INTRODUCCIÓN
La reestructuración territorial derivada de la globalización y el cambio de paradigma socioproductivo ha modificado las dinámicas espaciales en cualquier ámbito, sea en el medio rural, en los núcleos urbanos o en la intersección entre ambos. A partir del concepto campo globalizado, se reconoce la reconstitución de los espacios rurales en esta esfera, en que sobresalen las interacciones de los actores locales y globales en la producción híbrida de nuevas formas y relaciones territoriales. Se ha conformado un ámbito rural constituido por múltiples y densas redes que vinculan ampliamente lo rural con lo urbano mediante interconexiones diferenciales económicas y sociopolíticas entre las distintas localidades. Es parte del proceso identificado como la “nueva geografía del campo globalizado” (Woods, 2007). Una de sus expresiones principales, la periurbanización, es identificada como uno de los fenómenos territoriales dominantes en el siglo XXI, que plantean importantes retos para su gestión y dimensionamiento político y social.
Las interacciones entre los espacios urbanos y su entorno rural tienen lugar tanto en los ámbitos metropolitanos como en otros de menor tamaño. Los centros urbanos pequeños y medianos contribuyen al desarrollo regional y rural como espacios de demanda y mercadeo de la producción agrícola de las áreas circundantes, así como a la producción de bienes y servicios; desempeñan un importante rol como centros de crecimiento y consolidación de actividades no agrícolas y de empleo; asimismo, atraen migrantes rurales para el desarrollo de actividades no agrícolas (Satterthwaite y Tacoli, 2003). Las zonas periurbanas, como resultado integrante de ese proceso de expansión continua en las ciudades, desempeñan un rol activo en la territorialización de tales procesos.
Por lo general, por medio del reconocimiento institucional del periurbano se pretende recuperar y salvaguardar las áreas naturales con fines productivos (prácticas agrícolas) o para el mejoramiento y conservación paisajística de los espacios naturales. También se busca la recuperación de los espacios públicos para la mejora en la calidad de vida, acciones englobadas en el contexto del desarrollo urbano sustentable; se adecuan estos espacios ubicados en la franja urbana, como entes multifuncionales, acordes a los requerimientos de renovación de la ciudad y sus ritmos de expansión, un aspecto indispensable en las prácticas planificadoras de cualquier espacio citadino (Nilsson et al., 2014).
La práctica de la AUP se generalizó, sobre todo en países pobres, hacia el final de la década de los años setenta como una estrategia de sobrevivencia ante el incremento de la pobreza y el aumento de precios de productos agrícolas, cuestión exacerbada aún más con los ajustes estructurales que tuvieron lugar en la economía internacional durante la década de los ochenta.
La debilidad mayor de la AUP tiene que ver con su escasa consideración en las políticas públicas para el desarrollo rural, pues no siempre se le integra en la planificación territorial, sea en lo urbano o en lo rural. De ahí que se planteen inquietudes acerca del escaso éxito de los programas y actividades que le dan impulso: ¿por qué ha sido marginada en la planificación urbana?; ¿cómo integrarla en ese proceso?; en los casos exitosos, ¿cuáles han sido los roles fundamentales que han permitido la integración?; ¿qué lecciones o enseñanzas se han derivado de estos casos? (RUAF, 2002). Un bosquejo general que intenta explicar las causas acerca del rol marginal que tiene la AUP en la definición de las políticas públicas para el desarrollo rural es el siguiente (Dubbeling y Van Venhuizen, 2003):
Peso decisivo de modelos productivos macro en las políticas de desarrollo rural.
Bajo nivel de organización de los agricultores urbanos.
Reducida escala de producción con escasa trascendencia en el abasto alimentario local.
Escasos programas gubernamentales sin continuidad temporal.
Insuficiencia de los mecanismos de financiamiento.
Desconocimiento de alcances y potencialidades de la AUP por parte de administradores nacionales y municipales, planificadores y ONG.
Falta de conciencia en productores y consumidores acerca de las potencialidades de la AUP.
Problemas en el acceso a la tierra, cambios en el uso del suelo y urbanización progresiva.
Rol central del capital inmobiliario en la valoración de los espacios de la producción agrícolas urbanas (gentrificación y reverdecimiento urbano).
En el presente artículo se exponen algunas ideas contemporáneas en torno al papel que desempeña la Agricultura Urbana y Periurbana en la reestructuración de los entornos metropolitanos y su rol potencial en la gestión sustentable de los espacios urbanos y periurbanos, así como sus aportes reales para el abasto alimentario urbano. Se analizan diversas vertientes teóricas, además de algunas expresiones territoriales que se han desarrollado en contextos sociopolíticos. Las ideas planteadas derivan de una revisión bibliohemerográfica de revistas electrónicas especializadas en estudios territoriales, urbanos y desarrollo rural, con énfasis en la periurbanización, rurbanización o periferias urbanas, escritos en lengua castellana, francesa e inglesa desde 2000, periodo en el que la reestructuración aludida se multiplicó a nivel internacional. En este recorrido acerca de las modalidades de la AUP se presentan las características principales de las prácticas agrícolas que se efectúan en ámbitos sociopolíticos diferenciados en países caracterizados como desarrollados1 y, por otro lado, los diversos fenómenos que se manifiestan en grandes ciudades latinoamericanas.
LA AUP EN LA DINÁMICA TERRITORIALURBANA. EXPRESIONES CONTEMPORÁNEAS
En los países desarrollados la producción urbana de alimentos ha tenido lugar de manera organizada desde las dos últimas décadas del siglo XX. Concretamente, la pequeña producción, que jugó un rol de gran importancia en épocas de crisis mundial (1930) y en los periodos de guerra y posguerra donde, al menos en Estados Unidos y Canadá, existían programas de control y racionamiento de alimentos. Hacia las décadas de 1960 y 1970, la producción agrícola urbana se vio mermada por el crecimiento de la agricultura comercial. En los países menos desarrollados el paulatino crecimiento de la pobreza incidió en la progresiva búsqueda de alternativas ante la reafirmación de procesos de exclusión social, uno de ellos, el deterioro de la seguridad alimentaria (Boulianne, 2001).
A partir de 2000, la agricultura ha sido considerada en los proyectos urbanos como una respuesta a las crecientes demandas de los ciudadanos para contar con productos frescos y de calidad, además de establecer otras relaciones, sea en términos lúdicos, paisajísticos, de salud y bienestar, o bien para el desarrollo de actividades pedagógicas como las granjas escolares educativas (Faliès y Mesclier, 2015). La Agricultura Urbana (AU)2 se practica fundamentalmente en las ciudades, sus modalidades están fuertemente ancladas en los barrios y priorizan la gestión colectiva de la tierra, además de favorecer ampliamente los vínculos vecinales y establecer un mayor contacto con la naturaleza e incidir en el ordenamiento local. Bajo este precepto, proliferaron los espacios para la producción de alimentos sanos, así como para el desarrollo comunitario (huertos urbanos, urban community gardens, jardins urbains communitaires et collectifs, agri-parcs, etcétera). En las grandes metrópolis de Norteamérica y Europa estos espacios se han constituido como mecanismos de defensa ante la pérdida paulatina de espacios verdes. Sin embargo, pese a sus impactos positivos en la sustentabilidad urbana, las prácticas agrícolas son objeto de cuestionamientos, pues también afectan negativamente el entorno urbano por el uso de fertilizantes y la contaminación de aguas (Tacoli, 1998).
En términos del uso de los territorios, la práctica de la AU ha incidido en el ordenamiento urbano, pues se ha multiplicado la ocupación de las parcelas urbanas abandonadas y los jardines comunitarios donde se cultivan flores, plantas y legumbres. Sin embargo, se generan importantes conflictos en estos espacios (sobre todo en los próximos a la ciudad) relacionados con los usos y frecuentes reconversiones de las tierras de uso agrícola en explotación (Torre, 2014), pues en el espacio periurbano la valorización y el futuro de la ruralidad periférica se han determinado principalmente por las necesidades urbanas (Antrop, 2004). Al mismo tiempo, las distintas modalidades de las prácticas agrícolas urbanas (circuitos cortos o largos, jardines colectivos, huertas comunitarias, agricultura de ocio, cría de especies animales menores, etcétera) son valorizadas en lo concerniente a la cuantía de sus aportes para la resolución de la seguridad alimentaria, la sustentabilidad y los procesos sociopolíticos (Nahmías y Le Caro, 2012).
En la actualidad, los vínculos que derivan de las nuevas relaciones campo-ciudad (marco de vida, paisaje o reserva territorial, espacio agrícola) se expresan en términos de proyectos territoriales de mayor alcance, en los que la producción agrícola ocupa un lugar destacado en los procesos de ordenamiento urbano (proyectos agriurbanos, fábricas urbanas,3 parques agrícolas, etcétera). En países desarrollados se multiplican las prácticas agrícolas realizadas en los espacios intersticiales o espacios públicos de las ciudades, que en su adecuada dimensión son consideradas en las políticas para el desarrollo sustentable o la seguridad alimentaria, al grado de que en la literatura y los debates científicos ya es generalizado el uso de los términos urbanidad agrícola o agrarización de la ciudad, como elementos novedosos en la gobernanza territorial agrourbana (Lardon y Loudiyi, 2014).
La producción hortícola constituye la mayor expresión de la AUP, revitalizada por los nuevos desarrollos tecnológicos y oportunidades de mercado, que se han visto influenciados por los cambios en el estilo de vida, salud y modas en la población urbana. La producción intensiva de estos alimentos “sanos” ha dado lugar a modalidades identificadas con la comodificación4 (Perkins, 2011). Dicho proceso contribuye a la transformación y la consecuente revalorización de las áreas rurales, que fortalece el establecimiento de una nueva geografía rural y nuevas pautas en las modalidades de producción y consumo rural (re-resourcing), fundamentalmente en las áreas periurbanas (Perkins, 2011).
Diversas situaciones condicionan la fenomenología en la que se desarrolla la AUP. En los países pobres, un actor central, el capital inmobiliario, avanza inexorablemente en periferias y zonas rurales con la paulatina transformación de los usos del suelo, determinando los espacios para los cultivos. En lo productivo, otras son las perspectivas: las prácticas agrícolas urbanas tienen, fundamentalmente, un sentido de subsistencia (incorporación de alimentos a la dieta diaria) e incluso económico (aporte de recursos monetarios a la economía familiar), y coexisten con procesos productivos de corte comercial (circuitos cortos). Es una práctica que se desarrolla de manera individual o, en el menor de los casos, de forma colectiva.
En los países desarrollados, las comunidades vecinales han establecido otras formas de intervenir en la gestión de los territorios urbanos y periurbanos a fin de incidir en la delimitación de la expansión urbana (Cloke, 2006; Phillips, 2007). Las más comunes consisten en la ocupación de áreas inutilizadas para establecer espacios productivos, principalmente jardines comunitarios y huertos urbanos, que sustentan una importante acción comunitaria, socioambiental y nutricional, pues la producción atiende, sobre todo, requerimientos de bancos de alimentos, abasto de comedores escolares y cocinas comunitarias para población de bajos ingresos (Mundler et al., 2014).
NUEVOS PROCESOS EN LAS VINCULACIONES DE LA CIUDAD CON EL CAMPO
Una buena parte de la producción científica urbano-rural actual abunda en las novedosas y diversas construcciones socioterritoriales que ocurren en torno a la producción agrícola en las ciudades y su entorno periurbano; analiza la emergencia de nuevos procesos y expresiones territoriales vinculadas a los sistemas agroalimentarios urbanos (Fleury y Donadieu, 1997). Así, la cuestión alimentaria se ha convertido en un elemento central en el estudio de los territorios urbanos y periurbanos (Mbiba y Van Veenhuizen, 2001). En muchos países, principalmente en Europa, tal tema ha ganado espacios en la definición de las políticas públicas y se ha convertido en un elemento que refuerza y/o reconfigura los vínculos agrícolas en y con las ciudades, en términos de sus requerimientos alimentarios.5 Para otros autores (Lardon y Loudiyi, 2014), a partir de dicha situación se construyen nuevas legitimidades y se desarrollan nuevas relaciones entre los actores agrícolas. En este sentido, la cuestión alimentaria en las ciudades marca ya nuevos senderos en los modelos de gobernanza territorial, especialmente en países pobres (FAO, 1996). En el caso de ciudades de la Unión Europea, las vinculaciones contemporáneas entre el campo y la ciudad son consideradas como indicativos de nuevas figuras de proyecto territorial.6 Por esta vía se analiza la articulación de las escalas de acción y la emergencia de los actores intermediarios como mediadores de los procesos de integración de agricultura y alimentación en los territorios (Lardon y Loudiyi, 2014).
La idea acerca de las vinculaciones territoriales en términos de proyectos, paulatinamente adquiere aceptación en los ámbitos académicos. Si bien la caracterización territorial de las relaciones urbano-rurales es importante, los nexos entre ciudades y prácticas agrícolas no se hacen en términos del estado de los lugares (espacio agrícola, marco de vida, paisaje, reserva territorial), más bien adquieren carácter en términos de proyectos (proyectos agriurbanos, fábricas citadinas y parques agrícolas, entre otras formas). Como espacio público, las zonas de producción agrícola que se desarrollan en las ciudades deben considerarse en el ámbito de las políticas para el desarrollo sustentable o la seguridad alimentaria. La cuestión, por tanto, se centra en conocer las maneras en que se establecen y conservan los espacios agrícolas de proximidad; en identificar quiénes son los nuevos actores que inciden en la construcción de dichos territorios y sus sistemas de acción; en reconocer y analizar detalladamente las nuevas urbanidades agrícolas y los modelos vigentes en la gobernanza entre la ciudad y la producción agrícola para la alimentación (Torre, 2013; Lardon y Loudiyi, 2014).
De ahí la importancia de ahondar en conceptos como proximidad geográfica, que involucra la noción de distancia física entre actores, instituciones y contexto natural. Junto con la proximidad organizacional constituyen un constructo social que determina una mayor o menor proximidad en las estrategias económico-organizacionales de los agentes económicos y las instituciones locales (Rallet, 2002).
En su vinculación con los procesos agrícolas, se ha establecido el concepto agricultura de proximidad como una de las expresiones que involucra la agricultura periurbana. Se refiere a la producción de alimentos y otras mercancías agrícolas en las inmediaciones de la ciudad en un ámbito tal que permite la movilidad cotidiana de los productos hacia a los mercados urbanos de consumo. A partir de la caracterización de la agricultura de proximidad, en la que la producción es destinada fundamentalmente a los mercados urbanos, hay que considerar, además, la confrontación que tiene lugar a partir de dos elementos: el proceso propio de la producción agrícola de proximidad y la ocupación de los suelos (sometidos a conflictos eventuales con otras actividades al servicio de la ciudad, como usos habitacionales o de oficinas comerciales, de infraestructuras para el tratamiento de desechos o del transporte), y el mantenimiento de espacios naturales y para el esparcimiento7 (Torre, 2014).
La proximidad organizacional es fundamental en el posicionamiento de intereses económicos, políticos, culturales e históricos entre dos o más actores que participan en los procesos que se realizan en un territorio (Torre y Beuret, 2012). Ambos conceptos están presentes y fundamentan expresiones territoriales propias de la AUP, como los circuitos cortos y la agricultura orgánica de proximidad. Se multiplican las iniciativas, las acciones y los proyectos que vinculan ciudades y procesos agrícolas, producción alimentaria y sus territorios, en que la sociedad civil alienta, cada vez en mayor medida, acciones a favor de una mayor interacción entre la producción agrícola próxima a las ciudades y el consumo. Se establecen nuevas formas de interacción, en particular, expresiones espaciales entre actores y actividades en nuevas trayectorias y legitimidades (Torre, 2013).
Se identifican claramente dos tendencias y/o sentidos en la actividad: por una parte, los diversos roles que desarrolla la agricultura urbana y periurbana en los crecientes requerimientos alimentarios y en la constitución de las políticas de seguridad alimentaria de los gobiernos locales y nacionales; por la otra, el énfasis en las funciones sociales que desarrollan los espacios rurales y periurbanos (fortalecimiento comunitario, ocio, placer, terapeútica), así como las referentes a su incidencia en la planificación y el ordenamiento territorial (Mundler et al., 2014). En los países desarrollados predomina la caracterización de la actividad con un sentido lúdico y terapéutico para determinados sectores sociales, si bien no se descarta su rol en la integración de la comunidad. En ambas situaciones se analiza la multiplicación de iniciativas, acciones y proyectos que fortalecen los vínculos entre ciudades, procesos agrícolas y sus dinámicas sociales; entre la producción alimentaria y sus territorios, en que la sociedad civil alienta cada vez más las acciones a favor del fortalecimiento de vínculos entre la producción agrícola y el consumo.
LA AU Y LA ESTRATEGIA TERRITORIAL DE LA URBANIZACIÓN CAPITALISTA
La práctica de la agricultura urbana no está exenta de cuestionamientos y posicionamientos políticos. La producción científica muestra dos sesgos definidos: quienes reivindican las contribuciones de las prácticas agrícolas urbanas a la sustentabilidad de las ciudades y el gran potencial de sus aportes a la seguridad alimentaria, así como la concientización acerca de la oposición y el fortalecimiento de oposición al sistema industrial agroalimentario dominante. En esta promoción también intervienen agencias gubernamentales de investigación e intervención.8
Por otra parte, se ha conformado una amplia corriente crítica de la agricultura urbana y periurbana, que, en términos generales, se contraponen a su carácter de modelo alimentario alternativo, al hecho de reproducir y reforzar, al mismo tiempo, las modalidades neoliberales de la economía política contemporánea, fundamentalmente las de la actividad inmobiliaria, con las que se generan mayores plusvalías mediante el discurso del “reverdecimiento urbano” (McClintock, 2014).
La práctica de la agricultura en las ciudades reivindica la recuperación de los espacios públicos en las ciudades y su gestión sustentable desde las asociaciones locales y vecinales. Dichos posicionamientos se canalizan por medio del impulso de iniciativas para incentivar la producción de alimentos en cualquier espacio disponible, sea en techos o bien en áreas precisas de las urbes (predios abandonados, espacios bajo líneas de conducción eléctrica, etcétera). Tales fenómenos son habituales en espacios abiertos de grandes metrópolis mundiales donde proliferan las agendas del “planeamiento urbano verde” en un contexto de revalorización urbana (Tornaghi, 2014).
En este contexto se conforman procesos paulatinos de gentrificación. En tal sentido, se considera que la producción agrícola urbana es más bien una estrategia utilizada por los desarrolladores inmobiliarios para revalorizar el mercado del suelo y las propiedades urbanas. Así, los proyectos de la AU constituyen oportunidades sociales y económicas, a la vez que pueden constituirse en medios para la justificación de nuevas oleadas en la acumulación de capital e incluso para fortalecer medidas que favorezcan la privatización de los ámbitos urbanos o la inversión selectiva sólo en aquellos espacios que garanticen la rentabilidad (Tornaghi, 2014). En su análisis acerca de la gentrificación, Smith (1996) señala cómo los huertos urbanos, en su aparente intención de ampliar los espacios verdes en la ciudad, en el fondo constituyen un elemento importante para la revalorización en el costo del suelo, donde se instalarían nuevos desarrollos inmobiliarios para clientes y consorcios con alto poder adquisitivo, la llamada “clase creativa”. Tal situación ha tenido lugar en Nueva York, donde se otorgaron incentivos económicos y soporte técnico a barrios y grupos juveniles que participaron en la limpieza de espacios públicos abandonados y/o deteriorados (“tierras de nadie”) con el fin de convertirlos en huertos para la producción de alimentos, flores, hierbas, etcétera (Huerto Comunal Clinton). Sin embargo, un estudio de 2006 reveló que la instauración de un huerto comunal resultaba en un aumento de los precios de propiedades residenciales dentro de un perímetro aproximado de 300 metros y que el impacto aumentaba con el tiempo, especialmente en los barrios más desfavorecidos (Kami Pothukuchi, 2006, citado en De Zeeuw et al., 2006).
En cuanto a la gentrificación rural, encuentra modalidades precisas en las zonas periurbanas. En términos generales, reproduce en el medio rural las características que se expresan en las ciudades (revalorización de la tierra, nuevos actores, expulsión de propietarios originales, actividades novedosas, intervenciones recientes de organismos de planificación, interacciones vigentes con el entorno natural, etcétera). En su acepción generalizada, la gentrificación en el medio rural se identifica con la demanda y la percepción de espacio verde residencial (greentificación); involucra un proceso de diferenciación social en las relaciones con el entorno natural. Deriva en una construcción social del espacio rural que demanda usos diversos según el estrato social de quienes lo ocupan, por lo general, las clases medias y altas, que si bien en ocasiones impulsa formas de participación social (activismo verde), sus fines no van más allá de la conservación paisajística y del confort que produce un medio rural natural en armonía (Phillips, 2007). Según esta idea, en algunos casos (fundamentalmente en Estados Unidos), estos fenómenos se han caracterizado como new ruralism, en los que se asigna un marcado sesgo de marketing a los espacios rurales (promoción y venta de grandes áreas naturales en Florida y la costa noreste, especialmente para usos habitacionales y paisajísticos) como una extensión del llamado smart growth, que destaca los usos sustentables de la ciudad y el reforzamiento de la culturalidad, la identidad y los vínculos comunitarios, a fin de regenerar el sentido habitable de los núcleos urbanos (Schmitz, 2008).
La gentrificación y la urbanización difusa generan un importante conflicto para la periurbanización. A tales procesos se les ha considerado fenómenos pasajeros, una moda reforzada por los medios de comunicación y redes sociales, en que se apuntala el sentido bucólico del campo, el bien vivir y la tranquilidad (Woods, 2007; Phillips, 2007); sin embargo, también se le considera un resurgimiento de formas antiguas entre la ciudad y su hinterland, o bien una actividad agrícola que jamás se detuvo en el caso de los países pobres; constituye una actividad propia de las periferias alejadas de las grandes ciudades. En términos de los usos del suelo, se generan tensiones y conflictos a causa de la urbanización y los suelos agrícolas pasan, de su uso habitual, a convertirse en una reserva territorial o reserva de propiedades. Se confrontan los productores partidarios del cambio en el uso del suelo (generalmente neorurales) con los habitantes locales que buscan proteger estos espacios como zonas naturales o agrícolas con interés paisajístico, o como un intento para frenar el avance de la ciudad (Torre, 2014). En este señalamiento convergen los posicionamientos de la ecología política urbana (Swyngedouw et al., 1999; Classens, 2015), que analizan las transformaciones de los espacios urbanos y periurbanos con las reglas y modalidades del capital, sobre todo, el inmobiliario. Este enfoque se contrapone a ideas enraizadas en los criterios productivistas (seguridad alimentaria) y la planificación y el ordenamiento territorial (sustentabilidad urbana y territorial), o bien a aquellas que destacan beneficios inmediatistas (efectos en la salud física o de terapias emocionales y ocupacionales para la población jubilada).
Entre los planteamientos centrales de esta corriente de pensamiento, se considera que las estrategias de acumulación capitalista (capital inmobiliario) han adoptado el término “capitalismo verde”, como una forma “de mercantilización y financiarización que profundiza la penetración de la naturaleza por el capital” (Smith, 2007). Este discurso subyace tras actividades como el ecoturismo y las áreas de conservación, y conduce a patrones de consumo que generan crisis ambientales, toda vez que se construye un paisaje que idealiza el sentido bucólico de la naturaleza y relega otros problemas socioambientales trascendentales como el uso y abasto de agua y el manejo de residuos, así como la contaminación de los suelos y el escaso control de las emisiones de gas a la atmósfera derivadas de compostajes y sistemas naturales de reciclaje orgánico (Cleveland et al., 2016; Dinis et al., 2018).
En referencia a los huertos urbanos, Smith (2007) le confiere un mayor sentido de clase social, pues enfatiza en su insuficiencia para constituir una opción real para el abasto alimentario, toda vez que los productos gourmet y orgánicos sólo se encuentran al alcance de las clases medias y acomodadas. Para McMichael (2015), la existencia de los huertos conforma un paisaje agrícola sin énfasis político para los usuarios urbanos; una postura contestataria al régimen alimentario corporativo sin mayor posicionamiento ideológico.
EXPRESIONES TERRITORIALES AGRÍCOLAS Y GOBERNANZA EN ZONAS URBANAS Y PERIURBANAS
Una forma de intervención que se ha desarrollado principalmente en Europa como contrapeso a la expansión urbana, es la de los parques agrícolas.9 Tienen el doble objetivo de mantener la agricultura por medio del desarrollo económico y el potencial productivo, al tiempo de crear relaciones espaciales y funcionales entre el campo y la ciudad. Constituyen un medio para la gestión y protección de zonas agrícolas alrededor de las ciudades y para reactivar los lazos existentes entre el campo y la ciudad. Este tipo de proyectos territoriales se benefician de la proximidad de los centros urbanos, que constituyen el mercado principal para los productos del parque agrícola.
Los parques son el resultado de un proceso constructivo en el que participan múltiples actores locales, incluidos los institucionales, que desempeñan roles importantes en el reconocimiento del valor cultural, social y económico, así como del potencial productivo para la preservación y conservación mediante el desarrollo económico. En estos ámbitos territoriales se constituyen “pactos sociales” entre los actores implicados en su creación y gestión; la cuestión alimentaria está en el centro de la dinámica territorial e implica una intensa reconfiguración de los vínculos entre los actores (gobierno, productores y organizaciones sociales). Involucra nuevas coordinaciones en la definición de posiciones comunes y en la afirmación de competencias, o en la emergencia de nuevas legitimidades. En este contexto, la agricultura urbana y periurbana adquiere roles cada vez más importantes como parte integrante de la dinámica territorial de la ciudad, anclada cada vez más en la acción pública y las acciones ciudadanas, si bien requiere de más amplio reconocimiento en las políticas públicas territoriales como configurador de nuevos modelos de gobernanza (Torre, 2013).
Los parques constituyen un instrumento importante en los mecanismos del ordenamiento territorial, pues protegen las tierras agrícolas circundantes con una planificación de naturaleza urbana, por medio de acciones e iniciativas para la promoción de actividades multifuncionales de la agricultura que favorecen un desarrollo más territorializado de la economía. Destaca el potencial del ocio y del turismo rural y pedagógico (granjas y circuitos paisajísticos)10 (Giacché, 2014).
AGRICULTURA Y USO ESPACIOS PÚBLICOS EN LAS CIUDADES
Si bien la agricultura y la alimentación se vinculan por sus formas y procesos tradicionales, diversas dinámicas sociales han tomado relevancia con impactos en el tejido social, es el caso de la conformación de espacios agrícolas colectivos (jardines comunitarios y colectivos) que constituyen las formas territoriales más ampliamente difundidas, los cuales surgieron inicialmente como medida de resistencia ante el avance de la urbanización y la pérdida de espacios públicos en las ciudades. Su existencia ha trascendido en la medida en que los movimientos ciudadanos y asociaciones de vecinos han adquirido legitimidad institucional, si bien pueden tener naturalezas muy diferentes en sus contenidos y dinámicas sociales. Desempeñan un papel muy activo en la dinámica comunitaria local, pues en torno a la práctica de la agricultura urbana se afrontan problemáticas sociales importantes como la reinserción social (toxicómanos y exconvictos) y laboral, así como también los espacios de acogida de inmigrantes extranjeros.11
El fenómeno de los jardines comunitarios ha tenido auge en los ámbitos megalopolitanos desde la década de los años ochenta; por ejemplo, tiene gran presencia en las ciudades y áreas industriales de la costa noreste de los Estados Unidos y en espacios metropolitanos de Canadá.12 También es muy importante en las grandes ciudades californianas (San Francisco, Los Ángeles, Berkeley, Sacramento). Se constituyeron fundamentalmente espacios urbanos de producción de comestibles, y sus fines se vinculaban principalmente con el uso recreativo y/o terapéutico de la actividad. Pero con el tiempo, una buena parte de estos jardines se ubicaron en zonas marginales, lo cual sugeriría que aportaban algún tipo de beneficios y un intercambio cultural y comunitario muy diverso. Se priorizó el cultivo de especies comestibles (legumbres) y flores en escuelas, prisiones, hospitales, así como espacios habitacionales vecinales de alta densidad poblacional en las periferias metropolitanas (Guitart et al., 2012).
En algunas ciudades de Alemania,13 la práctica de la Jardinería Urbana (JU) desempeña un rol importante en los estándares de calidad de vida para personas mayores y en ámbitos urbanos con población en proceso de envejecimiento (60 años y más). Ha incidido en el mejoramiento de la sustentabilidad urbana (manejo de las aguas, calidad del aire, enriquecimiento de la biodiversidad, mejoramiento de la calidad del aire, fortalecimiento de la infraestructura ambiental, etcétera). Ahí, las prácticas hortícolas han tenido un sentido lúdico y terapéutico (Fox-Kämper, 2015). En Berlín, desde finales de la década de los años setenta surgieron los jardines comunitarios, como parte de un amplio movimiento social, para enfrentar las políticas de “renovación” urbana, al tiempo que se promovía el fomento de la plena utilización de los espacios verdes en la ciudad.14 En Leipzig, el área urbana utilizada en la producción agrícola es una de las más altas en las ciudades europeas, así como su espacio per cápita (23 m2/habitante) (Cabral y Weiland, 2016). Fráncfort y su espacio metropolitano, centro industrial y financiero en Europa, han experimentado desde 2007 una rápida expansión de los huertos urbanos, lo que les valió recibir en 2014, junto a Copenhague, la distinción de Ciudad Verde Europea (Barba, 2018).
En Londres, los espacios verdes son parte importante de la Capital Growth Strategy. Han funcionado en la integración de diferentes culturas y generaciones de diversos grupos étnicos y minorías en la producción de alimentos. En Francia se desarrollaron los jardins partagés (jardines compartidos), donde se habilitaron pequeñas parcelas con usos para prácticas agrícolas de escolares, desempleados y personas discapacitadas, con la finalidad de fortalecer el desarrollo comunitario (Jardins du Zephyr en Aulnay sûr Bois, al norte de París), para lo cual se reconvirtieron espacios abandonados y basureros con el fin establecer espacios de cultivo entre grandes bloques de viviendas. En Portugal destaca el caso del Valle de Chelas en Lisboa, donde el plan maestro de desarrollo urbano de la ciudad estableció áreas o espacios para la creación de parques verdes con la intención de reordenar la propiedad y los usos de terrenos con ocupación ilegal (Fox-Kämper, 2015). La municipalidad de Lisboa ha impulsado desde 2010 el establecimiento de corredores verdes y ecológicos en los que ha integrado espacios inutilizados para la creación de jardines comunitarios (Cabral y Weiland, 2016). También ha establecido granjas pedagógicas como la Ciudad Agrícola Olivais (Madaleno, 2002).
En España, los huertos urbanos se desarrollaron durante la última década del siglo XX, pero su auge y multiplicación tuvo lugar a partir de 2007, con el agravamiento de la crisis económica y social.15 Su finalidad era tener acceso a alimentos más saludables e incidir en la recuperación de espacios urbanos degradados (Ecologistas en acción, 2017). En Barcelona se ha realizado la actividad en espacios de producción agrícola orgánica, donde ha intervenido cualquier persona interesada, pero especialmente la población de jubilados y mayores, que por lo general han contado con amplio respaldo de los concejos de la ciudad (Fox-Kämper, 2015). Desde la década de 2010, se han consolidado experiencias de productores periurbanos en Madrid; Sanz et al. ( 2018) han analizado el modelo organizativo de los grupos y cooperativas de consumo agroecológico de Lavapiés, su articulación y la puesta en práctica de nuevos esquemas de producción y consumo como una opción política y de autoorganización social (redes alimentarias alternativas), destacando su dimensión y los vínculos territoriales establecidos con los agricultores de proximidad y con el tejido social y ciudadano del barrio (Sanz et al., 2018). En el mismo entorno madrileño, en el barrio de Vallecas, Michelini y Abad (2018) analizan, desde el enfoque de la proximidad, las características de los grupos de consumo agroecológico en el contexto de las movilizaciones ciudadanas, como propuestas de estrategias de resiliencia y desarrollo urbano. Advierten que la incorporación de la cuestión alimentaria a las estrategias de resiliencia urbana requiere la promoción de verdaderos sistemas alimentarios locales a fin de escalar tales iniciativas.
Estas formas de producción y comercialización encuentran sus antecedentes en diversas experiencias internacionales, en el modelo de la Community Supported Agriculture (CSA). Inicia en 1965 en Japón, con la instalación de las teikei (alianzas entre productores y consumidores); posteriormente en Suiza se desarrollaron las fincas comunitarias (food guilds); durante la década de 1970, en Canadá y Estados Unidos proliferaron asociaciones de este tipo en los principales centros metropolitanos; en Italia se conformaron durante la década de 1990 los Gruppi di Acquisto Solidale y en Alemania se instalaron paulatinamente los Solidarische Landwirtschaft. En Bélgica, en 2006, surgen los GASAP (Grupos de Compra Solidaria a la Agricultura Campesina). En Francia han desarrollado quizá la mayor consolidación en la figura de las AMAP (Associations pour le Maintien de l’Agriculture Paysanne).16 También se han conformado grupos similares en Holanda, Dinamarca, Hungría, España, Portugal, Australia, Nueva Zelanda y Ghana (Weidknnet, 2011).
La CSA puede ser analizada en diferentes facetas (sociopolítica, comunitaria y de pragmatismo económico), con diferentes expresiones respecto a sus innovaciones, así como en lo relacionado con las crisis que enfrenta (Blättel et al., 2017). La dinámica y los impactos de la existencia de la CSA no están exentos de cuestionamientos acerca de su efectivo posicionamiento alternativo. Se ha señalado que, para entender este modelo productivo y de consumo, hay que ubicar su aparición en el contexto de las relaciones capitalistas en las sociedades contemporáneas y hasta dónde estos planteamientos alternativos poseen un determinado riesgo de ser rebasados por la lógica de la función capitalista. En primer lugar, se considera que los recursos monetarios utilizados por los consumidores provienen de la esfera laboral regulada por la dinámica del capital, con lo que se fortalece su concentración. Igualmente, si el objeto de estas posturas alternas de consumo consiste sólo en la decomodificación, el discurso se transforma en una modalidad de marketing con un fuerte sentido orgánico (Blättel-Mink, et al., 2017). Si bien se reconocen los impactos positivos de los huertos urbanos, se alerta en la necesidad de reflexionar acerca de los niveles de autoexplotación del trabajo para cumplir los tiempos y requerimientos de las demandas en las que están inmersos (Galt, 2013). De la misma manera, se señala la debilidad de las marcas y los productos derivados de la CSA, y se alerta acerca del requerimiento de un mayor compromiso y/o tareas a desarrollar en cuanto al fortalecimiento de alianzas, prácticas cooperativas y reforzamiento de la ética en las economías de comunidad (White, 2015). Si bien se reconoce el impacto positivo de la CSA, su ámbito se expresa en pequeñas comunidades; su conocimiento a profundidad requeriría ampliar la escala de análisis a fin de conocer impactos territoriales diferenciados (Allen IV et al., 2016).
PRODUCCIÓN AGRÍCOLA EN CIUDADES Y METRÓPOLIS DE AMÉRICA LATINA
En América Latina y el Caribe, las expresiones de estos fenómenos tienen finalidades distintas. En los diferentes países han proliferado las prácticas agrícolas urbanas mediante experiencias de corto alcance que tienen un ámbito de actuación, principalmente en ferias locales y mercados ecológicos u orgánicos, así como en la venta directa en las parcelas o el surtido de cestas a domicilio (FAO-Cepal, 2014). Los circuitos de proximidad que se establecen constituyen alternativas a los procesos de comercio formal y monopólico mediante expresiones de oferta y consumo solidario (Méndez del Valle, 2018; Sanz et al., 2018).
En las regiones metropolitanas de las grandes urbes latinoamericanas se ha difundido paulatinamente la producción agrícola urbana y periurbana, en las ciudades y en su entorno inmediato. Coexiste con sistemas de producción agrícola sólidamente estructurados para el abasto cotidiano en los mercados urbanos (Ávila, 2012). En ese contexto se constituyen ámbitos de agricultura de proximidad, donde paulatinamente se incorporan espacios para la producción orgánica de alimentos. Sin embargo, en la mayoría de los países latinoamericanos las condiciones para el desarrollo de la agricultura urbana aún son difíciles, sobre todo por la falta de tradición o por otros factores como la baja calidad, el deterioro del sustrato material de la producción (suelo, agua, etcétera) y la adopción paulatina de patrones alimentarios que impulsan los grandes consorcios internacionales a partir de la agricultura convencional.
Durante la década de los años noventa, en Argentina se registraron fuertes tasas de pobreza, principalmente urbana, así como de subalimentación y de carencias nutricionales. Se pusieron en marcha proyectos institucionales para desarrollar programas de agricultura urbana dirigidos fundamentalmente a los habitantes más pobres de las ciudades; si bien las cuencas de aprovisionamiento de legumbres y frutas permanecían o continuaban alejadas de las grandes ciudades, al mismo tiempo ahí se fortalecía el desarrollo y la preservación de “cinturones hortícolas”. La práctica de la agricultura urbana en las urbes argentinas se intensificó como esfuerzo interinstitucional luego de la crisis económica de 2001. Su antecedente más importante ha sido el programa federal Prohuerta para la creación masiva de huertos urbanos, que comprometió a los diversos niveles de gobierno: Estado federal, provincias y municipalidades (Duvernoy y Lorda, 2012). Paralelamente se pusieron en marcha políticas diversas para facilitar el acceso de los agricultores urbanos a terrenos (vacantes) privados. Para ello, la municipalidad de Rosario creó un Banco Municipal de Tierras Agrícolas (un registro catastral de terrenos) y contactó a quienes necesitaban estos terrenos con sus dueños. También alquilaba terrenos particulares vacantes para agrupaciones comunitarias interesadas en un uso productivo. Otro instrumento eficaz utilizado en Rosario para impulsar la AUP en áreas vacantes consistió en el aumento de impuestos municipales a los terrenos urbanos sin utilizar y la reducción fiscal para los propietarios que los arrendaran para cultivos temporales (De Zeeuw et al., 2006).
En Colombia se ha impulsado la práctica agrícola en las ciudades. Se estima que existen unas 10 000 unidades productivas estables, de las cuales 3 500 se encuentran en Bogotá. En otras ciudades como Medellín, Cali y las costeras del Caribe también se realiza la actividad. La finalidad es contribuir a mejorar la seguridad alimentaria, la generación de ingresos, la nutrición y la salud de la población más pobre y vulnerable de las ciudades colombianas (jefas de hogar, desplazados de guerra, desempleados, jóvenes, adultos mayores y grupos de productores urbanos y periurbanos (Encolombia, 2017). En 2007 se inició el programa denominado Ecohuertas Urbanas, apoyado por la Secretaría del Medio Ambiente del municipio de Medellín, en el que se produjeron plantas aromáticas, arvenses, condimentarias, medicinales, frutales y hortalizas (Rodríguez, 2017). Desde 2015, se trabaja desde la FAO la conformación del Programa Alimentario Ciudad-Región, de corte periurbano, en ámbitos de Medellín, Cali y Bogotá (Zuluaga, 2018).
En Brasil, desde 2000, cobró un fuerte impulso la producción de alimentos en las ciudades y su periferia a partir de la implementación del Programa Hambre Cero, en que la AUP ha tenido un rol central. Se implementó la Política Nacional de Agricultura Urbana y Periurbana con la finalidad de garantizar la seguridad alimentaria de los pobladores de las periferias metropolitanas, que constituiría una alternativa para la producción de alimentos y la generación de renta para los productores agrícolas de las zonas urbanas y periurbanas. Hacia 2008, se desarrollaban programas en capitales estatales, la mayoría de ellas, espacios metropolitanos como Belem, Fortaleza, Recife, Salvador, Brasilia, Goiania, Belo Horizonte, Río de Janeiro, Sao Paulo, Curitiba, Florianópolis y Porto Alegre (Ávila, 2012). Si bien se realizaron importantes esfuerzos para otorgarle carácter estratégico, la AUP en Brasil no ha sido efectivamente apoyada por políticas públicas establecidas por los gobiernos federal, estatales y municipales,17 en gran medida por la prevalencia del modelo de agricultura convencional en grandes superficies para el cultivo de productos para la exportación (Hespanhol y De Medeiros, 2017).
Quizá el programa más exitoso a nivel mundial, en términos de seguridad alimentaria, lo constituye la experiencia de la AUP en Cuba. En este país la práctica de las actividades agrícolas ha tomado un carácter institucional y desde entonces fue asunto de interés nacional. El surgimiento de la actividad y su establecimiento en las políticas públicas nacionales se ubican en el contexto de la crisis del modelo sociopolítico, enmarcado en el derrumbe del socialismo soviético, del cual la economía cubana fue ampliamente dependiente. Dicha crisis originó, a su vez, una importante transformación del modelo de producción agrícola para garantizar la sobrevivencia y la seguridad alimentaria. Ahí tuvo un rol principal la agricultura urbana y periurbana. Los espacios libres de la capital, La Habana, así como los de otras capitales provinciales, fueron ocupados para la producción organopónica de alimentos. Se creó un departamento específico de Agricultura Urbana en el Ministerio de Agricultura para asesorar y otorgar asistencia técnica a los productores urbanos. La actividad es actualmente una de las más importantes en la agricultura cubana, que satisface las necesidades alimentarias de la población y fortalece el carácter sustentable de sus ciudades (Sitio Nacional de Agricultura Urbana y Suburbana en Cuba, 2013).
En otros países de América andina se han puesto en marcha programas piloto que han tenido la intención de impulsar la práctica de la AUP. En Perú, a principios de los años noventa, algunas ONG iniciaron actividades de promoción de la AU como una estrategia para mejorar la nutrición y los ingresos económicos. Se priorizó la hidroponia como opción tecnológica para cultivar hortalizas, plantas ornamentales, aromáticas y medicinales en áreas periféricas de Lima, caracterizadas por sus difíciles condiciones económicas y del sustrato material para la producción. El aumento de la producción permitió abastecer determinados volúmenes para la venta en supermercados locales en zonas periurbanas de la capital peruana. Sin embargo, el programa decayó por la oferta insuficiente y la irregularidad en la entrega de los productos (Abensur y Chicata, 2003).
En Ecuador, la municipalidad de Quito afrontó el reto de combatir la pobreza urbana, sobre todo en el ámbito periurbano. Una forma fue por medio de la producción de alimentos, que si bien no cuenta con un reconocimiento oficial en los distritos urbanos, se realiza en las zonas periurbanas con la finalidad principal de proteger pendientes y laderas alrededor de la capital, en alturas mayores a 3 500 metros (Anguelovsky, 2010). Para tal fin se impulsó la práctica agrícola mediante una consulta a la población en el ámbito metropolitano de Quito. Se instalaron plantas de compostaje, lombricultura, viveros comunales y se apoyó la creación de huertas familiares para la producción de verduras, plantas medicinales y frutos pequeños. La producción se orientó preferentemente hacia los cultivos orgánicos, a la distribución entre la población local y, en alguna medida, a la venta en mercados locales. Hacia 2001, se había logrado el reconocimiento de la agricultura urbana en el Plan General de Uso de la Tierra en Quito (Dubbeling et al., 2002). Para 2002, la agricultura urbana en el Distrito Metropolitano de Quito era oficialmente apoyada con programas específicos dentro de los planes de la Corporación Metropolitana para el Desarrollo Económico de la capital ecuatoriana (Anguelovsky, 2010). Desde 2016, CONQUITO, la agencia de promoción económica de la capital ecuatoriana, ofrecía a la población urbana cursos de agricultura orgánica de hortalizas y talleres de crianza de cuyes y aves, así como del procesamiento de alimentos (CONQUITO, 2018; Rodríguez, 2018). En Cuenca, otra importante ciudad ecuatoriana, se estableció desde 1998 el Programa de Agricultura Urbana, fundamentado en un diagnóstico participativo en el que intervinieron direcciones municipales, ONG y la Universidad de Cuenca. Formaba parte de un amplio plan que pretendía motivar y capacitar a las familias (sobre todo, a las de mayor pobreza) para fomentar la instauración de huertos urbanos como una forma de disminuir los problemas de alimentación y rescatar tradiciones (Cruz, 2016).
En Bolivia, asociaciones de productores indígenas han puesto en marcha mecanismos para comercializar productos diversos derivados de la agricultura urbana. Durante 2015, inició la ejecución del proyecto Promoción y Fortalecimiento de dos Mercados Agrarios Urbanos en Cadena Corta, en La Paz, para Impulsar la Agricultura Familiar (rural, urbana y periurbana). Al mismo tiempo se coordinaron las tareas de las organizaciones de productores ecológicos con organizaciones económicas campesinas de productores rurales y urbanos que promocionan la alimentación sana, ofreciendo alimentos frescos y transformados, sin insumos agropecuarios sintéticos (plaguicidas, fertilizantes, abonos, semillas transgénicas), ni aditivos artificiales (conservantes, colorantes, edulcorantes, estabilizantes y similares). Como colectivo actuante en las relaciones urbano-rurales, se ofrecen servicios pedagógicos y de capacitación mediante talleres de agricultura urbana y promoción de alimentos; participa en ferias comerciales, ofrece servicios de alimentación y promueve el agroturismo (Fernández, 2017).
En el contexto de América Central, la práctica de la agricultura urbana se materializa en la figura de los huertos caseros tradicionales. Además de ser una constante en los ámbitos urbanos y periurbanos, se encuentra muy difundido en el medio rural de los distintos países de la región. Se trata de sistemas agroforestales de una gran variedad florística desarrollados en espacios de pequeñas dimensiones, básicamente con mano de obra familiar, y cuya finalidad es la producción de legumbres, hierbas medicinales y especies animales menores (avícolas) para el autoconsumo familiar (Lok, 1998). Existen diversas interpretaciones de sus contribuciones reales a la economía familiar; en hogares urbanos de regiones específicas de Honduras y Nicaragua, la principal contribución se ha reflejado en el aporte de alimentos con alto valor nutritivo en el hogar, especialmente frutales, musáceas y especies animales; en menor medida, se reportaron beneficios monetarios (entre 10% y 26% de los ingresos familiares) (Marsh y Hernández, 1998).
En México, la situación es un tanto ambigua, pues si bien en materia de política pública no hay una definición precisa de la agricultura urbana y periurbana, sus expresiones territoriales son cada vez más patentes en los grandes sistemas metropolitanos y algunas ciudades medias. En la periferia de la Ciudad de México, fundamentalmente en el sur y sureste, se ubican las principales zonas agrícolas de la metrópoli de gran importancia en el abasto alimentario de los mercados urbanos. Se mantienen formas tradicionales de producción, consumo e intercambio (chinampería) que, de acuerdo con Méndez del Valle (2018), son alternas a las formas dominantes, al tiempo que fortalecen redes de colaboración de diversa magnitud.18 El gobierno de la Ciudad de México ha desarrollado programas de apoyo y financiamiento (Programa de Agricultura Urbana a Pequeña Escala) para quienes realizan prácticas agrícolas urbanas y periurbanas. En Xochimilco, al sur de la Ciudad de México, se tienen algunas experiencias de rescate de ámbitos agrícolas tradicionales (chinampas) con sistemas producción orgánica y de inocuidad, por medio de asociaciones productores (Yolcan) y microempresas familiares (De la Chinampa) que surten cestas y pedidos regulares de hortalizas a restaurantes gourmet, además de organizar degustaciones y recorridos en las zonas de producción agrícola (Ávila, 2018). En Puebla-Tlaxcala (al sureste de la capital mexicana) se ha conformado un importante espacio de producción urbana y periurbana para el abasto de los mercados orgánicos, basado en la proximidad geográfica y las cadenas cortas (Ajuria, 2017); en Monterrey, en el norte del país, se han instaurado huertos urbanos que surten la demanda de restauración tipo gourmet, además de huertos comunitarios en la zona metropolitana; en Guadalajara, la más importante metrópolis del occidente de México, instituciones universitarias han encabezado programas de agricultura urbana mediante la instauración de huertos urbanos comunitarios en barrios populares y de clase media; en Xalapa, al oriente del país, se han desarrollado espacios de producción de alimentos orgánicos y de relaciones armónicas con el cuidado de la naturaleza y la gestión ambiental. Otras ciudades del sur, como Oaxaca, han desarrollado experiencias en la producción de alimentos sanos y la permanente asesoría para la instauración de huertos domiciliarios y la creación de compostas. En Chiapas, Calderón (2016) ha documentado la conformación de una sólida agricultura periurbana, que ha trastocado el paisaje natural en San Cristóbal de las Casas, una importante ciudad del sur-sureste del país.
¿QUÉ PERSPECTIVAS EXISTEN PARA LA AUP EN EL ORDENAMIENTO TERRITORIAL Y LA GESTIÓN SUSTENTABLE URBANO-RURAL?
Las dinámicas y los cambios acelerados que se desarrollan en la estructura y las funciones de las ciudades y su entorno periférico rural requieren el constante análisis y la revisión a profundidad de las acciones y los roles de los diversos actores que participan en esta permanente readecuación de los vínculos urbano-rurales; la AUP, en cuanto a sus funciones para la gestión territorial sustentable, constituye una de las principales expresiones diferenciadas en el contexto de las vinculaciones contemporáneas entre el campo y la ciudad.
La práctica de la AUP ha dado soluciones parciales a cuestiones inmediatas, sobre todo en los países pobres, en lo referente a la autoalimentación y el aporte de ingresos monetarios a la unidad económica. Sin embargo, su alcance territorial es limitado y tiene incidencia mínima en el sistema urbano de abasto alimentario. En los países desarrollados, si bien hay una mayor conciencia y participación de la sociedad civil en torno al papel de esta actividad, aún está en construcción como alternativa potencial para la gestión sustentable de las ciudades y su entorno rural.
Es una realidad el papel incipiente que tiene la agricultura urbana y periurbana en la planificación del desarrollo urbano. Su consideración es muy variable en los diferentes países en los cuales tiene presencia. Aun en sociedades de mayor desarrollo, es tenida en cuenta según haya ganado presencia y espacios por la acción de grupos sociales o frentes ciudadanos que impulsan su práctica mediante la recuperación de espacios vacíos o semiutilizados, donde se fomentan modalidades alternativas de producción y consumo. Generalmente, esos espacios se han mantenido como ámbitos de resistencia a la continua pérdida de sus áreas verdes y para la producción de alimentos sanos. Si bien su presencia es aún incipiente y sin peso real en los mecanismos del ordenamiento territorial, han existido esfuerzos y políticas de corte municipal que mantienen la intención de convertir las prácticas en una constante en las ciudades.19 La promoción de la agricultura urbana se vincula en la caracterización de los sistemas locales de alimentos, donde se consideran cuestiones relacionadas con el ambiente, la cohesión social y el acceso a una alimentación sana, además de la instauración de actividades terapéuticas y para el ocio. Sin embargo, hasta ahora el impacto ha sido muy limitado, principalmente por factores relacionados con la escasa atención que se otorga a la AUP ante el peso apabullante de la producción convencional en el modelo agrícola de los distintos países. Aún hay mucho por hacer. Como tarea inicial, habría que establecer un sistema de información estadística que refleje fielmente las manifestaciones y los impactos territoriales de la actividad, así como su lugar en los sistemas y encadenamientos productivos locales. Constituiría un elemento de gran valía para ubicar la AUP en las políticas públicas territoriales.
Uno de los ámbitos donde la práctica agrícola en las ciudades ha tenido un impacto importante, es el referente a la reconstitución y/o reforzamiento del tejido social. En diferentes países se tienen numerosos ejemplos de cómo la existencia de los espacios colectivos para la producción agrícola urbana ha servido para el fortalecimiento de los lazos comunitarios, y para la reinserción social y laboral. Normalmente, estas acciones van acompañadas de campañas para la gestión sustentable de los espacios, más allá de los alcances reales de su operatividad. Esta es una tarea primordial en las ciudades y metrópolis de los países latinoamericanos, como una de tantas alternativas para enfrentar los altos índices de violencia social.
Uno de los obstáculos centrales en la gestión de los territorios periurbanos lo constituye la dinámica territorial del capital inmobiliario y sus efectos en los territorios rurales periféricos a las ciudades. Sus acciones son trascendentales en la refuncionalización de los espacios periféricos y su revalorización. Reproduce en lo general la gentrificación rural y crea un mercado de tierras de gran dinamismo debido a la pobreza y marginación en que se encuentran los habitantes rurales de las zonas periurbanas, que paulatinamente han dejado de producir ante la baja rentabilidad de las actividades rurales. El destino de las tierras antes dedicadas al uso agrícola se ubicará en el sector habitacional o para la construcción de complejos turísticos,20 terapéuticos o para el ocio en el medio rural, pues los intereses de constructores y desarrolladores inmobiliarios no siempre son compatibles con las políticas y acciones tendientes a la conservación de los espacios naturales. Esta situación es aún más dramática en los países pobres, donde las normativas territoriales tienen una gran laxitud y no son eficaces para afrontar la dinámica acelerada de una urbanización depredadora. Cabe señalar un fenómeno común en México: la conversión de antiguas haciendas de plantaciones (producción de azúcar o de fibras naturales como el henequén) en resorts, donde el casco urbano o casa central se ha adaptado como hotel de alto estándar. En Argentina, una situación con ciertas similitudes se observa en los countries, ámbitos rurales gentrificados situados en la cercanía a las grandes ciudades.
El consenso generalizado en cuanto a la consideración de la agricultura urbana y periurbana en las políticas del desarrollo territorial rural es poco alentador. Sin embargo, existen esfuerzos importantes en países latinoamericanos para incorporar la AUP como uno de los actores centrales en el contexto actual de las dinámicas territoriales, sobre todo la que se lleva a cabo en las ciudades y su entorno inmediato. La consolidación de la pluriactividad en la dinámica de los territorios rurales y periurbanos así lo constata. En cuanto a las experiencias nacionales, el mejor ejemplo lo constituye el rumbo que tomó la práctica de la agricultura en Cuba, vital para la seguridad alimentaria en sus ciudades. En otros países latinoamericanos (Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Perú, Uruguay, entre otros), las prácticas agrícolas urbanas han ganado espacio y se han establecido programas que involucran a la población de bajos ingresos, aunque han adolecido de continuidad y responden más bien a cuestiones políticas coyunturales. En este rubro tiene una importancia trascendental el fortalecimiento de los vínculos entre universidades, centros de investigación y planificadores territoriales gubernamentales.
En resumen, la AUP contiene elementos que pueden conducir hacia una óptima gestión territorial sustentable en los espacios de interfase urbano-rural. En los países con mayor desarrollo económico ha logrado ser tenida en cuenta en las distintas instancias del ordenamiento territorial, aunque continúa con grandes dificultades para su difusión o con impactos aún limitados a nivel local. En los países pobres todavía hay mucho por avanzar, pues las prácticas agrícolas se desarrollan fundamentalmente como iniciativas locales, sin mayor impacto territorial y con escaso o nulo apoyo en los organismos del ordenamiento territorial. La incorporación de los productores urbanos y periurbanos en los circuitos de comercialización, así como su inclusión en las políticas públicas del desarrollo rural, daría un impulso notable a la consolidación de la actividad y el fortalecimiento de sus aportes a la gobernanza territorial. Para ello, se requiere un mayor desarrollo de las redes de interacción de los actores sociales involucrados en la gestión territorial del periurbano para incidir en la construcción de políticas públicas. Mientras el capital inmobiliario lleve el rol principal en la dinámica de los espacios urbanos y periurbanos, se dificultarán las condiciones para una óptima gobernanza territorial gestionada por los actores civiles, usufructuario de su territorio.
Se han señalado ya los posicionamientos que se establecen entre los impulsores de las prácticas agrícolas urbanas y periurbanas como una vía alterna de acceso a una mejor y más sana alimentación. Igualmente, de aquellos puntos de vista que cuestionan estas actividades como reproductoras en el fortalecimiento de las estrategias y los mecanismos territoriales neoliberales, impulsores de la gentrificación, y en la revaloración del suelo urbano y la especulación inmobiliaria. Sin embargo, en los países pobres, la práctica agrícola urbana y periurbana desarrolla otras facetas que atienden otras prioridades que están vinculadas fundamentalmente a cuestiones para la resolución de la pobreza y marginalidad, además de vincularse con numerosos aspectos de índole identitario (la autoproducción de alimentos en sociedades campesinas urbanizadas), mecanismos de solidaridad y vinculaciones de sociabilidad, así como rescate de tradiciones culturales en la producción y alimentación de sus pueblos. Este tipo de consideraciones, más allá de cuestiones de rentabilidad en la producción, deberían ser priorizadas en la construcción de las políticas públicas territoriales de un desarrollo rural inclusivo y con carácter sustentable.