En este artículo me interesa contribuir al análisis y la comprensión de las condiciones de violencia que de distintas formas configuran circunstancias de vida de sectores populares en las ciudades latinoamericanas y que, de acuerdo con distintos autores, dan cuenta de nuevos contextos en la experiencia de privación y marginalidad, lo que conforma una de las principales dimensiones de adversidad y desventaja de los grupos desfavorecidos (Kilansky y Auyero, 2015).
Me concentro en el análisis de ciertas situaciones de violencia interpersonal (el uso directo de fuerza, pero también, y de manera significativa, su amenaza, dirigida a causar un daño físico a la persona o sus posesiones materiales) que viven comerciantes de La Merced, una importante centralidad de comercio popular en la Ciudad de México.
Mientras en las últimas décadas han proliferado investigaciones sobre las implicaciones de violencias e inseguridad urbana en torno al espacio residencial y la movilidad, menor atención se le ha dado al estudio de la violencias en otros ámbitos centrales para la vida urbana latinoamericana, como las zonas de comercio popular y los centros de abastos (Alba Vega y Labazeé, 2012; Auyero y Berti, 2013; Meneses Reyes, 2018; Perelman, 2020; Hayden, 2022), más allá de la represión policial contra el comercio de mercancías “piratas” (Aguiar, 2012) y contra los vendedores callejeros (Meneses Reyes, 2011; Crossa Neil, 2018; Moctezuma Mendoza, 2021). En relación con el comercio llamado “informal”, contamos con una amplia literatura que, entre otros aspectos, ha analizado dinámicas contenciosas y conflictos respecto a los usos del espacio público, las organizaciones de los comerciantes y sus relaciones con agentes políticos y gubernamentales, en los que se hacen presentes tanto la represión policial ya mencionada como, en algunos casos, otro tipo de violencias no-estatales, aunque estas últimas no suelen constituir el foco del análisis y la reflexión (Castro Nieto, 1990; Cross, 1998; Jaramillo, 2007; Becker y Müller, 2012). Este artículo se concentra en experiencias de violencias vividas por comerciantes callejeros y locatarios de plazas comerciales y mercados públicos.
Repetidamente, distintos autores han cuestionado ciertas conceptualizaciones comunes de la violencia física, en las que ésta aparece como “externa a la sociedad y la cultura, como si fuera algo que ‘pasa’” (Robben y Nordstrom, 1995: 2-3); como si fuera “un agente que interrumpe el orden y se opone a la sociedad; una fuerza asocial más allá de lo normal y lo normativo” (Coronil y Skurski, 2006: 2), o como si se tratara de un “fenómeno social exógeno”, “singular y fundamentalmente destructivo” (Rodgers, 2016). En parte, la recurrencia de estas críticas estriba en que para algunos actores las experiencias de violencia parecen tener las características cuestionadas. Por ejemplo, los grupos de clase media y alta retratados por Teresa Caldeira (2007) experimentan la violencia principalmente como una fuerza arbitraria que irrumpe inesperadamente en sus vidas, desgarrando los mundos sociales y de sentido. Sin embargo, como Walter Benjamin (2005) alertaba, lo que para el resto de la sociedad puede considerarse como una situación de excepción, para los sectores subalternos a menudo constituye la regla. En efecto, en la experiencia de los comerciantes de La Merced la violencia aparece como algo más complejo e intrincado en el entramado social cotidiano.
Como señalan Nancy Scheper-Hughes y Philippe Bourgois (2004: 1-2), la violencia no sólo es un concepto resbaladizo, sino uno que desafía su fácil categorización, incluso si nos restringimos a la violencia física. Por ejemplo: puede ser, al mismo tiempo, legítima e ilegítima; aunque suele desgarrar y deshilvanar lazos y relaciones sociales, también anuda actores y funda relaciones; a través de ella se establecen condiciones de dominación, y a partir de ella se fracturan y rompen condiciones de sujeción; también, si bien participa en procesos y dimensiones destructivas, es central en procesos productivos y reproductivos del orden social.
Esto último es destacado por Benjamin (2001) en su ensayo Sobre una crítica de la violencia. Entre otras discusiones, muestra la centralidad de la violencia en el establecimiento de órdenes sociales, incluso de “derecho” (lo que ilumina una ambigüedad ética del derecho; 2001: 33). Sin embargo, lo que es más importante para este artículo es que la función productiva de la violencia en la fundación y la conservación del orden no es sólo inherente al Estado, pues más ampliamente la violencia de agentes no-estatales a menudo es más que lo que aparenta: “un mero medio para asegurar directamente un deseo discrecional”, que satisface su fin “como una violencia pirata [usurpadora]”; en cambio, la violencia no-estatal puede ser capaz de “fundar o modificar circunstancias de modo relativamente consistente”, es decir, “implantar o modificar condiciones de derecho por más que le pese al sentido de la justicia” (2001: 28). Entre otros ejemplos, Benjamin ilustra que esta función de la violencia se hace manifiesta también en “la figura del gran criminal, con la consiguiente amenaza de fundar un nuevo derecho […]” (2001: 29) o, en otras palabras, de establecer con “relativa consistencia” un orden.
Retomando estas ideas, mi objetivo es exponer y analizar cómo en La Merced, en muchas ocasiones, la violencia interpersonal (como acto o amenaza) aparece como una fuerza a través de la cual distintos actores sociales buscan establecer, establecen o conservan micro-órdenes de relaciones socio-espaciales en el lugar. La violencia aparece ligada al esfuerzo de distintos actores sociales por fundar o conservar un poder en el lugar, a través del control sobre ciertos espacios (i.e., una banqueta, un puesto callejero, una zona del espacio público, un local) frente a los intereses de otros actores, en la búsqueda de preservar u obtener ganancias económicas.1 Es decir, la violencia se moviliza para, a partir de su potencia, fundar o conservar ciertos órdenes (con sus reglas implícitas o explícitas) de relaciones e interacciones en el lugar.
La investigación se centra en la experiencia de comerciantes, principalmente callejeros, pero también de plazas comerciales y mercados. En una situación de vulnerabilidad2 económica y política, desprovistos de distintos recursos efectivos para alcanzar sus fines, muchos de los comerciantes tienen una relación más bien ambivalente con la violencia.
En la primera parte del artículo detallo cómo muchos de ellos “no se dejan” ante lo que es entendido como distintas agresiones y amenazas a sus condiciones laborales y de ingresos. Así, ante ciertas acometidas criminales menores, pero también ante disputas y competencia entre los propios comerciantes por el espacio, algunos de ellos hacen uso de la fuerza como un recurso tanto para poner fin a cierto conflicto coyuntural como, paralelamente, dadas las cualidades expresivas y performativa de la violencia (Schröder y Schmidt, 2001; Segato, 2013), para manifestar un poder sobre su espacio de trabajo y frente a los deseos de otros (Anderson, 1999; Zubillaga, 2009), en interés de garantizar ciertas condiciones laborales y de seguridad.
Sin embargo, estamos en un área disputada y conflictiva, los micro-órdenes que los comerciantes logran establecer son difusos, parciales y precarios. De hecho, como presento en la segunda parte del artículo, estos comerciantes suelen a su vez quedar sujetos a relaciones de dominación establecidas por otros actores con un potencial de violencia de mayor magnitud, que los comerciantes (en parte por sus disposiciones morales) no son capaces de igualar. Así, analizo cómo los líderes del comercio en la vía pública y un brumoso conjunto de actores extorsionadores que ha surgido recientemente (líderes, policías, grupos del crimen organizado y no organizado) establecen, cada uno por su lado, órdenes socioespaciales que les permiten acceder a ganancias a través de la exacción (de parte de las ganancias de los comerciantes a través del cobro de piso, cuotas o extorsión) o el despojo (de los espacios de venta) de los comerciantes.
Las situaciones que viven los comerciantes se enmarcan en distintas condiciones de exclusión y vulnerabilidad en la que suelen encontrarse los sectores populares. Siguiendo a Loïc Wacquant (2004), habría dos dimensiones fundamentales que es imprescindible reconocer: las condiciones de la economía urbana y las estructuras y políticas del Estado.
En efecto, distintos autores han señalado la necesidad de analizar la economía política del acceso, control y distribución de recursos económicos dentro de la ciudad, en la comprensión de violencias urbanas (Rodgers, 2010; Bourgois, 2010; Zubillaga y Briceño-León, 2001). El grueso de los sujetos de esta investigación se ha encontrado en condiciones de marginalidad y precariedad en torno a la estructura laboral y de ingresos. Pero esta situación, en relación con el mercado, no es atemperada sustantivamente por políticas de protección sociales por parte del Estado, por lo que acceder y permanecer laboralmente, incluso en condiciones de informalidad, en la importante centralidad comercial urbana que representa La Merced aparece como un recurso fundamental para sobrellevar las condiciones de existencia e incluso mejorarlas.
Por otra parte, se debe analizar las relaciones de estas poblaciones con los agentes y las instituciones estatales (Cravino, 2016). De diversas formas, la violencia que viven los comerciantes de La Merced (la que ellos empuñan y la que los sujeta) se encuentra vinculada a condiciones de vulnerabilidad derivadas de encontrarse en los márgenes del Estado. Siguiendo a Veena Das y Deborah Poole (2008), estos márgenes no se refieren simplemente a espacios donde el Estado se encontraría ausente, es decir, a una exterioridad al Estado, sino principalmente a espacios donde su carácter inestable, incierto e ilegible se hace más evidente. Los márgenes del Estado se encuentran en el carácter difuso de la división de éste respecto a la sociedad, a las relaciones donde lo público y lo privado, lo formal y lo informal, y lo legal, lo ilegal y lo extralegal se funden de formas complejas, así como son visibles los límites y las disputas en torno a su soberanía; más bien un proyecto inestable y tentativo (Hansen y Stepputat, 2005). Se trata de espacios donde la ley y su aplicación aparecen en continua redefinición y disputa, y donde la violencia es un recurso que se encuentra disperso, utilizado por distintos actores, tanto estatales como no-estatales, para establecer poder y orden social (Rodgers, 2006; Arias y Goldstein, 2010).
Junto a las dimensiones señaladas, que dan cuenta de condiciones de privación, limitación y escasez de recursos (económicos e institucionales) para enfrentar adversidades, es importante destacar algunos aspectos culturales que participan de la configuración de la violencia. Siguiendo algunos planteamientos de Javier Auyero y María F. Berti (2013) sobre los usos de violencia en un vecindario con condiciones de marginalidad en el conurbado bonaerense, considero que, en La Merced, el uso de la violencia se ha constituido como un “recurso”, conformado histórica, cultural y moralmente, un saber-hacer, socialmente compartido, útil “para lidiar con las dificultades que surgen en la vida cotidiana” (Auyero y Berti, 2013: 144). En otras palabras, se trata de un modo de acción dentro de cierto habitus local (Karandinos et al., 2014), para resolver distintos problemas o alcanzar ciertos objetivos. Sin embargo, como mostraré, se trata de un recurso desigualmente incorporado.
El análisis se construye con materiales recopilados en distintos periodos de investigación etnográfica realizados en La Merced, desde 2014 hasta 2021. En estas investigaciones he indagado distintas condiciones pasadas y presentes de la espacialidad popular, explorando diversas problemáticas y disputas en torno a los usos y significados del espacio, así como las condiciones de territorialización de distintos actores. En este proceso, la indagación en cuanto a inseguridad y violencias se fue convirtiendo en una dimensión central de interés, dada su relevancia en las experiencias de mis interlocutores. En los últimos años, estas dimensiones cobraron aún más relevancia, a partir de la irrupción de grupos de crimen organizado en la zona. Mi trabajo de investigación se ha desarrollado con habitantes y comerciantes del lugar (buscando una heterogeneidad de perfiles), pertenecientes a los sectores populares. Con algunos de ellos he establecido una relación muy próxima; los he acompañado repetidamente en sus prácticas y actividades cotidianas y otros eventos, compartiendo y sosteniendo centenares de conversaciones en diferentes contextos. Además, este trabajo se nutre de 35 entrevistas semiestructuradas a profundidad realizadas a lo largo de este tiempo.
Breve presentación del lugar
La zona de mercados de La Merced se encuentra en el límite oriental del Centro Histórico de la Ciudad de México. Se trata de una de las principales centralidades comerciales populares de la zona metropolitana. Durante décadas, en las actividades comerciales formales e informales del lugar, en los ocho mercados, nueve plazas comerciales y calles, miles de miembros de los sectores populares han encontrado condiciones de sobrevivencia, para sobrellevar situaciones de privación e incluso para mejorar condiciones de vida (Castillo Berthier, 1994). También se trata de un lugar de vivienda popular en distintas condiciones de habitabilidad: vecindades, unidades habitacionales, cuartos de azotea, edificios en distintas situaciones de deterioro (incluyendo daño estructural) y condiciones irregulares respecto a su propiedad (Moctezuma Mendoza, 2021). Empero, es un espacio con condiciones de marginalidad económica, social y en relación con la institucionalidad estatal, en el que distintas inseguridades y violencias no han estado ausentes, y se han agravado en los últimos años. Por una parte, están presentes distintas violencias simbólicas (Bourgois, 2001: 8), como estigmas territoriales que pesan sobre el lugar y sus habitantes cotidianos, que los caracterizan como “peligrosos”; además, características étnicas, condiciones de vida y ocupaciones de muchos de sus habitantes (como población indígena, personas en situación de calle, vendedores ambulantes, trabajadoras sexuales y comerciantes de mercados) son también estigmatizadas o desvalorizadas socialmente.
Por otra parte, los habitantes se encuentran en distintas situaciones de violencia estructural (Bourgois, 2001: 7) vinculada a su posición subordinada en la estructura social, con distintas condiciones de exclusión respecto al mercado de trabajo, los ingresos y los derechos asociados al empleo, los servicios de salud y de educación, la capacidad de interpelación política, etcétera. Ligadas de distintas formas con estas dimensiones, siguiendo la idea del continuum de violencias (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004), encontramos también distintas violencias vinculadas al uso de la fuerza en relación con, por ejemplo: trata de personas (Kumar Acharya, 2007), represión y abuso policial, asaltos y agresiones (Castillo Berthier, 1983), y disputas en torno a actividades comerciales. A lo anterior hay que sumar que en los últimos años (como ha sucedido de manera más amplia en el país con la crisis de violencia que vivimos desde hace más de una década), el lugar se ha visto cimbrado por la presencia de grupos del crimen organizado que han aumentado la violencia en la zona y detonado, como veremos, dinámicas de extorsión contra los comerciantes, forzándolos a pagar cuotas periódicas a cambio de “seguridad”.
Primera parte: Usos de violencia por los comerciantes
“No dejarse”
Gran número de experiencias de comerciantes de La Merced dan cuenta de un contexto socioespacial atravesado por disputas y conflictos con distintos actores: autoridades, trabajadores, “líderes” y, en los últimos años, el crimen organizado. En sus trayectorias laborales locales, comúnmente han estado inmersos en situaciones de adversidad, en las que no es extraño que tuvieran que enfrentarse con distintos actores por el acceso y las condiciones del espacio laboral, tanto en la calle como en mercados públicos y plazas comerciales (si bien esto se expresa más constantemente donde hay condiciones de informalidad en la posesión del espacio).
En este contexto, los comerciantes hablan continuamente de “no dejarse”, como una disposición aprendida y forjada en la experiencia cotidiana del lugar, como un habitus.3 Por ejemplo, conversando sobre múltiples dificultades y amenazas en el lugar, Carmen4 (vendedora de la Nave Mayor de La Merced, es decir, un mercado público donde renta un local, nacida en el barrio, hija de una comerciante ambulante) me decía: “Es difícil la cuestión debido a que hay demasiada, demasiada corrupción […] ¡muchas injusticias! Pero a pesar de todas las circunstancias y las cosas que hemos pasado, pues aquí seguimos; o sea, somos gente que […] siempre ha vivido en La Merced y que no tan fácil te pueden tirar”. En el mismo tenor, Jimena, quien después de transitar por el comercio callejero empezó a vender en una plaza comercial, en un local en posesión de su mamá que ella por cuestiones de salud ya no podía trabajar, me decía: “Mucha gente te quiere violentar […] te quiere despojar, se quiere aprovechar, quiere abusar […] y vas forjándote […] ¡y no te dejas! ¡No te dejas, no te dejas y no te dejas!”
Este forjarse implica desarrollar distintas habilidades que muchos de los comerciantes van aprendiendo en interacción y relación con otros para encarar problemáticas que viven cotidianamente. Así, se van haciendo, cultural e históricamente, de cierto repertorio de acciones. Por ejemplo, dialogan, se asocian entre ellos, negocian y buscan intermediarios. Pese a que muchas veces no tienen éxito, hacen exigencias a las autoridades de gobierno y emprenden acciones administrativas y jurídicas. Ante el fracaso de acciones como las mencionadas, algunos de ellos, en ciertas ocasiones, recurren a medios violentos para resolver sus problemas, principalmente amenazas, a veces golpes y patadas. Como me decía Alejandro (un comerciante callejero, avecindado desde pequeño en el barrio), justificando esta situación: “Este lugar te hace broncudo, te hace salir a los golpes”.
En los años recientes, se ha mostrado que en situaciones de desprotección institucional y de exclusión económica del mercado de seguridad, usar violencia aparece como un medio a través del cual los sectores populares se defienden y protegen de acciones criminales (robos, asaltos, agresiones sexuales, etcétera) (Díaz Cruz, 2019a; Meneses Reyes, 2020). Ésta es también una de las principales razones por las que los comerciantes en La Merced suelen salir a los golpes. Fue así, por ejemplo, como Jimena enfrentó a una joven en condición de calle que había convertido su local en objeto de sus hurtos:
Un día me llegó una ratera, ¡ya me había robado [antes] la canija! una bolsa [de mercancías] como de 1 200 pesos. Y pues ya la tenía ubicada, así por las cámaras, ¿no?, y me quiso robar otra vez […] la vi, y ¡ya me había sacado otra bolsa de aquel lado! Es que luego extiendo mucho [el puesto] ¡y de ese lado ya se había sacado una bolsa! Dije: ¡Ay, hija de…! ¡Y sí, ya me enojé! Dije: ¡Hija de tu pinche… eres tú, desgraciada! [se ríe].5 Digo: Ah, ¿me quieres robar? Le digo: ¡Vas a ver! Y sí me la agarré, la verdad. No me gusta ser violenta, pero ese día sí me la agarré, pero ¡no metió las manos!, para qué te voy a decir. O sea, ¡sí le di unos buenos…! ¡No metió las manos…! Ya de ahí no pasó nada más, se fue. ¡Pero sí me la agarré!
Como este relato, abundan las anécdotas por las cuales quienes están siendo víctimas de un robo o lo presencian intervienen saliendo a los golpes (Moctezuma Mendoza, 2019a). Sin embargo, aunque muchas de las expresiones de violencia tienen que ver con distintas agresiones criminales y su contención, ésta no es la única razón por la que algunos comerciantes llegan a amenazas con usos de fuerza e incluso hacen de sus manos puños.
De vez en cuando, entre los propios comerciantes, particularmente en torno al comercio informal, pero no exclusivamente, se generan conflictos y disputas por la apropiación del espacio, así como por los usos que se le dan a éste. Estos conflictos dan cuenta de un contexto de precariedad económica y restricción de oportunidades, por lo que la apropiación de espacios comerciales en la centralidad urbana se convierte en un recurso valioso y escaso, de fuerte competencia. En este contexto surgen distintas violencias que, en su análisis sobre el mundo de la economía informal en el Centro Histórico, Carlos Alba Vega y Pascal Labazeé (2012) categorizan como horizontales. Presento un par de ejemplos.
Primero. Viviana y Julia venían teniendo un conflicto por las mercancías que cada una ofrece en sus puestos contiguos. Julia consideraba que Viviana había introducido un tipo de camisa de mujer muy similar a la ropa que ella vende, con lo que le quitaba clientes. Viviana sostenía que las camisas nuevas eran del mismo estilo que las que siempre ha vendido. Sin lograr llegar a un acuerdo, Julia fue a hablar con la líder de la organización que controla su calle para que dirimiera la controversia, que suele ser una de las funciones de estos actores (Alba Vega, 2015: 389). Una norma no escrita, común en el comercio ambulante, es que las mercancías que se oferten estén diversificadas entre los distintos vendedores, para no hacerse competencia entre sí y evitar conflictos. La líder le dio la razón a Viviana. Sin embargo, esta resolución no le bastó a Julia, quien de manera insistente siguió presionando a Viviana para que cambiara su producto, por lo que llegaron a agredirse verbalmente varias veces, pese a que Viviana pidió a su líder que interviniera calmando a Julia. Finalmente, un día se hicieron de palabras y terminaron a los golpes. Viviana logró someter a Julia, quien abandonó la disputa por la ropa.
Segundo. Tras ser expulsado de su lugar de comercio callejero en un reordenamiento llevado a cabo por las autoridades, el Chino colocó un nuevo puesto callejero en la banqueta, justo enfrente del local de frutas que Roberto tiene en una plaza comercial establecida. Éste le exigió al Chino que no se colocara ahí, planteando que se trata de un espacio público y que el puesto complicaba sus labores diarias, además que le quitaba visibilidad y restringía el acceso a clientes. El Chino no hizo caso y continuó vendiendo en la banqueta, hasta que un día llegó un funcionario de la Coordinación Territorial (una instancia del gobierno local que entre sus ocupaciones tiene la regulación del espacio público) a decirle que Roberto se había quejado en su contra. Como respuesta, el Chino reunió a un grupo de gente y en la noche, cuando la calle se encontraba vacía y Roberto cerraba su local, lo rodearon y amenazaron diciéndole que le iban a “partir la madre”, que más le valía dejar en paz al Chino porque si no, “no se la iba a acabar”. Roberto asegura que, aunque le metieron miedo, no se amedrentó y encaró al Chino y al grupo, retándolos a que se enfrentaran a golpes. Pese a los alardes mutuos, esa noche el conflicto no pasó a más, pero la agresión sí tuvo efectos. Roberto denunció judicialmente al Chino por amenazas y obtuvo un fallo favorable, lo que establecía un precedente sobre el Chino si había una segunda agresión. Sin embargo, paralelamente, Roberto y el Chino conversaron y llegaron a un acuerdo. Roberto finalmente cedió que el Chino se colocara en la banqueta enfrente de su local, solamente exigió a cambio que el Chino redujera medio metro la extensión del puesto para no obstruir tanto. Pese a que ganó la denuncia, Roberto justificó su cambio de posición señalando que más valía ser cauto: “Hay que cuidarse de no generar odio, hay que saber lidiar con los problemas, pero también saber medir. No dejarse, pero tampoco generar odio”. Es decir, Roberto consideró que ni su disposición a “no dejarse” (que puso de manifiesto al encarar y retar a los golpes al grupo que fue a amenazarlo), ni el antecedente judicial en contra del Chino garantizaban su seguridad frente a una futura agresión del Chino, si este no accedía al espacio de trabajo en disputa. En pocas palabras, la amenaza violenta del Chino fue exitosa.
Las experiencias de Jimena, Viviana y el Chino son ilustrativas de las características del ejercicio de violencias por parte de los comerciantes. Primero: se recurre a medios violentos después de buscar otros recursos (e.g., acudir con autoridades formales o informales). Segundo: las violencias que despliegan son muy específicas: la mayoría de las veces se movilizan tan sólo como amenazas, pero su potencia no deja de ser efectiva para alcanzar distintos objetivos. Sólo en algunas ocasiones la violencia se pone en acto. Aquí vale la pena recordar que, lejos de lo que muchas veces se suele creer, ejercer violencia es difícil, como ha argumentado Randall Collins (2008). Y aunque se suela hacer alarde de la disposición a “salir a los golpes”, se trata de un desenlace que continuamente se elude, incluso si, en distintos conflictos y disputas, las amenazas por sí mismas no resultan suficientes para doblegar voluntades (lo que también ha sido observado por Collins (2008: 479). Tercero: en el recuento de acciones violentas es común que se exprese cierta mortificación sobre el proceder y una ansiedad en inscribir el uso propio de medios violentos en terrenos de la legitimidad, como una acción que es respuesta a una agresión o situación de riesgo previa, es decir, como “no dejarse”, lo que da cuenta de economías morales de la violencia (sobre lo que hablaré más adelante). Cuarto: si bien los objetivos inmediatos de las violencias pueden ser heterogéneos -la detención de un ladrón, terminar una controversia entre competidores comerciales o apropiarse de un territorio en la vía pública-, es necesario reconocer que la movilización de violencias cumple una función que persiste cuando el silencio ha sucedido a la declaración de una amenaza o al bullicio de las trifulcas. La violencia se extiende más allá de su acontecer, sirve para fundar (el Chino) y conservar (Jimena y Viviana) ciertas condiciones de poder sobre el espacio laboral, constituyendo un control sobre los intereses de otros, es decir, cierto orden de relaciones (Benjamin, 2001; Anderson, 1999). Las acciones violentas están orientadas a establecer condiciones de estabilidad y seguridad socioespacial en la búsqueda de fuentes de ingresos, en un contexto económico estructural de precariedad y privación. Sin embargo, su éxito es desigual y, a menudo, frágil.
En este contexto, los principales usos de violencia se enmarcan en condiciones de vulnerabilidad o de inseguridad, tanto civil como social, que de distintas maneras se relacionan con el Estado. Por un lado, respecto a la delincuencia, por el otro, respecto a la informalidad.
En relación con la delincuencia, los comerciantes de la zona suelen describirse en una suerte de desamparo por parte de las instituciones de seguridad públicas, tanto por falta de vigilancia policial en el lugar como por ineficiencias de los mecanismos judiciales para disuadir a la criminalidad local. La siguiente viñeta nos permite profundizar en esto. En la misma plaza de Jimena, en otra ocasión, los comerciantes habían detenido a un ladrón, un joven en condición de calle que robaba en el lugar. Lo llevaron al Ministerio Público cercano, varios de ellos lo denunciaron por robo, incluida ella; sin embargo, el acusado rápidamente quedó libre. Jimena estaba indignada porque el joven inmediatamente regresó a la plaza. “¡Al otro día pasó por aquí, me voltea a ver y se burla!”. Al poco tiempo, de nueva cuenta los comerciantes lo encontraron robando, pero en esta ocasión salieron a los golpes. Jimena me explicó que no participó porque el ladrón “¡era una cosota como de 1.70, ponchado y drogado!”, pero otros comerciantes sí:
Le pegaron y con la golpiza sí lo erradicamos […] Le empezaron a pegar todos, ¡no!, ¿qué crees?, ¡que sí se convulsionó! Pero ya dejó de venir. ¡Pero no debe ser así!, ¿no? Se supone que por eso hay leyes y todo. ¡Pero no! ¡Allá no te apoyan! No es que seamos violentos o que nos guste estar madreando a la gente […] lo que sucede es que si la autoridad no te da esa certeza o ese apoyo que nos lo debería de dar, esa seguridad… Y ¡no!, sucede todo lo contrario, entonces, ¿qué tenemos que hacer nosotros? ¡Defendernos con lo que tenemos para que no sucedan esas cosas!, y creo que sí hemos ido erradicando rateros gracias a ese método.
Hay varios aspectos que destacar sobre este suceso. En primer lugar, que si bien se plantea cierto vacío de la autoridad pública, en este caso el Estado y la policía no aparecen como ausentes, sino como ineficientes para contener una violencia criminal que los comerciantes padecen, incluso dentro de las plazas comerciales establecidas, como donde trabaja Jimena. En segundo lugar, que la violencia de los comerciantes contra quien identifican como ladrón, se interpreta como una violencia que contradictoriamente, por un lado, transgrede la ley (“no debería ser así”), al mismo tiempo que, por otro lado, estaría zurciendo el hiato entre la ley y su cumplimiento (“¿qué tenemos que hacer nosotros?, defendernos con lo que tenemos”), en tanto se plantea que la autoridad no establece condiciones de derecho (“si la autoridad no te da esa certeza”). En tercer lugar, que se reconoce que la violencia tiene ciertos efectos persistentes, pues su despliegue no sólo detuvo al ladrón en ese momento, sino que, a partir de ello, “ya dejó de venir”.
En relación con la informalidad, distintas investigaciones destacan que la violencia interpersonal en contextos de prácticas económicas que se desarrollan en la ilegalidad (Ousey y Lee, 2004) o en la informalidad6 (Auyero y Berti, 2013: 141) puede explicarse parcialmente por la imposibilidad o dificultad de sus participantes de recurrir a actores y mecanismos del sistema legal para regular su competencia y resolver sus disputas y conflictos. En tal sentido, comerciantes como el Chino, con ciertas condiciones de informalidad, se encontrarían con menores recursos oficiales para defender su apropiación espacial de otros actores, como Roberto (quien solicitó a la Coordinación Territorial que retiraran el puesto del Chino de la banqueta).
Sin embargo, es preciso hacer algunas distinciones y clarificaciones conceptuales sobre lo anterior. En particular, me interesa destacar, como ha sido señalado por distintos autores (ver Crossa Neil, 2018: 78-80), que la informalidad supone una heterogeneidad de prácticas dispersas entre las distintas clases sociales, en distintos ámbitos de la vida y que se transforman históricamente, además de que no son ajenas a distintos mecanismos de regulación estatal (tanto formales como informales) que las configuran de manera sui géneris, no sin conflictos, resistencias y negociaciones (Konzen, 2016). En este sentido, como ha señalado Ananya Roy (2005: 149-150), la informalidad es producida por el Estado mismo, que no sólo determina lo que es informal y lo que no es, sino también “las formas de informalidad que prosperarán y las que desaparecerán”, lo que supone, además, que la regulación y la legalización de la informalidad no son solamente un problema burocrático o técnico, sino político. Debido a lo anterior, no es la informalidad per se, en abstracto, la que genera condiciones de vulnerabilidad particulares y constituye a la violencia (más que en otros contextos) como un recurso valioso para conseguir fines, sino las formas concretas en que se configura la informalidad, en estrecha asociación con las regulaciones estatales.
La ausencia de una autorización formal individual para vender en el espacio público restringe los recursos de los comerciantes para defender institucionalmente su ocupación espacial, y también los deja en mayor medida expuestos a violencias y extorsiones de actores estatales y no-estatales (Castaño Aguirre y García Ordóñez, 2021).7 Esto último también se ilustra con el caso del Chino, quien después de haber logrado conquistar el espacio enfrente del local de Roberto, se vio obligado, bajo la amenaza violenta de un líder del comercio callejero en la zona, a pagarle al líder cuotas económicas y de participación política, a cambio de permanecer trabajando en el espacio que había “conquistado”.
Como en este caso, en gran número de circunstancias las distintas formas de acción con las que cuentan los comerciantes del lugar, incluyendo sus medios violentos, son limitadas o impotentes para resolver problemas. Así, los comerciantes también aceptan los límites que su disposición y capacidad de herir y ser herido les permite lograr y, como suele suceder, más allá de la existencia de motivos, no movilizan violencia en situaciones donde difícilmente saldrán vencedores (Collins, 2008: 195). De tal suerte, se forjan en aceptar y aguantar condiciones que les son impuestas, admitiendo permanecer en situaciones y relaciones de poder que los oprimen.
“No dejarse” no sólo implica luchar contra la adversidad, sino también persistir pese a ésta.
Economías morales de la violencia
Aunque en contextos como el analizado la violencia puede ser un recurso valioso, no es un recurso abundante. Su escasez estriba en que las acciones violentas no son reacciones naturales inherentes al ser humano frente a distintas condiciones y desafíos de la existencia, sino una capacidad aprendida socialmente, enmarcada cultural y situacionalmente (Scheper-Hughes y Bourgois, 2004; Collins, 2008). En las experiencias de mis informantes, recurrir a la violencia, no intimidarse ante ciertas agresiones o su amenaza, estar dispuesto a ser herido y herir a otro y saber hacerlo (individualmente o a través de la “violencia de terceros”), aparecía como una disposición y capacidad aprendida, un habitus (Karandinos et al., 2014: 6) forjado localmente en enseñanzas, conflictos y enfrentamientos rutinarios en su trayectoria biográfica y legitimada de diversas formas. Es decir, como plantean Auyero y Berti (2013: 144), los usos de violencias son formas de saber-hacer, comúnmente practicadas, social e históricamente aprendidas, enmarcadas culturalmente.
Sin embargo, es importante detenerse y hacer algunos comentarios críticos a los planteamientos de Auyero y Berti (2013). Es necesario enfatizar que la dispersión social de usos de violencia no da cuenta de un saber-hacer singular y homogéneamente extendido en el barrio. Usos de violencia para resolver distintas dificultades no constituyen un recurso uniformemente compartido entre los habitantes del lugar. Muchos de los comerciantes no han adquirido las habilidades y disposiciones a hacer usos de violencias para resolver distintas dificultades. Aunque otros sí recurran a medios violentos, éstos no son homogéneos en los objetivos, formas y magnitudes. Por el contrario, hay grandes desigualdades en las violencias que distintos actores son capaces de desplegar, en las violencias que distintos actores saben-hacer. La violencia es un recurso desigualmente apropiado, por lo que a través de ella se establecen distintas relaciones de poder y dominación.
Aquí es importante destacar que los saberes-hacer violencia no sólo difieren en la habilidad y la fuerza individual, en el acceso y el conocimiento del uso de distintas herramientas y en la disposición del potencial violento de terceros (a través de vínculos y redes sociales) (Moctezuma Mendoza, 2019a); junto a estas dimensiones, los recursos violentos se encuentran enmarcados en economías morales configuradas culturalmente. Con economías morales de la violencia entiendo que, como otras formas de acción social, las acciones violentas se encuentran en parte enmarcadas en afectos, valores, significados, normas y obligaciones propias del espacio social. Es decir, las violencias se conforman en marcos culturales que moldean sus formas y magnitudes, así como su legitimidad y su ilegitimidad (Moctezuma Mendoza, 2019b: 794).
De este modo, es importante destacar que el uso de violencia de los comerciantes se encuentra constreñido. Se trata de violencias que involucran principalmente amenazas, y sólo ocasionalmente recurren a golpes y patadas; que si bien en su trascurrir pueden desbordarse o resultar excesivas (como sucedió con el ladrón que se convulsionó del que habló Jimena), pues el despliegue concreto de violencia, lo que Collins (2008) llama el “túnel de la violencia”, suele experimentarse como un estado de conciencia alterado, en general no tienen pretensiones de herir gravemente, ni tampoco, en contraparte, de arriesgarse a resultar fuertemente herido. Además, su legitimidad suele asociarse a la idea de respuestas defensivas: “no dejarse”.
Lo anterior, como veremos a continuación, contrasta con las violencias que despliegan otros actores del lugar, con otras economías morales de la violencia, que ejercen en otras magnitudes, capaces de herir gravemente e incluso letalmente, y que a través de su violencia conforman o conservan relaciones de dominación que subordinan a los comerciantes a exacciones económicas cotidianas (pago de cuotas, extorsión) y el despojo (de espacios comerciales).
Segunda parte: Subordinación en relaciones de dominación
Líderes del comercio en vía pública y reciprocidad negativa
Ordinariamente, en numerosas conversaciones en La Merced, muchos de los comerciantes informales se quejan de condiciones consideradas como abusos cometidos por algunos “líderes” respecto a la imposición de su dominio territorial y la exigencia del “cobro de piso”.8
En la zona, el comercio callejero se ha desarrollado en gran medida a partir de relaciones clientelares entre agentes del Estado y los comerciantes, mediadas por la figura de “líderes” (Cross, 1998; Crossa Neil, 2017). Con distintos conflictos y transformaciones, estos actores han logrado, a través de la movilización, la constitución de un capital político y la negociación (aprovechando la competencia entre distintos actores políticos y las fisuras en la integración del Estado en México), pactar con agentes de gobierno la permanencia del comercio callejero en determinados espacios públicos controlados por sus organizaciones. Es decir, han negociado la suspensión de la violencia conservadora de la ley contra el comercio ambulante, obteniendo permisos o “tolerancia” para vender. A cambio de estas concesiones, a través de los líderes fluyen dos tipos de recursos hacia actores políticos y burócratas, que obtienen de los comerciantes: por un lado, cuotas de participación política en distintos eventos y actos públicos; por otro lado, cuotas económicas que los trabajadores dan por el acceso al espacio y, periódicamente, por su posesión. Como me explicaba Maya, una comerciante callejera: “Te cobran y una parte se va a la líder, pero también se tiene que mochar con los policías, se tiene que mochar con los de seguridad pública […]”. La intermediación que juegan los líderes para el acceso de los comerciantes al espacio para la venta los coloca en posiciones de dominación.
Esta dominación muchas veces se encuentra revestida afectivamente y se habla de la relación en los terrenos de la solidaridad, el apoyo, los favores, etcétera. Muchos comerciantes reconocen a sus líderes como personas preocupadas por ellos, que desempeñan complicadas gestiones de negociación con las autoridades en favor de las condiciones laborales de los vendedores. Así, entienden la participación política y las cuotas que pagan bajo lógicas de reciprocidad y de economía de favores. Estos significados se estrechan aún más cuando por la mediación de los líderes y sus organizaciones circulan otros recursos, tanto públicos (e.g., programas sociales) como privados (i.e., prestamos, asesorías jurídicas, etcétera) (Alba Vega, 2015: 389-390; Crossa Neil, 2018: 212-213).
Sin embargo, las organizaciones de comerciantes son heterogéneas y no todos los líderes se desenvuelven igual. En las conversaciones con comerciantes callejeros, muchos de los nuevos liderazgos (surgidos tras el fallecimiento de la líder histórica Guillermina Rico en los años noventa) son descritos como unos que no ven la “necesidad” de los trabajadores, sino la persecución de sus intereses políticos y, sobre todo, económicos.
Ahorita mucha gente se pone como líder, pero realmente no funge como tal, nada más ven en sus agremiados el signo de pesos (Alejandra).
De eso también estoy en contra, ¡de los líderes corruptos! ¡Aglomeran comerciantes por la necesidad y se aprovechan de la necesidad de la gente y les cobran cantidades estratosféricas! Por ejemplo, ahora, para la temporada navideña aquí en la calle de Correo Mayor les cobraron 15 000 pesos. O sea, ¡venden las calles! (Esteban).
Ahorita por un pinche lugarcito 20 000 para entrar y diario se pagan 200, ¡ese es un fraude a ojos vistos! ¿Pero qué te queda hacer con tu necesidad? Los 20 000 son de entrada y ya lo demás es pura plaza […] [El líder] te pide más en temporadas, en temporada mi hija paga 30 000 pesos […] (Meche).
Como exponen estas citas, en muchas ocasiones las dimensiones consensuales de la dominación están fisuradas y los comerciantes hablan de sus líderes (o ex líderes) con términos como “mafia”, “vicio”, “avaricia”, “robo”, “desangrar”, “fraude”, “corrupción”. En estos casos, al igual que en lo planteado por Arturo Díaz Cruz (2019b) respecto a Tepito, la relación de subordinación aparece inscrita en lo que se puede entender como reciprocidad negativa asimétrica (Lomnitz, 2005). En múltiples conversaciones y entrevistas, mis interlocutores dejaban ver que no se consideraban en deuda frente a algún favor o don fundamental otorgado por el líder, como base de su relación: por ejemplo, la protección frente a la represión estatal al comercio callejero. En cambio, se consideraban sometidos a una relación extractiva en la que no sólo los agentes estatales, sino también los líderes, se beneficiaban ilegítimamente del producto de su trabajo. Esta relación se encuentra fundada en dos condiciones de desposesión: la prohibición legal del comercio callejero, por un lado, y por el otro, el control de los líderes del espacio público atractivo para la venta.
Los comerciantes no pueden rechazar la protección y las exigencias del líder y, al mismo tiempo, mantener su lugar en la calle eludiendo o negociando por cuenta propia la persecución policial, pues los líderes son en la práctica, aunque no sean quienes la trabajen, los posesionarios de la calle. En otras palabras, como señala un comerciante entrevistado por Rodrigo Meneses Reyes (2011: 181): tienen que “aceptar lo que el monopolio impone”.9 El Chino, por ejemplo, como mencioné, tuvo que subordinarse a la autoridad del líder que controla la zona donde se instaló. Alejandra, para dar otro ejemplo, después de perder su lugar en la calle tras un desalojo de comerciantes, encontró un espacio desocupado en otra calle donde se puso a vender, negociando (y pagando “mordidas”) directamente con los funcionarios de la Territorial, pero fue expulsada a los pocos días por la líder de la zona:
Yo no me di cuenta de cómo se manejaba y llega una persona así, ¡robusta! a amedrentarme por parte de la líder y me dice: “¡Quítate! ¡Si no, ahorita vas a ver!” Me lo dice amenazándome, cuando en realidad no hacía falta. Le digo: “Cálmate, no sabía que estos espacios eran de ustedes, ahorita me quito, y no tienes por qué llegar así”. Me responde: “¡Sí, quítate!”.
En el día a día, el potencial violento que conserva este orden está referido en el cuerpo de los “golpeadores”10 de las organizaciones, así como en anécdotas e historias que corren sobre la reputación del líder y su grupo. No es común que los comerciantes callejeros desafíen abiertamente la dominación espacial en la que están insertos, incluso si el consenso está erosionado. En este sentido, Cristina Oehmichen (2007: 103) señala que los ambulantes estudiados por ella nombraban las cuotas a las que se veían obligados a pagar para trabajar en la calle “cuotas de miedo”. Es decir, “la violencia es una constante, aunque recurrentemente un invisible árbitro de las interacciones” (Coronil y Skurski, 2006: 26). Las palabras de Jaime (habitante de La Merced, que tiene un taller textil en la zona después de haber sido ambulante desde pequeño) expresan con claridad esta situación:
Un líder se escoge solo. Un líder agarra y […] por ejemplo, el que nosotros teníamos, él venía de [un barrio estigmatizado como violento], era un wey pesado. Llega con su gente, y “yo me impongo y a ver, quítame” y “yo empiezo a mandar”, y “yo a ver” y “yo acá”, y “si no te madreamos”, y “si no te pegamos, te picamos, te...”. O sea, un rollo de fuerza. Ellos se convierten en líderes.
Si bien estas violencias están relacionadas con disputas respecto al establecimiento y la conservación del dominio espacial de los líderes, en tanto que el control de este recurso (el espacio) les permite mantener e incrementar el número de trabajadores incorporados a su estructura, a quienes puedan movilizar políticamente y de quienes puedan obtener rentas (con lo que, por una parte, fortalecen su poder de negociación en los conflictos con las autoridades en torno al comercio callejero y, por otra parte, pueden aumentar sus beneficios individuales de acuerdo a sus intereses políticos y económicos), también es cierto que el dominio de los líderes, la vulnerabilidad de los comerciantes y los ejercicios de violencia no pueden ser comprendidos desvinculados de las formas concretas en que el Estado ha administrado la informalidad, su tolerancia y regulación. Es decir, las maneras en las que la informalidad no se encuentra al margen del Estado, sino en sus márgenes, entendiendo margen de acuerdo con Das y Pool (2008), “no tanto como sitio que queda por fuera del estado, sino más bien como ríos que fluyen al interior y a través de su cuerpo”.
Aunque las organizaciones son un recurso de los trabajadores para enfrentar la represión y la expulsión de la calle, con lo que logran contravenir intereses estatales, estas han sido también impulsadas, de forma específica, por los procesos administrativos que gestionan y regulan la informalidad. Tener una organización ha sido una exigencia para acceder a la interlocución con autoridades de gobierno, y los funcionarios y actores políticos reconocen a los líderes como los interlocutores directos y únicos, quienes intermedian en la relación con los vendedores individuales (Cross, 1998; Jaramillo, 2007). Lo último, junto a los contactos y relaciones que en estos procesos de negociación construyen los líderes con distintos agentes políticos y de gobierno, apuntala la verticalidad de su poder frente a los comerciantes individuales. Pero éste se cimienta en dos elementos más. Por un lado, que la “autorización” de espacios para vender que, formal o informalmente, reciben las organizaciones de los funcionarios, no suele reconocer a los comerciantes individuales específicos, y es el líder quien dispone el acceso y distribución de los lugares. Como muestra John Cross (1998: 140-141, 152-154), cuando comerciantes individuales que ocupan espacios de una organización han tenido desavenencias con el líder y llegan a presentar su controversia con autoridades públicas para su resolución, estas suelen decantarse en favor del líder, reconociendo que es la organización quien detenta el “permiso” y no los comerciantes individuales, o señalan que no pueden intervenir en asuntos internos de la organización. Por otro lado, pero ligado a lo anterior, los funcionarios gubernamentales delegan en los líderes, a quienes reconocen como autoridad, y como una de las condicionantes a la “tolerancia” que recibe su organización, la responsabilidad de imponer orden y control sobre los espacios de trabajo concedidos y sobre los comerciantes que los ocupan. Esto implica que los líderes deben encargarse de vigilar que los puestos cumplan con distintas medidas y disposiciones, que se respeten los horarios y días de trabajo, que se dé cierto mantenimiento y cuidado al espacio físico donde se ubican, pero también que no se ocupen ciertas áreas e incluso que se establezcan condiciones de seguridad en el espacio público (Meneses Reyes, 2011: 210). Si bien se puede persuadir por otras vías, como a menudo ocurre, lograr cumplir con lo anterior supone tácitamente un uso de violencias para sancionar las “infracciones” (Jaramillo, 2007), al menos como potencialidad, es decir, como amenaza. Como en otro tipo de mediadores y actores, los líderes del comercio callejero “representan simultáneamente el desvanecimiento de la jurisdicción estatal y su continua refundación” (Das y Poole, 2008: 30).
“¡Se unió la maldad…!” La extorsión y los nuevos actores
¡Se unió la maldad en La Merced! Está pasando aquí, en la otra plaza (¡aunque ahí cobran más!), está pasando en toda la zona. No sé si te enteraste de que afuera del Mercado de Flores mataron a un señor; no tiene mucho. ¡Mataron a un señor que no quiso entrarle a la extorsión! (Jimena).
Con estas palabras, Jimena me describía la situación de La Merced en 2019, un día que fui a visitarla a su local después de varios meses sin vernos. En sus palabras, se hace evidente una transformación significativa, a niveles inusitados, de las condiciones de violencia en el lugar que es descrita llana y crudamente como “la unión de la maldad” y que se encuentra vinculada con el cobro de extorsión, asociado a la irrupción contemporánea del crimen organizado en la zona (como ha sucedido en otras partes de la ciudad y el país) y su violencia homicida.
En los últimos años, muchos de los trabajadores del lugar se han visto sujetos a pagar cuotas periódicas a actores criminales bajo la amenaza de sufrir daños en sus personas o negocios. Así, por ejemplo, le sucedió a Luz, una vendedora callejera de sopes y quesadillas que, por una serie de circunstancias comunes en La Merced, en la convergencia entre solidaridad y oportunidad, interés y afectos, terminó siendo posesionaria de un local establecido en una de las calles principales. Luz vendía en la calle hasta que un locatario le ofreció meterse a su local para vender. Esto le evitaba a Luz una gran cantidad de inconvenientes vinculados con el comercio callejero, al mismo tiempo que el locatario se beneficiaba de la popularidad del puesto de Luz para su propio negocio. La relación duró varios años. El locatario enfermó de cáncer y Luz se encargó de ambos negocios hasta que el locatario falleció y le dejó el local a Luz. Ella siguió trabajando ahí durante casi una década. En 2016 o 2017 llegaron algunas personas al local a intimidarla, afirmaban que Luz no era la propietaria, pero que si se arreglaban económicamente no habría problema. Luz los rechazó. Fueron un par de veces más. Finalmente, a inicios de 2018, muchos chavos, “¡pero malandros!”, empezaron a reunirse a fuera del local de forma extraña, con “cadenas, palos, ¡feo!, la verdad”. Una hija de Luz llamó a un “poli” que luego anda rondando por la zona y del que tenía el contacto. Decidieron cerrar el local, pero los jóvenes se lo impidieron y entraron para saquearlo y destruirlo. El policía llegó, pero no logró hacer nada más que solicitar a los chavos que detuvieran la agresión, hasta que a él mismo lo golpearon con un tubo. En medio del saqueo, Luz y sus hijas decidieron abandonar el local y se fueron con el policía a la Alcaldía. Sin embargo, ahí, miembros de una familia de líderes que tienen una reputación de estar asociados con una violenta y poderosa organización criminal encontraron a Luz. Ella cuenta que la amenazaron con lastimar a sus hijas si no dejaba el local “por las buenas”. El que la hayan interceptado en las puertas de la explanada de la Alcaldía significó para ella que actuaban en colusión con autoridades locales. Así, dejó el inmueble. Hasta la fecha éste se encuentra cerrado. “No sé cuál era el fin; no sé cuál era el uso”, me comentaba Fátima, una de las hijas:
No sé si el fin era… la manera de entrar a la zona para aterrorizar… porque después de eso, fue lo que pasó… fue como que el punto de que… el ejemplo, ¿no? De que si no cedes al… dinero que te pido semanal, mensual, diariamente…te puede pasar esto, […] ya, nos empezamos a enterar que ya… más locatarios y todo eso, eran víctimas de extorsión; pero agarraban a mi mamá de ejemplo, ¿no? O sea, “si no cooperas, te va a pasar como a la señora Luz”. Entonces, pues como que no les quedaba de otra, ¿no? Incluso, como a los meses […] estuvimos un tiempo afuera con mercancía; después nos rentaron una bodega más adelante; se volvió a establecer mi mamá… y como al mes que se establece, llegan pidiéndole, ¿no?, que tenía que dar tanto… para que no la molestaran…
La experiencia de Luz y la reflexión de Fátima ilustran lo que hemos estado viendo a lo largo de este artículo: la violencia no puede entenderse ni como un acto singular, ni sujeto a estructuras diádicas. Como señalan Ingo W. Schröder y Bettina E. Schmidt (2001: 6), “la violencia como un espectáculo [performance] extiende su eficacia sobre el espacio y el tiempo llevando su mensaje claramente a través de una amplia mayoría de gente que no es afectada físicamente por ella”. Como lo plantea Fátima, el despojo del que fue víctima Luz no agotó la potencia de la violencia que lo hizo posible; en cambio, su despliegue espectacular hace visible un potencial violento que permite al grupo que lo detenta extender su poder, estableciendo un orden de las relaciones extorsivas en el tiempo, pero también en el espacio, sobre otros actores del vecindario.
De cualquier manera, la extorsión en el lugar no deja de ser una realidad difusa en múltiples sentidos, y no sólo por el silencio que produce el miedo. Por una parte, estas relaciones no se han expandido de forma homogénea. Por otra parte, la identidad de los extorsionadores y, por lo mismo, el potencial violento que los respalda es opaco: ¿cuál es su vinculación en redes sociales del vecindario?, ¿cuál es su inscripción o no en grupos de delincuencia organizada?, ¿cuáles son su relación y su complicidad con agentes estatales?, ¿en quién se puede confiar?, etcétera. A la sombra de las relaciones de extorsión establecidas por actores vinculados con grupos del crimen organizado conocidos, así como de otros grupos criminales locales, otros actores del vecindario (ladrones, comerciantes, líderes, policías) han aprovechado para establecer relaciones extorsivas adscribiéndose a una asociación criminal y, con ello, a una reputación violenta que no necesariamente poseen. El carácter espectral de la extorsión se establece también porque su “conocimiento” se encuentra configurado por una maraña amorfa de historias, rumores, fabulaciones y ficciones, lo que crea una realidad incierta, fantasmal y atemorizante. Finalmente, bajo el acecho de la extorsión, distintos actores, como líderes del comercio y “administradores” de plazas comerciales, pero también policías, exigen un nuevo cobro obligatorio de cuotas para “protección”. Este nuevo rubro de exacción se suele entender, por los comerciantes, como una situación en la que, de hecho, están siendo también extorsionados.
Reflexiones finales
En la actualidad, para exponer y explicar el sufrimiento y las condiciones de injusticia asociadas a la marginalidad urbana latinoamericana, junto a variables tradicionales como los ingresos, el consumo, la vivienda y la educación, entre otras, se ha vuelto imprescindible analizar la exposición a violencias (Kilansky y Auyero, 2015: 13). Este artículo contribuye a esta línea de indagación urgente analizando dinámicas de violencia en un centro de comercio popular, un tipo de espacio que, pese a su relevancia para la reproducción social en las ciudades de la región, ha recibido poca atención.
Desde la perspectiva de comerciantes de La Merced, vimos la forma en que, en un contexto de privación material y desprotección institucional, distintos actores movilizan violencias como un recurso a través del cual se busca establecer ciertos micro-órdenes socioespaciales, fundando o conservando dominios sobre el espacio a través de los cuales se accede a ingresos. Las diferentes dinámicas de violencia analizadas dan cuenta de las situaciones de vulnerabilidad y marginalidad en que se encuentran muchos de los comerciantes. Su experiencia implica condiciones de precariedad y una estructura de oportunidades sumamente restringida, por lo que acceder o conservar las condiciones de ingresos en esta importante centralidad urbana (y metropolitana) resulta fundamental, aun si ello involucra participar en disputas violentas para protegerlas, o aceptar estar inscrito en condiciones de explotación sostenidas con violencia.
El análisis presentado muestra una situación compleja y heterogénea. En primer lugar, si bien existe cierta continuidad y permanencia temporal en algunas de las violencias analizadas, éstas tienen lugar en configuraciones históricas particulares, que responden a diferentes procesos y dinámicas relacionales que se transforman en el tiempo (e.g., la fragmentación y la transformación en las características de los liderazgos del comercio callejero en la segunda mitad de los años noventa, y el surgimiento reciente de grupos vinculados con el crimen organizado y el crecimiento de la extorsión).
En segundo lugar, si bien mostré una dispersión del uso de violencia entre diferentes actores del lugar como un recurso histórica y culturalmente incorporado para resolver problemas, no obstante, no sólo destaqué que el uso de violencia como un recurso no se encuentra homogéneamente extendido, además mostré que quienes recurren a este medio no comparten un único “saber-hacer”, sino que éste es marcadamente desigual en sus formas y despliegues, lo que se relaciona de manera fundamental con diferentes disposiciones morales en torno a los valores que definen y limitan el ejercicio de violencias y su brutalidad. Así, si algunos comerciantes recurren a amenazas o golpes para establecer ciertas condiciones de seguridad respecto a sus condiciones de trabajo, al mismo tiempo sus usos de violencia resultan limitados para protegerse de la dominación establecida por otros actores que hacen uso de magnitudes de violencia que los comerciantes no pueden desafiar.
En tercer lugar, el hecho de que usos de violencias no-estatales funcionen para fundar o conservar (de forma difusa y fragmentaria) ciertos órdenes de distribución de espacios, actividades y relaciones entre actores, nos obliga a preguntarnos por el Estado (Cravino, 2016; Wacquant, 2004). Los materiales expuestos y el análisis realizado muestran que esta relación es particularmente intrincada y contradictoria. Por una parte, las condiciones de informalidad en que se encuentran muchos de los comerciantes limita su acceso a distintos recursos legales para protegerse o resolver conflictos, lo que los coloca en una situación más precaria frente a los intereses de otros actores (no-estatales y estatales). Sin embargo, como mostré, las dinámicas de violencia no se dan al margen del Estado, sino más bien dentro de sus márgenes; es decir, en la mixtura de las formas específicas en que regula y organiza la informalidad. Paralelamente existen otras dimensiones de desprotección por la institucionalidad estatal que son más extendidas entre los diversos comerciantes, aunque tampoco uniformes, y desguarecen no sólo a los comerciantes callejeros (“informales”) sino también a los de mercados y plazas comerciales establecidos. Así, los comerciantes se han encontrado expuestos, de forma persistente en el tiempo, a una criminalidad menor y, en los últimos años, a despojos y extorsión vinculados con el espectro del crimen organizado. Es importante resaltar, como se evidencia en múltiples casos (i.e., Jimena, Roberto, Luz), que los comerciantes sí recurren continuamente a instituciones estatales (e.g., policías, jueces y encargados de la regulación del espacio público) para resolver sus problemas; sin embargo, las experiencias analizadas dan cuenta de los límites y las contradicciones del Estado para establecer condiciones de seguridad, no sólo como resultado de la incompetencia o impotencia de las autoridades, también por la forma en la que el Estado y sus agentes están imbricados en las dinámicas de violencia y criminalidad.