El consentimiento sexual es un fenómeno que, lejos de discutirse, se da por sentado (taken for granted) en el ámbito de las ciencias sociales. Normalmente, en la literatura sobre violencia sexual o sexualidad se reduce su complejidad a nociones de sentido común más o menos compartidas: sucede o se puede decir que existe cuando dos (o más) personas están de acuerdo en realizar una práctica sexual de un modo determinado en un momento cualquiera. Por el contrario, está ausente, se vulnera, cuando se fuerza una práctica sexual; la máxima expresión es la violación. El término "consentimiento" forma parte del lenguaje cotidiano para reivindicar posturas en tensión: las mujeres deciden cubrir su cuerpo o mostrarlo; eligen quedarse con su pareja golpeadora o dejar una relación violenta; escogen con quién tener relaciones sexuales, cuándo y cómo o mantenerse vírgenes hasta el matrimonio. Funciona como una "fórmula mágica" para zanjar dilemas éticos (Melgar, 2012), limitando la discusión a un problema de elecciones individuales, ajeno a las estructuras socioculturales dentro de las cuales se inscribe.
El vocablo aludido se usa indistintamente en conversaciones cotidianas, escritos académicos, discursos políticos y económicos, debates sobre violencia sexual o trata de personas. El problema ha sido la falta de una elaboración ulterior, de un "desdoblamiento" del término. En este tenor, lejos de asumir su transparencia 1 proponemos, parafraseando a Pierre Bourdieu (2010), que nos encontramos frente a un fenómeno social naturalizado, producto de un prolongado trabajo colectivo de eternización y deshistorización que hace aparecer una construcción social -el consentimiento sexual en tanto elección individual, racional y autónoma- como el fundamento natural de tal producto histórico, confundiendo las causas del proceso con sus efectos. La aquiescencia se inscribe dentro de un sistema de relaciones (naturalizadas y normalizadas) que tienen como elemento distintivo basarse en la diferencia sexual. Consentir aparece como un verbo "femenino", inscrito en una lógica social en la cual las mujeres se exigen y son exigidas socialmente para resistir o conceder; los hombres, para buscar activamente el consentimiento femenino.
La necesidad de desarrollar la reflexión que planteamos surgió luego de advertir en algunas noticias periodísticas la deslegitimación práctico-discursiva de casos de violación, sustentada en el argumento de supuestas "relaciones consensuadas". Cuando fiscales y abogados alegan aceptación en el marco de una denuncia por violación, la víctima se vuelve sospechosa de ser "consintiente": activa sexualmente, participante voluntaria, culpable. El argumento no es nuevo. La diferencia entre un ultraje y una relación consensuada es, teóricamente, el consentimiento.2 Aunque el Código Penal Federal Mexicano no lo exige para acreditar el delito de violación -basta con comprobar el uso de la violencia física y/o moral-, juega un papel fundamental en los discursos jurídicos y sociales, así como en la subjetividad masculina y femenina.3 Las dimensiones socioculturales y subjetivas del fenómeno rebasan la esfera del derecho y se instalan en manifestaciones cotidianas del más variado tipo (prácticas, ideas, canciones, refranes, entre otros), campos de investigación sociológica y antropológica por excelencia. Su dimensión política y las consecuencias de la naturalización, deshistorización e invisibilización son preocupantes: el aparente carácter neutral, racional y privado abonan a su reproducción en la estructura de dominación masculina.
Sostenemos que el consentimiento entendido como conducta o acción individual juega un papel central en la reproducción del sistema de géneros y, en este sentido, actúa en detrimento de los derechos sexuales de las mujeres. A nivel simbólico, social y subjetivo, consentir se estructura a partir de un sistema de oposición jerárquicamente organizado, fundamentado en el orden sexual: es responsabilidad de las mujeres establecer límites a los intentos masculinos por obtener "algo" de ellas. Dar o conseguir aprobación es tema serio. Las consecuencias de aceptar -querer o desear, aceptar, o bien, no tener otra opción que aceptar, no tener más opciones, entre otras- o negarse -no poder negarse, no tener la fuerza de negarse, no querer negarse- recaen sobre nadie más que ellas.
En esta dirección, el objetivo del presente artículo es des-naturalizar el fenómeno. Nuestro objetivo no es proponer una definición sociológica o antropológica de consentimiento sexual; la meta es mucho más humilde: generar un proceso de "alteridad" frente al vocablo mostrando al mismo tiempo las desigualdades de género sobre las que se sostiene. Con este propósito, el trabajo se divide en varios apartados. Los primeros acápites constituyen una discusión teórica de autores y enfoques que ofrecen elementos para re-pensar el fenómeno y dibujar un panorama general de los estudios en torno al tema. En primer lugar, presentamos una genealogía mínima del consentimiento sexual y tres apartados sobre las principales corrientes teóricas que lo debaten: la jurídica, la psicológica y sociológica feminista. Esta discusión busca cuestionar los supuestos cotidianos sobre el fenómeno, generar un proceso de alejamiento y, al mismo tiempo, definir nuestro argumento. En el apartado subsecuente confluyen los elementos planteados a lo largo del debate con un ejemplo que rescatamos del repertorio popular: "Los hombres proponen y las mujeres disponen". Según Anna Fernández Poncela (2012), los dichos y refranes que forman parte de la cultura popular contienen ideas sobre "cómo son", "cómo deben ser las cosas" y "cómo no deben ser", de acuerdo con códigos sociales y normas de conducta hegemónicas. Finalmente, presentamos algunas conclusiones, esto es, ideas para seguir pensando.
Genealogía mínima del consentimiento sexual
El debate sobre el consentimiento sexual anuda discusiones opuestas o contradictorias: velar o develar el cuerpo, proteger o exponer el sexo, del pudor e impudor, de la subversión y la sumisión, permitiendo franquear obstáculos religiosos o morales para reposicionarlo en su dimensión política (Fraisse, 2012). La "capacidad de consentir" es resultado de una serie de fenómenos estructurantes, característicos de la modernidad. El individuo autónomo, libre y racional, condición de posibilidad de la aquiescencia, es resultado de un largo proceso histórico de consolidación de los valores éticos, morales y políticos de la Ilustración, el contractualismo y el racionalismo del siglo XVIII (Serret, 2008), proceso que para las mujeres ha sido complejo y accidentado (Pateman, 1980). El derecho a negarse a sostener relaciones sexuales como parte de la libertad sexual es una conquista política feminista de enorme envergadura.
Bajo la premisa de la arbitrariedad social, Geneviève Fraisse (2012) desarrolla una genealogía del desarrollo histórico del consentimiento sexual (femenino) a partir del siglo XVIII en la historia del pensamiento occidental. Según la historiadora francesa, tres "historias" permiten su reconstrucción: la emergencia del divorcio, la consolidación del contrato social y la transformación del consentimiento de una persona en argumento político. Una de las grandes innovaciones del siglo XVIII fue el surgimiento del derecho de las mujeres al divorcio; deshacer el lazo matrimonial se estableció jurídicamente como la decisión de dos conciencias, de dos seres dotados de razón, capaces de resolver el fin del vínculo por consentimiento mutuo.4 El Siglo de las Luces es también el periodo de consolidación del pensamiento del contrato social. Esta época, que elogia la libertad y la razón, ofrece otra novedad importante: los filósofos -entre ellos Rousseau- se toman la molestia de describir el consentimiento femenino como ejercicio de voluntad, ejercicio reservado anteriormente para uso exclusivo de los hombres. Reconocido el derecho, la tarea es interpretar, analizar y definir sus límites y alcances.
A la par del reconocimiento de la razón, los actos de conciencia volitiva y el consentimiento de las mujeres, se admite la existencia de la violación y se sanciona jurídicamente. El término "violación" -que sustituye a "rapto"- nombra al sujeto implicado y convierte a la víctima en una persona violentada en su interior.5 En el marco de la articulación jurídico-social del consentimiento sexual con la vulneración del cuerpo (violar el cuerpo se vuelve sinónimo de transgredir el consentimiento de la persona violada), las mujeres adquieren y reivindican el derecho a elegir entre el sí y el no. En el siglo XX -siguiendo el análisis de Fraisse (2012)-, la aquiescencia femenina, en consonancia con los fenómenos propios de la época, experimenta una transformación radical más. La revolución sexual de los años sesenta y setenta, las subversiones culturales del 68 y la autonomía femenina producto del trabajo asalariado terminan de consolidar el consentimiento moderno y democrático como parte fundamental de la libertad individual.
Con el impulso de esta coyuntura, las elecciones personales se convierten en argumento político para reivindicar las decisiones personales como legítimas en sí mismas, independientemente de las condiciones sociales o económicas dentro de las cuales se inscriben. Velar o develar el cuerpo, proteger o exponer el sexo, subversión o sumisión, se convierten entonces en cuestiones del ámbito de lo íntimo, lo privado y lo individual. Dicho en otros términos, siempre que el consentimiento se presenta como producto de la libertad, la razón y la autonomía parecen incuestionables. Aceptar sostener relaciones sexuales con consentimiento pero sin el deseo bilateral de sostenerlas sería entonces producto de un error de cálculo, no de un fenómeno social generizado. Así, tales "historias" constituyen las bases del consentimiento democrático contemporáneo: teóricamente, la autonomía, la libertad y la razón se vuelven condiciones sine qua non para la versión contemporánea del fenómeno. Sobre esta base se cimentan la mayoría de teorías jurídicas, psicológicas y sociológicas sobre el consentimiento.
Consentimiento sexual, ni normal ni natural ni neutral
Comencemos la reflexión con una definición básica. Según la Real Academia de la Lengua Española, "consentimiento" remite a la manifestación de voluntad expresa o tácita a través de la cual una persona se vincula jurídicamente. En los contratos legales, se refiere a la conformidad de las partes respecto al contenido del convenio. La RAE también especifica que el consentimiento informado es el que presta un enfermo o, de resultarle imposible, sus allegados, antes de iniciarse una intervención médica o quirúrgica, después de la información que debe transmitirle el médico de las razones y los riesgos de dicho tratamiento.
De la definición anterior es posible inferir algunas ideas. Consentimiento y voluntad son fenómenos vinculados pero diferentes, y existen, por lo menos, dos formas de aceptar: explícita e implícitamente. En un ejemplo hipotético, una persona podría acceder "formalmente" (consentir) a sostener una relación o práctica sexual con su pareja y "realmente" no desear participar en ella (voluntad); algunos motivos podrían ser: ceder por miedo al enojo de la pareja, por el deseo de complacerla, para velar por el bienestar del vínculo amoroso, entre otros, manifestando su "decisión" a través de palabras, o bien, del silencio. Hay consentimiento, no se vulnera el cuerpo, pero el deseo sexual no es bilateral. En este escenario, no hay uso de la fuerza ni amenazas directas ni imposición de la cópula y, sin embargo, subyace algo que está mal, pues se acepta una relación sexual no deseada.6 Este desdoblamiento del vocablo nos señala dos direcciones de reflexión: primero, el consentimiento sexual tiene diversas dimensiones de análisis, y segundo, no es la panacea que permite resolver todos los problemas frente a la violencia sexual en la pareja o las relaciones sexuales no deseadas.
La descripción de la Real Academia sugiere también que el ejercicio de la aquiescencia resulta fundamental en dos dimensiones sociales, la médica y la jurídica. Otra posibilidad no mencionada abiertamente por la RAE es el consentimiento sexual en el marco de una relación sexual. La definición, además, sugiere que consentir no es un ejercicio solitario, pues a través de la aceptación se establecen relaciones sociales entre agentes frente al acuerdo de un pacto o convenio. En este sentido, además, los individuos deben ser sujetos de derecho, personas con derechos y obligaciones, capaces de permitir algo o condescender que se haga algo. Tanto los enfermos mentales como los niños (y hasta hace un par de siglos las mujeres de la mayoría de países occidentales, tomando como punto de referencia las historias de Fraisse)7 son sujetos de derecho que requieren de un tutor que vea por ellos, alguien que otorgue su autorización. Dicho de otro modo, algunos individuos están negados permanente o totalmente de una capacidad que a primera vista parece natural.
En varios países anglófonos el tema se ha convertido en un bastión de denuncia social, tanto por sus implicaciones jurídicas como por su cercanía con la violencia sexual y la sexualidad.8 Sin embargo, en América Latina las discusiones no han incorporado de manera efectiva el concepto a las discusiones sobre violencia sexual. De hecho, los debates al respecto son prácticamente inexistentes; el vocablo "consentimiento" tiene un lugar más bien secundario y, usualmente, tangencial. Se usa para definir, por oposición, la violación, delito cometido cuando se impone la cópula contra la voluntad de una persona a través del uso de la fuerza física o moral. El consentimiento sexual como fenómeno en sí mismo -y sus diversas manifestaciones- es un campo de investigación poco explorado. En general, se ha abordado, principalmente, desde tres perspectivas: la jurídica, la psicológica y la sociológica. Todas brindan datos y reflexiones imprescindibles para la construcción del objeto de estudio; ofrecen aportes, pero tienen límites. Dentro de los tres enfoques, una cantidad considerable de estudios son de corte feminista o parten de una perspectiva de género.9 Diferenciar las teorías es un ejercicio analítico; en la práctica, la interdisciplina es la tendencia predominante.
El consentimiento sexual en materia penal
La teoría del consentimiento en materia penal es la perspectiva académica más conocida en los países anglosajones, francófonos y latinoamericanos, sobre el tema que nos convoca. Comenzó a desarrollarse formalmente cerca de la década de los años veinte del siglo pasado (Aller, 2010) y constituye un capítulo importante en el derecho penal. Polemiza la relación entre una persona y un bien jurídico, así como los criterios de validez del libre ejercicio de permitir o condescender que se haga algo. Tanto la teoría como la regulación normativa plantean requisitos de validez para considerarlo "verdadero" y no "viciado" (Aller, 2010; Angulo, 2007; Ríos, 2006). Un bien jurídico tiene que ser prestado personalmente por el titular o a través de un representante legal, para el caso de los niños y los enfermos mentales. Debe ser autónomo. Tiene que ser otorgado por una persona jurídicamente capaz, se requiere el goce de juicio y equilibrio mental para estimar la trascendencia del hecho, establecer el alcance de su aceptación y calcular razonablemente los beneficios y/o perjuicios. La persona debe gozar de razón. Tiene que ser voluntario y darse libremente sin mediar coacción, engaño o fraude. Debe ser libre. Además, tiene que exteriorizarse de alguna manera, ser reconocido por el o los otros y haber sido otorgado con anterioridad o concomitante al hecho. Si se consiente con posterioridad, se convierte en otorgamiento del perdón.
Sin embargo, no todos los bienes jurídicos están disponibles para ser objeto de consentimiento. Existen bienes tutelados privados y públicos. La teoría citada aplica solamente a los primeros, también llamados derechos de personalidad (Machado, 2012). En virtud de que jurídicamente consentir es un acto individual, sólo se puede disponer de los derechos que se ejercen a título personal, como la integridad física, el honor, la privacidad, el derecho a la morada, la autodeterminación o la libertad sexual (Ríos, 2006). Además, los bienes individuales tienen límites jurídicos. Aunque son susceptibles de "disposición privada", son irrenunciables (Angulo, 2007). No es posible rehusar la libertad o admitir la esclavitud, por ejemplo. En tanto atributos innatos, son indisociables de las personas. Desde esta perspectiva, los seres humanos libres, autónomos y racionales están habilitados formalmente para ser agentes de consentimiento en igualdad de condiciones.10
El enfoque jurídico ofrece pautas para reflexionar el consentimiento sexual. La exclusión temporal o total de ciertas personas de la capacidad de autorizarse por sí mismas supone un dato importante para sospechar que no es una capacidad inherente a la condición humana. En todo caso, se obtiene (con la mayoría de edad), se pierde (con una enfermedad mental) o se gana (con derechos civiles y políticos). Por otro lado, si pensamos que "lo dado" es un indicador de que algo no es natural, podríamos cuestionarnos si todas las personas jurídicamente capaces de consentir son igualmente libres, autónomas y racionales para hacerlo. Es decir, ¿las condiciones de posibilidad objetivas (materiales) y subjetivas (conocimiento y apropiación de los derechos) están generalizadas? En otras palabras, ¿la igualdad formal es posible frente a la desigualdad de hecho?
Si la libertad sexual es un derecho protegido jurídicamente y el consentimiento es parte de dicha libertad, parece claro plantear que éste forma parte de los derechos sexuales, toda vez que involucra la integridad corporal, el control sobre el propio cuerpo, la autodeterminación y el placer sexual. Sin embargo, en la actualidad el respeto a los derechos sexuales y a la integridad corporal siguen siendo temas de primera línea en las agendas nacionales, internacionales y feministas. El derecho a negarse a sostener una relación sexual ("si una mujer dice no, es no"), es un tema en discusión. Notas periodísticas como "La mató por negarse a sostener relaciones sexuales" (La Policiaca, 2015; Zócalo Saltillo, 2015) nos alertan sobre un hecho culturalmente irrebatible: la ineficacia del "no" femenino ante el acoso masculino. La mirada jurídica aísla el acto de consentir de su dimensión simbólica y social. No se trata solamente de consentir o no, sino fundamentalmente de la posibilidad de hacerlo. El problema es que el consentimiento jurídico, que se fundamenta en la libertad individual, se preocupa poco por la relación de fuerza entre los contratantes (Fraisse, 2012). Este enfoque, sostenido discursivamente desde una visión de racionalidad, asume stricto sensu que consentir es el producto de dos voluntades libres, autónomas y racionales.
La pretensión jurídica formal y universal del derecho a la libertad sexual choca con las estructuras de género dentro de las cuales el consentimiento es aparentemente un evento privado que, sin embargo, a nivel sociocultural y subjetivo atañe a las mujeres. Los códigos morales, sociales, culturales y de género atraviesan la aceptación femenina, configurándola como "nudo de tensiones". En un primer registro, el derecho tutela el consentimiento de las mujeres -a decidir dónde, cuándo y con quién sostener relaciones sexuales- a través de la libertad sexual (Szasz y Salas, 2008). En un siguiente nivel, las hace responsables por su "incapacidad" para impedir una agresión sexual, haberla provocado o no haber tenido la fuerza para resistirla. En esta dirección, asumir el término acríticamente justifica la violación, en tanto revictimiza a las mujeres al obviar el contexto particular del evento, las acciones del implicado y las configuraciones de género que permean la sexualidad. La perspectiva jurídica descarga la total responsabilidad en quien "autoriza" -sin considerar las acciones de quien recibe, pide o vulnera el consentimiento-, presentando el fenómeno como si fuera neutral y se basara en atributos individuales, aislados del contexto sociocultural y las experiencias subjetivas de las personas jurídicamente capaces.
Comunicación sexual: la perspectiva psicológica
Desde la perspectiva psicológica, el consentimiento dentro de las relaciones sexuales se define como la aceptación verbal o no verbal dada libremente por el sentimiento o la voluntad de participar en una actividad sexual (Hickman y Muehlenhard, 1999). Es parte de las llamadas "conductas sexuales" y se investiga desde la teoría de la comunicación sexual (en lo sucesivo, TCS). Parte importante de este proceso es la negociación, "comunicación interpersonal que toma lugar durante un encuentro sexual para influenciar lo que pasa en términos de necesidades y deseos de las dos personas involucradas" (Allen, 2003: 236). En este sentido, supone la ausencia de violencia, abuso, violación o actividad sexual no consensuada (Humphreys y Herold, 2007; Jozkowski y Peterson, 2013). Teóricamente, ayuda a facilitar relaciones sexuales sanas y satisfactorias, porque se refiere al proceso de discusión de aspectos de una vida sexual en pareja, incluidos tópicos como las prácticas sexuales seguras, el placer y la iniciación sexuales (Babin, 2013), así como el uso de métodos anticonceptivos; la comunicación antes, durante y después del acto sexual; las decisiones sobre dónde, cuándo y cuán seguido sostener relaciones sexuales; posiciones o tipos de actividades sexuales (Allen, 2003).
Sin embargo, dichas investigaciones también señalan que la forma predominante de consentimiento sexual en las relaciones de noviazgo es no verbal. Por tanto, al no ser siempre claro, abre la posibilidad de que se produzcan "malentendidos sexuales" (sexual miscommunication) (Hickman y Muehlenhard, 1999; Humphreys, 2007; Jozkowski y Peterson, 2013). Así, la experiencia sexual no deseada de una mujer (en el marco de una relación de pareja) es atribuida a su aparente incapacidad para comunicar efectivamente sus intenciones sexuales, porque los hombres pueden malinterpretar o sobrepercibir su disposición para sostener relaciones sexuales (Burkett y Hamilton, 2012). Esto es especialmente cierto, afirma esta teoría, si hombres y mujeres están socializados para comunicar e interpretar el consentimiento de diferente manera (Jozkowski y Peterson, 2013).
De hecho, decir "sí" no es la única forma de mostrar aceptación. Hay una diversidad de conductas que la sugieren: el lenguaje verbal directo e indirecto, el no verbal directo e indirecto y la no respuesta (Hickman y Muehlenhard, 1999). El consentimiento es un fenómeno variable, dinámico y cambiante. Sus variaciones responden tanto al tipo de práctica sexual, como al grado de familiaridad con la pareja. El sexo anal es un caso paradigmático porque permite advertir claramente el cambio: requiere siempre permiso expreso (Hall, 1998; Humphreys, 2007). Por otro lado, teóricamente, el grado de involucramiento sexual y emocional de una pareja (la duración de una relación) permite percibir las intenciones sexuales más claramente y con un mayor grado de consenso (Humphreys, 2004; Humphreys y Brousseau, 2010).11
Los hallazgos descritos suponen una aportación original al estudio del fenómeno al ofrecer una imagen dinámica, alejada de la visión dicotómica: sí/no, aceptación/rechazo, consentimiento/violación. Muestran que, contrariamente a las nociones generales, monolíticas y estáticas, consentir supone cambios y variaciones en la subjetividad de los agentes a lo largo de una misma relación, según las prácticas sexuales y en función del tipo de vínculo erótico-amoroso. Además, proponen dos directrices de análisis para las investigaciones venideras: el tipo de prácticas sexuales y la duración de una relación de noviazgo. Finalmente, no obstante los aportes, las falencias y limitaciones de la perspectiva son muchas.
En primer lugar, la TCS apela a un supuesto consentimiento de carácter libre, voluntario, racional y autónomo, teorizándolo como conducta. A partir de este marco de análisis, comunicar la aceptación o el rechazo -en tanto proceso de reflexión, evaluación y decisión- juega un papel central en las relaciones de noviazgo, al evitar situaciones de violencia sexual, coerción y relaciones no deseadas. En teoría, bastaría sugerir la negativa para impedir una relación sexual. El límite con la coerción o la violencia sexual es la comunicación. Sin embargo, como hemos señalado, asumir acríticamente tales supuestos es, por lo menos, dudoso. Digámoslo con Bourdieu:
La idea de "deliberación voluntaria" (...( lleva a suponer que toda decisión concebida como elección teórica entre posibles teóricos constituidos como tales supone dos operaciones previas: primero, establecer la lista completa de las elecciones posibles; después, determinar las consecuencias de las diferentes estrategias y valorarlas comparativamente. Esta representación totalmente irrealista de la acción corriente (...( implica de modo más o menos explícito la teoría económica y se basa en la idea de que toda acción va precedida de un propósito premeditado y explícito (1999: 182-183).
Los enfoques jurídico y psicológico referidos hacen aparecer el fenómeno como producto de una decisión consciente e intencional, elegida entre más opciones, cuya existencia también asumen; decisiones que se negocian racionalmente en igualdad de condiciones y cuyo objetivo (también deliberado) es llegar a acuerdos conjuntos. Ambos otorgan un elevado valor a la razón, la libertad y la autonomía de acción de los individuos, sin cuestionar su validez universal, y olvidando las condicionantes macroestructurales que influyen en sus formas de sentir, pensar y actuar. Sin embargo, ninguno de los enfoques explica por qué son las mujeres quienes deben desarrollar habilidades para comunicar sus necesidades sexuales. Si un acuerdo o contrato (recordando la perspectiva jurídica) se da en igualdad de condiciones, ¿por qué los hombres pueden "malinterpretar" el consentimiento no verbal? ¿Por qué han sido socializados de diferente manera para comunicarlo e interpretarlo? La respuesta parece no estar en la comunicación y negociación sexuales, sino en las relaciones de género.
En efecto, la TCS considera pero no integra con suficiente rigor las relaciones de poder basadas en el género, ni los contextos específicos de los agentes. Es decir, las condicionantes particulares que producen las diferencias de clase, generación, etcétera, de quienes "negocian" (Correa y Petchesky, 2001). Se limita a reflexionar sobre sujetos o parejas aisladas. Aborda el consentimiento como una conducta, obviando los elementos estructurales de poder dentro de los cuales las personas toman decisiones (Newdick, 1992). Las premisas de esta teoría tienen consecuencias políticas y metodológicas. En nuestra opinión, descargan en las mujeres la total responsabilidad del proceso de comunicación y negociación sexual al basar su análisis en un modelo dicotómico que problematiza la diferencia sexual, sin reflexionar sobre la desigualdad social basada en esta diferencia (Riquer y Castro, 2008). Desplaza la corresponsabilidad que implica una relación sexual hacia un solo miembro de la pareja, quien debe informar de manera clara su acuerdo u oposición; de no hacerlo, se expone a sostener relaciones sin deseo. Supuestamente, bastaría indicar la negativa para detener el proceso. Esta postura deja incólumes dos supuestos. El primero, que el "avance masculino", manifiesto culturalmente como inminente e inevitable, debería detenerse frente al desacuerdo femenino. Nos preguntamos, ¿basta que una persona manifieste indisposición para frenar un acto sexual? El segundo, que si una mujer no comunica claramente su negativa y sostiene relaciones sexuales con aquiescencia pero sin deseo, teóricamente, no existe ni violencia ni coerción sexual. ¿Significa que si a pesar del desacuerdo se consuma el acto, la causa es la "incapacidad" de la mujer para comunicar sus deseos sexuales?
La sociología feminista: una alternativa de interpretación
Nos parece que la sociología feminista es la corriente teórica que contesta el debate antes expuesto porque cuestiona la naturalidad y neutralidad del consentimiento sexual al preguntarse por sus consecuencias políticas. Critica que el fenómeno sea el producto pasivo de un proceso histórico, solidificado en discursos jurídicos, sociales, políticos y económicos. Por el contrario, reivindica su función activa en la reproducción de la dominación masculina. Desde este compromiso teórico-político interroga por qué un fenómeno cotidiano es tan imperceptible e inaprensible teórica y subjetivamente; por qué pasa (prácticamente) inadvertido en los debates sobre violencia sexual, violación o trata de personas.
Hay varias corrientes desde este enfoque. Por lo menos tres son discernibles: la radical, la post-feminista y la estructural-constructivista (Humphreys, 2000, 2004; Moore y Reynolds, 2004). La radical está encabezada por Catherine MacKinnon (1995) quien propone que en las sociedades heteropatriarcales el consentimiento femenino se fundamenta en dos falacias: la primera, el pretendido control y empoderamiento femenino a través de la sexualidad; la segunda, la supuesta libertad de las mujeres para decidir el tipo de sexo que quieren y con quién tenerlo. Como elección sexual, consentir se sustenta sobre el argumento de la negociación autónoma e igualitaria, premisa contraria a la facticidad de la supremacía masculina y la falta de poder de las mujeres, que producen como consecuencia la imposibilidad de hacer elecciones realmente libres. Por lo tanto, el consentimiento sexual también es insostenible.
Las relaciones heterosexuales por consenso, continúa MacKinnon (1995), constituyen una incongruencia, porque las mujeres nunca pueden ser completamente libres para negarse. Los hombres poseen siempre más fuerza física, poder económico y político. En una sociedad en que la sexualidad masculina y la violencia están fusionadas, agrega, no hay diferencia alguna entre las relaciones sexuales consentidas y no consentidas. Por lo tanto, tampoco existe posibilidad alguna de aceptar libremente. Además, las mujeres están categorizadas en un modelo dicotómico de sexualidad. Las virtuosas y virginales no consienten; las esposas, prostitutas y mujeres no virtuosas no tienen más opción que aceptar. Finalmente, la autora cuestiona que la ley represente el consentimiento sexual como ejercicio de libre elección en condiciones de igualdad de poder, sin considerar la estructura subyacente de sumisión y disparidad.
Al determinismo de la postura radical se opone el post-feminismo que critica la "victimología" de las feministas que hacen de todas las mujeres víctimas, tanto de los hombres como de las determinaciones estructurales (Burkett y Hamilton, 2012). Para las post-feministas, las mujeres son agentes sexuales capaces de ejercer decisiones libres, autónomas y responsables. Por ello, sugieren incorporar a los análisis el tema del placer y el deseo femenino en las relaciones (hetero) sexuales. Sostienen que incluso en los casos en que es posible advertir coerción, las mujeres deciden sostener relaciones sexuales. Uno de sus postulados es que el punto de quiebre para determinar si una relación sexual es consensual o no depende de nuestra definición de sexualidad. Para esta corriente, consentir es un acto de decisión individual (Moore y Reynolds, 2004).
La última postura está conformada por las feministas estructural-constructivistas. Esta corriente critica el determinismo de las feministas radicales, por un lado, y los excesos racionalistas de las post-feministas, por otro. Afirman que es necesario analizar el impacto en el consentimiento de la desigualdad social basada en la diferencia sexual, planteando tensiones entre los procesos sociales, las determinaciones estructurales y la agencia femenina (Moore y Reynolds, 2004). Consideran un modelo analítico no rígido que admita diversos organizadores del campo de poder, como la etnia, la generación, la clase social, la etapa de la vida o la condición socioeconómica. Buscan una conceptualización del fenómeno que permita captar, al mismo tiempo, las experiencias de las mujeres como agentes de las relaciones heterosexuales y los mecanismos estructurales que las organizan (Allen, 2003).
Para entender el consentimiento desde esta corriente, debemos conocer más que las formas de negociación: es necesario investigar las estructuras simbólicas, sociales y subjetivas dentro de las cuales ocurre. Según Anastasia Powell (2008), los agentes sociales poseen un "margen de libertad" para actuar, particularmente cuando hay fallas de ajuste entre estructuras (campo) y habitus; la posibilidad de acciones alternativas no está siempre cerrada. A partir de la teoría bourdiana, tanto el desajuste entre campo y habitus como el margen de libertad de la propuesta permiten pensar en el resquicio de un probable consentimiento individual, autónomo, incluso libre, en el campo de la sexualidad.12 Esta corriente enfoca el tema como un problema de orden social con patrones y regularidades discernibles que deben ser estudiados y explicados (Castro, 2012).
En otras palabras, el enfoque sociológico feminista estructural-constructivista nos permite "arrancar" el consentimiento sexual del ámbito de "lo íntimo" (la voluntad, la intimidad, la individualidad) para plantear que no es un atributo individual, sino un fenómeno con expresiones a nivel individual, un problema de orden estructural que se experimenta como personal. Siguiendo a Roberto Castro (2012), diremos que el carácter estructural del fenómeno hace referencia a un principio fundante, una lógica que reproduce la dominación masculina y que es constitutiva de la propia estructura social. Metodológicamente hablando, continúa el autor, podemos distinguir dimensiones analíticas: la macro es lo que tenemos en un sistema de dominación masculino, que en un nivel meso (intermedio) se traduce en desigualdad de género y que, a su vez, se objetiva en un nivel micro en varias manifestaciones sociales.
En este sentido, la perspectiva de género ofrece un punto de vista crítico y una actitud hermenéutica necesarias frente al fenómeno, aporta una manera particular de plantearse la cuestión, de entenderla y visualizarla. La epistemología feminista afirma la existencia de un orden socio-sexual que beneficia a los hombres y favorece lo masculino en detrimento de las mujeres y de lo femenino, reproduciendo la opresión y la desigualdad de género (Castro, 2012).13 Un análisis con esta mirada tiene, por lo menos, dos objetivos: el primero, visibilizar a las mujeres; el segundo, mostrar cómo y por qué cada fenómeno está atravesado por las relaciones de poder y la desigualdad entre sexos (Serret, 2008). En suma: apunta al análisis de las relaciones de poder entre hombres y mujeres y a las condiciones de su constante reproducción social.
Joan Scott (1992) plantea que un análisis de las relaciones de género considera la diferencia como dimensión de análisis, porque ésta contiene en sí misma el significado construido a través del contraste. Implícita o explícitamente, una definición positiva se apoya en una negativa. Cualquier concepto unitario contiene, negado, otro término. Así, el "análisis de significado implica desmenuzar estas negaciones y oposiciones, descubriendo cómo están operando en contextos específicos" (1992: 89). Las oposiciones se apoyan con frecuencia en la diferencia sexual, afirman vínculos con el género y establecen términos mediante los cuales las relaciones entre hombres y mujeres son organizadas y entendidas. Las oposiciones son interdependientes: derivan su significado del contraste establecido. Pero la interdependencia es jerárquica: opone un término dominante o primario contra uno subordinado o secundario.
Proponer es cosa de hombres; disponer, de mujeres
Pensar que "los hombres proponen y las mujeres disponen", desde la propuesta de Scott (1992), implica dos movimientos de pensamiento simultáneos. En primer lugar, reconocer que el refrán condensa una diferencia sexual explícita: los hombres parecen tener el papel activo de "proponer" y las mujeres el pasivo de "disponer". Esta oposición, interdependiente y jerárquicamente organizada, se impone y soporta, para decirlo con Bourdieu (2010), a través del reconocimiento de un principio simbólico: la diferencia sexual. La división de sexos se inscribe en esquemas de pensamiento que registran como diferencias de naturaleza, características asociadas con los genitales de hombre y mujer. La diferencia biológica entre los cuerpos aparece como argumento de tal división/oposición y como justificación de una diferencia socialmente establecida: lo masculino-activo es propositivo, insistente, y el femenino-pasivo, responsivo y resistente. Dentro de esta dinámica, que algunos investigadores han identificado como de acoso-resistencia (De la Peza, 2001; Castro y Vázquez, 2008; Rodríguez y Toro, 2011), el consentimiento sexual tiene un lugar complejo.
El consentimiento tiene una dimensión tanto estructural como relacional. Inserto en el sistema sexo/género, se sostiene sobre una diferenciación de posiciones desiguales. Los hombres juegan el papel activo de pedir, insistir y convencer: acosar; las mujeres, el pasivo de ser pedidas, objeto de insistencia y consentir: resistir. La dinámica se inscribe en una lógica sexual en la que los varones deben ser capaces de demostrar su virilidad, "en cuanto compuesto discernible de masculinidad y subjetividad, mediante la extracción de la dádiva de lo femenino", ésta "es la condición que hace posible el surgimiento de lo masculino y su reconocimiento como sujeto así posicionado" (Segato, 2003). La expectativa es que "el varón debería respetar, pues lleva la iniciativa y lo que se respeta son los tiempos y preferencias de la mujer [...] de esta idea se deriva que es inherente al varón ser sujeto de deseo sexual y, por ende, que es 'natural' que busque su satisfacción" (Jones, 2010: 49-50).
Como consecuencia, consentir es prerrogativa de quienes están encargadas de evadir, pautar y regular el acoso masculino, extensión de la natural condición de sujetos deseantes de los varones. Dicho en otros términos, ellos son sujetos de deseo sexual y objeto de la aceptación; ellas, objeto de tal deseo y agentes de consentimiento. A nivel sociosimbólico y subjetivo, "los hombres proponen y las mujeres disponen". Ellas se exigen y son exigidas socialmente para controlar o detener a los varones en su intento por "conquistarlas". Por el contrario, los hombres son entrenados para acumular experiencia sexual y desarrollar habilidades de "conquista", así como para una incasable búsqueda por conseguir "algo" de aquéllas. El incontenible sexual masculino se objetiva en la pujante insistencia, disponibilidad y disposición sexual para "avanzar" y aprovechar cualquier oportunidad que las mujeres parezcan ofrecer.
En este orden de cosas, el consentimiento sexual parece ser un fenómeno excluyente para los hombres y propio de las mujeres. La masculinidad hegemónica exige ostentar un deseo sexual incontenible, traducido en el número de parejas sexuales, el desarrollo de habilidades de conquista y convencimiento, así como tomar la iniciativa y aprovechar cualquier aparente oportunidad. Como consecuencia, negarse a sostener relaciones sexuales se opone a su lugar como "acosadores naturales" de las mujeres (Castro, 1998). Conseguir la aquiescencia femenina sería parte central de la búsqueda constante de reafirmación masculina frente a una comunidad de pares, volviéndolos agentes de esta dinámica y relegándolos del lugar de "consintientes".
Daniel Jones señala: "Al varón le corresponde la iniciativa y a la mujer el consentimiento" (2010: 50). Aceptan o se niegan quienes son objeto de acoso constante y reiterado, no los agentes de él. Consentir es "propio" de las encargadas de "darse a respetar", establecer límites, aceptar, rechazar o ser persuadidas; finalmente, disponer. De los varones se espera una disponibilidad sexual permanente y, a su vez, la iniciativa que les permita ponerla en práctica, son exigidos para buscar y aprovechar todas las posibilidades sexuales; contrariamente, las mujeres, que teóricamente no responden a impulsos físicos incontenibles, pueden y deben ser selectivas y negarse o aceptar cuando así lo desean (Jones, 2010), así como resistir el hostigamiento mediante diversas estrategias de evitación. Cuando hablamos de acoso masculino nos referimos a acciones cotidianas directas e indirectas encaminadas a la vigilancia y control del cuerpo femenino, que muchas veces escapan a la conciencia de quien las ejerce y quien las recibe. Son actos escurridizos -gestos, tonos, miradas, posturas, insinuaciones, roces- cuya presencia constante los establece como "normales" o "naturales", como reglas del juego en las interacciones sociales (Mingo y Moreno, 2015).
El segundo movimiento, siguiendo a Scott (1992), se refiere a la contextualización. Se trata de investigar las manifestaciones particulares del fenómeno; o lo que es lo mismo, reconocer que "proponer" y "disponer" no tienen significados universales. Contextualizar, según Bourdieu (1999), se traduce en afirmar la arbitrariedad contra la evidencia intemporal y universal. Es decir, relacionar las "construcciones del mundo" con las condiciones económicas y sociales que las posibilitan. Reconocer tales particularidades implica admitir, a su vez, que hay expresiones sociales que sólo pueden tener lugar dentro de ciertas condiciones. ¿No será entonces que "el consentimiento" concede de forma inconsciente y del todo teórica a todas las mujeres el privilegio económico y social que es la condición de su ejercicio? Porque sólo "podría volverse realmente universal si esas condiciones económicas y sociales estuvieran universalmente distribuidas" (Bourdieu, 2007: 213). Las disposiciones y competencias subjetivas necesarias para aceptar y rechazar relaciones sexuales, como posibilidades objetivas, están reservadas a las mujeres que experimentan una apropiación subjetiva del deseo sexual y autorización de sí. Es decir, para un "cierto tipo" de mujeres. Veamos el siguiente ejemplo:
"Diario, con el papá de mis hijos, era diario y cada vez que el señor quería, estuviera yo en la cocina, estuviera en el baño, estuviera yo en la recámara, era cosa de si el señor quería, bueno, ni siquiera desnudarme, simple y sencillamente era hacer a un lado la ropa interior o quitar la ropa interior [...] yo creo que en todos mis periodos menstrual[es], tomaba yo mi anticonceptivo porque el señor quería sexo diario, diario y me había advertido que el día que estuviera reglando me lo iba a hacer anal y por no tener sexo anal yo me cortaba los periodos de regla y me enjaretaba veinte mil pastillas para que se cortara" [Victoria; 48 años; D.F.] (Pedraza, 2008: 64).
También podemos citar el pasaje de otra informante que minimiza la violencia que sufrió dentro del matrimonio: "nada más cuando quería tener relaciones que yo no quería [...] nada más así, él me obligaba pues a hacerlo [...] nada más así era a fuerzas [...] me sentía mal pero pues ni modo" (Erviti, 2005: 170). Estas citas revelan una realidad distinta al ideal de la teoría jurídica y psicológica expuestas. Cuando "él quiere", "ni modo", no hay nada que hacer, por lo menos de forma activa. En el primer caso, la estrategia de "protección" que rememora la entrevistada (tomar pastillas para evitar el sexo anal), parece ser el último recurso de una mujer sin las condiciones para rechazar efectivamente una relación que no desea; en el segundo, frente a la imposibilidad de decisión sobre el propio cuerpo, las decisiones sexuales pasan a segundo término. Entonces, ¿basta con decir no para detener una relación sexual no deseada?
Conclusiones
Hemos defendido la necesidad de analizar el consentimiento sexual desde una óptica feminista, tomando al "género" como una herramienta teórico-metodológica, instrumento teórico para desmantelar los sesgos androcéntricos de las teorías sobre el consentimiento sexual y para desarrollar un análisis crítico, permitiendo develar las relaciones de poder detrás de un término aparentemente neutral. Como herramienta metodológica, la oposición ("los hombres proponen y las mujeres disponen") funciona como punto de partida analítico para desarrollar ejercicios de reflexión, permitiendo identificar y re-pensar las manifestaciones cotidianas del consentimiento sexual. El carácter abstracto, natural y normal del fenómeno conduce a un tratamiento necesariamente discursivo (más que empírico) del fenómeno, que exige para su análisis no sólo una cuota de tolerancia, sino un esfuerzo analítico imaginativo, atento pues a pensar en sus manifestaciones cotidianas.
Según advertimos, subyacen dos problemas de distinta índole cuando en la literatura se hace referencia al consentimiento sexual y su vínculo con la sexualidad y la violencia sexual, particularmente, con la violación. A nivel penal, la evaluación de una violación se restringe, por lo menos en México, a castigar el uso de la fuerza física o moral para imponer la cópula, más que a la protección del consentimiento como elemento intrínseco de la libertad sexual (como pasa en Inglaterra, por ejemplo). Así entendemos la exigencia de pruebas corporales (golpes, moretones, mordidas, heridas) para acreditar el delito. El énfasis normativo está puesto en el uso de la violencia para consumar el acto, no en la defensa de la autodeterminación sexual. Desplazar la atención de las relaciones de género a la violencia, corre el riesgo de hacer olvidar el poder, "¿qué pensar de la violación sin violencia?, ¿a qué violencia debe verse expuesta la mujer (pues la mayoría de veces se trata de una mujer) para que pueda decir legítimamente que fue violada?" (Fassin, 2008: 171).
Un análisis integral de "los casos" debería considerar más que una oposición dicotómica entre violencia y consentimiento como conceptos excluyentes. Sopesar, por ejemplo, la relación entre las partes (familiar, de pareja, desconocidos), las condiciones particulares (dónde, cuándo, cuántos), las acciones de los victimarios y las consecuencias no visibles en las víctimas. Desde una lectura acrítica, las "decisiones" legitiman la "participación" activa o pasiva en un acto sexual, descargando en quien supuestamente acepta, la total responsabilidad. Consentir vuelve lícita una relación sexual y excluye, por definición, la violencia o el uso de fuerza, también las relaciones de poder. Un peritaje objetivo debe, necesariamente, partir de un enfoque de género, tomar en cuenta el contexto inmediato del delito y general de las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres.
A nivel teórico, la indistinción de esferas dificulta el estudio del consentimiento sexual desde un enfoque social. Las conceptualizaciones dejan incólume el fenómeno dentro de los límites del derecho, cerrando la posibilidad de analizar su dimensión sociocultural y subjetiva. Con frecuencia, al entenderlo y definirlo desde los marcos normativos, se confunde la realidad jurídica con sus manifestaciones societales, circunscribiendo los estudios a las definiciones legales. En esta dirección, los análisis con perspectiva de género buscan desnaturalizar fenómenos sociales para reposicionarlos en el marco de las relaciones jerárquicas entre hombres y mujeres. Desnaturalizar significa politizar, exhibir las relaciones de poder detrás del consentimiento sexual (Fassin, 2008).