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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.58 México ene./jun. 2020  Epub 30-Mayo-2020

https://doi.org/10.21555/top.v0i58.1073 

Artículos

La existencia y el cielo. Observaciones acerca de la relación entre existencia y obediencia a partir del pensamiento de S. Kierkegaard

Existence and the Sky. Remarks on the Relationship between Existence and Obedience on the Basis of S. Kierkegaard's Thought

Ángel Enrique Garrido-Maturano* 
http://orcid.org/0000-0002-0509-6692

*CONICET-Instituto de Investigaciones Geohistóricas. Argentina. hieloypuna@hotmail.com.


Resumen

El artículo analiza desde una perspectiva fenomenológico-hermenéutica tres aspectos de la concepción kierkegaardiana de la existencia: la existencia como libertad y devenir, como relación a un télos absoluto y como aceptación del propio ser. El análisis persigue dos objetivos. Primero, mostrar cómo la existencia, que es elección de sí y, por ello, acción finita, se consuma, paradójicamente, como pasión de lo infinito y obediencia a lo absoluto. Segundo, explicitar las dos dimensiones fundamentales de la obediencia: la inmanente como asentimiento al pathos que mueve nuestra existencia, y la trascendente como asunción de nuestra dependencia de un absoluto incierto e inalcanzable.

Palabras clave: existencia; libertad; absoluto; obediencia

Abstract

The article analyzes, from a phenomenological-hermeneutic standpoint, three aspects of Kierkegaard's views on existence: existence as freedom and becoming, existence as relation to an absolute telos, and existence as acceptance of one's own being. The purposes of the analysis are twofold. First, it aims to show that existence, being a self-election and as such a finite action, consummates itself, paradoxically, as a passion for infinitude and obedience to the Absolute. Second, it attempts to explain the two fundamental dimensions of obedience: the immanent dimension as assent to the pathos that moves our existence, and the transcendent dimension as the acceptance of our dependence on an uncertain and unattainable Absolute.

Key-words: existence; freedom; the Absolute; obedience

Introducción

Und ich reite froh in alle Ferne,

Uber meiner Mütze nur die Sterne.

Johann W. Goethe, Freisinn

En Migajas filosóficas, S. Kierkegaard (2016) le concede la pluma a su pseudónimo Johannes Climacus, quien apunta que el llegar a ser o devenir "es el cambio de la realidad por medio de la libertad" (p. 89). En 1846, dos años después de la aparición de Migajas, Climacus vuelve a hacer suya la pluma de Kierkegaard (2008) y en el extenso Postcriptum ahonda en la misma idea cuando afirma que "existir es un devenir" (p.198). Al padecer la existencia como devenir lo llama Climacus "pathos existencial". De este pathos nos dice que "es lo mismo que la acción, o bien que la transformación de la existencia". Y agrega: "consiste en que, de forma simultánea, uno se relacione absolutamente con el télos absoluto y relativamente con los fines relativos" (Kierkegaard, 2008, p. 434). Tres años después de publicado el Postcriptum, el propio Kierkegaard (2007a), sin prestarle la pluma a ningún pseudónimo, concluye que lo que el hombre debe aprender de los lirios y los pájaros es "contentarse con ser un hombre" (p. 180), así como lirio y pájaro se contentan con ser lo que son y, de ese modo, no hacen otra cosa que "cumplir absolutamente obedientes la voluntad de Dios" (Kierkegaard, 2007a, p. 180), que los hizo tan lirio y tan pájaro como al hombre lo hizo hombre. La cuestión que mueve las reflexiones que aquí comienzan no es otra que mostrar el vínculo esencial entre estos tres aspectos de la existencia humana que Climacus primero y Kierkegaard después expresan en los pasajes y en las obras a las que he hecho referencia, a saber: la existencia como libertad y devenir, la existencia como relación a un télos absoluto o "felicidad eterna" y la existencia como obediencia y aceptación del propio ser.

Así enmarcado, el presente trabajo pareciera estar dedicado a la cuestión de la existencia en Kierkegaard. Sin embargo, me parece necesario precisar, tanto desde el punto de vista temático cuanto del metodológico, por qué en un sentido estricto no lo está. Desde el punto de vista del tema, el lector no encontrará aquí un abordaje completo y sistemático de la cuestión -sin duda vertebral- de la existencia en la obra de Kierkegaard,1 puesto que ello excede mis intenciones y requeriría, más que un breve artículo, un pormenorizado tratado. Lo que me interesa aquí no es una exposición integral de la concepción de la existencia del danés ilustre, sino perseguir dos objetivos precisos y consecutivos. En primer lugar, analizar sólo los aspectos referidos de dicha concepción a fin de mostrar cómo la existencia, que es elección de sí y libertad, y que, como toda elección, es acción finita, desemboca, paradójicamente, en pasión de y obediencia a lo absoluto e infinito. En segundo lugar, explicitar las dos dimensiones fundamentales de la obediencia que consuma la libertad: la inmanente como asentimiento al pathos que mueve nuestra existencia; y la trascendente como asunción de nuestra dependencia radical de un absoluto incierto e inalcanzable.

Pero si desde el punto de vista temático este estudio no se aboca a agotar la cuestión de la existencia, desde el metodológico no es tampoco un estudio exegético "sobre Kierkegaard". No está en mi interés exponer ni objetiva ni "kierkegaardianamente" a un autor que se concibe a sí mismo y a su obra como excepción y paradoja, y para quien la verdad sobre la existencia es interioridad y apropiación estrictamente subjetiva. Renuncio, pues, a la perspectiva de la lectura erudita, destinada a un puntilloso análisis textual y a discutir fuentes secundarias con el objeto de llegar a una reproducción de lo que el autor efectivamente dijo sobre un tema, en este caso sobre la existencia.2 En lugar de ello, las presentes reflexiones priorizan explicitar cómo sus escritos presuponen, cual sentido último de la existencia humana, la conjunción entre libertad y obediencia, y en qué medida dicha conjunción puede ser elucidada a partir del desarrollo de la noción de "cielo". Por ello las reflexiones que siguen pueden comprenderse como explicitación del modo en que Kierkegaard nos interpela desde sus textos, permitiéndonos repensar una cuestión propia de la constitución de todo hombre en tanto tal. Sólo cuando dejamos el vano intento de reproducir los textos de Kierkegaard mejor de lo que él -tal vez el mejor escritor de la historia de la filosofía- los produjo, sólo cuando, en vez de ello, procuramos que la reflexión sobre la existencia llegue a ser desde Kierkegaard nuestra propia cuestión, sólo entonces su lectura puede convertirse, en un sentido esencial, en kierkegaardiana. A buen seguro que no lo hará por mantenerse escrupulosamente fiel a la literalidad de sus obras, sino por la aspiración del lector a a-propiarse de ellas y, desde su perspectiva e intereses, reconstruir el signi-ficado que tienen para él mismo como intérprete. Estimo que de este modo es posible llevar adelante una lectura de Kierkegaard que respete aquello que su autor deseaba con ardor para sus textos, a saber: "un buen destino, es decir, que se lo apropie significativamente aquel individuo a quien llamo con alegría y agradecimiento mi lector" (Kierkegaard, 2007a, p.27).

Una última palabra sobre el método. Éste puede ser denominado, en un sentido general, descriptivo-hermenéutico. Es descriptivo en cuanto no procura argumentar por qué la existencia se da como se da, sino tan sólo mostrar, tal cual Kierkegaard lo hace, la estructura de la existencia como la constitución de una correlación abierta y no definitiva entre el ser que le es dado al sujeto y el modo en que el sujeto hace ser su propio ser; es decir, como la correlación entre un dato último -el estar remitidos a la existencia como el propio ser del existente- y el modo en que el sujeto, eligiéndose a sí mismo, comprende su propia existencia. Esta descripción se vincula, además, con un análisis hermenéutico. Con el término "hermenéutica" no me refiero a ninguna teoría de la interpretación textual a aplicar a la lectura de Kierkegaard, sino a una "hermenéutica de la facticidad", es decir, a una explicitación por obra de la interpretación del significado de aquello que fácticamente se da, en tanto lo que se da, en este caso la existencia, por su propio modo de darse, requiere de interpretación para que se ponga a la luz la significatividad que le es intrínseca. Y el primer y más intrínseco significado de la existencia es no ser nada cósico, dado de modo definitivo, sino devenir libre.

1. La existencia

1.1. La existencia como devenir y libertad

La existencia es el modo de ser del hombre. ¿Pero qué significa existir? Ya en 1843 Victor Eremita, editando a B, nos da una clave para comprender el concepto de "existencia". Escribe el editor pseudónimo: "Lo estético en un hombre es aquello que él inmediatamente es; lo ético es aquello a través de lo cual llega a ser lo que llega a ser" (Kierkegaard, 2007b, p. 166). Si tenemos en cuenta esta afirmación y también aquella otra según la cual la persona "al elegirse a sí misma no llega a ser una esencia distinta, sino que llega a ser ella misma" (Kierkegaard, 2007b, p. 165), entonces resultan claras dos cosas: En primer lugar, que existir, ser el yo personal que se es, es elegirse a sí mismo y no realizar una esencia dada de antemano. En segundo lugar, que dicha elección de sí se cumple cuando el hombre pasa del plano estético al ético, es decir, cuando pasa de no ocuparse de sí mismo y estar absorbido de modo inmediato por las relaciones que mantiene con lo otro que sí, a elegirse a sí mismo en su relación con lo otro y, de ese modo, estar siempre llegando a ser lo que está llegando a ser. En esta elección, como nota J. Wahl (1967), "es menos importante lo que el individuo elige que el hecho de que él elija y así se elija a sí mismo" (p. 261). Existir, por lo tanto, no es, para Kierkegaard, tan sólo salir del encierro en el ser "en sí" cósico para mantener una relación con lo otro, sino aquel plus por el cual el hombre ya siempre se relaciona a la relación misma en la que se encuentra y, así, se elige y se hace en cada caso el sí mismo particular y único que siempre está en trance de ser.

De esta caracterización de la existencia humana se derivan tres aspectos del fenómeno que resultan fundamentales para el ulterior desarrollo de este artículo: En primer lugar, el hombre elige cómo existir, cómo llegar a ser sí mismo. Pero no elige existir, pues no puede no hacerlo. Si el hombre eligiera que su ser fuese la existencia, él no se elegiría a sí mismo, sino que se crearía a sí mismo, pero él ya siempre es existencia. Por ello puede decirse, como lo hacen los papeles de B editados por Eremita, que "lo que se elige existe, de otro modo no sería una elección" (Kierkegaard, 2007b, p. 196). En segundo lugar, debe tenerse en cuenta que lo que elijo cuando me elijo a mí mismo -cuando existo- es mi libertad y, haciéndolo, elijo lo absoluto, porque la libertad no puede estar causada por nada que provenga del reino de lo finito y condicionado, en el que impera la necesidad y el orden causal. Por ello, si preguntáramos, como lo hacen aquellos papeles, "¿qué es lo absoluto?" (Kierkegaard, 2007b, p. 195), sólo podríamos responder que "soy yo mismo en mi valor eterno" (Kierkegaard, 2007b, p. 195). Y si volviéramos a preguntar: ¿qué es este sí mismo?, tendríamos que responder, otra vez siguiendo los textos editados por Eremita, que "es lo más abstracto de todo, que es además, sin embargo, lo más concreto de todo - es la libertad" (Kierkegaard, 2007b, p. 195). Es, ciertamente, lo más abstracto, pues no puede determinarse por anticipado de ningún modo, pero, a la vez, también lo más concreto, porque es aquello que permite la elección de todo modo concreto y determinado de vida. En tercer lugar, se debe tener en claro que al elegirme a mí mismo como el sí mismo que soy, es decir, al elegir mi libertad, no elijo ser algo determinado, como si el sí mismo fuese una cosa con un modo de ser fijo y dado de antemano, que pudiera realizarse y definirse de una vez por todas, sino que elijo elegirme; y, por lo tanto, elijo estar constantemente llegando a ser. Mi ser es siempre mi propia tarea. Por ello mismo existir propiamente no es llegar a ser lo que se es, sino llegar a ser lo que se llega a ser. Dicho con los términos del Postscriptum: la existencia es el proceso mismo de devenir3 y no el resultado, pues el existente, al que Kierkegaard llama pensador subjetivo, por más que se afane por alcanzar una meta finita, no cesa de devenir cuando la ha alcanzado, sino que "en tanto éste siga existiendo se hallará en el proceso de devenir" (Kierkegaard, 2008, p. 93). De este tercer aspecto, a saber, del hecho de que la existencia sea un devenir constante y nunca completo, deriva Kierkegaard (2008) el siguiente corolario: "Un sistema de la existencia no puede ser dado" (p. 119). Y ello porque "sistema y carácter conclusivo se corresponden el uno con el otro, pero la existencia es justamente lo opuesto" (Kierkegaard, 2008, p. 119). Esta concepción de la existencia como devenir de la libertad es la que se expresa en Migajas cuando Climacus afirma que todo llegar a ser -que no puede ser sino el llegar a ser de un existente humano, pues las cosas no llegan a ser, sino que son y, a lo sumo, cambian para ser otra cosa-"acaece por libertad" (Kierkegaard, 2016, p. 87). Precisamente a ella nos referíamos al comienzo cuando recordamos aquel pasaje de Migajas que define el llegar a ser como "el cambio de la realidad por medio de la libertad" (Kierkegaard, 2016, p. 89).

Bien podría uno preguntarse por qué el filósofo concibe el ser del hombre como existencia, es decir, como "devenir" o "llegar a ser", y por qué, además, este "llegar a ser" es siempre inconcluso. Ello se debe a que Kierkegaard, ya sea bajo el misterioso nombre de aquel B editado por Victor Eremita o el de Johannes Climacus, siempre ha descrito al hombre como un ser compuesto de elementos contrarios que nunca terminan de conciliarse en una síntesis definitiva. Él se muestra, ante todo, como un compuesto de finitud e infinitud. Su finitud radica, por excelencia, en su mortalidad; y su infinitud en su libertad, que, como libertad del querer, es libertad infinita. Desde el punto de vista temporal esta misma contraposición se expresa en el conflicto entre temporalidad y eternidad. En efecto, toda vez que el hombre se encuentra remitido al paso inapelable de Chronos y a la corrupción que él trae consigo, él vive preso de la temporalidad finita. Pero, en la medida en que en esa temporalidad él se elige a sí mismo, hace ser también en ella lo eterno, a saber, la libertad. La libertad es efectivamente lo eterno, no porque cada acto libre lo sea, pues patentemente todo acto es finito y está destinado a pasar. Ella es eterna en tanto libertad, es decir, en tanto poder dado al hombre, que renace una y otra vez en él, y que lo hace siempre como la misma facultad de poder determinarse a sí mismo. Son los actos libres los que envejecen, no la libertad. Finalmente, la existencia como composición de lo infinito y lo finito se expresa desde el punto de vista de la modalidad en el conflicto entre la realidad determinada y, consecuentemente, finita en el que el existente fácticamente vive, y la posibilidad a la que desde esa realidad adviene y que, en tanto posibilidad, permanece indeterminada, abierta y, en ese sentido, infinita. Existir es estar siempre componiendo o sintetizando contrarios que, por naturaleza, se oponen y nunca pueden llegar de modo definitivo a conciliarse en una totalidad. Por ello, como observa R. Purkarthofer (2014), "el existir, que está caracterizado por el devenir (Werden) y el aspirar o ansiar (Streben), significa para el hombre estar en camino y ser careciente" (p. 59). La síntesis -el hacer ser el sí mismo que él tiene que llegar a ser- resulta, así, una tarea que nunca termina de realizarse. Por ello mismo -insiste con razón Purkharthofer-"Climacus determina el ser del hombre como existencia y caracteriza a ésta a través del devenir, a través de la aspiración y, consecuentemente, a través de su carácter inconcluso, es decir, por su estado de abierta" (p. 60).

1.2. La existencia como interioridad y apropiación

Tal cual lo acabamos de ver, existir es devenir, y hacerlo de modo tal que el sujeto se elija a sí mismo en el curso de ese devenir. Sin embargo, no toda elección de sí asume propia o auténticamente la existencia. Así, cuando el sujeto elige absorberse en la relación con lo inmediato de que se ocupa, sin determinarse a sí mismo en esa relación, es decir, cuando existe disipada y estéticamente, por cierto que también se elige a sí mismo, porque el sujeto no puede no existir, pero lo hace de un modo negativo: elige no elegirse; elige no ser el sí mismo existente que él es. Un buen ejemplo de este modo impropio de existencia lo ofrece no sólo el libertino, sino también el sesudo pensador objetivo. Él se sumerge en abstracciones sistemáticas, como el libertino lo hace en mundanos placeres, y comprende su existencia como una figura predeterminada del pensamiento puro, tal cual su mundanal colega vive como si estuviera predeterminado por sus instintos animales. Ambos llevan adelante la absurda tentativa de "abandonar su humanidad y convertirse en un libro o en un algo objetivo" (Kierkegaard, 2008, p. 94). Por cierto que esto es imposible y que nuestro profesor sólo logrará existir impropiamente, porque "incluso si alguien dedicara toda su vida al estudio de la lógica, no por ello se convertiría en lógica" (Kierkegaard, 2008, p. 94). Otro tanto le ocurrirá al libertino. Pero la humanidad, así como puede abandonarse, puede también conquistarse. Es tan posible elegirse a sí mismo de modo negativo, como lo es hacerlo propiamente. ¿Cuáles son los rasgos esenciales que determinan que quien se elige lo hace auténtica y no negativamente? Según mi interpretación, en la elección hay que distinguir un correlato subjetivo, a saber, el modo en que la elección se realiza, y uno objetivo: el sí mismo hacia el que se deviene en la elección. Centrémonos en este apartado exclusivamente en el primer correlato. Entonces podemos decir que lo que caracteriza al pensador subjetivo, verdaderamente existente, es la interioridad y apropiación de su elección, que hace que lo elegido sea verdadero, no objetiva, sino subjetivamente.

Para comprender en forma cabal el sentido que interioridad y apropiación tienen para Climacus hay que tener en cuenta que lo que distingue al existente, cuyo modelo es el pensador subjetivo, es el interés en su propia existencia. Por eso nos dice Climacus que "el pensador subjetivo, en tanto existente, se interesa esencialmente en su propio pensamiento y existe en él" (Kierkegaard, 2008, p. 74). Existir en el pensamiento significa en concreto que el pensamiento modifica o transforma la existencia del pensador, esto es, modifica "lo que un hombre hace consigo mismo cuando él actúa" (Gran, 1999, p. 76). Cuando tal transformación ocurre, el pensamiento no es sólo objetivo, no piensa meramente algo, sino que es reflexivo: revierte en la propia interioridad y altera el modo en que el sujeto lleva adelante su vida. Por eso puede afirmar el pseudónimo que "el pensamiento subjetivo lo invierte todo en el proceso de devenir" (Kierkegaard, 2008, p. 74). Por eso también puede agregar que tal pensamiento "pertenece al sujeto y a nadie más" (Kierkegaard, 2008, p. 74). Y ello no porque otro existente no pueda pensar lo mismo, sino porque el modo en que se apropia de esa intención y cómo ella modifica su devenir le va o compete sólo a él mismo. Si extendemos esta caracterización del pensador subjetivo a cualquier otro modo de ser del existente, entonces podemos decir lo siguiente: cuando al sujeto en verdad hace suyas o se apropia decisivamente (cuando deciden su existir) de las relaciones de ser que mantiene con todo aquello en relación con lo cual es, entonces su existir no está alienado en la exterioridad, sino que es asumido de modo propio en la interioridad. Pero, para que ello pueda ocurrir, el existente debe interesarse enteramente por ser quién está llegando a ser, comprometerse con su modo de ser y de elegirse. En una palabra, tomarse en serio la elección. De allí que Arne Gran afirme que "interioridad es en este sentido seriedad (Ernst)" (Gran, 1999, p. 79). Dicha seriedad se testimonia a través de aquella intensidad en el elegirse que llamamos pasión. La pasión mienta el hecho de que quien se elige y, en consecuencia, elige un determinado curso de acción en el mundo, no puede concebir elegirse ni actuar de otro modo. Su elección y su actuar son vividos por él como una determinación concreta de sí que resulta irreemplazable e insustituible.4 En tanto tal, quien se elige con pasión ingresa en la categoría de lo único. Existir interiormente, existir con pasión implica, entonces, apropiarse de sí mismo o, como también podría decirse, comprometerse con el propio devenir de la existencia.5 Pero no sólo comprometerse con aquello que se elige, sino comprometer reflexivamente el curso de mi existencia en función de esa elección.

La consecuencia inmediata que Kierkegaard-Climacus extrae de la asunción de la existencia a través de la apropiación y la interioridad es la modificación de la noción de verdad. Ésta pasa a ser ahora, en su sentido más profundo, subjetiva. La verdad no puede ser nunca objetiva para el sujeto, porque una identidad objetiva no es para ese sujeto ninguna verdad si él no se interesa por ella ni se la apropia interiormente en modo alguno. Algo no es verdad en sí, por sí y para sí. Toda verdad es verdad por un sujeto que la descubre y asume como tal, y para quien ella es propiamente verdad. Una verdad objetiva que nunca le hubiera interesado a nadie carecería por completo de significancia y efectividad; y, en sentido estricto, ni siquiera hubiera sido descubierta como verdad, por más correcto que fuese su contenido objetivo. Por ello toda verdad es tal por concernir al existente. Y tanto mayor es el significado y la efectividad de una verdad -tanto más verdadera es ella- cuanto más esencial sea su relación con la existencia. De allí que la verdad ética y religiosa pueda ser calificada como la más esencial, pues "se relaciona esencialmente con el existir del cognoscente" (Kierkegaard, 2008, p. 200). Para Kierkegaard, entonces, lo que hace a algo esencialmente verdadero es su significatividad y su efectividad en la existencia de aquel sujeto para quien lo verdadero es tal. Esta concepción no implica la insensatez de impugnar la existencia de verdades objetivas, sino que pone el acento sobre el carácter existencialmente decisivo de las subjetivas. Cuando la cuestión de la verdad se plantea objetivamente, no importa la relación que el sujeto mantenga con esa verdad, sino el hecho de que aquello con lo que se relaciona sea verdadero. Éste es el plano en el que podríamos ubicar las verdades científicas. Pero cuando la cuestión de la verdad se plantea subjetivamente, la relación del individuo con lo verdadero resulta esencial, porque lo que hace que lo verdadero devenga tal es el modo en que el sujeto se lo interioriza en su existir y cómo él se determina a sí mismo a partir de esa interiorización. Hasta tal punto esto es así para Kierkegaard que llega a afirmar que, aunque solamente el cómo o modo de apropiación fuese verdadero, el sujeto estaría en la verdad, incluso relacionándose con una incertidumbre, hasta con una falsedad objetiva. En este plano subjetivo se ubican, por excelencia, las verdades religiosas. Precisamente de este tipo de verdades se vale el danés para ilustrar la paradójica idea de que un sujeto está en la verdad tan sólo si el cómo de su relación es verdadero, aunque sea falso el qué con lo que se relaciona. Escribe Kierkegaard (2008):

Si uno que vive en tierra de Dios y se halla investido con el conocimiento de la verdadera idea de Dios (... ) se pone a rezar, pero lo hace deshonestamente, y si otro que vive en tierra de idólatra se pone igualmente a rezar, pero lo hace con toda la pasión de lo infinito, pese a que sus ojos reposan sobre la imagen de un ídolo, ¿dónde, pues, habrá mayor verdad? Éste le reza en verdad a Dios, aunque de hecho se encuentre adorando a un ídolo; el otro le reza falsamente al Dios verdadero, y por tanto lo que en verdad hace es adorar a un ídolo (p. 203).

Lo que torna, entonces, falsa a la oración del que adhiere al dogma verdadero no es su representación de Dios, sino ser proferida mecánicamente y no modificar en nada el modo en que se comprende a sí mismo y, consecuentemente, actúa el orante. Lo que hace, en cambio, verdadera a la oración del pagano tampoco es la idea de Dios a la que se dirige, sino cómo se dirige a ella, a saber, desde el ansia de infinito que arde en su alma y que lo lleva a no poder seguir viviendo sin buscar apasionadamente a Dios. Por ello puede afirmar Kierkegaard (2008) que una incertidumbre, incluso una falsedad objetiva, "apropiada firmemente en virtud de la más apasionada interioridad, es la verdad, la más alta verdad que hay para un sujeto existente" (p. 206). La verdad subjetiva radica, pues, en el potencial transformador y en la efectividad que ella tiene en la determinación del devenir de la existencia. Pero, si puede tenerlo, es porque es elegida con pasión, aunque desde el punto de vista objetivo resulte incierta. Esta elección apasionada de algo incierto es precisamente lo que caracteriza a la fe religiosa, definida como "la contradicción entre la infinita pasión de la interioridad y la incertidumbre objetiva" (Kierkegaard, 2008, p. 206).

De acuerdo con lo desarrollado hasta aquí podría concluirse que la existencia propia, considerada desde su correlato subjetivo, es apropiarse de e interiorizar apasionadamente la elección de sí y, por ende, el propio devenir. Sin embargo, no me elijo a mí mismo abstractamente, sino que me elijo en función de algo que elijo. Por eso podríamos preguntarnos, como lo hace Suances Marcos (1998), "¿cuáles son los factores que dan pasión a la existencia?" (p. 76). Entonces responderíamos, también con él, que "es decisivo para ella que esté o no esté ordenada a un fin absoluto" (p. 76). Ello es así porque sólo la tensión de encauzar mi devenir y mis vivencias hacia un fin absoluto lleva la pasión de la elección y el compromiso con ella al máximo. Surge aquí el correlato objetivo de la existencia propia, al que hacíamos referencia al comienzo de este acápite: su orientación a un télos Absoluto.

1.3. La existencia como referencia a un télos absoluto

En verdad asumo la existencia como tal, en verdad me padezco como un constante devenir a través del cual una y otra vez me estoy eligiendo decisivamente a mí mismo -en verdad experimento el pathos existencial- cuando aquello (lo que arriba llamamos correlato objetivo) hacia lo que se orientan todas mis decisiones constituye un fin absoluto. Como vimos, sólo un fin absoluto puede garantizar que mi interés y mi apasionamiento por él sea absoluto, y que, por tanto, asuma absolutamente mi existir en función de mi relación con él. Además, sólo la orientación a un fin absoluto puede hacer que la existencia no se niegue a sí misma y pretenda detener de manera impropia el devenir que fácticamente ella es, porque sólo en relación con lo absoluto, nunca alcanzable en el orden de lo finito, la existencia no puede dejar de ser constante devenir. El pathos existencial, la existencia auténtica, es, pues, devenir apasionadamente hacia un télos absoluto.

Debe remarcarse aquí cuán acertadamente Climacus califica la relación del existente con su existencia, en tanto ésta, en su modo propio, está apasionadamente referida a un télos absoluto, con la expresión "pathos existencial". En efecto, la existencia como devenir hacia un absoluto se manifiesta como un pathos, esto es, como un padecimiento que está en la voluntad y orienta sus decisiones libres, pero que no proviene de la voluntad, sino que, propiamente, es padecido o sufrido por el existente, que no puede evitar referir su existencia a algo absoluto. En efecto, si el existente se decide a sí mismo, si se proyecta o adviene hacia una determinada posibilidad de existencia, lo hace porque considera que esa posibilidad tiene sentido. Si así no fuera, ni siquiera podría devenir a nada ni continuar existiendo. Ahora bien, si tiene sentido, es porque esa posibilidad a la que el existente adviene es para él un fin absoluto o lo encamina hacia un sentido final y definitivo, en cuyo horizonte tanto ella como todas las otras a las que advenga adquieren sentido. Sin esta presuposición de un sentido absoluto al que su existencia se encamina y cuyo padecimiento el existente confiesa no con palabras ni con ideologías, sino existiendo, éste no podría ni siquiera comenzar consigo mismo. Ciertamente puede que tome por absoluto lo que es relativo, ya sea por error, ya sea por la desesperación de no poder alcanzar lo absoluto por sí mismo, pero lo que no puede no padecer es existir referido o en tensión hacia un absoluto que da sentido a todos los fines relativos. Ya en Migajas, Climacus era consciente de que esta característica esencial de la existencia era una pasión y de que esta paradójica pasión de un ser finito por lo infinito, inasible e impensable, determinaba por excelencia al pensamiento. Por ello mismo escribía: "Ésta es entonces la suprema pasión del pensamiento: querer descubrir algo que él mismo no puede pensar. En el fondo esta pasión del pensamiento está presente por doquier en el pensamiento" (Kierkegaard, 2016, p. 55). De esto desconocido con lo que choca la inteligencia, que ella no puede probar, pero a la que no puede dejar de tender y que, por ello, "turba incluso el conocimiento que el hombre tiene de sí" (Kierkegaard, 2016, p. 57) nos dice Climacus que "no es algo humano, (...), ni tampoco alguna otra cosa que conozca" (Kierkegaard, 2016, p. 57). Por lo que propone que "llamemos a eso desconocido el Dios" (Kierkegaard, 2016, p. 57). "Dios", por lo pronto, no hace referencia aquí a ningún Dios confesional revelado, sino a ese polo absoluto, desconocido e imposible de probar de manera objetiva, al que subjetivamente el pensamiento y la existencia en general no pueden dejar de sentirse referidos, aunque bien puedan negar o no asumir ese padecimiento que experimentan. Por ello el término Dios, aplicado a lo absoluto desconocido, es aquí "sólo un nombre" (Kierkegaard, 2016, p. 57). La inteligencia no puede ir más allá de darle este nombre, pero "tampoco puede en su paradoja dejar de llegar hasta allí y ocuparse de ello" (Kierkegaard, 2016, p. 61). Precisamente porque esta referencia a lo desconocido es un pathos. Podemos preguntarnos qué es lo absoluto a lo que tendemos y que desconocemos, porque llamarle Dios "nos indica simplemente que es lo desconocido" (Kierkegaard, 2016, p. 61). Y decir que es lo desconocido e inexpresable no satisface en modo alguno a nuestra inteligencia. Sin embargo, desde el punto de vista objetivo, no queda sino confesar que, por inquirir justamente por lo desconocido y absoluto, la pregunta no tiene respuesta verdadera posible. La verdad objetiva de aquello por lo que se apasiona el pathos existencial se convierte, así, en un límite, y la relación con un límite al que no puedo dejar de dirigirme, pero que tampoco puedo alcanzar, es un perpetuo sufrimiento. Sin embargo, desde el punto de vista subjetivo, ese polo es el verdadero motor de mi llegar a ser, ya que todo pensamiento y todo devenir se recorta en el horizonte de esa pasión que sufro por lo absoluto desconocido. Se vuelve ahora translúcido el sentido de las palabras de Climacus en Migajas: "el límite es precisamente el tormento de la pasión, pese a ser a la vez su acicate" (Kierkegaard, 2016, p. 61). A esto absoluto y desconocido al que el existente en su pathos se encuentra tendido es precisamente aquello a lo que Climacus llama "el Dios".

La idea de la existencia propia como pathos existencial, que en esencia ya estaba anticipada en el tratamiento de la pasión del pensamiento por la paradoja absoluta que hace Climacus en Migajas, termina de definirse en el Postcriptum, donde queda establecido que existir propiamente, es decir, padecer la existencia como tal en lugar de negarla, implica un pathos de lo absoluto, que aquí Climacus llama "felicidad eterna", y que consisten en el hecho de que "esta noción transforma la existencia entera del sujeto existente" (Kierkegaard, 2008, p. 389). El pathos existencial -podría decirse- es la verdad subjetiva de la idea de lo absoluto; y esta verdad radica en que tal idea es más que una mera idea: es un télos absoluto que, padecido por el individuo, tiene el potencial de transformar enteramente su existencia. De allí que se afirme que "si el télos absoluto, al relacionarse con el individuo, no transforma absolutamente su existencia, entonces el individuo no se relaciona con pathos existencial" (Kierkegaard, 2008, p. 389). En consecuencia, el existir se cumple en el devenir de la libertad. Ese devenir es ejercido propia o verdaderamente cuando aquello hacia lo que el sujeto deviene le interesa apasionadamente, es decir, cuando él se interioriza y apropia de ese devenir con pasión. Ello ocurre si el término último que orienta el conjunto de su devenir es un télos absoluto, que, por serlo, resulta incierto objetivamente. El hombre decide libremente encaminarse o no a ese télos incierto, pero aquello que le resulta imposible es no padecer su estar ya siempre referido a tal télos. Por eso la relación con su propia existencia, antes que ser decisión y ejecución, es un pathos: el pathos existencial. El hecho de que el hombre se decida a asumir ese pathos en lugar de negarlo, negándose de ese modo también a sí mismo como devenir que nunca cesa, se expresa en "la transformación en virtud de la cual el sujeto existente, al existir, lo transforma todo en su existencia en relación con ese bien supremo" (Kierkegaard, 2008, p. 391). Si, en vez de ello, el hombre sigue relacionándose absolutamente con fines finitos y, por tanto, determinables, ello es signo claro de que no ha asumido el pathos de la existencia y se encuentra en lo que Kierkegaard llama pathos estético. Lo mismo ocurre si el individuo se relaciona sólo de vez en cuando y de modo contingente con el télos absoluto, es decir, si este télos no orienta y transforma el conjunto de su existencia, porque ello "equivale a relacionarse relativamente con el propio télos absoluto" (Kierkegaard, 2008, p. 411). Y relacionarse relativamente con un télos absoluto, cuya verdad y efectividad es subjetiva y radica en el modo en que interiorizo la relación, "equivale a relacionarse con un télos relativo, puesto que la relación es el factor decisivo" (Kierkegaard, 2008, p. 411). Mas relacionarse absolutamente con el télos absoluto hace que la existencia se vuelva "extremadamente intensa" (Kierkegaard, 2008, p. 412), por lo que bien puede concluirse que la existencia propia no es un estado, sino un acontecimiento que se cumple en aquellos instantes decisivos en los que en verdad comprendo y pongo en juego todas mis posibilidades de ser en función de un fin absoluto.

Ahora bien, esto absoluto o "felicidad eterna", hacia lo cual el pathos existencial tiende y en función de lo cual se dirimen los instantes existenciales decisivos, nunca es alcanzado por la existencia ni, en consecuencia, tampoco puede ser determinado objetivamente. Si así lo fuera, dejaría de ser absoluto. En tal sentido objetivo la existencia no da testimonio de la felicidad eterna en sí misma. De allí que, como afirma Furchert (2012), "no resulte del todo esencial cómo hablemos filosóficamente del bien supremo, si lo llamamos idealidad, verdad o felicidad eterna" (p. 233). Lo esencial, por el contrario, radica en que su proceso de apropiación "vaya acompañado de procesos internos de revisión y reestructuración" (Furchert, 2012, p. 233). Y ello porque la existencia sólo puede testimoniar la efectividad de lo absoluto en mí, en cuanto esto absoluto que padezco transforma por completo el sentido del conjunto de mi existir. Por eso de una manera casi fenomenológica y limitándose a describir lo que de hecho la existencia propia pone a la luz, escribe Kierkegaard-Climacus: "el pathos no radica en testimoniar la felicidad eterna, sino en transformar la propia existencia en testimonio de ella" (Kierkegaard, 2008, p. 396). Pero el hombre no transforma su propia existencia en testimonio de lo absoluto por un capricho arbitrario de la voluntad, sino porque padece como su ser más propio la necesidad de lo absoluto. Climacus no podría ser más preciso: "Dios no es un postulado, sino el hecho de que el sujeto existente postule a Dios es una necesidad" (Kierkegaard, 2008, p. 202. Las cursivas son mías). Existir libremente, elegirse con pasión una y otra vez a sí mismo sin rendirse ante ninguna finitud ni entregar la propia humanidad por una bagatela;6 existir, en una palabra, como un verdadero hombre, no será, pues, otra cosa que obedecer con modestia aquella necesidad, que encuentro en mí, pero que viene del cielo.

2. La obediencia

2.1. El cielo en mí

Kierkegaard nos habla de un hombre afligido, de uno de los tantos que vive atormentado por los deseos marchitos y las decepciones en flor. En busca de sosiego, sale a campo abierto. Se para junto a los lirios y contempla cómo se yerguen sin fatiga ni pesar, hermosos sobre la tierra. Quizás su tristeza, al confrontarse con ellos, se ahondará. Pero supongamos que un lirio recibiese el momentáneo don de la palabra. A buen seguro que le diría:

¿Cómo es posible que te admires tanto de mí? ¿Acaso ser hombre no será tan glorioso? ¿No valdrán en este caso las palabras de que ni toda la gloria de Salomón es nada en comparación con ser hombre -lo que todo hombre es-, de suerte que Salomón para ser lo más glorioso que él es y estar convencido de ello tendría que desvestirse de toda su gloria y sólo ser hombre? (Kierkegaard, 2007a, p. 35).

El hombre es más glorioso que el lirio y que toda la pompa y ornato de Salomón. ¿Pero en dónde radica gloria semejante? Él se percataría de ella si dejase de confrontar sus posibilidades particulares con las de sus prójimos y dirigiese su vista a lo que tiene en común con todo hombre. ¿Qué es, pues, esto tan glorioso que distingue el ser hombre del hombre? Es el hecho de que "al hombre se le concede una elección" (Kierkegaard, 2007a, p. 72). Esta concesión les está privada incluso al lirio y al pájaro, pues todo en la naturaleza, a pesar de la perfección con que realiza su ser, "está ligado a la necesidad y no tienen ninguna posibilidad de elección" (Kierkegaard, 2007a, p. 71). Lo que distingue al hombre de los demás seres y lo hermana con todos los otros hombres es, pues, su posibilidad de elegir: su existencia como devenir de la libertad. Es cierto que esta capacidad de elegirse a sí mismo -esta condición de espíritu- es propia de todos los hombres. Pero no lo es menos que las posibilidades concretas de elegir -el espacio de juego fáctico de la libertad- son muy distintas para un rey que para un mendigo. Aquí la libertad pareciera separarnos. Sin embargo, hay una posibilidad que es común a todos los hombres y que a todos nos une, a saber: poder elegir el mundo o lo absoluto. No todos podemos elegir lo mismo en el mundo. No a todos les está dado optar entre la vestimenta bordada en oro y aquella otra en plata. Pero, para Kierkegaard, el hombre en tanto tal tiene que elegir entre el mundo y lo absoluto. Y ello por lo siguiente:

Si Dios se ha abajado hasta ser lo que puede elegirse, es justo que el hombre tenga que elegir -Dios no permite mofarse de Él. Y es de tal forma que si el hombre deja de elegir, esta dejación equivale a la osadía de elegir el mundo (Kierkegaard, 2007a, p. 73).

No se equivoca aquí el autor al afirmar que el hombre tiene que elegir, porque -tal cual vimos- su existencia es devenir y libertad. Tampoco lo hace cuando dice que el hombre debe elegir entre Dios y el mundo. Toda elección es elección de algo del mundo o es elección de lo absoluto o Dios, por la sencilla razón de que no cabe elegir otra cosa que algo finito o lo infinito: Dios o el mundo. No hay nada más. Pero si el hombre tiene que elegir entre Dios y el mundo -y no sólo entre el vestido dorado y el plateado-, ello se debe a que el propio Dios ha descendido a la condición de poder ser elegible. ¿Cómo ha hecho tal cosa? Vista la cuestión desde un punto de vista fenomenológico y utilizado el término "Dios", tal cual se hacía en Migajas, de modo no confesional, como un mero sinónimo de un absoluto objetivamente incierto, hay una sola respuesta posible, a saber: porque el hombre experimenta en el carácter siempre incompleto de su existencia y en la corruptibilidad de sí y de todo lo que es la necesidad de ese absoluto. Dios se vuelve, pues, elegible en el padecimiento de la necesidad de Dios.7 El hombre puede o no elegirlo. Lo hará si interioriza y se apropia de esa necesidad y de la correlativa impotencia que él tiene para colmarla. No lo hará si desespera ante la imposibilidad de realizar cualquier absoluto y se niega a sí mismo, niega lo que es propio de su condición de hombre y de su libertad, a saber, poder elegir lo infinito. Y, en lugar de ello, pretende contentarse con lo finito y hacer pasar por eterno lo que dura apenas unos días -uno o un millón. Lo hará, en síntesis, si se contenta con ser hombre: si obedece su ser más íntimo, si elige la existencia. Existir es precisamente obedecer el ser que nos ha sido dado y, en consecuencia, elegir ser en función de la necesidad de absoluto que padecemos. En la expresión "necesidad de absoluto" el genitivo resulta ser subjetivo y no objetivo, pues no se trata de una necesidad que tenga su origen en nosotros, sino que nos ha sido literalmente impuesta. Como si estuviese en mí, pero no proviniese de mí; como si el absoluto mismo que desconozco me reclamase; como si, en una palabra, el cielo se nos hubiese metido en el alma y nos llamase a elevar una y otra vez la vista por encima del horizonte hacia alturas insondables. En la obediencia a esta necesidad la libertad no se diluye ni se convierte en su opuesto. No se niega como libertad. Muy por el contrario, es tal necesidad la que la consuma, pues la mantiene viva, en la medida en que la impulsa a no satisfacerse con ninguna elección de sí, a no contentarse ni con bellos bordados de oro ni con los más modestos de plata. En vez de ello, tal necesidad mueve a la libertad a vivir siempre en la búsqueda de aquello que Kierkegaard llama "Reino de Dios". Contentarse con ser hombre, apropiarse en verdad de la existencia, no será, pues, otra cosa que obedecer esa necesidad interior de absoluto que "vuelve la vida inquieta" (Deuser, 2011, p. 8) y que lleva al sujeto una y otra vez a elegir "buscar primero el Reino de Dios" (Kierkegaard, 2007a, p. 74). De este Reino se nos dice "que está dentro de vosotros" (Kierkegaard, 2007a, p. 76). Si allí lo buscamos, si miramos el cielo interior, entonces habremos de vislumbrarlo cada vez que, obedientes, elijamos la tensión inmanente hacia lo absoluto, que mora en nosotros y nos llama a ser de un modo tal que nuestro ser esté siempre encaminándose hacia la justicia. Pues es ésta la palabra que mejor describe el Reino (cf. Kierkegaard, 2007a). El Reino es justicia; y un Reino de justicia es precisamente aquel que, aunque más no fuere por un instante, atisbó el afligido cuando salió al campo a buscar sosiego para sus pesares. Allí vio cómo el lirio y el pájaro podían crecer en armonía con todas las cosas y desplegar calmos en la brisa sus flores y sus alas. Allí experimentó que un verdadero Reino de justicia era aquel en que se dejaba a cada uno de los súbditos hacer ser sus propias posibilidades -consumar la obra de sus manos-, de suerte que no cesasen de embellecer juntos la creación. Allí supo también que la paz puede reinar en el interior de los seres, así como reina en el profundo cielo estrellado.

2.2. El cielo sobre mí

La existencia es apropiación de la libertad, y la libertad se mantiene ágil y viva en la obediencia a la necesidad de absoluto. Es esa obediencia la que nos lleva a buscar constantemente el Reino, que vive y es subjetivamente real en nosotros, en cuanto nuestra existencia, propiamente asumida, no es sino la búsqueda de su justicia. Pero del Reino no sólo se nos dice que está dentro de nosotros, sino también "que está allá arriba en el cielo" (Kierkegaard, 2007a, p. 75). A mi modo de ver, esta caracterización no es sólo poética, sino que indirectamente implica una cierta obediencia, pues sobre el cielo el hombre no tiene poder alguno y sólo le cabe recibir lo que de él provenga. El cielo es, en efecto, el lugar al que nunca se llega, porque, estemos donde estemos, él está igual de lejos. Pero también es el último horizonte que nunca nos abandona, porque, vayamos donde vayamos, está sobre nosotros. Obedecer significa, entonces, aceptar que no está en nuestras manos alcanzar el absoluto al que aspiramos, como no lo está llegar al cielo. Pero, a una con ello, significa también comprender que sin ese absoluto no podríamos existir, pues él, como el cielo, nos orienta y cubre todos nuestros actos. Existir propiamente significa, pues, obediencia no sólo al pathos que alienta en nosotros, sino también a un absoluto, que, cual el cielo, está siempre más allá. Esta última obediencia se expresa en la aceptación de que no está en nuestros designios alcanzar lo absoluto a lo que aspiramos y que, por ello, su misma realidad objetiva ha de permanecer siempre incierta y sólo accesible a la fe. Pero se expresa también en la aceptación de nuestra dependencia de un Poder que desconocemos para ser. Por un lado, porque es ese Poder quien nos ha dado nuestra existencia como libertad y quien determina, en última instancia, las circunstancias concretas en la que esa existencia puede desplegarse. Por otro, porque es nuestra referencia a él lo que impulsa y mantiene vivo nuestro existir.

Sin embargo, ¿la aceptación de que lo absoluto a lo que aspiramos es inalcanzable no habrá, acaso, de implicar desesperación o, tal vez, desinterés por la existencia? En modo alguno. Quien asume propiamente la existencia y acepta que lo absoluto mienta un Poder que la rige y que excede cualquier potencialidad humana, comprenderá también dos cosas. Primero, que desesperar es pretender que el hombre pueda realizar por sí mismo algo absoluto. En este sentido, la aceptación obediente de la trascendencia de lo absoluto es la garantía última contra cualquier tiranía que pretenda absolutizar metas relativas, y un último resguardo contra la desesperación. Segundo, que habrá de asumir su facticidad y comprometerse con ella. En efecto, quien tiene fe en lo absoluto, tiene fe también en que es lo absoluto aquello que determina el ignoto sentido último de todo lo que se da, pues actúa como el Poder que le da ser a todo lo que es y a todo mueve a realizar su ser. Por tanto, aceptar este Poder que rige el curso del universo implicará también "asumir la facticidad y relacionarse de modo productivo con ella, por más insoportable que esta facticidad pudiera parecer en sus detalles" (Thonhauser, 2011, p. 182). En otros términos, implicará comprometerse con la realidad que nos salga al encuentro para desplegar con la mayor plenitud posible y en correlación con la plenitud de esa misma realidad, nuestras posibilidades de ser, por acotadas que éstas resultasen, anticipando, de tal suerte, el Reino y su justicia.8 Precisamente es esta "condición de apertura a la asunción de la facticidad (...) lo que S. Kierkegaard llama obediencia" (Thonhauser, 2011, p. 182). El ejercicio de la libertad no resulta, entonces, limitado, sino incitado por la obediencia a un absoluto que nos invita a aprovechar el sitio y el instante. Quien obedece vive en el instante. Realiza ahora las posibilidades que ahora le son dadas, embelleciendo, así, la creación. Él comprende que en sí y por sí mismo no es nada. Que ha recibido su existencia y que todo aquello que pueda llegar a ser resulta del modo en que se correlacione con una realidad que no domina, que le ha sido concedida y que, al fin y al cabo, le brinda, con abundancia o parquedad, la milagrosa posibilidad de ser. Sabe, pues, perfectamente que para lo más propio está sujeto a lo que se le ofrezca y que, como todo fruto que madura en la tierra, él también depende del cielo.9

Kierkegaard nos enseña que deberíamos aprender esta obediencia de la naturaleza, pues todo en ella es obediencia: "la puntual salida del sol y su puesta no menos puntual, y el cambio repentino de los vientos, y el flujo y el reflujo de las mareas" (Kierkegaard, 2007a, p. 179). Maestros para hacerlo nos ofrece la propia naturaleza: el lirio y el pájaro. El lirio que, a pesar de los campos yermos, crece sin preocupación alguna y llega a ser sí mismo en toda su hermosura, "porque es incondicionalmente obediente a Dios" (Kierkegaard, 2007a, p. 181). El pájaro que, aunque una y otra mañana encuentre roto su nido, vuelve a construirlo con alegría desde el principio, porque "gracias a la obediencia absoluta sólo entiende una cosa, pero la entiende de manera absoluta: que ése es su trabajo, y que exclusivamente tiene que hacer lo suyo" (Kierkegaard, 2007a, p. 182). El lirio y el pájaro enseñan una obediencia que ha de ejercerse sin preocupación y con alegría, porque obedecer no significa aquí quedarse quieto con la cabeza gacha, sino avanzar hacia lo incierto con la vista en alto y mirando el cielo.

Referencias bibliográficas

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1Hasta donde mi conocimiento alcanza, la exposición más aguda de la teoría kierkegaardiana de la existencia se la puede encontrar en una obra antigua, pero que nada tiene que envidiarle en lo que a profundidad filosófica atinge a ningún texto reciente. Me refiero al libro Études Kierkegaardiennes del siempre lúcido Jean Wahl (Wahl, 1967, pp. 257-288 y 320-362). Entre la bibliografía actual una buena exposición de la dialéctica de la interioridad y el sufrimiento en la concepción de la existencia puede encontrarse en la obra de Almut Furchert (2012). Una reconstrucción del concepto de existencia a la luz de las relaciones entre subjetividad, libertad y ética en los distintos estadios se hallará en el libro de G. Melantschuk (2003).

2Para una mejor comprensión del método aquí empleado se lo puede confrontar a otras perspectivas metodológicas contrapuestas. Así, por ejemplo, F. Harrits se propone interpretar El concepto de la angustia sin referirlo a otras obras de Kierkegaard, ni mucho menos a otras corrientes de pensamiento, para ser fiel a la originalidad del autor pseudónimo (Vigilius Haufniensis). Sólo de este modo sería posible, para el estudioso, comprender El concepto de la angustia, pues, según su visión metodológica, "el signo de la legítima apropiación de lo dicho, es siempre expresar lo dicho en el propio lenguaje de aquellos que lo leen (...) y no sólo que sean repetidas las palabras de otro hombre" (Harrits, 2001, p. 249). En otros términos, de lo que se trataría es de decir "con las propias palabras" lo que Kierkegaard dijo. Más allá del hecho de que me parece imposible, particularmente en un autor en el que el uso literario del lenguaje llega a cumbres tan altas y el estilo resulta inseparable del contenido, decir "con las propias palabras" lo dicho, este enfoque metodológico, se distingue del mío fundamentalmente por su objeto. A mí no me interesa tanto comprender intrínsecamente uno o más textos referidos a la existencia, cuanto explicitar el fenómeno del vínculo existencial entre libertad y obediencia y su trasfondo, entendiendo por "fenómeno" que este vínculo efectivamente se da en la existencia humana y sólo es pensable desde una cierta condición de posibilidad o trasfondo que aquí habremos de explicitar. Nuestro enfoque no es, pues, filológico, sino filosófico y, por tanto, no tiene por qué renunciar a considerar el tema en Kierkegaard estableciendo la conexión entre distintas obras firmadas por él y por autores pseudónimos, sino desde la propia perspectiva e intereses. Lo que distingue esencialmente un enfoque filosófico de uno filológico radica en su universalidad. El enfoque filológico quiere comprender un texto o varios textos determinados y la figura del pensamiento que ellos despliegan; el filosófico pretende analizar en qué medida esos textos describen un aspecto constitutivo o esencial del fenómeno en cuestión. En el fondo los dos enfoques metodológicos, aunque divergentes, no son opuestos, sino complementarios. No son opuestos porque su objeto es diferente: en un caso un fenómeno es un pretexto para comprender un texto, en el otro un texto una vía para comprender un fenómeno. Y son complementarios, porque el análisis del aspecto o esencia de una figura del pensamiento -en este caso la concepción kierkegaardiana de la existencia-implica la comprensión de esa figura.

3"Toda vez que el existente existe (...), encuéntrase cabalmente en proceso de devenir" (Kierkegaard, 2008, p. 81).

4Grøn reconoce que la pasión pareciera a primeras vistas conducir más allá de sí mismo en dirección opuesta a la interioridad. Sin embargo observa con agudeza que implica un movimiento hacia atrás en dirección a la determinación de sí. "La pasión concierne aquello que es otro que sí mismo, en relación a lo cual el sí mismo llega a determinarse" (Grøn, 1999, p. 77).

5Por ello mismo no me parece aplicable a la idea kierkegaardiana de interioridad la crítica, que suele ser usual, y que puede sintetizarse diciendo que ella implica la reducción de la existencia a la esfera privada. Así, por ejemplo, escribe Adorno (1974): "Interioridad se da como restricción de la existencia humana en una esfera privada, que debe estar eximida del poder de la cosificación" (p. 87). Como apropiarse de sí mismo en la interioridad significa comprometerse con la propia existencia, interioridad no mienta el melancólico huir o retirarse del mundo, sino una relación apasionada con el mundo que precisamente compromete nuestro obrar en él.

6Esto no implica renunciar al goce relativo de lo finito, sino a absolutizar la relación con lo finito y considerar que esos goces relativos son absolutos y que su posesión puede dar un sentido absoluto a la existencia. Concuerdo, pues, en lo atinente a este punto en un todo con A. Furchert (2012) cuando distingue el actuar de la existencia propia "de la autoflagelación en el sentido de la pérdida de la propia finitud" (p. 233). Disiento, en cambio, con Suances Marcos (1998) que, en su tratamiento del pathos existencial, afirma que la tarea de éste "conduce a una constante renuncia a los fines relativos" y "aboca a un sufrimiento estructural ineludible" (p. 165). El sufrimiento por cierto es ineludible, pero no por renunciar a los fines relativos, sino por la incertidumbre objetiva del télos absoluto.

7Aquí radica la actualidad del pensamiento de Kierkegaard, a saber, en su interés por describir el modo en que lo absoluto es efectivo en la existencia antes que en especular sobre la esencia o la realidad objetiva de lo absoluto, como hacía la metafísica tradicional. Hermann Deuser (2011) lo ha señalado mejor que yo: "La descripción patética de la situación existencial en relación a lo incondicionado se vuelve así más interesante que el concepto mismo de lo incondicionado - en esa misma medida es Kierkegaard enteramente un autor actual" (p. 8). Yo agregaría que en esa misma medida es un autor que anticipa los abordajes de la fenomenología de la religión, en cuanto estos buscan, por diversas vías, el testimonio de Dios en el padecimiento de un absoluto que no tiene su origen en la actividad constitutiva de la conciencia.

8 Sophie Wennerscheid (2008), apelando a algunos pasajes de los Papirer, afirma que, para Kierkegaard, "el martirio deviene el único punto arquimédico posible de la existencia consagrada a la muerte" (p. 325). Y agrega: "el instante de la autoaniquilación se convierte en el de la conquista de sí" (p. 325). Si se tiene en cuenta lo afirmado en Los lirios... acerca de que lo primero para la existencia es buscar el Reino de Dios, se advierte el carácter unilateral de una interpretación tal. A ella se opone, a mi modo de ver con razón, Michael Heymel (2013) cuando escribe: "En la interioridad gana el hombre aquel punto arquimédico, a partir del cual él «trasciende» la temporalidad y puede asir la totalidad de su vida" (p. 71). Dicho punto arquimédico de la existencia, a mi modo de ver, no es la autoaniquilación, sino la búsqueda del Reino y su justicia como el sentido que unifica y da continuidad a la vida entera. La existencia, como vimos, es interioridad y seriedad; dicha seriedad interior no se traduce en la categoría de la autoaniquilación, sino, como bien advierte también el propio Heymel, en la categoría del cuidado (Besorgnis) que "caracteriza la relación del hombre al mundo y a sí mismo" (p. 71). No la supresión de dicha relación.

9 Esta dependencia impide que el hombre singular pueda, existiendo y por obra de su libertad, eliminar la diferencia entre lo posible ideal y lo actual real. Por ello mismo dudo también que comprenda este vínculo originario entre libertad y obediencia una interpretación de la existencia en la que se afirme que "la eliminación de la diferencia entre lo ideal y lo real, lo posible y lo actual, la verdad y la libertad expresa la síntesis concreta que compone el existir singular" (Binetti, 2006, p. 201). El hombre nunca realiza una posibilidad ideal eligiéndola, sino que la co-rrealiza, de un modo siempre modificado respecto de la idealidad, en función de la manera en que la facticidad se le da. Porque la libertad siempre lo es sobre la base de una obediencia originaria, no me parece una descripción justa de la libertad kierkegaardiana aquella que la caracteriza como "posibilidad originaria de todo" (Binetti, 2006, p. 200). Esta absolutización del poder de la libertad convierte la presencia de lo Absoluto en una decisión subjetiva, con lo que lo Absoluto quedaría condicionado. Así Binetti (2006): "La presencia divina es obra de la libertad, cuyo querer actúa el único medio entre ser y no ser" (p. 226). Si no hubiera distinción entre presencia real y decisión no tendría sentido la insistencia de Kierkegaard en Los lirios del campo y las aves del cielo en la exhortación a arrojar "todos los cuidados sobre Dios" (Kierkegaard, 2007, p. 194).

Recibido: 26 de Junio de 2018; Aprobado: 11 de Octubre de 2018

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