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Literatura mexicana

versión On-line ISSN 2448-8216versión impresa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.29 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2018

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.29.1.2018.1059 

Artículos

Los inicios de la crítica literaria en el México independiente: José María Heredia y José Justo Gómez de la Cortina1

The Beginnings of Literary Criticism in Independent Mexico: José María Heredia and José Justo Gómez de la Cortina

Fernando Ibarra Cháveza 

aUniversidad Nacional Autónoma de México, email: fibarramx@yahoo.it


Resumen:

La crítica literaria no fue una actividad común durante las primeras décadas del México independiente. José María Heredia y José Justo Gómez de la Cortina –ambos educados fuera de México– se integraron al ambiente literario en calidad de poetas y, sobre todo, de críticos. Su manera de proceder generalmente consistía en señalar los errores con la pretensión de que los poetas corrigieran sus faltas. Sin embargo, la historia literaria ha visto con frecuencia este tipo de crítica como actividad maliciosa. En este artículo se analiza el tipo de trabajo crítico de aquellos personajes con la finalidad de demostrar las intenciones y los alcances de su quehacer crítico.

Palabras clave: Heredia; Conde de la Cortina; crítica literaria; México

Abstract:

Literary criticism was not a common activity during the first decades of Independent Mexico. José María Heredia and José Justo Gómez de la Cortina –both educated outside Mexico– joined in the literary environment as poets, but particularly as critics. Their proceedings generally consisted in pointing out the errors in poetry practices, with the pretension that poets corrected their mistakes. However, literary history has often seen this kind of criticism as malicious activity. This article analyzes the kind of critical work of those remarkable pioneers so as to demonstrate their intentions and the limits of their critical activity.

Keywords: Heredia; Conde de la Cortina; literary criticism; México

El análisis de la situación de la literatura mexicana en los años posteriores a la Independencia ofrece varios puntos de interés, sobre todo en lo concerniente a los modelos de comportamiento cultural adoptados para edificar la identidad nacional, tanto en el ámbito de las ideas políticas, como en el cultivo de las artes plásticas, las letras y las ciencias.

Ante la carencia de un aparato editorial bien consolidado, la prensa funcionó como el mejor vehículo de difusión literaria y científica. Cada publicación era una respuesta al momento histórico, por lo que, a falta de una directriz definida, compartida y válida en todo el territorio nacional, la gente de letras colmó las páginas de periódicos y revistas con reflexiones que trataban de dirigir el pensamiento y la creación literaria hacia metas que integraran al país dentro de las coordenadas culturales internacionales. Además de las posturas hispanistas, nacionalistas y eurocentristas, los autores mexicanos de las primeras décadas del siglo encontraban como alternativa el problema de aceptar o superar los preceptos neoclásicos y románticos. En este sentido, la crítica literaria (y artística, en general) se desempeñó como correctora, censora y generadora de tendencias. Uno de los primeros pasos consistió en llegar al convencimiento de que México contaba con suficientes recursos culturales y humanos que lo hacían digno comensal en el banquete de las artes, pero esto tomó mucho tiempo y no se vio reflejado con el mismo nivel de confianza en todos los sectores de la élite letrada.

La falta de fe en las potencialidades culturales e intelectuales del país, por fortuna, no mermaron los movimientos independentistas en materia literaria. Se requería de lectores críticos –nacionales o extranjeros– que pudieran utilizar sus variopintas reglas para medir la calidad de las propuestas literarias que intentaban dar un nuevo rostro a la lírica nacional. En el campo literario, hay estudios recientes que nos permiten ver que durante las primeras décadas del siglo XIX la crítica era una práctica intelectual que se ejercía en la prensa, mediante comentarios breves, discursos y ensayos, generando, incluso, verdaderos debates literarios. Véanse, por ejemplo, los estudios de María Isabel Terán (2009), quien ha logrado identificar la divergencia de puntos de vista sobre literatura en relación con las opiniones de José María Alzate y otros miembros de la élite letrada durante la segunda mitad del siglo XVIII, y difundidas principalmente en la Gaceta Literaria que él mismo dirigía. Víctor Barrera (2010) analiza varios momentos de la crítica hispanoamericana y dedica algunas reflexiones a la labor de José Joaquín Fernández de Lizardi como promotor y productor de opiniones que sentaron las bases para una reflexión continua sobre la forma y la función de la literatura. Por su parte, Esther Martínez le atribuye al Diario de México la virtud de haber trasladado las discusiones literarias de las élites letradas del ámbito oral y privado a la prensa “para activar un diálogo abierto y permanente entre una nueva sociedad de letrados más amplia y, por ende, más diversa y rica en la conformación de la discusión y la opinión pública” (13).

Gracias a estas investigaciones, se sabe que antes de la Independencia los letrados novohispanos ilustrados ya contaban con una cierta experiencia como críticos y que la crítica posterior a la consumación de la Independencia mantuvo una tendencia más bien pedagógica que censora frente a la literatura, es decir, se criticaba con la convicción de que la opinión informada debería mantener un perfil de utilidad para la nación civilizada, al igual que la literatura criticada. Al respecto, Víctor Barrera afirma que

la literatura debía servir, principalmente, para la formación de ciudadanos (es decir, lectores y participantes de una opinión pública que se instalaría como un espacio con cierta autonomía respecto de las esferas de poder tradicional: la corte y la iglesia) y la crítica tendría que construir el soporte racional tanto de la literatura como de los valores y la visión de mundo que ésta promovía, constituyéndose en el discurso autónomo que sustentaría la opinión pública (139).

Como señala Rafael Rojas, la libertad de prensa –que ya era una realidad– se legitimó con el artículo 371 de la Constitución de Cádiz de 1812 y el 40 de la Constitución de Apatzingán de 1814, donde se precisaba que todo individuo tendría la facultad de expresarse por medios impresos, siempre y cuando sus opiniones no fueran ofensivas o perturbadoras para los ámbitos religiosos y políticos (2003: 49-63). En cuanto a la crítica enfocada en aspectos culturales, pareciera que la necesidad de independencia venía acompañada del progreso ilustrado, por lo que difundir conocimientos científicos se interpretaba como una contribución al bien de la patria. En este ámbito, el cubano José María Heredia contribuyó de manera sustantiva al desarrollo de la crítica literaria en México.

Heredia nació en el seno de una familia aristócrata de funcionarios virreinales. Después de Cuba, Florida, Venezuela y Santo Domingo trascurrió en México los últimos 15 años de su breve vida (1803-1839). Desde su llegada, se incorporó al ambiente intelectual como poeta, crítico y traductor en varios periódicos, pero su legado más importante lo constituyen las revistas El Iris (1826), Miscelánea (1829-1832) y Minerva (1834).

Me interesa particularmente el caso de Miscelánea, pues en ella se publicaron varios artículos críticos y preceptivos que dan clara cuenta de las inclinaciones estéticas de una época y de sus motivaciones. Si bien Miscelánea podría situarse dentro del período romántico mexicano, en realidad, los contenidos en ella vertidos son el fruto maduro de años de trabajo literario en el más profundo seno del movimiento neoclásico occidental. A pesar de sus traducciones de Goethe y sus imitaciones de Byron, Heredia –como crítico– no parece estar interesado en experimentar con las novísimas ideas estéticas provenientes de Alemania o Inglaterra; al contrario, la mayor parte de los autores que toma como punto de comparación y ejemplo para explicar el buen gusto en las letras proceden de ambientes post ilustrados con una fuerte convicción en la eficacia de seguir las huellas de los autores clásicos. En el caso de la poesía, nada mejor que partir del arte poética de Horacio (“príncipe de la elocuencia romana”) o, si se prefiere a un autor más cercano, el Boileau preceptista, considerado “modelo de corrección y gusto”.

No hay que olvidar que, tras la anhelada independencia, México se encontraba en una situación de hondo desorden ideológico, por lo que la autoridad de una guía parecía ser una necesidad inminente. Ante esta condición, Miscelánea ofrecía coordenadas de referencia muy concretas y ejemplos comentados con minuciosidad para comprender qué era el buen gusto y la correcta expresión. Para Heredia, afirmar simplemente que los valores literarios se encontraban en los autores clásicos latinos no resultaba del todo ilustrativo, porque ninguno de ellos escribió en español; los poetas novohispanos tampoco le servían como antecedente de buena escritura, por integrar una tradición rechazada como consecuencia de varios siglos de opresión colonial. De hecho, no cabía duda que la falta de desarrollo en las letras mexicanas se debía, obviamente, a las deficientes políticas culturales de la Nueva España:

El abandono en que ha yacido entre nosotros el cultivo de las bellas letras es la consecuencia necesaria de los tres siglos de servidumbre transcurridos en el bárbaro régimen colonial. Bajo el férreo yugo que dominaba la voz y aun el pensamiento, la lira americana sólo podía cantar frívolos amores, sin traspasar el grado de calor marcado por el termómetro del Santo Oficio, y era imposible que tuviese la vibración y fuerza necesarias para elevarse a las regiones más nobles de la poesía, ni desenvolver en versos libres y enérgicos los sublimes principios de la moral, y las grandes armonías de la naturaleza (Heredia [1829] 2007: 65).

Si esto no fuera ya una razón suficiente para justificar la ausencia de literatura, la lengua española, por su naturaleza, estaba en desventaja para lograr imprimir en la poesía ritmos y armonías en comparación con la lengua italiana e incluso la inglesa. Para Heredia, entonces, ejemplificar con casos particulares la manera en que se debería escribir, resultó la mejor herramienta en su intento por modelar las potencialidades expresivas de los poetas futuros y presentes. A partir de las breves críticas que acompañan las reseñas de textos literarios publicados por esas fechas, el lector de la revista puede recopilar un buen número de aseveraciones complementarias que, vistas en conjunto, conforman la poética del autor: corrección del lenguaje, facilidad, elegancia, modestia extrema, independencia de ánimo, musicalidad, versificación fluida, estilo puro y otras tantas características que, si bien no son definidas de manera puntual desde un inicio, logran tener significados precisos a lo largo de la lectura de Miscelánea, a veces, por oposición, pues Heredia señalaba sin vacilaciones los errores que cometían muchos poetas, ya sea para sugerir algún cambio que contribuiría directamente a elevar las cualidades poéticas de algún autor o para condenar un vicio imperdonable. Esta tendencia por afianzar la crítica, sobre todo, en los aspectos formales, ya había sido practicada por Heredia en El Iris. En relación con José María del Castillo y Lanzas, indica:

A la verdad que desearíamos contener en los jóvenes la manía de contarnos con más o menos felicidad sus aventuras amorosas […]. En estos fragmentos se advierte una incorrección extraordinaria, una oscuridad y confusión que nacen naturalmente de la poca distinción de las ideas. El sr. Castillo ignora el grande arte de borrar, que tan necesario es para que nuestras obras se lean con gusto, despojadas de la exuberancia que las carga a veces la imaginación extraviada […]. El lenguaje está muy lejos de ser puro. La fraseología es en muchos trozos afrancesada, y no faltan palabras impropias (1826: 82-83).

Sin demasiado tacto, en Miscelánea se denuncia la imitación compulsiva, la incongruencia entre el título del texto y su contenido, los epítetos comunes, las imprecisiones en la versificación, el uso de galicismos y las repeticiones de conceptos como prácticas nocivas para las letras. A pesar de que Heredia actúa con premura para señalar errores y explicar sus causas, da por hecho que los lectores son capaces de interpretar adecuadamente sus juicios; por ejemplo, cuando enumera las características que definen a los verdaderos poetas: “elocuencia de expresión, elección de imágenes y versos bellísimos” (2007: 116); o también cuando traza los rasgos esenciales de la poesía: “el entusiasmo, el fuego, los pensamientos interesantes, las imágenes vivas, la elegancia en la dicción, la cadencia y armonía en el ritmo” (324). En realidad, estos elementos requerirían una definición o, al menos, una pista para poderse comprender cabalmente, pues cada época ha tenido una concepción particular sobre los “pensamientos interesantes” o la “elegancia”.

No era la intención de la revista hacer las veces de manual de buena escritura –aunque se incluyen textos preceptivos–, sino criticar las composiciones contemporáneas en lengua hispánica, sin importar el origen geográfico, y presentar ejemplos luminosos donde se transparentara el espíritu de los clásicos. Para Miscelánea, la calidad poética estaba justo ahí, en el reconocimiento de formas y motivos clásicos en la poesía, empezando por la posibilidad de imitar la compleja prosodia latina con la empobrecida lengua castellana; enseguida, en la elección acertada de una fórmula métrica correspondiente a un contenido determinado, pues la forma coloca al texto en una tradición: oda, canción, elegía, sátira, epigrama y muchas más. Quizá por esto resaltan los elogios que recibieron los escritores franceses de obras dramáticas o de épica nacionalista, pues ambos géneros fueron los más solemnes en la Antigüedad, y la buena imitación en aquel momento era digna de reconocimiento.

Como anuncié, la mayor parte de la crítica de Heredia se concentra en aspectos formales. Y, en efecto, uno de los ensayos más extensos al respecto se titula “Sobre la rima y el verso suelto”. Las reflexiones acerca de la métrica resultan sintomáticas de la convicción de un determinismo donde el idioma español –y, en general, cualquier lengua moderna– estaba prácticamente predestinada al fracaso literario. En este aspecto, la crítica de Heredia se inclina más bien a la censura que a la propuesta:

nuestros versos no pueden parecer nunca tan numerosos como los de Teócrito y Virgilio; imperfección que quieren algunos se supla con la rima, y que en nuestro dictamen no puede ser suplida por nada. El valor que las consonancias tienen en la poesía, la naturaleza del placer que producen no tiene comparación ni analogía alguna con el uso y efecto de los dáctilos, espondeos y demás pies que constituyen los metros antiguos […]. Más aun cuando la rima pudiese ser un equivalente bastante de la perfección que falta a las lenguas modernas en su prosodia, nunca lo sería en la castellana. La misma riqueza y variedad de nuestras terminaciones se opone a ello […]. Los italianos en esta parte nos llevan una ventaja extraordinaria (2007: 325).

Pareciera que ante las características inherentes de la lengua no quedaba más que la resignación. Sin embargo, también Heredia era poeta –en español– y en su obra aplicó los preceptos aprendidos de los clásicos en un momento en que las certezas estéticas le estaban dando la espalda a los valores del clasicismo, en cuanto coartadores de la libre expresión poética, para abrir paso a las nuevas expresiones subjetivas del Romanticismo; por tal motivo Pablo Mora considera que la crítica de Heredia “gira en torno a la mesura y al cuidado que el autor debía tener frente a los excesos derivados del Romanticismo y los posibles descuidos prosódicos” (363). Realmente es así, pero el crítico cubano persistió en el afán de ofrecer a la poesía mexicana directrices precisas para que se ajustara a los valores de un pasado europeo que ni por historia ni por geografía podía pertenecerle. El “gran debate” en aquel momento se enfocaba en la aceptación de los cánones europeos clásicos a consecuencia de la dominación española o, mediante algún malabar “epistemológico”, en la participación de esos cánones prescindiendo de España.

Dejando esta realidad aparte, Heredia se limitó a emitir juicios desde sus ejes de referencia, dando por hecho que México podía formar parte de la tradición clásica mediante el estudio y la práctica poética ceñida al buen gusto y al principio de imitación. Incluso, llama la atención que en su “Ensayo sobre la novela” haya conciliado las características de un género (que sólo recientemente entraba en la escena de la discusión crítica) con los poemas homéricos. Cabe añadir que la ecléctica formación humanística del cubano incluía la lectura de Virgilio, Horacio, Nebrija y la Biblia, naturalmente, pero es muy seguro que también haya tenido contacto en su juventud con la obra de pensadores como Montesquieu, Condillac, Bacon y escritores de alto impacto en aquellos años como Lamartine, Delavigne, Byron, Osián, Foscolo, Alfieri, entre otros (Altemberg: 169-173). Todas estas lecturas configuraron su percepción de la literatura y se mantuvieron como andamiaje subyacente en su crítica literaria.

Heredia consideraba que también en la novela el principio de imitación estaba presente en el momento en que el autor –como si fuera un pintor– reproducía las diversas características de sus personajes y los ambientes en los que se circunscribían las acciones. El buen novelista destaca por “una observación sagaz, la ojeada vasta y variada de un pintor eminente, la imitación exacta de los tonos más diversos, la fidelidad perfecta de los pormenores, la feliz unidad de los caracteres, la verdad de todos, la profundidad de algunos de ellos” ([1832] 2007: 412). Desde esta perspectiva, Heredia considera que las mejores novelas serían las de corte costumbrista, pues en ellas se habla de la vida presente, y el crítico puede comprobar la eficacia de la imitación. Los aspectos estéticos, sin embargo, no pueden faltar, por eso Heredia festejaba que en las novelas estuvieran presentes “los recursos de la elocuencia, la belleza de la dicción, el brillo de las paradojas, el talento descriptivo, el ardor de las pasiones y la fuerza del raciocinio” (414). Como se puede ver, los principios que validan la calidad literaria de un poema o de una novela responden grosso modo a las mismas motivaciones basadas en los preceptos neoclásicos. Por eso llaman la atención algunas opiniones del crítico acerca de la reciente novela histórica, con particular interés en la obra de Walter Scott:

El novelista histórico abandona al historiador todo lo útil, procura apoderarse de lo que agrada en los recuerdos de la historia, y desatendiendo las lecciones de lo pasado, sólo aspira a rodearse de su prestigio. Su objeto es pintar trajes, describir arneses, bosquejar fisonomías imaginarias, y prestar a héroes verdaderos ciertos movimientos, palabras y acciones cuya realidad no puede probarse. En vez de elevar la historia a sí, la abate hasta igualarla con la ficción; forzando a su musa verídica a dar testimonios engañosos. Género malo en sí mismo, género eminentemente falso, al que toda la flexibilidad del talento más variado sólo presta un atractivo frívolo, y del que no tardará en fastidiarse la moda, que hoy lo adopta y favorece (431).

En virtud de sus creaciones poéticas, la historia literaria ha colocado a Heredia como uno de los introductores del Romanticismo en México. Es más, a partir de las apreciaciones críticas de Marcelino Menéndez Pidal –donde vida y obra forman parte de una entidad indivisible–, autores como Jorge Mañac (1957) o Alejandro González Acosta (2005) parten de la percepción de Emilio Carilla (1949) que coloca al poeta cubano como un verdadero representante del espíritu romántico universal, arraigado en América:

Es difícil no reconocer hasta qué punto la vida de Heredia fue por un lado y su voz por otro. Heredia fue, sin duda, un alma limpia, férvida y generosa. Su error fue el error romántico de querer ser también un alma heroica. Nacido con una vocación esencialmente privada, íntima, se vio comprometido, por circunstancias locales e ideologismo de época, en posturas políticas indeliberadas; pero fue, sobre todo, la víctima de aquel absolutismo romántico que insuflaba en los espíritus más generosos tentaciones de universalidad, y que tantas veces inducía a los hombres de letras a querer ser también héroes políticos (Mañac: 201).

Sin embargo, creo que en este punto hay una paradoja, pues Heredia se interesó por las manifestaciones románticas en su calidad de poeta, pero siguió fuertemente anclado a lo clásico –o ilustrado, si se prefiere– en su faceta de crítico. Situado en una etapa de valores estéticos en transición, resulta natural que tanto en su crítica como en su poesía converjan inclinaciones que por tradición se han considerado opuestas o, en el mejor de los casos, se han tratado de conciliar con la etiqueta de “sensibilidad ilustrada”. Para entender a Heredia, como indica Altemberg, lo mejor es dejar a un lado la necesidad de colocarlo cronológica e ideológicamente en un punto inamovible de la historiografía de la literatura hispanoamericana, pues esto reduce y limita cualquier análisis (203-207). A partir de los estudios de Rafael Rojas (2009) también es notorio su compromiso político sin llegar a ser radical; una moderación que le permitía entablar diálogos en publicaciones conservadoras, liberales y republicanas.

Ya desde los estudios pioneros sobre la crítica de Heredia (Alonso y Caillet-Bois), se notaba que, a diferencia de otros poetas-críticos españoles como Nicolás Sicilia, Manuel José Quintana o Mariano José de Larra, el cubano no tenía la intención de anteponer la calidad moral de los escritores como objeto de discusión literaria: en su análisis –sobre todo en sus apreciaciones sobre la novela histórica– se nota una inclinación de valor teórico poco común en su época, basado en un espectro crítico que superaba los límites del análisis formal, biográfico o didáctico de la obra literaria. Evidentemente, no hay que atribuirle un carácter retrógrado, sino que “le preocupaba que la revolución romántica, que en términos generales compartía, deviniese en desprecio por la sabiduría de los antiguos y en maltrato de sus grandes obras”, como señala Christopher Domínguez (354).

A paso lento, las inquietudes personales de varios cultores mexicanos de las bellas letras se juntaron por casualidades del destino. Así nació la Academia de Letrán en 1836, considerada la primera asociación de individuos en busca de una literatura nacional. La nómina es tan extensa como heterogénea, compuesta por médicos, abogados y literatos de distintas corrientes: Manuel Andrade y Pastor, Ignacio Aguilar y Marocho, Fernando Calderón, Juan Nepomuceno Lacunza, José María Lacunza, Antonio Larrañaga, Luis Martínez de Castro, Clemente de Jesús Munguía, Joaquín Navarro, Manuel Orozco y Berra, Eulalio María Ortega, José María Pacheco, Manuel Payno, Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, Ignacio Rodríguez Galván, Manuel Tossiat Ferrer, acompañados por algunos escritores con mayor experiencia, entre los que destacan Wenceslao Alpuche, Joaquín Cardoso, Manuel Carpio, Isidro Rafael Gondra, José María Iturralde, Francisco Modesto Olaguíbel, Francisco Ortega, José Joaquín Pesado, Andrés Quintana Roo y José María Tornel, además de contar con la colaboración de Bernardo Couto y José Justo Gómez de la Cortina (véase Campos). Para que esta agrupación contara con medios de difusión de sus obras y, sobre todo, para que generaran comentarios críticos, se requería de un aparato cultural capaz de dar seguimiento –por reducido, elitista y parcial que fuera– a las inquietudes de los lateranenses. Además de las diversas revistas de la época en que tenía cabida la publicación de sus obras literarias, un lugar muy importante para el ejercicio crítico de y hacia los miembros de esta asociación fueron los prólogos de sus obras reunidas –muy escasos, por cierto, debido a que pocos lograron publicar en vida– y, principalmente, los cuatro tomos de El Año Nuevo (1837, 1838, 1839, 1840). La intención inicial de la Academia era reunir a los talentos nuevos, pero en poco tiempo se integraron individuos de mayor edad que contribuyeron a la colaboración mutua mediante reuniones en las que se presentaban los trabajos literarios de sus integrantes para someterlos a discusión. En los volúmenes de El Año Nuevo aparecieron poesías, ensayos y traducciones propias y ajenas; no únicamente productos originales emanados de la Academia.

Una de las mayores pretensiones de los lateranenses era crear y difundir una literatura que tuviera carácter nacional, aunque primero deberían definirse las particularidades de la tradición literaria mexicana. Sus primeras propuestas literarias retomaron la expresividad emotiva y egocéntrica del Romanticismo, pero ambientado en México, con paisajes mexicanos y personajes oriundos de la nación recién independizada. Obviamente, no se podía inventar un idioma nuevo para México, y tampoco era plausible rechazar la tradición literaria hispánica, pero sí se podían adaptar las situaciones a una realidad nacional conocida. En efecto, en El Año Nuevo se puede apreciar la influencia española, por ejemplo, en el uso del romance y de otras formas métricas de gran arraigo; la influencia de la ilustración francesa, en las temáticas nacionalistas de varios poemas, y la intención de crear textos con tema nacional, como las descripciones de batallas en rima o prosa, o la recreación de personajes prehispánicos, reales o ficticios. A estas prácticas literarias, ya conocidas, se agregan otras dos tradiciones: los textos judeocristianos y los clásicos medievales. Después de todo, el cristianismo mexicano, adoptado como religión oficial, legitimaba la inspiración bíblica; mientras que el Medioevo formaba parte esencial de las raíces de la cultura mestiza.

La visión de los miembros de la Academia de Letrán y sus creaciones, derivadas de un conocimiento general de la cultura literaria universal, resultaron bastante atractivas para que José Justo Gómez de la Cortina (1799-1860) –conocido comúnmente como Conde de la Cortina, a partir de 1848– se interesara en comentar críticamente algunas de las composiciones publicadas por aquéllos. Pablo Mora indica que la participación del Conde y su ulterior consolidación como autoridad en el campo de las letras no fue una casualidad, sino que contaba con una historia de vida favorable para tal empresa: “escritor mexicano, aristócrata, recién educado en España y con un prestigio indiscutible dentro de las letras españolas y las academias europeas” (370).

Las circunstancias familiares del Conde de la Cortina lo llevaron a España cuando tenía 15 años, lo que le permitió recibir una sólida instrucción, particularmente en áreas relacionadas con las humanidades, pero también cultivó el interés por las ciencias. Gracias a su formación y talento se incorporó rápidamente a las actividades diplomáticas, ampliando así su conocimiento del mundo. Volvió a México dos décadas más tarde, en 1832, y de inmediato tomó la iniciativa de participar en la cultura organizando reuniones de intelectuales y publicando sus reflexiones en la prensa (véase Riva Palacio). Sus conocimientos e intereses en varias áreas del saber le permitieron desenvolverse en actividades editoriales más o menos ambiciosas como Registro Trimestre (1832-1833), Revista Mexicana (1835) y El Zurriago Literario (publicado en tres épocas entre 1839 y 1851). En cada una de estas publicaciones –donde él fungía como colaborador principal (a veces, único), editor y redactor– se logra definir su carácter crítico, desde la elección de textos y temas, hasta los comentarios para elogiar o señalar alguna falla en los autores mexicanos, siempre con la intención manifiesta de contribuir al progreso de sus connacionales mediante la difusión del conocimiento. Como señala Fernando Tola, el Conde

estuvo empeñado en que se utilizara correctamente el castellano y no se cometieran tantas faltas gramaticales, ortográficas y de concepto como al parecer (y según reconoce el mismo Prieto en Memorias de mis tiempos) eran muy comunes, y no sólo en la escasa literatura que se escribía en esos años. Sin duda, la forma de criticar del Conde era poco amable y hasta antipática, pero creo que también muy necesaria (LIV-LV).

Otro de los productos críticos y reflexivos del Conde lo constituye un pequeño opúsculo titulado Ecsamen (sic) crítico de algunas de las piezas literarias contenidas en el libro intitulado El Año Nuevo. En esta pequeña obra, el Conde analiza seis poemas aparecidos en la publicación lateranense. En los preliminares, se especifica que sus comentarios no son malévolos, sino críticas constructivas que aportan algún elemento para que los jóvenes poetas puedan mejorar sus procedimientos literarios. En efecto, para el Conde, compartir conocimientos y corregir errores era una actividad del todo loable, por molesta que pudiera parecer. Por tal motivo, no vacila en señalar con rigor las imprecisiones que encuentra y en ofrecer a los nuevos escritores algunos consejos: “Les pido igualmente se dediquen con preferencia a todo, al estudio de la lengua de nuestros padres, olvidado, o por mejor decir, desconocido entre nosotros. Les suplico se convenzan de que el talento sin instrucción sirve de muy poco, y que ésta no se adquiere sino a fuerza de estudio, de meditación y de práctica” (1837: 3). Además, refuerza su ausencia de dolo al afirmar: “mis observaciones [nacen] como hijas únicamente del deseo que me anima de que se establezca el buen gusto en nuestra patria” (4). Difícilmente estas afirmaciones se deberían leer al pie de la letra, pues más bien son una captatio benevolentiae que, si bien puede interpretarse como falta de malicia, es un hecho que se trata de fórmulas retóricas usadas por el crítico con regularidad. A partir de un artículo de José María Lacunza –entonces profesor de historia–, aparecido en El Museo Mexicano de 1843, el Conde publicó en El Siglo Diez y Nueve una serie de observaciones sobre la enseñanza de la historia en México, en los primeros meses de 1844. Más que dar seguimiento a la polémica epistolar entre los dos pensadores, me parece curioso comparar la falsa modestia del Ecsamen crítico con algunas frases publicadas en aquel periódico:

en mis observaciones no hay tono de magisterio […]: son la expresión de mis ideas según las concibo; la expresión franca y verdadera de un sentimiento de convicción, manifestado con las mismas palabras que emplearía yo hablando familiar y amistosamente con ud.; porque no hay nada más opuesto a mi carácter que la zalamería, ni más difícil para mí que hallar el modo de paliar una verdad, cuando creo conveniente manifestarla desnuda, según el dictamen de mi conciencia (ápud Ortega: 99).

Enseguida, los comentarios del debate se concentran en una profusa erudición sobre el tema, un señalamiento de errores ajenos y las consecuentes recomendaciones. De hecho, en el Ecsamen crítico el procedimiento fue muy similar. Tomando en cuenta estos ejercicios críticos y los textos aparecidos en El Zurriago resulta evidente que para el Conde México es una nación nueva, por lo tanto, retrasada y extraviada en cuanto a conocimientos útiles para el progreso. De ahí que él manifieste la instrucción como un beneficio público; de hecho, se puede establecer una ecuación para entender las motivaciones críticas que legitimaban el actuar del Conde: Europa debe ser la guía porque está a la vanguardia en el estudio de las humanidades. Hay hombres que se han formado en Europa. Entonces, esos hombres deben ser la guía. Y si José Justo Gómez estudió en Europa, la consecuencia es obvia.

Volviendo al Ecsamen, hay que recordar que el concepto de buen gusto también aparece con frecuencia en Heredia, con la diferencia que el Conde compartía más características de estilo con los románticos que con los neoclásicos, pero la mayor disyuntiva con Heredia radica en la carencia de prejuicios negativos y deterministas en relación con la lengua española por parte del Conde, es decir, este último sí confía en la capacidad expresiva del español a pesar de ser un derivado del latín vulgar. Ya en los preliminares de su Diccionario de sinónimos castellanos, constantemente alude a la flexibilidad del español y a su potencialidad como lengua artística:

Puede la lengua castellana hacer tomar a la combinación de sus expresiones todas las vueltas y todos los rodeos que convengan al intento; puede colocar las voces principales en el lugar más propio para hacer resaltar la fuerza de la idea; puede hacer alarde de numerosidad en la estructura de sus frases, y puede reducirlas hasta el laconismo del celebrado llegué, vi, vencí (veni, vidi, vici) de la lengua latina (1853: 30-31).

Sin embargo, para que la riqueza del lenguaje llegue a ser efectiva, deben respetarse los preceptos gramaticales a toda costa –con absoluta observancia a lo que dicte la Real Academia (en una atmósfera independentista, curiosamente)–, pues los descuidos van en detrimento de la comprensión de los mensajes expresados: “El que publica las producciones de su ingenio se impone la obligación de ser entendido por todos sus lectores, y para que esto pueda suceder, es indispensable que el autor observe escrupulosamente las reglas de la ideología, las de la lógica y las de la lengua en que escribe” (1837: 27). Sobre todo, condena que como parte del principio de imitación se efectúen calcos de lenguas extranjeras, tanto a nivel sintáctico como léxico, pues “lo que es bueno en un idioma, suele no serlo en otro, porque cada uno tiene su genio y su filosofía particular” (11). La carencia del buen conocimiento del español por parte de los escritores mexicanos fue una constante preocupación para el Conde. Lo cual permite suponer que los cambios lingüísticos a mediados del siglo XIX fueron más bien lentos y heterogéneos. En El Zurriago, por ejemplo, insiste en señalar las deficiencias de los practicantes de la lengua escrita:

No perderemos el tiempo en ponderar el lastimoso e increíble estado de decadencia a que vemos reducida hoy la lengua castellana entre nosotros; pero sí haremos notar el empeño con que se procura viciarla, adulterarla y corromperla más y más cada vez y por cuantos medios es posible hacerlo, ya inventando palabras tan inútiles como extravagantes; ya resucitando sin necesidad arcaísmos olvidados; ya variando significación de muchas voces; ya introduciendo otras extranjeras, superfluas; ya alterando el sentido natural de las frases, etc., etc. Las personas sensatas saben muy bien que las causas principales de este mal son la ignorancia, que adopta y perpetua los errores porque no alcanza a conocer que lo son; la presunción, a cuyos ojos es bueno y acertado cuanto ella misma hace, dice y piensa; y la desidia, para la cual es más cómodo conformarse con el error, que procurar descubrirlo (1851: 22-23).

Sería natural aseverar que la mayor preocupación del Conde se centraba en indicar errores de redacción, pero tal afirmación caería en un reduccionismo, pues sus señalamientos transitan por varios de los componentes del mensaje escrito, desde el léxico hasta las figuras retóricas de construcción. En cuanto al léxico, el Conde analiza cuidadosamente las elecciones de los poetas lateranenses y se da cuenta de que, en ocasiones, son imprecisas, es decir, el poeta pretende atribuir a las cosas un nombre que no es el más adecuado según las acepciones del diccionario. Señala también que algunos epítetos aplicados al mismo sujeto pueden ser absolutamente contradictorios, aunque en el texto tengan impacto positivo a partir de sus connotaciones. Por lo demás, sugiere que se tenga cuidado para evitar interferencias lingüísticas, sobre todo del francés. En lo referente a la exposición de ideas, frecuentemente se lamenta de la abundancia de pleonasmos, generalmente identificables como la expresión de una misma idea con palabras diferentes, o bien, a partir de explicaciones innecesarias. Asimismo, en el Ecsamen crítico ofrece copiosos ejemplos de anfibologías producidas en la mayor parte de los casos por un inadecuado acomodo de los elementos de la oración en los versos. Las deficiencias en la versificación son, quizá, el elemento que ataca y corrige con mayor rigor y precisión; en gran medida, porque el Conde parte de la convicción de que la lengua española cuenta con reglas específicas para el conteo silábico que no deberían depender de una interpretación subjetiva, ni siquiera bajo la etiqueta de licencia poética. En casi todos los casos analizados, el Conde apunta que uno de los tropezones más frecuentes entre los jóvenes lateranenses es la tendencia a considerar que dos vocales –independientemente de su naturaleza y acentuación– son susceptibles de formar arbitrariamente sinalefas e incluso diptongos; de modo que, supuestos versos endecasílabos, en realidad contienen más silabas de las debidas. Pocos años más tarde, José Zorrilla justificó estos errores como características propias de la variedad lingüística del continente americano. En este sentido explica que

el defecto que es común a la mayor parte de los poetas hispanoamericanos, es el de empeñarse en hacer una sola sílaba dos vocales unidas que no son diptongo, y que deben hacer dos: dejándose llevar de la viciosa pronunciación hispanoamericana, y haciendo versos incapaces de medida e insoportables para un oído poético. Los mexicanos dicen páis, máiz, ráiz, haciendo unisílabos estos vocablos que tienen dos: dan dos sílabas a poeta, oído y a otros que tienen tres, y tres a destruido, construido, etc., que tienen cuatro (177).2

Sumado a esto, en el Ecsamen crítico se enjuician las deficiencias en la colocación de acentos y fonemas, lo cual deriva en falta de ritmo armonioso y cacofonía. Pero la poesía no es sólo forma, sino mensaje, y aquí el Conde es muy preciso en subrayar las carencias conceptuales de los textos revisados. Como buen conocedor de la poesía clásica española, nota que los jóvenes mexicanos no siempre respetan la unidad de significado que debe mantenerse en el verso, tampoco la unidad de sentido que debe prevalecer en la estrofa; además, nota que en algunos casos no hay coherencia entre las primeras y las últimas estrofas o entre ellas y el título del poema. La queja es del todo explícita en los comentarios a una de las poesías: “no hay en ella ideología, ni lógica, ni gramática, ni mucho menos invención. Los pensamientos que contiene son triviales, las metáforas violentas o impropias y la versificación floja y monótona” (1837: 33).

A pesar de contar con varias razones objetivas y justificables para lanzar continuamente observaciones negativas, el Conde propone a los poetas un remedio: estudio, práctica y cuidado, pues su objetivo es señalar para mejorar: “se conoce que su autor necesita ejercitarse aún por algún tiempo en el estudio de la lengua castellana, y del uso que hacen de ella los buenos escritores. Figurándose sin duda el autor que en la inversión o transposición de las palabras, consiste la elevación del estilo, abusa de tal modo de esta licencia que lo hace intolerable” (7). Sin duda, los comentarios partían de una esperanza cualitativa en la creación poética de los mexicanos de aquel momento. Llama la atención que la única opción disponible para comenzar a escribir bien sea precisamente la subordinación del habla mexicana a las reglas de la Academia española. De hecho, pocas veces el Conde deja a un lado su atención por la corrección lingüística para atender asuntos de otra naturaleza, como si la poesía necesitara únicamente de habilidades técnicas y conocimientos enciclopédicos para valorarla desde la perspectiva estética.

Aunque menos frecuentes, no faltan los juicios positivos sobre algunos textos a partir de los elementos fundamentales sobre los que el Conde basa su crítica. Después de lo expuesto en los párrafos anteriores, uno puede suponer las motivaciones para calificar otro de los textos lateranenses: “Esta es una letrilla elegíaca muy bonita, muy tierna, de versificación suave y melodiosa, de buen lenguaje […]. La idea está bien sostenida hasta el fin, y el concepto de cada estrofa bien escogido y apropiado” (6). De todos los autores comentados, José Joaquín Pesado –uno de los miembros de la Academia de Letrán con mayor experiencia y pericia literaria– merece los juicios más elogiosos por parte del Conde: “se percibe desde luego mucho estudio de los clásicos castellanos, un genio muy fecundo, una imaginación perfectamente dirigida, mucho conocimiento de la lengua, un gusto muy fino; y finalmente, todas las cualidades que se necesitan para calificar de buena a una producción de ingenio” (33-34).

Para que la crítica cumpla su objetivo, es necesario que su emisor conozca el tipo de público al que la dirige. Me parece que tanto Heredia como el Conde sabían perfectamente que sus lectores eran los nuevos poetas, los jóvenes que recién dejaban a sus espaldas el perfil neoclásico –que a su vez rechazó el estilo barroco–, para adoptar el romántico, pero sin olvidar su educación literaria. Si el Conde entreteje cuidadosamente los hilos de su discurso crítico-didáctico, lo hace en la inteligencia de que será leído por los poetas que participaron en El Año Nuevo y, muy probablemente, por muchos más. No se sabe cuántos ejemplares del Ecsamen crítico fueron tirados (aunque podemos imaginar que no debieron de ser muchos, pues su contenido iba dirigido a un círculo muy reducido de lectores), pero uno solo que pasara de mano en mano habría bastado para difundir el mensaje. Por lo que dejan ver algunos comentarios de la época en relación con la formación profesional de la juventud, es evidente que aquel México recién independizado pocas y deficientes herramientas podía ofrecer a los interesados en el arte de la palabra. Acerca de la educación de los hombres de letras, Manuel Carpio comentó con desconsuelo al inicio de una conferencia que lleva por título “Higiene de los literatos”:

La salud de estos hombres empieza desde muy temprano a resentirse de la falta de método en la enseñanza de las escuelas y colegios, donde por lo general se exigen de la niñez y de la juventud labores tan asiduas como impertinentes, sin considerar que en la República Mexicana las cabezas no soportan la mitad del trabajo intelectual que en algunas partes de Europa […] De algunos años a esta parte cada escuela es una Academia universal en que se pretende enseñar la enciclopedia a los alumnos, y sólo se consigue abrumar sus cerebros […] Siguen después en otros establecimientos los estudios clásicos en la misma fatal dirección, atormentando la inteligencia y la memoria […] y al fin, tomada una carrera literaria siguen los trabajos mentales sin aquella justa sobriedad, y sobre todo, aquel método y prudencia que exige la razón experimentada (593-594).

El crítico literario, entonces, si bien no podía cambiar la realidad educativa, sí estaba en condiciones de incidir sobre quien ya participaba del ejercicio poético. Bajo estas circunstancias, se entiende por qué Heredia y el Conde partían de la certidumbre de que el ejercicio crítico debía cumplir una función formativa.

Heredia y el Conde pudieron incidir sobre la opinión pública, pues los destinatarios hipotéticos se mantuvieron circunscritos en el estrecho ámbito literario; de hecho, se trata de textos dirigidos más bien a creadores que a lectores, aunque estos últimos también aprovecharan su lectura.

Probablemente, este tipo de crítica –por momentos, preceptiva y sentenciosa– comenzó a tener un público que entendía la necesidad de recibir la instrucción literaria que le faltaba, y qué mejor si ésta venía directamente de la mano de personajes de reconocido prestigio. Esto no quiere decir que los consejos de Heredia y del Conde hayan sido los más adecuados para el estado de la literatura en el México independiente. Seguramente, ambos críticos esperaban que su concepción ideal de la literatura fuera compartida por el resto de los poetas de la nación emergente, al menos en sus aspectos cualitativos.

Como se ha comentado, la recepción de la crítica –sobre todo de la del Conde– generó cierta antipatía. Años más tarde, Francisco Sosa denunció con dosis de indignación la actividad crítica del Conde, e incluso afirmó que el Ecsamen crítico se escribió

para ostentar sus conocimientos filológicos, cebándose con inusitada crueldad en desgarrar con el escalpelo de su severísima crítica, los ensayos de una juventud que necesitaba estímulo para continuar en el camino que más tarde había de conducirla a la fama […]. Detúvose el Aristarco con nimia escrupulosidad en señalar no ya digo las faltas ortográficas, prosódicas e ideológicas de las poesías del Año Nuevo, sino que no conforme, avanzó hasta aquellas que visiblemente provenían de errores tipográficos. Acre y destempladamente las censura en tono magistral, y como quien tenía el conocimiento de una ciencia indisputable. Sin remontarse a más elevadas consideraciones, con Hermosilla en la mano y con la intolerancia más refinada en el corazón, trituró el Conde la mayor parte de las poesías (79-80).

En parte, Sosa también es impreciso y poco afable con su crítica, pues el Conde manifestó en los preliminares de su obra que se trató de una petición realizada ex profeso por un interesado en la materia –identificado como J. F. de L.–, es decir, no se trató de un acto premeditado con la finalidad de darle cauce a sus más perversos intereses literarios. Como he señalado, el Conde parte de la certeza de que su contribución servirá al incremento de la calidad poética, cuyo germen promete admirables frutos. Por las condiciones en que surgió la crítica, el Conde sólo analiza las primeras poesías de El Año Nuevo, así que sólo una muy reducida porción pasó por el ojo crítico. En cuanto a los errores tipográficos, no está mal señalarlos en una crítica que pretende ser integral. Sosa hace referencia al Arte de hablar en prosa y verso de José Gómez Hermosilla, publicado en 1826 y reeditado con regularidad durante todo el siglo. En efecto, los términos del Conde son muy coherentes con los del tratadista español y, de hecho, entrelazar las definiciones de verdad, claridad, solidez, etc. del Arte de hablar con la lectura del Ecsamen crítico permite comprender las indeterminaciones de conceptos que el Conde daba por sentados. Probablemente a Sosa el texto de Gómez de Hermosilla le parecía anticuado y obsoleto; para el Conde, era casi una novedad editorial y uno de los pocos asideros sobre los cuales podía sostener sus observaciones. Ciertamente, al comparar el Ecsamen crítico y la polémica con Lacunza, Sosa acierta en señalar la ostentación de conocimientos del Conde. Podríamos añadir que también hay una ostentación de clase y de poder adquisitivo, pues al recomendar que el profesor de historia adquiera novedades editoriales y que domine varios idiomas, indirectamente comunica que él ha sido un ser privilegiado, pues sí cuenta con esos elementos:

Si el profesor no se halla en estado de traducir correcta y prontamente las obras históricas escritas en griego, latín, francés, inglés y alemán, hay un fuerte motivo para sospechar que no puede ser buen profesor de Historia, porque no es probable que lo sea el que se ve reducido a valerse de interpretaciones ajenas para aprender la Historia, esto es, la ciencia que más que otra ninguna necesita de la comparación, de la pureza de orígenes, del juicio propio, de la certeza y de la antorcha de la crítica (ápud Ortega: 93).

Si en vez de hablar de profesor y de Historia se intercambiaran los términos por poeta y literatura, la opinión del Conde resulta coherente con lo expuesto hasta ahora. Esta “antorcha de la crítica” también podría alumbrar las bellas letras. Desafortunadamente, ante la dificultad para consultar el Ecsamen crítico, durante más de un siglo, los comentarios de Sosa –y quizá alguna crítica al Zurriago3 constituyeron la única referencia precisa con la que contaba la historia literaria para configurar la imagen crítica del Conde. Con el paso del tiempo, las apreciaciones resultan más moderadas. Por ejemplo, Pablo Mora anota que

la lectura del conde de la Cortina tomó muy pronto distancia de los planteamientos iniciales derivados de las nuevas poéticas y se fue convirtiendo en una crítica más radical y reduccionista que veía la literatura como sinónimo de erudición, del conocimiento especializado de las bellas letras, de las materias que tienen relación con ellas y de la asociación con los títulos nobiliarios (371).

Seguramente así fue, pero cabe subrayar que en aquellos años las prioridades observables eran, ante todo, de índole lingüística. De hecho, ni Heredia ni el Conde elaboran realmente una crítica capaz de atender los aciertos o los vicios de una ideología política o espiritual al interior de las poesías que analizan. Su mirada se mantiene en la superficie de la forma, quizá porque no había para ellos poetas que merecieran valoraciones más profundas o porque ninguno de los dos logró entender las motivaciones esenciales subyacentes en cada una de las composiciones que pasaron bajo su lupa, aunque la agudeza de Heredia llegó a abarcar aspectos más trascendentales que el uso adecuado de un adjetivo o la colocación de un acento en el verso. Sin embargo, no estamos ante una crítica interesada en desentrañar las fuentes literarias que dieron origen al nuevo texto y tampoco en indagar sobre la postura estética del poeta y, por la inmediatez entre el discurso poético y el crítico, tampoco se pueden establecer distancias que permitan una visión panorámica de la realidad literaria con criterios diacrónicos. No hay que olvidar que también el crítico necesita modelos procedimentales para darle cuerpo a su propia actividad intelectual. Atendiendo los ejemplos de crítica literaria que se llevaban a cabo en España por esas fechas, observamos que también autores ligeramente posteriores, como José Zorrilla, suelen indicar en sus apreciaciones literarias los desatinos formales de la versificación, aunque de modo menos esquemático que Heredia y el Conde, y –cabe aclarar– sin pretensiones didácticas (véase Zorrilla).

Si bien el tono de ambos críticos respecto a la poesía de sus contemporáneos es sentencioso y punitivo, mientras Heredia mira con pesimismo la realidad mexicana de los años treinta –en parte, obviamente, porque no había un grupo como la Academia de Letrán–, el Conde de la Cortina mantuvo viva la esperanza y la fe en las dotes artísticas de los jóvenes poetas, al menos en la apariencia. Fernando Tola, al comparar la perspectiva crítica de ambos literatos, aclara que

en literatura, José María Heredia tenía una formación y un conocimiento cultural muy superior al común del medio literario mexicano. No creo que entre los pocos escritores nacionales existiera alguien que se aproximara a las posiciones o al saber de cualquiera de ellos dos. El Conde era más árido intelectualmente y Heredia más artístico –si podemos llamar así a sus particularidades culturales–, pero ambos habían leído y habrían pensado sobre temas que aún no despertaban interés en México (LXXII).

También aquí se nota que la historia literaria ha comprendido mejor el papel que desempeñaron ambos críticos dentro del panorama mexicano. María del Carmen Ruiz Castañeda señala que hasta que no apareció El Zurriago Literario, “la crítica literaria fue una actividad prácticamente inusitada en México” (1974: 5), y comenta de manera sintética que Heredia “como censor literario combate la exageración del sentimentalismo amoroso, el afrancesamiento de la fraseología, el desconocimiento de la prosodia castellana, y del ‘gran arte de borrar’, vicios muy comunes entre los jóvenes y aun los antiguos poetas mexicanos” (2014: 20). En 1941 la Revista Cubana publicó un artículo donde se elogia la labor crítica de Heredia y se le compara con el Conde:

Su vasta cultura neoclásica, unida a su conocimiento de la nueva crítica hicieron de él uno de los principales guías de la literatura mexicana […]. En este sentido superó al famoso Conde de la Cortina por la mayor universalidad de sus preferencias literarias, ya que su formación académica no le impidió gustar de la literatura fundada en la sensibilidad y la fantasía (ápud Ruiz 2014: 20).

La observación me parece imprecisa en dos sentidos: por un lado, las pretensiones de ambos críticos estaban dirigidas a un uso correcto de la lengua, a la realización de una poesía más razonada y a la adopción de modelos literarios mejor ponderados, independientemente de su filiación romántica o neoclásica; hispánica, francesa o latina; además, ambos recurrieron al mismo modelo crítico que consistía en señalar errores con ejemplos concretos a partir de los mismos puntos de interés, de modo que decidir cuál de los dos pudo presentarse con mayor autoridad resulta difícil de establecer. Por otro lado, la acción crítica de Heredia fue breve: apenas unos trece años desde la aparición de El Iris hasta el fallecimiento del crítico, pero en su obra se aprecian inquietudes que se acercan más al discernimiento ontológico del objeto literario que a la somera censura. El Conde, en cambio, mantuvo constantes sus aportaciones críticas sobre literatura mexicana y sus señalamientos sobre el estado de la lengua española en México durante los últimos treinta años de su vida, aunque ya desde su estancia en España había mostrado un lúcido interés en la materia.

En general, las valoraciones literarias contenidas en la crítica del siglo anterior tienen un objetivo evidentemente pragmático y, en muchos casos, finalidades políticas muy concretas. El propósito de la crítica es ofrecer nuevos cauces para nuevas sensibilidades en formación, o consolidar tendencias ya practicadas para abrir o mantener espacios reflexivos, pero siempre en relación directa con la práctica literaria, legitimando así su sentido. La crítica de Heredia y del Conde de la Cortina tuvo desde el principio estas pretensiones, sobre todo, la intención de incidir sobre la praxis literaria en un momento en que, como se ha subrayado, no sólo se carecía de modelos específicos en México, sino también de un estado de la lengua que permitiera escribir de manera correcta. Considero imprescindible atender el contexto en que surge la crítica de estos pioneros, dejando por un momento al margen las apreciaciones posteriores que merecieron, para entender realmente cuáles eran sus preocupaciones principales, sus soluciones ideales y sus aportaciones concretas. Sirvan estas páginas para mantener vigente la presencia de dos críticos literarios que, sin lugar a dudas, contribuyeron a la formación del gusto literario del siglo XIX mexicano.

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1Esta investigación se ha llevado a cabo gracias al apoyo del proyecto PAPIIT IN401617 “La configuración de géneros literarios en la prensa mexicana de los siglos XIX y XX”, coordinado por la Dra. Luz América Viveros Anaya del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, a quien agradezco sus atinadas aportaciones.

2Para demostrar que la pronunciación era una preocupación constante en aquellos años, baste leer la “Advertencia” de Heredia a su volumen de Poesías (1825): “Se notará en esta obrita profusión de acentos; pero ha sido necesario emplearlos, para hacerla útil a los Americanos que estudian el Español, y desean adquirir una buena pronunciación”.

3Véase, por ejemplo, la violenta crítica que recibe El Zurriago en El Duende, tomo 1, núm. 6, 25 de enero de 1840, pp. 69-72. Cabe aclarar que ambas publicaciones eran completamente reaccionarias y fundaban su atractivo en la polémica visceral. Sin embargo, los comentarios no difieren mucho de las apreciaciones de Sosa.

Recibido: 31 de Mayo de 2017; Aprobado: 02 de Agosto de 2017

Doctor en Literatura Hispánica (COLMEX), licenciado en Lengua y Literaturas Modernas (Letras Italianas) y especialista en Historia del Arte (UNAM). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Actualmente trabaja en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde imparte materias de teoría, crítica e historia literaria a nivel licenciatura y posgrado con especial interés en literatura italiana medieval y barroca, crítica de arte y poesía mexicana de los siglos XIX y XX. Además es coordinador de la Cátedra Extraordinaria Italo Calvino. En 2016 obtuvo el Premio Hispanoamericano Lya Kostakowsky de Ensayo sobre Literatura. Ha participado en numerosos congresos nacionales e internacionales y cuenta con varias publicaciones en libros colectivos y revistas especializadas.

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