Introducción
La semiótica, disciplina de referencia en las Ciencias Sociales durante los años sesenta y setenta del siglo pasado, ha visto cómo en los últimos años su papel ha quedado algo más relegado, y con ello su peso académico, desde finales de siglo, en parte por agentes externos (la importancia que adquiría el llamado postestructuralismo y derivados) y, en parte también, por agentes internos (cierto hermetismo en lo conceptual que impidió la aplicación de muchos de sus postulados a buena parte de la praxis comunicativa que acontecía por los inicios de los 2000). Este debilitamiento, como es sabido, no se dio de igual forma en todos los países europeos y americanos, pues aún goza de buena salud en Italia y, aunque con matices, también en Francia, pero en España e Iberoamérica fue perdiendo peso de forma manifiesta en los primeros compases del siglo XXI, siglo que se está caracterizando por su profunda inestabilidad política y social (valgan como simples ejemplos el atentado de las Torres Gemelas de 2001, la crisis financiera de 2008, varias guerras de bloques oriente-occidente, el cambio de ciclo político latinoamericano y la crisis de la COVID-19 en 2020-2021), que cristalizan en la construcción de una nueva realidad: espectaculares avances científicos y tecnológicos, junto a una nueva aritmética entre los actores de la política internacional, con consecuencias sociales impredecibles.
Todo ello se traduce -y trasluce- en el mundo de los signos y los símbolos de nuestra era en la producción de contenidos (que es ya marcadamente digital), transformando la comunicación y tamizando, con el medio de la pantalla, todo discurso y mensaje humano. Por ello, buena parte de las nuevas dinámicas disruptivas en la comunicación personal e institucional, y muy especialmente aquella cuyo medio es el tecnológico aplicado al audiovisual, precisan de una actualización del marco metodológico, conceptual y terminológico. A nuestro juicio, se trata de un terreno donde la semiótica debe tener, y tiene, de nuevo mucho que decir. No se trataría tanto de una semiótica tradicional, sino de una herramienta cambiante y adaptable al servicio de la interpretación de la realidad.
Por tanto, el presente trabajo se propone un acercamiento desde la semiótica transdiscursiva a la compleja maquinaria del nuevo cine en la era multipantalla, especialmente en un contexto en que, debido a la pandemia por COVID-19, se ha prohibido prácticamente en todos los países, y durante buena parte del 2020 y lo que llevamos del 2021, acudir a las salas de cine. En ese contexto en que la vida, el ocio y cualquier dimensión comunicativa pasa de forma casi exclusiva por la pantalla, la semiótica transdiscursiva se torna una herramienta desencriptadora de primer orden.
El estado de la cuestión trata de construir de forma sólida el andamiaje entre cine y semiótica, y ha sido especialmente útil los trabajos que en los últimos años han reflexionando sobre las diferentes esferas de reformulación ontológica del cine.
Nuestra propuesta metodológica, por tanto, no es ya la de una semiótica puramente procedimental, formal y funcional, pues, como todo discurso remite a otros discursos (e interactúan entre sí), será esa dimensión de la hibridación discursiva la que producirá en última instancia la semiosis, situándola en las dinámicas mismas de la significación (procesos) y de los significados (productos).
El análisis ha permitido comprobar cómo la semiótica transdiscursiva puede y debe, en tanto instrumento, ser capaz de hacerse todas las preguntas para reflexionar sobre todo tipo de implicaciones (políticas, económicas, racionales, emocionales, culturales, educativas, etc.) desde la perspectiva del análisis visual como producción de significado en nuestros días. En su aplicación al nuevo cine de la era multipantalla, nos permite diseccionar el más importante mecanismo de creación de imaginarios de significación que dotan de sentido a las implicaciones a las que hemos hecho mención antes, a través de las omnipresentes pantallas, generando con ellas un nuevo tipo de espectador para un nuevo tipo de sociedad que recién se abre paso en estos días.
La semiótica y el cine. Principios teóricos y estado de la cuestión
La vinculación entre cine y semiótica es longeva -teniendo en cuenta la corta vida del medio- y está compuesta por varias obras de primer orden que han ido reformulando su ontología (la del cine) al tiempo que este iba también evolucionando. Tras una etapa inicial que Burch (1987) llamará “etapa de plenitud del Modo de Representación Primitivo” (p. 33), serán los teóricos soviéticos los primeros en abordar buena parte de los límites y posibilidades del nuevo cine: esa dicotomía entre un cine artístico (platónico) propio del “montaje poético”, como lo llamará Eisenstein (1928/2003) y que, al menos parcialmente, enlazará con el expresionismo alemán de la época de entreguerras (Román, 2004). A ello se opone una cierta visión realista (aristotélica) encarnada en los soviéticos Jutkevitch y Kozintzev, principalmente (Leyda, 1965, p. 183).
Tras estos debates, ya en plena reconstrucción del proyecto euro-occidental de la Europa de postguerra, se produce un trabajo sólido de andamiaje teórico desde la semiótica en torno a la cinematografía por parte de Metz (1971), que entiende el cine como un lenguaje (abierto a múltiples lecturas lingüísticas). La doble articulación del lenguaje, teorizada por Martinet (1936/1992), consistente en una serie de fonemas finitos que dan lugar, primero, a un número finito pero muy alto de palabras que, a su vez, combinadas entre sí generan, en segundo lugar, un número infinito de mensajes, no es fácilmente trasportable a la lógica visual, donde el concepto de frame (fotografía fija) no es equiparable al de fonema. Pero tampoco es esta una afirmación totalizadora, pues, si bien es cierto que todos los fonemas están claramente delimitados en una palabra y todas las palabras de una lengua están delimitadas dentro de la estructura que es la lengua e, incluso, estando también claramente descritos los procesos lingüísticos por los que una lengua adquiere préstamos o elabora neologismos, sin embargo, todo este aparataje lingüístico es matizado y completado por una suerte de nuevas ramas extralingüísticas que, justo en aquellos tiempos, comenzaban a proliferar: la proxémica y la quinética, insertas en el estudio de la comunicación no verbal, que completan, desde un punto de vista externo a lo estrictamente verbal, el funcionamiento de la comunicación lingüística y que serán, además de muy importantes para la lengua, vitales para el lenguaje cinematográfico (serán, a la postre, la base del trabajo actoral, de la narratología, del análisis visual, etc.).
Uno de los continuadores teóricos de esa visión lingüística de Metz es Bazin (1958), quien, a su vez, como crítico y teórico del cine que era, enlaza con una idea de vanguardia que llevarán a cabo los franceses de la Nouvelle Vague, agrupados en torno a Cahiers du Cinéma: Truffaut, Godard, Rivette, Rohmer, y que tendrá ramificaciones italianas con el boloñés Pier Paolo Passolini. Esta teoría será matizada por Kracauer en El ornamento de la masa (1963/2009). En ese mismo año, 1963, aparece Estética y psicología del cine, de Mitry, una obra de gran calado, pues vincula el cine no tanto a una concepción lingüística, sino a un código artístico y su nexo con otras ramas de la creación. Pero lo verdaderamente transcendente es que es uno de los primeros autores que reflexionará profundamente sobre el papel del receptor en el sistema comunicativo cinematográfico. En ello, a su vez, ahondará Barthes (1992), quien hace pivotar el cine y la fotografía en torno a la literatura, y lo hace reflexionando sobre el papel de la narración, reposicionando las tres disciplinas en torno al concepto de estilo, analizado por la semiótica y dispuesto por la auctoritas:
Entre los autores que contemporáneamente han tratado el tema del estilo se cuenta, en distintas etapas de su obra, Roland Barthes. A partir de sus textos de juventud -como “El mundo objeto”, referido a la pintura flamenca del siglo XVII- Barthes va incorporando en algunos de sus trabajos las perspectivas semióticas y psicoanalíticas contemporáneas a la determinación de estilos individuales y de época (Steimberg, 1998/2013, p. 63).
En realidad, la noción de estilo no está exenta de un aparataje decodificador que, como diría Jauss (1967/2013), vincula una obra con otras obras de un autor y estas, a su vez, con otras obras de una escuela o movimiento, compartiendo entre sí ciertos rasgos y particularidades: todo ello interpretable por el receptor en el horizonte de expectativas.
Un hito especial será la propuesta analítica cinematográfica de los semióticos italianos Casetti y Di Chio en Cómo analizar un film (1990), así como la aportación de Bettetini aplicándola al simulacro en La simulazione visiva (1991), y la nueva semiótica francesa (Gaudreault, El relato cinematográfico, 1995). A la escuela boloñesa se deben buena parte de los postulados teóricos que, al menos parcialmente, siguen vigentes hoy en día. Bajo el indiscutible liderazgo de Eco (1984, 1997, 2003, 2006, 2007), han seguido su legado muchos investigadores, pero son especialmente destacables para nuestra propuesta los trabajos de las profesoras de la Universidad de Bologna, Demaria (2006), Lorusso (2010, 2020) y Violi (2017), entre otros. En el ámbito de aplicación específica al cine es relevante el trabajo de los también boloñeses Dusi (2015) y Polidoro (2008).
Por último, en los últimos años, los cambios tecnológicos (sobre todo en lo que tienen que ver con el abaratamiento de medios de producción fílmica) y los cambios en el consumo del cine han sido de una profundidad inaudita y han propiciado una mutación más profunda de lo que en su día supuso la llegada del cine a color, o con sonido, visible en el ámbito cinematográfico tanto en productos de ficción como documental periodístico y televisivos (Blanco Pérez, 2020a, 2020c). Todo ello da lugar a discursos hibridados que han sido detalladamente analizados en los últimos años por autores españoles de relevancia internacional, tales como Cerdán (2011), Carrera y Talens (2018) o Torreiro (2011):
Estas zonas de interferencias que se han ido creando en los últimos años significan la apertura de nuevos paradigmas en la forma y función de los discursos de la imagen, así como de nuevos modelos de representación que sugieren un gran impulso de nuevas prácticas (Sucari, 2012, p. 16)
Sin embargo, la llegada de las plataformas digitales (Netflix llega a España en 2015, pero alcanza su mayor difusión en los últimos dos ejercicios), sumado a la irrupción de otras plataformas con similar modelo de negocio (Movistar+, HBOplus, Disney+, Filmin, Apple TV, etc.), pero, especialmente, la irrupción de la COVID-19 y con ella, la prohibición de acudir al cine físico durante muchos meses de los años 2020 y 2021 en todo el mundo, han generado no pocos interrogantes sobre la propia ontología del cine actual. Será precisamente en ese tablero nuevo de juego donde la semiótica transdiscursiva, como metodología de análisis de significados de ese nuevo mundo fílmico, tenga mucho qué decir en el estudio de cómo se ha ido articulando de sentidos el nuevo cine (tanto ficción como no ficción) en la era multipantalla.
Metodología. Teoría del Emplazamiento/Desplazamiento: una propuesta analítica desde la semiótica transdiscursiva para el cine digital en la era de las multipantallas
Partimos de la consideración de la semiótica como una disciplina con vocación metodológica, que aúna la teoría con la praxis. Es decir, que por un lado busca explicar, desde lo comunicativo, cómo funciona cualquier sistema de signos y, por otro, posee una dimensión práctica (esto es: de aplicación de esa teoría en el análisis de cómo funcionan esas dinámicas generadoras de sentido).
La semiótica transdiscursiva encuentra un campo de aplicación propicio en las imágenes de todo tipo, aunque nosotros nos centraremos en las imágenes cinematográficas. Al ser estas en 2D, aun cuando poseen simulacro de tridimensionalidad, Santos Zunzunegui (1995) la llamará semiótica planaria (como oposición a la semiótica del espacio, que se encargará de productos tridimensionales como los escultóricos, arquitectónicos, etc.). El fenómeno de la semiosis, el proceso por el que “algo significa algo para alguien”, conlleva la necesaria participación de un receptor que será el decodificador de sentido. El semiótico norteamericano Morris (1938) distinguirá el vehículo sígnico (signo), el designatum (lo designado), los interpretantes (consideraciones del intérprete) y el intérprete que decodifica. Estos tres elementos (más el receptor que decodifica) compondrán el marco de un sistema de códigos llamado lenguaje. Pero la semiosis es también el principal objeto de estudios de la semiótica social, una rama de concreción procedimental analítica que parte de una base sencilla: dado que, en todo tipo de sociedades humanas, a lo largo de la historia, se han construido mensajes mediante diferentes ramas comunicativas, analizar su producción de sentido es, también, analizar el mundo en que se produjeron (Hodge & Kress, 1995). Dicho de otro modo: “analizando productos apuntamos a procesos” (Verón, 1987, p. 124).
La Teoría del Emplazamiento/Desplazamiento parte de la semiótica transdiscursiva (y la narrativa postestructural) y fue formulada por Vázquez Medel (2003) en la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla en los años noventa del siglo pasado. Desde entonces, ha ido enriqueciéndose con aportaciones desde ramas diversas, pues todo intento de aproximación a los sentidos construidos a través de propuestas estéticas/artísticas requiere de miradas interdisciplinares y poliédricas.
Vinculado al pensamiento crítico, y con numerosas fuentes como la sociología del conocimiento de Berger & Luckmann o la neohermenéutica de Gadamer, parte del enfoque constructivista en psicología cognitiva y evolutiva de Piaget y la teoría sobre el conocimiento complejo de Morin, así como su visión antropológica del mundo. También tiene como fuente el trabajo de Trías y su lógica del límite y la razón fronteriza. Tampoco podemos obviar el discurso postfeminista, más vigente que nunca en el siglo XXI, que, a nuestro juicio, se nos presenta sobre una realidad abierta, policultural, digitalizada y uberizada.2
Por todo ello, esta rama de la semiótica es, a nuestro juicio, una muy útil herramienta para “desencriptar” el mundo que nos rodea desde una perspectiva social y humanista, partiendo del actual conocimiento científico y tecnológico, pues completa a otras teorías y edifica una mirada inserta en una teoría global transversal para una mejor comprensión de la realidad comunicativa y de la dinámica de la significación. El semiótico mexicano Vidales Gonzáles (2009) sostendrá que la semiótica “emerge como un aparato riguroso para la producción de sistemas conceptuales, de modelos y de principios teóricos sobre casi cualquier clase de objetos de estudio, de hecho también posibilita su construcción” (p. 63).
En el cambio de siglo, impresionado por los atentados de las Torres Gemelas neoyorkinas, Baudrillard (2002) escribió que “los acontecimientos reales ni siquiera tendrán tiempo para ocurrir. Todo será precedido por su realización virtual” (p. 58). El referente y la cristalización del mismo se volatilizan al mismo tiempo que se volatilizaba el mundo que los había construido veinte años antes: nunca hubo una explicación más gráfica para la noción de simulacro. Pero este concepto, al menos parcialmente, ya había sido formulado por Benjamin, quien entiende que la reproductividad puede desproveer a la obra de arte de aura, y avanza que la sociedad industrial ya va a amplificar el mecanismo de producción y reproducción de iconografía masiva en una suerte de proliferación de simulacros: “La obra de arte aurática, en la que prevalece el ‘valor para el culto’, solo puede ser una obra auténtica; no admite copia alguna de sí misma. Toda reproducción de ella es una profanación” (Benjamin, 1930/2008, p. 16).
En el simulacro existe una dinámica de la ocultación de la referencialidad que nos conecta con el entorno simbólico-social, y nos insertará en lo que Echeverría (2003) llamará el “tercer entorno”:
Las TIC generan un nuevo espacio social (el espacio electrónico, o tercer entorno) en el que puede llegar a formarse y desarrollarse una nueva modalidad de sociedad, la sociedad de la información y, para algunos, de la información y del conocimiento (p. 163).
El espectador queda así, por tanto, emplazado en una suerte de entramado mediático en que el tercer entorno va a tamizarlo todo. Ese mensaje filtrado a través del medio es el que provoca la interpretación en clave personal del receptor, siempre de acuerdo con su propio aparataje de análisis crítico e iconográfico.
Sin duda, el espectador es capaz de captar mensajes que ni el propio autor del film ha pensado. Será uno de los resortes operativos semióticos que, a modo de máquina de desencriptar iconografía, funciona en cada espectador y que está manchada de la vida de este: no asimila la información de manera unívoca, sino que, por el contrario, la completa y la enriquece con lecturas múltiples de una misma obra fílmica que no hacen sino actualizar y encajar en la propia gramática histórica del tiempo actual una narración atemporal. Del mismo modo que cada capítulo de El Quijote tiene una rabiosa actualidad, cada film, a su vez, con el concurso del receptor juega un nuevo proceso de actualización. Eco dirá de manera recurrente: “ci sono tanti libri come lettori”.3
Anatomía del cine/postcine en la era de la multipantalla
El evento cinematográfico como simulacro: géneros y relato
Aunque el cine nace como intento de imitación de la realidad (como ya le pasó pocos años antes a la propia fotografía, que imitaba a la pintura), pronto Metz (1971) empieza a vertebrar una idea del cine como relato. Si nos atenemos a la definición de relato que nos aporta Gaudreault (1995), la catalogación queda meridianamente clara: “1. Un relato tiene un inicio y un final. 2. Un relato es una secuencia doblemente temporal. 3. Toda narración es un discurso. 4. La percepción del relato “irrealiza” la cosa narrada. 5. Un relato es un conjunto de acontecimientos” (p. 27).
Esa noción de relato, tradicionalmente definida por los estudios filológicos, se aplica al audiovisual sumada a una suerte de clasificación por géneros, “sin duda, muchas de las afirmaciones sobre géneros cinematográficos son meros préstamos tomados de una larga tradición de crítica de los géneros literarios” (Altman, 2000, p. 33).
Spang (2005) emplea cinco niveles al clasificar los géneros literarios, pero no bastan para los géneros cinematográficos. Por regla general, esa lógica pentapartita necesita de una actualización que realice un trasvase de los géneros literarios al audiovisual actual y matice algunas de las divergencias compartimentales fruto de esa aplicación. Por último, empezamos ya a calibrar el peso de la irrupción de la realidad multipantalla en los últimos cinco años (Marcos, 2015), haciendo aún más sugerente este debate al mostrar una realidad cinematográfica fragmentada, inédita. La llegada de las producciones de las nuevas plataformas ha supuesto un giro de inflexión: Netflix, HBO, Filmin, Amazon Prime, Movistar+, Disney+, Apple TV, etc. ya eran responsables de la articulación de un nuevo entorno fílmico. Pero el escenario sufrió un súbito revulsivo debido a la nueva realidad por la COVID-19, especialmente en el momento de máximo confinamiento de la población en la primavera del 2020, en que el uso de dichas plataformas se multiplicó exponencialmente (Prieto, 2020). Por ello, debemos abordar una serie de preguntas en las que tendremos ocasión de profundizar en el presente trabajo, pues se hace necesario recalcular la ontología del cine, adaptarlo en reformulaciones más ambiciosas que exceden, con mucho, la vieja lógica del emplazamiento físico, para llegar a un concepto mucho más representativo. Será:
El de “efecto referencial”, que resulta útil como instrumento analítico. Y tiene que ver con la mencionada institucionalización de modalidades de recepción para las diversas tipologías de relato que configuran lo que podemos denominar el Occidente del sentido (Carrera & Talens, 2018, p. 50).
Niveles plécticos en el emplazamiento del espectador
De la raíz [-plat] del indoeuropeo proceden los términos “plazo” (tiempo) y “plaza” (lugar) -el ser humano es mundo y está en el mundo-. Pero la raíz [-plat] también genera otro léxico vinculado, en este caso, a la dimensión natural biológica, pues el plexo, en su significado recogido en el Diccionario de la Lengua Española es una “red formada por varios filamentos nerviosos y vasculares entrelazados”. Pero esa definición intra puede ser también aplicada en términos extra, pues, en realidad, esa conexión de redes biológicas internas (nerviosas, neuronales, etc.) no deja de ser sino el reflejo de una estructura biológica más amplia aún, la red neuronal, y aún más: las constelaciones en que se inserta nuestro mundo. Es decir, el ser humano ha sabido trascender ese ecosistema de biología natural y aplicarlo a un ecosistema mental. Nuestras mentes son sociales y funcionan en equilibrio dinámico, esto es: adaptable y cambiable. Así, la pléctica de la biología orgánica sería la capacidad de analizar a todas las especies como realidades que interactúan con muchos otros elementos vivos o inertes. Pero la especie humana ha demostrado sobradamente haber trascendido (y, por tanto, superado) su propio plexo (en tanto pliegue) hace ya mucho tiempo. Siguiendo la raíz etimológica, el humano ha trascendido su “plazo” (tiempo) y “plaza” (lugar) para ser capaz de plegarse, desplegarse y replegarse. Por ello, ha aprendido a interactuar con los demás, generando intervalos dinámicos y cambiantes. La semiótica transdiscursiva nos permitirá, por tanto, analizar los hechos (y muy específicamente los cinematográficos) no solo como un elemento per se, sino al revés, como partes desgajadas constituyentes de un todo que lo dote de significado pleno.
Del mismo modo que una mirada al microscopio de un rollo de celuloide (o película de 35mm cinematográfica) permite un entendimiento “orgánico” de los procesos tradicionales de rodaje en cine analógico (revelado, fijado, positivado, exposimetría, colorimetría, virajes, etc.), por oposición, podemos entender lo que de inorgánico tienen los códigos binarios de los archivos de película de cine digital en la era de la multipantalla. Y, en ese caso, la semiótica, y muy especialmente en su rama biosemiótica, conecta todas esas ramas de significación, en ocasiones opuestas entre sí, permitiendo un acercamiento poliédrico, de ópticas diversas -desde lo micro a lo macro, combinadas entre sí- a esta nueva realidad social y fílmica productora de significados:
Estamos frente a un momento muy importante de nuestro campo de conocimiento, dado que tenemos por primera vez la posibilidad no solo de reescribir la historia intelectual de nuestro campo desde nuestros propios contextos socioculturales, sino que podemos ahora pasar de ser espectadores a protagonistas de esos recuentos históricos (Vidales Gonzáles, 2017, p. 64).
El cine establece una unión del receptor con la obra que, por su intensidad y brevedad, apenas dura una o dos horas (o más si se trata de una serie), tras las cuales el receptor destilará y aprehenderá lo visto, pero cuya duración -en tanto obra expuesta- ya ha terminado per se. Morin (1972) hablaba del cine como un “sistema que tiende a integrar al espectador en el flujo del film” (p. 101). El propio Murch (2003) conectaría ese razonamiento de la experiencia cinematográfica con el substrato sociocultural de la misma, en lo que él define como:
Una recreación en términos modernos de esa práctica secular de contar historias en comunidad, salvo que las llamas de la hoguera primitiva han sido reemplazadas por imágenes cambiantes que están relatando la historia. Imágenes que bailan del mismo modo cada vez que se proyecta la película, pero que alumbran sueños diferentes en la mente de cada espectador (Murch, 2003, p. 172).
En 2009, cuando el advenimiento del cine digital era ya imparable y las salas de todo el mundo estaban deshaciéndose de sus viejos proyectores de película analógica para instalar los modernos DCP digitales, Lipovetsky y Serroy (2009) intelectualizaban -de acuerdo con toda su producción científica previa- sobre esa “invasión” de las multipantallas, que ellos llaman “sociedad de la pantallocracia”. En esta obra, un lustro antes del advenimiento de Netflix, teorizaban la dominación de la “pantallaesfera” en nuestras vidas como discurso imperante de las tecnociencias y concluían que, lejos de significar la muerte del cine (ese acto litúrgico en que se narra al calor de una pantalla oscura y en sociedad), este no solo no ha muerto, sino que con su vida digital 3.0 ha resurgido. Ellos consideran los dispositivos móviles una nueva vida del cine (no en vano, cada vez surgen más festivales internacionales de cine grabado y editado únicamente con smartphones). El acto de la “experiencia cinematográfica”, según esta teoría, no solo no va a morir con la caída de las salas generalistas, sino que se amplificará con una multitud de pequeñas pantallas digitales insertas en todo tipo de dispositivos, en la práctica haciéndolo compatible con cualquier actividad de la vida.
También lo hará el pacto de veridición: ponemos en manos del director del film (último responsable del discurso de dicha película) la capacidad de decidir por nosotros los estímulos auditivos y visuales. Hay también una dimensión sonora del acto cinematográfico: si se usan los auriculares se dan muchas semejanzas auditivas de aislamiento y capacidad del detalle con respecto al cine en sala. Pero la diferencia radical, en cambio, será la pantalla, que ya no es una ventana de tamaños colosales donde se despliega una trama que percibimos, además, en plena oscuridad y con dedicación plena. Ahora, la pantalla se vuelve pequeña, versátil, cabe en la palma de la mano y se desplaza en nuestros bolsillos. Cohabita con las diferencias luminosas de los vagones del metro, los autobuses, las estaciones o las diferentes dependencias de los edificios. Además, ni siquiera esa pequeña pantalla es exclusiva, ya que, a menudo, la propia pantalla se interrumpe en su transcurso con las llamadas o con cada mensaje instantáneo que nos envían desde las redes sociales. Por tanto, el emplazamiento primero pasa de ser característicamente exclusivo a ser de dedicación compartida, cuando no subyacente o como actividad paralela a otras.
Hay un segundo nivel pléctico, que viene dado por la propia naturaleza del film en tanto tejido audiovisual que narra una historia: los actantes. Al fin y al cabo, el cine es algo parecido a probarse otras vidas, y el receptor inevitablemente fantasea con el hecho de ser quien no es. Este desvío y extrañamiento de lo cotidiano es lo que proporciona al receptor el que encuentre “a cada momento del relato su lugar adecuado” (Zunzunegui, 1995, p. 151). Se establece una unión mucho más profunda que la meramente contemplativa, ya que, en última instancia, la relación que se establece es de tipo psicológico, por ello ese personaje puede no ser siquiera humano. A menudo sucede que en algunos films el decorado mismo o un pueblo son el personaje principal: no se trata tanto del protagonismo coral como del vínculo sentimental entre el espectador y lo que la mente de este sea capaz de proyectar evocado por el propio film. Será lo que Zumalde Arregui (2006) llame “transnotación” (p. 24), que él vincula a las diferentes dimensiones de la materialidad fílmica y que, a su vez, va relacionado con el manejo de los tiempos de la obra:
Otro aspecto vital en la tipología y la estructura del análisis del film es el aspecto del tiempo: por un lado el tiempo material, físico, en que comienza cada secuencia a fin de categorizarlas y dotarlas de una sistematización para el análisis y, por otro lado, el tiempo fílmico (esto es, el tiempo ficticio) que se reconstruirá en las diferentes secuencias de la obra (Blanco Pérez, 2020b, p. 29).
Estos dos aspectos, vinculados, generarán un estilo: la propuesta personal de cada cineasta, una suerte de tamiz autoral a la hora de narrar en el lenguaje cinematográfico y que hace que, a modo de “horizonte de expectativas”, como lo denominó Jauss (1967), entronque con la particular cosmovisión del mundo del autor, aunque, en esta nueva era, el contexto digital pasa a ser también definitorio pues, hasta ahora, todos estos aspectos aparecían de forma subalterna con respecto al emplazamiento primigenio de la gran pantalla de cine. En la actualidad, ningún cineasta puede permitirse el lujo de construir su discurso de espaldas a la realidad multipantalla, una nueva realidad que matiza, impreca o niega buena parte de las dimensiones fílmicas previas. Es a lo que dedicaremos el epígrafe siguiente.
El mundo a través de la pantalla en la era COVID-19
Desde la irrupción de la pandemia de la COVID-19, la pantalla se ha convertido en nuestra puerta de acceso al mundo y en la base de la práctica totalidad de los significados construidos durante este tiempo. La multipantalla es de algún modo heredera del conocido efecto fílmico de la “pantalla partida”: un artefacto visual que ya estaba presente en La dama de picas (Pushkin, 1916), y que fue cultivada de manera profusa en los años setenta por directores como Brian De Palma, entre otros. El efecto se trasladaría también a la pequeña pantalla (La tribu de los Brady), y siguió todos estos años, con más o menos regularidad, siendo utilizado en la pantalla grande por directores actuales de cine mainstream como Steven Soderbergh (Ocean’s Eleven, 2001) o John McTiernan (The Thomas Crown Affair, 1999), entre otros.
Pero en la realidad actual, la multipantalla de la era COVID-19 es el nuevo no-lugar (tiempo y espacio) de la generación de imaginarios. El mito orwelliano de la pantalla como elemento de control, incluso de control horizontal entre los propios vecinos, y cómo estos vierten esa información en redes en la era COVID-19 (Blanco Pérez & Sánchez-Saus Laserna, 2020), es bien conocido en el cine, pero el elemento diferenciador estriba en que la pantalla será, a partir de ahora también, el factor de liberación mismo. A la pantalla, en calidad de artefacto, se vincularán tanto los contenidos audiovisuales generados por cada usuario (sus fotografías personales, sus videos), como la elaboración de contenidos que las plataformas de cine han producido. El artilugio de recepción es, en ambos casos, el mismo. Pero la imposibilidad de vivencia personal en el confinamiento ha cambiando el disfrute y los placeres de la vida por el mero consumo de la representación que, del disfrute y los placeres de la vida, hace el cine multipantalla de la era Netflix.
También a través de la pantalla, en las redes sociales y, como reflejo cáustico de comunicación espontánea viral, han proliferado los memes, a menudo vinculados al mundo del cine, pues se extraen también de ahí capturas con cuyo texto se generará el humor (Salgado Andrade, 2021). Para bien o para mal, parece a todas luces innegable que las multipantallas han impuesto, en era de la COVID-19, una nueva relación con la vida y la representación de esta. Bailenson (2021) reflexiona, desde la psicología cognitiva, sobre el impacto que la presencia constante de la multipantalla está suponiendo en los individuos, lo que él llama “la fatiga de zoom”, fruto de la codificación de las expresiones de comunicación no verbal y proxémica al lenguaje visual de las pantallas en exclusiva. Todo ello, el vincular nuestras emociones y expresiones de forma exclusiva a la pantalla, genera, según concluye Bailenson, un estrés y fatiga adicional que se manifiesta en nuestra nueva relación con el medio: reuniones, clases, incluso nuevas concepciones de amor o relaciones familiares siempre a través de la pantalla.
Un nuevo espectador para un nuevo cine
La vinculación de la experimentación de casi todo tipo de vivencias a la pantalla ha generado, por extensión, un tipo nuevo de usuario. Si bien eran cambios que ya venían consolidándose desde hace algún tiempo -y que de alguna manera se acentúan con la implantación de Netflix en 2015-, el escenario de la COVID-19 ha supuesto consecuencias severas y de muy difícil encaje en lo social: la prohibición de que las cosas se toquen en virtud de esa nueva realidad llamada “distancia social” que, en la práctica, penaliza socialmente que los cuerpos colinden. Ello, llevado a la lógica cinematográfica, al no poder existir emplazamiento físico, hace que los niveles plécticos antes mencionados muten. No olvidemos que pantalla no es, según su significado, un elemento de mostración, sino, al revés, es de ocultación. La misma rae lo define como: “1. Lámina que se sujeta delante o alrededor de un foco luminoso artificial, para que la luz no moleste a los ojos o para dirigirla hacia donde se quiera. 2. Superficie que sirve de protección, separación, barrera o abrigo”. Para entenderlo en la lógica multipantalla, habrá que esperar a su acepción cuarta, en que se define como: “en ciertos aparatos electrónicos, superficie donde aparecen imágenes” (Real Academia Española, 2020).
Es decir, que una pantalla es, por definición, algo que oculta, no algo que enseña. El contacto visual, que proviene de “tacto” (y de la que deriva el léxico como “contagio”), no deja de ser el tocar [del latín tangere] alguna cosa. A veces, tocar como “tentación” que significa, del latín “palpar o tocar” algo. Es decir, que toda tentación, etimológicamente, es la tentación de tocar o tocarse.4
En el cine de las multipantallas, aun con las implicaciones en diversos órdenes que conlleva, se ha modificado el valor de uso por el valor de cambio, y ello aleja la posibilidad de tocar el mundo como en la era pre-multipantalla. En un mundo en que se depaupera lo usado (“tocado”) y se pondera lo “nuevo” (“no tocado”), tocar las cosas humaniza la cosa misma. Es a través del tacto como cargamos de memoria los objetos: los libros, nuestras ropas. Buena parte de la experiencia fílmica, del disfrute del cine tradicional, se pierde con el nuevo emplazamiento de la multipantalla. Sobre un viejo cine de barrio, el Roxy, cantará Joan Manuel Serrat: “era un típico local de medio pelo…, con bancos de madera, oliendo a zotal”. El tacto de la moqueta al caminar sobre ella, el olor de los ambigús e incluso la superviviente tela de los asientos, dotaban de significación el emplazamiento físico. Pero, en cambio, los smartphones desde donde se consume el cine multipantalla dicen poco o nada de sus usuarios (todos los móviles son, en la práctica, iguales). O, si se quiere, en todo caso podría convenirse en matizar que la personalización de estos terminales vendrá, también, de una lógica virtualizada (personalización de la fotografía de pantalla de inicio, sonidos de politonos, etc.).
Sostiene Alba Rico (2017) que “el 90% de las mercancías que se están produciendo hoy día estarán dentro de seis meses en la basura” (p. 66). Por tanto, al nivel de obsolescencia programada se suma la obsolescencia simbólica que, principalmente a través de la nueva publicidad, mostrada y consumida por los smartphones, te obliga a renovar de forma perpetua el terminal, la televisión, la tableta. Del mismo modo, el consumo de contenidos viene, a modo de causa-efecto inevitable, condicionado por este nuevo tipo de consumidor medio, de cuyo sistema todos integramos inevitablemente al menos una parte.
Conclusiones
En primer lugar, consideramos que el hecho cinematográfico y sus evoluciones múltiples, desde los Lumière hacia la multipantalla de Netflix, se ubica hoy en el tercer entorno que Echeverria (2003) llamara Telepolis: una nueva realidad de producción industrial del cine caracterizada por la uberización. No obstante, estas nociones no bastan para definir lo que hemos convenido en llamar “la era Netflix”. La llegada de la COVID-19 (y el cierre de las salas de cines de todo el mundo, junto a la prohibición del contacto social) ha significado un cambio de paradigma en cómo nos representamos en las multipantallas, y en torno a estas, que se han vuelto, a su vez, uno de los ejes más importantes de nuestra esfera personal: condicionan -cuando no crean- las representaciones de cómo percibimos el mundo, cómo amamos a nuestros seres queridos, cómo trabajamos y, por supuesto, de cómo consumimos cine.
En segundo lugar, la fundamentación teórica de la semiótica transdiscursiva se descubre como una caja de herramientas extraordinariamente útil para analizar, de manera sistémica, la pantalla como nuevo aparato productor de significado de la realidad humana per se, y el tipo de sociedad que ello está generando.
En tercer lugar, el nuevo usuario de las multipantallas consume más, de forma más febril y más habitualmente todos los contenidos a través de la pantalla. Pero, al mismo tiempo, también lo hace con menos atención, con menos valor por lo ceremonioso que suponía el acto cinematográfico de consumo en sala y, por tanto, desprovisto de ese emplazamiento físico que, desde los comienzos del cine, le dotó de casi todo el significado a la experiencia fílmica.
Será de un gran valor el análisis, en lo sucesivo, de cómo afectará a nuestras vidas la realidad post COVID-19, especialmente desde las dinámicas de significación a través de las pantallas. Algunas de las nuevas costumbres sociales que han supuesto las multipantallas serán difícilmente eliminables (teletrabajo, telemedicina, trabajo internacional de personas deslocalizadas, presencia virtualizada de familiares lejanos en lo geográfico…), y se vislumbra como probable un escenario híbrido. Ello, en lo cinematográfico, podría suponer un modelo basado en cines físicos para un determinado tipo de consumidor reducido y la multipantalla para los restantes.
Es esta una realidad, en definitiva, que funciona en continuo cambio y búsqueda de equilibrios, y para cuyo análisis las fronteras entre las ramas del conocimiento deberán romperse. En ese paradigma de significación, una teoría interpretativa adaptada debe significar una mejor comprensión de lo humano. Porque, como bien dice el profesor Vázquez Medel (2003), “interpretar el mundo es también una manera de empezar a cambiarlo”.