La escritora madrileña Luisa Carnés (1905-1964) pudo salir de España en el llamado primer exilio mexicano gracias a un salvoconducto que le firmó Margarita Melken (Olmedo 2014: 200; Plaza 2010: 44). Con su hijo Ramón Puyol Carnés y su segunda pareja, el poeta español Juan Rejano, se instaló en 1939 en la Ciudad de México, donde se dedicó principalmente al periodismo.1 Mientras que, en España, además de haber sido una periodista famosa, había sido una novelista reconocida -con tres libros de ficción editados-, en México escribió menos ficción y, casi exclusivamente, cuentos cortos. El formato breve del género le hizo más fácil, empero, publicar en los periódicos y así ganarse la vida. Tan sólo vio editados dos libros suyos durante los años que vivió en su nuevo país de acogida, respectivamente, una biografía titulada Rosalía de Castro (1945), y una novela, Juan Caballero (1956). Cuando se jubiló, tenía el proyecto de pulir otros textos que hasta ese momento tenía guardados en el cajón; sin embargo, su muerte repentina causada por un accidente automovilístico en 1964 truncó este plan.
Después de su deceso debieron pasar varias décadas antes de que su obra volviera a circular y que su figura fuera rescatada. En su fama ascendente ha desempeñado un papel fundamental la reedición de su novela social Tea Rooms (1934, 2016), gracias al empeño de Antonio Plaza Plaza. Este historiador, además de lograr que se reeditaran otros textos ya publicados en vida de la autora, rescató novelas, obras de teatro y cuentos suyos no publicados con anterioridad. Entre estos manuscritos, se encontraba una novela titulada El eslabón perdido que Carnés debió de escribir entre 1957 y 1962, no mucho antes de su muerte.2 La publicó en 2002 la Biblioteca del Exilio de la editorial Renacimiento con una introducción del mismo Antonio Plaza.3 En ella, éste se centra en el contexto histórico en el que escribió Luisa Carnés y en la presencia de este contexto en su obra.4 Por dicha novela también se ha interesado Iliana Olmedo, otra estudiosa destacada de Carnés, quien le consagró un comentario en su libro Itinerarios de exilio. La obra narrativa de Luisa Carnés (2014). Pero, si bien Olmedo analiza las novelas de esta autora (más que sus cuentos u obras de teatro), con todo El eslabón perdido no le merece mucha atención. Posteriormente, Carole Viñals (2020) ha estudiado los lazos de familia en la novela y Valeriya Fedonkina Fritz le dedicó un capítulo de su tesis doctoral (2016) en el que examina la manera como los personajes de Carnés se relacionan con México. En este tema también me centraré a continuación, analizándolo, desde los conceptos acuñados por José Gaos.
Particularmente, exploraré en qué medida el narrador de esta novela, un profesor llamado Alcántara, da cuenta de su intención de trazar nexos entre España y México y hasta qué punto aprovecha (o no) las condiciones existentes con el fin de delinear entidades territoriales alternativas. Para ello, me centraré primero en los valores que defiende y denuesta para, en un segundo momento, demostrar cómo encarna la figura del desterrado tal y como la conceptualizó otro exiliado español en México, José Gaos, en contraste con la del transterrado. Por último, nos haremos la pregunta de cuán parecido puede ser el narrador a la autora. Antes de entrar en materia, cabe resumir la trama de esta novela poco conocida.
El narrador, César Alcántara, quien ha enviudado (su mujer murió en la Guerra Civil), viaja de Madrid a la Ciudad de México en compañía de su pequeña hija, Amparo, y de su hijo aún más joven, Pepe. En su nuevo país se dedica a lo mismo que antes, es decir, a la docencia de la literatura, y en sus ratos libres escribe un cuaderno íntimo que le sirve principalmente para expresar sus frustraciones y que es el texto que el lector tiene entre manos. Le entristece lo que considera la gran traición por parte de los españoles exiliados en México, incluidos sus hijos: no se comprometen con la verdadera España y la olvidan intentando hacerse de una buena vida en su nueva patria. Si bien no se consignan las fechas de las memorias del profesor, está claro que empezó a escribirlas dieciocho años después de que llegara a México en 1939 (91, 93) y que continuó ocupándose de ellas durante muchos años.5 En cuanto a los acontecimientos que el profesor comenta, se relacionan principalmente con su estancia en México, aunque también hay algunas analepsis sobre su vida en España, especialmente sobre la Guerra Civil.
Blanco y negro
La frase inicial, que abre las memorias de Alcántara, se centra en el espacio donde escribe: “No podría decir que el cuarto es feo” (81). Después de ella se espera lógicamente un ‘pero’, palabra que aparece poco después, al principio del párrafo siguiente: “Todo esto es agradable, forma parte de mi vida, pero no lo amo” (81). He aquí la primera de cinco ocurrencias de la misma conjunción adversativa en ese párrafo. Desde el íncipit del texto, queda realzado así que el narrador tiene una visión del mundo dicotómica, ya que no deja de contrastar, oponer y excluir. Además, en este mismo párrafo, tres de las cinco conjunciones adversativas introducen una negación -al respecto, no deja de ser significativo que el texto comience con la partícula ‘no’- lo cual, a su vez, destaca desde el inicio la índole pesimista de sus reflexiones. Alcántara se ve, en efecto, profundamente abrumado por la soledad, la decepción y la melancolía, sentimientos que impregnan sus memorias de un tono negativo.
No obstante, cuando se refiere al comienzo de su estancia en México, evoca emociones distintas: estaba feliz por haber sobrevivido y por escapar de España y, al mismo tiempo, tenía confianza en que podría volver pronto a su tierra natal. Pero a medida que el exilio se prolonga y que disminuye su fe en un rápido regreso, la frustración y el desengaño le invaden. Hay otros motivos que estimulan tales emociones en él. Así, la manera como crecen sus hijos, el que tomen decisiones que él reprueba y que dejen de necesitarlo, le genera tristeza. A estos conflictos intergeneracionales comunes, se le añade uno más peculiar ya que, por una parte, sus hijos defienden valores que son del todo diferentes de aquellos por los que él había luchado y, por otra, ya no se sienten españoles. Desde el punto de vista del profesor se trata de dos problemas estrechamente vinculados.
Todas las personas a las que Alcántara dedica comentarios en sus memorias son definidas en función de su clase social y de la importancia que confieren al bienestar material. Son también los criterios básicos a partir de los cuales las juzga. Quienes aspiran a enriquecerse son objetos de su reprobación, al contrario de los pobres que merecen su respeto. Los negociantes, que compran y venden, los tienderos y los ricos, los describe como gordos (195, 197, 207) y percibe su gordura física como un signo de su deterioro moral. De esta forma, las categorías sociales se solapan con otras de índole física que apuntan a su vez a categorías morales. El hecho de que sus dos hijos elijan relacionarse con personas ricas, esperando así acceder a una vida más suntuosa, le hiere profundamente.
Su amigo Santacana es, para el profesor, la viva prueba de cómo la riqueza material transforma a las personas y cómo contribuye a su degeneración en términos de comportamiento: “Fue precisamente en casa de Santacana donde comprobé que el dinero cambia a los hombres, y que de este fenómeno no están exentos los refugiados españoles” (174). Acerca de él aun afirma: “La fiesta era un tributo a él, al refugiado convertido en gachupín, a su hambre de ayer y su hartazgo de hoy” (195). Al lamentar las transformaciones en los Pérez, otra familia con la que simpatiza, diagnostica algo parecido, que el dinero cambia a la gente para mal: “Eran personas que habían resuelto su vida y se sentían seguras en lo económico desde hacía años. Tal vez esto había matado en ellos, o al menos amortiguado, su amor a España” (161). Aprecia el hambre y la inseguridad económica mientras que rechaza y hasta criminaliza la abundancia. Esta evaluación se explica por la convicción de que la riqueza sólo se puede conseguir mediante una competencia feroz entre personas que se destruyen unas a otras -lupus est homo homini-. Se desahoga ante su amiga Lola: “no hemos venido a ‘hacer la América’, como los gachupines. Para llegar a eso, a la colonia Virreyes y a los meseros de chaquetilla blanca ¡cuánto hay que claudicar!, ¡cuánto hay que pisotear, compañera!” (227).
Las citas anteriores demuestran que, a los paradigmas de la riqueza y la pobreza materiales, y la maldad y bondad, se sobrepone la oposición entre dos ‘tipos’ de españoles, los gachupines y los refugiados.6 Los primeros vinieron a América en un pasado anterior a la guerra civil, atraídos por motivos económicos. Si se hubieran quedado en España, sin duda habrían luchado en el campo franquista, sugiere Alcántara en algún momento (257). En cambio, los segundos llegaron por motivos políticos, sin quererlo, y dignificados por su pobreza. Lo peor ocurre cuando los refugiados traicionan su origen para convertirse en aliados de o semejantes a los gachupines: “Los pobres labradores de ayer, convertidos en los gachupines de hoy, fumaban puros de marca y reían con la escandalosa fatuidad del nuevo rico” (217). En El eslabón perdido el exilio verdadero se concibe como una categoría moral, y denota una moralidad superior. El genuino exiliado opta por vivir en un estado de pobreza o, al menos, modestamente. De tal manera, procura también evitar que se lo vea tal y como lo representaba a menudo la imaginación popular mexicana según Fedonkina Fritz (2016: 91), es decir, como el descendiente directo del conquistador español que había invadido el país en el siglo XVI.7
Destierro y transtierro
A estas oposiciones, Alcántara añade aún otra que se relaciona con las maneras contrastadas en que los nacidos en España conciben sus vínculos con la madre patria y con México, el país que los acogió. Podemos relacionarlos con los conceptos de “destierro” y “transtierro” tales como fueron acuñados por el filósofo madrileño José Gaos (1900-1969).8 Contemporáneo de Luisa Carnés y, como ella, profesionalmente activo en la Ciudad de México, Gaos dedicó varios textos al tema del exilio español en los que recalcaba las diferencias entre el exilio en Hispanoamérica y en otros territorios. En su opinión, en los países hispanoamericanos, los españoles se sentían más transterrados que desterrados. Esto llevaba consigo que, allí, la actitud del exiliado fuera más positiva, ya que miraba hacia el futuro en vez de obsesionarse con el pasado. Asimismo, el transterrado hacía un esfuerzo por integrarse al nuevo país en vez de seguir con la mirada fija en España. Según Gaos, el que el exilio hispanoamericano fuera un transtierro se explicaba por dos circunstancias. Primero, España e Hispanoamérica compartían una historia y una lengua; y, en segundo lugar, esta historia común, que sólo era un ideal en España, ya era real en la América hispana. “En virtud de ello”, resumió sus ideas al respecto otro filósofo exiliado, Adolfo Sánchez Vásquez, “los exiliados españoles encuentran en Hispanoamérica, en su historia real, el cumplimiento del sueño ilustrado: liberal, democrático, independentista, que no se ha podido cumplir en España” (2000, s.p.). Por estas razones, opinaba Gaos, el exilio del transtierro hispanoamericano era más llevadero que el destierro español en otras partes del mundo.
El profesor César Alcántara es lo que Gaos consideraba la “excepción individual” a la regla: “La adaptación de los republicanos españoles refugiados en México a este, es también un hecho, sin más que excepciones individuales” (1966: 168). Representa el reverso del transterrado y enarbola ideales contrarios, pues considera que los exiliados que se esfuerzan por integrarse mejor en México traicionan su lucha anterior a favor de la causa republicana. A la metáfora del transtierro de Gaos, en el texto de Carnés, la sustituyen otras que comparten igualmente un origen botánico: Alcántara se refiere al exiliado con un imaginario de raíces, troncos y árboles. Entre estas palabras, resalta ‘raíces’ por su frecuencia y su connotación positiva. Las raíces dan vida, el arraigue asegura la identidad y brinda felicidad. Por esto, si las raíces son cortadas o transplantadas, algo muere. Tan grande es la importancia que confiere a la fidelidad a España y al pasado, que la convierte en un criterio de humanidad: “Que, si un hombre vive por sus esperanzas, es hombre por la fidelidad a sus recuerdos y a sus sueños” (93).
Desde la perspectiva del profesor, esta fidelidad hacia las raíces cobra una importancia especial porque considera que su país de acogida se distingue fundamentalmente de su madre patria. A ese respecto sus ideas se alejan de nuevo de las de Gaos, para quien el exilio en Hispanoamérica era un transtierro porque allí abundaban los parecidos con España y porque allí se hablaba la misma lengua. Para Alcántara, el clima, la fruta, la tierra, en México todo es distinto. Sobre sus hijos, que se sienten más mexicanos que españoles, dice: “Su mundo ya es otro” (83) y lamenta que hablen “un idioma distinto al de su padre” (83) mientras que aprecia que, a los que siguen fieles a su causa, “se les oye hablar en un español que los modismos mexicanos no han desvirtuado” (93). En el español que él mismo escribe en sus memorias tampoco usa muchos mexicanismos, y cuando lo hace, los entrecomilla para señalar su carácter invasivo, o los explica como si fueran palabras de un idioma extranjero (185, 191, 199, 236).9 En alguna ocasión más excepcional se le escapa un mexicanismo sin que lo marque como tal: habla de “camiones de pasajeros” (224) en vez de autobuses. Muestra que, posiblemente, se haya mexicanizado más de lo que es consciente o de lo que hubiera querido.
Un segundo motivo alegado por Gaos para sustentar la idea de transtierro consiste en que los hispanoamericanos lograron realizar los ideales por los que los españoles aún deben luchar. No es, sin embargo, la opinión de Alcántara quien, en vez de apreciar el espíritu liberal y democrático de México, al contrario, realza la superficialidad de los mexicanos y su obsesión por enriquecerse.10 Es significativo que considere que el “primer síntoma de adaptación de los refugiados al estilo de vida del país de adopción” (92) es que compran muebles en abonos. En otras palabras, los mexicanos aprecian más que todo valores que son de índole material y quieren ostentar un nivel de vida que en realidad no pueden permitirse. Su enjuiciamiento de Carmela Pérez, la hija de un amigo suyo, también exiliado, ilustra cómo concibe a México como el espacio de la petulancia, en contraste con España, que vincula con la sencillez:
En España, Carmela hubiera sido una más de aquellas muchachas sencillas, cuya máxima aspiración era hallar un hombre a su gusto y fundar un hogar. Aquí, la facilidad para ganar dinero, el excesivo amor a las cosas materiales y un falso concepto de la independencia destruían en las jóvenes los principios que norman la vida de sus padres y que parecían indestructibles hasta hace poco (247).11
Por lo tanto, México fomenta las malas elecciones en la gente. A propósito, cabe remarcar que, cuando expresa su agradecimiento hacia el país que lo acogió, siempre lo acompaña de una conjunción adversativa o de un conector de concesión que expresa otro sentimiento, menos positivo. Él mismo formula este sentimiento ambiguo usando una imagen: “Es como el desajuste y la inseguridad que debe experimentar el que habita en casa extraña, pese a la cordial hospitalidad del anfitrión” (108). La frase que hemos citado al principio y que corresponde al inicio del libro da buena cuenta de lo mismo.12
El hecho de que el narrador subraye una y otra vez lo que separa a los dos países confiere un sentido irónico a su apellido. Alcántara es de origen árabe y deriva del topónimo homónimo que significa “el puente”.13 En vez de construir puentes entre España y México, César Alcántara recalca la imposibilidad de conectar ambos espacios. La carga simbólica que confiere al mar lo ilustra a su vez. Este mar que, en la imaginación del exilio a menudo ha sido concebido como un espacio que une las dos orillas del mundo hispánico, en el discurso de Alcántara es una frontera que separa. Recurre a la imagen cuando habla de lo que lo aleja de sus hijos: “He aquí esta agradable casa de refugiados en la que nos hundimos mis hijos y yo como en un mar, cuyas olas nos separan lentamente” (84). Pero la ironía del apellido aun se desdobla en vista de su origen foráneo. Sugiere que, en realidad, el profesor que se obsesiona tanto con España y cuyos pensamientos giran exclusivamente en torno al país donde nació, en realidad, ya es el fruto de un transplante anterior.
Sea como fuese, cuanto precede demuestra que su discurso es coherente cuando usa la palabra ‘destierro’ para hablar del exilio (116, 152, 154, 166, 169). Su actitud evoca al desterrado tal y como lo vio José Gaos, alguien que se niega a aceptar el destino mexicano y que mira hacia el pasado español. Al respecto es llamativa la metáfora que da título a la novela y que el mismo Alcántara usa. Al referirse al eslabón perdido en su diario, el profesor no piensa en la pieza que pueda asegurar el enlace entre España y México. Al revés, con ello se refiere a la generación que integra y que ha sido apartada de una cadena que sitúa exclusivamente en España: “nuestra generación es en la cadena de la historia de España un eslabón perdido, pero ese eslabón reaparecerá algún día y podrá ser unido de nuevo a la cadena, ocupar en ella su lugar de origen…” (230).
‘En mi cabeza había mucho barullo’
César Alcántara divide la realidad de una forma tajante en pobres y ricos, buenos y malos, refugiados y gachupines, España y México, con lo cual se nos aparece como una persona armada de convicciones firmes cuya intransigencia contribuye a recluirlo en la soledad. Sin embargo, lo que a primera vista parece ser una extrema seguridad de sí, es desdicha en varios momentos en la novela.
El cuaderno del profesor está lleno de signos de exclamación, puntuación mediante la cual se presenta como un hombre de sentimientos apasionados y de convicciones firmes. Sus exclamaciones enfatizan en efecto sus frustraciones y enojos, así como el aplomo con el que postula sus convicciones.14 Esta misma firmeza y la intransigencia que se deriva de ella aumentan su aislamiento. Alcántara rompe con la mayoría de sus conocidos porque ellos eligen adaptarse a su nueva patria, se aleja de la única mujer por la que llegó a sentir afecto porque ésta no quiere aceptar su postura de transterrada (la española exiliada Lola) y no logra evitar que sus hijos se alejen de él. Además, admite ser incapaz de defender sus opiniones o de transmitir sus emociones, y enmudece cada vez cuando se le presenta la ocasión para hacerlo (108, 170, 177). Esta incapacidad de hablar con los otros se traduce en la forma: la narración en primera persona de un personaje que se confía a un cuaderno sugiere que se encierra en sí mismo. El mismo narrador lo admite cuando reflexiona sobre su actividad de escribir (cosa que hace pocas veces): “otra vez cogí la pluma para volver sobre las mismas cosas, como un perro que da vueltas sobre sí mismo, mordiéndose el rabo” (166).15 No sólo se obsesiona con los mismos temas, sino que los discute exclusivamente en su fuero interno, tal como lo ilustra la imagen del perro que se muerde la cola.
Sin embargo, otros recursos relativizan lo que parece ser un monólogo obsesivo. Uno de ellos consiste en que Alcántara formula muchas preguntas: si bien llaman la atención las exclamaciones en su texto, lo hacen aún más los signos de interrogación. En algunos casos son preguntas retóricas, pero en otros expresan genuinas interrogantes. Cuando reflexiona sobre los jóvenes en México que se dejan degenerar por el dinero, se pregunta: “¿Pero acaso en la España de hoy no ocurría lo mismo?” (247). De esta forma, el profesor se presenta al mismo tiempo como una persona con convicciones firmes y como un individuo asaltado por constantes dudas; como un individuo que divide el mundo en dos facciones, y una persona que cuestiona estas divisiones. A su misma índole reflexiva apunta la inclusión de opiniones -a veces citadas en discurso directo- de personas que disienten sobre la forma de ver el mundo y que le hacen titubear, particularmente sobre cómo uno debe concebir el exilio y relacionarse con México (154, 160, 204, 228, 247).16 Son aspectos que inyectan una gran polifonía en el relato y que ilustran lo dicho por Bajtín, es decir, que cualquier emoción o pensamiento de un personaje literario es interiormente dialógico, lleno de resistencia o, al revés, abierto a la influencia del otro (1978).17 Además, hacen que Alcántara se ponga a dudar: “En mi cabeza había mucho barullo” (196), dice en algún momento. Ocasionalmente, este barullo le hace salir de su propia posición para ponerse en el lugar de otro: “El drama de nuestros hijos es que nosotros no aceptamos esa realidad, que nos obstinamos en imponerles un mundo que desconocen y un ideal al que sus padres seguimos siendo fieles. Vivimos con los pies en México y el espíritu en España” (151).18
No obstante, a pesar de estos momentos de apertura y de duda, al final siempre vuelve a sus posiciones de partida, con lo cual da la impresión de sopesar los pros y los contras para terminar por defender con un ahínco aún mayor sus convicciones iniciales. Por esto algunos lectores tendrán la impresión de mirar en la cabeza y el corazón de un personaje inflexible que se niega a evolucionar con su tiempo. Otros lo verán como un personaje con convicciones éticas dignas de respeto, que resiste hasta el final contra las ansias de enriquecimiento propias de su época. Es probable, sin embargo, que su soledad, su sentimiento de estar fuera de lugar, la incomprensión de la que es objeto por parte de sus hijos, susciten lástima en la mayoría de los lectores.
¿Y la autora?
Llegados a este punto, nos confrontamos con dos preguntas que se relacionan con la naturaleza del vínculo entre la autora y su protagonista: produce curiosidad saber hasta qué punto el personaje de Alcántara es autobiográfico y en qué medida Carnés aprueba su actitud y simpatiza con sus ideas.19 Las respuestas a la segunda pregunta son necesariamente hipotéticas porque no disponemos de comentarios de la autora acerca de sus propios textos ni sabemos mucho sobre cómo veía su estancia en México.20 En cuanto a los contenidos autobiográficos, varios elementos permiten reconstruirlos, al menos parcialmente.
Por una parte, y de forma palpable, Carnés y Alcántara comparten algunas experiencias fundamentales. Ambos son españoles exiliados en México debido a su compromiso con la causa republicana y ambos tuvieron que educar a sus hijos en su nuevo país: un hijo en el caso de la autora, dos en el de su personaje. Empero, otro texto de Carnés permite ver que El eslabón perdido incluye bastante más material autobiográfico. En 2017 apareció -también editado por Antonio Plaza- el libro titulado De Barcelona a la Bretaña francesa, escrito entre abril y septiembre de 1939 (Carnés 2017: 2). Es un texto referencial (su subtítulo incluye la palabra Memorias) en el que Carnés cuenta cómo salió de España y recuerda su estancia en Francia antes de viajar a México. Ahora bien, varias páginas de este texto autobiográfico (113-123) han sido reproducidas con tan sólo pequeños cambios en las memorias de César Alcántara (218-220). En medio de una fiesta, éste comienza a alucinar sobre la evacuación de Barcelona y su huida camino a Francia. Algunas descripciones y frases enteras redactadas por Alcántara sobre esta alucinación vienen casi literalmente de las memorias de Carnés.21
También podemos resaltar las múltiples coincidencias entre De Barcelona a la Bretaña francesa, El eslabón perdido y otro texto novelístico de la autora, fechado en 1944. Publicado póstumamente e incluido en el mismo volumen de las memorias editado por Antonio Plaza, se titula La hora del odio: narración de la guerra española.22 Como lo indica su título, trata de la Guerra Civil. Al lector de los tres textos se le revelan numerosísimos parecidos entre Carnés y sus protagonistas, es decir, César en El eslabón perdido, y María y Pilar en La hora del odio, tanto al nivel de los acontecimientos que les ocurren como al de sus emociones.23 Según María del Carmen Alfonso García, además, en De Barcelona a la Bretaña francesa “se rastrean temas y personajes coincidentes con los de algunas colaboraciones de la autora en Frente Rojo, Ahora o Estampa (2021: 576).24 Ello demuestra que Luisa Carnés seguía almacenando los mismos recuerdos de su vida pasada y que los seguía consignando desde una perspectiva parecida en diferentes textos de distintos géneros durante muchos años.
El hecho de que El eslabón perdido tenga un contenido autobiográfico importante confirma lo que varios críticos han observado con respecto a otros textos de ficción de la escritora, es decir, que se inspiran en su vida y que sus protagonistas se le parecen. Asimismo, esto nos invita a volver a centrar nuestra atención en el nombre de César Alcántara. Ya hemos comentado la etimología del apellido y cómo se relaciona irónicamente con el carácter de Alcántara. Cuando nos enfocamos ahora en su nombre de pila, César, ¿cómo no reparar en sus parecidos fonéticos con Carnés? Son tan llamativos que es difícil pensar que sean fruto de la casualidad. Que no se deba al azar, lo sugiere también la sensibilidad de Carnés hacia cuestiones de onomástica, hacia la relación entre los nombres y la identidad que designan. Durante muchos años, firmó sus escritos con el pseudónimo de Natalia Valle, pseudónimo que abandonó en los años cincuenta por un ánimo de afianzar una nueva identidad construida en México. Según Iliana Olmedo decidió llamarse como la protagonista de su segunda novela por un “deseo de continuar la trayectoria que se siente truncada y de reunir los fragmentos de una identidad que parece escindida” (2014: 236). Carnés dijo al respecto:
Creo que, al asentar los pies en la nueva tierra de México, y al incorporarme a su vida y a su desarrollo [...], por un impulso del subconsciente adopté ese nombre, para establecer de manera formal esa ligazón con el pasado, que venimos manteniendo la mayoría de los republicanos en la emigración [...]. En el caso de que yo esté en lo cierto, la adaptacion del pseudónimo viene a ser una revelación indirecta del estado en que me encuentro como refugiada española [...], ese estado especial que confiere a la criatura el estar con los pies en una tierra y con el corazón en otra (1951).
Aparte de que ilustra la importancia que da a los nombres, este comentario de Carnés sobre la elección de un pseudónimo aún apunta de otra forma a cómo se identificaba con su protagonista. Ya nos hemos referido antes a las palabras con las que, en la novela, Alcántara se refiere al estado de escisión en el que se encontraba: “Vivimos con los pies en México y el espíritu en España” (151). Con estas palabras coinciden en varios aspectos las de Carnés: “el estar con los pies en una tierra y con el corazón en otra”. Ambos lamentan su identidad escindida entre su circunstancia física y su pertenencia en términos de identidad. A la primera, la autora y su personaje aluden con la metonimia de los pies en la tierra; a la segunda, Carnés se refiere con la imagen metonímica del corazón y César con la del espíritu. Entre paréntesis, esta diferencia confirma los estereotipos de género sobre las mujeres, más sentimentales, y los hombres, en los que domina la razón. Contradice el discurso global de Luisa Carnés, feminista avant la lettre, y su postura pública como mujer emancipada.
Por otra parte, hay límites en las coincidencias entre la autora y su narrador y la más evidente es, precisamente, su diferencia de género, masculino y femenino. Parece ser una manera palmaria de introducir una distancia y podría pensarse que esta distancia concierne sus formas respectivas de integrarse en su nuevo entorno.25 En efecto, el profesor Alcántara no se preocupa por tejer vínculos con sus vecinos mexicanos, sus colegas, sus alumnos -a los que ni siquiera menciona en sus memorias-: tan centrada está su atención en España y en los españoles en México. De lo que se sabe sobre Carnés, en cambio, se colige más bien que sí estaba bien integrada en su nuevo país. José María Echazarreta ha escrito lo siguiente al respecto: “Tanto en sus artículos periodísticos como en sus relatos, se advierte la preocupación por un país fascinante y complejo sobre el que la mujer exiliada proyecta su visión humana, social y política” (2000b: 47). Según Antonio Plaza, su preocupación por México va de la mano con su pasión por España. Este “interés por no permanecer inmune a la sociedad donde reside desde hace tantos años” se combina con una fuertísima nostalgia: sigue “sintiéndose española por los cuatro costados y añor[a], día tras día, el retorno a la patria lejana e inabordable” (2002: 48). Por su parte, también Iliana Olmedo destaca la doble pertenencia de la escritora cuando se refiere a los artículos que Carnés dedicara a la Ciudad de México, deduciendo de ellos que “demuestran que los exiliados no se distancian de la realidad circundante, hablan de México, aunque España continúe siendo la prioridad” (2014: 248).
Es cierto, sin embargo, que algunos de estos comentarios críticos relativos al tema dan la impresión de basarse en poca información y, además, en buena parte en textos de ficción de Carnés (aunque no en El eslabón perdido). Esto se entiende en la medida en que, en realidad, se sabe poco sobre las redes que la autora tejió en México, lo cual, en vista de que era una periodista reconocida allí y la esposa de un poeta republicano también famoso, no deja de sorprender. Así, según José María Echazarreta: “sorprende que no aparezca en un primer plano más visible en las memorias de los exiliados de aquellos años, donde tuvo que desempeñar un papel relevante, tan cerca como estaba de Juan Rejano” (2002a: 22-23). Sobre lo que esta compañía pudo significar para la visibilidad de Carnés, la interpretación de Francisca Vilches de Frutos es diferente. Desde su punto de vista, el hecho de ser la pareja de un hombre conocido, al contrario, a menudo invisibiliza a la mujer. En este sentido, opinó lo siguiente sobre Carnés:
su condición de compañera de dos grandes creadores del período, el pintor y diseñador Ramón Puyol Román y el poeta Juan Rejano, que, si bien pudieron favorecer en un primer momento ese difícil acceso al mundo editorial y cultural, fue a la larga un fuerte obstáculo, como les ocurriera a otras grandes creadoras de esa Generación republicana, cuya vinculación sentimental con profesionales de prestigio contribuyó a su invisibilidad para generaciones posteriores (2010: 139).26
Aparte de que no es fácil saber hasta dónde llegan los parecidos entre la autora y su protagonista, a causa de la falta de información sobre la vida de Carnés en México y sobre sus colaboraciones o relaciones con los mexicanos, aun se sabe menos sobre cómo veía o vivía el exilio -en términos de transtierro o destierro- y cómo evaluaba las diferentes posturas de los españoles en México. Esta falta de información hace que sea difícil contestar a la pregunta sobre hasta qué punto simpatizaba, como autora, con su personaje. Para terminar, formularé una hipótesis al respecto que se basa esencialmente en la manera en la que termina la historia de Alcántara.
En cierto momento, ya hacia el final de la historia, muere en un accidente automovilístico (significativamente, después de un fin de semana pasado en Acapulco, una ciudad vacacional lujosa y frívola [244]) la hija de Pérez, exiliado y amigo de Alcántara. Carmela Pérez, como ya hemos dicho, había llegado a ser un contraejemplo de lo que una chica española en México debía ser según el profesor. Había optado por una relación extramatrimonial con un político mexicano, lo que le permitía llevar una vida de “nueva rica”. Su deceso repentino y el profundo dolor que éste provoca en sus padres son, para Alcántara, una señal de que él mismo debe cambiar su actitud hacia sus hijos, ser más comprensivo hacia ellos y más indulgente con su progresiva mexicanización (248). En este momento el personaje adquiere más vida, comprobándose así lo que comenta René Girard (1961: 19), de que los personajes literarios se hacen más vívidos no debido a la solidez con la que prueban sus verdades, sino gracias a la facilidad con que pueden cambiarlas impulsados por sus pasiones. En sus memorias, Alcántara da cuenta de su decisión de cambiar de modo de vida y de pensamiento:
Trataba de interesarme en cosas a las que había sido insensible y descartar aquello que pudiera reportarme desaliento. Me esforzaba en mirar lo ajeno como propio para hallar significación a mi vida, y procuraba extraer de lo cotidiano lo susceptible de hacerme más feliz. Di en leer a los autores mexicanos, buscando en las letras lazos que me unieran más al país. Traté de interesarme en los problemas del pueblo, similares a los de todos los pueblos largamente explotados y económicamente débiles. Me aproximé al dolor de sus hombres e hice un esfuerzo para comprender mejor. Esta comprensión debería también aproximarme más a mis hijos y a los que serían pronto mis parientes políticos (256).
En ese momento el lector puede pensar que ha estado leyendo un Bildungroman, con la particularidad de que la formación la vive un adulto gracias a sus hijos, y no al revés. Este final dejaría traslucir entonces lo que Iliana Olmedo ha llamado la “intención pedagógica” (2014: 111) de la escritura de Carnés, quien invitaría a sus lectores a convertirse a su vez en genuinos transterrados y de dejar atrás su mentalidad que, más bien, evoca la del destierro.
Pero al lector le habrá llamado la atención la fuerte presencia del léxico del esfuerzo en la cita precedente, léxico que apunta a que el profesor posiblemente no vaya a lograr su cometido, pues expresiones como “trataba de”, “me esforzaba”, “procuraba” demuestran que le supone una gran laboriosidad. Asimismo, es significativo que, después de residir durante muchos años en México, siga hablando del país como si fuera una realidad completamente extraña. Por último, el reciente interés que le despierta México no es intrínseco sino instrumental: debe servirle para acercarse a sus hijos y a las futuras familias políticas de éstos. Todo esto dificulta que el profesor honre su compromiso de cambiar y hace que, después de pensárselo de nuevo, se dé cuenta de que se está traicionando a sí mismo (264). No es capaz de cumplir la promesa que se hizo y, con miras a volver a ser el refugiado moralmente superior que era antes, ayuda al hijo de Pérez que, con varios jóvenes compañeros suyos, todos hijos de exiliados, se compromete con la causa antifranquista en México.27
La novela termina con unos comentarios del profesor en los que expresa su renovada esperanza de cambiar la política española y su reconexión con sus ideas y sentimientos anteriores. Ya que esta decisión le hace feliz, el lector podrá pensar que la autora quiere recompensarlo por su actitud, digna de un verdadero desterrado que ha escapado a las tentaciones del transtierro. Esta hipótesis es apoyada por un comentario que José Herrera Petere dedicó a Carnés en el periódico mexicano El Nacional (24 de noviembre de 1945): “Luisa Carnés no es de los emigrados suicidas, que se debaten como los hombres-lobo tratando de olvidar a su patria […]. La ama ardiente, revolucionaria y calladamente, como es su modo. Escribe continuamente sobre ella” (en Carnés 2017: 49).
A modo de conclusión
La vida de César Alcántara, que él mismo retrata en su bitácora que luego se titulará El eslabón perdido, carece de acontecimientos importantes y, más bien, se caracteriza por una sucesión de acciones y hechos anodinos que hacen que el tiempo corra sin mayores sobresaltos. En el meollo de su escrito se encuentra el tema de sus relaciones con los demás, relaciones que comenta en términos afectivos. Los afectos que dominan son negativos y Alcántara siente una honda decepción por cómo se desintegra la comunidad de refugiados españoles en México, debido a que casi todos ellos optan por integrarse en su nuevo país. No estando él conforme con esta actitud, se hunde en el aislamiento y en un impasse comunicativo que, en la novela, se expresa mediante la primera persona que traduce la imposibilidad de conexión.
Si tomamos en cuenta el final de la novela, podemos leerla como un alegato por cuidar las raíces españolas y ser fiel al pasado. Pese al apellido Alcántara, que sugiere la imagen de un puente, escasean los espacios intermedios que conecten ambas orillas del mundo hispánico. Al contrario, la novela las presenta como diametralmente opuestas y alejadas una de otra. Sin embargo, un relato no debe considerarse únicamente por la forma en que termina la trama, sino por las emociones que las diversas escenas logran suscitar. Así, en El eslabón perdido, calan hondo la polifonía y las numerosas dudas que asaltan al protagonista y que lo hacen oscilar entre los ideales de la adaptación y la fidelidad, entre el transtierro y el destierro. Es en la inquietud que estos recursos provocan en el lector donde se crea un genuino espacio intermedio.