Introducción
El concepto actual de microbiota difiere radicalmente del que predominaba hace apenas un par de décadas. El conjunto de bacterias que convive cotidianamente con las células de los humanos era denominado flora habitual y su estudio sólo resultaba relevante para el químico que se desempeña en el laboratorio clínico, quien debe reconocer a sus integrantes en los cultivos, para diferenciarlos de los agentes patógenos y estar en posibilidad de emitir un adecuado diagnóstico de laboratorio. Además, se le concedía alguna acción protectora hacia su hospedador, aunque sólo se mencionaba la competencia que suele establecer con los microorganismos virulentos, sobre todo en cuanto a la procuración de los nutrientes disponibles en el tejido involucrado.
Si bien lo antes comentado continúa vigente, es evidente que las técnicas moleculares con que se cuenta en la actualidad, como la secuenciación de ácidos nucleicos y la reacción en cadena de la polimerasa en tiempo real (qPCR), han desencadenado un sinnúmero de nuevos conocimientos sobre la trascendencia de la microbiota en el apropiado funcionamiento del organismo humano.
Gracias a la metagenómica,1 se ha logrado demostrar que la microbiota intestinal es varias veces más abundante de lo que se pensaba, ya que también está conformada por numerosas especies que no se consideraban, dado que éstas son incapaces de desarrollar bajo las condiciones comunes de laboratorio. Asimismo, se ha comprobado que el humano contiene a más agentes bacterianos intestinales que células “propias” en todo el organismo (1014 versus 1013), lo que de suyo supone una participación determinante de los microorganismos en el mantenimiento de nuestra homeostasia y bienestar.
El presente trabajo pretende contribuir a la actualización de la enseñanza de los temas Microbiota Habitual y Probióticos, contenidos en los programas de las asignaturas Bacteriología, Bacteriología Experimental, Microbiología General, Microbiología Experimental y Microbiología de Alimentos, las cuales forman parte de las carreras de Químico Farmacéutico Biólogo y/o Químico de Alimentos. El texto resume los principales roles de la microbiota intestinal en el correcto funcionamiento del organismo humano, así como la influencia de la disbiosis2 en diversas enfermedades crónicas que aquejan a la población mundial.
Microbiota habitual
Si bien se han publicado algunos hallazgos sobre ciertas especies microbianas que entrarían en contacto con el humano desde la etapa fetal, aun se considera que la microbiota de las distintas regiones anatómicas del humano se va adquiriendo a partir del nacimiento (Milani et al., 2017).
Lógicamente, la denominada microbiota autóctona o residente se conforma por los microorganismos que permanecen en nuestros tejidos desde su aparición y durante toda la vida, aunque puedan desaparecer temporalmente, al entrar en contacto con antibióticos o al enfrentar otros efectos negativos pasajeros. Por su parte, el término microbiota alóctona o transitoria se refiere a microorganismos que sólo colonizan al hospedador durante algún tiempo, debido a factores que cambian el entorno personal, como la zona geográfica, los hábitos de higiene, la dieta, el consumo de antibióticos, las condiciones inmunológicas y la edad del hospedador.
Por ejemplo, en la sangre de los recién nacidos y durante algunas semanas más, existen concentraciones considerables de estrógenos de origen materno. En la mujer, dichas hormonas promueven la acumulación de glucógeno en la vagina y, consecuentemente, la colonización de la mucosa vaginal por Lactobacillus, un bacilo fermentador inofensivo que produce ácido láctico; éste genera un pH de 4.2-4.5 que protege relativamente al tracto genital inferior del posible establecimiento de patógenos (Babu et al., 2017).
Sin embargo, en una recién nacida los estrógenos de origen materno sólo son temporales, por lo que el glucógeno y sus inseparables usuarios (los Lactobacillus de Döderlein)3 también desaparecen de la vagina y sólo reaparecerán cuando la niña cumpla 12-13 años y sintetice sus propias hormonas femeninas, situación que perdurará hasta la menopausia. Por tal motivo, los Lactobacillus de Döderlein se consideran parte de la microbiota alóctona o transitoria (Babu et al., 2017).
Cabe señalar que los regímenes terapéuticos basados en la administración de antibióticos afectan a la microbiota habitual, haciendo que desaparezcan sus integrantes susceptibles al antimicrobiano utilizado. Ello puede abrir la puerta al establecimiento de patógenos, que en otros momentos encontrarían una seria competencia por los nutrimentos y el oxígeno (tratándose de bacterias aerobias) pero, adicionalmente, haría posible que algunos miembros de la microbiota resistentes a ese antibiótico incrementen su población, alcanzando cantidades suficientes (quorum-sensing) para producir toxinas (Kim et al., 2017).
A este último respecto, Clostridium difficile, un integrante frecuente de la microbiota intestinal, el cual resiste la acción de antimicrobianos de amplio espectro (ampicilina, clindamicina y cefalosporinas, entre otros), suele crecer sin mayores obstáculos y liberar sus exotoxinas A y B, provocando una afección denominada colitis pseudomembranosa y/o hemorrágica de complicada curación, un clásico ejemplo de oportunismo bacteriano (Bakker & Nieuwdorp, 2017).
En otras palabras, las terapias prolongadas basadas en antimicrobianos originan disbiosis y, con ello, diversas afectaciones al hospedador (Iebba et al., 2016).
Finalmente, es conveniente señalar que el sistema inmune adaptativo lleva a cabo el proceso de “reconocimiento de lo propio” durante el periodo de gestación de los individuos, por lo que, en teoría, no debería permitir la presencia de los muy numerosos integrantes de la microbiota habitual. Sin embargo, el organismo humano hace uso de interesantes estrategias mediante las cuales logra conservar a las bacterias simbiontes que fungen como sus benefactoras (Takaba & Takayanagi, 2017).
Regulación del sistema inmune por la microbiota intestinal
Si bien el sistema inmunológico del recién nacido está completo y funciona, la realidad es que aún le falta madurar, deficiencia que se va corrigiendo día con día, habida cuenta que la microbiota lo “entrena” para distinguir entre bacterias simbiontes y patógenas, lo que se traduce como tolerancia hacia las primeras y el montaje de respuestas generalmente letales contra las segundas (Belkaid & Harrison, 2017).
En cuanto a los mecanismos que generan tolerancia a las bacterias benéficas, el sistema inmune recibe la importante contribución de las células epiteliales del intestino (CEI) y de diversos integrantes del tejido linfoide asociado al intestino (GALT, por sus siglas en inglés): macrófagos, células dendríticas (DC), linfocitos T y linfocitos B (Allaire et al., 2018; Takiishi et al., 2017).
Las CEI están constituidas por enterocitos y otros tipos celulares: las células M, caliciformes o goblet (productoras de moco) y Paneth (éstas sólo al nivel del intestino delgado), conformando un tejido superficial que colabora para la conservación de la microbiota intestinal, a través de las siguientes estrategias:
Impide que atraviesen, desde la luz intestinal hacia la submucosa, las bacterias simbiontes y sus antígenos, a fin de evitar que se genere una respuesta inmune adaptativa que las elimine. Para ello, expresan proteínas de unión hermética que se sitúan entre la parte lateral de una y otra CEI (de allí su nombre de caderinas); las células caliciformes producen dos capas de moco en la región apical, la más gruesa y densa de las cuales se encuentra “pegada” a las CEI; y las Paneth secretan α-defensinas4 que destruyen a los microorganismos que se aproximan más allá de lo permitido (Pellegrini et al., 2018).
Los enterocitos presentan unos receptores especializados, denominados Toll-like receptors (TLR), que se encargan de distinguir entre los antígenos de la microbiota y los procedentes de patógenos. Es decir, sus TLR, los cuales también se localizan en diversas células del sistema inmune, captan “señales de homeostasia o tolerancia” y las diferencian de las “señales de peligro o riesgo”; sólo estas últimas darían lugar al proceso inflamatorio destinado a la erradicación de agentes virulentos (Calatayud et al., 2019; Price et al., 2018).
Adicionalmente, las CEI asisten en la diferenciación de las DC “normales” a DC del tipo CD103+, las cuales toleran a las bacterias del intestino (y a sus respectivos antígenos), e inclusive, transforman a la vitamina A en ácido trans-retinoico, lo cual coadyuva en la diferenciación de linfocitos T nativos a linfocitos T reguladores FOXP3 (Treg). Estos también reciben la denominación de “supresores”, ya que suprimen cualquier respuesta adaptativa anti-microbiota y las relacionadas con la posible hipersensibilidad a alimentos, desencadenando la apoptosis5 de DC y macrófagos, e inclusive, liberando interleucinas (IL) anti-inflamatorias como la IL-10 y el factor transformador del crecimiento TGF-β (Oliveira et al., 2018; Tanoue et al., 2016).
Esta clase de instrucción y la práctica diaria terminan por incrementar la eficacia de la respuesta inmunitaria, tanto para distinguir entre aliados y enemigos, como para tratar de erradicar en forma expedita a estos últimos. No es coincidencia que la mayor parte de las células del sistema inmune se localice en el intestino.
Microbiota intestinal y regulación del sistema nervioso
Entre las frases que más se repiten en los textos actuales que se refieren a la microbiota intestinal, destacan: “se trata de un órgano adicional del humano” y “representa un segundo cerebro para el humano” (Ochoa-Repáraz & Kasper, 2016).
Dichas afirmaciones derivan de trabajos realizados in vivo que resaltan la participación de las bacterias intestinales como moduladoras de diversas funciones del sistema nervioso central y del “sistema nervioso entérico”. Por ejemplo, de acuerdo con algunos reportes, la microbiota intestinal resulta fundamental para el desarrollo del cerebro, la movilidad, el aprendizaje y la memoria en el humano (Lu et al., 2018; Wang et al., 2019). Además, su influencia resulta fundamental en la síntesis de destacados neurotransmisores, como la 5-hidroxitriptamina (serotonina) y el ácido γ-aminobutírico (GABA). Por lo que se refiere a la primera, era de todos conocido que se sintetiza en el cerebro, pero se desconocía que la mayor parte de su producción ocurre en el intestino (Cryan et al., 2019; Jenkins et al., 2016; Yano et al., 2015).
En este último sentido, es oportuno comentar que la degradación de las fibras vegetales por parte de la microbiota intestinal reditúa ácidos grasos de cadena corta (AGCC), destacando el acetato, propionato y butirato; este último representa la fuente principal a partir de la cual las células enterocromafines del intestino humano sintetizan la serotonina, encargada de propiciar el poderoso movimiento peristáltico entérico. De aquí la afirmación de que la ingestión de fibra vegetal es un factor determinante para combatir el estreñimiento. Además, es conveniente agregar que bacterias tales como Clostridium sporogenes y Ruminococcus también producen serotonina en alguna cantidad, gracias a la acción de sus hidroxilasas y descarboxilasas sobre el aminoácido triptófano (Saraf et al., 2017).
Pero las funciones de la serotonina no se reducen al importante peristaltismo intestinal; sus valores altos promueven el deseo sexual, el buen estado de ánimo y la modulación de la dopamina, precursora de la nor-adrenalina (nor-epinefrina), la hormona-neurotransmisor responsable de la reacción al peligro. Por el contrario, concentraciones bajas de serotonina se asocian a depresión y a conductas agresivas (Ge et al., 2018).
Por lo que respecta al GABA, diversas bacterias intestinales lo producen, merced a la descarboxilación del ácido glutámico, vía su glutamato descarboxilasa. En tal contexto, sobresalen los géneros Lactobacillus y Bifidobacterium (Yunes et al., 2016). El GABA disminuye la presión sanguínea, muestra efectos diuréticos y antidiabéticos, e inclusive, reduce las sensaciones de dolor y ansiedad; en el cerebro, mejora la concentración del plasma, modula los impulsos nerviosos y promueve la síntesis de hormonas y proteínas. Trabajos realizados en ratones tratados demostraron que L. rhamnosus JB-1 reduce la corticosterona inducida por estrés y ansiedad, así como la depresión; asimismo, la administración de L. helveticus y Bifidobacterium longum durante 30 días, disminuyó la ansiedad y depresión en humanos y, análogamente, la administración oral diaria de productos fermentados que contenían GABA bacteriano resultó efectiva para el tratamiento de desórdenes neurológicos, falta de sueño, depresión y desorden autonómico en mujeres (Kelly et al., 2017; Pokusaeva et al., 2017).
Sin lugar a dudas, hallazgos como los anteriores resaltan a los microorganismos intestinales como participantes activos en la comunicación bidireccional del eje intestino-cerebro.
Microbiota intestinal y síntesis de vitaminas
La microbiota, incluidos los denominados coliformes, sintetiza vitaminas que promueven la formación de compuestos “clave” en el metabolismo de las células entéricas. Por ejemplo, la vitamina B3, niacina, es indispensable para que los tejidos puedan producir nicotinamida adenín dinucleótido (NAD+); este compuesto participa en la cadena respiratoria transportadora de electrones hacia el O2 receptor, lo que reditúa adenosín-trifosfato (ATP), la principal moneda energética de las células (Yoshii et al., 2019).
Paralelamente, estas especies sintetizan vitaminas B5 y B7, fundamentales para la producción de pantotenato y biotina, respectivamente. La primera es precursora de las moléculas de acetil-coenzima A (AcCoA), que fungen como factor central de la denominada encrucijada metabólica y, la segunda, actúa como coenzima en las descarboxilaciones de diversas vías metabólicas, incluidas la gluconeogénesis y la síntesis de ácidos grasos. Asimismo, producen vitamina K, también conocida como anti-hemorrágica, habida cuenta que es indispensable para promover la coagulación sanguínea (Ramakrishna, 2013).
Defensa del intestino por parte de la microbiota intestinal
La microbiota intestinal representa una parte interesante de la barrera primaria que impide el libre establecimiento de patógenos en los tejidos entéricos. Su mayor proporción y su plena adaptación al ambiente intestinal impiden un avance óptimo del agente virulento hacia los receptores tisulares superficiales, a los cuales se adhiere para lograr su establecimiento; además, para que el invasor pueda reproducirse estará obligado a enfrentar una competencia desventajosa para procurarse O2 y nutrientes (Baümler & Sperandio, 2016).
Sin embargo, la microbiota cuenta con otros recursos para frenar el crecimiento del patógeno, como la producción de antimicrobianos que afectan a otras especies y/o a clonas diferentes de su misma especie. En este último caso, resulta interesante el papel de las bacteriocinas, compuestos que impiden el crecimiento de otras cepas pertenecientes a la misma especie; en primaria instancia, este concepto parecería inútil o contradictorio. Sin embargo, es obvio que el microorganismo recién llegado bien puede poseer genes de virulencia, ausentes en los integrantes de la microbiota.
Entre las bacteriocinas más estudiadas figuran las colicinas de Escherichia coli, las cuales dificultan el crecimiento de variantes de la misma especie que provocan diarrea: E. coli enterotoxigénica (ECET), E. coli enteropatógena (ECEP), E. coli enteroinvasiva (ECEI), E. coli enteroagregativa (ECEA), E. coli con adherencia difusa (ECAD) y E. coli enterohemorrágica (ECEH), por mencionar a las más relevantes (Askari & Ghanbarpour, 2019).
Cabe subrayar que ECET es uno de los dos principales agentes etiológicos de diarrea entre la población infantil mexicana (sólo superado en frecuencia por los Rotavirus) y causante # 1 de la “diarrea del turista”. Por su parte, ECEH es muy conocida en los países desarrollados, ya que ocasiona colitis hemorrágica, púrpura trombótica trombocitopénica y el síndrome urémico hemolítico (HUS, por sus siglas en inglés), que desencadena anemias y deficiencia renal grave; ECEH es más identificada en el mundo como E. coli O:157:H7 (Yang et al., 2017).
La defensa del intestino por parte de la microbiota intestinal también incluye a los AGCC producidos a partir de la fibra vegetal; por ejemplo, el acetato sintetizado por Bifidobacterium longum inhibe el desarrollo de Pseudomonas aeruginosa y, junto con el propionato y el butirato, impide el crecimiento de ECEH O157 y de Proteus mirabilis. Por su parte, el propionato liberado por los Firmicutes inhibe in vitro a Salmonella, E. coli O157 y P. aeruginosa y, por último, el butirato originado por Faecalibacterium spp, Roseburia spp y Eubacterium spp interfiere el proceso de adherencia de diversos agentes patógenos al tejido entérico (Lamas et al., 2019).
Comentarios finales
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y la Organización Mundial de la Salud (OMS), el término probiótico alude a microorganismos vivos que, administrados en la concentración adecuada, confieren beneficios al hospedador, más allá del efecto nutricional primario (Tsai et al., 2019). De acuerdo con los temas revisados, casi cualquiera de las bacterias de la microbiota intestinal podría clasificarse como probiótico; empero, la sociedad relaciona este término con los productos lácteos fermentados por Lactobacillus, Bifidobacterium y Streptococcus salivarius subsp thermophilus. Evidentemente, no todas las cepas y especies de los géneros Lactobacillus y Bifidobacterium funcionan en forma óptima, por lo que resulta indispensable elegir a las más productivas (Wilkins & Sequoia, 2017).
Por otra parte, la disbiosis parece fomentar las afectaciones crónicas, como la obesidad, la diabetes tipo 2, el cáncer colo-rectal, la enfermedad inflamatoria intestinal, el síndrome metabólico y diversas alergias (Noce et al., 2019).
Por ejemplo, hoy se afirma que la obesidad podría deberse a bajas proporciones de Bacteroides, Prevotella, Lactobacillus y Bifidobacterium y que existe correlación entre la diabetes tipo 2 y una baja proporción de Roseburia. De aquí que diversos grupos trabajen en el estudio de los denominados transplantes fecales para tratar de corregir la disbiosis; a este respecto, la materia fecal de individuos sanos se suspende en solución fisiológica estéril para extraer a la mayor parte de los microorganismos de la microbiota intestinal y la suspensión microbiana resultante es administrada al enfermo con la ayuda del colonoscopio. Hasta el momento, el mencionado transplante sólo se aplica como terapia de las enfermedades ocasionadas por Clostridium difficile (Bermúdez-Humarán et al., 2019; Weingarden & Vaughn, 2017).
Se espera que el presente trabajo represente un instrumento confiable para profesores(as) y estudiantes que aborden temas relacionados con la microbiota habitual y sus determinantes roles en el óptimo funcionamiento del organismo humano. Asimismo, podrá apoyar en la comprensión de diversas enfermedades crónicas asociadas a la disbiosis e incrementará la atención sobre la producción de probióticos en la industria alimentaria.