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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.46 México jun. 2014

 

Artículos

 

Ética para matador. Savater, los toros y la ética

 

Gustavo Ortiz-Millán

 

Instituto de Investigaciones Filosóficas, Universidad Nacional Autónoma de México. gmom@filosoficas.unam.mx

 

Recibido: 25 - 06 - 2013.
Aceptado: 10 - 11 - 2013.

 

Resumen

En este artículo analizo los principales argumentos del libro Tauroética de Fernando Savater. Él afirma que existen argumentos morales a favor de las corridas de toros, por lo que ser taurino es una opción ética legítima. Aquí sostengo que está en un error y que los argumentos morales no tienen la fuerza que él les adjudica; puede haber razones económicas, políticas o de otro tipo a favor de las corridas, pero no hay razones morales. Afirmo, en cambio, que sí hay razones morales fuertes en contra de las corridas que se basan en que los toros son objeto de consideración moral, es decir, tienen un estatus moral independiente de nuestros intereses. A partir de esta premisa examino y objeto, bajo una perspectiva ética, otros argumentos de Savater.

Palabras clave: Fernando Savater, corridas de toros, tauromaquia, ética animal, estatus moral de los animales.

 

Abstract

In this paper I analyze the main arguments of Fernando Savater's Tauroética. He claims that there are moral arguments in favor of bullfighting, and that to support it is a legitimate ethical option. Here I hold that he is wrong and that his moral arguments do not have the force he thinks they have—there may be economic, political or other kind of reasons in favor of bullfighting, but there are no moral reasons. I argue instead that there are strong moral reasons against bullfighting because bulls are objects of moral consideration, i.e. they have a moral status independent of our interests. From this premise—always from an ethical perspective—I analyze and object to his other arguments.

Key Words: Fernando Savater, bullfighting, animal ethics, moral status of animals.

 

Desde hace ya muchos años se han dado encendidas discusiones entre quienes apoyan las corridas de toros y quienes están en contra; la aspiración última de los segundos, los antitaurinos, es la abolición de la llamada fiesta brava. Un punto culminante en estas discusiones ha sido la prohibición de las corridas en Cataluña en 2010 (aunque ya se habían prohibido en Canarias en 1991); a partir de entonces, se ha planteado en otras comunidades españolas la posibilidad de imitar al Parlament catalán y prohibir la tauromaquia. El mismo movimiento en contra de las corridas de toros empieza a cobrar fuerza en Hispanoamérica, por lo menos en aquellos países en los que todavía se practica el toreo (Colombia, México, Perú, Venezuela y algunos países centroamericanos).1 Desafortunadamente, muchas de las discusiones y los argumentos dejan mucho que desear, entre otras cosas porque suelen tener lugar en los limitadísimos espacios de artículos periodísticos, cuando no en manifestaciones antitaurinas a las afueras de las plazas de toros, donde la argumentación suele limitarse a cantar en coro "¡Toros sí, toreros no!", "¡La tortura no es arte ni es cultura!" o a hacer un performance en el que los manifestantes simulan, con sus cuerpos semidesnudos, ser toros cubiertos de sangre y con banderillas clavadas en el cuerpo. Todo esto puede estar muy bien para que los antitaurinos llamen la atención y muevan la sensibilidad y la conciencia moral de sus espectadores, pero me parece que no ha sido suficiente para convencer racionalmente a quienes apoyan las corridas acerca de la incorrección moral de la tauromaquia —algo que muchos escépticos antitaurinos dudan que se pueda hacer, pues consideran a los taurinos como parte de masas irracionales volcadas a un espectáculo primitivo y cruel; pero no hay nada más peligroso para un debate racional que empezar caricaturizando al contrario—. Sobre todo, no ha sido suficiente para convencer racionalmente a quienes les corresponde tomar la decisión última sobre una posible prohibición, es decir, a nuestros congresistas. Creo que tiene razón Fernando Savater cuando afirma que "no es obligación de los taurinos argumentar a favor de ellas [las corridas de toros], sino de los abolicionistas convencernos de que deben ser suprimidas" (2010a, 81). Tiene razón porque el hecho es que las corridas de toros existen y están permitidas, de modo que la carga de la prueba debe ser provista por quienes sostienen que se deben abolir. En su libro Tauroética, Savater nos da un arsenal de argumentos para apoyar las corridas de toros y en contra del abolicionismo; en última instancia, como afirmó en un manifiesto público, él piensa que las corridas de toros "deben ser respetadas y protegidas por el gobierno" (2010b). Creo que si un gobierno va a prohibir las corridas de toros, los argumentos detrás de esa medida deben ser suficientemente fuertes y convincentes. Pero si, por el contrario, como él piensa, el gobierno debe proteger y respetar las corridas, también los argumentos deben ser suficientemente sólidos. Por eso es conveniente analizar con cuidado los mejores argumentos a favor, como son los de Savater —concediendo que de hecho son los mejores—.

Savater es un filósofo, es decir, un profesional de la argumentación, y él nos advierte que su aproximación al tema de los toros es filosófica, y más precisamente, ética. La idea detrás de Tauroética es que existen argumentos morales a favor de las corridas de toros por lo que ser taurino es una opción ética legítima. Quiero analizar aquí esos argumentos. Es bueno que él haya llevado el problema al plano de la ética, porque los argumentos básicos y más fuertes a favor de la abolición son morales. Puede haber razones económicas, estéticas o políticas a favor o en contra de las corridas, pero éste es un caso en que las razones morales desbancan otro tipo de razones. Voy a tratar de hacer que esto quede claro en lo que sigue.2 Mi objetivo último en este ensayo es argumentar que Savater se equivoca: los argumentos éticos a favor de las corridas de toros no tienen la fuerza que él les adjudica y, de hecho, sus argumentos son pobres y están mal fundamentados. Está en un error al pensar que la fiesta brava implica una opción ética legítima; puede haber razones económicas, estéticas o en términos de tradición o identidad cultural para apoyar el toreo (todas muy discutibles), pero las razones éticas son débiles, por no decir inexistentes. Si esto es así, entonces las corridas de toros constituyen una práctica inmoral que debería desaparecer de nuestros códigos legales.

Al leer el libro uno no deja de tener la impresión de que Savater simplemente quiere justificar filosóficamente su gusto personal por el toreo. Eso es muy válido, pero me parece que no logra armar una justificación ética sólida; eso es lo que quiero argumentar. Aquí voy a analizar algunos de los argumentos más importantes que se encuentran en el libro de Savater.

 

1. ¿Cuál es el estatus moral de los toros?

Buena parte de la argumentación de Savater a favor de las corridas de toros y de la tesis de que la tauromaquia es una opción ética legítima, se basa en una premisa fundamental, a saber, que no tenemos obligaciones hacia los animales, y que si llegan a ser objeto de consideración moral, es de modo indirecto, es decir, no tienen un estatus moral independiente de los intereses humanos. Esto es lo que afirma Savater:

Quien se complace en el sufrimiento de los animales no viola una obligación moral con ellos, que no existe, sino que renuncia a su propio perfeccionamiento moral y se predispone a ejercer malevolencia contra sus semejantes, con quien [sic] sí que tiene deberes éticos. En una palabra, la crueldad contra las bestias es un mal síntoma y probablemente el preludio de comportamientos aún peores con el prójimo; por el contrario, la compasión engrandece nuestra vida moral —la excepcionalidad humana por excelencia— y nos acerca a lo que Nietzsche llamó bellamente "la estética de la generosidad". (2010a, 34).

Supongo que debemos entender que Savater ha renunciado a su propio perfeccionamiento moral o, de lo contrario, no sé cómo entender que apoye la tauromaquia, que de alguna forma es complacerse con el sufrimiento de los toros. Pero analicemos su argumento completo, que dice: no tenemos obligaciones morales hacia los animales, porque "los animales tienen necesidades e instintos acuñados evolutivamente, pero no 'intereses' en el sentido más... interesante del término", es decir, en el sentido de hacer elecciones: "Nuestros intereses son nuestras elecciones o no son nada sensato" (2010a, 26). Los intereses son lo que justifica las obligaciones morales, y éstos están basados en nuestras elecciones. Obviamente, Savater se refiere a las elecciones racionales. Pero aquí su criterio de lo que es una elección racional debe ser muy alto porque nadie puede dejar de notar que el comportamiento de los animales es lo suficientemente estratégico como para encuadrar en un modelo instrumental de racionalidad, bajo el cual los animales de hecho hacen elecciones.3 Pero supongamos, sin conceder, que es válido el criterio de Savater de que los animales no son capaces de hacer elecciones libres y racionales. Sin embargo, el problema es que por las mismas razones, y siguiendo la misma línea argumental de Savater, tampoco podríamos decir que tenemos obligaciones hacia los bebés prelingüísticos o la gente con discapacidades cognitivas severas, como pueden ser los adultos con un Alzheimer avanzado. Dado que no son capaces de hacer elecciones, no tienen intereses (si los tuvieran "no serían nada sensato"); si no tienen intereses, entonces complacerse con su sufrimiento no viola ninguna obligación moral. No hay nada de malo en infligir dolor a bebés o gente con discapacidades cognitivas severas por placer, salvo que quien lo hace ha renunciado a su propio perfeccionamiento moral y puede llegar a ser cruel con gente que sí hace elecciones racionales; pero no hay nada de malo en ser cruel con un bebé o un anciano con Alzheimer avanzado... es sólo un mal síntoma. Sin embargo, contra Savater, en general pensamos que los bebés y la gente con discapacidades cognitivas severas merecen consideración moral y que tenemos obligaciones hacia ellos.4 Una de las razones que justifican esas obligaciones es que tienen intereses, pero entonces sus intereses no dependen de que sean capaces de elegir. Esto estaría de acuerdo con la idea de que tenemos intereses con los cuales nuestras elecciones pueden entrar en conflicto, por ejemplo, cuando una persona elige fumar incluso sabiendo que eso va en contra de lo que ella misma reconoce como sus mejores intereses. Si, como dice Savater, "nuestros intereses son nuestras elecciones", entonces nunca podríamos decir que está en el interés de la gente no fumar (o decirlo no sería "nada sensato"). Pero de hecho afirmamos (incluso el mismo fumador puede hacerlo) que está en su interés no fumar y lo explicamos diciendo que esto lo puede conducir a desarrollar una enfermedad, a dañar sus funciones vitales y ciertas necesidades básicas. Es decir, explicamos intereses sobre la base de sus necesidades y de sus capacidades. De hecho, así lo hacemos con los bebés: pensamos que si no satisfacemos sus necesidades de desarrollo, verán dañado su bienestar y, en última instancia, sus intereses. Y también pensamos que, dado que son seres sintientes, infligirles dolor va contra sus intereses. Es decir, en general tenemos un concepto de interés mucho más amplio que el que maneja Savater, que no depende de nuestras elecciones, sino de, entre otras cosas, nuestras necesidades y nuestra capacidad de sentir. Dado que los animales tienen necesidades y son capaces de sentir, entonces, tienen intereses y, por pura consistencia, deben ser objeto de consideración moral, como lo son bebés y ancianos seniles. Pero hay más que analizar en el argumento de Savater.

Savater nos dice que la ética se centra en el ámbito de lo humano, sólo los humanos tenemos una vida moral, eso nos hace excepcionales con respecto al resto de la naturaleza, seres humanos y animales estamos en categorías morales separadas y por lo tanto sólo tenemos obligaciones hacia otros humanos, no hacia los animales.5 Sin embargo, agrega, ser cruel con los animales es un "mal síntoma", porque preludia la crueldad hacia los seres humanos. En esto coincide Savater con santo Tomás de Aquino, quien afirma:

Si algún pasaje de la Santa Escritura parece prohibirnos ser crueles con los animales brutos, por ejemplo, matar un pájaro con su cría, esto es o bien para quitarle al hombre los pensamientos de ser cruel con otros hombres, por si acaso fuera que a través de ser cruel con los animales uno llegara a ser cruel con los seres humanos, o bien porque el daño a un animal condujera al dolor temporal del hombre, del que hace el acto o de algún otro.6

Si está mal la crueldad hacia los animales no es porque en sí misma sea mala; está mal porque ello nos puede llevar a ser crueles con otros seres humanos —eso significa que sea un "mal síntoma"—. Fuera de eso, no hay nada moralmente malo en matar a un pájaro con su cría, en ser cruel con un perro o en matar a un toro en una corrida; es decir, sólo es malo porque nos puede llevar a ser crueles con otros seres humanos y va contra nuestro propio perfeccionamiento moral. Se ha llamado a esta perspectiva de deberes indirectos,7 y según ella nuestras obligaciones o deberes morales sólo pueden ser hacia otros seres humanos; cualquier obligación que tenga que ver con animales, como puede ser la obligación de no causarles sufrimiento innecesario, está basada completamente en intereses humanos, como el interés de no fomentar la violencia y la crueldad hacia los seres humanos; no en el interés del animal.

Mucha gente adopta este punto de vista cuando afirma que las corridas son incorrectas porque fomentan la crueldad hacia los seres humanos. Sin embargo, aunque Savater menciona esta opción, no es la que él adopta; o si verdaderamente la adopta, entonces es inconsistente, porque su posición última es que las corridas y matar toros en ellas están justificadas éticamente. No obstante, esta línea de argumentación no sólo no tiene la suficiente fuerza moral, sino que da por buena la idea de que no hay nada malo en sí mismo en ser crueles con los animales. Esto es incorrecto. Por ejemplo, si veo que un grupo de jóvenes se divierte prendiéndole fuego a un gato en la calle, no tendría por qué pensar que hay algo malo en ese acto, sino en que eso es un mal síntoma, porque podría llevar a esos jóvenes a ser crueles con otras personas; pero no habría nada malo en el sufrimiento del animal. Creo que esto está equivocado. La crueldad con los animales es incorrecta en sí misma y que la capacidad de sufrir de los animales hace que tengan intereses y los convierte en objeto de consideración moral.

¿Por qué está equivocada la teoría de los deberes indirecto hacia los animales? Básicamente porque no explica la razón de por qué la crueldad hacia los animales es un vicio y la compasión una virtud ("engrandece nuestra vida moral"). Desde esta perspectiva, los animales carecen de un estatus moral, es decir, son como otras tantas cosas en el mundo que también carecen de ese estatus. Pero esta posición tendría que explicar por qué infligir dolor a un gato (a un pájaro o a un toro) por diversión revela un carácter moral defectuoso más que el acto de romper en cachitos un periódico viejo por diversión. "La única explicación plausible de por qué la crueldad es un vicio —nos dice David DeGrazia—, reconoce el estatus moral de sus víctimas" (2002, 26). Es decir, una inferencia a la mejor explicación sería reconocer que los animales tienen un estatus moral diferente al de cosas inanimadas, lo que quiere decir que tienen valor intrínseco y no simplemente en relación con los humanos. Los animales tienen intereses y por eso son objeto de consideración moral. Es por esta razón que Savater y la teoría de los deberes indirectos se equivocan.

Por otro lado, podríamos suponer, sin conceder, la idea savateriana de que sólo los seres humanos tenemos vidas morales en un sentido amplio del término, es decir, sólo nosotros tenemos libre albedrío y autonomía, sólo nosotros somos responsables, tenemos derechos y obligaciones. Los animales no. Pero nadie está afirmando aquí que los animales sean agentes morales, sino sólo que son objetos de consideración moral, que es algo muy diferente.8 Y que sean objetos de consideración moral nos impone ciertas obligaciones morales. Se desprende de lo que dice Savater que tenemos obligaciones morales hacia seres que tienen intereses. Es probablemente cierto que una de las razones de por qué tenemos deberes hacia otros es porque son seres cuyos intereses podrían verse beneficiados o dañados por lo que hacemos, y más específicamente, porque pueden sufrir o sentir placer por nuestra conducta hacia ellos. Si esto es así, entonces tendríamos por lo menos una razón para pensar que también tenemos obligaciones morales hacia los animales, dado que, como afirmé antes, también tienen intereses y son capaces de sufrir debido a nuestra conducta hacia ellos. Afirmar que tenemos obligaciones hacia los animales no quiere decir necesariamente que humanos y animales pertenezcamos a la misma categoría moral, que estamos en el mismo ámbito moral o que no hay distinción moral entre animales humanos y no humanos. Esto, obviamente, no se sigue. Supongamos que la moral es una institución propiamente humana que depende de un sistema lingüístico elaborado y de actos de habla específicos que dan lugar a la creación de convenciones e instituciones sociales como obligaciones, deberes, derechos, etc.; hacer a los animales objeto de consideración moral no quiere decir que vayan a regir su vida por leyes o reglas morales, sino simplemente que nosotros, los humanos, tenemos razones para considerarlos moralmente y para guiar nuestra conducta hacia ellos por esas consideraciones. Son objeto de consideración moral, aunque su estatus moral no sea el mismo que el de los humanos.

Según he dicho antes, es la capacidad de sufrir —y más generalmente, la de sentir— la que convierte a los animales en objetos de consideración moral (no en sujetos morales, como erróneamente afirma Savater). Si fuera la racionalidad (la libertad, la autonomía o la responsabilidad), entonces no sólo los animales, sino tampoco los bebés prelingüísticos ni la gente con discapacidades cognitivas severas serían objeto de consideración moral. Si no queremos dejar fuera del ámbito de la moralidad a estos últimos, parece que tenemos que aceptar también a los primeros. Así, la capacidad de sentir (entre otras capacidades) se convierte en la base para la consideración moral que nosotros los humanos debemos tener hacia otros humanos, pero también hacia los animales no humanos. En un plano moral muy básico, esto iguala a unos y otros, es decir, animales humanos y no humanos, como afirma Peter Singer, "todos los argumentos para probar la superioridad del hombre no pueden opacar este hecho duro: en cuanto al sufrimiento, los animales son nuestros iguales" (2009). Pero lo que es también muy importante recordar es que iguala a todos los animales sintientes entre sí. Desde un punto de vista moral, todos los animales sintientes son iguales, porque todos tienen igual capacidad para sentir (aunque esta igualdad en la capacidad de sentir no implica igualdad en el trato). Conviene que retengamos esta idea pues volveremos a ella.

Si la capacidad de sentir se convierte en la base para la consideración moral, entonces tendríamos que pensar que todas aquellas criaturas que cuenten con un sistema nervioso central —que es el que posibilita la conciencia y la capacidad de sentir— son objeto de consideración moral. Por lo menos todos los mamíferos entramos dentro de este grupo (humanos, gatos y perros, pero también cerdos, vacas y toros, entre otros muchos), porque compartimos buena parte de la misma estructura cerebral y neuronal que posibilita la capacidad de sentir y de sufrir. El neurocientífico José Luis Díaz, en un escrito a propósito de la polémica sobre la tauromaquia en Cataluña, nos recuerda el dato obvio de que el toro, al ser toreado, sufre.

La evidencia de que el toro siente dolor, tensión, miedo, furia o agonía durante su inútil lucha final es indiscutible. Es posible que no experimente estas emociones como nosotros, pero la sensación dolorosa debe ser comparable a la humana porque el toro tiene idénticos receptores, vías nerviosas, neurotransmisores y similares zonas cerebrales para procesar el dolor. Además, los mamíferos dotados de corteza sensorial, sistema límbico, ínsula, cíngulo, endorfinas y demás aditamentos cerebrales involucrados en la percepción del dolor manifiestan ante los estímulos lacerantes conductas comparables de evasión, gesticulaciones, gritos, condicionamientos y otras expresiones no lingüísticas. (2010).9

Nuestras mejores teorías neurofisiológicas actuales afirman que estados mentales como el dolor o el placer dependen de la base cerebral y neuronal que los posibilita. Si animales evolutivamente similares a nosotros, como son los toros y otros mamíferos, son neurofisiológicamente similares a nosotros, entonces cabe suponer que sufren ante los mismos estímulos que nosotros. Pero más allá de un argumento por analogía, hay evidencia científica a partir de signos físicos, fisiológicos y conductuales, que nos permite inferir que el toro sufre. Ante esta evidencia, Díaz afirma: "la conciencia moral induce a concluir que no se justifica infligir sufrimiento terrible y patente a un animal en aras de un soberbio espectáculo y una tradición estética. [...] Un arte no se justifica si la sangre, la tortura y la muerte violenta de un ser esplendoroso y capaz de sentir dolor se consideran esenciales a su expresión."

Ya sea por un argumento por analogía, ya por una inferencia a la mejor explicación científica, podemos inferir que el toro sufre cuando es toreado. En una corrida, al toro se le clavan puyas de hasta 40 cm., banderillas que terminan en arpones de acero y un estoque que penetra hasta 45 cm. y que le va destrozando los músculos de la espalda y el cuello, vasos sanguíneos y nervios, y con lo cual va perdiendo control sobre la cabeza (hay que recordar que los toros, como otros bóvidos, usan la cabeza para pelear). Después, se le clava una espada de 80 cm., dirigida al corazón, pero que suele atravesar la arteria aorta y los pulmones, con lo que el toro frecuentemente muere ahogado entre vómitos de su propia sangre. Para rematarlo, se le da la "puntilla", es decir, se le clava un cuchillo en la médula espinal que deja al animal paralizado, pero en muchas ocasiones todavía consciente, o sea, aún con la capacidad de sentir dolor y de darse cuenta de lo que sucede a su alrededor. Cuando la dislocación del cuello del toro no está asociada con una contusión a la cabeza —como sucede en los rastros—, la interrupción de la conexión nerviosa en la médula no provoca una pérdida inmediata de conciencia y el cerebro del toro puede permanecer consciente hasta por varios minutos después de haber perdido irrigación, por lo que el animal percibe su entorno sin poder dar una respuesta porque no tiene control sobre su cuerpo. Es entonces que se le corta una o dos orejas, si la faena fue buena, o el rabo, que el matador exhibirá ante los espectadores y, muchas veces, ante el toro, todavía consciente.10

Así pues, algo que es incuestionable es que el toreo es en esencia una lucha entre el toro y el torero en la que invariablemente se le infligirá dolor al toro, se le hará sufrir innecesariamente y tendrá una muerte violenta. Incluso un defensor de las corridas de toros como Mario Vargas Llosa no duda en reconocer la crueldad del toreo: "nadie que no sea un obtuso o un fanático puede negar que la fiesta de los toros, un espectáculo que alcanza a veces momentos de una indescriptible belleza e intensidad y que tiene tras él una robusta tradición que se refleja en todas las manifestaciones de la cultura hispánica, está impregnado de violencia y de crueldad" (2004). Violencia y crueldad en la que, por cierto, se hace participar a otros animales, como a los caballos de los picadores. Es usual que estos caballos sufran quebraduras de costillas o destripamientos. Se les pone un peto que simula protegerlos, pero que en realidad funciona para que el público no vea las heridas del caballo, que en ocasiones presenta exposición de vísceras. Es por ello que se usan caballos viejos, que no resisten más de tres o cuatro corridas antes de morir.

Vale la pena mencionar que en un pequeño porcentaje de los casos el torero también corre el riesgo de sufrir y de morir.11 En varios escritos, como en La tarea del héroe, Savater ha querido hacernos pensar que el torero es un héroe (cfr. 1981). Habla, por ejemplo, de que la tauromaquia es valiosa porque simboliza el "riesgo permanente y el destino final como manifestaciones de la muerte" (2010a, 67). Pero por más que se nos quiera presentar la idea del torero como un héroe como un símbolo profundo, no justifica moralmente la práctica del toreo. En primer lugar, porque el torero tuvo la alternativa (literalmente) de enfrentar o no al toro; el toro no la tuvo. Si el torero sufre heridas o llega a morir es por un acto de voluntad propia y no actúa movido por ningún deber o valor moral, sino en aras de un espectáculo; eso es importante porque ese sufrimiento —a diferencia del sufrimiento del toro, que no tiene otra opción que luchar por su vida—, no tiene ningún valor moral y por eso no podemos hablar de heroísmo, que es un concepto básicamente moral. Los héroes son otros. El héroe es alguien que actúa más allá de lo que demanda el deber en contextos en los que la mayoría de la gente no actuaría; pero en el toreo no cabe hablar de deber, puesto que torear no es ir más allá de ningún deber moral, es algo que el torero hace por gusto, y es pagado con la finalidad de ofrecer un espectáculo. Por otro lado, hay quien ha visto al toro como héroe trágico, no por ir más allá del deber, sino porque se enfrenta a un destino fatal y lucha contra él; así, creo, es como hay que interpretar las palabras de uno de los mayores filósofos del siglo XX, Ludwig Wittgenstein: "En las corridas de toros el toro es el héroe de una tragedia. Se le enloquece primero de dolor y después muere una muerte larga y espantosa" (1981, 92).

Además, nos puede dar mucha pena si el torero es cornado o incluso muere, pero nadie pensará que se ha cometido una injusticia o una inmoralidad. Del mismo modo, no tiene valor moral el sufrimiento causado en deportes de alto riesgo, como el motociclismo, el alpinismo o el paracaidismo. Claro que si no existiera el riesgo, probablemente ni el toreo ni esas otras actividades serían tan atractivos como lo son para quienes los practican o para los aficionados. Pero en cualquiera de esos casos, no tiene sentido hablar de heroísmo, porque esas actividades son opcionales y no tienen valor propiamente moral.

Hasta aquí he argumentado en contra de la afirmación de Savater de que no tenemos obligaciones morales hacia los animales e, implícitamente, que el dolor que se le cause a un animal no tiene valor moral en sí mismo, sino sólo por lo que eso involucra para nuestro propio perfeccionamiento moral. Esa es una parte esencial en la argumentación de Savater. Pero él lo que quiere argumentar, en última instancia, es que el toreo está éticamente justificado y es una opción ética legítima. ¿Cómo se puede justificar el sufrimiento y la muerte del toro? Sonaría un tanto perverso afirmar que el placer causado en la corrida justifica éticamente el sufrimiento del toro —aunque puede ser que algún aficionado a los toros use de hecho ese argumento—. Si la "fiesta brava" implica esencialmente causarle sufrimiento a unos toros para la diversión o la recreación del público asistente a la plaza, entonces no está justificada éticamente, porque el espectáculo no justifica que se cause sufrimiento a un animal sintiente sólo por diversión y placer. De nuevo, puede que la "fiesta" esté justificada económica, política o estéticamente, pero este es un caso en que las razones éticas deberían pesar más que estas otras, porque moralmente cuenta más el sufrimiento de los miles de toros que anualmente son sacrificados en las plazas de toros del mundo (aproximadamente unos 50 mil cada año en todo el mundo, según el sitio web de Animanaturalis), que las ganancias millonarias que dejan en quienes crían los toros, en los matadores y en quienes manejan las plazas; en el beneficio político que deja a los funcionarios públicos permitir las corridas porque piensan que abolirlas sería poco popular; o en el placer estético derivado de la belleza e intensidad que los espectadores encuentran en el espectáculo taurino —sobre todo si tomamos en cuenta que hay muchas otras formas de divertirse y recrearse en nuestras sociedades actuales que no implican sufrimiento animal y que también pueden implicar belleza e intensidad—.

 

2. El argumento de la tradición y la identidad cultural

Sin duda uno de los argumentos más comunes a favor de las corridas de toros es el de que forman parte de nuestras tradiciones y de nuestra identidad cultural, es decir, son algo que nos hace ser quienes somos y nos hace distintos de otras culturas.12 Según esto, si queremos conservar nuestra identidad, tenemos que proteger nuestras tradiciones. Ellas justifican y legitiman nuestra conducta. El toreo forma parte de esas tradiciones, y en ese sentido forma parte de nuestra identidad cultural como españoles, mexicanos, colombianos, venezolanos, etc., por lo tanto, tenemos que protegerlo.

Este argumento tiene muchos problemas y Savater los conoce tan bien que incluso nos ayuda a mejorar las objeciones en su contra. La objeción más obvia es que, si bien las tradiciones son importantes para la identidad cultural, existen buenas y malas tradiciones. El simple hecho de que una práctica cultural sea tradicional no la justifica ni éticamente ni en otros sentidos, y tampoco legitima nuestra conducta. Si hay razones para conservar las buenas tradiciones, también las hay para desechar las malas. El toreo se encuentra del lado de las malas, y las razones éticas para pensar eso las he expuesto antes: se trata de una tradición cuestionable, y como afirmaba el Dr. Johnson, "la antigüedad de un abuso no es justificación para continuarlo". Ante un argumento de Mosterín, quien compara la tradición del toreo con la de la mutilación genital femenina en África (sin duda una tradición objetable), para mostrar que hay tradiciones que deben desecharse, Savater nos ayuda a mejorar la objeción con un ejemplo más apropiado: la tradición de los castrati, es decir, cantantes a los que se castraba de niños para conservar su aguda voz, y que existió en Europa entre los siglos XVI y XIX. La analogía es mejor porque incluye el valor artístico, que argumentan los taurinos que también tiene la fiesta brava. Castrar niños cantores estaba justificado en términos de una tradición estética, sin embargo, hoy nos parece injustificada por "razones de decencia humanitaria... estrictamente éticas", como dice Savater. Por eso se acabó con esa tradición, porque no estaba justificada éticamente.13

Si es cierto lo que he argumentado, el toreo tampoco está justificado éticamente, y por eso se encuentra del lado de las malas tradiciones, es decir, de las que se deben desechar. Sin embargo, la posición de Savater es que, si bien castrar niños no está justificado éticamente, porque es obvio que tenemos una obligación moral hacia ellos, dado que tienen intereses, sí estaría justificado infligir sufrimiento a un toro, dado que no los tiene. Según él, los animales no son objeto de consideración moral. Por eso, si bien acepta la distinción entre buenas y malas tradiciones, no es claro que acepte que el toreo se encuentra del lado de las últimas. Pero dado que hemos visto que Savater se equivoca al pensar que los animales no tienen intereses ni estatus moral y, por lo tanto, no son objeto de consideración moral, entonces no tendríamos razones para pensar que el toreo efectivamente se encuentra del lado de las tradiciones moralmente justificadas, aquellas que tenemos que conservar. Si hay razones para abolir la mutilación genital femenina o la castración de cantantes niños, también las hay para abolir la tauromaquia —en un plano moral muy básico, tanto mujeres y niños, como animales, son objeto de consideración moral—.

En su "Manifiesto en defensa de la fiesta", al que aludí anteriormente, Savater dice:

Declaramos públicamente nuestro apoyo a la Fiesta como una de las señas de identidad de nuestro país y nuestra cultura. Los toros forman parte de nuestro patrimonio cultural y como tal deben ser respetados y protegidos por el Gobierno de la nación. Reconocemos que el toreo ha sido y sigue siendo fuente de inspiración de artistas de todos los tiempos. La creación cultural y artística que toma como punto de partida la tauromaquia así lo atestigua. (2010b).

Sus argumentos aquí son más en términos de tradiciones y de economía, que éticos. Puede ser que sea cierto que las corridas de toros han sido una tradición que ha dado identidad a la cultura hispana, y a buena parte de la hispanoamericana, y forman parte de nuestro patrimonio cultural, pero el problema con su argumento es que de ahí no se sigue lógicamente que, por ese simple hecho, deban ser respetados y protegidos por nuestros gobiernos. De nuevo, hay elementos de nuestras tradiciones culturales que sería mejor desechar, sobre todo si entran en conflicto con otros valores éticos universalmente aceptados: el machismo, por ejemplo, forma parte de nuestras tradiciones culturales, la corrupción también, ¿por ese simple hecho deberían ser protegidas y respetadas? Hacer sufrir a los animales (no sólo en corridas de toros, sino en peleas de gallos o de perros, pero también a los animales de producción e incluso a los animales domésticos) igualmente forma parte de nuestro patrimonio cultural. El patrimonio cultural está formado por todas esas prácticas sociales que se dan dentro de un grupo y que le dan identidad. Todas las cosas que he mencionado (el machismo, la corrupción y la indiferencia frente al sufrimiento de los animales) forman parte de nuestro patrimonio cultural, y no por ese hecho deben mantenerse, respetarse y protegerse. Hay razones para desecharlas.

Por otro lado, ¿dejaremos de ser quienes somos si eliminamos la tauromaquia de nuestra cultura? Me parece que los catalanes no serán menos catalanes ahora que han prohibido el toreo (en su caso, incluso podríamos hablar de que ese fue un acto de reivindicación nacionalista, es decir, de afirmación de su identidad cultural; me da la impresión, por cierto, de que a pesar de que el discurso que se manejó fue en términos de ética, en el Parlament catalán pesaron más las razones políticas de corte nacionalista, dado que no se abolieron los correbous o encierros de toros, que sí se ven como una fiesta catalana).14

Es cierto lo que afirma Savater en el sentido de que la tauromaquia ha sido fuente de inspiración para creaciones culturales y artísticas, que también forman parte de nuestra herencia cultural: en la pintura, Goya, Posada, Picasso y Botero la han ensalzado; en la literatura, García Lorca, Alberti, Blasco Ibáñez e incluso Hemingway se inspiraron en el toreo; en la música, cantidad de canciones y aun la ópera Carmen de Bizet, no hubieran sido posibles sin el toreo. ¿Justifica esto a la tauromaquia? Aquí hay varios asuntos que analizar, pero detengámonos en uno: qué tanto estas manifestaciones artísticas justifican la tauromaquia como para mantener esa práctica. De nuevo, me interesa particularmente la justificación ética.

Aun aceptando que esas manifestaciones artísticas forman parte de nuestro legado cultural, no se sigue que la práctica que les sirvió de inspiración deba mantenerse. Quiero proceder aquí por analogía y argumentar a partir de casos similares en que distinguimos el valor artístico de una obra del contexto cultural que le dio origen: pensemos en dos de las grandes películas de todos los tiempos y preguntémonos, ¿justifica Lo que el viento se llevó la esclavitud de los negros o El nacimiento de una nación de D.W. Griffith al Ku Klux Klan? Sabemos del contexto racista que les dio origen, lo rechazamos moralmente, pero seguimos viendo esas películas y distinguiendo su valor artístico del contexto y los valores morales que están detrás. Los ejemplos podrían multiplicarse: las guerras han inspirado grandes obras de arte, como La Ilíada de Homero, La guerra y la paz de Tolstoi o Por quién doblan las campanas de Hemingway, ¿deben por eso promoverse las guerras?; o ¿debe mantenerse el antisemitismo sólo porque dio origen a El mercader de Venecia de Shakespeare? Así como distinguimos entre el valor artístico y el moral en esos casos, así podemos valorar artísticamente la poesía taurina de García Lorca o Alberti o los grabados de Picasso y distinguir la práctica cultural que les dio origen y rechazarla. El hecho de que las corridas de toros hayan servido de inspiración a grandes obras de arte no justifica éticamente la tauromaquia, del mismo modo en que las películas o las obras que he mencionado no justifican al racismo, la guerra o el antisemitismo. Las grandes obras artísticas que ha inspirado la tauromaquia no perderán su valor artístico, éste será independiente del contexto que les dio origen, una vez que las corridas de toros hayan desaparecido. En realidad hay aquí una falacia de transferencia de propiedades, que consiste en pasar del valor positivo de la representación artística a otorgarle también ese valor positivo a lo representado (en el fondo es una falacia de autoridad, como lo es también el argumento de la tradición).

 

3. Existencia y supervivencia del toro de lidia

Hay otro argumento que encontramos en Savater y que escuchamos repetidamente a los taurómacos: el toro de lidia existe gracias a las corridas de toros, es una creación cultural del ser humano, si desaparecen las corridas, desaparecerán los toros. Esto es lo que nos dice en su manifiesto protaurino: "Destacamos los valores ecológicos del toro de lidia como especie única y creación cultural del hombre, que lo ha seleccionado durante siglos. Y también como protector de un espacio natural que pervive gracias a su presencia: la dehesa" (2010b). Vargas Llosa también usa este argumento: "El ganado de lidia existe porque existen las corridas y no al revés. Si éstas desaparecen, inevitablemente desaparecerán con ellas todas las ganaderías de toros bravos y éstos, en vez de llevar en adelante la bonacible vida vegetativa deglutiendo yerbas en las dehesas y apartando a las moscas con el rabo que les desean los abolicionistas, pasarán a la simple inexistencia" (2004). El argumento completo, entonces, dice así: los toros son un producto cultural humano, han "evolucionado" gracias al ser humano, quien los ha ido seleccionando artificialmente a lo largo de la historia. Si son un producto humano y los dejamos de producir para el toreo, entonces inevitablemente "pasarán a la simple inexistencia". Eso será una gran pérdida ecológica, y por ello las corridas de toros no deben desaparecer.

Pero, ¿verdaderamente va a desaparecer una especie? Savater no parece tener muy claros sus conceptos taxonómicos, porque los toros de lidia no constituyen una especie, forman parte de la familia de los bóvidos (Bovidae) y es claro que si desaparece el toro de lidia seguirá habiendo bueyes, cebúes, búfalos, pero también reses, es decir, toros y vacas. Toda esta familia está lejos de estar en peligro de extinción. ¿Desaparecerá una raza entonces? Si seguimos criterios taxonómicos comúnmente aceptados por especialistas, la respuesta tendría que ser que no: el ganado de lidia, por sí mismo, no constituye una raza. Hay tres razones para afirmar esto:15 (1) No existen caracteres morfológicos propios de los toros de la supuesta raza de lidia, ya que estos (los caracteres morfológicos de los toros de lidia) son indefinibles por dispares. No existen características diferenciadoras definibles entre los toros de lidia y otras razas de la misma especie, es decir, otros toros que no son de lidia. (2) No hay caracteres diferenciadores psicológicos en la hipotética raza de lidia que se perpetúen de forma regular en la herencia; por ejemplo, la inmensa mayoría de los toros de lidia carece de la supuesta bravura, que sería un rasgo diferenciador psicológico de la raza. Muchos aficionados denuncian esto cuando se quejan de deslucidas corridas en las que el toro no es bravo. (3) No existe una sola descripción científica de los caracteres diferenciadores de la supuesta raza de lidia. Por ello, en los reglamentos de toros no se pide que el toro sea de la raza de lidia, sino que pertenezca a un registro de ganaderías inscritas en un padrón de empresas ganaderas de toros de lidia. Así pues, no existe una raza de toros de lidia, sino que lo que existen son animales mestizos pertenecientes a la subespecie Bos primigenius taurus "con la característica frecuente, indefinible científicamente, de manifestar una agresividad instintiva cuando son provocados o acosados", afirma Gilpérez. Así pues, si desaparecen las corridas de toros, no desaparecerá ninguna raza de toros de lidia, porque no existe dicha raza.

Hay otras cosas que tendríamos que preguntarnos cuando se afirma que, si desaparecen las corridas, desaparecen los toros. Este argumento parece presuponer que, si el día de mañana se prohíben las corridas, entonces los criadores de toros inmediatamente, viendo acabado su negocio, se desharían de todos sus toros matándolos o simplemente los dejarían de producir. Si esto fuera así, entonces habría que cuestionar el supuesto amor del criador por el toro, porque este argumento parece dar por sentado que lo que le preocupa al criador es que desaparezca el negocio, no el toro. Al aficionado le preocupa que desaparezca su entretenimiento, tampoco le preocupa el toro. Muchas razas bovinas que no se usan para la lidia han desaparecido a lo largo del tiempo, o se encuentran actualmente en peligro de extinción —como la vaca de Albera, la Cárdena andaluza o las más de 30 que conforman la lista de bovinos autóctonos en peligro de extinción en España—, sin que los taurómacos se hayan preocupado o pedido su protección.

¿Necesariamente tendrían que desaparecer los toros bravos? Se les podría conservar en reservas especiales (o incluso reintroducir en vida silvestre dado que han sido criados en vida libre, y tienen muchas características que les permitirían adaptarse sin problemas). Las dehesas tampoco tendrían que desaparecer si el Estado subvencionara el mantenimiento de espacios de conservación de esos animales —en lugar de subvencionar las corridas, como sucede en tantos lugares—. Es decir, se les podría conservar como se conserva a muchos otros animales silvestres que no nos son útiles —en forma directa— como los linces, los lobos o las tortugas marinas (cuya conservación es probablemente más cara que la de los toros). No necesariamente tendrían que desaparecer si dejan de sernos útiles; incluso podrían ser rentables como animales productores de carne, como sucede con otras reses.

Vayamos ahora a la parte moral de este argumento —que Savater no desarrolla ni en su manifiesto ni en su libro— ¿cuál es la significación moral de que desapareciera la supuesta raza del toro de lidia y cuál es su "valor ecológico"? Quiero contestar esta pregunta subrayando algo que afirman los taurómacos: el toro de lidia es un producto cultural del ser humano, es decir, se trata de un producto de la selección artificial. El ser humano ha tratado de hacer con los toros lo que la selección natural ha hecho con especies naturales: seleccionar aquellos rasgos que más se quieren para la lidia, básicamente su "bravura" y algunos rasgos anatómicos y fisiológicos (el llamado trapío, el conjunto de rasgos físicos y actitudes observables, como tamaño y peso, estatura, astas grandes hacia delante y un potente aparato locomotor, entre otras cosas). No debe sorprendernos que los toros de lidia sean producto de la selección artificial, los seres humanos hemos hecho lo mismo con muchas otras razas de animales. Muchos rasgos de animales domésticos y de producción han sido seleccionados por nosotros para ajustarse, en un afán perfeccionista, a nuestros parámetros estéticos o utilitarios hasta llevarlos a un punto aberrante. Muchas veces esas características van en detrimento de los individuos de esa raza, dado que inducimos la endogamia para fijar características físicas y replicar individuos idénticos a sus progenitores, lo cual tiende a producir problemas físicos en los individuos de esa raza. Así, inducimos la endogamia en algunos perros de raza para tener perros más altos, con lo que se incrementan las posibilidades de que padezcan, entre otras, enfermedades artríticas (los problemas de cadera, por ejemplo, son típicos en los pastores alemanes y otras razas grandes). En los animales de producción se ha hecho lo mismo, de modo que hemos llegado a producir vacas con ubres inmensas que las mismas vacas no pueden sostener o pavos que son tan gordos que sus piernas no son capaces de sostenerlos, porque están diseñadas para soportar animales menos pesados, y que no pueden reproducirse por sí mismos. Modificamos razas de animales para reproducir rasgos que son útiles para los humanos, o que simplemente encontramos estéticos, pero que no tienen valor para los animales y que sólo les producen problemas. "Con la selección artificial favorecemos nuestro tipo de vida, pero alteramos irreversiblemente el destino natural que cada especie tiene" (Coria y Paredes 2009). Producir animales artificialmente provocándoles problemas y, a fin de cuentas, sufrimiento, sí tiene una dimensión moral, y por eso sería mejor no producirlos. Se me puede responder diciendo que los toros de lidia no tienen ese tipo de problemas, dado que se les sigue mestizando continuamente y así se evita la endogamia que crea estos problemas; pero con esta respuesta se está aceptando tácitamente que los toros de lidia son animales mestizos que no pertenecen a ninguna raza determinada, con lo cual se reafirma mi punto anterior: no hay una raza de toros de lidia y, por ello, no desaparecerá si es abolida la tauromaquia.

Pero de nuevo, ¿cuál es la significación moral de que desaparezca una especie artificialmente seleccionada? Que se provoque la desaparición de una especie natural tiene un significado moral, entre otras cosas, porque esto tiene un efecto de cascada que resulta en la extinción de otras especies, con ello se interrumpen procesos ecológicos, lo cual crea un desequilibrio en la naturaleza. La desaparición de una raza artificialmente seleccionada por el ser humano, como es el toro de lidia, no crea ningún desequilibrio ecológico y, por ello, no tendría ninguna significación moral en ese sentido.

 

4. Argumento en contra de la arrogancia de la imposición moral

Este argumento es una de las cartas fuertes de Savater y resulta interesante analizarlo, no sólo por lo que nos dice acerca de las corridas de toros, sino por lo que, más generalmente, nos dice acerca de la naturaleza de la moralidad. Éstas son las palabras de Savater:

El rechazo de festejos como las corridas de toros es la opción moral respetable de una sensibilidad personal ante una demostración simbólica de raigambre atávica y desmesurada según los parámetros racionalistas comúnmente vigentes. Pero no puede fundar a mi juicio una moral única, institucionalmente obligatoria para todos. También es respetable que, de acuerdo con pautas religiosas o éticas, muchas personas condenen la práctica del aborto, por ejemplo. Lo que ya no resulta respetable del mismo modo es que los antiabortistas conviertan su opción en la única éticamente digna y califiquen de asesinos de masas a los que discrepan de ella. De modo semejante, tampoco es aceptable para una convivencia en la pluralidad de valores democrática que los antitaurinos califiquen como asesinato o tortura lo que ocurre en las plazas. [...] conozco lo que repugna a mi sensibilidad, pero no tendría la arrogancia de convertirlo en norma ética impuesta a todos. (2010a, 54-55).

Reconstruyamos el argumento. Según Savater, la opción moral que proponen los antitaurinos es simplemente una entre otras, y dentro de una sociedad democrática y pluralista, no es válido tratar de imponer "una moral única, institucionalmente obligatoria para todos". Es arrogante por parte de los antitaurinos tratar de convertir sus principios morales en una "norma ética impuesta a todos". Del mismo modo en que no es aceptable que los antiabortistas califiquen de asesinato al aborto y traten de imponer una moral única a toda la sociedad, tampoco es aceptable que los antitaurinos digan que el toreo es tortura y asesinato y quieran imponer su moral al resto de la sociedad. Se trata de pura arrogancia y, podríamos añadir, de intolerancia. ¿Quién puede estar en desacuerdo cuando se trata de defender la tolerancia, la diversidad, la pluralidad y la democracia?

Sospecho que bajo un manto de valores democráticos de tolerancia y de pluralidad se esconden dos cosas: (a) un relativismo moral, y (b) una cierta incomprensión acerca de las relaciones entre la moralidad y el derecho. ¿Qué quiero decir con esto? Primero, digo que se esconde un relativismo moral (si no es que un subjetivismo) porque solamente a partir del relativismo (y no del pluralismo, que es algo distinto) podemos afirmar que es pura arrogancia tratar de juzgar la conducta de un grupo con el que estamos en desacuerdo y de imponer una cierta postura moral; según esto, no hay una verdad o una justificación objetiva en ética acerca de si es moralmente correcto o no hacer sufrir a los animales, y a los toros específicamente. La ética antitaurina, como la que yo he tratado de defender aquí, no tiene una categoría especial; es sólo una entre otras. La tauroética que defiende Savater es una opción igualmente válida y no existe un criterio objetivo que se pueda emplear para juzgar uno de estos códigos éticos como mejor que el otro. Una ética que acepta el maltrato hacia los animales es tan válida como una que lo rechaza; la ética taurina es tan válida como la antitaurina y entonces resulta arrogante tratar de imponer una sobre otra, dado que no existen criterios objetivos para decidir que una es mejor que otra. Esta posición se llama relativismo moral. ¿Qué tiene de malo?

Se puede ser relativista, como Savater, al defender la ética taurina, pero esto tiene consecuencias: básicamente estamos renunciando a explicar muchos fenómenos morales de los que el relativismo no puede dar cuenta. Doy algunos ejemplos: la crítica moral entre sociedades no tendría sentido ni se podría decir que una práctica moral de otra sociedad es inferior o superior a nuestras prácticas (por ejemplo, no podríamos decir que una sociedad misógina o una racista es inferior a una que no lo es, son una moral entre otras). El relativista rechaza la idea de progreso moral, él no puede decir, por ejemplo, que la situación de las mujeres o los negros hoy en día es mejor, moralmente hablando, que hace doscientos años. Tampoco puede dar cuenta de la idea de derechos humanos universales —una idea que a Savater le resulta muy cara (cfr. 1988, 160-191) y lo que revela una inconsistencia en su pensamiento—, dado que son criterios morales con pretensión de objetividad y universalidad y, según el relativismo moral, estos no existen; en todo caso, nos dicen, son formas de imposición moral de una sociedad sobre otra. Si estoy en lo cierto y detrás de la postura de Savater se esconde un relativismo moral, entonces tendrá mucho trabajo para explicarnos ideas como esas, algunas de las cuales él mismo sostiene, y hacerlas compatibles con palabras como las que he citado arriba.

Digo también que detrás de su postura se esconde cierta incomprensión de las relaciones entre la moral y el derecho. No sólo no hay modo de decidir entre teorías y prácticas morales rivales, afirma, sino que el derecho no debe tomar partido por ninguna de ellas. Es pura arrogancia tratar de imponer una cierta moralidad a través de las leyes en un contexto de pluralismo moral. Savater afirma que "el Parlamento no está para zanjar cuestiones de conciencia individual, sino para establecer normas que permitan convivir morales diferentes sin penalizar ninguna y respetando la libertad individual" (2010a, 78). Según esto, la moral es algo independiente de las leyes y nunca se debe tratar de imponer una cierta ética a través del derecho: no se debe legislar a partir de valores morales. Sin embargo, decir que el parlamento no debe meterse en cuestiones morales y debe permitir que morales diferentes convivan quiere decir, antes que nada, que el parlamento debe tomar una postura moral de respeto a la diversidad. En otras palabras, esa postura no es moralmente neutra. Pero algunos nos preguntamos si incluso eso es posible, porque muchas de nuestras leyes sólo pueden encontrar su justificación en valores y razones morales particulares que efectivamente penalizan otras posiciones. Las leyes que permiten el aborto, que es el caso que usa Savater, es un ejemplo de eso: existen razones morales de tipo consecuencialista para pensar que la penalización del aborto tiene efectos negativos sobre las mujeres que, con penalización o sin ella, van a abortar; también existen razones en términos de autonomía y de derechos morales para afirmar que las mujeres tienen el derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Al tomar en cuenta este tipo de razones, los diputados que legislan por la despenalización del aborto están "penalizando" la moral de los que condenan el aborto. Eso es inevitable. Son muchos los ejemplos de leyes que se sustentan en razones morales particulares y que penalizan morales contrarias: las leyes que prohíben que los maridos golpeen a sus mujeres penalizaron a quienes sostenían que ése era un derecho del hombre; las leyes de tenencia responsable de animales que castigan a quienes maltraten a sus mascotas también penalizan a quienes creen que los animales son cosas sin valor moral y que sus propietarios pueden hacer con ellos lo que quieran. Es más, cualquier ley que base su justificación en el discurso de los derechos humanos —que no son sino derechos morales— estará, inevitablemente, "penalizando" morales diferentes. Lo que quiero decir con esto es que muchas leyes no son moralmente neutras, como quiere Savater, sino que tienen contenidos morales sustantivos y se justifican a partir de posiciones éticas particulares, y que cuando se legisla sobre esos contenidos morales es inevitable "penalizar" posturas con contenidos morales opuestos. Si llamamos a este fenómeno "arrogancia", entonces me parece que simplemente no estamos comprendiendo cómo se legisla, sobre todo en nuestras sociedades contemporáneas, y cómo el derecho constantemente se justifica a partir de concepciones morales sustantivas.16

Las leyes que poco a poco han ido aboliendo las corridas de toros tienen una justificación moral. Este tipo de leyes abolicionistas aceptan como una mejor justificación las razones antitaurinas que consideran moralmente el sufrimiento del toro y también las implicaciones que puede tener para una sociedad el hecho de aceptar como una forma de espectáculo público, de diversión y entretenimiento, el sufrimiento de los animales. En un ejercicio de ponderación, los legisladores deben evaluar si estas razones morales pesan más que las razones en términos de tradiciones, de la fuerza simbólica que tienen las corridas de toros u otras que, según he venido argumentando, carecen de fuerza moral.

 

5. Ética para matador: ¿relajarse y disfrutar?

Hasta aquí he argumentado que las corridas de toros no se justifican éticamente y que hay razones para abolir este tipo de espectáculos. Pero quiero subrayar que mi argumentación no se limita a los toros: el sufrimiento que los humanos les infligimos a los animales, en su mayor parte evitable e innecesario, es éticamente incorrecto. Y lo es no sólo en las corridas de toros, en las peleas de gallos o de perros, sino también en los contextos domésticos y, sobre todo, de producción. Savater está consciente de ello y señala la gran inconsistencia que hay en muchos antitaurinos que, al mismo tiempo que condenan las corridas de toros, se quedan callados sobre los animales de producción y siguen consumiendo carne. Afirma Savater:

Quizás hubiéramos sido más sanos y felices sin estas amenazas y sin los toros, pero, en vista de que ya están ahí, parece preferible minimizar sus inconvenientes, prevenir sus adulteraciones, relajarse y disfrutar. Si lo que nos preocupa es el sufrimiento de los animales, el verdadero problema está en los millones y millones que criamos para comernos y llevamos al matadero, no en los cientos de toros inmolados en las plazas. La auténtica punzada para ciertas sensibilidades morales debe provenir en primer término de que somos carnívoros, no de que somos aficionados a los toros. [...] Por lo tanto, mientras no se afronte el caso de las granjas avícolas y los mataderos municipales, el cañonazo de la buena conciencia contra la línea de flotación de la fiesta taurina sigue siendo de fogueo. (2010a, 69-70).

Dos cosas se pueden decir al respecto. En primer lugar, lo que ha afirmado Renzo Llorente en su discusión del libro de Savater; según su reconstrucción el argumento va así: "si un(a) agente se esfuerza por eliminar un mal del tipo x sin esforzarse al mismo tiempo por eliminar el peor de los males del mismo tipo, el/la agente tiene una actitud poco coherente e incluso hipócrita" (2012, 174). El principio tiene problemas: que no intentemos eliminar los males mayores de un cierto tipo no quiere decir que seamos incoherentes o hipócritas por sólo impedir males menores del mismo tipo. En un caso análogo, dice Llorente, "a nadie se le ocurriría criticarnos por procurar ayudar a las personas que trabajan en condiciones insalubres sólo porque no ayudamos a las personas que están en paro y ni siquiera tienen trabajo". Así, el hecho de que quienes critican las corridas de toros no critiquen también los métodos de producción intensiva en las granjas factoría no deslegitima su condena.

En segundo lugar, si bien la falta de crítica a la situación de los otros animales no deslegitima la condena a la tauromaquia, sí sería deseable que la gente tomara conciencia de ese otro mucho mayor problema. Si lo que nos preocupa es el sufrimiento animal, entonces el problema está en los casi 60 mil millones de animales de producción (puercos, gallinas, vacas, etc.) que, según la FAO (2006), criamos para comer anualmente y no en los miles de toros que son inmolados en las plazas. "Incluso limitándonos a los toros y vacas —nos dice Mosterín—, el problema de la ganadería intensiva es, desde una perspectiva global, más importante y difícil que el de la tauromaquia" (2010, 7).

Antes afirmé que el sufrimiento iguala a los animales sintientes entre sí y deberíamos considerar de igual manera el sufrimiento del toro que el del perro o el gato, pero también que el del puerco que vive toda su vida en una granja factoría, dentro de un espacio que no satisface sus necesidades vitales y sin ver nunca la luz del sol, o el de la ternera, que vive toda su vida dentro de una pequeña jaula donde se le impide moverse para que no desarrolle músculos y así su carne sea suave al comerse. Es cierto, la punzada para una sensibilidad moral que se indigna ante el sufrimiento animal debe provenir del hecho de que somos grandes consumidores de carne en nuestras sociedades masificadas, donde la inmensa mayoría de la carne que consumimos proviene de sistemas de cría intensiva que inevitablemente implican el sufrimiento de animales en una escala masiva.17 Aunque, en principio, no son criticables aquellos que condenan las corridas pero siguen comiendo animales producidos en estas circunstancias, hay un cierto nivel de inconsistencia en quienes critican las corridas de toros, o se indignan ante el maltrato a los animales domésticos (perros y gatos básicamente), pero siguen comiendo carne de animales que son explotados y sufren por millones.

En eso tiene razón Savater.18 En lo que no la tiene es en que, si no se afronta el problema de la producción intensiva de carne animal, lo mejor es tratar de minimizar los inconvenientes y las adulteraciones de las corridas de toros, relajarse y disfrutarlas. Si se tiene conciencia del sufrimiento masivo de animales en las granjas factoría donde se produce la carne que consumimos, pero también del sufrimiento masivo de los toros que son inmolados en las corridas, y aun así comemos carne y asistimos a las corridas (y nos relajamos y las disfrutamos), entonces creo que estamos ante un caso de falta de sensibilidad moral, indiferencia o algo que podríamos llamar, para usar el término más preciso, cinismo. Tener conciencia de que una cierta conducta es moralmente incorrecta y, sin embargo, llevarla a cabo e incluso disfrutarla se llama cinismo. No hacer nada ante el sufrimiento de los animales, sabiendo que éste existe y que hay modos en que podemos contribuir a aminorarlo o erradicarlo, nos convierte en cómplices; como afirmó la novelista inglesa del siglo diecinueve Anna Sewell: "si vemos crueldad o un mal que podemos parar, y no hacemos nada, compartimos la culpa [...] Con la crueldad y la opresión, es asunto de todos interferir cuando los vemos" (2008, 53 y 104). Por eso, lo que procede no es la indiferencia, el cinismo o la inacción, sino la consistencia en nuestras actitudes morales frente al sufrimiento animal: quien rechaza las corridas de toros por razones morales también debería, por consistencia, rechazar el sufrimiento animal en los sistemas de producción intensiva de carne, defender y promover el bienestar animal en donde quiera que esté en juego. Esto no necesariamente implica que todos deberíamos militar en las filas del animalismo o convertirnos en vegetarianos —lo que no estaría nada mal—, sino simplemente que deberíamos optar por sistemas de producción que minimicen el sufrimiento animal (por ejemplo, favoreciendo productos que provengan de sistemas de producción que tomen en cuenta el bienestar animal, en vez de sistemas intensivos y basados en la desconsideración hacia los animales).

Espero haber justificado mi afirmación inicial de que la argumentación de Savater en el sentido de que existen argumentos morales a favor de las corridas de toros y de que ser taurino es una opción ética legítima no es sólida. Los argumentos éticos a favor de las corridas no tienen fuerza moral y, por lo tanto, la tauromaquia no constituye una opción ética de igual valor que la oposición moral a las corridas. Si tengo razón, las corridas de toros constituyen una práctica inmoral y no hay justificación moral para que nuestras leyes las permitan. Existen razones morales de peso para justificar la abolición de las corridas de toros. La petición de que se prohíban las corridas no constituye un acto de arrogancia, como afirma Savater, sino el movimiento plenamente justificado de sociedades que quieren progresar moralmente.19

 

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Notas

1 En Chile, desde 1823 se prohibieron las corridas, en el mismo decreto por el que se abolió la esclavitud, aunque no fue sino hasta principios del siglo veinte en que desaparecieron completamente; en Argentina, desde 1899 no hay corridas, tras la ley de protección a los animales de 1891; Uruguay las prohibió completamente en 1912. Recientemente, en diciembre de 2010, Nicaragua aprobó una ley que prohíbe las corridas de toros en las que se dañe al animal. En 2011 se realizó un referéndum en Ecuador a través del cual se prohibieron corridas en las que se diera muerte al toro. Panamá las prohibió en 2012. En México, en el estado de Sonora, se prohibieron las corridas en 2013. De hecho, la discusión no es nueva: durante el siglo XVIII, en Nueva España hubo acaloradas disputas entre los ilustrados, que siempre se manifestaron en contra de las corridas, y los conservadores que, según el historiador Juan Pedro Viqueira Albán, las veían como una oportunidad para el lucimiento de las clases dominantes (1987, 33-52). La posición ilustrada en España hizo que primero Carlos III en 1785 y luego Carlos IV en 1805 abolieran las corridas en toda España y sus colonias, a través de una cédula real que prohibía "absolutamente en todo el reino, sin excepción de la corte, las fiestas de toros y de novillo de muerte", sin embargo, con la llegada de Fernando VII se reinstauraron las corridas (junto con la Inquisición y la monarquía absoluta). En México, los presidentes Benito Juárez y Venustiano Carranza prohibieron las corridas de toros en la Ciudad de México en 1867 y en 1916, respectivamente, pero éstas se reinstauraron posteriormente en ambos casos, dado que esto sólo ayudó a que proliferaran en las cercanías de la ciudad y también a que existieron presiones económicas para mantenerlas.

2 Discutir, por ejemplo, si las corridas de toros son una manifestación artística no nos lleva a ningún lugar, entre otras cosas porque no tenemos un concepto comúnmente aceptado de lo que cuenta hoy día como arte, y porque el término "arte" se usa de modos muy extensivos, como cuando se habla del "arte de la guerra" o "el arte de la política", en que el término "arte" significa una habilidad para hacer algo. (Aunque no puedo dejar de citar aquí las palabras de Antonio Machado para quien "las corridas de toros [no son] un arte, puesto que nada hay en ellas de ficticio o de imaginado. Son esencialmente un sacrificio" [1981, 237]). Pero aun en el caso de que pensemos que hay algo así como un arte taurino, su valor estético se sigue contraponiendo a las razones éticas en contra del toreo. En cualquier caso, no me interesa discutir aquí las razones estéticas, sino básicamente las éticas.

3 El tema de la racionalidad animal ha sido abordado recientemente por la etología cognitiva, que concuerda mayormente en la atribución de racionalidad, si bien en un sentido mínimo, por lo menos, a los mamíferos, como son los toros. Véanse los artículos compilados en Hurley y Nudds 2006.

4 Savater trata de defenderse de esta objeción al hablar de "la racionalidad en potencia de bebés y ancianos seniles" (2010a, 25). En primer lugar, es dudoso que los ancianos seniles sean potencialmente racionales; segundo, cualquier persona familiarizada con la discusión sobre el aborto sabe que el argumento de la potencialidad también nos llevaría a proteger la vida de un embrión humano, por ser una persona en potencia. Savater, en principio, no podría usar ese argumento, dado que afirma estar a favor de la despenalización del aborto; véase, por ejemplo, su (2009).

5 Aquí habría que decir que si bien no podemos hablar en un sentido robusto de moralidad en los animales, es decir, de libertad y de atribución de responsabilidad, muchos etólogos han señalado que en algunas especies de animales con capacidades cognitivas desarrolladas hay distinciones entre bien y mal, así como el acatamiento de ciertas normas que posibilitan la convivencia entre los distintos miembros del grupo. El primatólogo Frans de Waal (1997), por ejemplo, argumenta que rasgos humanos como equidad, reciprocidad y altruismo se desarrollaron a través de la selección natural; nuestra moralidad proviene de instintos sociales que compartimos con otros primates, afirma. Tal vez podríamos hablar aquí de una "protomoralidad". Véase también Bekoff y Pierce (2009), para quienes la continuidad evolutiva entre animales humanos y no humanos tiene como consecuencia que la moralidad no sea exclusivamente humana.

6 Suma contra gentiles, III, II, 112 (citado por Rachels 2007, 156). Seguramente una postura como ésta bastó para justificar al Papa Pío V, en 1567, para promulgar la bula "De Salute gregis Dominici" contra los encierros y corridas de toros. En ella se excomulga y se niega sepultura cristiana a los toreros y a los aficionados por considerar que "estos sangrientos y vergonzosos espectáculos [son] dignos de los demonios y no de los hombres". Sin embargo, Gregorio XIII revocó esa orden y permitió las corridas, aunque mantuvo la prohibición de que los clérigos ordenados asistieran a ellas.

7 Se llama así a partir de Kant, para quien "nuestros deberes para con los animales constituyen deberes indirectos para con la humanidad" (1988, 289).

8 Es útil traer aquí a colación la distinción que hace Tom Regan (1983, 151-156), entre "pacientes morales" (poseedores de derechos, pero sin obligaciones) y "agentes morales" (poseedores tanto de derechos como de obligaciones). Los animales estarían entre los primeros.

9 Díaz habla de dolor, mientras que yo he hablado de sufrimiento, pero también de capacidad de sentir. Vale la pena hacer la distinción. Según Molony y Kent: "el dolor animal es una experiencia sensorial y emocional aversiva que representa una toma de conciencia, por parte del animal, de daño o amenaza a la integridad de sus tejidos; cambia la fisiología y la conducta del animal para reducir o evitar el daño, para reducir la probabilidad de recurrencia y para promover la recuperación; el dolor innecesario se produce cuando la intensidad o la duración de la experiencia es inapropiada para el daño sufrido, o cuando las respuestas fisiológicas y de conducta a él no tienen éxito para aliviarlo" (1997, 266; véase también IASP, 1994). Por otro lado, el sufrimiento es "un estado emocional negativo que deriva de circunstancias físicas, fisiológicas o psicológicas adversas, de acuerdo con la capacidad cognitiva de la especie y del individuo, y de su experiencia de vida" (Morton y Hau, 2002). El sufrimiento es una combinación de estímulos o sentimientos desagradables, pero no necesariamente conlleva dolor: un animal, por ejemplo, puede sufrir cuando es sometido a procedimientos invasivos o restrictivos, asociados o no a dolor. Marian Dawkins (2006 y 2008) ahonda en el concepto de sufrimiento animal, así como las bases científicas para evaluarlo. Por otro lado, con respecto a las implicaciones éticas del dolor y del sufrimiento, señala Mosterín: "En la naturaleza existe el dolor y es parte de los mecanismos de supervivencia, lo que no constituye un mal desde un punto de vista ético, pero cuando generamos un dolor extra (lo que se conoce como dolor innecesario), es decir, un dolor del que somos responsables, esto se considera un mal moral objetivo" (2010).

10 Cfr. Gregory, 2004 226-227. Parte de la información de la muerte del toro proviene de la página web de Animanaturalis (www.animanaturalis.org) y de Toledano, 2010.

11 Aunque Jesús Mosterín sostiene que es un mito "que el torero corre un gran riesgo toreando a un animal de tamaño mucho mayor que él. De hecho, el riesgo del torero es mínimo. Toda la corrida es un simulacro de combate, no un combate. El torero encarga que se prepare, debilite, desgarre y destroce al toro antes de enfrentarse a él. Los picadores con frecuencia se ensañan con el toro hasta tal punto que éste ya no puede ni mantenerse en pie y se cae al suelo. Todos los gestos amanerados de la corrida son pura farsa. El torero se acerca para que el toro no lo vea, no para mostrar valor, y el mayor riesgo que corre es el de ser herido por las banderillas que sus propios banderilleros le han clavado al bovino. [...] El toro no entiende nada de lo que pasa en la corrida, y el torero, que se las sabe todas, puede pedir la devolución del toro si sospecha que ya ha participado en otra corrida y puede haber aprendido algo" (2010, 60). Eso sin contar que, aunque está penado, sucede que a veces el toro sale drogado, les inmovilizan la visión con sales, le liman los cuernos. Con las banderillas, el torero le va rompiendo todos los músculos del cuello y va perdiendo control sobre la cabeza, y los bovinos siempre luchan con la cabeza.

12 Cabe aclarar que el término "cultura" tiene por lo menos dos sentidos: por un lado, el que le interesa sobre todo a los antropólogos y que registra todo tipo de valores y costumbres, por el otro, el que le interesa a los eticistas, artistas, músicos, educadores, etc. y que registra los valores positivos y deseables para todo individuo de una sociedad dada. El toreo puede ser cultura en el primer sentido, en el segundo, es cuestionable.

13 Es curioso que Savater use el argumento de la tradición para defender la ética de la tauromaquia, porque en su Ética para Amador afirma que la ética nos pide que cuestionemos las acciones que se hacen de modo tradicional o "por costumbre" (1991, 56).

14 En un sondeo realizado en España, ante la pregunta de si consideraba las corridas de toros como un bien cultural, 61% contestó que no, 19% que sí y 20% no contestó o no sabía, lo que sugiere que un alto porcentaje de la población española no cree que el toreo forme parte de su identidad cultural —en el sentido positivo de "cultura" al que me referí antes—. El dato proviene de Lafora 2004, 234. En México, según una encuesta, 73% de la población está en contra de las corridas (Parametría 2013).

15 Los datos que siguen provienen del espléndido artículo de Luis Gilpérez (s.f.).

16 Ronald Dworkin (1986) ha sostenido que los principios legales son esencialmente morales en su contenido; y Joseph Raz (1986, cap. 5) ha criticado la supuesta neutralidad del Estado.

17 Una buena descripción de esto se encuentra en Safran-Foer 2009.

18 Aunque hay que señalar que el argumento de Savater tiene la forma de una falacia ad hominem tu quoque, en que se ataca a una persona atribuyéndole una contradicción, en vez de atacar el argumento que sostiene la persona (véase Herrera y Torres 2007, 30-31).

19 Presenté una versión anterior de este artículo en un congreso de la Asociación Filosófica de México, en Toluca. Agradezco a los asistentes sus comentarios. Estoy en deuda particularmente con Adriana Cossío, así como con dos dictaminadores anónimos de Tópicos, Revista de Filosofía, por sus muchas críticas y sugerencias.

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