el sistema político no tenía solución debido a sus límites sistémicos y a algunos efectos secundarios no buscados, como la politización de los ciudadanos que llegaban a cuestionar los mecanismos básicos de funcionamiento del propio Estado social. Entre otras cosas, porque el Estado se veía obligado a intervenir administrativamente en los procesos relacionados con la reproducción de la tradición cultural, ocasionando con ello la erosión de las tradiciones pertinentes para la conservación del sistema. Esto se expresaba, por ejemplo, en la intervención que debía hacer el Estado en ámbitos que antaño eran considerados como exclusivos de la esfera privada, particularmente en las estructuras familiares y en las de la educación. A su vez, las modificaciones ocasionadas por la intervención del Estado en el sistema sociocultural se revelaban como insuficientes ante la expansión de los valores universalistas, que planteaban exigencias excesivas para el sistema ante el surgimiento de nuevas necesidades (Habermas, 1989: 94).

La ciencia no satisfacía ya las necesidades de certidumbre e imagen total que en las sociedades tradicionales proporcionaban a los individuos las cosmovisiones religioso-metafísicas del mundo, conformándose, en cambio, con narrativas parciales, cognitivamente fundamentadas sobre ámbitos de la vida cotidiana en los que las personas estaban involucradas. En este sentido, en materia sociocultural las sociedades capitalistas siempre habrían sido parasitarias de las creencias forjadas en las sociedades tradicionales, recurriendo sobre todo a las religiones universalistas que proporcionaban orientaciones de sentido que sustituían la falta de certidumbre sobre el futuro que no puede proporcionar la ciencia.

En otras palabras, el output del sistema sociocultural no contribuía a generar el input que requería el sistema político, consistente en una lealtad de masas difusa, produciéndose en cambio una retirada hacia un privatismo civil y familiar orientado hacia el consumo y el logro de metas en relación con las trayectorias profesionales, al mismo tiempo que los medios de comunicación de masas colonizaban el espacio público. Es importante señalar que el diagnóstico que hizo Habermas a principios de los años setenta del siglo pasado se caracterizaba por partir de un enfoque interdisciplinario, mediante el cual las relaciones entre los ámbitos económico, político y cultural, así como la dimensión subjetiva de los procesos, se abordaban desde una aproximación holística, sin desconocer la autonomía que cada uno de estos ámbitos posee, a diferencia de la evolución que siguieron posteriormente las ciencias sociales, en las que el estudio de los procesos económicos o políticos se abordó desde una perspectiva unidisciplinar.

Por otra parte, Habermas hacía su diagnóstico refiriéndose exclusivamente a las sociedades capitalistas occidentales, y por ello asumía, como bien señalan los teóricos del llamado giro decolonial, una perspectiva eurocéntrica, que no tomaba como unidad de análisis el sistema mundial, aunque coincidía con Niklas Luhmann en que ya se asistía, desde ese momento, a la constitución de una sociedad mundial.

Con todas estas salvedades, consideramos que el enfoque asumido por Habermas en el estudio señalado puede servir de guía para intentar reconstruir una explicación de la crisis de la democracia liberal en el contexto actual del capitalismo global, para lo cual utilizamos el concepto de crisis de legitimación, así como sus componentes analíticos, a saber: la crisis económica, la crisis de la racionalidad administrativa y la crisis de motivación.

En lo que sigue intentaremos presentar una explicación acerca de las razones de la crisis que enfrentan la democracia liberal y algunas democracias electorales, de acuerdo con la clasificación hecha por Schedler (2016), y para ello pondremos a prueba los elementos analíticos ya mencionados que usaba Habermas a principios de los años setenta del siglo XX.

Los problemas de legitimación en el capitalismo global

En cuanto a la crisis económica, diversos estudios han demostrado la intensificación de la desigualdad global a partir de la puesta en marcha del régimen de acumulación flexible, incluyendo los efectuados por historiadores económicos o economistas ajenos a la tradición marxista. Autores como Piketty (2014) y Milanovic (2017) se han dado a la tarea, desde muy diversas perspectivas teóricas, de recabar datos que demuestran el incremento de la brecha entre quienes acumulan la mayor parte de la riqueza y las enormes franjas de población que se han empobrecido o que han permanecido en el estancamiento.

Thomas Piketty se vale, más que de un postulado teórico, del registro de una tendencia histórica en la evolución de dos variables: la tasa de retorno del capital invertido y la tasa de crecimiento del producto interno bruto. A lo largo de los dos últimos siglos, la primera se ha mantenido muy por encima de la segunda, lo que ocasiona un proceso de concentración de la riqueza, con la excepción del periodo que va de 1940 a 1980, en el que la tasa de crecimiento de la producción mundial se equiparó a la tasa de retorno del capital invertido y la instauración del Estado de bienestar permitió implementar políticas redistributivas que se tradujeron en una reducción de la desigualdad social; sin embargo, a partir de 1970 la curva volvió a retomar la tendencia que anterior al periodo de la belle époque había sido la predominante, intensificándose nuevamente la desigualdad debido, en gran medida, a una disminución de la tasa de crecimiento. La explicación que subyace a este planteamiento es muy sencilla: mientras menor sea la tasa de crecimiento mayor será el peso que adquiera el capital heredado en la distribución del ingreso en un año corriente. De esa manera, la distribución del ingreso dependerá de dos variables: el valor del capital acumulado, que suele ser de cinco o seis veces el valor del ingreso total anual, y la tasa de retorno del capital invertido, o lo que se conoce, en términos marxistas, como tasa de beneficio. El concepto de capital de Piketty es muy diferente al de Marx, que remite a una relación social de intercambio desigual entre capital y trabajo, mientras que para el autor de El capital en el siglo XXI, el capital se refiere a la totalidad del patrimonio acumulado del cual se puede extraer una renta o beneficio. Así, se considera capital el patrimonio del que dispone una familia, como por ejemplo la vivienda. La renta que extraería esta familia equivale justamente a lo que deja de pagar por no tener que cubrir el costo del alquiler.

Más allá de las críticas formuladas desde la economía convencional o desde el neomarxismo, Piketty aporta muchos datos que demuestran la desigualdad entre quienes concentran capital y quienes viven de su trabajo, así como entre las diferentes modalidades de capital, destacando la creciente concentración de ingresos de los grandes managers y los administradores de instrumentos financieros. Por demás preocupante es el registro de las tendencias futuras en el capitalismo, que apuntan a un incremento de la desigualdad debido a las bajas expectativas de crecimiento, si no se establecen medidas como un impuesto general al capital y el incremento de gravámenes para sus traslados a través de la herencia.

El análisis que de la desigualdad a escala mundial efectuó Branko Milanovic (2017) es también muy sofisticado, porque establece diferencias entre la desigualdad de la renta media de los países (concepto 1), de la que se mide a partir de otras dos variables: los ingresos medios calculados a partir de la renta interior bruta de cada país per cápita y el tamaño de la población (concepto 2), y un concepto de desigualdad global que se refiere a la que existe entre los individuos del mundo (concepto 3). Milanovic sostiene que mientras que la desigualdad entre los países ha disminuido, la que se presenta en el interior de cada uno de ellos se ha incrementado: “La era de la globalización se extiende aproximadamente desde finales de 1980 hasta hoy y se puede describir como un periodo con dos clases medias con trayectorias económicas diferentes. A una, relativamente pobre, le ha ido muy bien, y a la otra, relativamente rica, le ha ido mal” (Milanovic, 2014: 1).

Señalaba este autor que a la población que se encontraba en el percentil global 80, donde se ubican los países con la población más rica, con ingresos que van de 13 a 27 dólares internacionales por día, experimentaron pocas mejoras en su situación, mientras que los ganadores, que al principio tenían ingresos de entre tres y ocho dólares al día, los incrementaron entre el 50 y el 250 por ciento, de los cuales, nueve de cada diez se ubican en Asia, sobre todo en China, India, Vietnam, Filipinas e Indonesia. En cambio, los grupos de ingresos más bajos en tres países ricos, como lo son Estados Unidos, Alemania y Japón, tuvieron incrementos apenas de un 22 por ciento en la Unión Americana y de un 4 por ciento en Alemania, e incluso un decrecimiento que se produjo en Japón. Esta situación implica que existen razones para que las clases medias y pobres en los países avanzados expresen su descontento con la globalización y voten por la derecha, ya que no han obtenido ninguna ventaja mientras observan que otros sí se han beneficiado. Ante tal circunstancia era de esperarse un conjunto de expresiones de rechazo de los mencionados segmentos poblacionales a cuestiones tales como la apertura comercial, la aceptación de los inmigrantes o la libre circulación de capitales, que en cambio volcaron su apoyo hacia las políticas proteccionistas, el recrudecimiento del racismo y el rechazo a los derechos de las minorías, creándose así las condiciones para el fortalecimiento de los populismos tanto de izquierda como de derecha.

Desde una perspectiva teórica neomarxista, Francois Chesnais (2017) ha desarrollado un análisis del capitalismo contemporáneo que combina la concepción original de Marx, de quien recupera el concepto de capital ficticio, con algunos elementos de la teoría de la regulación, al referirse al capitalismo contemporáneo como un régimen de acumulación global, si bien disiente de la idea expuesta por Michel Aglietta (1998), en el sentido de que se trata de un capitalismo patrimonial, en el cual el capital financiero se ha autonomizado del capital real, comandando los ciclos de producción y acumulación. Para Chesnais, la crisis por la que atraviesa el capitalismo contemporáneo es una crisis típica de sobreacumulación de capital que da lugar a una disminución de la tasa de beneficio, ante la cual el capital acumulado en forma de dinero debe buscar opciones diferentes de inversión, al no poder continuar con la reproducción ampliada del ciclo del capital productivo, tal como ocurre con el mercado accionario o con los créditos bancarios asociados con la expansión del capital productivo. El capital monetario y bancario es, entonces, canalizado hacia las sociedades financieras, forzando a los consumidores a contraer deudas, por ejemplo, en el sector inmobiliario, y creando además instrumentos derivados que constituirían lo que Chesnais llama capital ficticio. Por más que se multipliquen y se expandan los instrumentos derivados siempre enfrentarán el límite de la realización, que sólo puede darse por medio del capital productivo, ya que es el único que genera valor a través de la explotación del trabajo, pero que no puede absorber y no logra, por lo tanto, realizarse, lo cual da lugar a una crisis amplia de insolvencia que se extiende a casi toda la economía.

David Harvey, por su parte, con base en sus conocimientos geográficos y de la economía política marxista analiza las características de lo que llama el nuevo imperialismo. El proceso de reproducción ampliada del capital implica necesariamente una expansión espacial que da lugar a distintos emplazamientos y a un desarrollo geográfico desigual. Las crisis de sobreacumulación requieren que los ciclos vuelvan a reiniciarse a partir de nuevas tecnologías, pero esto no ocurre en una temporalidad diferente a la del régimen de acumulación que ha entrado en crisis, conviviendo a un tiempo los emplazamientos del antiguo régimen y los del nuevo, a partir de una expansión geográfica. Al generarse una sobreacumulación, como por ejemplo la que se dio en los países centrales a mediados de los años setenta, el capital acumulado busca nuevas opciones de inversión, donde la fuerza de trabajo y los recursos naturales sean más baratos. Harvey identifica una nueva modalidad de acumulación que ha nombrado “acumulación por desposesión” y que ocurre de manera diferente, aunque articulada, a la acumulación que proviene de la explotación de la fuerza de trabajo a través de la plusvalía. La expropiación de recursos naturales a las comunidades, la privatización y capitalización de la tierra, de recursos como el petróleo y la minería, del agua, de las plantas medicinales e, incluso, la capitalización de la riqueza pública, contribuyen a incrementar los beneficios cuando los bienes expropiados se introducen en los circuitos de producción capitalista.

La teoría del capitalismo cognitivo desarrollada por Maurizio Lazzarato (2013), Yann Moulier Boutang (2007), Andrea Fumagalli (2009), Carlo Vercellone (2011) y los propios Michel Hardt y Antonio Negri (2017), proporciona elementos explicativos sugerentes, deshaciéndose de la teoría del valor-trabajo y sugiriendo que en el capitalismo posfordista, debido al predominio del capital financiero y del trabajo inmaterial, la diferencia entre beneficio y renta se disuelve. El inconveniente de este planteamiento es que tiene como referencia básica a los países centrales, sin reparar en el hecho esencial de que en los periféricos y en los emergentes el trabajo industrial, lejos de desaparecer, se ha expandido. La globalización capitalista ha traído consigo una compleja división del trabajo en la que aquellas empresas que lideran la revolución tecnológica, como Apple, Microsoft y Amazon, además de explotar fuerza de trabajo altamente calificada, que básicamente aporta conocimiento y capacidades de gestión, utiliza fuerza de trabajo manual, localizada en las naciones de la periferia, sometiéndola a extensas jornadas de trabajo y sin contar con las prestaciones laborales básicas, ya sea de manera directa o a través de empresas subsidiarias que prestan servicios de outsourcing. El caso de los trabajadores de Amazon, sometidos a situaciones de extrema explotación, es sintomático, ya que pertenece a quien actualmente es el hombre más rico del mundo.

Por su parte, la crisis de la racionalidad administrativa en el capitalismo contemporáneo es una extrapolación de las crisis que ya padecían los Estados de bienestar en la época en que Habermas desarrollara su diagnóstico. La dificultad a la que se enfrentaban los Estados para poder regular y planificar el desenvolvimiento de la economía, asegurándose de los suficientes ingresos fiscales y presupuestando un gasto orientado a suministrar los servicios básicos como seguridad, salud y educación, así como a programas de redistribución del ingreso, se expandió. Al eliminarse las regulaciones para la movilidad de mercancías y capitales se constituyó un mercado mundial en el que la capacidad de intervención de los Estados disminuyó significativamente. Manuel Castells (1999) se refirió al Estado en la era del capitalismo informacional como un Estado impotente, en el que las élites administrativas no tenían muchas opciones para el diseño e instrumentación de políticas, más allá de lo que establecía el llamado Consenso de Washington. De entrada, esta situación se tradujo en una pérdida de apoyo para los partidos socialdemócratas, que no podían cumplir ya con sus ofertas de campaña, que básicamente consistían en incrementos salariales o en políticas redistributivas, sin colocar en riesgo a las finanzas públicas. En la medida en que se puso el énfasis en la competencia a través de la oferta de mercancías para el mercado exterior, las políticas keynesianas para incentivar la demanda interna dejaron de tener sentido. La mundialización del mercado de trabajo y la reducción de la tasa de rentabilidad del capital dieron lugar a una fuga de capitales hacia las zonas con salarios más bajos.

La globalización del capitalismo trajo consigo la mundialización del riesgo (Beck, 2006) en todos los ámbitos de la vida, pero destacadamente en el aspecto ambiental y más específicamente en problemas como el calentamiento global, que requiere la formulación de políticas consensadas entre todos los gobiernos, en un contexto en el que la desregulación económica es más fuerte que nunca (Giddens, 2009).

El peso que han adquirido las instituciones financieras internacionales en la definición de las políticas públicas, en especial, aunque no únicamente, de la política económica, da lugar a un desfase entre la voluntad de los electores y esas instancias de decisión que no están sujetas a ningún control ciudadano ni a ningún ejercicio de rendición de cuentas.

Debido a la desigualdad mundial y a la falta de oportunidades, por situaciones de guerra o por falta de democracia y ausencia de libertades, se ha intensificado la migración de personas que habitan en los países pobres hacia aquéllos con mayores niveles de desarrollo. Esto conlleva varios problemas. En algunos casos, los migrantes contribuyen a cubrir puestos de trabajo de baja calificación que los residentes locales no están dispuestos a ocupar; en otros, se emplea a los trabajadores migrantes con los mismos niveles de calificación que los nativos, pero con salarios más bajos, aprovechándose de su condición de ilegalidad o de carencia de derechos de ciudadanía.

En América Latina, la dependencia del mercado mundial de las commodities se complementa con las insuficientes capacidades estatales que padece la mayoría de los países de la región. La debilidad de un poder infraestructural (Mann, 2015), relacionada con el tamaño del territorio, la geografía accidentada y la pervivencia de cacicazgos regionales que sustituyen al Estado en el monopolio de la violencia legítima, constituyen elementos que explican la debilidad de los Estados (Migdal, 2011) en esta parte del planeta. Situaciones como la larga permanencia del control territorial por parte de la guerrilla en Colombia y Perú, o el fortalecimiento del crimen organizado en México, contribuyen a la captura del Estado o a su reconfiguración. En algunos casos, se constituyen regímenes electorales autoritarios (Schedler, 2016), en los que se celebran periódicamente elecciones pero no se respetan las libertades y condiciones básicas que requiere una democracia liberal.

En Asia, el crecimiento económico chino y la creación de una numerosa clase media pudiera ser que contribuyan a la generación en el mediano plazo de un movimiento amplio por la democracia, aunque por ahora los logros económicos conducidos por el régimen de partido único parecen ser suficientes para legitimarlo. En India se mantiene la democracia a pesar de ser un país donde los prerrequisitos establecidos por Lipset (2001) están ausentes (Keane, 2018), y en donde perviven situaciones de discriminación y exclusión determinadas por las creencias religiosas, como sucede en el caso de quienes son adeptos del hinduismo, que asumen una cosmovisión donde todavía predomina el homo ierarchicus (Dumont, 1981).

En África se ha incrementado paulatinamente el número de países con regímenes democráticos, desde el ascenso al poder de Nelson Mandela en Sudáfrica en 1994, hasta los procesos de democratización en Ghana, Senegal, Kenia y Burkina Faso, mientras perduran regímenes autocráticos como los de República del Congo, Chad, Guinea, Angola, Camerún, Uganda, Ruanda, Zimbabwe, Sudán y Eritrea, entre otros. De acuerdo con los datos proporcionados por Afrobarómetro (2019), el 67 por ciento de los africanos apoya la democracia. Muchos de estos países han estado sumidos por largos periodos en conflictos etnorraciales, y comparten también altos índices de corrupción (Obama Ondo, 2018).

Esta última característica, por lo demás, es un elemento que se ha hecho presente en la mayoría de los gobiernos, incluidas las poliarquías de los países desarrollados, donde la corrupción ha jugado un rol fundamental en el desencanto respecto de la democracia. De acuerdo con IDEA (2017: 5), el atributo denominado “administración imparcial”, como componente de la democracia, es el único que se ha mantenido estable desde 1975 hasta 2015. Es decir, que a pesar de la mayor realización de elecciones, el incremento de la participación, el mejoramiento en los niveles de control del gobierno y el respeto a los derechos fundamentales, la corrupción y la falta de un gobierno con acciones predecibles se mantiene igual que hace cuarenta años.

La acentuación de la desigualdad y el bajo crecimiento en las economías desarrolladas volvió a poner a la orden del día las luchas por la redistribución, que se suponían ya superadas por las luchas por el reconocimiento (Honneth, 1997) o en torno a valores posmaterialistas (Inglehart, 2001). Movimientos como Occupy Wall Street, el de los indignados en España, las luchas en contra del recorte al gasto social en Grecia, los movimientos por una educación gratuita en Chile, o más recientemente, los chalecos amarillos en Francia han dado la razón a autoras como Nancy Fraser (2006), quien ha resaltado la importancia justamente de esas luchas por la redistribución y de los estragos generados por lo que ella llama el neoliberalismo progresista, que se orienta a mantener la desigualdad económica mientras tolera los derechos de las comunidades diferentes.

La crisis de motivación en el capitalismo global

Podemos decir que las características que adquirió la crisis de motivación durante el llamado capitalismo tardío se intensificaron con la llegada del capitalismo global, constituido bajo las reglas de un régimen de acumulación flexible. Las políticas de desmantelamiento del Estado de bienestar sustituyeron la narrativa de la compensación de las desigualdades por un énfasis en la competencia y el logro individual a partir de la participación en el mercado. Este discurso estuvo legitimado en gran medida por la crisis de racionalidad que se dio en los primeros años de la década de los ochenta en los países desarrollados y por el colapso de los regímenes comunistas que desacreditaron cualquier política destinada a intervenir en el mercado, aunque fuera para compensar desigualdades.

El régimen de acumulación flexible modificó, o desapareció, las rutinas y las expectativas de vida en las que estaban fundamentadas las motivaciones del capitalismo en su época dorada, orientadas a una trayectoria laboral planeada a largo plazo. La desindustrialización en los países centrales y el relanzamiento de la acumulación a partir de la industria informática y el surgimiento de internet propiciaron también una revolución en la organización del trabajo, que en adelante seguiría el ritmo frenético de la dinámica del mercado, acelerando o alentando los procesos de producción que ya no estaban sujetos a horarios y tiempos definidos. Con la contratación a corto plazo, la permanencia en el empleo se volvió también algo contingente, que dependía no sólo de la demanda de trabajo sino de la multiplicidad de opciones que los nuevos trabajadores se construían, lo cual trajo consigo un proceso de acentuación de la individualización y de lo que Richard Sennett (2000) llamó la corrosión del carácter. Las nuevas tecnologías y las novedosas modalidades de contratación del trabajo no daban cabida a formas de protección colectivas como los sindicatos, generándose procesos de desafiliación (Castel, 1997).

La expansión de internet y el surgimiento de las redes sociales electrónicas dieron lugar a modificaciones en los procesos de configuración del yo y en el ámbito de las relaciones afectivas. El “yo virtual” se convirtió en una nueva presentación de la persona que pone por delante al individuo ideal en el que se proyecta el sujeto, y que se vuelve también flexible, pudiéndose cambiar a voluntad (Agger, 2004). Esta nueva circunstancia trae aparejada una modificación en los vínculos humanos, que se tornan más frágiles al tiempo que se intensifica el carácter autoexpresivo del yo, como sugería Zygmunt Bauman al reparar en el hecho de que en las nuevas redes sociales las personas tienden a revelar sus problemas existenciales y a confesar sus verdaderos sentimientos, más que en la interacción cara a cara. Las relaciones amorosas devienen efímeras, evitándose los compromisos a largo plazo. El cultivo del “yo” a través de una multiplicidad de terapias que posibilita el supermercado de las sectas y las corrientes psicoterapéuticas forma parte de eso que Giddens, Beck y Lash llamaron una modernización reflexiva. La agudización del narcisismo en las redes se canaliza mediante una espectacularización del yo (Sibilia, 2008), donde las personas exhiben su vida íntima. Parte de este cultivo del yo se convierte en una política de la vida que no pasa por las instituciones políticas estatales, generando redes de asociaciones con los fines más diversos. En este contexto, grandes estratos de la población distribuyen su tiempo entre una compulsión por el trabajo y la productividad que los lleva, como describe Byung Chul Han (2014), a explotarse a sí mismos, y a instalarse en una vida de consumo que los evade de lo público (Bauman, 2007). En términos parecidos ha desarrollado su idea de la alienación contemporánea Franco Berardi (2016), quien sugiere que en el capitalismo posmoderno no sólo se enajena el cuerpo a través de la extensión de la jornada de trabajo, sino el intelecto y los afectos personales, que se conectan con las máquinas generando redes semióticas.

Es cierto que las redes sociales y el uso del teléfono móvil han posibilitado la ampliación del espacio público y la construcción de una gran variedad de comunidades virtuales y formas de intervención en la política, lo cual sin duda influye significativamente en las campañas electorales, como ocurrió la primera vez que ganó Barack Obama la elección presidencial (Castells, 2009), o en los movimientos sociales, como la primavera árabe, los indignados en España, Occupy Wall Street en Estados Unidos o el movimiento YoSoy#132 en México, pero todo indica que estas movilizaciones tienen un carácter efímero, aun cuando en ocasiones sean el origen de nuevas expresiones políticas, como ocurrió con Podemos en España. La utilización que le dio la empresa Cambridge Analytics a la base de datos proporcionada por Facebook, valiéndose de la tecnología del big data para promover la campaña de Donald Trump, revela el extremo al que puede llegar el uso de las tecnologías informáticas a espaldas de los individuos, convirtiéndose en una nueva especie de inconsciente virtual o nuevo lenguaje del inconsciente. ¿Es este proceso de individualización radicalizada, de corrosión del carácter, una nueva forma de cosificación como la que señalaba George Lukács hace casi un siglo?

Axel Honneth ha considerado pertinente recuperar el concepto de cosificación utilizado por Lukács para denotar el extrañamiento que viven los seres humanos en el capitalismo global, sólo que corrigiendo la perspectiva cognitiva y objetivista con la que el filósofo húngaro abordaba el tema. En su lugar, Honneth propone recuperar la idea de cosificación desde la perspectiva de la teoría del reconocimiento con la que ha venido trabajando desde hace algunas décadas. En la opinión de este autor, toda relación de conocimiento implica necesariamente el supuesto de que este conocimiento es, o puede ser, compartido por los demás, pues las categorías utilizadas para establecer los atributos ontológicos y los principios epistemológicos para el correcto conocimiento de las cosas o de los seres humanos son siempre producto de una construcción colectiva. Luego entonces, toda relación de conocimiento es al mismo tiempo una relación de reconocimiento del otro. Es decir, no puede haber conocimiento sin reconocimiento. Para desarrollar este planteamiento, Honneth indaga las modalidades de reificación que se pueden presentar en relación con los objetos, con nuestros semejantes o con nosotros mismos. En esta última modalidad de intento de conocimiento de nuestro sí-mismo explora las diferencias entre las orientaciones objetivistas y las constructivistas. Por otro lado, Honneth también critica que Lukács privilegiara una forma de reificación -aquella derivada de la participación en las relaciones económicas-, olvidándose de las que se producen a partir de los “otros” por motivos raciales, étnicos o de género. Asimismo, explora la manera en que se expresan las formas contemporáneas de reificación en el capitalismo global, ejemplificándola con algunas prácticas como los matrimonios por internet o las entrevistas de trabajo, que se convierten en mecanismos de reificación que reducen a los individuos a un conjunto de datos, o bien, profundiza en el tratamiento de situaciones de reificación que identifica en las obras literarias de escritores como Raymond Carver, Michel Houellebecq o Elfriede Jelinek.

En suma, Honneth asimila la idea de reificación con la actitud contraria al “estar implicado” que reivindicaba Lukács, en lugar de asumir una postura meramente observadora. De igual forma, encuentra elementos comunes con la idea de Heidegger sobre el “cuidado” que supera el mero dominio técnico sobre la naturaleza, o la disposición similar de Dewey a la que llama reconocimiento.

Si retomamos entonces esta idea de reificación reconstruida por Honneth en términos de una teoría del reconocimiento, para referirnos a lo que Habermas llamaba crisis de motivación, podríamos proponer la hipótesis de que la crisis de la democracia que se vive a escala global tiene como uno de sus elementos explicativos la falta de implicación motivada por la radicalización del individualismo, al mismo tiempo que por una reificación expresada tanto en la ausencia de un sentimiento de control sobre los procesos políticos y sociales, así como en un olvido del reconocimiento de los otros, tanto en el ámbito económico como en el de las relaciones raciales y de género.

Conclusión

Luego de todo este rodeo que ha pretendido reutilizar con datos nuevos el concepto de crisis de legitimación que Habermas empleara para analizar el llamado capitalismo tardío, podemos concluir que, en efecto, tanto si se asume el teorema de la tendencia decreciente de la tasa de beneficio en el sentido en que lo emplean marxistas contemporáneos como Chesnais y Harvey, como si se adopta el concepto de capitalismo patrimonial que incluye las versiones de Aglietta o de Piketty, se registran en el plano económico tendencias a una sobreacumulación de capital y a una intensificación de la concentración de la riqueza y de la desigualdad, que generan problemas de legitimación, mientras que, paradójicamente, algunos Estados no democráticos, como el chino, se legitiman mediante la gestión exitosa del crecimiento económico. Como se ha podido constatar a lo largo de la historia, el capitalismo se adapta a cualquier tipo de régimen político y no requiere necesariamente de un orden democrático para su expansión y reproducción. La democracia, en cambio, puede coexistir con el capitalismo en condiciones más o menos estables, sólo cuando es posible establecer controles y regulaciones que se traduzcan, a su vez, en políticas públicas orientadas a la redistribución o a una generación permanente de empleos; sin embargo, la llegada del régimen de acumulación global no propició a la larga estas condiciones, favoreciendo solamente a los muy ricos o a la clase trabajadora de los llamados países emergentes. En un contexto en el que los Estados vieron disminuidas sus capacidades de regulación del sistema económico debido a su implantación global, incidiendo este factor en la igualación de las propuestas políticas de los diferentes partidos, la competencia democrática pierde en parte su sentido.

Lo anterior se refuerza con la crisis de la racionalidad administrativa, ya que las políticas orientadas a la redistribución del ingreso y la disminución de la pobreza no logran incidir en las variables macroeconómicas en la medida en que sí lo hace la dinámica del mercado mundial de capitales y mercancías. La crisis de racionalidad administrativa se expresa también en la incapacidad de los Estados para implementar en lo particular políticas orientadas a regular el cambio climático y a contrarrestar el impacto del calentamiento global, por únicamente referirnos a los problemas más comunes. En algunos casos, las instituciones financieras internacionales cuentan con mayores capacidades de intervención, sin que estén legitimadas con el voto ciudadano para hacerlo.

En este contexto, los Estados fueron rebasados por arriba y por abajo. Por arriba, con los problemas que son de alcance global y que ellos, por sí mismos, no pueden enfrentar, o bien cuando son regulados por instituciones que carecen de representatividad y legitimidad; por abajo, debido a los problemas que tienen que ver con lo que Giddens llama la política de la vida, relacionada con el cultivo del yo y la generación de comunidades virtuales que interactúan en torno a una gran variedad de tópicos.

Otra forma de erosión de la legitimación es la que propician los movimientos antisistémicos que canalizan sus proyectos políticos fuera del Estado y del mercado. Estos movimientos, como el zapatista en México, cuestionan la legitimidad de las instituciones democráticas estatales, denunciando el carácter procapitalista que asumen los partidos, las propias instituciones y las políticas estatales, al consentir y promover la puesta en marcha de proyectos empresariales extractivistas que despojan a las comunidades de sus recursos y explotan la fuerza de trabajo local. Otro tanto ocurre con los pueblos y las comunidades que, al observar la incapacidad de los Estados para brindarles el bien básico que es la seguridad y para garantizar el derecho de acceso a la justicia, se organizan de manera autónoma y producen una seguridad y una cultura de la legalidad paralelas al Estado.

La flexibilidad y movilidad de los capitales y del trabajo propician una fragmentación que excluye la posibilidad de mediaciones entre los individuos y el Estado, como antaño lo hacía el corporativismo, sin que tampoco se vislumbren capacidades de interlocución de los ciudadanos y de la sociedad civil con las instituciones globales. No es que ya no exista interés en la política, sino que la política se ha desplazado a los espacios globales y al ámbito individual o los espacios regionales. Para decirlo en los términos utilizados por Chantal Mouffe, la distinción entre lo político y la política se vuelve difusa. Lo ontológico y lo óntico no están bien definidos, pero sí están sujetos a un metajuego que consiste precisamente en definir las reglas del juego político. Votamos, pero no estamos seguros que el sentido del voto determine las políticas que van a seguir las élites para redistribuir o no la riqueza; participamos y opinamos, pero sabemos que nuestra opinión no importa mucho. El metajuego sigue, por más que sea en el seno de los congresos donde se decide el presupuesto y los poderes ejecutivos acumulen gran poder para decidir cómo gastar el dinero público. El Estado es todavía el principal referente de la política, pero ya no es un espacio desde donde se regule lo económico o se tomen decisiones cardinales. Todo esto, por supuesto, asume diversos grados de variabilidad, ya que los Estados más fuertes tienen mayores márgenes de intervención, mientras que los más débiles padecen los estragos de la globalización.

¿Significa todo esto que nos encontramos ante una crisis terminal del capitalismo? No necesariamente. No se trata de repetir la buena nueva de la llegada de la gran crisis, como en anteriores ocasiones lo han vaticinado algunos autores marxistas que esperaban con ansiedad el momento de la gran transformación. Este desacoplamiento entre el capitalismo global en tanto régimen de acumulación y la democracia liberal puede conducir a la coexistencia de soberanías fragmentadas con la expansión sistémica del capitalismo, o bien a la proliferación de regímenes autocráticos que, al tiempo que restringen las libertades políticas también promueven y toleran la expansión ilimitada del mercado, como sucedía en épocas previas al capitalismo.

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Recibido: 18 de Junio de 2019; Aprobado: 14 de Julio de 2020

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