Introducción
El artículo indaga sobre la relación entre la movilidad femenina y el rol de las mujeres en la (re)construcción de hogares entre fronteras nacionales. Se busca comprender cómo dicha movilidad construye hogares transnacionales o transfronterizos, cómo son estos y cómo las mujeres habitan estos espacios.
Para responder a estos interrogantes se desarrolló una revisión de investigaciones de las ciencias sociales anglófonas, hispanohablantes y lusohablantes sobre hogar, género y frontera. Se analizó un total de 92 publicaciones que abordan procesos sociales emergentes desde fines del siglo XX y situados, mayormente, en el campo de los estudios feministas y de género. En conjunto, estos trabajos permiten trazar un panorama de las interpelaciones de los debates sobre migración y movilidades femeninas (de carácter transnacional o transfronterizo) y el concepto de hogar.
Con este propósito, se analizará la interseccionalidad de las desigualdades marcadas por el género, la clase, las etiquetas raciales y la nacionalidad y su contribución en la espacialización de la experiencia en y entre las fronteras. Se asume que la migración constituye un fenómeno social estratégico para comprender la reproducción social y la familia (Herrera, 2012), porque permite observar a estos procesos como realidades espaciales.
El próximo apartado parte de la explicación de los conceptos que constituyen el marco analítico del artículo y que orientarán la lectura de las demás secciones. En el segundo apartado se realiza una conceptualización y contextualización del fenómeno de la migración femenina internacional. En el tercero, se discute el concepto de hogar transnacional y transfronterizo. Se concluye con algunas reflexiones sobre lo analizado.
Claves analíticas
Cinco definiciones analítico-empíricas orientan el marco interpretativo de los debates propuestos en este texto. Detengámonos un momento en explicitarlas. Primero, en coincidencia con Piscitelli y colaboradores (2011, p. 9), se asume que movilidad(es) es un concepto más “fértil”, flexible y dinámico que el de migraciones, que ofrece mayores posibilidades de abarcar los distintos tipos de movimientos que las mujeres pueden protagonizar y sus cambios en el tiempo y espacio. No obstante, a lo largo del texto se utilizan ambos conceptos ─migraciones y movilidades─ en la búsqueda de dialogar con las preferencias de diferentes autores.1
Segundo, se parte de la premisa de que todo conocimiento y proceso social están situados (Rose, 1997). Esto implica asumir que el lugar, más que un simple contenedor del proceso migratorio o de movilidad, es constitutivo y constituyente de ambos (Silvey, 2006, p. 71).2 Además, se asume que la experiencia migratoria o de movilidad construye lugares y hogares. La revisión realizada arrojó definiciones y reflexiones coincidentes tanto para lugar como para hogar en la literatura de los estudios sobre los desplazamientos humanos. Así, pese a que representen conceptos diferentes y particulares, los dos términos aparecen en algunas obras como equivalentes y, en otras, como yuxtapuestos: el hogar es un tipo especial de lugar (Easthope, 2004, p. 135). Dados los límites del artículo, no es objeto de este texto profundizar en la diferenciación de ambos. El enfoque es ofrecer una discusión sobre el concepto de hogar, relacionándolo con los actuales movimientos femeninos transnacionales y transfronterizos.
Tercero, la globalización ─las nuevas tecnologías de información y transporte popularizadas desde finales del siglo XX─, provocó cambios profundos en las migraciones y movilidades internacionales: al diversificar realidades, incrementar las complejidades y promover una negociación constante en los procesos socioespaciales (Herrera-Lima & Pries, 2006, p. 528). La compresión tiempo-espacio, característica de la globalización, generó incertidumbres sobre las experiencias, sentimientos y representaciones de los lugares (Massey, 1991, p. 177). A partir de este debate, se vuelve necesario teorizar los lugares y hogares para centralizar la “extensión geográfica de las relaciones sociales” (Massey, 1991, p. 178), y sus impactos en las experiencias en el territorio.
Cuarto, en inicios de la década de 1990, al asumir el imperativo analítico anterior, autoras como Nina Glick-Schiller (1999) y Peggy Levitt (1998) cuestionaron las limitaciones y alcances del paradigma asimilacionista de los estudios de la migración internacional. Dicho paradigma afirmaba la inevitabilidad de los procesos de aculturación de los migrantes en las sociedades de destino. Reproducían, además, visiones de los fenómenos sociales y metodologías que circunscribían todo el análisis a las fronteras del Estado-nación, con la incursión en “nacionalismos metodológicos” (Wimmer & Glick-Schiller, 2002, 2003). A partir de la percepción de que los migrantes sostienen vínculos con sus territorios de origen ─relaciones familiares, sociales, económicas, políticas, religiosas─, Glick-Schiller y otros autores proponen el concepto de “transnacionalismo”, lo que funda un nuevo paradigma para explicar la migración internacional (Glick-Schiller, 1999; Levitt, 1998). Según esa línea, los migrantes y las redes migratorias construyen y habitan los “campos sociales transnacionales”3 (Glick-Schiller, 1999).
En el Norte y Sur globales, esta perspectiva se convirtió en la principal herramienta analítica hegemónica para comprender los fenómenos migratorios que desbordan las fronteras nacionales y establecen vínculos y relaciones entre localidades distintas (Guizardi et al., 2017, p. 24). El creciente interés académico por el transnacionalismo, así como por la migración femenina transnacional iniciaron la “segunda generación de los estudios migratorios” (Domenech & Pereira, 2017, p. 88).4 En estos debates insurgentes, las mujeres ─históricamente invisibilizadas en los estudios sobre el tema, que las reducían a acompañantes pasivas de sus parejas─ pasan a ser reconocidas como protagonistas de los proyectos migratorios individuales, familiares y comunitarios (Camacho, 2010, p. 35). Así, para acompañar a estos debates, en este artículo el género es considerado como una categoría de análisis fundamental para los estudios de los fenómenos socioespaciales y para comprender las experiencias femeninas de migración y movilidad. Como las mujeres migrantes son las principales sostenedoras de los hogares ─tanto los transnacionales como los transfronterizos─, su movilidad provoca una serie de complejidades para la manutención del espacio doméstico y de las relaciones familiares (Diatlova, 2017, p. 62). La perspectiva de género aplicada a estos procesos permite cuestionar la acción de actores y visibilizar espacios usualmente no considerados (como el doméstico). Permite, además, ahondar en las relaciones sociales y de poder usualmente invisibilizadas por marcos analíticos hegemónicos y androcéntricos.
En quinto lugar, la migración transnacional no sintetiza todos los procesos de movilidad que cruza fronteras actualmente. Habría que considerar también a las migraciones y movilidades de carácter transfronterizo. El debate que distingue las movilidades transnacionales y transfronterizas es reciente en los estudios migratorios. Si bien la teoría transnacional sirvió de base epistemológica y metodológica para los estudios transfronterizos (Garduño, 2003; Guizardi, Valdebenito et al., 2018), las movilidades en las fronteras poseen particularidades no contempladas por el concepto de transnacionalismo.
Los escenarios globales de securitización de las políticas migratorias desde 20015 provocaron nuevos patrones de movilidad, que reestablecen el rol protagónico de las áreas de frontera. Desde 2010, se viene hablando de familias y comunidades que circulan y habitan las zonas de fronteras como “transfronterizas”, a partir de la comprensión de que “la vida fronteriza constituye los campos sociales entre países de una forma diferente a lo que se observa con la articulación de las redes de migrantes de larga distancia” (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 149).
Según Stephen (2012), las principales diferencias entre los patrones de movilidad transnacional y transfronterizo son: a) las complejidades históricas y actuales de las zonas de frontera; b) la radicalización de la simultaneidad6 entre los espacios nacionales; y, c) los diversos cruces de fronteras ─literales o no─ que los individuos realizan en este espacio (Stephen, 2012, p. 473, citado en Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 155). Asimismo, las familias y hogares transfronterizos difieren empíricamente de aquello que fue descrito por los autores de la perspectiva transnacional (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 158).
Más allá de estas particularidades, la intensificación de la movilidad femenina transnacional y transfronteriza provocó una serie de retos para la investigación científica. Primero, impulsó el cuestionamiento de algunos de los conceptos tradicionales de las ciencias sociales, como espacio, lugar, hogar, familia y matrimonio. Segundo, implicó una revisión de los modelos epistemológicos y metodológicos convencionalmente utilizados, lo que estimuló la búsqueda por nuevas herramientas analíticas que abarquen con más eficiencia a los fenómenos contemporáneos. El presente texto se adscribe a estos esfuerzos.
La feminización de la migración
El fenómeno denominado “feminización de la migración” (Martínez-Pizarro, 2003; Sassen, 2003) consiste en la progresiva incorporación de las mujeres en los flujos migratorios, así como en el cambio de su posición en ello: de acompañantes a protagonistas de proyectos propios, orientados a la manutención de la subsistencia familiar (Camacho, 2010, p. 46). La migración femenina no es un fenómeno nuevo, pero la globalización la transformó, para darle una nueva configuración “transcontinental” (Herrera & Sørensen, 2017, p. 16).7
Desde la década de 1960 se registró un incremento sostenido del número de mujeres migrantes internacionales. A partir de la década de 1990, ellas fueron mayoría entre los colectivos migrantes de varios países en regiones desarrolladas y en América Latina (Martínez-Pizarro, 2003, p. 20). Pero desde 2000 hacia 2020, esta tendencia a la feminización viene aminorando: actualmente, las mujeres constituyen 47.9% de la población migrante global (Organización Internacional de la Migración [OIM], 2020). Este reciente incremento de la participación masculina es condicionado por el desequilibrio de género en las migraciones de regiones como la Asia meridional (6 000 000 de hombres frente a 1 300 000 de mujeres) y los estados árabes (19 100 000 de hombres frente a 3 600 000 de mujeres) (OIM, 2020, p. 37). En América Latina, el último periodo intercensal ─entre 2000 y 2010─ siguió evidenciando un patrón feminizado de la migración intrarregional, que experimentó un leve retroceso de 93 a 95 hombres por cada 100 mujeres en 16 de los 20 países (Martínez-Pizarro & Orrego, 2016, p. 18).
Esta feminización representa experiencias migratorias asimétricas y particulares, condicionadas por el género como elemento que “recorre estructuralmente las decisiones, trayectorias y consecuencias de la migración” (Martínez-Pizarro, 2003, p. 8). El aumento de la participación de las mujeres en los flujos migratorios internacionales es resultado de las transformaciones económicas neoliberales que alteraran y precarizaran las condiciones del trabajo de los trabajadores tanto en el Norte como en el Sur global (Camacho, 2010; Datta et al., 2010; Herrera & Sørensen, 2017; Mora, 2008). Los procesos de tercerización, flexibilización laboral y reducción de la seguridad social presionaron ─al mismo tiempo en que posibilitaron─ el ingreso de las mujeres al mercado de trabajo y su participación en la renta familiar (Camacho, 2010; Datta et al., 2010; Mills, 2003).
En el Sur, ese proceso fue acompañado por la ruptura de las familias y el abandono del hogar por los hombres en los sectores sociales más empobrecidos y medios y, consecuentemente, a la sobrecarga femenina en los roles productivos y reproductivos en el interior de las familias (Guizardi, González et al., 2018; Guizardi, Valdebenito et al., 2018). En el Norte se observa el fenómeno de “crisis del cuidado” (Acosta, 2015; Guizardi, González et al. 2018; Hochschild, 2002), que consiste en la carencia de personas para mantener las actividades de reproducción social. El fenómeno es provocado por la inclusión de las mujeres al mercado de trabajo productivo (Guizardi, González et al., 2018), el incremento de la expectativa de vida, la ausencia de una redistribución plena de las labores de reproducción entre hombres y mujeres y la constante reducción del estado de bienestar social en estos países (Herrera & Sørensen, 2017).
Dicha crisis provocó la “fuga del cuidado” (Acosta, 2015; Bettio et al., 2006; Herrera, 2012), con la internacionalización del cuidado remunerado. Las mujeres del Sur migran al Norte global para solucionar las demandas de trabajadoras domésticas y de los cuidados de los países centrales del capitalismo. Según Acosta (2015, pp. 25-26), ese es un modelo en que “la fuerza de trabajo femenina y flexible (habitualmente mujeres inmigrantes, indígenas y afrodescendientes) reemplaza el trabajo doméstico no remunerado y de cuidado que realizaban las mujeres en los países desarrollados”. El cuidado se constituye, así, como la principal ocupación de las mujeres migrantes latinoamericanas (Herrera, 2012).
Más que un circuito internacional, se conforma una “cadena global del cuidado” (Hochschild, 2001), en la cual las mujeres van “sustituyendo” el rol de otras mujeres en el cuidado del hogar. El concepto de cadenas globales del cuidado abrió un campo de reflexiones y debates importantes en los estudios migratorios. Dichas cadenas constituyen “vínculos personales a través del globo, basado en el trabajo de cuidado remunerado o no remunerado” (Hochschild 2001. Traducción propia). Yeates (2012) las define de la siguiente forma:
Al migrar para realizar trabajo doméstico remunerado, la mujer migrante se encuentra imposibilitada de cumplir sus propias “obligaciones domésticas”, ya que se encuentra geográficamente distante de sus hijos/as y de su hogar, lo que crea la necesidad de que alguien más lo haga. Esa persona ─generalmente otra mujer─ proviene de un hogar aún más pobre del país de origen o puede ser un miembro de la propia familia de la mujer migrante. A medida que “bajamos” por la cadena, el valor atribuido por el trabajo disminuye y a menudo se convierte en no remunerado al final de la cadena, en que una hija mayor posiblemente sustituye a su madre en el cuidado de sus hermanos menores. (Yeates, 2012, p. 137. Traducción propia)
A partir de esa red, el cuidado es extraído como recurso y transferido de los países pobres a los países ricos (Yeates, 2012, p. 137). Herrera (2012, pp. 41-42), a su vez, considera que el concepto es útil para explicar y evidenciar las macroestructuras de desigualdad de la migración femenina internacional de las últimas décadas. Para que las mujeres del Sur global puedan ejercer estas funciones productivas deben tercerizar a mujeres de sus redes familiares ─madres, hermanas o hijas─ el cuidado presencial de su propio hogar y de sus hijos e hijas (Assis, 2007; Datta et al., 2010; Gonzálvez, 2013; Herrera & Sørensen, 2017).
Es más: el cuidado del hogar no es tácitamente sustituido o dejado por las mujeres migrantes. Ellas lo desempeñan a la distancia. Esto implica una elevada sobrecarga femenina a través de la conciliación del cuidado entre espacialidades distintas y distantes (Gregorio Gil & Gonzálvez, 2012; Hondagneu-Sotelo, 2000). Según Herrera (2012, p. 41), “si el capitalismo siempre ha descansado en una división sexual en la cual las mujeres con su trabajo reproductivo subsidian la economía, las cadenas globales del cuidado estarían expresando este proceso a escala transnacional”. Esto complejiza el ejercicio de la reproducción social.
El concepto de reproducción social, según la teoría feminista, refiere a “actividades y actitudes, comportamientos y emociones, responsabilidades y relaciones directamente implicadas en el mantenimiento de la vida de forma cotidiana e intergeneracional” (Laslett & Brenner, 1989, p. 382). Incluye trabajo mental, físico y emocional, y el cuidado figura como elemento necesario para la manutención de las generaciones actuales y futuras (Laslett & Brenner, 1989, p. 383). Es importante detenerse para hablar del concepto de “cuidado” y su centralidad para la reproducción social. El cuidado alude al trabajo físico y emocional, basado en el cumplimiento de las necesidades e intereses de otro(s), familiar(es) o no, direccionado al bienestar físico, psíquico y emocional (Datta et al., 2010; Gilligan, 1982; Gonzálvez, 2013; Milligan & Wiles, 2010). Puede ser remunerado o gratuito, realizado al interior o afuera del hogar, dentro de un país o entre varios países (cuidado transnacional), y es fundamental para la reproducción social y colectiva (Fisher & Tronto, 1990; Gonzálvez, 2013). Asimismo, el cuidado es una expresión de las relaciones de poder que atañen a los sujetos subordinados de la sociedad (en este caso, las mujeres en general y especialmente las migrantes) (Datta et al., 2010).
Consecuentemente, la reproducción social no sería únicamente un proceso biológico ─la procreación─, que incluye una diversidad de formas de trabajo. Además, la comprensión feminista desafía la definición marxista de reproducción social y llama la atención al carácter productivo de las labores de mantención de la vida, fundamentales para la perpetuación del modo de producción capitalista y de las desigualdades de clase y género que les son inherentes (Laslett & Brenner, 1989, p. 383). Como el sistema productivo es totalmente dependiente del reproductivo, la globalización de la producción es acompañada de una también globalización y transnacionalización del cuidado (Yeates, 2012, p. 135).
Esos debates dieron origen al concepto de “reproducción social transnacional” (Hondagneu-Sotelo, 2001; Salazar Parreñas, 2001) que permite comprender la organización social de los cuidados a nivel global y poner el “cuidado en el centro” de los estudios sobre la migración (Herrera & Sørensen, 2017; Gonzálvez, 2013). La “segregación ocupacional por sexo” en las sociedades patriarcales moldea la demanda de trabajo migrante y empuja a las mujeres a los trabajos de reproducción social, desobligando a los hombres de estas funciones (Herrera, 2012, p. 40). Se constituye una “nueva división internacional del trabajo reproductivo” (Salazar Parreñas, 2001) que recrudece aquello que las feministas denominan, desde los años de 1970, la “doble presencia” femenina (Balbo et al., 1978). Es decir, la entrada de la mujer al trabajo productivo no la libera del reproductivo. Todos esos conceptos y reflexiones conducen a un denominador común: observan la globalización como una reconfiguración de la desigualdad de género, ahora entre las distintas escalas, desde lo local hacia lo transnacional. Así, la inserción de las mujeres migrantes a los mercados laborales de los países de destino es condicionada por las marcas de las múltiples desigualdades articuladas. Estas desigualdades constituyen fenómenos encarnados, que se expresan en sus corporalidades (Gregorio Gil, 2009; Herrera, 2012; Piscitelli, 2012). La identificación corporal de las mujeres migrantes del Sur, a través de estereotipos que asocian su color de piel y fenotipo a una condición de marginación social, constituye una forma contemporánea del racismo, lo que incide en que, más allá de sus capacidades y formación educacional, ellas se inserten en el sector de los servicios domésticos y de cuidado en los países de recepción (Assis, 2004, 2011; Datta et al., 2010; Hondagneu-Sotelo, 2001; Parella, 2003; Salazar Parreñas, 2001; Stefoni, 2009), así como en el mercado del sexo (Gregorio Gil & Ramírez, 2000; Piscitelli, 2008, 2012, 2013). Esas inserciones son mediadas por las redes informales articuladas en los llamados “enclaves étnicos” que habitan (Assis, 2011, p. 322).8
Las redes sociales en los países de origen, tránsito y destino cumplen un rol fundamental en la migración y en la reorganización de las familias en el campo social transnacional (Assis, 2011, p. 325). Los estudios de género demuestran que las mujeres no solamente utilizan las redes migratorias ─establecidas por migrantes y no migrantes─ sino que son agentes fundamentales en la manutención de estas redes y de sus vínculos entre las fronteras (Assis, 2011; Sørensen, 2008; Tapia & Ramos, 2013).
En conjunto, los estudios sobre la migración femenina a partir de la globalización permiten plantear que, a pesar del proceso de restructuración global ─económica, social y política─, el trabajo reproductivo sigue siendo la base de la actividad productiva y el orden de género hegemónico permanece intacto. Las mujeres continúan siendo las principales responsables del trabajo reproductivo: la maternidad, el cuidado de la casa, de los niños, jóvenes y ancianos (Datta et al., 2010; Mills, 2003; Sørensen & Vammen, 2016). Según Sassen (2003), esto implica que los procesos de globalización económica estén atravesados por la desigualdad de género.
La migración femenina transnacional y transfronteriza surge, así, como alternativa para las mujeres proveedoras y jefas de hogar provenientes principalmente de los países del Sur que, frente a las dificultades laborales, cruzan fronteras. Contradictoriamente, al hacerlo, ellas siguen reproduciendo las desigualdades sociales condicionadas por el género (Acosta, 2015; Martínez-Pizarro, 2003; Mora, 2008; Tijoux, 2007). En un mundo en movimiento, ellas continúan en posición de desigualdad (Assis, 2014, p. 31). Simultáneamente, la migración es un fenómeno dialéctico que también permite la ruptura de situaciones de violencia y desigualdad, lo que representa oportunidades de construcción de autonomía, agencia, resistencia y acción política (Assis, 2004; Bosco et al., 2011; Herrera, 2012; Piscitelli, 2012; Wilkins, 2017). Así, oportunidad y desigualdad son las dos caras de un fenómeno que Sassen (2001, p. 103) denomina “feminización de la supervivencia”.
Se observa, consecuentemente, un estrecho vínculo entre feminización de la migración ─nacional, transnacional y transfronteriza─ y el trabajo del cuidado. Este opera como un motivante de las movilidades femeninas, como principal oportunidad laboral en localidades de destino y como práctica extendida entre los distintos momentos/espacios del proyecto migratorio.9 Opera, entonces, como elemento articulador de relaciones y territorios en el contexto de las migraciones internacionales (Yeates, 2012).
Más allá del impacto de la migración femenina en las vidas, cuerpos, identidades y subjetividades de estas mujeres y sus relaciones más cercanas, el cuidado también transforma, produce/reproduce paisajes y espacialidades propios. Las mujeres, en sus movilidades, reinventan las formas de habitar. El cuidado involucra relaciones interpersonales entre lugares, constituyéndose como una red espacializada (Milligan & Wiles, 2010, pp. 737-738). Por ello, urge estudiar y comprender las geografías producidas por una nueva forma de habitar transnacional y transfronterizo, un habitar intermediario y/o simultáneo entre el aquí y el allá, entre el lugar de origen y el lugar de acogida, el cruce de las fronteras. Los “paisajes del cuidado” no se acotan a un territorio físico, sino que son producto y (re)productores de las estructuras del cuidado (Milligan & Wiles, 2010, p. 736).10
Según Milligan y Wiles (2010, p. 736), “el cuidado y las relaciones del cuidado están localizadas, determinadas y determinan espacios y lugares particulares, que se extienden de lo local a lo global”, y pueden abarcar lo institucional, lo doméstico, lo familiar, lo público, lo privado, y las intersecciones entre ellos (Milligan & Wiles, 2010, p. 738). Para comprender los cuidados transnacionales es necesario estudiar los hogares como campo social donde las prácticas del cuidado se establecen (Gonzálvez, 2013, p. 135). A continuación, se adentra al debate del concepto de hogar y se establece su relación con el género y la movilidad transnacional/transfronteriza.
El concepto de hogar
Según Moore (2000), el concepto de hogar ha sido abordado y construido históricamente desde la literatura romántica del siglo XIX. Pero fue el interés de Heidegger (1954), a mediados del siglo XX, por el habitar, lo que convirtió al hogar en un tema central en distintas áreas de las ciencias sociales y humanas.
Según Heidegger (1954), la actividad constructora de los hogares, de los espacios donde los seres humanos habitan, se acerca a la propia naturaleza del ser: “yo habito, yo soy” (p. 151). Para referirse a esta semántica, el autor recupera a la antigua palabra alemana bauen, que significa habitar, permanecer, mantenerse, y alega que el ser humano es en cuanto habita (p. 152). Ser y habitar poseen así una relación intrínseca. Así como habitar y construir. El construir es definido como experiencia cotidiana de edificar, cuidar, cultivar el espacio en que se habita, el hogar: “El construir como habitar, esto es, ser sobre la Tierra, queda para la experiencia cotidiana del hombre, como lo dice felizmente el lenguaje, de antemano como lo ‘habitual’” (Heidegger, 1954, p. 152). El habitar sería, entonces, un “rasgo fundamental del ser” (Heidegger, 1954, p. 161).
Bachelard (1964) redimensiona estas afirmaciones, y define al hogar como un lugar de acogida y afecto, un elemento fundamental para el desarrollo humano (Easthope, 2004; Moore, 2000; Pinto de Carvalho & Cornejo, 2018). Aquí, el hogar aparece como un “lugar poético”; como “poesía, metáfora y experiencia”; la referencia inicial de inscripción en el mundo (Pinto de Carvalho & Cornejo, 2018, p. 8). Con el trabajo de Bachelard, la significancia del lugar y del hogar crea las bases para una “filosofía del espacio” (Moore, 2000, p. 210).
Bajo la influencia de estos filósofos, el hogar pasa a ocupar un lugar de destaque en la geografía humana de los años de 1970 (Easthope, 2004; Moore, 2000). Para los geógrafos humanistas, el hogar es la base de la identidad, es donde los individuos construyen el sentido de sí mismos y su relación con el mundo (Blunt & Dowling, 2006, p. 11). La percepción de las personas sobre el entorno y sobre ellas mismas es producida a través de sus experiencias vividas e imaginadas del hogar (Bonhomme, 2013). El hogar, según ellos, es un lugar de intimidad, de protección, de creatividad. Es, además, sagrado.
Para Tuan, la palabra home, en inglés, representa el lugar de pertenencia, de desarrollo humano ─nurturing─, el centro de los afectos, un lugar de refugio y descanso. Y este puede transitar entre distintas escalas: la casa, el barrio, la región o el Estado (Tuan, 1971, p. 189). Lo ubica al lado opuesto de “viaje”, en la binaridad home-journey, Tuan vincula el hogar a un ámbito privado y doméstico, ajeno al mundo de lo público y del trabajo.
Sin embargo, la idea humanista de hogar sufrió importantes críticas de académicas y grupos feministas que reinterpretaron y complejizaron el concepto a partir de la visibilización de otras experiencias de habitar, practicadas por sujetos históricamente marginados y excluidos del análisis social/académico, como las mujeres y los grupos LGBTQI (Blunt & Dowling, 2006). El feminismo produjo, entonces, un giro al concepto y al estudio de lo doméstico, a través de la incorporación del género como unidad crítica para entender el hogar y sus múltiples formas: el espacio doméstico y sus relaciones serían generizados, atravesados por las experiencias y expectativas de género (Blunt & Dowling, 2006, p. 16). El hogar se convierte, en este argumento, en un espacio óptimo para comprender a las relaciones cotidianas marcadas por diferencias y desigualdades (Walsh, 2006, p. 126).
Desde la perspectiva feminista y de género, el hogar no siempre es considerado un lugar sagrado y seguro, tal cual planteaban los geógrafos humanistas, sino también de violencia, opresión, alienación y resistencia. Esta perspectiva desafía la visión humanista del hogar como un espacio de refugio del trabajo, así como la visión marxista que lo asume como espacio únicamente volcado a la reproducción social, lo que llama la atención para el trabajo no remunerado de las mujeres desarrollado en el ámbito doméstico (Blunt & Dowling, 2006, pp. 15-16).
Desde la psicología social y crítica, Pinto de Carvalho y Cornejo (2018) reconocen que el hogar puede poseer un rol negativo en la vida de las personas (especialmente de las mujeres), lo que contraría la posición hegemónica (y excluyente) que lo define como experiencia positiva. Apuntan, así, a los “roles ambivalentes y negativos” del hogar, que están asociados a situaciones como el trabajo, la violencia, la reclusión, la falta de privacidad, la vulnerabilidad, el estigma o la nostalgia por un lugar del pasado (Pinto Carvalho & Cornejo, 2018, pp. 13-15).
El feminismo, además, cuestiona la relación entre las estructuras sociales y el hogar, y rechaza la polaridad entre las esferas pública y privada, y las entiende como categorías y espacios articulados: “lo que ocurre en los espacios privados de la esfera doméstica es influenciado por lo público, y viceversa” (Blunt & Dowling, 2006, p. 16). Consecuentemente, el hogar sería un lugar doblemente público y privado, donde se articulan las diversas relaciones sociales y de poder (Blunt & Dowling, 2006, pp. 21-27). Esto conlleva a asumir al hogar como “intensamente político” (Brickell, 2012, p. 227). Este abordaje critica la lectura dicotómica entre la “pequeña política” (hogar) y la “gran política” (geopolítica), al resaltar la influencia que una ejerce sobre la otra. Así, el hogar es percibido como “un espacio vital para comprender las microgeografías de lo social y lo espacial que influye, y está influenciada por, fuerzas estructurales más amplias” (Brickell, 2012, p. 227).
La perspectiva feminista señala que las experiencias y sentidos del hogar están atravesados por la intersección de múltiples ejes de diferencia y poder, como son las etiquetas raciales, la clase, el género, la edad, la nacionalidad, entre otros (Blunt & Dowling, 2006, pp. 18-19). Es la “geometría del poder”, que mencionaba Massey (1991, p. 179), en la cual las personas son diferentemente localizadas en relación con el hogar y lo experimentan también de manera diferente, de acuerdo con su “ubicación social” (Blunt & Dowling, 2006, pp. 24-25). La concepción de la interseccionalidad de esos marcadores de la desigualdad es utilizada por el feminismo para dar cuenta de la “percepción cruzada o imbricada de las relaciones de poder” y de las múltiples desigualdades interdependientes que dichas relaciones generan (Viveros, 2016, pp. 2-5).
Personas de diferentes géneros experimentan y significan el lugar de maneras distintas. El feminismo negro, a su vez, critica la idea de hogar desarrollada por el feminismo blanco de clase media y lo reivindica como un espacio de oportunidades y resistencia identitaria y cultural, debido a los procesos racializados de segregación que algunas mujeres viven en el espacio externo (Blunt & Dowling, 2006, p. 20). Al teorizar sobre Estados Unidos, Davis (2016) argumenta que las mujeres negras, desde el periodo de la esclavitud, nunca fueron incluidas en la “ideología femenina” que se circunscribía a las mujeres blancas, principalmente pertenecientes a los estratos medios.11 Para las mujeres negras, el matrimonio, la casa, el trabajo, el espacio público serían concebidos de manera particular. Las mujeres negras esclavizadas, y más tarde “libertas”, siempre cumplieron el rol de trabajadoras productivas, al trabajar más afuera de la casa que sus contemporáneas blancas (Davis, 2016, p. 135). Por ello, no es posible emplear una noción universal de hogar para las distintas experiencias que encarnan las mujeres.
Generalmente, al considerar al hogar como un lugar situado en el espacio y en el tiempo, los estudios contemporáneos sobre este concepto coinciden en que él transciende la materialidad del espacio doméstico (Ahmed, 1999; Blunt & Dowling, 2006; Brickell, 2012; Moore, 2000; Morley, 2001; Easthope, 2004). Pero consideran la vivienda un elemento fundamental para su comprensión (Blunt & Dowling, 2006; Diatlova, 2017). En estos debates, el hogar es definido como un lugar emocional (Massey, 2001, citada en Blunt & Dowling, 2006, p. 25), un espacio de pertenencia: “el hogar es donde está el corazón” (Ahmed, 1999, p. 341). Easthope (2004) lo considera como “particularmente significativo” (p. 128), un tipo especial de lugar (p. 135). En síntesis, un lugar que posee significados sociales, psicológicos y emotivos para individuos y grupos (Easthope, 2004, p. 134). En esa misma línea, Miller (2001) afirma que el hogar es donde ocurre lo que realmente importa.
Desde la geografía crítica del hogar, Blunt y Dowling (2006) lo consideran tanto materialidad ─una localización física─, como un imaginario cargado de “sentimientos espacializados”, como son los de pertenencia/arraigo, deseo e intimidad, pero también miedo, violencia y alienación. El hogar es, así, un “imaginario espacial”, según las autoras, un conjunto de significados y sentimientos interseccionados y variables, relacionados con un contexto específico, y que, simultáneamente, construye lugares y se extiende a través de espacios y escalas (Blunt & Dowling, 2006, p. 2). Las geografías materiales e imaginativas del hogar serían relacionales: su materialidad dependería de la percepción/imaginación del hogar. Pero esta percepción es influenciada por su contexto físico (Blunt & Dowling, 2006, p. 22). El hogar está vinculado a estructura(s) física(s), pese a que no es la(s) estructura(s) física(s) en sí misma (Blunt & Dowling, 2006, p. 10).
La construcción del vínculo con ese lugar especial ─el sentido de hogar─ se constituye en la acción, en los actos performativos cotidianos (Bonhomme, 2013, p. 8), lo que conecta el ser con un lugar. “Nos sentimos en casa” en el lugar donde se desarrollan los hábitos (Easthope, 2004, p. 133). Para Diatlova (2017), las rutinas de cuidado son fundamentales para el establecimiento de un sentido de hogar: pertenecemos al lugar que cuidamos, y al lugar donde cuidamos y somos (auto)cuidados (Diatlova, 2017, p. 67). El hogar sería, entonces, la extensión y expresión de las rutinas corporales (Blunt & Dowling, 2006, p. 5), especialmente las del cuidado.
Según Baxter y Brickell (2014, p. 134), la construcción del hogar ─homemaking─ sería el objetivo presente en todos los individuos en el proceso de habitar. Chardon, influenciada por Heidegger (1954), considera que el habitar se vincula necesariamente a la noción de construir un contexto, un entorno de vida (Chardon, 2010, p. 22). Por otra parte, la desconstrucción del hogar ─home unmaking─ es “el proceso precario en el cual componentes materiales y/o imaginarios son involuntariamente o deliberadamente, temporario o permanentemente, despojados, dañados o incluso destruidos” (Baxter & Brickell, 2014, p. 134). El home unmaking puede ser resultado tanto de desalojos forzados, guerra, genocidio, desastres naturales, como de acontecimientos más cotidianos de la vida como salir voluntariamente de casa ─aquí incluidos los procesos migratorios.
Ahmed (1999) cuestiona la oposición entre hogar y distanciamiento y considera que el movimiento es parte del proceso de construcción del hogar como fenómeno complejo del habitar (Ahmed, 1999, p. 341). Para la autora ─que considera ella misma habitar diversos hogares─ la experiencia de “ser/estar en casa” [being-at-home] significa la permeabilidad e interpenetración entre sujeto y espacio, más que habitar un espacio ajeno y exterior al ser/“yo” [self] (Ahmed, 1999). Con eso, entiende la experiencia de ser/estar en casa como habitar una segunda piel:
El hogar como piel sugiere que el límite entre el yo y el hogar es permeable, así como el límite entre el hogar y el exterior. Aquí, el desplazamiento es también un movimiento dentro de la constitución del hogar como tal. Es decir, el desplazamiento es siempre afectivo: afecta el sentirse “hogareño”. (Ahmed, 1999, p. 341. Traducción propia)
Massey, a su vez, desafía la noción de hogar como algo fijo y delimitado, al considerarlo como puntos nodales abiertos, construidos por redes y relaciones sociales (Massey, 1991). El hogar no sería, consecuentemente, una cosa ─estática, permanente─ sino procesos, relaciones sociales. Los lugares y hogares no tienen fronteras, aunque las fronteras sean necesarias para la conceptualización del lugar en sí (Massey, 1991, p. 184). Esta (in)definición se articula muy bien con la actual perspectiva transnacional y transfronteriza de los hogares desterritorializados/reterritorializados, de la cual hablaremos enseguida.12
La migración y las nuevas espacialidades
El hogar transnacional
Desde finales del siglo XX, varios estudios convocan a comprender a los hogares y a las experiencias migratorias como fenómenos dotados de una interrelación “compleja, mutuamente constitutiva e interdependiente” (Walsh, 2006, p. 124). Esto implica repensar la noción de que el hogar es dejado atrás en la migración, y reconoce que este puede estar en cualquier lugar (Walsh, 2006, p. 125).
El hogar es “multiescalar” (Blunt & Dowling, 2006; Morley, 2001; Tuan, 1971). La construcción de los hogares y de los imaginarios sobre ellos pueden ocurrir más allá de la escala de la casa: en el cuerpo, barrio, nación e, incluso, en el mundo (Blunt & Dowling, 2006; Tuan, 1971). Consecuentemente, los hogares y sus imaginarios constituyen espacios de pertenencia e identidad a diferentes escalas: personal, local, nacional o transnacional (Morley, 2001, p. 425). Según esta perspectiva, los movimientos transnacionales serían la mejor representación de la multiescalaridad del hogar. Dicha lectura conceptualiza a la globalización no como un fenómeno de desestabilización, desterritorialización o de destrucción del hogar, sino como un proceso de reterritorialización (Blunt & Dowling, 2006; Miller, 2001; Morley, 2001). Comprende que, en el mundo globalizado, marcado por grandes flujos y movilizaciones, las personas están “construyendo hogar a partir del hogar”. En síntesis: el hogar se convirtió en algo más portable (Miller, 2001, p. 9), que se dota de movilidad (Walsh, 2006).
Así, los sentidos de pertenencia y arraigo serían vividos a través del vínculo con múltiples formas de hogar, distribuidos en distintas temporalidades y espacialidades (Blunt & Dowling, 2006, p. 202). Walsh (2006, p. 138) identifica que el hogar transnacional se encuentra en la articulación entre el espacio imaginario de pertenencia y el espacio vivido, que conecta “las nociones pasadas, presentes y futuras de hogar a través de las prácticas domésticas”. Por ende, el hogar transnacional implicaría un deseo todavía más profundo de pertenencia/arraigo (Walsh, 2006, p. 126). Case (1996, citado en Moore, 2000, p. 211), a su vez, considera que el hogar comienza a ganar sentido cuando se distancia de él, a partir de la ausencia del hogar. Diatlova (2017, p. 62), en un estudio con trabajadoras sexuales ruso-hablantes residentes en Finlandia, reconoce cómo la movilidad se vuelve esencial para la comprensión del concepto de hogar, frente a la crisis de pertenencia que sufren sus colaboradoras, oriunda del colapso de la Unión Soviética. Esos planteamientos asumen que movimiento y pertenencia no son cosas opuestas o desconectadas, así como tampoco hogar y distancia (Ahmed, 1999; Ahmed et al., 2003).
Consecuentemente, los sujetos transnacionales poseen múltiples sentidos de hogar, pertenecen a muchos hogares, construyen “hogares híbridos” (Blunt & Dowling, 2006, pp. 218-219); se sitúan entre materialidades y cotidianeidades presentes y memorias pasadas, conectadas a otros “hogares imaginados” (Blunt & Dowling, 2006, p. 212): “Estar en casa o salir de casa es siempre una cuestión de memoria” (Ahmed, 1999, p. 343. Traducción propia). La transnacionalidad del hogar migrante se da a partir de esa multiplicidad de hogares, de esta nueva espacialidad que abarca la coexistencia paralela y simultánea de los hogares de origen y de destino (Bonhomme, 2013, p. 9).
Considerado lo anterior, Blunt y Dowling (2006, pp. 196-198) proponen pensar el hogar transnacional como construido a partir de ideas y experiencias de localización y dislocación, lugar y desplazamiento. Así, no se trataría de una raíz [root], sino de una ruta [rout]. Esta definición desafía la visión de Tuan (1971) del hogar como opuesto a una jornada. Pero se acerca a la visión de Ahmed (1999, p. 330), para quien: “El hogar está aquí, no un lugar en particular que uno simplemente habita, sino más de un lugar: hay muchos hogares para permitir que el lugar asegure las raíces o las rutas de su destino”. El “viaje migratorio”, además, desagrega las nociones de hogar entre lugar de origen y el mundo “sensorial” de la “experiencia cotidiana” (Ahmed, 1999, p. 341).
En ese viaje o intervalo entre los lugares de origen y de destino ─donde se desarrollan las experiencias cotidianas─ (Ahmed, 1999), el hogar migrante se convierte en una imbricación entre funciones de las esferas productiva y reproductiva. Estas recaen y sobrecargan especialmente a las mujeres migrantes, las principales sostenedoras de estos campos transnacionales (Parella, 2007, p. 158). Los hogares transnacionales y las redes sociales que se organizan a través de ellos funcionan como elementos vitales de los procesos migratorios y, luego, como bases analíticas clave para el estudio de la migración y la globalización (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 160; Parella, 2007, p. 159).
Consecuentemente, el hogar juega un papel fundamental en la experiencia e integración del migrante a las sociedades de destino, al ser el lugar intermedio entre el individuo y la nueva sociedad donde se negocian y se ajustan los elementos sociales, culturales e identitarios (Bonhomme, 2013, p. 9). Igualmente, es donde las identidades se constituyen y se reconfiguran, para construir lo que Bonhomme (2013, p. 65) llama “tránsito fluido entre los mundos de origen y de destino”.
Así como Bonhomme (2013), Blunt y Dowling (2006) subrayan la importancia de la materialidad del hogar en sus intersecciones con la memoria, identidad y pertenencia en el espacio transnacional (Blunt & Dowling, 2006, p. 212). Ciertos objetos acompañan a los migrantes en sus trayectorias, que representan la memoria de estos hogares y contribuyen a la afirmación de sus identidades. Estos objetos son cargados de “sentido de hogar” (Blunt & Dowling, 2006, p. 205). La cultura material es la representación de esta multiplicidad de hogares y de sentidos de hogar transnacional que viajan a través de los objetos (Miller, 2006). Estos reconectan a los migrantes con el hogar del pasado y los ayudan en la “desorientación” producida por la movilidad, para contribuir en la “construcción del hogar actual y sus proyecciones futuras” (Walsh, 2006, p. 138).
El hogar transfronterizo
Según Grimson (2005), las fronteras son espacios donde se conjuga la relación (histórica) entre la acción estatal y la local (personificada por sujetos o grupos). Al constituirse desde relaciones asimétricas, la vida y el habitar en la frontera están atravesados por el control del Estado. Además, su configuración política particular implica que esta relación sea extremadamente conflictiva. Esta conflictividad también atañe a la relación entre la construcción de identidades transnacionales y el estigma nacional, entre la pluralidad de fenómenos socioculturales y el reduccionismo burocrático-estatal, entre otros (Grimson, 2005). Asimismo, las fronteras condensan conflictos y violencias particulares relacionados a los patrones y relaciones de género. Sin embargo, la experiencia de las mujeres en estos espacios fue invisibilizada en los estudios fronterizos. Gracias al trabajo de las teóricas “chicanas” ─entre ellas, Gloria Anzaldúa─ realizado en los territorios de la frontera México-Estados Unidos, las historias de las mujeres transfronterizas empezaron a ser recuperadas (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 158).
Para Segato (2003), la violencia patriarcal es la estructura elemental de las relaciones en la frontera, que se manifiestan en la constante tensión entre lo(s) particular(es) y lo(s) universal(es). Esta estructura marca y refuerza el lugar de exclusión y vulneración vivido por las mujeres en estos lugares (Guizardi, 2019; Segato, 2003):
Esta experiencia de la interseccionalidad de factores excluyentes, que es vivida por las mujeres migrantes (en zonas fronterizas y más allá de ellas), define sus espacios, derechos y posibilidades de incorporación social. Pero lo hace conjugando dos experiencias fronterizas simultáneas: la de pertenecer al “género otro”, y la de desafiar a las fronteras del Estado-nación. (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 157)
Guizardi (2019) señala que las mujeres fronterizas habitan en una “hiper-interseccionalidad”.13 Las familias y hogares transfronterizos estarían marcados por la constante imbricación y disputa entre la diversidad de fronteras materiales y simbólicas que los cruzan (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 155). Para entender la conformación de los hogares transfronterizos sería necesario mirarlos desde un punto de vista histórico y contextual, e indagar quién transnacionaliza a quién (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 160). ¿Son los individuos que cruzan fronteras o fronteras que cruzan individuos? En muchos casos, el habitar entre territorios ─habitar translocal─ se convirtió en práctica transnacional y/o transfronteriza a partir de la conformación de los Estados-nación y de la demarcación de las fronteras físicas (p. 174). Así, el concepto de hogar transfronterizo conlleva a repensar las distancias. A diferencia del hogar transnacional, este no necesariamente se construye entre materialidades e imaginarios ampliamente distantes. Sin embargo, eso no significa que no articule su habitar entre países y redes sociales establecidas en dos o más espacialidades. “¿Acaso estas familias no están operacionalizando una transnacionalización del territorio?”, preguntan Guizardi, Valdebenito y colaboradores (2018, p. 173). Este argumento apunta a que lo transnacional no se mide en distancia, sino que a partir de una “articulación transfronteriza de los capitales” (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 170). Consecuentemente, las familias y hogares en la frontera son más que transnacionales: son transfronterizos (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 173).
López (2020), a su vez, rescata el concepto de “transmigración” acuñado por Alegría (2002), para analizar el cruce cotidiano de trabajadores en la frontera entre México-Estados Unidos. La autora reconoce que, en el caso de las mujeres trabajadoras, estas trayectorias combinan el cruce cotidiano de fronteras con las responsabilidades familiares, principalmente relacionadas con el cuidado (López, 2020). El hogar así, en zonas transfronterizas, es un lugar expandido y ambivalente. Puede representar una mejora o una diversificación de la economía familiar. Pero provoca también una sobrecarga y un empeoramiento de las condiciones de vida de las mujeres, principalmente por tres razones: a) en las zonas de frontera las mujeres están más expuestas a trabajos menos formalizados y más precarios que en las zonas céntricas de los países; b) la maternidad transnacional generalmente refuerza y agrava la centralidad de la mujer en el rol de reproducción social; y, c) las mujeres están más expuestas a experiencias de discriminación (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 176). Dado lo anterior, la transnacionalización no necesariamente mejora las condiciones de vida familiar, sino que puede incluso agravarla y expandirla, al aumentar “los patrones interseccionales de exclusión de las mujeres, en favor del incremento del recurso económico familiar” (Guizardi, Valdebenito et al., 2018, p. 177).
Simultáneamente, en áreas de frontera se pueden explorar y negociar diversas concepciones de hogar (Wilkins, 2017, pp. 3-4). La propia frontera se constituye a partir de prácticas cotidianas a través de las cuales personas y lugares son definidos, “alterizados” y regulados (Wilkins, 2017, p. 4). Más que espacios fijos, las fronteras son espacios de transición donde las personas “pueden tener un sentido de pertenencia a cualquiera de los dos lados, a cada uno de los lados, o incluso a una forma de espacio híbrido en que adoptan partes de cada cultura y/o hablan ambos idiomas”. (Newman, 2011, p. 37, citado en Wilkins, 2017, p. 4. Traducción propia). En el trabajo etnográfico realizado en la frontera entre Myanmar y Tailandia, las colaboradoras de Wilkins (2017, p. 9) relacionan la idea de hogar a partir de la articulación de tres elementos: la vivienda (materialidad), la construcción del hogar (prácticas del habitar) y los afectos. Ellas se sentían entre (in-between) dos hogares. A partir de sus experiencias, Wilkins definió al hogar fronterizo como un espacio ambivalente: por una parte, marcado por la vulnerabilidad, inseguridad y empobrecimiento; por otra, por su potencial en negociar las subjetividades femeninas vinculadas a la reproducción social, al mundo doméstico y a la preservación de la cultura nacional (Wilkins, 2017, p. 2).
El hogar fronterizo también es transicional: constituye un lugar de construcción y ejercicio de las subjetividades políticas a partir del cuestionamiento de las binaridades público-privado, íntimo-geopolítico, así como de las identidades y patrones de género (Wilkins, 2017, p. 15). Las experiencias de transición personales son potenciadas por las oportunidades ofrecidas en las zonas fronterizas, entre ellas, las laborales, educacionales y de desarrollo personal (Wilkins, 2017, p. 12). Igualmente, Bosco y colaboradores (2011) evidencian la potencialidad de la frontera México-Estados Unidos como lugar de construcción de militancia y participación política de las mujeres latinas.14 Eso remite a la noción de hogar geopolítico o “intensamente político”, de la cual nos habla Brickell (2012).
Al seguir la línea de la ambivalencia del hogar transfronterizo, Vargas y colaboradores (2019) observan que la significativa concentración de hogares guatemaltecos en las zonas rurales de la frontera sur de México encontraba obstáculos para su integración y acceso a los derechos ciudadanos.15 La frontera sur de México cuenta con una larga historia de movilidad transfronteriza: muchos guatemaltecos se desempeñaron como trabajadores temporales fronterizos o residentes permanentes. Más allá de la razón económica/laboral, el hacer hogar en la parte mexicana de frontera también responde a motivos políticos y de violencia (Vargas et al., 2019, p. 2). La frontera presenta una oportunidad de vida a los guatemaltecos, pero sus hogares allí poseen una integración desventajosa, marcada por la precariedad y la pobreza, condición que se agrava entre personas de habla indígena. La articulación entre las desigualdades de ser indígena y migrante dificulta el proceso de integración. Para enfrentar estas realidades, estos sujetos construyeron estrategias de vida transnacional y transfronteriza que minoran sus riesgos e incrementan su cualidad de vida, a través de las redes sociales étnicas entre los países de origen y de destino (Vargas et al., 2019, pp. 3-4). Así, la construcción del hogar guatemalteco entre esas fronteras es una estrategia de supervivencia familiar, que permite su reproducción social y económica etnicizada (Vargas et al., 2019, p. 3).
Aunque no todos los guatemaltecos hayan construido hogar (material) en México, una cantidad significativa desempeña empleos transfronterizos y realiza cruces cotidianos (Vargas et al., 2019, p. 6). El gobierno mexicano intentó controlar sus variadas formas de habitar transfronterizo: además de las visas de residencia y naturalización, emite la Tarjeta de Visitante Trabajador Fronterizo (TVTF) para los trabajadores que cruzan la frontera cotidianamente; y la Tarjeta de Visitante Regional (TVR), concedida a los ciudadanos de Guatemala y Belice, que permite su visita en estancias cortas en las zonas fronterizas por distintas razones (compras, visita a familiares o consultas médicas) (Vargas et al., 2019, p. 6).
Al voltear la mirada hacia la frontera entre China y Hong-Kong, Chiu (2019) menciona la dificultad que experimenta el matrimonio transfronterizo en esta zona, constituido por sujetos que intercambian posiciones de migrantes y no-migrantes (ciudadanos) entre un lado y el otro de la frontera. En Hong Kong, las normas estatales discriminan a las cónyuges migrantes al privarlas de los derechos básicos de ciudadanía. Además de la discriminación de género y de nacionalidad, las mujeres chinas enfrentan discriminaciones étnicas, culturales y de clase.
Actualmente, se incrementó la “regulación transfronteriza de la intimidad” (Chiu, 2019, p. 2). En algunos países asiáticos como Taiwán, Japón, Hong Kong y Corea del Sur, el cónyuge migrante debe esperar en media cuatro años para obtener los derechos de residencia que le permitan la reunificación familiar (Chiu, 2019, p. 2). Así, las políticas migratorias de la frontera generan familias de estatus migratorios mezclados, conformadas por ciudadanos y no-ciudadanos (Chiu, 2019, p. 2).
Durante el trámite migratorio, la familia es obligada a vivir separada a través de la frontera y realizar cruces cotidianos para el reencuentro y el ejercicio de la ciudadanía. La familia transfronteriza es “geográficamente fragmentada” (Chiu, 2019, p. 2), y la responsabilidad del cuidado de los niños generalmente recae sobre la mujer en uno de los lados de la frontera (Chiu, 2019, p. 9). Además, la legalidad estatal discriminatoria y excluyente provoca que matrimonios y familias habiten la frontera (material y simbólica) como espacio liminal entre la legalidad y la ilegalidad (Chiu, 2019, p. 4) ─los “ilegalismos” de los que habla Renoldi (2015)16─, a través de los cuales “las personas viabilizan sus formas de vivir” (en) la frontera (Renoldi, 2015, p. 420).
Renoldi, a su vez, percibe la frontera como experiencia, como ambientes llenos de vida (Renoldi, 2013, p. 128); son lugares en y con los cuales la vida se realiza. En su trabajo en la triple-frontera del Paraná (entre Argentina, Brasil y Paraguay), ella comprende que el caminar para los pueblos guaraní “es una forma de vivir el mundo”. Identifica que las palabras “vivir” y “caminar” posen equivalencia etimológica en el idioma guaraní, y sugiere el movimiento como centralidad en su habitar (Renoldi, 2013, p. 129).
¿Sería, entonces, el caminar una forma particular de habitar las fronteras? El siguiente apartado conlleva a plantear unas reflexiones, provocadas por la literatura hasta aquí analizada.
Reflexiones finales
El presente trabajo realizó un análisis teórico sobre la construcción de hogares transnacionales y transfronterizos, al asociarla con la migración femenina internacional. A partir de esta revisión se concluye, en primer lugar, que la experiencia migratoria y de habitar están condicionadas por procesos económicos, sociales, culturales y políticos mayores. La migración de las mujeres jefas de hogar se inscribe en un proceso macroestructural de desigualdades globales (entre ellas, las de género) a las que reproduce debido a la responsabilidad femenina en los trabajos de la reproducción social. Dicha desigualdad está permeada por jerarquías y por relaciones de poder y dominación (Herrera, 2012).
En segundo lugar, se concluye que la migración/movilidad, la frontera y el género son importantes marcos analíticos para desvelar las desigualdades estructurales que acompañan y constituyen a los individuos, que se espacializan en sus formas de ser, habitar y pertenecer (Heidegger, 1954).
En tercer lugar, los hogares transnacionales y transfronterizos actúan como representación espacial e imaginada de estas desigualdades interseccionadas, marcadas principalmente por el sexismo, racismo y nacionalismo. Estas estructuras determinan qué cuerpos pertenecen dónde, y cómo los diferentes grupos sociales experimentan subjetivamente las espacialidades (Silvey, 2006, p. 70). Así, la movilidad y el habitar no son homogéneos. La ubicación social en el mundo permite y limita las movilidades, desplazamientos, pertenencias y las posibilidades de habitar ciertas geografías y no otras.
Cuarto, las perspectivas feministas y transnacionales realizaron un valeroso aporte al debate internacional al tensionar la rigidez de las teorías y conceptos, al complejizar y reconocer una variedad de espacialidades, experiencias y actores que orbitan en el “campo social transnacional” (Glick-Schiller, 1999). A partir de la perspectiva transnacional se visibiliza el habitar desde la distancia, a través de la manutención y fomento de vínculos y relaciones entre los territorios de origen y de destino por una red social con protagonismo femenino. Surgen así nuevos conceptos para analizar a la familia, al matrimonio, a la maternidad y al hogar transnacional.
Quinto, el transnacionalismo sentó las bases para que actualmente los estudios contemporáneos puedan reinterpretar los movimientos globales alrededor de los espacios fronterizos. El ideal de globalización como libertad de movimientos encontró sus obstáculos en las políticas de securitización que, desde el comienzo del siglo XXI, adoptan los países del mundo y, principalmente los del Norte global. Las fronteras ganaron centralidad y las personas buscaron reinventar los movimientos transfronterizos posibles. Así, nuevas y viejas movilidades interpelan otra mirada y los estudios transfronterizos buscan atender esa demanda, con el avance en evidenciar la particularidad del habitar en las fronteras.
Sexto, se establecen las diferencias conceptuales entre el hogar transnacional y el hogar transfronterizo. Este último desafía la noción de distancia del hogar transnacional. Ambos son hogares ─materiales, imaginativos y afectivos─ establecidos de forma simultánea entre naciones. No obstante, los transnacionales suponen estar vinculados a través de una larga distancia material, medida en kilómetros, horas, días u otras unidades de medición. Los hogares transfronterizos son construidos a partir de distancias materiales más cortas, lo que puede significar un mayor contacto físico entre familias y hogares. Sobre este tema, este trabajo coincide con Guizardi, Valdebenito y colaboradores (2018) en que el hogar transfronterizo también es transnacional. Pero no se trata de una doble vía: el hogar transnacional no es transfronterizo, puesto que las zonas de frontera construyen campos sociales particulares. Hay muchas formas de habitar la frontera, ese espacio ambivalente, asimétrico y transicional.
Séptimo, el habitar en las fronteras está marcado por la violencia, la desigualad y el conflicto permanente con el Estado. Está siempre intermediado por la presencia estatal, que normativiza y controla las trayectorias y geografías del habitar, al incrementar procesos históricos de desigualdad. Esta intervención tiene un impacto particular en la experiencia femenina como el “género otro”. Simultáneamente, el hogar transfronterizo permite a las mujeres cuestionar los patrones patriarcales impuestos y habitar el espacio de lo público históricamente masculinizado. En las experiencias de habitar la frontera, las mujeres tienen la oportunidad de construir una subjetividad política. Así, la frontera se constituye como un lugar ambivalente de desigualdad y oportunidad, marcado por el movimiento y la interseccionalidad.
Finalmente, la sobrecarga de la acumulación de los trabajos productivos y reproductivos recae exclusivamente sobre las mujeres en su labor cotidiana de articular los cuidados a través de los territorios en los hogares transnacionales y transfronterizos. Pese a la robustez de producción académica sobre las migraciones internacionales (y, particularmente, en América Latina), todavía queda pendiente expandir los interrogantes sobre la relación entre los hogares transfronterizos y las desigualdades de género de las mujeres que cruzan fronteras. Esta agenda de investigaciones es urgente y debiera movilizar las atenciones de investigadores de los distintos campos de las ciencias sociales, particularmente tras el complejo panorama pandémico del Covid-19 que impactará los regímenes de trabajo y de cuidado de las mujeres fronterizas.