1. Introducción
En tiempos donde enfermedades constantemente deben ser prevenidas, donde el "riesgo" a enfermar o padecer una discapacidad se presenta como una constante habitual en nuestras vidas, determinar aquello que constituye la salud se vuelve una tarea cada vez más etérea. Ciertamente, definir la salud ha sido siempre una tarea difícil. Sin embargo, debido a las nuevas posibilidades de la medicina contemporánea la delimitación se ha vuelto aún más compleja. Por razones de extensión, en esta contribución no podemos dedicarnos a responder satisfactoriamente la pregunta por el significado del concepto de salud en general, en tanto que dicha problemática es una de las más complejas en filosofía y teoría de la medicina (Aurenque, 2013b, 2016; Wiesing, 1998). La Organización Mundial de la Salud (OMS), por ejemplo, define la salud como "un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades" (Preámbulo de la Constitución de la OMS). Ahora bien, justamente la definición de la OMS ha sido criticada en numerosas ocasiones por sostener una definición demasiado amplia de la salud que representa más bien un ideal que una realidad. Como vemos, el mero definir el concepto de salud no es nada fácil. Schmidt describe diez definiciones distintas de salud: como "armonía", "lucha", "momento de un proceso dialéctico", "jerarquía", "potencialidad", "mecanismo de efecto causal", entre otras interpretaciones (Schmidt: 538-542). Aquellos que, por otro lado, han intentado desarrollar teorías de la salud tampoco se han visto en un terreno dócil pues también aquí difieren las posturas.
Con todo, podemos clasificar a la mayoría de las teorías de la salud en el marco de dos escuelas bastante claras: por un lado la posición normativista y por el otro la posición naturalista. Mientras que los normativistas consideran el significado de la salud en relación a una consideración holística de la salud, los naturalistas se apoyan en una visión anatómica-biológica de la salud. El defensor más famoso del enfoque naturalista es Christopher Boorse. En su Teoría Bioestática de la Salud (Bio-Statistical Theory) Boorse define la enfermedad como una falla objetiva de la función normal de un organismo y/o ser vivo (Boorse, 1977, 2014). La mayoría de los teóricos de la salud, no obstante, pertenecen al enfoque normativista. Contrario a la posición naturalista los normativistas argumentan que en medicina no se trata de la mera descripción de datos empíricos neutrales, sino que dichas descripciones contienen siempre valoraciones subjetivas, culturales y/o éticas. Uno de los enfoques más discutidos de los normativistas corresponde a la Teoría Holística de la salud de Lennart Nordenfelt (Holistic Theory of Health)(Nordenfelt, 1995, 2007). En la actualidad, los planteamientos de Boorse y de Nordenfelt representan las teorías de la salud más influyentes. Es interesante notar que, pese a presentar posturas contrarias, ambas sitúan el bienestar del individuo en el centro de las consideraciones, si bien bajo perspectivas diversas -el ámbito natural y biológico versus el bienestar mental, físico y subjetivo. Dado, sin embargo, que el caso de la medicina preventiva opera en gran parte con fenómenos híbridos (con pre-disposiciones y riesgos), y dicha prevención tiene además todo un aparataje institucional que lo legitima, se precisa de una mirada más sistémica.
Pues, precisamente gracias al empleo de diversos mecanismos de prevención se constata, paradójicamente, unacreciente fragmentarización de la salud, o dicho en otros términos, una patologización de la salud. Esto puede sin duda ser entendido como expresión de lo que desde los años 1970 se ha llamado una "medicalización" de la sociedad (Illich, 1975; Zola, 1972; Conrad, 2008; Rose, 2007) y que desde la perspectiva de la biopolítica, considera que el aparato médico se ha vuelto una amenaza para la salud. En efecto, cada vez más médicos, bioeticistas y filósofos de la medicina han comenzado a dudar si la medicina preventiva es del todo benéfica para sus pacientes (Aurenque, 2017). Marcel Verweij advertía ya en 1999 de los posibles efectos adversos de la medicina preventiva: "Some commentators fear that healthy persons will turn into patients when they become subjects of medical control and advice" (Verweij, 1999: 90). Recientemente el médico argentino Esteban Rubinstein, quien es médico de familia y profesional dedicado entre otras cosas a promover la prevención primaria y secundaria entre sus pacientes, escribió el libro Los nuevos enfermos, justamente para tratar y discutir estos temas: "Lo interesante de todo esto es que en la actualidad existen muchas personas a las que los médicos "enfermamos" mucho antes de que su enfermedad se manifieste" (Rubinstein, 2016: 65). Sin embargo, ¿se le puede tolerar a la medicina enfermar a sus pacientes anticipadamente? En este sentido, la presente contribución se ocupa de estas y otras preguntas en relación a la tarea primordial de la medicina y su prohibición ética del "no dañar". Dicho análisis tomará como interlocutores principales los trabajos críticos sobre medicalización llevados a cabo por Iván Illich y Michel Foucault respectivamente. Tomando a estos autores, se intenta reactualizar el valor de sus reflexiones en el contexto específico de la medicina preventiva, en particular en lo que refiere a la percepción de salud de las personas, con el objeto de tomar una postura que no sólo reconozca los elementos positivos y negativos a nivel individual de los avances tecnológicos preventivos, sino también una visión crítica de sus efectos a nivel global.
Ahora bien, ¿en qué consiste, fundamentalmente, la medicina? Desde su origen griego, la medicina consistía en el 'arte' de tratar el cuerpo y el ánimo para eliminar las enfermedades -infirmitas: falta de fortaleza y vigor- y rectificar los malos hábitos (establecer una 'dieta' apropiada) rearmonizando al ser humano con su vida y su entorno. Recuperar la salud implicaba recobrar la capacidad de disfrutar la vida, también en vistas de la posibilidad ineludible de la muerte (Pannikar, 2014: 110 y ss.). Ya en esos tiempos, la medicina no se consideraba una mera destreza azarosa para intervenir el cuerpo, sino un saber en propiedad, una 'técnica' particular -ars medica- (Krug, 1985) respecto al horizonte vital y cósmico donde se halla inmerso y participa el ser humano (Pannikar, 2014: 126). Desde Hipócrates en adelante, la medicina ha sido concebida como una "técnica especial" (Jonas, 1987: 146) en tanto utiliza saberes de un especialista para restablecer y/o apoyar procesos naturales (Aurenque y Friedrich, 2013). En una vía más contemporánea, el filósofo y médico alemán Wolfgang Wieland llamará a la medicina una "praktische Wissenschaft" o "ciencia práctica" en sentido aristotélico (Wieland, 2004: 12; Wieland, 2014). Ciertamente, la medicina desde antaño va de la mano de la facultad de juzgar; del manejo de un criterio, la posibilidad de evaluar y ponderar mediante una correcta aplicación de conocimientos. Paralelo a ello, el ejercicio de la medicina se constituyó en una forma de autoridad. La "medida" de la medicina se tomaba de la naturaleza, del macro orden cósmico, co-regulador del microcosmos individual. Aquí se fundamentan las ideas de curación como restablecimiento de los equilibrios en el cuerpo y la salud, acorde a los órdenes naturales que regulan la vida y sus procesos (Eckart, 2009; Pannikar, 2014: 129; Gadamer, 2001: 50, Jonas, 1997: 99).
Con la instauración paulatina del modelo anatómico-morfológico del cuerpo en la medicina renacentista, llegando a su paradigma de cientificidad fisiológico del siglo XIX, la medicina comienza a autointerpretarse como una cuestión cuantitativa y científica (Pannikar, 2014: 106, 129; Prüll, 2001; Eckart, 2009). En la actualidad, la medición médica constituye una práctica clínica cotidiana. El acto de medir involucra una serie de operaciones: observar, registrar, asignar valores, comparar, establecer correlaciones y procesos, etc. Todo ello se vierte en los análisis clínicos (registro, informes o historias médicas) que distan notoriamente de los relatos de los pacientes. En la medicina moderna las intervenciones en el cuerpo pueden realizarse desde un conocimiento cada vez más especializado, que en gran medida ha sido permitido por la posibilidad de 'abrir' los cuerpos; ver o experimentar (incluso simular) sus formas y funciones. 'Abrir' los cuerpos, no debe tomarse sólo en sentido literal, sino también metafórico: gracias al desarrollo científico-tecnológico de la medicina triunfante desde el siglo XIX, el cuerpo ha quedado expuesto en sus particularidades físico-químicas -hoy expuesto en su estructura molecular-genética. En este sentido, la medicina moderna, a diferencia de su versión hipocrática, se relaciona estructuralmente con una racionalidad técnica basada tanto en la búsqueda de precisión, control y exactitud como en la aceleración, multiplicación y acumulación, es decir, en una fijación con lo cuantitativo (Pannikar, 2014: 145). Bajo este imaginario moderno, la finitud es vista como superable y todo límite como desplazable en función del avance tecnológico y su lógica del siempre más (Pannikar, 2014: 145).
La sociedad moderna se caracteriza por provocar sus propias patologías y modificar las antiguas: con las nuevas amenazas se necesitaron nuevas seguridades, modos precisos de lidiar con los peligros y riesgos (Pannikar, 2014: 146 ). La confianza en la racionalidad calculadora se refuerza, como formulará con suma claridad Heidegger en su crítica a la técnica moderna, por el incremento de control sobre las cosas, la naturaleza, la sociedad y por supuesto también sobre el cuerpo. Aplicado a la salud, su control y programación se transforma en algo virtual. La medicina contemporánea junto a sus diversos avances e innovaciones tecnológicas, se especializa en su hacer, orientándose hacia un futuro de mayor transparencia y en lo posible del mayor dominio sobre el cuerpo, la predicción de riesgos y la ausencia de malestares físicos y psíquicos. Esto, sin embargo, no deja de traer consigo nuevos desafíos conceptuales y éticos (Davis y González, 2016).
En relación a la temática específica de este trabajo, y desde el punto de vista definicional, en medicina se habla de dos tipos de prevención: la primaria y la secundaria. Las prácticas de prevención primaria "son aquellas que se les ofrecen a las personas absolutamente sanas para evitar que aparezca la enfermedad" (Rubinstein, 2016: 27). Ejemplos de este tipo de prevención corresponden a medidas de salud pública que promueven la salud a nivel poblacional. Se trata de medidas que afectan a un gran número de personas sanas, pero que son el objeto de estas medidas en cuanto existe evidencia empírica sobre los beneficios de dichas medidas. Ejemplos de medidas como éstas son el caso de las vacunas a infantes contra ciertas enfermedades (como el sarampión); también medidas como la fluorización del agua potable (en Chile, el 72% del agua de la población presenta dicha fluorización) o el suplemento de ácido fólico en mujeres embarazadas. La prevención secundaria, por su parte, implica un concepto algo más oscuro que el anterior: "La idea es que un individuo tiene un problema (una enfermedad, o un mayor riesgo de tener o desarrollar una enfermedad), pero no sabe que lo tiene, y yo, como médico (o enfermero o técnico), salgo a buscarlo, lo detecto, le aviso que lo encontré, y le ofrezco un tratamiento o una determinada conducta que puede cambiar el curso que iba a tener ese problema si no lo detectaba antes; es decir, puedo prevenir daños que podrían ocurrir en el futuro" (Rubinstein, 2016: 35).
Las medidas de prevención secundarias requieren, pues, que una persona asintomática acepte realizar ciertas pruebas de diagnóstico que permitan estimar mejor si hay alguna enfermedad en desarrollo o si existe algún riesgo a enfermar. Medidas de este tipo son igual de conocidas como las anteriores: control de la presión arterial, medición del colesterol, realización de un test Papanicolaou o de una mamografía, realización de una colonoscopia, etc. A diferencia de la prevención primaria que parte del supuesto de la sanidad de las personas, en la prevención secundaria la persona sana es concebida como una persona, prima facie sana, como un potencial enfermo. Además de las prácticas de prevención secundaria más comunes que recién se mencionaron, gracias al avance de la medicina molecular y de la genética, actualmente es posible acceder a una serie de test diagnósticos genéticos. Los anteriores pueden ser de índole preventiva (cuándo hay antecedentes de riesgo) o predictivos (cuando no hay sospecha de enfermedad).
Ahora bien, en la medicina preventiva la anticipación calculadora triunfa poniendo bajo lupa aquellos males antes invisibles y escondidos en lo profundo de nuestros cuerpos, o también a aquellos que permanecen como probabilidades latentes de nuestro perfil genómico (Pannikar, 2014: 149; Rubinstein, 2016: 35). Precisamente aquella anticipación diagnóstica propia de la medicina preventiva constituye uno de los elementos más problemáticos y cuestionados en la medicina preventiva contemporánea, situación que exige una reflexión crítica acerca de sus fundamentos teóricos y normativos.
2. La constitución de la mirada anatomoclínica
La conformación de la medicina moderna se identifica con la constitución de una mirada médica sobre el cuerpo. La mirada en cuanto acto intencional, no es una actividad neutra, sino construida y "cargada" de interpretación, juicio e intereses. La mirada médica se interesa con especial urgencia, por el cuerpo enfermo, herido y envejecido (Pera, 2003). Durante la mayor parte de su historia, la medicina se conformó con examinar los síntomas que aparecían en el cuerpo. La mirada anatómica, por su parte, se inaugura como práctica sistemática en el Renacimiento, alrededor del año 1500, cuando Vesalio lleva a cabo disecciones en un anfiteatro público y mira en el interior de un cuerpo humano. El cuerpo se constituye así en objeto de estudio autónomo, que se pretende distinto de las tradiciones médicas hipocrático-galénicas (Le Breton, 1994, 1999; Díaz, 2006: 149). La verdad médica renacentista ya no estaba en libros o representaciones, sino localizada en "el cuerpo abierto y adecuadamente expuesto" aunque, no por ello, libre de prejuicios (Laqueur, 1994: 134). La metáfora dominante sobre el cuerpo será el de una máquina y su sentido será la funcionalidad prestada a la persona -cuya sede está en la mente. La metáfora de la máquina será continuada con la metáfora de la fábrica donde la utilidad consiste en producir (Díaz, 2006: 151).
La segunda mirada clínica al cuerpo, desarrollada en el siglo XVIII, se denomina método anatomoclínico, y fue impulsado por los médicos franceses Bichat, Corvisart y Laennec. Las prácticas previas a la anatomoclínica consistían en el desciframiento de los síntomas observables en la superficie del cuerpo y su clasificación en familias, géneros y especies. En ello, la atención a la historia y tiempos de la enfermedad eran predominantes. El método anatomoclínico permitió utilizar la autopsia para completar el desciframiento de síntomas, mediante la observación y descripción de anomalías y lesiones en los órganos. La medicina, bajo estos preceptos, comienza a practicar un distanciamiento de los cuerpos: las enfermedades ya clasificadas, tipificadas y organizadas en sus síntomas se rastrean en exploraciones fragmentarias del cuerpo, pues se piensa que dicha superficie arroja poca información sobre la enfermedad que transcurre en el espacio interno. Por diversas razones, la completa desnudez del cuerpo no terminaba de incomodar a la mirada médica, sin embargo, la exploración anatómica del cadáver abierto en función de la contabilidad de los síntomas resultaba coherente y útil (Pera, 2003).
Ahora bien, en teoría y filosofía de la medicina contemporánea se sabe que la medicina se caracteriza no sólo por ser una "técnica" para mantener, mejorar o potenciar la salud, sino también por ser una disciplina atravesada por completo por una dimensión normativa (Aurenque y Friedrich, 2013; Wieland, 2004). De este modo, la medicina no sólo consiste en ser un conjunto de saberes y técnicas sobre la salud y enfermedad de las personas, sino que además, en tanto la "salud" es valorada como un bien y la enfermedad como un "mal", se manifiesta, como institución de poder. En efecto, como técnica de poder, algo que se discutirá al menos desde Foucault en adelante, la medicina es capaz de regularizar, disciplinar, normalizar cuerpos y poblaciones en función de volver a los individuos sanos, productivos, dóciles y útiles para las instituciones modernas. Los sistemas de seguro, las reglas de higiene, la prevención de accidentes laborales, las disposiciones reglamentarias para los barrios y hogares, la moral social sobre la sexualidad, constituyeron un entramado de normatividades sociales que se apoyaron en el saber médico moderno y que tuvieron como foco el cuerpo humano (Villaroel, 2014: 27 ). Desde el punto de vista de esta crítica sociológica a los efectos de la medicina, estar sano equivale a "volver al trabajo", ser capaz de mantenerse en el empleo, soportar los esfuerzos físicos y mentales del régimen de producción y consumo: el individuo como mero homo laborans (Pannikar, 2014: 107). Estar sano equivale, así mismo, a no ser considerado un peligro para la sociedad: libre de enfermedades físicas y desórdenes mentales, sin antecedentes penales, de dócil comportamiento para el orden social y legal.
3. Medicina moderna y medicalización
El término "medicalización" refiere a la expansión de los sistemas de salud en casi todos los campos de la sociedad moderna y a la creciente dependencia de la población respecto de los servicios proporcionados por los profesionales de la salud e industrias farmacéuticas (Illich, 1975: 9). En la actualidad, precisamente en vistas del aumento masivo de prácticas médicas preventivas en la vida cotidiana, la medicalización no sólo se agudiza, sino que parece llegar incluso a efectos contradictorios con los principios elementales de la medicina: especialmente en la prevención, más medicina no significa mayor salud. En lo sucesivo expondremos primero el significado de la medicalización en sentido general (Illich) para luego, detenernos en algunas implicaciones biopolíticas específicas (Foucault).
Illich expone tres razones por la que la medicina moderna no sólo ya no se encarga de curar, sino que incluso viola su propio principio interno al producir nuevos daños: "inevitablemente produce daños clínicos superiores a sus posibles beneficios; tiene que enmascarar las condiciones políticas que minan la salud de la sociedad, y tiende a expropiar el poder del individuo para curarse a sí mismo y para modelar su ambiente" (1975: 9). La acusación de Illich es grave, en tanto uno de los principios éticos fundamentales de la medicina consiste en el primum nil nocere (ante todo, no dañar) (Beauchamp y Childress, 20127). Así, la acusación es fuerte, pues según Illich, el objetivo de la medicina moderna no sería realmente el bienestar humano y la disminución del sufrimiento, sino más bien los imperativos funcionales de los sistemas e instituciones centrales de la sociedad y que requieren regular, conservar y normar la vida de individuos y grupos poblacionales para el cumplimiento de sus propios objetivos. Se trata de la medicina en función de lo que Foucault llamará luego una "biopolítica", es decir, la vida biológicamente considerada como objeto de prácticas de gobierno, ajenas a sus propias normas y que quieren constituir un cierto tipo de subjetividad y normatividad. Illich relaciona la medicalización con una forma de ocultar los evidentes malestares y sufrimientos sociales que produce el régimen de producción y dominación, transformándolos en patologías individuales que requieren respuestas técnico-médicas y no respuestas ético-políticas (1975: 10).
La medicalización en este sentido, consiste en una extensión de la lógica económica de sobreproducción industrial, que basa la satisfacción de las necesidades humanas en el consumo manufacturado más que en la actividad auto-productora. Una creciente y variada cantidad de necesidades individuales y sociales se transforman en demandas de bienes de consumo destinados a ser satisfechos por los productos y servicios desplegados en mercados, o como políticas sociales distribuidas por el Estado. Las capacidades descentralizadas de autogestión de individuos, grupos y comunidades, y, en gran medida, su autonomía, son desplazadas por la dependencia de estos sistemas productores y proveedores de bienes y servicios, que determinan, al mismo tiempo, cómo se trabaja, cómo se consume, qué tipo de necesidades se tienen, qué tipo de relaciones se han de tener con los demás. La medicina produce asistencia clínica, sus servicios son un capital cristalizado: saberes profesionales costosos, innovaciones tecnológicas largamente desarrolladas y caras de adquirir, tiempo de trabajo humano e inversiones enormes en infraestructuras de asistencia y laboratorios, etc. Como todo capital, este acumulado ha de ser puesto a circular para poder pagar sus costos de producción y producir más ganancia. Eso desarrolla mercados y sistemas de salud cuya lógica es la expansión creciente y la diversificación de productos y servicios, es decir, inflación constante de una oferta de consumo, que, por tratarse de la salud y el cuidado higiénico, se vuelve una demanda permanente e inquieta (1975: 79).
Para nuestra investigación es particularmente sugerente la tesis de Illich de que en tiempos de medicalización, la problemática en torno a la salud se expresa como un problema general del valor: la medicalización tiende a favorecer los valores de cambio y no los valores de uso. La racionalidad que adopta el predominio de los valores de cambio se da como contabilidad general, como búsqueda de un saldo positivo a favor de una gestión de recursos que maximiza la utilidad. De aquí que la estadística y la medición de eficacia sean la medida de la buena gestión hospitalaria y de la salud pública en general. La pérdida de lo cualitativo y subjetivo (las experiencias de los enfermos, por ejemplo) y de las contribuciones "informales" o "no institucionales" a la salud comprende otra faceta cuestionable de la praxis médica. La evaluación general de los beneficios y daños de la salud pública se torna brumosa respecto al qué, cómo, cuántos, quiénes y por qué son los beneficiarios o perjudicados de los sistemas. Mientras crece lo que Illich llama la "lógica de crecimiento industrial" su supuesta pretensión de eficacia social no puede ser observada con exactitud (1975: 82).
Uno de los argumentos más sólidos y actuales en la crítica de Illich, consiste en sostener que la medicalización genera tanto en la sociedad como en el individuo un estado de alerta permanente sobre la salud y/o enfermedad. A nivel de sociedad, por una parte, esta alerta se debe a que la salud misma es considerada un capital: una población saludable que trabaja, no contagia y acata los reglamentos de su conducta es verdaderamente útil, es decir, produce lo que tiene que producir y de la manera que corresponde. La inversión en salud se devuelve en la estabilidad de los sistemas económicos y administrativos que regulan a la sociedad. Los sujetos, asímismo, consideran el manejo de su salud como una condición y capacidad crucial para su mantenimiento y competitividad en el mercado laboral.1 A nivel individual, por otra parte, la medicalización condiciona también la actitud de los individuos para con su propio cuerpo, de modo que la gestión por medio de especialistas en medicina no sólo se acota a malestares orgánicos y/o psicológicos determinados, sino a la introducción cotidiana de una serie de prácticas médicas preventivas y/o de optimización. Con todo, la medicalización de la vida se manifiesta tanto en la dependencia cotidiana al control médico como en el aumento creciente de los presupuestos nacionales destinados a la salud (1975: 53). El médico deviene en técnico social que regula ambientes, asigna roles y evalúa los desempeños respecto de la salud y la gestión corporal. La medicalización se refleja de forma eminente en la medicina preventiva, en cuanto ésta prolonga el carácter de mercancía de la salud en el sentido de que es "algo que se obtiene en lugar de algo que se hace" (1975: 58). El monitoreo médico constante de la salud y del cuerpo permea un supuesto implícito y generalizado de enfermedad; la idea de que todas las personas puedan considerarse pacientes sin estar enfermas, en tanto el examen médico permite "una detección de necesidades terapéuticas ocultas" (1975: 59).2 La intensificación y masificación del uso de alta tecnología en medicina conlleva a una automatización de prácticas de rastreo que si bien pueden conseguir grandes mejoras en la salud poblacional, a nivel individual tiene un daño significativo creando "nuevos enfermos" (Rubinstein, 2016). El sistema médico en constante expansión hacia lo preventivo, configura una imagen de una población morbosa, ansiosa de ser atendida por un sistema de salud que informa constantemente sobre la mala salud de la población.3 Illich muestra como la expansión de la medicina configura un poder y control social inédito. La historia de este poder constituye precisamente el punto de partida de Foucault.
4. La genealogía de la medicina social de Michel Foucault
En los años setentas, Foucault sitúa su postura respecto del tema de la crisis de la medicina desarrollando una interpretación genealógica del fenómeno de medicalización denunciado por Illich y que él considera como parte de un análisis del funcionamiento de las instituciones de "poder y saber médico" (Foucault, 1999: 343). El siglo XX posterior a la Segunda Guerra, vio emerger un nuevo derecho a la salud, que Foucault fecha en 1942 en el marco de implantación del Plan Beveridge.
En lo sustantivo se trata, según Foucault, de un derecho a la salud garantizado por el Estado en función del bienestar del individuo (ya no de causas o colectivos) a partir del tratamiento médico de la salud de individuos, grupos y poblaciones; derecho que se complementa con el derecho a enfermarse y ausentarse del trabajo; con la incorporación en el presupuesto nacional de los gastos en prestaciones de salud, previsión y seguridad laboral; y la adopción de la lucha por derechos de salud como objetivos programáticos de partidos políticos y asociaciones civiles (1999: 344-345). Desde 1942 se despliega en los "países desarrollados" una nueva institucionalidad jurídica, moral, económica y política sobre el cuerpo del individuo y su salud, una nueva modulación de una somatocracia, un gobierno sobre el cuerpo, ya larvada desde el siglo XVIII.
Foucault entiende el análisis de la medicalización como una parte del estudio del desarrollo o "despegue" de la medicina científica en el Occidente moderno. Este proceso se caracteriza por tres ingredientes: Biohistoria, medicalización, economía de la salud (1999: 363). Por Biohistoria se entienden las consecuencias que dejan en la historia biológica de nuestra especie las intervenciones de la tecnología médica. La medicalización refiere al ".. .hecho de que la existencia, la conducta, el comportamiento, el cuerpo humano, se vieron englobados, a partir del siglo XVIII, en una red de medicalización cada vez más densa y extensa, red que cuanto más funciona menos cosas deja fuera de control" (1999: 364). La economía de la salud consiste en que el mejoramiento de salud, los servicios de salud y el consumo de salud se vuelven factores del desarrollo económico de los países más avanzados (1999: 364).
Contrario al paradigma tientificista-médico de fines del siglo XIX, Foucault considera que la medicina moderna es de suyo un fenómeno social, montado sobre tecnologías específicas del cuerpo que significan una socialización del cuerpo - su aparición, disponibilidad y circulación por sistemas productivos, de saber, de control y de poder. Esta socialización tiene que ver con el desarrollo de la sociedad industrial capitalista, donde el cuerpo se torna objeto de una política médica, dirigida a controlarlo y conservarlo como fuerza productiva y/o como material disciplinable. La medicalización es parte de una biopolítica más general. Foucault dirá: "El cuerpo es una realidad biopolítica, la medicina una estrategia biopolítica" (1999: 366).
La medicalización por vías privadas y estatales, así como la tecnologización de avanzada en las intervenciones médicas, son fenómenos que hacen crisis toda vez que no resulta evidente que esta expansión de la medicina se transforme en más y mejor salud (1999: 346). La clave del problema para Foucault reside en la extensión de un tipo de saber-poder médico que consolida su influencia y se alía a otras formas de control y vigilancia social. La historia de este poder comienza con los albores de la medicina científica en el siglo XVIII y su posterior desarrollo en el siglo XIX. Foucault describe este proceso en tres etapas: medicina de estado, medicina urbana y medicina de la fuerza de trabajo.
La medicina de estado consiste en el desarrollo de una red tupida de profesionales y prácticas médicas que intervienen en el cuerpo, espacios y tratos íntimos de los individuos. Desde iniciativas privadas como estatales se desarrolló una nosopolítica, una política de gestión de la enfermedad, que puso a disposición los espacios "interiores" del sujeto: su cuerpo, su familia, su sexualidad, su vida de pareja, su higiene, su régimen de vida y ambiente habitacional (1999: 329). La medicina de estado se entendió inicialmente como medicina de grupos y poblaciones, desplazando la noción previa de la medicina como "socorro" caritativo a grupos desfavorecidos, en manos de instituciones de caridad.
La preocupación "integral" por los diversos desamparados, fue reemplazado por un enfoque racionalizado desde criterios económicos y administrativos, enfocados en el fomento de la productividad y el rendimiento. A esto le sigue un re-etiquetado de la población necesitada de asistencia pública y una redistribución de los accesos y modos de esa ayuda.4 Al mismo tiempo, el mejoramiento del nivel de salud de la población, y no meramente la asistencia a los más vulnerables, se transformó en un objetivo de la política estatal. Cuerpos individuales y cuerpos grupales son vistos como células y órganos de un cuerpo social, dotado de una dinámica y principios de funcionamiento propios que pueden ser intervenidos y dirigidos en distintos niveles para reorganizar la sociedad en vistas de bienestar físico, salud óptima y aumento de la longevidad. La gestión política de la salud consistirá en que el estado "obligue" a los individuos a conservar su salud y que éstos se sientan moralmente obligados a ser saludables (1999: 331). Según Foucault el estado del siglo XVIII se orientará tanto a la preservación de la paz y el orden como al fomento del enriquecimiento nacional y la promoción de la salud de la población. El conjunto de normas, e instituciones encargados de llevar a cabo este triple objetivo, es decir, reglamentaciones económicas, medidas de orden y normas de higiene, fue denominado "policía" (1999: 331). La analítica económica de la asistencia social converge con una policía general de la salud, orientadas hacia la conservación de la fuerza de trabajo, crecimiento y concentración demográfica de la población (1999: 332). Foucault coloca como ejemplo el concepto de "policía médica" acuñado en 1764 en Alemania, en el marco del desarrollo de las "Ciencias del Estado" y una modernización marcadamente centralizada y burocratizante (1999: 368). Dicha policía médica se caracterizó por: 1) refinar el sistema de estadísticas sobre la salud de la población, 2) normalización de la práctica y saber médico, 3) desarrollo de sistemas estatales centralizados de gestión de la medicina social y 4) creación de un funcionariado médico (1999: 370).
Foucault advierte que en la segunda mitad del siglo XVIII surge la medicina urbana de la mano de los procesos estrechamente vinculados a una modernización y urbanización. Prontamente aparece un nuevo "miedo a la ciudad" relacionado con la inquietud político-sanitaria. Las policías sanitarias adoptan un primer modelo basado en las estrategias de intervención de cuarentena: reclusión en las casas, segmentación de la población en distritos, distribución de inspectores y vigilantes, registro y revisión exhaustiva de los enfermos (1999: 374). Foucault denuncia que la estrategia adoptada no era la de exclusión-expulsión-purificación (como en el caso del leproso), sino la de un modelo "militar" de control minucioso del comportamiento social y los espacios comunes. La medicina urbana se amplía hasta convertirse en una tecnología de ambientes y hábitats: estudio de los focos de enfermedades y de las condiciones que favorecen la mala salubridad, circulación del aire y el agua en los lugares de habitación y espacios públicos, distribución de las redes de aprovisionamiento de agua y canales de alcantarillado, etc. (1999: 337).
La medicalización del siglo XVIII tuvo diversas vías por las que se desarrolló. Una de ellas fue enfocarse en el grupo familiar como instancia en la que desplegar el control médico y estrategias de normalización, transformando a la familia en una verdadera bisagra entre el estado y el cuerpo individual, mediada por una moral familiar de la higiene (1999: 334-336). Otra vía de despliegue de la medicalización fue el higienismo: constitución de un "régimen" colectivo que apuntaba a los objetivos del control epidémico, descenso de morbilidad, prolongación de la duración media de vida, y reducción de la mortalidad, a través de un conjunto de medidas e intervenciones autoritarias de control que fueron aplicadas en las distintas variables de los espacios urbanos. La ciudad, en general, fue considerada como potencial foco patógeno, necesitada de ser reorganizada bajo la mirada atenta de la medicina. En lo específico, la medicalización se posó con especial intensidad en ciertos lugares de confinamiento y encierro: hospitales, cárceles, hogares de socorro, escuelas, etc. La medicalización tuvo al mismo tiempo una tarea educativa consistente en promover la higiene, la alimentación, limpieza del hábitat, etc. (1999: 337). Paulatinamente, sostiene Foucault, la medicina se asentó sobre los aparatos y sistemas administrativos y de poder, al mismo tiempo que comenzó un trabajo convergente con las disciplinas de la economía social y la sociología. Estos saberes permitieron colocar un marco para la regimentación de las condiciones generales de existencia y conducta de la población. El higienismo permitió la reconsideración de las relaciones entre medicina y política, y modificó el estatus de la medicina y del médico en el conjunto de las instituciones de poder a partir de su conocimiento sobre el cuidado del "cuerpo social" (1999: 338). Una tercera manifestación de la medicalización fue el replanteo de la función del hospital, que quedó desfasado respecto a la redefinición del rol médico en la sociedad. Pero, lejos de desaparecer, el hospital redefinió sus objetivos a partir de la constitución de la familia como "instancia primera de salud", con la propagación de la red de médicos por todo el territorio y, finalmente, con las poblaciones como foco prioritario del interés médico (1999: 341).
La racionalización de los recursos del hospital ambicionó transformar a estos en "máquinas de curar" que requerían, permanentemente, una tecnología médico-social intensa: inspección sanitaria e higiénica, métodos jerarquizados de observación y ronda, sistemas de registro de historias clínicas, etc. Este proceso se consolidó con la aparición de hospitales de especialidades y la conformación de una red hospitalaria que reposará sobre el saber médico. Este punto es importante porque serán estos, los médicos, los que mediante técnicas de clasificación y encasillamiento de la población -y atendiendo, también, a razones económicas y políticas- regularán el número y modo de acceso a la hospitalización o prescribirán, en su lugar, tratamientos domiciliares, uso de dispensarios o consultas particulares según fuera el caso. Los hospitales públicos se transforman así en centros de formación de médicos, lo que significará una modificación importante de los estudios de medicina (1999: 342).
La tercera etapa de desarrollo de la medicina social se denomina medicina de la fuerza de trabajo, medicina de los pobres y obreros, desarrollada, prototípicamente según Foucault, en la Inglaterra del siglo XIX. La causas principales que la motivaron fueron políticas -los marginados y proletarios como amenaza revolucionaria del orden burgués-, económicas -el estado tomó mucho del trabajo informal a su cargo produciendo desempleo-, y epidémicas -el pánico al contagio de cólera, entre otros. La nueva "ley de pobres" establecida en Inglaterra en 1834, incorporaba el control médico del indigente y del obrero (1999: 381). La asistencia médica fiscalizada tuvo el doble objetivo de cubrir las necesidades de salud de la población pobre, y, al mismo tiempo, proveer protección a la salud de las clases pudientes. La medicina adquiere, según Foucault, especialmente hacia los pobres, un carácter autoritario de control y disciplina social, consistente en vacunación obligada, registro público de enfermedades individuales, salubridad urbana, etc.5 Los objetivos globales de la medicina de la fuerza de trabajo consistían por ello en 1) la asistencia médica al pobre; 2) en el control de la salud de la fuerza de trabajo, y 3) en el registro general y control de la salubridad pública.
Siguiendo el relato de Foucault, por la vía de la medicina en sus tres vertientes -de estado, urbana y de fuerza de trabajo- el saber médico logró tener un manejo sobre las poblaciones urbanas que modificó drásticamente la forma de concebir las prácticas médicas, el trato para con el cuerpo humano y la salud. Dicho poder es observable aún más claramente en la actualidad.
5. La medicalización actual evaluada desde Foucault
Foucault denuncia los siguientes problemas en el proceso de medicalización actual: iatrogenia positiva, el surgimiento de la biohistoria y la medicalización indefinida.
La iatrogenia positiva dice relación con los efectos secundarios negativos de intervenciones médicas y farmacológicas que vienen justificadas como racionales y científicas. Iatrogenia significa causa u origen de un daño o mal; algo que en la medicina por el mencionado principio de "no dañar" jamás debe ocurrir. El conocimiento de efectos no deseados, su control y evaluación en la salud del paciente, el seguimiento de las decisiones de tratamiento, la gestión de los efectos secundarios, entra en un campo definido por la probabilidad y el riesgo más que por la certeza y precisión (1999: 349). Foucault sostiene que las tecnologías médicas -por ejemplo, los tratamientos contra infecciones o virus- trastornan los umbrales con los que nuestro cuerpo reacciona y convive con agentes potencialmente patógenos. Según Foucault, hay ciertos niveles de toxicidad y equilibrios en esta relación entre salud/agente patógeno que, paradójicamente, protegen al cuerpo. Su trastorno produciría el efecto, no inmediatamente buscado, de exponernos a enfermedades más agresivas por una especie de "des-acostumbramiento" del cuerpo por exceso de medios de defensa. Esta progresiva modificación de la relación del organismo con el entorno (interno y externo) por la vía de la tecnologización médica y la aceleración de las posibilidades de manipulación genética de células, virus y bacterias nos sitúan en un nuevo contexto de "riesgo médico" (1999: 349). Esto es sumamente interesante, en tanto actualmente la Medicina Evolutiva justamente recalca que ciertos tratamientos curativos se concentran demasiado en suprimir el síntoma (por ej. la fiebre), haciendo que el organismo deje de autoregularse inmunológicamente (Spotorno, 2005; Trevathan, 2007). Foucault, en este respecto tiene razón y lo hace mediante un argumento estrictamente biológico-médico.
La biohistoria se relaciona para Foucault con que el ser humano gracias a sus posibilidades técnicas puede realizar modificaciones muy profundas en la estructura de la vida. Aquí se trata de reconocer que las diversas tecnologías inevitablemente pueden tener consecuencias no deseadas y proporcionarnos un saber que puede ser peligroso, pues tampoco podemos predecir o anticipar los posibles efectos no deseados de manera completa y libre de errores (1999: 351).
La medicalización indefinida refiere a que la salud se impone al individuo o grupo familiar no como una demanda individual del enfermo o paciente, sino como un acto de autoridad, como una manera de gobernar la conducta y, sobre todo, los cuerpos. Podemos decir que las instituciones y poderes que amparan y circundan al individuo, el grupo o la población, han tomado la medicina como una técnica que permite operaciones de exclusión/inclusión, de confinamiento y libertad, de acceso o restricción a redes laborales, educativas, sociales, etc. De la mano del monitoreo tecnológico del cuerpo propio de la salud preventiva, se refuerza el control social sobre la conducta del individuo y la relación que éste establece con su cuerpo. En función de estas posibilidades se produce una diferenciación y modulación en el trato hacia ciertos individuos, grupos y poblaciones (1999: 352). Esta forma de medicalización no sólo consiste, como se ha dicho, en conservar el cuerpo saludable, libre de enfermedades, sino también de mantener una moralización del cuerpo compuesta de reglas, deberes y prescripciones provenientes de la medicina respecto a cómo habérnoslas con nuestro cuerpo (como la antigua dietética). La medicina moderna es, para Foucault, un poder autoritario que normaliza al individuo y a la población (1999: 353).
Foucault complementa su análisis con la economía política de la medicina, es decir, la medicina y la salud vistas como asuntos económicos. La medicalización fue acicateada por intereses económicos, por ejemplo: necesidades de racionalización económica de las industrias y la producción, por el control de accidentes laborales, el compromiso de seguros y responsabilidades patronales. En su etapa temprana, la medicina tenía como labor mantener la masa de trabajadores saludables y fuertes para sostener la producción. En la actualidad, la medicina produce directamente riqueza: la salud es entendida como algo que se consume y que tiene un mercado específico de bienes y servicios médicos (1999: 357). La salud como mercancía se produce por un sistema de salud y tiene un valor determinado fundamentalmente por mercados. Los consumidores tienen un poder adquisitivo que determina los bienes y servicios de salud que pueden adquirir. Por último, la distribución de esos bienes sociales es asimétrica y, en consecuencia, produce desigualdades respecto a la calidad de la salud de los distintos grupos de la población (1999: 357).
De este modo, Foucault sostiene que el cuerpo humano ha sido introducido en el mercado de dos formas: como parte de la fuerza de trabajo que se vende por un salario, y como parte de una nueva economía y mercado de la salud y enfermedad. El cuerpo, en cuanto sufre y disfruta, siente bienestar o malestar, pertenece al mercado de la medicina. La paradoja, y la crisis de la salud que denuncia Foucault, radica en el crecimiento y refinamiento de un mercado de consumo de la salud que no va acompañado de "ningún fenómeno positivo en lo relativo a la salud, la morbilidad y la mortalidad" (1999: 359). Lo paradójico consiste, pues, en que hemos logrado tener más medicina, pero cada vez menos estar bien.
La financiación social de la medicina constituye un mecanismo que genera grandes beneficios no tanto para los pacientes o médicos, sino para las grandes industrias que "producen" salud, en particular, dice Foucault, los enormes laboratorios farmacéuticos a través de la prescripción de medicamentos y la medicación (1999: 359). Esta industria origina su demanda en una obligación de los pacientes por protegerse de enfermedades, obligación dada, desde luego, desde una medicalización que actúa autoritariamente. Al mismo tiempo, resulta clave la ansiedad respecto a las enfermedades que se apodera de la población en la medida en que la medicalización aumenta. Esto no es más que el resultado tendencial de la medicalización que ya se introduce en el siglo XVIII (1999: 360).
Foucault sostiene, además, que no podemos rechazar en bloque los sistemas de salud que ofrecen prestaciones masivas y tecnológicamente aseguradas, pues la necesidad de curarse y el derecho a la salud de la población requiere de esos sistemas, sobre todo en los países más pobres y menos desarrollados. Justamente la cuestión del modelo de desarrollo social de la medicina constituye lo que debemos cuestionar e interrogar, es decir, plantearnos si se debe reproducir el modelo que se gestó en la Europa del siglo XVIII o si no sería mejor modificarlo. Para esta reflexión sobre el desarrollo de la medicina es preciso según Foucault develar los vínculos entre medicina, economía, poder y sociedad, pues la medicina "forma parte de un sistema histórico; que no es ciencia pura, y que forma parte de un sistema económico y de un sistema de poder" (1999: 361).
Las advertencias de Illich y Foucault sobre el creciente poder social de la medicina no solo han sido - y siguen siéndolo- pertinentes, sino que también fueron refrendadas por análisis mucho más recientes como el que realiza Ulrich Beck en su famoso libro La sociedad del riesgo publicado originalmente en alemán en 1986. Respecto a la extensión de la influencia y poder social de la profesión médica y los sistemas médicos Beck señala que: "No existe, en razón de su estructura social, ningún parlamento en la subpolítica de la medicina, ni tampoco una dirección a la que quepa atribuirle la decisión previendo sus consecuencias. Ni tan siquiera existe un lugar social de decisión y, por consiguiente, tampoco se da una decisión determinable o determinada" (1998: 262). De este modo, según Beck, "surge y se mantiene un total desequilibrio entre discusiones y controles externos y el poder de definición interno de la práctica médica" (1998: 263). Frente a la autonomización de los desarrollos y resultados investigativos, técnicos y profesionales de la medicina, el derecho, la política, la moral y la opinión pública quedan retrasados respecto de los hechos consumados de una práctica que se ejerce con gran independencia desde las instancias diagnósticas y terapéuticas de la clínica, y que a partir de ese ámbito adquiere una influencia enorme sobre los pacientes, la población local y la sociedad en su conjunto. Beck señala el control autónomo que tienen los médicos sobre las condiciones de innovación y experimentación en los tratamientos, sobre su formación profesional y sobre la evaluación e interpretación de la racionalidad que estructura su práctica y que da lugar a sus resultados (cfr. 1998: 265 y ss.). Su poder es reflexivo y expansivo: instituye y modifica sus criterios en función de sus propios rendimientos, que controla monopólicamente, al mismo tiempo que instala sus productos en diversos y crecientes ámbitos sociales expandiendo la oferta y el mercado de la asistencia médica que genera "un inagotable deseo de medicina" (1998: 266). Las nociones de "salud" y "enfermedad", incluso de "vida" y "muerte", pasan a ser definidas principalmente "a partir del trasfondo y bajo el condicionamiento de la objetividad, los problemas y los criterios producidos en medicina y en biología" (1998: 265). El problema del poder social de la medicina actual lo ubica Beck, en definitiva, como el problema de la subpolítica de los avances técnico-científicos: los cambios sociales desencadenados por la medicina -con sus consecuencias positivas y perversas- no van de la mano, necesariamente, con una conciencia de su desarrollo ni con una legitimidad social debidamente asegurada por controles y consensos ciudadanos. En la subpolítica médica "se escinden conciencia y efecto real, cambio social e influencia" (1998: 266).
A pesar de que Illich, Foucault y Beck convergen en destacar la autonomía e influencia del poder médico, es pertinente matizar sus afirmaciones desde dos puntos de vista: 1) las transformaciones recientes de las relaciones entre poder médico y sociedad civil, y 2) las posibilidades que abren los sistemas médicos y sus respectivas técnicas para los individuos. Respecto al primer punto, la influencia y el poder de la medicina se ha examinado y cuestionado desde distintos frentes: a la reflexión ética que desde sus inicios hipocráticos ha estado vinculada con la medicina, se han sumado voces provenientes de otras disciplinas como la filosofía, la sociología, la antropología y la historia. Las organizaciones de usuarios, enfermos y pacientes, también se han erigido en medio de la opinión pública democrática como instancias de discusión y reflexión que han publicitado mucho de la estructura social de la medicina que antes quedaba oculta bajo el exclusivo control de los especialistas. Los sistemas de asistencia pública, que se expandieron desde la época de los estados de bienestar de la posguerra bajo la premisa de la ampliación de los "derechos de salud" de la ciudadanía, han sido también revisados en su organización y prestaciones no sólo en vistas de garantizar su acceso y supervisar el gasto social en salud, sino también de revisar las racionalidades y presupuestos normativos con los que opera la medicina. Incluso bajo el predominio de sistemas y mercados privados de salud, su misma lógica de expansión mercantil ha producido un aumento en el flujo de informaciones, temáticas y terminología médica asequible a la población, la que los incorpora y se familiariza con ellos, aunque de manera poco instruida y a veces poco responsable. Respecto al segundo punto, nuestros miedos en relación con el avance de la medicina no pueden perder de vista las posibilidades que su extensión ha ofrecido a las y los individuos respecto al control de las condiciones de salud desde las cuales construyen sus proyectos personales. Evidentemente estas posibilidades encajan muy bien con la búsqueda moderna (y posmoderna, si se quiere añadir) de la autonomía y autenticidad personal, motivo ético que no deja fuera la gestión personal de la salud, la soberanía sobre el propio cuerpo y la imagen individual, así como el bienestar psicológico. Ya sea desde el campo cívico o desde lo privado, se ha producido la emergencia de una nueva complejidad respecto de la ética y la política que toca a la medicina: hemos pasado del principio paternalista de beneficencia a la autonomía del paciente; del énfasis económico en la eficacia de los sistemas de salud a cuestiones relativas a la justicia médica y al derecho a la salud como "bien primario" de la persona y el ciudadano; y del carácter incuestionado y autoritario del saber médico hacia un creciente diálogo social respecto de los presupuestos culturales, sociales, y éticos con los que opera la ciencia médica (cfr. Conill, 2006). Sin embargo respecto a estos desarrollos no podemos dar por garantizada la existencia de un sujeto autónomo, lúcido e ilustrado respecto a su relación con la medicina. Bien puede ser el caso de que los actuales sujetos, y la misma medicina, puedan ponerse bajo lógicas y racionalidades que exceden los marcos desde los cuales interpretan sus praxis, lógicas que incluso pueden estar determinando, de manera poco transparente, la propia constitución social de los sujetos y de la misma medicina.
6. ¿Cuerpos transparentes, riesgos y crisis de la salud?
Como hemos visto, los diagnósticos que hacen Illich y Foucault sobre la salud del cuerpo en la sociedad moderna dependen de un conjunto de ofertas de bienes y servicios médicos que ponen a disposición a los consumidores formas tecnológicas cada vez más sofisticadas de intervención médica, que dependerán, a su vez, de una penetración cada vez más profunda en el interior del cuerpo humano. Con esta nueva configuración, lo que verá la luz pública y la exposición comercial son los órganos, estructuras y, hoy por hoy, procesos moleculares y genéticos del organismo que son visualizados o simulados por medio de diversas imágenes tecnológicamente producidas. Pero estas informaciones objetivadas y construidas modifican sustancialmente la experiencia de la enfermedad y la salud al punto de confundir lo que solíamos intuitivamente entender por ellas. La creciente transparencia tecnológica del cuerpo, curiosamente, se torna en una opacidad de la experiencia de la salud. De nuevo, más medicina no significará más salud.
Las aplicaciones tecnológico-médicas del siglo XX y XXI han podido volver casi transparente el interior de los cuerpos para la mirada médica. La producción de esas imágenes, sin necesidad de abrir el cuerpo, ha modificado nuevamente la relación de los pacientes (y no pacientes) con sus propios cuerpos.6 Pues estas imágenes permiten un diagnóstico icónico o numérico que puede localizar y pesquisar el proceso de enfermedad de manera constante y en tiempo real. Pero no sólo eso, sino que genera una preocupación constante por la salud en tanto creciente posibilidad de constatar un riesgo futuro o meramente estadístico a enfermar. Esto produce, sin embargo, la fragmentación de la imagen del cuerpo biológico, donde se pierde de perspectiva la complejidad e integralidad de la experiencia corporal y la singularidad subjetiva de la vivencia de la enfermedad (Pera, 2003).7
La medicina de alta tecnología ha desacralizado radicalmente el cuerpo para reducirse a un conjunto de funciones y piezas "sustituibles" en función de los deseos de un usuario y mediante las destrezas del médico. Un cuerpo-borrador donde trazar circuitos, conectar y desconectar partes, experimentar, rediseñar, introducir prótesis, etc. Los modelos corporales digitales permiten desplegar todas las posibilidades de intervención. La imagen digital es la posibilidad de perfeccionar al infinito cuerpos finitos, precarios, frágiles y vulnerables (Le Bretón, 1994). Pero mientras más avanza el poder médico en esta dirección, el cuerpo más puede devenir en mercancía o sustancia dócil para el control social. La fragmentación visual y técnica del cuerpo debilita el vínculo de singularidad entre cada cual y su cuerpo, al mismo tiempo que lo hace con la salud. Ésta está en otro lado: en las sombras chinescas de una radiografía, en los quistes atemorizantes que encuentra un escáner, en los dígitos de un informe médico que dan cuenta de los riesgos que se ciernen sobre nuestro bienestar.
Este acceso radical del médico a la visualización del interior de los cuerpos, vuelve la mirada médica una perspectiva con un poder enorme. Pues en ella está la posibilidad de descifrar los signos estampados en las imágenes tecnológicas -el nuevo "texto" de la medicina- y establecer aquella "realidad" oculta de nuestra salud y nuestro cuerpo (Pera, 2003). Al mismo tiempo, el cuerpo "objetivado" por esas imágenes parece desdoblarse entre, por un lado, una experiencia de corporeidad y de síntoma personal, poco relevante desde el punto de vista médico y, por otro, la construcción científica y tecnológica de una historia corporal que escapa al enfermo (Moulin, 2006: 69 ).
La enfermedad se transforma en una experiencia cada vez más efímera: estamos enfermos pero no lo sentimos ni lo sabemos hasta la intervención de un médico. O dicho de otro modo; estamos sanos elemental, la medicina se topaba con la extraneidad del individuo: el hecho de que cada cuerpo es un destino único y una alteridad radical. La singularidad de cada cuerpo era una experiencia fundamental de la enfermedad, que manifestaba a través del dolor y de la soledad radical del estar enfermo. De aquí que el diálogo médico-paciente, y la formación de comunidades terapéuticas contribuyeran al alivio psicológico y espiritual de los enfermos, y formara una parte crucial de la experiencia de sanación. La nueva tecnología de imaginería médica ha trastocado la experiencia del propio cuerpo y la enfermedad, tanto en lo individual como en lo colectivo. sólo hasta que nos sometemos a intervenciones preventivas. La salud se convierte así en un intervalo de confianza salpicado de riesgos patológicos que pueden rastrearse incluso hasta las posibilidades inscritas en nuestros genes. La medicina preventiva consiste justamente en denunciar los riesgos y desordenes ocultos mediante la detección temprana, el chequeo frecuente y el rastreo exhaustivo. El riesgo está presente en los factores de la enfermedad como las predisposiciones genéticas; los ambientes domésticos, laborales, públicos en los que trascurre la vida y los hábitos socioculturales que reglan el cuerpo. Estos factores se calculan como probabilidades poblacionales, una contabilidad general de las energías y las competencias que persigue la optimización del cuerpo (Moulin, 2006: 33 ). La noción de riesgo asociada a la prevención parece así diluir lo patológico y vuelve cada vez más ambigua la distinción entre salud/enfermedad (Moulin, 2006: 30-34).
Con el desarrollo de la medicina de alta tecnología, la enfermedad pasa de ser un peligro real a un ser un riesgo relacionado con nuestro estilo de vida, nuestras decisiones y acciones.8 La gestión de riesgos salta del tratamiento directo de la enfermedad al monitoreo y evaluación estadístico - predictiva de poblaciones, siendo el cuerpo un mero "portador" de tendencias y predisposiciones demográficas y genéticas a ciertas enfermedades (Keck y Rabinow, 2006: 93 ). Aparece un cuerpo como un código, una cadena de significantes numéricos, donde estarían contenidas, en última instancia, evidencias claves para nuestra existencia biológica (y también, desde luego, psíquica y social) información que resulta muy valiosa para la tarea de hacer nuestro cuerpo seguro, adaptable y flexible a las cada vez más exigentes demandas e inseguridades de la vida moderna. Lo que se trata es de exponer los enemigos y males antes invisibles de la salud, dominarlos y "hacerse cargo de ellos" modificando nuestra vida ya sea respecto de la dieta, deporte, incorporando fármacos, prestaciones médicas, artículos de higiene, evitando ambientes y climas, informándonos (o sobre informándonos), etc. La tendencia, desde luego, deviene en que cada individuo se responsabilice por su salud, pero la fuente de la "norma" que llamamos lo sano o saludable sigue siendo una cuestión definida principalmente "fuera" de nosotros, en la sociedad (Bauman y May, 2001: cap.6), o aparato médico. La detección extremadamente minuciosa de riesgos parece llevarnos, así, hacia un ideal cada vez más exigente de salud, a una dependencia constantemente mayor de los sistemas y mercados sanitarios, y a un inquietante estado de ansiedad ininterrumpido. La información médica alisa y allana los cuerpos para ponerlos a disposición, es decir, para disminuir y, en lo posible, eliminar el síntoma, la resistencia y el malestar. Lo libera para desplegarse exitosamente en una sociedad competitiva del rendimiento, donde los desempeños y los esfuerzos excesivos corren por cuenta del deseo del propio sujeto, quien necesita un cuerpo positivo: sin molestias, operativo, sano y en forma (Han, 2013).
Conclusiones ¿Crisis en la medicina?
De acuerdo con lo hasta aquí presentado, cabe la pregunta: ¿implica toda esta nueva forma de medicalización una "crisis" de la medicina moderna? Como bien es sabido, "crisis" es una palabra de raigambre hipocrática. Señalaba un punto crucial de un proceso de la enfermedad, relevante tanto para el paciente y su cuerpo, sometidos a ritmos y regulaciones naturales de la enfermedad, como para el médico y su arte, que en función de esos procesos y de su saber debía tomar una decisión. Todo transcurría bajo la forma de un drama que se resolvía en unos "días críticos", acompañados de intensa sudoración, fiebre y secreción en el paciente, en que, si lograba salir con éxito de la crisis, recuperaba su salud bajo un estado de transformación profunda (Moulin, 2006: 30, Koselleck, 2007: 243). Crisis en ese contexto significaba, al mismo tiempo, malestar, situación difícil, separación, decisión, lucha o litigio (respecto al juicio). Una crisis presentaba una situación "objetiva" cuyo desarrollo ocurría, en una parte importante, fuera de nuestro control, y, al mismo tiempo una situación "subjetiva" que comprometía una evaluación del paciente respecto del estado de sus fuerzas y del curso de su situación (Habermas, 1987: 232 ).
La salud, bajo la creciente medicalización, se transforma en un estado externo al propio paciente, del cual sólo puede cerciorarse mediante la intervención médica altamente tecnificada. Por su parte, el cuerpo aparece como una imagen construida tecnológicamente a partir de índices e indicadores bioquímicos cuantificados que se evalúan respecto de una salud conceptuada tanto como un estado de equilibrio y funcionalidad en los procesos fisiológicos, como una capacidad de ajustarse a la normalidad del régimen productivo, de consumo y de control social. La virtualización y fragmentación del cuerpo es un proceso fuerte de abstracción, no sólo de la experiencia subjetiva de la enfermedad y su crisis, sino del juicio y de la narración construida dialógicamente con el médico en la relación terapéutica. La crisis pierde el elemento de juicio y decisión presente en la raíz hipocrática. Ya no hay una distinción tan clara entre el límite de estar sano y estar enfermo. El auge de la noción de riesgo diluye estas alternativas. Exponer sobre la creciente medicalización presente en la medicina preventiva nos permite interpretar como resultado la tensión contradictoria entre el objetivo perenne de la medicina (mantener y promover la salud de las personas) y la creciente preocupación por la salud de la medicina preventiva. Dicha exposición hace posible a su vez poner de relieve la urgencia por generar espacios de reflexión acerca del significado y del rol de la información médica tanto en la percepción subjetiva de una persona sobre su propia salud así como en el impacto para la orientación y toma de decisiones. Por otra parte, esto exige una postura clara sobre el rol y el valor de la información médica preventiva para las decisiones con las que una persona orienta su vida. En efecto, la información médica entra como una fuente de inquietud, ansiedad, y obsesión, en algunos casos, por producir un aseguramiento de la salud en los individuos, lo que expande aún más el proceso de medicalización de la sociedad, bajo una lógica individualizada y de hiperconsumo, y, por ende, atravesada por profundas desigualdades, en cuanto al acceso a la salud entre personas, grupos y países. El resultado final, desde luego, no es que estemos más sanos, sino que necesitamos cada vez más asistencia médica. La crisis ya no es parte de la enfermedad, sino parte de la salud.