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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.75 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2013

 

Artículos

 

Condiciones de vida y construcción de identidades juveniles. El caso de los jóvenes pobres y excluidos en España[*]

 

Living conditions and the construction of youth identities. The case of poor, excluded youth in Spain

 

Ignasi Brunet,** Alejandro Pizzi*** y Francesc Valls Fonayet****

 

** Catedrático de Sociología. Universidad Rovira i Virgili, Facultad de Economía y Empresa, España. Temas de especialización: teoría sociológica, sociología económica, sociología del trabajo y sociología de la educación. Av. de la Universitat 1, 43204, Tarragona-Reus, España. Correo electrónico: <ignasi.brunet@urv.cat>.

*** Doctor en Sociología por la Universidad de Valencia, España. Universidad de Valencia, Facultad de Ciencias Sociales. Temas de especialización: sociología del trabajo, sociología económica, sociología de los movimientos sociales y/o acción colectiva. Av. Tarongers 4B, 46021, Valencia, España. Correo electrónico: <alejandro.pizzi@urv.cat>.

**** Doctor en Sociología. Universidad Rovira i Virgili, Facultad de Economía y Empresa, España. Universidad Rovira i Virgili. España. Temas de especialización: teoría sociológica, sociología económica, economía social y sociología de la educación. Av. de la Universitat 1, 43204, Reus, Tarragona-Reus, España. Correo electrónico: <francesc.valls@urv.cat>.

 

Recibido: 22 de octubre de 2012
Aceptado: 16 de junio de 2013

 

Resumen

La El estudio del efecto de la posición social sobre la identidad juvenil está poco explotado, en comparación con los enfoques culturalistas. Los discursos obtenidos de los jóvenes destacan la vinculación entre las condiciones de vida y la construcción de subjetividad. El sentido que los jóvenes vulnerables dan a su existencia está ligado a su estatus social y a su posición de clase. El objetivo de este artículo es comprender cómo los jóvenes resisten a la degradación moral y a la estigmatización ligadas a la inferioridad de su estatus y a las carencias objetivas de sus condiciones de vida.

Palabras clave: juventud, pobreza, exclusión, vulnerabilidad, identidad.

 

Abstract

The effect of social position on youth identity has largely been ignored in comparison with cultural approaches. The discourses obtained from youths highlight the link between living conditions and the construction of subjectivity. The meaning that vulnerable young people give to their existence is linked to their social status and class. The aim of this article is to understand how young people resist the moral degradation and stigmatization attached to the inferiority of their status and the objective shortcomings of their living conditions.

Keywords: youth, poverty, exclusion, vulnerability, identity.

 

Uno de los resultados más notables de la actual situación de crisis socioeconómica que atraviesan los países del llamado "primer mundo" o de "capitalismo avanzado" (y España en particular para nuestro caso) es el aumento de la exclusión social y de la pobreza. Dicho aumento es consecuencia directa de la recesión económica, los altos niveles de desempleo y los recortes al Estado de Bienestar. Desde hace unos años, en Europa ha cobrado relevancia el interés por la exclusión social y la pobreza de los jóvenes, debido al difícil proceso de inserción sociolaboral, profundizado por la actual crisis. Este artículo avanza en el conocimiento sociológico y empírico de este vínculo a partir de la realidad concreta española.

Georg Simmel, en su obra Soziologie, defendió la necesidad de establecer una aproximación constructivista de la pobreza, frente a los análisis específicamente descriptivos habituales hasta ese momento (y aún hegemónicos), centrados más en cuantificar, numerar y localizar la pobreza que en comprender cómo se produce socialmente. Esta comprensión requiere interesarse por la relación que se establece entre las personas que, en una sociedad, son definidas como pobres (y que asumen tal identificación) y el resto de la sociedad, lo que evita la tentación de naturalizar o sustancializar el fenómeno, es decir, de definir la pobreza como un estado que se puede observar independientemente del entorno social en que se genera (Castel, 2004; Paugam, 2000, 2007; Wacquant, 2001). El modelo de clasificación de los individuos en posiciones sociales jerarquizadas atribuye, además de un volumen desigual de recursos materiales o culturales, un estatus social específico a cada una de estas posiciones (Bourdieu, 2000b). Ello genera, a su vez, una forma específica de interacción, en función del universo social en que se producen y reproducen los sujetos (Bourdieu, 1999).

A finales de la década de los años ochenta, con el Segundo Programa Comunitario de Lucha contra la Pobreza (1985-1988), se consolida el uso del concepto de exclusión social, que se va imponiendo progresivamente por encima del de pobreza. Jordi Estivill (2004) apunta a unos factores decisivos en la consolidación de este proceso de sustitución del término "pobreza" por el término "exclusión social". Por ejemplo: la innovación conceptual y terminológica que supone su aparición; la superación de conceptos relacionados con la pobreza que evocan dramatismo (deprivación, miseria, penuria...); la posibilidad de efectuar una reinterpretación más explicativa y precisa de los cambios surgidos durante la década de los años setenta, en referencia a su carácter pluridimensional, estructural y dinámico. Con todo, la pobreza sería, al igual que otros conceptos como "precariedad" o "marginación", una dimensión específica (asociada con aspectos materiales, sobre todo económicos) de vulnerabilidad relacionada con la exclusión social. Así, sería una constante en las situaciones de vulnerabilidad social y de exclusión.

Este avance se ha visto acompañado por un cambio terminológico, explícito en la Unión Europea, donde el término "pobreza" se limita a la falta de recursos monetarios, mientras que el concepto de "exclusión social" enfatiza el papel de los aspectos relacionales con la privación de capacidades y amplía el centro de interés al conjunto de condiciones sociales de existencia, y no exclusivamente a las económicas (Sen, 2000; Rodríguez Cabrero, 2002).

En el marco del Programa Comunitario por la Integración Económica y Social de los Grupos Menos Favorecidos, conocido como Pobreza-3 (1989-1994), se da el impulso definitivo a esta sustitución. En este periodo se crea el Observatorio Europeo sobre la Lucha contra la Exclusión Social (1991-1994) y se redactan los Libros Verde y Blanco sobre la Política Social Europea (1993 y 1994). En este contexto, la Unión Europea une la exclusión social, bajo la influencia de las conceptualizaciones relativas y multidimensionales de la pobreza de los años anteriores, con la falta de acceso a los derechos sociales. Por lo demás, la Unión Europea afirma que hace falta prestar atención a la naturaleza estructural del proceso que separa a una parte de la población de las oportunidades económicas y sociales. La exclusión, para la Comisión de las Comunidades Europeas (1994), no significa únicamente ingresos insuficientes. Excede la participación en el mundo del trabajo, se manifiesta en ámbitos como la vivienda, la educación, la salud, el acceso a los servicios, y no únicamente concierne a los individuos que han tenido graves dificultades, sino también a los grupos sometidos a la discriminación, a la segregación o al debilitamiento de las formas tradicionales de las relaciones sociales.

Con el cambio de siglo, la Unión Europea estimula el proceso de aprobación de los Planes Nacionales de Acción de los Estados miembros, que tienen las competencias en la lucha por la inclusión social, y se deja para la Comisión Europea las tareas de acomodación y coordinación de los diferentes planes. Pero el éxito en la generalización del concepto de exclusión social puede ser, a la vez, un riesgo a la hora de usarlo (Bourdieu y Wacquant, 1998). Serge Paugam (1996) apunta a la probable confusión a raíz del uso de la exclusión social como definición de situaciones y poblaciones que no tienen demasiado en común. El resultado es la saturación del concepto y la debilidad de las políticas sociales de lucha contra la exclusión, puesto que no se entienden los procesos y se cae en la simplificación de dividir a la población en incluida y excluida, sin valorar el componente dinámico inherente a la naturaleza de la exclusión social.

El estudio del efecto que tiene la posición social sobre la identidad juvenil está poco explotado en comparación con la difusión de la cual disfrutan los enfoques estrictamente culturalistas, orientados al estudio de la interculturalidad o del consumo simbólico juvenil, entre otros (Salvadó y Serracant, 2003; Casal, 2006; Paton, 2005; París et al., 2006). A pesar de este relativo vacío académico, observamos que entre los jóvenes circulan unos discursos que nos obligan a remarcar esta vinculación entre las condiciones de vida y la construcción de identidades.

Como comprobamos en la investigación llevada a cabo, el sentido que los jóvenes en situaciones de exclusión social y pobreza dan a su existencia está ligado a su estatus social y a su posición de clase. El objetivo de este artículo es comprender de qué manera, o hasta qué punto, estos grupos de jóvenes construyen identidades y enfrentan la degradación y la estigmatización ligadas a la inferioridad de su estatus y a las carencias objetivas que presentan sus condiciones de vida. Para ello, en el segundo apartado se expone sucintamente el marco teórico, y en el tercero, la estrategia de la investigación. En el cuarto se presentan los resultados y, finalmente, se expone la conclusión.

 

Los enfoques sobre juventud, pobreza y exclusión social en los jóvenes en España

François Singly (2005) sostiene que no hay un consenso sobre cuándo comienza y termina la juventud, y tampoco un orden social universal basado en las divisiones de edad (Gil Calvo, 2005). En contra, la perspectiva empirista presupone la existencia de un periodo juvenil estandarizado y relativamente homogéneo. En ella destacan, por un lado, el enfoque funcionalista de los ciclos vitales: la juventud es una etapa del ciclo vital, más o menos larga, más o menos diferenciada, más o menos conflictiva (Rappaport, 1986); por otro lado, el enfoque conflictualista de la generación: la juventud es una generación que representa los valores asimilados con el cambio social y el progreso (Jansen, 1976). Dentro de la perspectiva empirista cabe situar también el enfoque biográfico, según el cual la juventud es un tramo dentro de la biografía que va desde la emergencia de la pubertad física hasta la adquisición de la autonomía y la emancipación familiar plena (Casal et al., 2006; Mauger, 2008, 2009). Dicho enfoque del ciclo vital ha sido característico de los Informes Juventud a partir de los años noventa en España (Comas, 2007).

¿Sobre qué bases se justifica la idoneidad de concebir la juventud como una categoría social? De acuerdo con Comas, los jóvenes, en su conjunto,

pueden considerarse una categoría social porque están identificados como tal en términos administrativos y son objeto de determinadas políticas que incluyen oportunidades, ventajas y opciones que se pierden cuando se deja "de ser joven" (Comas, 2007: 163).

De este modo, se agrupa a todos los miembros que comparten una misma edad bajo la definición de jóvenes, indistintamente de la fuerza que puedan tener en estos individuos otras variables estructurantes.

Por su parte, la crítica del enfoque nominalista se concentra en el error que supone concebir a la juventud como un grupo social homogéneo, y a la adopción de la edad como variable delimitadora (Martín Criado, 1998). Con respecto a la primera, responde básicamente a imposiciones externas por parte de la administración en la delimitación del colectivo. Además, se sustenta en dos supuestas ventajas: su aparente neutralidad (que evita delimitar la juventud con base en criterios sociales potencialmente conflictivos, como la precariedad en el mercado de trabajo, el desempleo, la sobrecualificación o el bloqueo en la emancipación), y la facilidad de tratamiento estadístico gracias a su estabilidad y, en consecuencia, a su elevado grado de comparación.

La perspectiva nominalista de la juventud (Bourdieu, 2000a; Mauger, 2001, 2008, 2009), que se configura como crítica a la perspectiva funcionalista de los ciclos de vida (Galland, 1985, 1994; Singly, 2005; Jiménez et al., 2008), es resultado de reelaboraciones de las tesis de Karl Mannheim (1993), para quien los individuos que comparten una misma edad biológica no forman, por el simple hecho de haber nacido en un mismo periodo, un grupo social, ni deben ser analizados sociológicamente de esta manera. Su interés está en estudiar en qué medida la pertenencia a una generación (cuyas características dependen de las condiciones sociales y materiales en que se ha producido) es un factor que determina las formas de estratificación de la conciencia de los individuos que la integran.

Sin embargo, para conformar un grupo social hace falta que los individuos, además de enfrentarse a los mismos acontecimientos sociales y en los mismos periodos de sus vidas, los afronten desde una misma posición social. Por lo tanto, en el estudio de las generaciones hace falta tener en cuenta tanto las diferencias intergeneracionales, derivadas de las variaciones temporales en las formas sociales y materiales de producción de los individuos, como las diferencias intrageneracionales, derivadas de las posiciones sociales que ocupan los miembros de una generación cronológica (Furlong y Cartmel, 1997). Bourdieu (2000b) se propone buscar el origen de las diferencias en las distintas condiciones sociales y materiales en que se han producido los individuos. En este sentido, plantea que hace falta enmarcar la juventud en un sistema de relaciones sociales que define, en cada espacio social, las propias fronteras entre clases de edad.

Así, contra la supuesta unidad social de la juventud, Bourdieu destaca la existencia de distintas juventudes, entre los extremos ideales de las cuales encontramos cada vez un mayor número de situaciones intermedias, fruto del acceso en mayor proporción de los hijos de clase obrera a niveles educativos a los cuales no pudieron acceder nunca sus padres, fenómeno que se ha ido acentuando (de forma más o menos acusada en función de los ciclos económicos y de la capacidad de absorción de mano de obra de los mercados de trabajo) en los últimos años. Este hecho da cuenta de los cambios en la producción de los sujetos, debidos a las condiciones de existencia en que han vivido y a los efectos que esto tiene en la configuración de sus hábitos e identidades.

Por otra parte, la consolidación de investigaciones sobre pobreza en España data de mediados de la década de los años ochenta (EDIS, 1984), gracias a la mayor disponibilidad de microdatos. El cambio de siglo comporta dos grandes novedades: en primer lugar, la entrada en escena de los primeros estudios multidimensionales, que muestran la insuficiencia explicativa del concepto de pobreza monetaria; en segundo lugar, la armonización respecto a las directrices metodológicas marcadas a nivel europeo (Eurostat, 2001).

El estudio de la pobreza juvenil en España carece de una trayectoria consolidada. Pila París et al. (2006) destacan la escasez de investigaciones sobre los procesos de precarización del mercado de trabajo de los jóvenes, lo que muestra un déficit generalizado en el estudio de la juventud y su posición en la estructura social. Por su parte, Santiago Pérez Camarero et al. (2006) apuntan a la estructura de las fuentes de microdatos, cuya unidad de análisis es el hogar y no los individuos, como posible causa de este déficit. Cecilia Albert y María Davia (2007) lo atribuyen a la supuestamente reducida vulnerabilidad del colectivo juvenil, algo que ha dejado de ser cierto, a nivel europeo, especialmente en los países nórdicos y centroeuropeos, donde la emancipación temprana afecta a las condiciones de vida de los jóvenes (Gaviria, 2007).

Tras la consolidación en Europa del concepto de "nueva pobreza", aparecen investigaciones orientadas específicamente al estudio de las vulnerabilidades del colectivo de jóvenes ante el riesgo de pobreza (CES, 1997). Entre los estudios a nivel español, Olga Cantó y Magda Mercader (2001a) constatan el efecto ayuda que representa la presencia de jóvenes trabajadores en los hogares con riesgo de pobreza, lo que apunta a una solidaridad bidireccional entre padres y jóvenes. Maite Martínez y Javier Ruiz-Castillo (1999) detectan que el proceso de emancipación juvenil está determinado por la relación que se tenga con el mercado de trabajo, así como por el precio de la vivienda, mientras que Cantó y Mercader (2001a, 2001b) añaden que la emancipación se retrasa para aquellos jóvenes cuyo hogar de origen era pobre, puesto que en general la emancipación agrava el riesgo de pobreza. Cecilia Albert y María Davia (2007) apuntan que el riesgo de pobreza entre los jóvenes se dispara en aquellos que sufren situaciones de precariedad en el mercado de trabajo (temporalidad, desempleo) o inactividad, aquellos con bajos niveles de estudios, y aquellos que viven solos, que tienen hijos o que conviven en hogares de tres generaciones (Pérez Camarero et al., 2006).

Hay que destacar que en Europa las investigaciones sobre pobreza juvenil también son muy recientes y han centrado buena parte de sus esfuerzos en mostrar la heterogeneidad de ésta, fruto de las distintas tipologías de los regímenes de protección existentes en el continente. Principalmente, lo que caracteriza la situación en España en relación con Europa es la elevada extensión de la pobreza juvenil (superior a más de la mitad de países) y que los porcentajes de pobreza entre los jóvenes son apenas más altos que los del total de la población, dados el familiarismo existente y la tardanza en la emancipación juvenil, que homogeneizan las condiciones de vida del conjunto de miembros del hogar (Albert y Davia, 2007). Además, los resultados comparativos muestran que en España las tasas de pobreza entre jóvenes emancipados y no emancipados son similares, puesto que los primeros son habitualmente sólo aquellos que pueden garantizarse unas condiciones de vida aceptables en su nueva situación.

 

Estrategia de la investigación

El objetivo de este artículo consiste en indagar las variantes que existen en las identidades juveniles en situación de pobreza y exclusión, y elaborar una tipología de las mismas. En este sentido, investigamos las variantes en las identidades juveniles y, en función de ellas, analizamos las distintas formas de resistencia a la estigmatización ligada a la inferioridad de su estatus y a las carencias objetivas que presentan sus condiciones de vida.

Dicho análisis constituye una parte de una investigación más amplia. Para llevar a cabo esta última, triangulamos información cuantitativa y cualitativa. La primera ha sido derivada de fuentes secundarias existentes. La información cualitativa es de carácter primario y la obtuvimos de entrevistas en profundidad y grupos de discusión, compuestos por informantes privilegiados y por jóvenes que se encuentran afectados por situaciones de exclusión social y pobreza.

En una primera fase, hemos considerado conveniente efectuar una identificación de los "jóvenes pobres y excluidos" para conocer su extensión en las distintas Comunidades Autónomas de España y sus características sociodemográficas. Esta fase ha tenido el objetivo de efectuar un análisis descriptivo de la pobreza en el colectivo juvenil y una construcción de tipologías. Por una parte, una tipología de perfiles de jóvenes inmersos en la pobreza y la exclusión; por otra, una tipología de las formas de pobreza y exclusión que afectan a los jóvenes. Para ello, se han utilizado los microdatos que proporciona la Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) del Instituto Nacional de Estadística.

El análisis de conglomerados ha dado como resultado la construcción de 12 grupos sociales juveniles; se ha puesto énfasis en el análisis de aquellos grupos de jóvenes con mayores niveles de vulnerabilidad social (niveles de pobreza, privación y exclusión social). La composición de estos grupos se ha realizado con base en una selección de 62 variables provenientes de la matriz de microdatos de la ECV de 2009, que finalmente se ha reducido a 22 variables significativas, con variables originales de la propia ECV, variables construidas para el análisis e índices que suponen agrupaciones complejas de variables originales y construidas. Dentro de todas éstas podemos encontrar variables relacionadas con las diferentes dimensiones tratadas en el análisis, a saber: características sociodemográficas (sexo, edad, nacionalidad, estado civil, emancipación, estado de salud...); formación y mercado de trabajo (nivel de estudios, categoría profesional, ocupación...); territorio (Comunidades Autónomas, grado de urbanización...); capacidad económica (nivel de renta, capacidad económica del hogar, nivel de consumo...); hogar y miembros (tipo de hogar, equipamiento y calidad de la vivienda...); exclusión social (nivel de aislamiento social...).

El resultado del análisis por conglomerados a partir de las 22 variables nos ha proporcionado los 12 grupos sociales juveniles que se reproducen en el cuadro 1.

Del total de grupos sociales juveniles resultantes, el análisis se ha centrado en aquellos grupos con mayores niveles de pobreza y privación. Los grupos sociales juveniles finalmente seleccionados ascienden a seis y se corresponden con los grupos I, IV, VII, VIII, X y XII. Todos ellos suponen grupos sociales juveniles cuyos miembros considerados pobres superan el 20% del total de cada grupo. Estos mismos grupos sociales juveniles poseen también unos importantes niveles de privación. En todos ellos, la mitad o más de sus componentes tienen unos niveles de privación del doble o más de la media total de todos los y las jóvenes. Algunos grupos alcanzan hasta 70% de privación elevada o grave. Algunos de estos grupos sociales juveniles también poseen elevados niveles de exclusión social. En este sentido, cabe destacar cómo los grupos I, IV y VII tienen unos niveles elevados de exclusión social, mientras que los grupos VIII, X y XII tienen unos vínculos sociales fuertes, a pesar de unos elevados niveles de pobreza y privación.

En una segunda fase, el trabajo de campo ha estado orientado a la recolección de datos primarios, mediante dos técnicas: entrevista en profundidad (15 en cada Comunidad) y grupos de discusión (tres en cada Comunidad). Se ha recogido información sobre las variables que influyen en los procesos de empobrecimiento de las diversas tipologías de jóvenes construidas en la fase de análisis cuantitativo, acerca de la medida en que la pobreza los afecta y sobre cuál es la naturaleza o las formas en que ésta se manifiesta. Así, las unidades de estudio han sido los jóvenes que respondan a los diferentes perfiles previamente identificados en la tipología elaborada (ya sea de forma individual, a través de las entrevistas en profundidad, o de forma colectiva, a través de los grupos de discusión). Para esta fase del trabajo de campo han sido escogidas como base de operaciones seis Comunidades Autónomas: Andalucía, Aragón, Cataluña, Comunidad Valenciana, Murcia y País Vasco.

Las entrevistas en profundidad nos permitieron reconstruir las trayectorias que dan cuenta de los perfiles sociales, y los grupos de discusión nos posibilitaron visualizar los imaginarios compartidos y discursos sociales propios de cada grupo. En este artículo, específicamente, presentamos unos resultados puntuales de esta segunda etapa de investigación: con el análisis en profundidad de los perfiles de los jóvenes en situación de pobreza y exclusión en España, elaboramos una tipología de identidades sociales que circulan entre los mismos y que resultan relevantes para comprender las formas en que asumen y enfrentan sus condiciones de vida.

 

Resultados

La construcción de una identidad negativa

Para los jóvenes en situaciones de exclusión social, sus experiencias familiares, formativas, laborales, materiales y relacionales están marcadas por la recurrente aparición de episodios negativos. Ello se traduce en experiencias personales como dificultades de adaptación a los requisitos del sistema educativo, imposibilidad de planificar una carrera laboral en positivo (vocacional, creativa, estable, etcétera), incapacidad de acceder a determinados bienes materiales y simbólicos, impedimentos para lograr una autonomía económica, etcétera. Esto se debe a la imposibilidad de participar en la sociedad de manera positiva y con reconocimiento por parte del entorno, lo que repercute en la construcción de identidades sociales frágiles y fuertes sentimientos de inferioridad. Ello depende no sólo de su situación de exclusión social, sino también de sus marcos de referencias colectivas. En tal sentido, indagamos a través de qué tipos de trayectorias y de qué manera se manifiestan socialmente las identidades de estos jóvenes.

Dentro de estas categorías de jóvenes seleccionadas encontramos diferencias en torno a la elaboración y circulación de discursos que dan cuenta de sus representaciones e identificaciones sociales. Aquí analizamos, específicamente, el imaginario y las disposiciones existentes entre jóvenes con marcados grados de pobreza y exclusión pero, no obstante, alejados de las situaciones de pobreza y exclusión social más profundas. Observamos que predomina un discurso que refleja un sentimiento de "desgracia" personal superior al de otras personas insertas en peores condiciones de vida; por ejemplo, en casos de jóvenes con niveles formativos y trayectorias laborales relativamente mejores que otros grupos juveniles (casos que han acabado el ciclo formativo de grado superior). Este sentimiento de inferioridad se convierte en una fuente explicativa de los fracasos que depara el futuro: los fracasos sociales son tomados como eventos aislados entre los que no hay otra relación que la presencia particular de uno mismo.

Desde esta perspectiva se desdibuja imaginariamente el componente colectivo de los fenómenos: dejar de estudiar responde a un fenómeno concreto (una mala experiencia en la escuela, una relación alienante con los contenidos y metodologías escolares, la necesidad de encontrar trabajo, etcétera), el despido de un trabajo responde a otros fenómenos concretos (un jefe estúpido, un trabajo poco motivador), etcétera. Esta circunstancia es previsible, puesto que las vidas de estos jóvenes están en reconstrucción continua. Sus discursos extraen/ocultan el componente colectivo de los fracasos. Desde este punto de vista, el problema no es un modelo político y social que reproduce las desigualdades sociales de origen, lo que falla es la incapacidad de uno mismo para moverse en este entorno, y las inconsistencias en la individualidad fomentan la baja autoestima.

Este sentimiento de inferioridad entre los jóvenes es más nítido en la dimensión escolar. La escasa herencia de capital cultural y escolar limita ya desde muy pronto las expectativas que ellos depositan en la educación como mecanismo de movilidad social ascendente. No tardan en aparecer episodios de decepción académica que originan, inevitablemente, preguntas sobre la utilidad de continuar en un lugar donde sufren, no se sienten cómodos o no pueden permitirse el lujo de seguir con la sensación de estar perdiendo el tiempo. Pero este problema sería sencillo de resolver si con la salida de la institución educativa y la rápida vinculación al mundo laboral se encontraran una seguridad material y económica y un espacio para fomentar el vínculo social a través del trabajo. Todo ello repercutiría en el acceso a una fuente de identidad positiva. Ésta es, por ejemplo, la construcción de la identidad ligada a la trayectoria biográfica de buena parte de sus padres: una salida rápida de la escuela, con una calificación escasa, pero donde el mercado de trabajo ofrecía estabilidad económica y la capacidad de inculcar una fuente de identidad positiva en los trabajadores.

Pero las formas de producción de los sujetos han cambiado mucho desde entonces, y lo que en un estadio anterior era un mercado de trabajo relativamente estable y que aportaba seguridad económica (al menos para el hombre cabeza de familia), hoy es una continua sucesión de entradas y salidas entre ocupación y desempleo, de trabajillos no reglados, de trapicheos o de largas estancias en el segmento inferior del mercado de trabajo. Estos jóvenes vulnerables de hoy, por lo tanto, forman parte de una generación diferente a la de los antiguos jóvenes de clase obrera. Porque esta nueva configuración social (debida principalmente a los cambios en el mercado de trabajo, en el sistema educativo y en la familia) también pone en duda la definición del estatuto de joven y los parámetros de entrada a la adultez. En este caso, el cambio generacional implica también un cambio en las divisiones entre clases de edad: los jóvenes excluidos y en situación de pobreza no pueden alcanzar lo que tradicionalmente define la entrada a la adultez: básicamente, la autonomía económica y familiar, y ello incide en la construcción de una identidad juvenil negativa.

En este sentido, los estudios de juventud basados en la edad biológica de los individuos son limitativos para comprender el entramado social que sustenta a dicha categoría. Los itinerarios erráticos por el mundo laboral, con constantes recaídas hacia la posición de partida, configuran una característica básica de esta categoría de jóvenes. Por ejemplo, un informante de familia trabajadora, insertado en el mercado laboral desde los 16 años y que ha ido compaginando un puñado de trabajos poco cualificados, de corta duración y estigmatizados, actualmente con 32 años, constituye un caso de un sector amplio de jóvenes para quienes el paso del tiempo hace aumentar su edad biológica pero no su edad social. El ritmo de transición a la vida adulta, pues, está bloqueado, y las constantes pérdidas de trabajo implican constantes retornos al pasado ("siento volver otra vez a los 20 años").

Por otra parte, si la escuela ha representado para estos jóvenes una primera institución generadora de malestar, el mercado de trabajo es un sucesor habitual. La posibilidad de que consigan un trabajo estable, de calidad y que fomente una identidad robusta y significativa, es tomada por ellos mismos como una quimera. Por el contrario, rápidamente aprenden a adecuar sus disposiciones a la posición social que ocupan. Cortadas sus aspiraciones, pueden desarrollar la sensación de humillación ante cualquier fracaso que se presente en sus vidas. Y este sentimiento de humillación implica otro peligro: el de no evaluar positivamente los fracasos, es decir, perder la capacidad de reconstruir las estrategias y de mejorar lo que ha podido fallar. Es el resultado de una desesperanza acumulada e implica volcar la culpa sobre uno mismo.

 

La construcción de una identidad insegura

Estos factores que respaldan la construcción de una identidad negativa se sitúan en la raíz de un doble desencanto orientado hacia el presente y hacia el futuro. En el presente, la falta de posibilidades económicas limita el disfrute de la indeterminación (entre infancia y adultez) tradicionalmente asociada con la juventud. De cara al futuro, la esperanza perdida de encontrar un trabajo cualificado y estable, el desempleo prolongado combinado con los trabajillos que no requieren otra cualificación que la sumisión, o la limitada autonomía material para poner en marcha el proceso de emancipación familiar, dan lugar a situaciones de desencanto, de angustia y de desesperanza. Los discursos que observamos en cuanto a los ideales de futuro siguen el patrón tradicional de inserción en la vida adulta (a través de un trabajo estable, de una vivienda y de una familia unida), aunque raramente hemos detectado discursos en los que la estrategia para alcanzar estos objetivos esté relativamente planificada. Al contrario, lo que hemos registrado son estrategias orientadas a poner parches a las carencias que se están acumulando progresivamente. Lo ilustramos con el relato de un joven rural andaluz, representativo del discurso social que prioriza el presente sobre un incierto futuro:

Como la vida cambia tanto, no puedes hacer un plan para mucho tiempo porque luego se da [...] Porque yo podría tener un futuro si es que tengo un trabajo ya estable, fijo. Pues también a lo mejor pensar en casarte. Pero quién sabe si yo ahora con mi novia voy a durar o no voy a durar. Si la cosa me va a venir mal, me voy a quedar desempleado y no voy a tener dineros ni para casarme.[1]

La aparición de la incertidumbre se debe, entonces, a la combinación de dos factores: a) la evaluación realista de las pocas posibilidades de éxito social en el futuro, y b) el peso social de la emancipación estable, característica de un periodo anterior, como paso ideal a la vida adulta. Específicamente, carentes de futuro, estos jóvenes orientan su mirada al presente. La noción de presente no funciona igual en todos los jóvenes; a diferencia de lo que ocurre con los jóvenes de clases acomodadas (entre los cuales el presente indeterminado se puede disfrutar a la espera de que la reproducción de la posición social de origen los ubique en las posiciones dominantes futuras) o con los jóvenes de clase media (entre los que la mirada al presente se adecua a los modelos de aproximación sucesiva y de tanteo de posicionamiento social), en este categoría de jóvenes la mirada al presente responde a conductas de aplazamiento de la estabilización de su posición. En este caso, el presentismo es una forma de resistencia imaginaria a la condena de la reproducción social de las desigualdades. Ello lo podemos ilustrar con el siguiente relato de un joven:

Mi experiencia me dice que no haga ningún comentario sobre el mañana, porque mañana no sabremos qué nos traerá la vida. Porque quizá tú tienes un plan para ir a algún lugar y al final te sale otra cosa, ¿no? Es esto, tienes que vivir el día. No tienes que pensar en el mañana.[2]

Esta estrategia presentista, resultado del limitado abanico de oportunidades y que está enfocada a aplazar un enclasamiento precario, puede engendrar conflictos generacionales. Para los padres, las conductas presentistas de sus hijos pueden ser vistas como un retorno a la inseguridad y a la desvalorización social de la familia. Para los hijos, los reproches de los padres evidencian la incomprensión ante los nuevos riesgos a los que tienen que hacer frente. De ahí que a menudo los jóvenes busquen fundamentos identitarios fuertes que escapen del peso de la clase social, ya sea negativamente (por conductas de resistencia, de respuesta a una humillación, de desarraigo, de resentimiento) o positivamente (idealización de referentes, como amistades o parejas sentimentales, que pertenecen a otro mundo social). Y estos referentes en los que puedan basar su identidad se buscarán fuera de todo aquello que represente un retorno a la desvalorización.

 

La construcción de una identidad distintiva. Los verdaderos y los falsos pobres

Una de las cuestiones que investigamos fue el imaginario de estos jóvenes en cuanto a si consideran, en sus actuales condiciones de vida, que ellos o sus hogares están en situación de pobreza.[3] De manera notablemente directa, la respuesta generalizada ha sido negativa. Y, sin embargo, el distanciamiento entre lo objetivo y lo subjetivo era evidente: de manera generalizada, observamos un discurso que niega la condición de pobres, que habla de los pobres en tercera persona, que afirma encontrarse por encima de la pobreza. A priori, este comportamiento se podría atribuir al estigma que pesa sobre el concepto, del cual comprensiblemente estos jóvenes intentarían huir para ofrecer una imagen positiva, tanto al observador externo como a sí mismos. No obstante, cuando justo después se les sugería que profundizaran sobre el significado y el sentimiento de la pobreza, emergía un discurso de distinción cuya argumentación se basa en un ejercicio comparativo respecto a los individuos que se encuentran justo por debajo suyo: para definir su condición de pobres o no pobres, estos jóvenes no se comparan con los individuos que gozan de una mejor posición social (en términos formativos, laborales, materiales, de prestigio, de vínculo social, etcétera), sino solamente con los que acumulan un mayor número de desventajas.

Es destacable que una parte sustancial de las estrategias de revalorización de la propia personalidad pasa por distanciarse de los individuos que se encuentran justo debajo de ellos mismos. Gracias a esto, pueden revalorizar su personalidad y distinguirse socialmente de los que consideran que son los verdaderos pobres. Por oposición, se ven a sí mismos como unos falsos pobres: indican que se los considera como pobres de forma externa, y que ellos deben cargar con esa etiqueta impuesta. El esfuerzo de diferenciación individual supone el reconocimiento de que no se forma parte de un todo y, en consecuencia, dificulta la posible cohesión de grupo de los desfavorecidos. Esta distinción discursiva entre verdaderos y falsos pobres se estructura a partir de dualidades existentes en dos ejes: las condiciones materiales de vida y el estatus social.

 

Distinción referida a cuestiones materiales

Con respecto a las condiciones materiales de vida, en los discursos de los jóvenes encontramos destellos del debate académico entre pobreza absoluta y relativa. Aunque están instalados en unas bajas condiciones de vida, no se consideran pobres porque tienen cubiertas las necesidades básicas para subsistir. Los verdaderos pobres serían, desde su punto de vista, los extremadamente pobres, los que corren riesgo de no poder cubrir las necesidades básicas de comida, vestimenta o vivienda. Según esta opinión, el hecho de poseer sustancialmente menos bienes que el resto de la sociedad no justifica asumir la identidad de pobres, si estas necesidades básicas están cubiertas. Mientras la pobreza se mueva en el terreno de lo social y no en el de la supervivencia física, la autoidentificación como pobre no será fácilmente aceptada. Es gracias a este margen de ambigüedad de lo social que se difumina el sentimiento de pobreza.

La idea recurrente es que los sujetos oponen aquello que Pierre Bourdieu (1999) denominó "pequeñas miserias" a la idea de una gran miseria. Las primeras hacen referencia al microcosmos de limitaciones y sufrimientos asociados con ellas que los jóvenes deben afrontar día a día (en la escuela, el trabajo, la familia, el barrio...) y que con el paso del tiempo son integradas a su identidad. Esta miseria de posición se acepta como falsa pobreza, como pobreza irreal; incluso, coherentemente con ello, se le buscan términos sustitutivos. En este sentido, registramos otros conceptos que circulan en el imaginario, como la diferenciación entre personas de clase baja y pobres. Esta comparación entre pequeña y gran miseria, junto a la relatividad de la propia posición social, favorece la devaluación del sentimiento de pobreza, mediante dos mecanismos: a) la condena: no hay de qué quejarse, y b) el consuelo: hay gente que está peor. Fruto de ello, la pobreza que conocen los jóvenes es definida como falsa pobreza y esto produce un sentimiento de alivio. Pero instituir sólo la miseria de condición, la gran miseria, como medida exclusiva de pobreza, impide percibir y comprender la manera en que la miseria de posición, la pequeña miseria, se produce y se reproduce en una gran diversidad de ámbitos sociales, fruto de la fragmentación de la primera. Como observamos en los discursos de los jóvenes, esta pequeña miseria se construye a partir de los sentimientos cotidianos de una experiencia de inferioridad social.

 

Distinción de estatus social

La distinción de estatus sirve a estos jóvenes para igualarse a los individuos que se encuentran justo por encima y para diferenciarse de los verdaderos pobres, que siempre se ubicarían debajo de ellos. En esta segunda dimensión, la pobreza ya no se representa en el imaginario como una simple cuestión material, sino que se sitúa en un espacio subjetivo, menos evidente y más ambiguo. Por ello, es una forma de distinción válida también para los jóvenes con peores condiciones de vida, que difícilmente se podrían distinguir de los pobres por razones materiales. Mediante esta nueva estrategia, los jóvenes se esfuerzan por remarcar que poseen valores y disposiciones que los atan a una clase media idealizada. De esta forma se articula un discurso que promueve la fragmentación de la identidad grupal, con lo que la pobreza deja de ser evaluada como una carencia de recursos para ser definida como una forma de actuar ante la vida.

Estos valores que se imputan a la clase media y que se asumen también como propios aportan un sentimiento de superioridad moral. Concretamente, esta superioridad se refleja en la adopción de una especie de "sentido común de clase media", que es idealizado y que se juzga como bien de tipo distintivo por el que vale la pena luchar. Como bien específicamente destinado a la distinción, lo realmente importante no es solamente disponer de él, sino ser capaz de ostentarlo ante los demás. Aquello que permite a estos individuos pobres diferenciarse de un grupo social del cual pretenden huir es la capacidad de emitir juicios de valor basados en el etnocentrismo de clase media. Ello es inherente al rechazo a identificarse con un grupo social desvalorizado, los auténticos pobres, según el imaginario que estamos analizando, con el cual comparten unas condiciones de vida similares. Mediante este discurso los jóvenes intentan desvalorizarlo aún más, una estrategia claramente distintiva: a mayor desvalorización de este grupo social, mayor es la distancia simbólica que los separará de ellos y más los aproxima a lo que perciben como la clase media.

Si en cuanto a la distinción por cuestiones materiales oponen la gran miseria y la miseria cotidiana, en cuanto a la distinción basada en el estatus social estos jóvenes asumen un discurso individualizador. Esta estrategia supone la predominancia de lo subjetivo frente a lo objetivo, y se expresa mediante la valorización de los factores individuales en la explicación de las causas de la pobreza, con lo que se facilita la propia distinción respecto a un grupo social, los pobres, definido peyorativamente. Por ejemplo, en grupos de discusión observamos discursos sociales de rechazo hacia los jóvenes pobres que no se esfuerzan por mejorar sus condiciones de vida. Según este criterio, la injusticia social debería ser reconocida solamente cuando el individuo se esfuerza para mejorar su situación y, por motivos ajenos a su voluntad (impedimentos, una desgracia, una minusvalía...), no lo consigue. Estos factores externos contienen dos rasgos: a) son de naturaleza estructural, puesto que ante su presencia la iniciativa individual tiene un impacto limitado, y b) el riesgo de caída está generalizado, ya que estos factores pueden afectar, con unas probabilidades similares, a cualquier joven de clase trabajadora.

Cuando nos desplazamos de nivel analítico, de la gran miseria abstracta, hasta la pequeña miseria cotidiana, el criterio de evaluación se individualiza, en el sentido de que para hablar de injusticia social deberíamos saber si las personas pobres hacen lo suficiente para escapar de la pobreza. Ello favorece la distinción respecto a los otros pobres. En primer lugar, con base en el criterio ya conocido de acceso a unas necesidades básicas ("ellos tienen menos que yo"). En segundo lugar, apelando al sentido común atribuido a la clase media y que se define como la capacidad de actuar de manera deseable ("los pobres no hacen lo que tienen que hacer para salir de la pobreza"). El siguiente fragmento ilustra y engloba ambos elementos, la distinción material y la distinción de estatus social:

Un pobre es alguien al que le falta mucho más que a mí. Yo vivo aquí al lado de la Cruz Roja, y los jueves hay 500 000 personas pidiendo comida. Pero también te ves a algunas con el paquete de Marlboro en la mano y pidiendo comida. Si te gastas cuatro duros en tabaco, que te puedes comprar cinco paquetes de leche, y vas pidiendo [...] Hay gente que le gusta sentirse pobre, que le gusta pedir, que le gusta ir llorando por la vida.[4]

Los ejemplos de distinción social que hemos estudiado respecto a lo que se considera intolerable muestran la fragmentación de la identidad en un colectivo con unas condiciones de vida similares. A través de este proceso subjetivo de distinción se fragmenta la construcción de una identidad colectiva de la pobreza, en el sentido de que los jóvenes pobres construyen fronteras que los diferencian a unos de otros. De aquí que arraigue el discurso individualista, ya que centrarse en los causantes estructurales de la exclusión social y la pobreza implicaría apelar a una solidaridad grupal y, en consecuencia, a una cierta cohesión social e identificación con los otros individuos con quienes se comparte un nivel de vida similar. Pero, precisamente, sabedores de que la movilidad social ascendente está restringida, la estrategia que hemos detectado en estos jóvenes se orienta a una lucha simbólica con los otros individuos de nivel de vida similar, lo que demuestra que ellos sí adoptan valores y disposiciones asociados con lo que consideran clase media y que, por lo tanto, merecen este reconocimiento social, mientras que otros individuos pobres siguen incumpliendo este requisito de paso.

 

La construcción de una identidad dual

De acuerdo con Erving Goffman (1981), los individuos adoptan el rol de actores dinámicos que controlan sus acciones en función del contexto que los rodea. Al respecto, hemos encontrado un modo concreto de construcción de la identidad que refleja esta idea de adaptación de la interacción en el entorno social. Al tipo de identidad construido por este condicionante lo hemos denominado identidad dual. Así, una de las características de comportamiento que observamos es que, ya desde pequeños, este segmento de jóvenes obtiene un elevado grado de autonomía dentro del hogar. Una autonomía que compañeros de diferente clase social, pero con quienes comparten una misma edad (así como espacios físicos —colegio, barrio— y relaciones de amistad o compañerismo, etcétera), no obtendrán hasta más adelante, cuando puedan acreditar ante sus progenitores su responsabilidad. En este último caso, la autonomía aparece como una recompensa de padres a hijos, que se dosifica progresivamente a medida que el joven cumple con lo que se espera de él. Sin embargo, entre los jóvenes excluidos y pobres la autonomía no es un premio sino una necesidad del modelo de organización familiar. Los condicionantes de clase hacen que los padres no puedan asumir determinadas responsabilidades ante los hijos y que éstos tengan que tomar decisiones trascendentales sobre su vida a una edad temprana. Así pues, esta veloz transmisión de autonomía en los jóvenes genera, a menudo, episodios de desorientación y mayores probabilidades de fracaso social, ya que deben tomar decisiones que afectarán a su futuro sin disponer de la información o de la formación necesaria (como ellos mismos nos reconocen de manera retrospectiva) para hacerlo con éxito.

Por otra parte, en la investigación ha quedado clara la posición de sumisión que estos jóvenes deben aceptar en instituciones como, principalmente, el mercado de trabajo. Dentro del hogar la distribución de poder es muy diferente, y cuenta con una elevada participación de su parte. Además, observamos que una de las características de la transmisión de poder entre distintas generaciones de un mismo hogar es que es fiel a la desigualdad de género dentro del hogar. Es decir, las chicas jóvenes reciben en mayor medida el poder que anteriormente estaba en manos de sus madres, adoptan el rol que antes adoptaban ellas y, básicamente, el poder que reciben lo deben aplicar en las tareas del hogar, mientras que su participación fuera del hogar es menor (a excepción de familias en las que, por ejemplo, falta la figura masculina, que puede incluso ser adquirida por una chica joven). Por el contrario, los chicos jóvenes adquieren esta autonomía de parte de sus padres masculinos, lo que repercute en mayor medida en el ámbito externo del hogar (la responsabilidad dentro del hogar sigue en poder de sus madres o de sus hermanas). Así, buena parte de las asunciones de poder de las jóvenes dentro del hogar implica, en cierta medida, asumir un rol asociado con la madre. Y ello se puede dar por ausencia de la madre o por sustitución de su rol original.

Además, la transmisión de autonomía entre generaciones dentro de un mismo hogar reproduce los modelos patriarcales de género. En este sentido, las jóvenes que viven en condiciones de exclusión social y pobreza estarían bajo una triple determinación: ser jóvenes, de clase baja y mujeres. La rápida asunción de autonomía dentro del hogar es, a la vez, un impedimento para la finalización completa del proceso de adquisición de autonomía. Es por ello que se podría definir como una madurez prematura. Fases tan determinantes como la prolongación de la etapa formativa obligatoria o la inserción en el mercado de trabajo estarían, pues, enmarcadas por esta triple determinación.

 

Conclusión

Asumimos que el concepto de pobreza se limita a la falta de recursos económicos, mientras que el de exclusión social enfatiza el papel de los aspectos relacionales de un conjunto mayor de condiciones de vida, y se manifiesta en el ámbito laboral, pero también en los problemas de vivienda, educación, salud, acceso a servicios, lo que afecta asimismo a grupos sometidos a discriminación y segregación social. La vulnerabilidad social, por su parte, sintetiza la articulación de situaciones de pobreza, privación y exclusión social.

Argumentamos que para conformar un grupo social hace falta que los individuos, además de enfrentarse a los mismos acontecimientos sociales y en los mismos periodos de sus vidas, los afronten desde una misma posición social. Esto, aplicado a la juventud, nos permite ver que hay distintas juventudes. En este sentido, analizamos los discursos y disposiciones sociales que estructuran importantes rasgos de la identidad de un segmento de jóvenes particular: aquellos que viven situaciones de pobreza y exclusión social. ¿Cómo se perciben e interpretan a sí mismos? Como víctimas de una situación de desgracia personal. Se diferencian imaginariamente de quienes viven situaciones de "gran miseria" a partir de pequeñas distinciones materiales y apelando a distinciones de estatus, lo cual los conduce a la valorización de factores individuales como base de la explicación de la distancia con quienes vivirían situaciones de extrema pobreza. Esta comparación imaginaria se articula, a su vez, con actitudes y disposiciones basadas en resolver provisoriamente los problemas del presente, sin posibilidad de planificación a mediano plazo.

Vemos, por tanto, provisionalidad e individualismo, y derivamos cuatro perfiles típicos que dan cuenta de los rasgos más recurrentes de las identidades sociales en este segmento de jóvenes. El factor que los enlaza está dado por un posicionamiento y un imaginario individualista e individualizante, resultado del precario modo de inserción social que deben sobrellevar. Constituyen, en este sentido, identidades que limitan las posibilidades de reconocimiento mutuo y, derivado de ello, dificultan fuertemente las oportunidades de acción colectiva basada en planteamientos orientados hacia soluciones estructurales.

 

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Notas

[*] Este artículo recoge parte de los resultados de un proyecto de investigación denominado "Nueva pobreza y exclusión social en los jóvenes de España", aprobado y financiado por el actual Ministerio de Economía y Competitividad de España, Plan Nacional de I+D+i 2008-2011 (Referencia CSO2008-05535).

[1] Hombre, 21 años, emancipado, escuela secundaria obligatoria acabada, trabajando, pequeño municipio rural.

[2] Hombre, 28 años, inmigrante, llegó hace tres años, desempleado, trabajos irregulares y poco cualificados, estudios universitarios en país de origen, ciudad mediana.

[3] Cabe apuntar que esta pregunta se formulaba pasado el ecuador de las entrevistas, cuando los jóvenes ya habían abordado la mayor parte de preguntas relativas a sus condiciones de vida (empleo, trabajo, familia, vivienda), por lo que, a través de la reflexión y la puesta al día de sus recuerdos, tenían presente y en fresco la vulnerabilidad de su trayectoria vital.

[4] Mujer, 30 años, escuela secundaria obligatoria inacabada, vive con pareja (divorciada de otra) y un hijo, inactiva por motivos de salud, reside en barrio periférico deprimido.

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