Los escuadrones de la muerte protagonizan uno de los capítulos más difusos y crueles en la historia de la violencia contemporánea en Colombia. Entre las razones que lo hacen una problemática aún inexplorada está su incidencia mayoritariamente urbana, así como su confusión y similitud con el sicariato, el ajuste de cuentas y la delincuencia común. Por otra parte, es un fenómeno extravagante, pues los cuerpos de las víctimas aparecen con señales de tortura en reconocidos sitios de las ciudades. Estos factores inducen a pensar que tras el asesinato hay un mensaje de coacción y temor a la población que es rápidamente reproducido por periódicos locales para llenar los tabloides con noticias cargadas de morbosidad. Sin embargo, el principal factor de misterio reside en los perpetradores; presuntamente son escuadrones compuestos por grupos paramilitares y miembros de la policía o el ejército, que en las noches patrullan las calles impartiendo violencia y sembrando temor bajo el nombre de la mal llamada “limpieza social”. De acuerdo con el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH):
La limpieza social es una acción en la cual grupos de personas encubiertas, a menudo envueltos en las tinieblas de la noche, asesinan a otras personas en estado de completa indefensión. Les disparan sin mediar palabra alguna, donde las encuentren, presos de la determinación de exterminar […] queriendo significar que se ocupan del acto de remover la inmundicia y la suciedad. Los cuerpos que yacen portan consigo una marca de identidad: habitar la calle, un oficio sexual, delinquir, ser joven popular… Esa identidad […] condena y despoja de toda dignidad a las víctimas, reduciéndolas a la condición de mal que es necesario extirpar (Perea, 2015: 15).
Otro factor que influye en su desconocimiento es que la mayoría de las víctimas procede de sectores de la población estigmatizados y pertenecientes a cinturones de pobreza. Los grupos perpetradores de violencia tienen nombres como “La Mano Negra”, “Estrella Negra” o “Toxicol 90”. Su finalidad es eliminar a grupos poblacionales a los que consideran problemáticos para la comunidad. Entre las víctimas aparecen personas con antecedentes penales, comunidad LGBTI,1 trabajadoras sexuales, recicladores y gente en situación de calle. Posteriormente, los grupos de la mal nombrada “limpieza social” suman en su lista de víctimas a líderes comunales, sindicalistas, personas afines a la izquierda política y ex combatientes de las guerrillas. La premisa para desplegar actos de violencia como torturas, asesinatos y desapariciones es que los males de la sociedad deben ser erradicados y la forma expedita es la eliminación sistemática.
En el imaginario popular queda impregnada la “limpieza social” como aquella fuerza exterminadora, anónima y sin vacilaciones que primero dispara y luego pregunta y jamás lleva a los criminales a un juicio. Dentro de esta visión distorsionada se cree que todas las víctimas son criminales o tienen cuentas pendientes con la sociedad y la justicia, desconociendo que muchas de las victimas eran inocentes y simplemente estaban en el lugar equivocado a la hora equivocada. Este pensamiento es tan fuerte que incluso actualmente es común que, ante el aumento de la inseguridad, la drogadicción y la delincuencia, muchas personas deseen el regreso de escuadrones como “La Mano Negra” (Santos, 2016). Debido a ello, este artículo tiene dos objetivos. Primero, brindar a la investigación social un enfoque de la violencia y su tránsito a un territorio urbano, la ciudad de Bucaramanga a finales del siglo XX en Colombia. Segundo, hacer un recorrido de hechos, alcances y horrores perpetrados por los escuadrones, que forjaron un ideal de justicia por mano propia coaccionando a la población.
El artículo es resultado final de la investigación Estado de excepción, conspiración y represión en Bucaramanga, 1978-1998. “La máquina paranoica”, que analiza los discursos conspirativos, las estrategias y los mecanismos legales e ilegales de represión social, psicológica y sexual, fundamentados y dirigidos por los dispositivos de seguridad nacional, y del proyecto Las producciones culturales audiovisuales y literarias como alternativa de memoria del conflicto armado colombiano, 1987-2016, que data la transición de las violencias a nuevos entornos urbanos.
Para este artículo se aborda la problemática de la limpieza social entre los años 1988 y 1991 en la ciudad de Bucaramanga, Santander. Es importante denotar que, si bien los escuadrones de “limpieza social” o escuadrones de la muerte, como se les conoce en otras ciudades, están presentes en toda Colombia, en la ciudad de Bucaramanga representan un caso particular que merece ser analizado desde la teoría social. En contexto, Bucaramanga es la capital del departamento de Santander, y es reconocida por ser una ciudad de clase media. A inicios de la década de los años noventa no superaba el medio millón de habitantes, pero presentaba una de las tasas de violencia más altas en relación con ciudades con una densidad poblacional similar (Departamento Administrativo Nacional de Estadística, 2009).
Metodología
La metodología utilizada para el desarrollo de la investigación es cualitativa de tipo interpretativo. Martin Heidegger llama “interpretación” a un desarrollo ulterior de la comprensión, la que se apropia de lo comprendido, haciéndolo expreso o explícito ( De la Maza, 2005: 128). En la investigación interpretativa se debe tener en cuenta que existen múltiples realidades construidas por los sujetos en su relación con el entorno, de manera que se evita realizar generalizaciones. En ese sentido, el enfoque histórico-hermenéutico guía los análisis de la información recogida, pues busca la comprensión, el sentido y la significación de la acción humana.
Para el desarrollo de este artículo se realizó una búsqueda sistemática de información en repositorios de periódicos como Vanguardia Liberal, El Tiempo, El Espectador y El Espacio. La revisión y recolección de las publicaciones requirió que el equipo de investigación asistiera a las salas hemerográficas de la Biblioteca Luis Ángel Arango y del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), donde la prensa se encontraba digitalizada en formato microfilm. Los dispositivos de la Biblioteca Luis Ángel para reproducir las láminas de microfilm permitían visualizar los contenidos en computador, realizar capturas de pantalla y guardar los documentos en formato PDF dentro de un disco duro. Los dispositivos del Cinep eran más rústicos, por lo cual el método utilizado para recolectar los contenidos del microfilm fue la fotografía digital.
Es importante decir que para la investigación la revisión se realizó sobre la violencia y la “limpieza social” en Bucaramanga entre 1978 y 1998. La prensa recolectada fue organizada por orden cronológico y por las categorías de análisis: tipología de violencia, espacio geográfico, móviles implicados y posibles razones. Teniendo los documentos en formato pdf y las fotografías digitales organizados por orden cronológico y por categorías, se procedió a la transcripción de la información contenida en estos documentos. Fue necesaria la realización de transcripciones porque de este modo se facilitó el análisis de la información y la citación de esta en productos de investigación como el que aquí se presenta.
Las transcripciones siguieron un formato que facilitó el posterior análisis y organización de la información; incluían nombre del periódico, fecha y palabras clave. El análisis de la información se realizó en Microsoft Excel, haciendo uso de la función Filtros para organizar los datos por categorías y por cronología. Con esta información disponible, fue de suma importancia la triangulación con fuentes secundarias, como los informes de Derechos Humanos, de Amnistía Internacional y de centros de investigación como el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Colombia, el Cinep y el CNMH. Como producto de este proceso de inmersión y análisis de la información de fuentes primarias y secundarias se presentan algunos resultados en este artículo.
Marco teórico y acontecimental
Para desarrollar el análisis de este artículo se recurre a conceptos como dispositivo, conspiración, represión, homo sacer y necropolítica. La mayoría se desprende del andamiaje conceptual de la biopolítica foucaultiana como una alternativa de análisis para las sociedades modernas. Sin embargo, la administración de la vida por parte de los soberanos -como se entiende el concepto biopolítico- queda algo incompleta, y por ello autores como Giorgio Agamben y Achille Mbembe han propuesto nuevos enfoques en torno al biopoder para distintas temporalidades y latitudes. Para comprender mejor la administración de la vida es necesario vislumbrar el dispositivo, propuesto por Agamben, como el conjunto heterogéneo que incluye elementos lingüísticos y no-lingüísticos, es decir, discursos, instituciones, edificios, leyes, medidas y postulados filosóficos que dan sentido o coherencia a un discurso social. Los dispositivos siempre tienen una función estratégica y se inscriben en una relación de poder y saber (Agamben, 2016). En otras palabras, los dispositivos hacen posible que diversas formas de dominación sean vistas como un elemento cotidiano, pocas veces considerado como ilegal. El autor toma como referencia el fenómeno de los campos de concentración para demostrar cómo, en medio de una clara violación de los derechos humanos que cosificó el cuerpo y la vida de las personas, la mayoría de los ciudadanos convivió con estas formas de exterminio durante el nazismo.
La mayoría de los Estados modernos emplea los dispositivos para legitimar las relaciones de poder. Por ejemplo, durante la guerra fría se postula la doctrina de seguridad nacional como una estrategia para que los países puedan extralimitarse y suspender libertades individuales y colectivas por medio de aparatos legales como los estados de excepcionalidad (Velásquez, 2002). Estas medidas fueron utilizadas en países latinoamericanos durante las dictaduras del cono sur, en la lucha armada contra las guerrillas en Colombia y en la lucha contra los cárteles del narcotráfico en México.
La excepcionalidad convierte al “otro” en un ser extraño y por ende peligroso; la denuncia y la conspiración juegan un papel clave en la desconfianza, pues los medios de comunicación se encargan de manera alarmista de informar de un peligro a la estabilidad nacional a causa del otro (González, 2004). Esta urgencia o excepcionalidad avala la represión, es decir, las acciones de un gobierno contra grupos o individuos que desafían las relaciones de poder. Dicha relación de poder está marcada por un miedo prevalente y es ejecutada desde un marco de la coerción legal por las autoridades o por actores ajenos al Estado y considerados ilegales (Gutiérrez, 2014: 61). En ambos casos de represión la manera mas común de operar es arremetiendo de manera violenta contra el cuerpo de las personas. Así, los actos represivos terminan desplegando hechos victimizantes, como amenazas, asesinatos selectivos, desapariciones forzadas y masacres.
En esta relación de poder-saber, casi siempre el uso de la represión legal e ilegal va dirigido contra sectores empobrecidos o que no tienen ningún capital político, cultural o económico, sectores a los que la sociedad estigmatiza y considera como “indeseables”. Dentro de esta categoría cobra relevancia la propuesta investigativa de Didier Fassin en Por una repolitización del mundo: las vidas descartables como desafío del siglo XXI. En este libro, el autor retoma la concepción de la biopolítica y parte de la limitación de Michel Foucault sobre que la expansión de la vida tiene costos colaterales asociados a la muerte. Fassin propone de forma enérgica que toda política que está orientada a preservar la vida tiene incluidos y excluidos. El sistema capitalista incluye a aquellos que pueden generar rentabilidades y capital, mientras que aquellos que se mantienen al margen son ignorados y en el peor de los casos victimas de la represión, la violencia y la muerte. La tesis central de Fassin es que la biopolítica se impone maximizando el placer individual, pero negando al otro que no cumple con los intereses del sistema. Es así como nace una economía de la supervivencia que replica la pobreza y la violencia contra sectores estigmatizados y los lleva a un proceso de deshumanización (Fassin, 2019).
En las últimas décadas, los excluidos han sido un tema de análisis social por parte de distintas disciplinas. Desde los estudios subalternos se busca dar un sentido a las relaciones de poder-saber que por siglos han sido invisibilizadas en un discurso o dispositivo de modernidad y desarrollo. Retomando la figura de los romanos del homo sacer, el teórico social Agamben (2008) describe a aquellas personas cuya vida humana, en el orden jurídico, sólo existe en forma de exclusión. En otras palabras, un homo sacer no tiene ninguna garantía legal ni de derechos, e incluso quien asesine a uno de ellos no es condenado por homicidio, pues su vida y su sacrificio cumplen con una función dentro del orden social (Orrego, 2008). Si bien la figura del homo sacer es concebida en el derecho romano arcaico, las nuevas conceptualizaciones demuestran que tales figuras continúan siendo pilares en la construcción de los Estados modernos. Los sacrificios de los homos sacer de la modernidad no tienen un componente religioso, pero sí mítico, pues construyen las nuevas narrativas coercitivas por las cuales grupos legales e ilegales que reprimen buscan imponer formas de conducta en la sociedad. A ello se suma una justificación económica, al argumentar la apropiación de la vida de las personas de forma violenta en el dominio de los territorios.
La violencia por el dominio de las relaciones de poder-saber en la biopolítica contra aquellos excluidos termina muchas veces en una administración de la muerte. Es allí donde el concepto de necropolítica toma mayor validez. El filósofo camerunés Achille Mbembe (2011) es consciente de las imprecisiones de la biopolítica para explicar coyunturas como la esclavitud y la dinámica del excluido y estigmatizado. Para el autor, la mayor expresión de soberanía en países del Tercer Mundo es dictar quién merece morir y a quiénes se les permite matar (Mbembe, 2011). La necropolítica es una reinterpretación del biopoder basada en las lógicas del enfrentamiento entre fuerzas; es un poder para arrebatarles la vida a otros y usar de forma desmedida esta fuerza contra sectores poblacionales vulnerables (Acevedo Tarazena y Correa Lugos, 2021). Dentro de los estudios desplegados de la necropolítica es importante el propuesto por Sayak Valencia en Capitalismo Gore (2010); en este libro la autora relaciona las formas de necropolítica desde el necroempoderamiento de los actores ilegales que usan el asesinato y la tortura de los cuerpos como mecanismos para afianzar su poder en lo que la autora denomina necroprácticas. A aquellas personas que se necroempoderan por medio de las necroprácticas la autora las denomina endriagos, tomando prestada la denotación mitológica de seres monstruosos para definir a aquellas personas que sienten placer en provocar la muerte a otros de manera cruel y aberrante.
Marco contextual
El fenómeno de la mal llamada “limpieza social” es replicado en distintas partes del mundo basándose en un discurso radicalizado de las formas de violencia sistemática, amparado en regímenes que promueven la supremacía racial o social de unos grupos o sectores sobre otros (Gutiérrez, 2016: 17). Para entender la “limpieza social” en América Latina es necesario contextualizar su origen. Este fenómeno va de la mano con la guerra sucia, cuando se vuelcan los aparatos de inteligencia del Estado para eliminar cualquier acto de subversión e inconformidad civil. La guerra sucia recurre a prácticas como enclaustramiento en cárceles legales y clandestinas, persecución, tortura, desapariciones y asesinatos. Se denomina sucia porque el Estado, en medio de una excepcionalidad, ignora los derechos humanos. El fenómeno de la guerra sucia se reproduce en distintos países de América Latina, como México y Colombia, en los que estas prácticas se inician en la década de los años setenta como estrategia para disuadir el auge de las guerrillas y el narcotráfico. De acuerdo con la Asociación de Familiares de Detenidos, Desaparecidos y Víctimas a los Derechos Humanos en México (Afadem), se estima que 1 200 personas fueron víctimas de la guerra sucia contra el narcotráfico; por su parte, las fuentes oficiales sólo documentan 232 casos (Mendoza, 2015). En Brasil, la limpieza social y la guerra sucia tienen un contexto más cercano a la sanitación; entre las décadas de los años ochenta y noventa, decenas de niños que vivían en las calles fueron asesinados. Estas acciones, registradas por los medios de comunicación brasileños como Chacina da Candelária, pretendían eliminar los casos particulares de “infancia anormal”, al considerarlos negativos para el orden social y la moral de la sociedad (Dimenstein, 1990).
Las formas de guerra sucia y la limpieza social contra las guerrillas, el narcotráfico y la sanitación se presentan en Colombia. Un estudio comparado de Rita de Cassia Marchi e Ivanssan Zambrano (2001)) concluye que los hechos de “limpieza social” ocurridos en Colombia y Brasil están enmarcados en la necesidad de las sociedades de solucionar problemas urbanos creados desde el imaginario de la modernidad. Estos imaginarios diseñados por las élites buscan invisibilizar la vida de las personas en situación de calle al cosificarlas y al concebirlas como focos de delincuencia e inseguridad, posibilitando así efectuar acciones como el asesinato sistemático.
En Colombia este fenómeno es el síntoma de una violencia que inicia en la década de los años setenta pero toma fuerza en los años ochenta. La “limpieza social” surge como un efecto colateral de la guerra sucia2 y es protagonizada por escuadrones de la muerte. Estos grupos son básicamente paramilitares, conformados en ocasiones por miembros de la fuerza pública, y realizan labores de patrullaje, inteligencia, intimidación y ejecución en barrios populares y zonas de tolerancia. La aparición de estos grupos se da en municipios históricamente conflictivos, como el puerto petrolero de Barrancabermeja y en ciudades con altos índices de indigencia, prostitución, consumo de drogas y delincuencia, como Bogotá, Cali y Medellín (El Espectador, 1984). Son una fusión de la represión ejecutada por miembros intrasistémicos,3 el auge del paramilitarismo y la consolidación del narcotráfico como financiador de la desinstitucionalización y la degradación de la justicia y del uso legítimo de la fuerza por parte del Estado (Ortiz, 1991). A partir de 1978, el gobierno de Julio César Turbay Ayala es proclive a una fórmula de represión como alternativa contrainsurgente. La represión es avalada bajo el Estatuto de Seguridad, que permite la detención masiva, la tortura y los allanamientos contra la oposición armada y legal.
Sin embargo, la mano dura y la represión no logran debilitar la insurgencia. Como consecuencia de los pésimos resultados de esta política de represión, es elegido presidente Belisario Betancur Cuartas, cuyo gobierno radicalmente opuesto gira en torno a la apertura política con el Plan Nacional de Rehabilitación4 y el diálogo con los grupos guerrilleros. La posición del grupo de poder para solucionar el conflicto deriva en una ola de violencia ilegal perpetrada en algunos casos por cuerpos institucionales del Estado que no concilian con las vías de negociación y reducción de la desigualdad social.
A partir de ese momento, las masacres, que son formas de liquidación física simultánea a personas en estado de indefensión, inauguran una guerra sucia por todo el país. Entre las razones para justificar los actos de violencia destacan las orientadas societalmente contra individuos considerados como indeseables. Con discursos de intolerancia social y venganza, los perpetradores consideran que dichas personas son peligrosas y deben ser eliminadas de forma expedita:
Aquí se agruparían las perpetradas por grupos parapoliciales, conocidos como escuadrones de la muerte, contra individuos que se mueven en las fronteras del sistema o están definitivamente por fuera de este; entre las víctimas posibles hay que mencionar a jóvenes habitantes de barrios suburbanos, desempleados o trabajadores informales, indigentes, mendigos, recicladores de basura, expendedores de bazuco, gamines, trabajadores sexuales, drogadictos y raponeros. Este tipo de masacre estaría expresando la extrema intolerancia que determinados sectores manifiestan por aquellos individuos que se encuentran en los límites del sistema. Esta modalidad se conoce vulgarmente como limpieza social (Uribe y Vásquez, 1995: 39).
Como referencia Medófilo Medina en su artículo “La violencia en Colombia: inercias y novedades, 1945-1950,1985-1988”, los datos estadísticos de algunas organizaciones dan cuenta de los niveles de violencia a los que se llega en la década de los años ochenta en Colombia. Según las cifras del Comité Permanente de Derechos Humanos, en 1985 son asesinadas 539 personas por razones políticas. Por estas mismas razones, Amnistía Internacional estima en 1 200 el número de asesinatos por escuadrones de la muerte (Medina, 1990: 61).
Entre 1988 y 1993 se presentan 1 926 muertes vinculadas al fenómeno de la mal nombrada “limpieza social” (Rojas, 1996). De acuerdo con Álvaro Camacho y Álvaro Guzmán (1990), esta es una forma de violencia contra personas estigmatizadas y es un síntoma de la desinstitucionalización del Estado y la degradación del conflicto; es la segunda causa de muertes violentas en Colombia, con 17%, superada solamente por los asesinatos cometidos por el paramilitarismo (Uribe y Vásquez, 1995: 121). Así lo describe Amnistía Internacional: “Las víctimas fueron decenas de estudiantes, profesores, sindicalistas y simpatizantes de partidos de oposición y de organización cívicas, así como también supuestos delincuentes comunes, vagabundos, homosexuales y ocupantes ilegales de terrenos” (Medina, 1990: 62).
No es coincidencia que tal fenómeno inicie en la década de los años ochenta ni que tenga como antecedentes históricos el desmonte paulatino del Frente Nacional y la apuesta por nuevos tratados de paz con los grupos guerrilleros. Aunque distintos, los móviles de esta violencia presentan algunas similitudes con los asesinatos ocurridos durante la etapa de la violencia bipartidista en Colombia. De acuerdo con María Uribe y Teófilo Vásquez (1995: 122), la violencia no sólo es punitiva sino también preventiva y para ser víctima de esta únicamente es necesario ser perfilado como “distinto”. En este sentido, Medina (1990) identifica tres componentes de la violencia de la década de los años ochenta en Colombia: 1) la intolerancia política que desencadenaba violencia contra intelectuales y corrientes políticas no bipartidistas; 2) el tinte fascista de la violencia, que se administra como si se tratara de la eutanasia para eliminar a los “indeseables”; 3) la violencia como negocio que ataca a sindicalistas, colonos y ocupantes de tierras.
Los escuadrones de “limpieza social” deshumanizan a sus víctimas al considerarlas animales, usando términos como “ratas” o “perros”. La deshumanización suspende el tabú de matar semejantes y facilita ejecutar acciones de tortura, como destazar. Es por ello que los autores de los crímenes manipulan los cuerpos del otro y, por tanto, son recurrentes las señales de tortura. Esto implica una cosificación de la víctima hasta el punto de convertirla en un medio para llevar un mensaje de temor a la población. Este temor es generalizado por los medios de comunicación, que documentan de manera exhaustiva -y en ocasiones morbosa- la aparición de cadáveres con señales de tortura. Los análisis de esta problemática realizados por investigadores como Daniel Pécaut (2011) conducen a considerar que Colombia vive en una guerra contra la misma sociedad. En otras palabras, es una sociedad secuestrada y asediada por el terror, mientras que los discursos de supremacía social buscan eliminar “problemas” ignorando que estos son de índole social y estructural. Por ello, recurren a la vía más sencilla, que es individualizar los problemas y eliminarlos de manera sistemática y violenta.
La limpieza social de “La Mano Negra” en Bucaramanga (1988-1991)
El fenómeno de la mal llamada “limpieza social” se extiende a distintas ciudades intermedias de Colombia caracterizadas por ser tranquilas y en su mayoría de clase media, como es el caso de Bucaramanga, mejor conocida como “La Ciudad de los Parques”. Es famosa por el desarrollo industrial de las décadas de los años sesenta y setenta; era un polo regional de progreso y buen vivir del oriente colombiano para la época. Con la agudización del conflicto armado en zonas como el Magdalena Medio, la ciudad recibe una gran cantidad de población en situación de desplazamiento, que establece viviendas en laderas de quebradas como La Rosita y de La Iglesia o en las afueras de la ciudad, cerca del cerro de Morrorico. Los cinturones de pobreza barrial van de la mano con el incremento de la inseguridad y el consumo de drogas en los “parches” o pequeñas agrupaciones de jóvenes de barrios populares que habitan las esquinas dedicadas al ocio (Acelas, 2017). Estos nuevos “parches” entran en conflicto con otros históricos de barrios marginales, lo cual conduce a un enfrentamiento entre pandillas por el control territorial de parques, plazas de mercado, salas de cine y redes de microtráfico dentro de la ciudad.
Entre las pandillas existentes están “Los Rasguño” en el Barrio Girardot; “Los Dardos” en Lagos II; “Humo Negro” en Bucarica, y “Los Magníficos” en el Barrio Santander. Estas pandillas están compuestas por jóvenes sin oportunidades y sin formación académica, que creen poder ganar un poco de respeto y estatus provocando miedo y siendo temidos por el resto de la ciudadanía. Por ejemplo, la pandilla de “Los Rasguño”, liderada por Gonzalo Olarte alias “El Diablo”, tiene como lema: “Todos temibles y famosos, donde estemos nosotros no pueden estar los demás” (Acelas, 2017: 36). El fenómeno de los “parches” empieza entonces a ser parte de otros barrios de clase media que frecuentan minitecas en San Alonso, San Francisco y el Barrio La Universidad. Los jóvenes escuchan música que va desde Michael Jackson hasta Rodolfo Aicardi; son famosos por sabotear fiestas, revender boletos de cine, robar y traficar psicoactivos.
La comunidad, cansada de los desmanes de las pandillas, exige a la policía y a las fuerzas castrenses mejorar la seguridad; de lo contrario, tomará la justicia en sus propias manos. Sin embargo, la fuerza de la ley no se da abasto con los problemas que parecen tomarse la ciudad y aparecen escuadrones como “Las Cobras” y luego “La Mano Negra”. Al principio tendrán como objetivo perseguir y disminuir físicamente a los jóvenes a los que denominan “rebeldes y camorreros”, pero la necesidad de ejercer poder sobre otros sectores los lleva a iniciar una cruzada contra personas que consideran “indeseables”. La “limpieza social” como un dispositivo de control, como lo afirma Agamben (2016), tiene una función estratégica y se inscribe en una relación de poder y saber. En este caso, la función es “limpiar” la ciudad y a la sociedad que la habita de todo aquello considerado pernicioso e indeseable, como la drogadicción, la delincuencia común, la homosexualidad, las ideas de izquierda, entre otros. La estrategia basada en una relación de poder y saber se evidencia en la aplicación de prácticas violentas como la tortura, la persecución, el asesinato. Quienes ejercen el dispositivo de la “limpieza social” no sólo cuentan con las herramientas materiales para hacerlo, sino que conocen muy bien las dinámicas de la ciudad, se dedican a investigar, perseguir y construir un relato de conspiración contra sus víctimas.
El 19 de abril de 1986 aparecen los primeros móviles de grupos autodenominados de limpieza social en Bucaramanga. El primer caso documentado de manera oficial ocurre en el sector de La Cemento (Vidas Silenciadas, 2019), al norte de la ciudad de Bucaramanga. Este sitio se convierte en un espacio estratégico para arrojar cadáveres durante toda la década de los años ochenta. La forma de actuar de los grupos está determinada por buscar a sus víctimas en barrios populares, asesinarlas con crueldad y dejar un mensaje a la comunidad. Por ejemplo, el 3 de junio de 1986 son asesinados tres jóvenes en el barrio La Cumbre; los cuerpos presentan impactos de bala de distinto calibre de pistolas y fusiles. Semanas después, el 25 de junio, en una zona de tolerancia de la ciudad de Bucaramanga, un grupo movilizado en motocicletas asesina de 22 disparos a María y Zenaida, dos transgéneros del sector (2019: 3256). Este mismo día son hallados los cuerpos de dos hombres en La Cemento. Como se dijo antes, el dispositivo de la “limpieza social” está relacionado con el de la seguridad nacional, ofreciendo sentido a unas relaciones de poder-saber justificadas en la búsqueda y la consecución del desarrollo del país para aplicar estrategias violentas de eliminación del otro distinto. Como se puede leer en el periódico local Vanguardia Liberal, diariamente, durante la década de los años ochenta se documentan nuevas víctimas.
La aparición de los cuerpos en los mismos sitios es más una acción deliberada que un simple descuido. La ciudadanía recibe las noticias y las justifican diciendo que las víctimas tenían antecedentes penales, eran ladrones o jíbaros.5 En noviembre de 1986 la cifra de asesinados llega a la decena y aparecen patrones, por ejemplo, tener antecedentes penales. Esto induce a pensar que los perpetradores tienen acceso a información penal clasificada. Esto refuerza la relación de poder y saber, porque quienes realizan la “limpieza social” no sólo cuentan con la fuerza y el poder material para hacerlo sino que, al tener acceso a información confidencial del sistema penal, se puede intuir que cuentan con el aval del Estado para dichas actividades, además de que tienen un saber necesario que les permite ejercer control sobre los cuerpos.
El 27 de noviembre, los nuevos hechos adquieren una degradación en las señales de tortura: cinco hombres entre 26 y 35 años son torturados, estrangulados y asesinados con las manos atadas a la espalda (Vidas Silenciadas, 2019: 3950). Este crimen resalta la necesidad de una propagación mediática. Días después del crimen, un hombre se comunica con la prensa local y afirma ser el comandante de “La Mano Negra”; aduce que los asesinatos son parte de la “Operación Estrella”, cuyo objetivo es acabar con todos los criminales de la ciudad.
En 1987 la violencia se incrementa en especial contra la comunidad homosexual que ejerce la prostitución. El 4 de junio, “La Mano Negra” persigue a Alexis por varias cuadras, luego le dispara en cinco ocasiones y pone encima del cuerpo un papel con una mano pintada en tinta negra (Vidas Silenciadas, 2019: 4244).
Los crímenes continuarán sucediéndose en toda la ciudad, pero ocurren con más frecuencia en la zona norte de Bucaramanga conocida como Café Madrid. De un momento a otro, el número de asesinatos adjudicados al grupo de “limpieza social” se detiene y la prensa aprovecha la ocasión para hablar de los operativos que buscan devolver el orden a las calles por medio de la institucionalidad. No obstante, la paz no dura lo suficiente. El año 1988 presenta uno de los más altos índices de asesinatos por parte de “La Mano Negra”. El modus operandi es el mismo: asesinatos ocurridos en zonas alejadas de la ciudad, cadáveres con signos de tortura y las manos atadas a la espalda. En este momento sus miembros empiezan a usar automóviles para disparar ráfagas de manera indiscriminada.
El 9 de junio de 1988, seis personas son asesinadas mientras están sentadas en un andén. Desde un automóvil Renault 9, color gris, se dispara de manera indiscriminada; en menos de seis días han sido asesinadas 11 personas (Vidas Silenciadas, 2019: 5488). Estos homicidios se caracterizan por la sevicia en el momento del asesinato: nuevas formas de asesinar, como el hecho de amarrar un pañuelo en el cuello y matar a puñaladas y contramatar con disparos o al revés, son algunas de las formas que documentan los medios de comunicación al encontrar cuerpos abandonados en sectores como las orillas del Río de Oro al norte de la ciudad. Lo que es un hecho es que cada vez la “limpieza social” extiende sus garras entre nuevos grupos: lo que inicia contra personas con antecedentes judiciales y transgénero que ejercen la prostitución, incluye con el pasar de las semanas a jóvenes que están en las calles después de las 10 de la noche, prostitutas y gente en situación de calle. Los asesinatos de estos últimos tienen mayor visibilidad en la comunidad bumanguesa, pues sus cuerpos son encontrados en parques como el de Los Niños con signos de tortura (El Espectador, 1989: 9B).
Como se mencionó en el apartado teórico de este artículo, la conspiración es un componente fundamental en estos hechos de “limpieza social”. Los grupos maquinan y divulgan supuestos para justificar sus acciones, pues las personas ajusticiadas significan peligro para la estabilidad o el porvenir de la sociedad (González, 2004). Por eso se llevan a cabo actos represivos para impedir, debilitar o prevenir la capacidad de oposición ideológica o la expansión de aquello considerado como un mal social (Gutiérrez, 2014: 61). Represión que incluso se ejerce con el conocimiento y la participación de instituciones del Estado como la policía y el ejército, como se puede leer en los casos documentados por la prensa.
En 1989, el fenómeno de “limpieza social” se extiende a municipios como Málaga en el departamento de Santander y Pamplona en jurisdicción de Norte de Santander; muchas de las personas son abordadas en barrios populares de Bucaramanga y conducidas hasta dichos municipios para ser asesinadas; por lo general, los cuerpos son encontrados con el cráneo destrozado (Vidas Silenciadas, 2019: 7346), lo cual dificulta las labores de reconocimiento. En la mayoría de los crímenes, los miembros de “La Mano Negra” deambulan desde la medianoche por zonas como el Parque Centenario y descargan sus armas contra quienes duermen en las bancas. Según el coronel Jorge Ernesto Ferrero, comandante de la Policía de Santander: “tales acciones solo pueden ser realizadas por psicópatas” (El Tiempo, 1989: 6B). La diversidad en las formas de asesinar y los móviles que suscitan estas muertes hacen que “La Mano Negra” en Bucaramanga sea difícil de seguir. Por ejemplo, en ocasiones roban taxis para después cometer los asesinatos en los automóviles hurtados (Vanguardia Liberal, 1989: 7A); la mayoría de las veces los taxistas asaltados son asesinados en parajes lejanos de la ciudad como El Refugio en el municipio de Piedecuesta. Las amenazas y los actos de violencia incluyen a miembros de Juntas de Acción Comunal, que están en desacuerdo con las operaciones de exterminio o limpieza social (Vanguardia Liberal, 1991: 13B). Al expresar su desacuerdo, son considerados como guerrilleros o auxiliadores de grupos subversivos, lo cual, para estos escuadrones inspirados en lógicas paramilitares, será uno de los principales problemas en materia local. Entre las formas de amenaza más comunes está el envío de coronas fúnebres, hacer llamadas anónimas describiéndolos en ese preciso instante a ellos o a sus familiares, y hacerles llegar cartas amenazantes hechas con recortes de letras y palabras de diarios y revistas.
Entre 1990 y 1991 el número de crímenes enmarcados en la “limpieza social” disminuye, pero los perpetrados tienen como objetivo la comunidad LGBTI. Se dan principalmente en el centro de la ciudad de Bucaramanga, en reconocidas zonas de prostitución. Las víctimas son contactadas por personas que se movilizan en automóviles entre la medianoche y las tres de la madrugada con la excusa de contratar sus servicios, luego son baleadas en plena vía pública (Vanguardia Liberal, 1991a: 3F).
Entre los meses de agosto y septiembre de 1991, los blancos de la limpieza social se expanden a recicladores y vendedores de lotería, quienes viven en residencias u hoteles y no cuentan con apoyo familiar. En estos nuevos móviles, “La Mano Negra” entra a hoteles ubicados entre las calles 17 y 18 y realiza “batidas” en las cuales escoge a las personas que se van a llevar para posteriormente torturarlas y asesinarlas en zonas alejadas como la Vía Chimitá al norte de la ciudad (Vanguardia Liberal, 1991b: 4C). La cercanía con otras ciudades de más de 100 000 habitantes como Floridablanca es un factor para que “La Mano Negra” expanda su dominio al área metropolitana. Estos escuadrones de “limpieza social” asumen un papel “protector” al amenazar a las personas. Por ejemplo, envían panfletos en los que contactan a las madres de las personas que tienen en lista y les avisan que vigilen a sus hijos por ser presuntos consumidores de drogas o delincuentes. Mensajes como “Esperamos no verlos después de las 9 de la noche por la calle”, “O se limpian o los limpiamos” o “En forma tajante le estamos dando la última oportunidad” (Vanguardia Liberal, 1991e: 12C) serán el llamado de atención para que los padres protejan a sus hijos.
Aparte de la “limpieza social”, los grupos como “La Mano Negra” presionan a grupos políticos y sindicatos, al considerar que los paros y las protestas son embriones de vagancia. Sindicatos como la Unión Sindical de Trabajadores de Santander (Usitras) denuncian que sujetos en motocicleta dejan panfletos adjudicados a “La Mano Negra” en los cuales condenan las acciones que adelanta el Magisterio de Educadores al planear un paro estatal en protesta contra las medidas del presidente Alfonso Gaviria de privatizar empresas del Estado y de servicios públicos (Vanguardia Liberal, 1991f: 6A). Ante esta situación, es muy cuestionable la respuesta de la Seccional de Investigación Judicial (Sijin), órgano que recibe las denuncias de amenazas:
Muchas de estas amenazas son hechas a nombre de la organización la mano negra, y se ha podido establecer que la mano negra no pertenece a grupo político alguno, ni de autodefensas, sino que en un tiempo fue integrado por personas desconocidas y que apareció en forma anónima, realizando sus actividades al margen de la ley, y siempre contra personas que registraban antecedentes penales […]. Cualquier persona puede enviar anónimos y decir pertenecer a este grupo, para crear acciones psicológicas, crear estados de tensión y perturbar anímicamente a la persona, logrando de esta forma que los amenazados acepten sus exigencias (Vanguardia Liberal, 1991d: 8B).
En pocas palabras, los organismos de inteligencia consideran que los casos de amenazas no representan una escalada sistemática de asesinatos ni que agentes de las mismas instituciones integraran tales escuadrones. Sin embargo, es interesante el mutismo de algunos sectores, como la presidencia y el cuerpo ministerial. A esta situación, columnistas como Guillermo Saavedra (1991: 9D) la denominan como una auténtica “cacería de brujas”, con una dinámica en la cual persiguen a quienes defienden la vida, es decir, líderes comunales y de colectivos cívicos, y perdonan u ocultan a quienes causan la muerte. Este ambiente es paradójico cuando se debate una nueva Constitución Política que predica el pluralismo ideológico, mientras que los mandos medios actúan de forma “macartista” con operaciones de “limpieza social”.
La degradación en las formas de asesinato propuesta por la “limpieza social” hace que cualquier persona que esté en la calle a altas horas de la noche pueda ser una víctima potencial. Por ejemplo, el 27 de noviembre de 1991, en la carrera 20 con calle 29, una pareja de artesanos provenientes de San Gil duerme a la intemperie, pues no tienen dinero suficiente para pagar una habitación de hotel. A las 4:00 a.m., tres individuos en un auto disparan de forma indiscriminada; más adelante el automóvil se encuentra con un comerciante, quien también será herido (Vanguardia Liberal, 1991c: 5A).
Las cifras reales de los asesinatos producto de la “limpieza social” no son sencillas de determinar, pues en los balances algunas veces entran móviles como el sicariato, el ajuste de cuentas y la inseguridad. De acuerdo con Vanguardia Liberal, en 1991 hubo 66 asesinatos por “limpieza social”. Si la cifra es cierta, esto ubicaría a Bucaramanga como la ciudad donde más se realizan tales actos de violencia, teniendo en cuenta la densidad demográfica. Las cifras del periódico son tomadas de la Unidad Nacional de Derechos Humanos de Instrucción Criminal; de los asesinados, 32 son señalados como responsables de ilícitos, según la Sijin. Entre las zonas habituales donde se encuentra el mayor número de cadáveres sobresale la vía Bucaramanga-Matanza, con 11 cuerpos, luego La Cemento con ocho, la Vía Chimitá con cuatro; en el centro de la ciudad se registrará más de una decena. De los 66 casos, 64 son asesinados con impactos de arma de fuego, uno con arma blanca y otro más con una herramienta indeterminada.
El mes de agosto es el más violento, con el asesinato de 18 personas; lo siguen noviembre, con 13, y septiembre, con ocho (Díaz, 1991: 3E). Lo más alarmante es que son 66 muertes impunes que contribuyen a la barrera de mutismo en la cual están inmersas la población, el Estado y las autoridades responsables de esclarecer estos crímenes.
Para cerrar este apartado, vale la pena reflexionar sobre la figura del homo sacer (Agamben, 1998) que cumplen las personas torturadas, asesinadas y desaparecidas durante la década de los años ochenta. Son personas sacrificadas por no cumplir con los estándares éticos y morales de una sociedad hermética, conservadora y temerosa al cambio. Las personas eliminadas durante esta etapa, ya sea por sus preferencias sexuales, su orientación ideológica, por habitar barrios empobrecidos y vulnerables o por no tener un lugar para habitar, son el síntoma de problemas estructurales profundos que ni el Estado ni la sociedad están dispuestos a admitir. La solución, entonces, se encuentra en la eliminación sistemática de dichas personas. A través de la individualización de los problemas sociales, la “limpieza social” se implanta como una solución para borrar a aquellos que no cumplen con los estándares de una sociedad homogénea y productiva.
“La Mano Negra” y el fenómeno de lo innombrable
El término “La Mano Negra” tiene una trazabilidad histórica y cambia según las coyunturas. Cuando las cosas son inciertas o difíciles de determinar es cuando generan mayor temor; “La Mano Negra” es un símbolo de esto. Se han tejido muchas leyendas e hipótesis acerca de su génesis; por ejemplo, el empleo del término puede remontarse a Alfonso López Michelsen, quien aduce que una junta de empresarios comandada por Hernán Echevarría Olózaga, reconocido anticomunista, quiere oponerse a la divulgación de cuñas y prensa del Movimiento Revolucionario Liberal (El Tiempo, 1962). Otras menciones conectan a “La Mano Negra” con una serie de acciones en contra de la Revolución Cubana en la década de los años ochenta (Hoyos, 2011). La “limpieza social” atribuida a “La Mano Negra” se da en ciudades como Barranquilla, Armenia, Pereira y Bogotá, más exactamente en el sector de Ciudad Bolívar, pero la ciudad donde se presenta un mayor número de estos casos directamente vinculados a este grupo es Bucaramanga. La prensa recuerda tales actos de manera anecdótica:
Daban bala a ladronzuelos de barrio, mariguaneritos de esquina y a quien cogieran con las manos en la masa, o tuviera antecedentes ciertos o presuntos de malandrín. Todo sin juicio previo y con el gran riesgo de equivocarse y sobre todo de aplicar la pena de muerte en un país en donde no existe tal condena. Actuaban suavemente, sin apretar mucho al principio, pero luego usaban mangueras para golpear a sus rehenes. Después, desataban su locura y así iban apareciendo los cadáveres de ladrones y sospechosos de serlo […]. Al principio un sector de la ciudadanía acogió este mecanismo que no es sino una forma de hacer limpieza social con todo el peligro que acarrea aplicar la pena de muerte en un país en donde no está contemplada en los códigos (Mendieta, 2017).
El impacto de la limpieza social va más dirigido a los vivos que a las víctimas. En este caso, el asesinato es una muestra de lo que puede hacer la voluntad de un grupo o colectivo sobre “otro” al que considera indeseable. El mensaje de la muerte va dirigido a un público; más que intentar analizar al perpetrador, es necesario comprender a la sociedad que lo percibe y de manera temerosa lo avala o incluso lo permite. La necesidad de “La Mano Negra” de mostrar sus asesinatos y dar a conocer quiénes son los perpetradores coacciona y atemoriza a la población. Los toques de queda después de las nueve de la noche, el uso de distintivos como el traje negro, los rostros cubiertos, el uso de camionetas con una luz direccional siempre prendida a las que llamaban “Las Tuertas” (Perea, 2015: 238), son características que buscan construir un monstruo que bajo los preceptos de una “sociedad sana” quiere limpiar lo indeseable, aun cuando lo indeseable son otras personas.
El modus operandi de “La Mano Negra” se puede datar en varios periodos. En sus primeros años (1984-1986) trabaja con organismos de inteligencia e intimida a las personas con antecedentes penales, pone carteles en los barrios populares con la identificación de las personas que son sus objetivos. Entre las labores de inteligencia está frecuentar billares, bares o cantinas, sitios en que las personas hablan acerca de sus actividades criminales. Después de ello pasa a individualizar y a ejecutar a quienes hagan caso omiso de sus “advertencias”. En este periodo también emprende actividades contra consumidores de droga y personas que ejerzan la prostitución.
El segundo periodo (1986-1991) está enmarcado en una guerra sucia, un fenómeno teorizado por el filósofo Estanislao Zuleta (2015) como una violencia privada y por el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI) como “la violencia exterminadora” (Gutiérrez, 2016: 160). El uso estratégico de la violencia privada por medio de dispositivos de control sirve para producir terror y suprimir cualquier diferencia. Funciona por fuera de los estados de excepción, de manera ilegal, pero con participación de individuos que pertenecen a instituciones estatales. En este periodo “La Mano Negra” sigue asesinando personas de los grupos anteriores, pero también a recicladores y a personas que viven en la calle. En esta etapa hay una degradación de aquella “limpieza social” amparada en los estados de excepción y abiertamente implantada por instituciones del Estado, como el ejército. Surgen grupos clandestinos de represión y “limpieza social” contra miembros de sindicatos, líderes de Juntas de Acción Comunal y personas con importancia local que trabajan por la comunidad. Es interesante mencionar que las labores de inteligencia disminuyen notablemente y comienza un modus conocido como operaciones de barrido, lo cual consiste en pasar en motocicletas, camionetas o taxis, y con armas automáticas liquidar a todas las personas que estén reunidas en una esquina, sentadas en un andén o que caminen por la calle (Perea, 2015: 239).
La intimidación y la tortura tienen una particularidad psicológica. Como se ha mencionado anteriormente, se desconoce quiénes integran los escuadrones de limpieza social; no obstante, existen algunos señalamientos específicos hacia miembros de la Policía, la Sijin y de organizaciones de inteligencia como el F2 de la Policía o el B2 del Ejército Nacional:
De los cientos de casos estudiados por Amnistía Internacional surgió la abrumadora evidencia de una responsabilidad oficial. Los pistoleros de los escuadrones de la muerte portaban armas militares abiertamente en presencia de oficiales y viajaban en vehículos militares o autos, sin identificación ni matrícula, algunos de los cuales fueron vistos estacionados en recintos policiales y militares. Los pistoleros pasaban libremente por retenes o puestos de control (Colombia se encontraba en estado de sitio) […] varias víctimas de los escuadrones de la muerte sobrevivieron y describieron su detención, los interrogatorios bajo tortura y los intentos de asesinarlas de las Fuerzas Armadas regulares (Zuleta, 2015: 140).
Sin embargo, es desconocida su estructura organizacional. Lo que sí es claro es que buscan hacer todo lo posible para que sus crímenes tengan un alto contenido mediático. El uso del eslogan como advertencia del próximo barrio donde harán las operaciones de barrido, pegar en los cadáveres manos negras pintadas con tinta y el uso de panfletos intimidatorios son algunas de las herramientas que usan para demostrar su existencia.
Respecto al trato a sus víctimas, la dinámica es muy parecida a otros periodos de violencia en Colombia. El uso de la deshumanización y el arrebato de la identidad al definirlas como “ratas pirobas”, “mariquitas”, “zorras”, “perros” y “perras”, es señal de la animalización de las víctimas para hacerlas menos humanas; de igual manera, la amenaza a presidentes de Juntas de Acción Comunal, al referirse a ellos como “guerrilleros”, estrecha la relación entre los grupos de limpieza social y las ideas anticomunistas. Al final, la radicalización, sea desde la orilla del espectro político o desde el atentado a grupos que consideran “indeseables”, es un síntoma de una sociedad capturada por el odio y con minúsculos ejercicios de alteridad y tolerancia. Pero la verdadera relación de temor que se teje no es entre las víctimas y los victimarios, sino entre los victimarios y aquellos que siguen con vida. Casos como el de Rosmira Rueda demuestran el patrón y la zozobra de sobrevivir a la limpieza social. Los escuadrones de “La Mano Negra” asesinan a su esposo y padre de cinco hijos el 7 de abril de 1989. Tras esta situación, a ella la amenazan más de una decena de veces; tanto su esposo como ella son hijos de la calle, pues viven en el Parque Centenario y se dedican a robar con la técnica del raponazo.
Según el testimonio de Rosmira, aquel día una camioneta dispara en ráfagas y mata a tres personas, entre ellas a su esposo, conocido con el alias de “El Patón”. Actualmente, Rosmira ejerce la prostitución y ha tenido que encontrarse en más de una ocasión con personas que en la década de los años ochenta pertenecían a “La Mano Negra”, entre ellas el presunto implicado en la muerte de su esposo:
“Fue un día a pedir mis servicios y me preguntó cuánto cobraba. Sentí odio. Pero me aguanté. Negociamos en $15 mil pesos y entramos a la habitación de un hotel. -¿Usted se acuerda cuando me llevó por la vía a Chimitá, que me hizo desnudar y me dejó ahí tirada? ¿Se acuerda que mató a cuatro hombres en un solo día? Uno de ellos era el papá de mis hijos” (Reyes Le Paliscot, 2009).
El testimonio de Rosmira evidencia la degradación y la paranoia que se apodera de “La Mano Negra”: “La primera vez, mataron a un marica, un 31 de octubre y luego de eso empezaron a amenazar a ladrones y homosexuales por igual, pero no a las mujeres. Yo me parchaba en medio de dos postes y vendía la papeleta de bazuco a $100” (Reyes Le Paliscot, 2009). También da cuenta de su accionar al usar automóviles de apariencia normal como taxis; quienes están en la calle reaccionan de manera tardía cuando se dan cuenta de sus ocupantes:
“Era un taxi negro con capota amarilla, con cuatro hombres con medias veladas en la cabeza. El carro se vino de frente y por la ventanilla sacaron las armas y empezó la plomacera. Remataron a las que quedaron vivas y cuando llegó mi turno pensaron que estaba muerta” (Reyes Le Paliscot, 2009).
Uno de los dramas de vivir en una ciudad pequeña como Bucaramanga es que muchas personas se conocen y es posible encontrarse con quien no se quiere; esto es lo que le ha sucedido a Rosmira: “De esos ya me he encontrado con cuatro. Cuando los veo me da mucha ironía, rabia, porque muchas muertes quedaron impunes. El jefe era alias ‛El Descuartizador’, él fue uno de los que mataron a mi esposo” (Reyes Le Paliscot, 2009).
El verdadero drama de una “limpieza social” son estos encuentros de los vivos -que se cuentan por cientos en la ciudad de Bucaramanga-, que transitan todos los días por sus calles, con personas que dos décadas atrás los persiguieron. Esta “limpieza social” sólo ha servido como excusa para privatizar la justicia y poner el orden social en manos del gatillo fácil de los pistoleros. Las investigaciones sociales deben desplegar sus horizontes hermenéuticos para entender las coyunturas históricas frente a los vivos que afrontan hoy su presente y su carga del pasado bajo la premisa pesimista de un futuro desalentador. El drama de aquellos que viven el miedo y la zozobra de “La Mano Negra” ha repercutido en una forma de pensar la calle o el “afuera” como un lugar donde matan a los “otros”, y hay una incertidumbre sobre quién pueda ser ese “otro”.
Conclusiones
La “limpieza social” es un síntoma de la degradación de la violencia urbana y la excepcionalidad excesiva de los Estados modernos que deriva en una “cacería de indeseados” como alternativa desde la misma violencia para eliminar la inseguridad, la drogadicción y otros problemas sociales. Su naturaleza anónima imposibilita el esclarecimiento de sus perpetradores. Los medios de comunicación juegan un papel vital en la construcción del imaginario popular sobre estos crímenes, al enfatizar los antecedentes, oficio o condición social de las victimas. Su función, más que informar sobre la inseguridad y la violencia, se convierte en una crónica roja que hace apología de los necroempoderamientos y la necropolítica. Los perpetradores aprovechan la teatralidad y la puesta en escena del sadismo de sus crímenes para mandar mensajes a la población en los cuales afirman que son ellos quienes tienen el control territorial de barrios y zonas completas de las ciudades.
Durante las décadas de los años ochenta y noventa, la “limpieza social” fue un fenómeno que sacudió distintas ciudades colombianas; la ciudad de Bucaramanga presenta una de las mayores tasas de asesinatos en este contexto. Las razones no son claras; sin embargo, las hipótesis apuntan al carácter de preservar el entorno urbano “limpio” de los problemas sociales que aquejan a la ciudad de una manera expedita e individualizante. Estas operaciones de limpieza se realizan en barrios populares y megaslums contra personas con antecedentes judiciales, recicladores, habitantes de calle, comunidad LGBTI y personas que ejercen la prostitución. Sin embargo, pronto la “limpieza social” se convierte en una herramienta de coacción política contra miembros de sindicatos, estudiantes, artistas y líderes comunales; una forma de ejercer un poder que posteriormente replicarán los grupos paramilitares.
La mal llamada “limpieza social” es una muestra de un intrincado dispositivo de violencia y muerte que convierte en algo cotidiano las masacres y la excepcionalidad propuesta por grupos ajenos a la fuerza del Estado. Esta tipología de la violencia es parte del tránsito hacia una violencia exterminadora financiada por el narcotráfico y las alianzas de élites con grupos paramilitares. Este periodo es clave en la comprensión de coyunturas posteriores del conflicto armado. Por lo tanto, el estudio aquí realizado es una invitación a nuevas investigaciones en otras ciudades colombianas, así como a estudios comparados con coyunturas similares en países como México.
Este síntoma de la violencia contiene múltiples variables como el crecimiento demográfico, la aparición de zonas barriales periféricas caracterizadas por la pobreza y la desigualdad, el aumento de la drogadicción, la explotación sexual y la inseguridad, hasta el afianzamiento de lógicas neoliberales en las que la transmutación del cuerpo como un elemento de violencia y control social es determinante en un capitalismo gore. En medio de todas estas variables surgen los escuadrones de la muerte, los cuales usan el mismo modus operandi del conflicto armado rural, para imponer un control y la ilusión de orden en los cascos urbanos con asesinatos selectivos, masacres, torturas, intimidaciones y otros hechos victimizantes.