1. Introducción
Georges Canguilhem fue un filósofo médico francés (1904-1995) conocido y destacado por sus contribuciones en los campos de la filosofía de la medicina, la historia de las ciencias de la vida y la historia epistemológica. No estamos hablando de un autor de culto, pero tampoco se trata de una figura menor. Tampoco estamos hablando de un escritor prolífico. Su producción académica fue austera, aunque densa y compleja, eso sí. En los últimos años, los focos de diversos circuitos académicos se han concentrado en la producción del autor con diferentes propósitos. Las investigaciones en humanidades dentro de las ciencias de la salud no han desdeñado sus reflexiones en torno al carácter normativo de la vida (Barrier, 2008; Dreuil, 2010). Se reconoce en Canguilhem un académico que ha realizado contribuciones alrededor de las actuales discusiones sobre el estatus ontológico de la vida (Wolfe, 2010; Schwartz, 2011; Morange & Falc, 2012). Por otra parte, las querellas frente al holismo y el reduccionismo en la práctica médica actual y la importancia de resaltar la “visión del paciente” han sido cuestiones intensamente trabajadas y pensadas por nuestro autor, asunto que ya ha sido destacado con suficiencia (Lefève, 2013; Misztal, 2002; Greco, 2004; Mol, 1998).
Los trabajos de Canguilhem han sido recibidos con especial atención en el amplio campo de las humanidades médicas críticas que empezaron a desplegarse a finales de la década de los setenta en el siglo XX (Atkinson et. al., 2014; Mol, 2008). En este caso, la filosofía de la medicina ha tenido un diálogo con el nacido en Castelnaudary. Destacan las discusiones sobre la medicina de lo normal y lo patológico (Tyles, 1993; Trnka, 2003) y su legado en cuanto a la comprensión psico-social de las enfermedades (Dejours, 2010; Ehrenberg, 2000). Otra especial anotación tiene que ver con la recepción de Canguilhem en diferentes contextos a través de Michel Foucault (Delaporte, 2002; Rabinow, 1998; Rose, 1998). Existe una cantidad no despreciable de trabajos en los que se resaltan las cercanías y distancias entre ambos autores, especialmente en torno a las nociones de “biopolítica” y “normas sociales” (de Vries, 2009; Muhle, 2009), “normalización” y “normatividad” (Macherey, 2011), “arqueología” y “epistemología” (Davidson, 2004), “problematizaciones” y “problemas” (Osborne, 2003) y “cuidado de sí” y “normatividad vital” (Vázquez, 2014).
La relación de Canguilhem con la ética médica y la bioética ha tenido una intensidad mucho menor. Ello tiene que ver sobre todo con su posición crítica ante los discursos que enarbolan la bandera del humanismo (Canguilhem, 2009: 407). Si bien hay algunos trabajos que procuran destacar distintas nociones desarrolladas por nuestro autor para fundamentar el tema de “la autonomía del paciente” y la “discapacidad” (Barrier, 2013; Borella & Ducrocq, 2014; Dreuil & Boury, 2010), hay que decir que este campo de investigación permanece todavía muy abierto debido a la poca exploración que se ha desarrollado. Los obstáculos en esta apertura obedecen originalmente a una cuestión disciplinar. Canguilhem no hace una ética médica. Esa es, justamente, la tesis de Jean François Braunstein en un excelso artículo publicado hace poco (2014). Braunstein considera que Canguilhem está bastante lejos de servir como soporte de las filosofías del cuidado y de la bioética. Dentro de una revisión histórica realizada por el autor, se muestra que tales discursos no han sabido capturar plenamente el problema de fondo: la objetivación y subordinación de la persona a la racionalidad médica; un problema viejo, sin duda, pues remite al tema de los límites de la intervención en medicina. Nuestro artículo comparte estos hallazgos. Pero además de eso, resalta la importancia de la filosofía de la medicina de Canguilhem como una reflexión que no sólo permite resaltar dicho problema, sino que también ofrece una forma distinta de comprender al viviente y su relación con la enfermedad, reflexión supremamente necesaria para el desarrollo de una ética médica que pretenda superar sus limitaciones deontológicas (Goldenberg, 2010).
2. Desencuentros con los humanismos éticos y bioéticos
Hacia 1943 (momento en el que hacía aparición su tesis para graduarse como médico intitulada Ensayos sobre algunos problemas concernientes sobre lo normal y lo patológico), Canguilhem se afiliaba a la filosofía de la medicina, cuestión muy diferente a lo que se conoce desde la década de los setenta del siglo XX como la Bioética, tanto en la versión de Van Rensselaer Potter (1971)como en la versión de la escuela de Georgetown (Pellegrino, 1994; Thomasma, 1990; Beauchamp & Childress, 1999) . Nuestro filósofo médico no estaba interesado en la producción de la verdad, asunto que le corresponde a la ciencia (Canguilhem, 1976; 2011). Tampoco estaba interesando un fungir como un legislador de la práctica médica, un sabio que habla desde el tribunal de la filosofía con el fin de servir como faro moral para los facultativos. Su trabajo es más de carácter “problematológico” (Osborne, 2003). Canguilhem es, antes que nada, un filósofo de la enfermedad: un médico inquietado por la vivencia del viviente en su estado patológico.
La negatividad de los “problemas” también se advierte en algunos ensayos y libros de este autor a partir de las relaciones entre las técnicas y la vida, la interacción entre el viviente, el medio natural y las diversas técnicas y conocimientos desarrollados históricamente por lo seres humanos (1976). En este sentido, hay que señalar una profunda distancia de Canguilhem ante los precursores de los discursos bioéticos, todos ellos fuertemente influenciados por una especie de episteme humanista y altamente críticos frente a los desarrollos tecnológicos (Frankford, 1994). En Canguilhem, al contrario, encontraríamos más un “racionalismo vitalista” (Delaporte, 2000) o un “posthumanismo crítico”. Un ejemplo claro de esto último lo vemos en una conferencia de 1946 intitulada Máquina y organismo (1976). Allí, nuestro autor discute la premisa tradicional que ha subordinado a los organismos comprendiéndolos desde modelos mecánicos ya formados. Para él, resulta necesario realizar una especie de transvaloración: las máquinas son extensiones de la vida. Las máquinas y las técnicas, más que suprimir la vida, la producen de una nueva forma. Aquí ya puede identificarse una discrepancia esencial con los fundadores de la bioética.
El propósito de la filosofía de la medicina no es el de producir verdades. Tampoco es el de legislar principios o promulgar códigos. No hay algo así como una “verdad filosófica”. En principio, la filosofía médica canguilhemiana, luego desarrollada como una historia de algunos conceptos que hacen parte de las ciencias de la vida, se atribuye a sí misma la apuesta de evaluar los efectos y la forma como las “veracidades” interactúan con la vida humana. Lo que se trata es de problematizar los “efectos de verdad” realizando una evaluación de los mismos. Obviamente, esta problematización no procede simplemente de una posición arbitraria o especulativa. En Canguilhem el tema del valor se arraiga a la dinámica de la vida. La capacidad valorativa de la vida humana se encuentra en la vida misma y su apuesta por perpetuarse y conservar su ser.
Desde la Grecia Antigua, hablar de una ética médica era hablar de “códigos” organizados alrededor de juramentos. En nombre de un saber-hacer de pocos se erigían rituales y ejercicios que pretendían fortalecer la unidad profesional y gremial (Foucault, 2003; Hadot, 2006). La ética médica se vinculaba al ámbito de la “deontología” y se instalaba en el plano de los “ejercicios” y las “prácticas espirituales” pregonados por algunos filósofos, moralistas y médicos en las sociedades griegas y romanas (Foucault, 2003). En este caso, referirse a la ética médica implicaba tener en consideración las distintas formas como las personas problematizaban su cuerpo, su conducta, sus placeres, sus pensamientos, en nombre no del bienestar y la salud (valores modernos, a fin de cuentas), sino de la “felicidad”, la “virtud” y la “excelencia”. Los estoicos, en este caso, fueron especialmente enfáticos en que la sabiduría tenía una connotación práctica.
En el mundo moderno la ética médica se planteará de una forma diferente. Como lo señala David Armstrong (2006), hablar de una ética médica en el siglo XIX implicaba referirse a una herramienta deontológica construida para efectos de consolidar el cuerpo de una profesión. Una cosa que llama la atención en el primer Código de Ética Médica de 1847 desarrollado por la American Medical Association (AMA), por mencionar un caso conocido, es el énfasis que se ponía en los deberes de los pacientes y el público frente a los médicos. Estos últimos, basados en el conocimiento científico y en su formación profesional, debían ser objeto de reconocimiento pues su labor consistía en proteger a las personas no sólo de las enfermedades sino de los “charlatanes” que no cuentan con una formación profesional. Se consideraba que había que mantener a distancia a los practicantes no cualificados (AMA, 1847: 867). El código de la AMA podía asumirse como un mecanismo de los médicos para asegurar la exclusión de aquellos “agentes” extraños y peligrosos que destruyen la “unidad” de la profesión médica. La ética médica aquí no tiene una connotación ni académico-reflexiva ni práctica en el sentido de que conjugue una serie de artes y reflexiones acerca de cómo se debe vivir. Se trata más bien de un instrumento regulador en el dominio de una práctica profesional (AMA, 1847: 867).
Hacia 1903, en un nuevo documento en el que se realizan cambios a este Código, se pondrá énfasis en la relación entre los doctores calificados. En este caso, dicho mecanismo aparece para efectos de resolver nuevas problemáticas emergentes a partir de la aparición de los servicios ofrecidos por el Estado y la creciente especialización del saber médico (AMA, 1903: 871). Nuevamente, lo que estaba en juego era la unidad profesional. La función primordial del código consistía en ofrecer un aparato que garantizara fraternidad en el cuerpo de los facultativos (AMA, 1903: 871).
A partir de la segunda mitad del siglo XX empiezan a vivirse cambios importantes en el campo de la ética médica, cuestión que se consolidará en la década de los setenta con la aparición de la bioética (Potter, 1971). En este caso, los problemas ya no están asociados al peligro de las prácticas que no se fundamentan en la ciencia o en la relación entre los profesionales. Lo que preocupa aquí es que la medicina misma puede ser peligrosa: “el nuevo objetivo de la ética médica consiste en proteger al paciente de la medicina misma” (Armstrong, 2006: 874). En efecto, se constata el carácter iatrogénico de la medicina, problema que, por supuesto, no es algo propio del siglo XX. La focalización en este asunto suele asociarse a distintas formas de resistencia y contra-conducta desplegadas en diferentes lugares bajo el nombre de una “anti-medicina” pero también a los distintos escándalos descubiertos en el período de postguerra que involucraban distintas investigaciones en seres humanos (Fox, 1985; Rose, 2012). El discurso de la bioética aparecía como una apuesta orientada a preservar no sólo los derechos de las personas sino también una dignidad que empezó a asumirse como inherente.
La filosofía médica de Canguilhem toma otros rumbos. La cuestión aquí es menos la de resolver un problema que la de formularlo y plantearlo correctamente. La filosofía sólo tiene sentido en tanto vuelta a los problemas, esto es, a los distintos obstáculos y negatividades que limitan y reducen la vida misma. Abrir nuevamente viejos problemas, problemas que aparentemente ya han sido solucionados por las ciencias, implica conservar eso que es problemático para efectos de realizar, como diría Guillaume Le Blanc, una “evaluación práctica de los discursos científicos” (Le Blanc, 2004: 16). Para Canguilhem, la filosofía no tiene como objeto la verdad, pero sí la evaluación de las verdades científicas, esto es, la forma como impacta, transforma y redefine a los vivientes humanos. La ocupación del ejercicio filosófico sobre la medicina deviene en una apuesta centrada en la problematización de los valores de verdad y no verdad de los enunciados científicos existentes; una interrogación sobre las aspiraciones de la verdad científica y su afán por producir un tipo de cultura a partir de su impacto en la vida de todos los días. El ser una “contemplación en perspectiva de los valores de verdad inherentes a los enunciados científicos” (Le Blanc, 2004: 16) ubica la reflexión filosófica en un plano de distancia, de crítica frente a la forma como las ciencias de la vida confeccionan nuestro presente. La tesis que sostenemos en este artículo es que en los trabajos de G. Canguilhem, si bien no se encuentra explícita una ética médica, sí hay una importante reflexión de orden filosófico y biológico sobre las condiciones de posibilidad para una ética médica a partir del conocimiento de la vida.
3. Ética médica, humanismo e ilusión
La filosofía médica de Canguilhem, al igual que sus reflexiones sobre la historia de la formación de los conceptos en las ciencias de la vida, parte siempre de una suerte de “problematología” (Osborne, 2003). Antes de las normas de la vida, de las normas técnico-sociales o de las normas que dan forma a un concepto existe siempre un medio problemático en múltiples formas. Sin embargo, para la filosofía no se va a los problemas para resolverlos. Lo que se busca es considerar las maneras como dichos problemas se han resuelto y advertir la forma como la vida humana se ve afectada e interpelada por una racionalidad científica que se funda en la promesa de resolver problemas. Al respecto, existe un excelso texto de Alain Badiou (1998), originalmente presentado en un Coloquio en 1990, que arroja una serie de pistas de mucho interés para lo que acá nos proponemos plantear con respecto al asunto de la ética médica.
Conflictos y tensiones es lo que advierte Badiou en su pregunta por la existencia del sujeto en la obra de Canguilhem (Badiou, 1998: 226). El problema que subyace a la filosofía de la medicina remite al ser de la vida: esa instancia pre-subjetiva (lo viviente) que es condición necesaria para la formación de un sujeto y para la conciencia de su ocaso. La vida sólo puede entenderse como una fuerza que tiende al absoluto pero que está condenada al desvanecimiento. De esto se sigue un conflicto inevitable. El universo absoluto, el medio universal de las cosas físicas, colisiona con cada centro viviente, con cada absoluto. El problema se comprende inicialmente como el conflicto de los absolutos (Badiou, 1998: 227). El fenómeno de la enfermedad expone este choque. Con ésta lo que es puesto en duda es la vida misma y su capacidad de constituirse como un centro. La enfermedad es la fuerza de descentración radical, acontecimiento que descalifica los centros asumiéndolos como errores vitales. Como diría Kurt Goldstein, las normas de vida patológicas -afirmación que supone la comprensión de la enfermedad en el marco de las normas- obligan al viviente a vivir en un medio limitado. La descentración sería no poder sobremontarse a las crisis del organismo (Canguilhem, 1976: 197). En este caso, no deja de ser elocuente la alusión de Canguilhem a Freud en torno a su comprensión del devenir enfermo: manera de ser que manifiesta la precariedad del “organismo en cuanto totalidad de elementos, así como de la fuerza latente del deseo de retorno a lo inorgánico” (Canguilhem, 2002: 47).
Esa conciencia de retorno a lo inorgánico es quizás uno de los grandes problemas de la medicina moderna. Existieron médicos reflexivos que se problematizaron a sí mismos desde discursos que los representaban como procesos azarosos y complejos (Dagognet, 2001). Canguilhem vería en estos vivientes y en su apuesta por curarse y procurarse bienestar una ilusión ego-lógica de unos centros que quieren y pretenden impactar su medio de vida limitado. En las discusiones comunes entre médicos y académicos de comienzos del siglo XIX se presenciaban conflictos que traían a colación el dilema de lo humano en el acto médico. Como lo resalta François Dagognet, los grandes semiólogos franceses tenían sus reservas frente a la medicina experimental por su acto de despersonalización (Dagognet, 2001). Después de la segunda mitad del siglo XX, dicha tensión se iba a revivir con las discusiones planteadas por las humanidades médicas y los discursos bioéticos alrededor del reduccionismo del modelo biomédico; un modelo que cosifica a la persona y la somatiza de una manera radical.
Durante buena parte del siglo XIX y del siglo XX, a medio cambio entre una medicina centrada en la clínica (y los hospitales) y que bebía de diferentes herramientas científicas, tecnológicas y experimentales y el establecimiento del modelo biomédico; se buscó definir los criterios de normalidad propios de los organismos, descubrir las leyes de lo normal en los vivientes para interpelar e intervenir en aquellas vidas que no se ajustaban a la norma. La medicina de laboratorio, como lo expone brillantemente Claude Bernard, universalizará la idea de que la actividad normativa de la vida es cuantificable, medible. La enfermedad no es más que la variación cuantitativa del estado normal, la deformación de una forma perfecta que se encuentra inscrita en todo lo viviente. La medicina de lo normal y lo patológico ha cumplido el papel de dogma, de “ideología científica”. Lo normal, se presume, es universal: es definido a partir de criterios objetivos otorgados por las técnicas clínicas, las técnicas de laboratorio, la imaginología, la evidencia científica fabricada en diferentes escenarios de investigación, etc. Lo “viviente del viviente”, el grito de un “centro” que desespera en su transformación hacia la muerte, como decía Macherey (2011), pareció ser desdeñado desde la mirada escrutadora de los médicos durante mucho tiempo.
La sobrevaloración de este modelo en el que lo patológico deviene como “variación cuantitativa del estado normal” significará un predominio de lo científico sobre lo técnico, lo que también podría comprenderse como un predominio de lo universal sobre lo singular. En definitiva, lo que interesa a la biomedicina moderna son las enfermedades y no los enfermos (Canguilhem, 2002). Este sería el problema como tal que subyace a nuestra discusión sobre la ética médica: la cosificación, la objetivación, el hecho de que la centración subjetiva se despliegue en el campo de la mirada “objetivadora”. Las evaluaciones de Canguilhem al respecto llaman la atención: la medicina moderna pretende hacer desaparecer al enfermo y su vivencia del marco de referencia terapéutico a través de su apuesta por negar cualquier forma de mal proveniente de la vida (Canguilhem, 2002: 44). Lo que se hace aquí es negar el mal, negar la negatividad más radical. Esto no deja de ser, como lo señala Canguilhem, una señal inequívoca de los móviles extra-científicos que gobiernan la medicina moderna (Canguilhem, 2005: 43). La sobrevaloración de lo normal en detrimento de lo patológico sólo puede tener como efecto una cosificación radical, lo que también podría ser comprendido como la absolutización de lo real en el cuerpo y, con ello, nuevamente la paradoja, el descentramiento.
En un texto publicado en 1959 intitulado Terapéutica, experimentación, responsabilidad, Canguilhem expone de una forma sobria el gran problema al que inevitablemente se ve enfrentada la medicina al ser el campo en el que se cruzan los valores de la vida y los valores de la técnica en el marco de las sociedades liberales industriales. Por una parte, un conjunto de expectativas e ilusiones aparecen bajo la promesa de “ampliar los límites de lo posible”; pero, por otra parte, también hacen presencia diferentes temores, como la universalización de la desnaturalización que afecta al cuerpo humano en las sociedades de Occidente (Canguilhem, 2009: 409). Pero el problema no sólo se enuncia en términos de objetivación de la persona. La terapéutica moderna, al cosificar e instrumentalizar, asume la vida como un objeto pasivo en el que no se consideran las normas naturales de la vida orgánica. Las normas singulares de la persona, su vivencia de la enfermedad, serían aspectos marginales, pues “las condiciones sociales y legales de su intervención en el seno de las colectividades arrastran a la medicina a tratar al viviente humano como una materia a la cual pueden imponerse normas anónimas, juzgadas superiores a las normas individuales espontáneas” (Canguilhem, 2009: 408). Aquí el problema no sólo tiene la forma de la vieja fórmula según la cual lo que está en juego es el hombre. Canguilhem se distancia de dichos lamentos humanistas (Canguilhem, 2009: 409). Lo que se cuestiona aquí es la desposesión de la existencia orgánica propia del viviente.
Frente a las enfermedades y la pretendida intención ideológica de la medicina moderna por objetivarlas, dice el filósofo-médico francés en un texto de 1978:
Las enfermedades del hombre no son sólo limitaciones de su poder físico, son dramas de su historia. La vida humana es una existencia, un ser-ahí para un devenir no preordenado, obsesionado por su fin. Así pues, el hombre está abierto a la enfermedad no por una condena o un destino, sino por una simple presencia en el mundo. Desde este aspecto, la salud no es en absoluto una exigencia de orden económico que deba hacerse valer en el marco de una legislación, es la unidad espontánea de las condiciones de ejercicio de la vida. Este ejercicio en el que se fundan todos los demás, funda para ellos, y encierra como ellos, el riesgo del fracaso, riesgo del que ningún status de vida socialmente normalizada puede preservar al individuo (Canguilhem, 2002: 88).
Lo que llama la atención de estos apartados es la referencia al sujeto. Es claro que éste no es un a priori fundante. Aquí el sujeto no es más que el efecto del conflicto que se produce a partir de la descentración radical en la que lo ubica tanto la racionalidad médica como los errores mismos que lo constituyen. El sujeto, el hombre, hace su emergencia sobre la base de esta “negatividad radical”. En efecto, el médico moderno, regido por las exigencias de la ciencia, procura un ejercicio de desplazamiento al traducir la queja del enfermo y sus representaciones subjetivas en criterios objetivos. Desde el siglo XVII, las sensaciones internas, los malestares, los desórdenes íntimos, empezaron a ser comprendidos como confusos y ridículos (Vigarello, 2017: 3). La medicina moderna estará marcada por este semblante. Hoy, sin embargo, cabe apreciar en su total dimensión lo dicho por Canguilhem cuando señala que el poder de ilusión debe ser reconocido en su autenticidad. Nada más auténtico que la resistencia de la vida, acontecimiento que no proviene tanto de la mera capacidad de un objeto sino de una vida plegada por la cultura y la historia.
La medicina científica, desde la universalidad a la que llega, dispone al enfermo en la extrañeza de ser objeto. En este caso, la lectura de Canguilhem se distancia mucho de la de Foucault -donde la experiencia del viviente es completamente absorbida y plegada por “el cuerpo de la institución”, “el cuerpo de los profesionales” y el cuerpo o la organicidad misma de su ser (Foucault, 1966)-; y estaría más próxima a la de Merleau-Ponty y la fenomenología, aunque sus alusiones al psicoanálisis también llaman la atención (Canguilhem, 2002). La cuestión no está en adherirse a la moda del momento, dice nuestro filósofo, sino en entender la enorme responsabilidad que implica asumirse bajo el rol de médico: el rol de quien conduce, de quien “hace una experiencia” con los enfermos (Canguilhem, 2009: 415). No se trata de ignorar entonces la experiencia de lo viviente, sino en “conducirla”, llevarla hacia una nueva experiencia en la que se pueda encontrar la normatividad vital. Canguilhem, en este sentido, se acercaría a Platón cuando, en Las Leyes, habla del médico de los libres para diferenciarlo de los médicos de los esclavos, quienes sólo imponen un régimen sin considerar nada más (Platón, 1999). En este caso, el médico se asemejaría más a la figura del gobernante que juzga “lo singular desde lo singular” pero porque ha conseguido afinar su mirada desde el diálogo entre la universalidad de las ciencias, el saber y sus experiencias.
La filosofía de Canguilhem se muestra aquí no sólo como una crítica sino también como una invitación. Refiriéndose concretamente a la formación de los estudiantes de medicina, Canguilhem vindica la importancia de reflexionar sobre el hacer del médico moderno (2009). De ahí la importancia de hacer consciente desde temprano al estudiante de la responsabilidad del oficio de médico, que no es otra sino la de entender que cada uno es una trayectoria singular, un cumulo de historias, historias que remiten a una organicidad que sólo puede padecer el viviente en su ser, pues sus linajes y formaciones han dependido de interacciones y experiencias desplegadas desde una singularidad. La ética médica no sólo debe entenderse como una normatividad deontológica o como una amalgama ideológica de hipocratismo actualizado desde una posición humanista, sino como una distancia donde el médico debe atender y escuchar. Éste funge como artesano en medio del conflicto de los absolutos expresados entre las ciencias y la vida. Mientras que el enaltecimiento de lo normal como ley positiva asume lo singular como un obstáculo, Canguilhem sugiere una opción en la que se reconoce a los existentes individuales (el decir del enfermo); existentes siempre anormales, atípicos e irregulares mirados desde una perspectiva “legalista”, pero totalmente legítimos desde una posición “vitalista”.
4. Lo vital, lo social, lo existencial
La ética médica en Canguilhem sería el efecto de una problematización emprendida por la filosofía médica, quien en su ejercicio de evaluación se encarga de resaltar el problema mismo de la objetivación y su imposición avasallante frente a las ilusiones particulares de los vivientes. Labor esencial aquí de la filosofía de la medicina consiste en señalar el problema, en advertir, sobre todo, cómo existe una urdimbre de ideologías que propicia y facilita diferentes formas de transformación de la cultura por efecto de la verdad. Ante esta suerte de “calamidad”, Canguilhem cuestiona la superficialidad y frivolidad de una pretendida medicina humanista y señala en distintos pasajes de su obra la importancia de replantear nuestra comprensión sobre lo que es “la vida en sí” (Canguilhem, 2009: 427).
El texto “Lo normal y lo patológico” del libro El conocimiento de la vida comienza indicando cierta inclinación ontológica por parte de Canguilhem que reza de la siguiente manera: “La vida humana puede tener un sentido biológico, un sentido social, un sentido existencial. Todos esos sentidos pueden ser indiferentemente retenidos en la apreciación de las modificaciones que la enfermedad inflige al viviente humano. Un hombre no vive únicamente como un árbol o un conejo” (Canguilhem, 1978: 183). La obra de Canguilhem es rica en pasajes como el que acabamos de evocar. Ella alberga una reivindicación continua, si se quiere, de cierta posición “holista”. De la mano de personalidades científicas que florecieron en el siglo XX como Kurt Goldstein, Hans Selye y otros, Canguilhem resalta una comprensión de la vida en el marco de una totalidad que se traduce a partir de la centración normativa, para retomar la noción de Badiou, las normas sociales y la existencia del viviente.
Se sabe que Canguilhem enfila una crítica a las concepciones positivistas de la vida que proyectan su realidad a partir de una legalidad, como es el caso de la medicina experimental de Claude Bernard. Esta posición, que refleja perfectamente la vocación de poder ilimitado de la medicina científica, no es más que un alejamiento de la vida y la singularidad que la constituye. En este caso, la discusión gira en torno a lo que son como tal las normas de la vida. Canguilhem ofrece una perspectiva que resulta bastante diferentes. Imaginemos la vida no como una realidad secundaria que es despreciada por los prototipos, sino como una organización de propiedades que es irregular, inestable, pero también fecunda, productora de novedades. En este caso, la vida se asemeja más a un “ensayo”. Basándose en algunos desarrollos de la biología en la segunda mitad del siglo XX, Canguilhem argumentará contra la legalidad de los procesos vitales en favor de una concepción donde lo normal y lo patológico serían valores relativos. Así, Georges Tessier sostiene, plantea Canguilhem, que los estados salvajes y primitivos no son el reflejo de una normalidad prototípica de las especies. Al contrario:
Para una especie dada, es preciso admitir una cierta fluctuación de genes, de los que depende la plasticidad de la adaptación, así pues, el poder evolutivo…en los genes de la mutabilidad en los que la presencia multiplicaría la latitud de mutación de los otros genes, se debe constatar que los diferentes genotipos, las descendencias de una especie dada presentan “valores” diferentes en relación con las circunstancias ambientales eventuales (Canguilhem, 2011: 190).
Los vivientes se hacen normales, más que serlo de por sí. Goldstein sostiene algo bastante similar en la medida en que considera que una norma no es determinada por una media estadística, sino por el organismo mismo y su carácter creativo (Canguilhem, 2011). El reconocimiento de la normatividad vital es una renuncia a la presuposición ilusoria de un orden ideal establecido con anterioridad a la singularidad vital. Antes que asumir las normas como el reflejo de un orden previo, Canguilhem remite a la normatividad, esto es, la capacidad creativa de “producir” “esquemas vitales para la búsqueda de las condiciones de su realización” (Macherey, 2011: 152). Macherey lo plantea con mucha claridad cuando afirma que “la vida deja de ser una naturaleza sustancial para convertirse en un proyecto, en el sentido propio del impulso que la desequilibra al proyectarla sin cesar hacia delante de sí misma, a riesgo de verla, en sus momentos críticos, tropezar con los obstáculos que se oponen a su avance” (Macherey, 2011: 152).
La cuestión se hace más compleja si se advierte que la vida humana no sólo se despliega en un medio natural. El medio socio-técnico y sus normas afectan a la vida. El problema de lo patológico en el hombre, insiste Canguilhem, no queda estrictamente en lo biológico, “pues las actividades humanas mismas alteran y modifican también el medio de la vida de los hombres” (Canguilhem, 2011: 192). ¿Pero no es la experiencia de lo viviente una experiencia individuada? Sí. No existe una experiencia general o universal de lo viviente. Esta experiencia, como ya se ha dicho, remite a la multiplicidad de lo vivo. Pero si en el dominio de lo vivo se presenta la individuación se debe al efecto de un proceso que centra individuos a partir de elementos dispuestos en el medio humano, medio en el que predominan formas de existencia que no son individuales, sino sociales y técnicas. No podemos renunciar a lo social cuando nos referimos a la vida humana. El poder que tenemos de estar vivos ha dependido enormemente de “sistemas inmunológicos sociales”, para recordar una célebre definición de lo social ofrecida no hace mucho por un filósofo conocido (Sloterdijk, 2012). La vida, por supuesto, es condición de posibilidad. Pero ésta no es un dato previo, una esencia, sino un producto, el efecto de una multiplicidad compleja de interacciones entre lo vivo y lo social. La vida, para ponerlo en los términos de Ian Hacking, es un “objeto dinámico” (Hacking, 2002).
Canguilhem, al respecto, planteará en la segunda parte que complementa su tesis de 1943 y que fue publicada hacia 1968 que las normas humanas están determinadas como posibles en un marco social: “la forma y las funciones del cuerpo humano no son sólo la expresión de las condiciones que el medio ambiente crea para la vida, sino también la expresión de las modalidades de vida en el medio ambiente socialmente adoptadas” (Canguilhem, 2011: 217). Algunos estudios realizados en el campo de la psicología social en 1950 corroboran esta idea. Cuenta Canguilhem que Otto Klineberg destacó en una investigación alusiva a “las tensiones relacionadas con el entendimiento internacional” (Canguilhem, 2011: 217), “las causas de orden psicosomático y psicosocial de las variedades de reacciones y de perturbaciones que provocan modificaciones aparentemente duraderas de constantes orgánicas” (Canguilhem, 2011: 217). El ejemplo nos parece contundente. Sigamos directamente a Canguilhem:
Los chinos, los hindúes y los filipinos presentan una presión sistólica promedio inferior en 15 a 30 puntos con respecto a la de los norteamericanos. Pero la presión sanguínea sistólica promedio de los norteamericanos que pasaron muchos años en China bajó durante ese período de 118 a 109. Igualmente, se pudo notar hacia los años 1920-1930 que la hipertensión era muy rara en China. Aunque lo considera “excesivamente simplista”, Klineberg cita algo que dijo un médico norteamericano hacia 1929: “Si permanecemos en China durante suficiente tiempo aprendemos a aceptar las cosas tal cual son y nuestra presión sanguínea cae. Los chinos en Norteamérica aprenden a protestar y a no aceptar el estado de cosas, y su presión sanguínea sube” (Canguilhem, 2011: 217).
En otros trabajos, Canguilhem acude a Hans Selye (1946) (1907-1982), famoso endocrinólogo húngaro-canadiense, para reafirmar la cercanía de lo social y lo vital. Lo social, por supuesto, parte de la vida y la imita. Sin embargo, estos dominios se constituyen como entidades diferentes en un proceso interactivo que los redefine. El fenómeno patológico, en este caso, sólo puede entenderse como el resultado de ese complejo interactivo. Las teorías de Selye nos han advertido acerca de cómo ciertas desregulaciones del comportamiento como emociones reiteradas producen estados de tensión orgánica que ocasionan reacciones de alarma inespecíficas relativas a la excitación del simpático, lo que a su vez genera una secreción de adrenalina y noradrenalina. De esta manera, un estímulo brusco proveniente de cualquier agente extraño, traumatismo, dolor, fatiga impuesta, pone al organismo en estado de urgencia, de alerta indeterminada. Dice Canguilhem que:
A esta reacción de alarma sucede ya sea un estado de resistencia específica -como si el organismo que ha identificado la naturaleza de la agresión adoptase su respuesta al ataque y atenuase su susceptibilidad inicial al ultraje- ya sea un estado de agotamiento cuando la intensidad y la continuidad de la agresión exceden la capacidad de reacción. Tales son los tres momentos del síndrome general de adaptación, de acuerdo con Selye. Por consiguiente, en este caso la adaptación es considerada como la función fisiológica por excelencia. Proponemos que se la defina como la impaciencia orgánica ante las intervenciones o provocaciones indiscretas del medio ambiente, ya sea éste cósmico (acción de los agentes físico-químicos) o humano (emociones). Si se entiende por “fisiología” la ciencia de las funciones del hombre normal, es necesario reconocer que esta ciencia se apoya sobre el postulado de que el hombre normal es el hombre de la naturaleza. Como escribe un fisiólogo, Z. M. Bacq: “La paz, la pereza, la indiferencia psíquica son serios reveces para el mantenimiento de una fisiología normal”. Pero quizás la fisiología humana es siempre más o menos fisiología aplicada, fisiología del trabajo, del deporte, del ocio, de la vida en las alturas, etc., es decir, un estudio biológico del hombre en situaciones culturales que engendran variadas agresiones (Canguilhem, 2011: 218-219).
No hay que perder de vista entonces que las normas fisiológicas en el hombre dependen también de normas culturales y sociales: “A diferencia del animal de laboratorio, en los hombres los estímulos o los agentes patógenos no son recibidos nunca por el organismo como hechos físicos brutos, sino que son vividos también por la conciencia como signos de tareas o de puestas a prueba” (Canguilhem, 2011: 218). Hay situaciones en las que los factores de enfermedad pueden desarrollarse a partir “del estatus social de los enfermos y la representación que ellos tienen de ese estatus” (Canguilhem, 2002: 43), así como de las continuas presiones y exigencias del trabajo y del rendimiento que el organismo puede interpretar como formas de agresión. La preocupación contemporánea por el síndrome de desgaste ocupacional (síndrome de Burnout, los trastornos de ansiedad generalizada y los trastornos de estado de ánimo) es otro buen ejemplo de ello (Ehrenberg, 2000). Dice Canguilhem, finalmente, que “debe incluirse entre los componentes de la enfermedad el hecho de vivirla como una decadencia, como una desvalorización, y no sólo como sufrimiento o como limitación de la actividad” (Canguilhem, 2002: 43).
Las normas sociales, por tanto, afectan la vida o, a riesgo de equivocarnos con la palabra, la gobiernan, lo que significa que producen un sujeto. Para decirlo en la terminología del filósofo canadiense I. Hacking, las prácticas sociales generan un “bio-bucle”, esto es, una transformación de la vida misma (Hacking, 2001). La fisiología del organismo en el marco de las actividades y las exigencias sociales se ve modificada. La existencia vital cambia gracias a la interacción con la sociedad. La intrusión de lo social implicará un proceso de “normalización”. Las normas sociales, por así decir, producen nuevas “formas de vida”. Esta última cuestión, aparentemente obvia, apunta al hecho nada sencillo según el cual la vida misma no es una esencia sino una serie de “plegamientos”.
Creemos que es en este punto donde un sujeto de la ética se hace posible. Una reflexión sobre el sujeto de la ética en Canguilhem se hace identificable en el plano de la existencia. Como se señaló previamente, ese plano existencial, siempre difícil de delimitar, aparece como un ejercicio de resistencia ante la objetivación propuesta por la ciencia. Pero también habría que decir que en Canguilhem la existencia deviene como una toma de posición frente a las normas sociales. Si el sujeto de la ética médica es aquel capaz de advertir la singularidad del enfermo, el sujeto de la ética en general se refiere a quien revisa sus normas de vida y las problematiza para hacerse unas normas nuevas. En la segunda parte de Lo normal y lo patológico, Canguilhem resalta este carácter creativo desde la base de lo vital al señalar que lo normal y lo anormal están “determinados por la cantidad de energía de que dispone el agente orgánico para deslindar y estructurar ese campo de experiencias y de empresas que se denomina medio ambiente” (Canguilhem, 2011: 230). En este caso, la medida de esa cantidad de energía “no hay que buscarla fuera de la historia de cada uno de nosotros”. Existe un dominio en el que “cada vida fija sus normas al escoger los modelos de su ejercicio” (Canguilhem, 2011: 230). Ese dominio no puede tener otro nombre diferente al de “existencia”: la confluencia de una historia biológica continuamente modelada por el medio natural y socio-técnico, pero también por una trayectoria subjetiva en la que la vida puede hacerse consciente de sí misma (de su fragilidad) e iniciar el desarrollo de nuevos ejercicios para constituir otras normas que hagan posible un nuevo marco de posibilidades para sí misma. En este caso, la ética tiene que ver, como decía Foucault, con “el ejercicio reflexivo de la libertad” (Foucault, 1999), que no es otro escenario más que el de los “experimentos con uno mismo” que le permitan al viviente hacerse con unas normas de existencia.
Hablar de existencia es hablar entonces de ese dominio reflexivo alusivo a la forma como uno conduce su organismo. La pregunta por el tipo de normas que orientan lo ético en la persona es posible porque en la profundidad de lo viviente subyace cierta capacidad creativa por superar el error. Es claro que la existencia misma es una sucesión de errores: fracasamos, intentamos, fallamos nuevamente, vencemos, nuevamente caemos. Si la constitución de las normas orgánicas son una apuesta, un reto ante el que a veces solo podemos fungir como espectadores, hay que decir que las normas éticas parten siempre de otros choques de absolutos: la confrontación inevitable con las normas sociales y su poder de conducción y normalización y la confrontación inevitable con la muerte, la angustia de saberse precario, endeble y falible.
5. Conclusiones
Como se ha intentado mostrar, la filosofía médica de Canguilhem abre caminos para el pensamiento de una ética médica comprendida como una cierta disposición reflexiva del experto frente al gobierno de la vida. Queda una importante pregunta por plantear acerca de la actualidad de dicho planteamiento. Los trabajos aquí referenciados de Canguilhem fueron escritos entre 1943 y 1990. Podría decirse que nuestro autor se ubicaba lateralmente en el marco de una serie de acontecimientos en el que se presenciaba una serie de transformaciones importantes dentro de la racionalidad médica.
Desde el ocaso del siglo XVIII, se fijará el proyecto en diferentes naciones occidentales de preservar la salud de las poblaciones. Ello implicó establecer unos criterios de normalidad a partir de la experimentación y la cuantificación. Lo patológico fue comprendido como una variación cuantitativa del estado normal. Se partió del presupuesto de pensar lo normal como algo primigenio, una forma pura impulsada por las instituciones modernas y sus motores ideológicos. La medicina del siglo XIX y de buena parte del siglo XX estará enmarcada dentro de este modelo. Las sociedades de lo normal y lo patológico serán justamente las sociedades industriales biopolíticas, sociedades liberales que gobiernan a las poblaciones en función de la productividad y el poder de los Estados (Rose, 2012).
Canguilhem fue un espectador privilegiado de la transformación de la medicina de lo normal y lo patológico. Su comprensión de la vida humana se ubica en otra instancia; instancia construida por la tradición vitalista alemana del siglo XVIII, las transformaciones enunciadas en los trabajos de Goldstein y Selye, y los importantes cambios que se presentaron en el ámbito de la biología molecular, sobre todo con la aparición de un término en patología que se toma prestado del lenguaje de la informática: el concepto de “error” (Canguilhem, 2011).
Por otra parte, las variaciones de la medicina clínica a partir de la Medicina Basada en la Evidencia (MBE) han naturalizado el poder de los datos, de la racionalidad probabilística, con el propósito de colonizar el azar y la indeterminación en la praxis clínica. Algo que la MBE efectúa dentro del campo diagnóstico en los terrenos de la incertidumbre es informar tanto a médicos como a enfermos de los distintos estándares (las evidencias) que permiten manejar la terapéutica y el cuidado. La certeza contundente de los datos, la esperanza generada a partir de los criterios probabilísticos, se convirtió en un aspecto fundamental para el manejo de la clínica en las sociedades contemporáneas. Los criterios para fijar la norma en el plano del diagnóstico, la terapia y el pronóstico se han afinado con estas herramientas cuantitativas, lo que ha redundado en la extensión de las normas médicas en la vida cotidiana de distintos tipos de enfermos.
Con la MBE, la medicina de lo normal y lo patológico se refuerza de alguna manera. Sin embargo, hay que decir que paralelo a este tipo de medicina se desarrolló un estilo de pensamiento médico concentrado en problematizar a la población normal. Como lo ha explicado Nikolas Rose en un importante trabajo escrito hace casi diez años, hoy existe una biomedicina concentrada en la administración y evaluación del riesgo (Rose, 2012). David Armstrong nos hablará de una Surveillance medicine, un estilo de razonamiento médico que se orienta hacia el mantenimiento y la optimización del cuerpo sano (Armstrong, 1995). Ya no sólo existe el interés de reforzar lo normal, sino en abrir la posibilidad de fijar nuevas normas, normas que hablan en el lenguaje de una autogestión conducida por distintos expertos de la vitalidad, “especialistas de la vida en sí” -desde genetistas y especialistas en medicina reproductiva hasta terapistas especialistas en células madre y psiquiatras “armados” con un arsenal farmacológico.
Estos fenómenos están acompañados de otra transformación esencial que involucra el ámbito de las normas sociales mecánicas. Éstas ya no sólo están orientadas a la confección de un sujeto social para las labores de la producción. Cada vez se habla más y se actúa más sobre los individuos desde el lenguaje de la calidad de vida, del rendimiento, la autorrealización y la resiliencia (Ehrenberg, 2000; Papalini, 2015; Evans & Reid, 2016). Canguilhem fue uno de los primeros en advertir estos cambios al superar una visión pasiva de lo orgánico y resaltar el carácter productivo de la vida, su carácter normativo a partir de la superación de obstáculos que asaltan en el medio (Canguilhem, 2011). Sin embargo, lo que otrora fue un gran hallazgo hoy se ha convertido, siguiendo al propio Canguilhem, en “ideología”, una sobrevaloración absoluta de ese carácter productivo de la vida por parte de las tecnologías de gobierno liberales contemporáneas. Estos diferentes valores rebasan el equilibrio en el que milenariamente se había ubicado la noción no sólo científica sino también popular de salud. De hecho, llama la atención en este caso el creciente interés que en los últimos veinte años se ha dado no sólo al tema de los determinantes sociales de la salud, sino también a la narrativa personal del enfermo a través de la llamada “Medicina centrada en la persona” (Goldenberg, 2010), las distintas “técnicas psi” que vienen difundiéndose desde la década de los setenta con la revolución humanista y new age,y la creciente importancia que están teniendo en la empresa y la gestión de la vida personal las técnicas de meditación y mindfulness. Un nuevo mapa de la vida humana se ha configurado en nombre del “holismo” para efectos de dinamizar los valores de la optimización y el carácter productivo del viviente.
La superficialidad de estas alternativas es fácil de advertir, puesto que estas nuevas normas sociales, más que centrarse en un gobierno de la vida orientado a la reflexividad de la existencia, se enmarcan, como lo sostiene Rose, dentro de una nueva dinámica de pastorado y conducción de las conductas que pretende rebasar los límites mismos de la vida o, mejor, dar forma a nuevos tipos de vitalidad. Esto también explica, en parte, el escepticismo de Canguilhem frente a los distintos discursos humanistas que se comenzaron a configurar hacia la década de los setenta del siglo XX. En Canguilhem puede apreciarse una sospecha ante cualquier tipo de humanismo, en la medida en que éste revela un proyecto, un programa político que hoy ha sido puesto en escena por las racionalidades neoliberales de gobierno. No es casual que buena parte de los discursos actuales del marketing y la educación por competencias hablen en el lenguaje de la autoayuda y el empoderamiento, como si en los seres humanos, en las vidas humanas, subyaciera una capacidad de poder ilimitada. Canguilhem siempre se mantuvo en una posición crítica frente a cualquier tipo de sobrevaloración de los valores, frente a cualquier intento de suplantación discursiva e ideológica de los valores de la vida. Creemos que una ética médica atenta a la singularidad de lo vital, singularidad que expresa los distintos pliegues producidos por la propia trayectoria biológica, social y existencial, debe saber ponderar los diferentes valores en conflicto en beneficio de la vida misma y no ceder irreflexivamente ante las retóricas del bienestar propias del mundo actual.