1. Introducción
El pensamiento occidental está basado en la noción del Yo, supuesto de todas nuestras aspiraciones, acciones, responsabilidades, creencias, de todo nuestro ser y de nuestras relaciones con los demás individuos, pues cada uno de ellos es un Yo determinado, singular e intransferible. La legislación, la ética, la salud psíquica: todo ello se funda en el Yo. Nuestra personalidad es el Yo. Toda terapia y toda educación del carácter se centran en el fortalecimiento del Yo. Estas constataciones entran en conflicto con diversos hechos actuales que parecen poner en duda la veracidad del dogma del Yo y la seguridad que tal dogma aporta. Ya desde finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve el encuentro intelectual entre Europa y la India puso en tela de juicio la primacía del Yo.1 En efecto, las escuelas budistas consideran que el Yo es algo inexistente, un trampantojo o ilusión, además de una ficción perjudicial para el equilibrio de los individuos y de la sociedad: el Yo es la principal fuente del deseo y el deseo es la causa del sufrimiento. Por tanto, abolir, no solo el deseo, sino también el sufrimiento, supone desarrollar una metodología con la que erradicar y, en última instancia, extinguir el Yo. ¿Es posible algo así? ¿Cómo desprenderse del Yo? ¿Cómo eliminar ese principio fundamental absolutamente primero que, al menos desde Fichte (1969, p. 91), representa el punto arquimédico desde el que se construye el pensamiento occidental? ¿Será que, como indica Chantal Maillard (2019, p. 58), la fuerza del engaño en Occidente consiste en hacernos creer que por debajo de los sentimientos y pensamientos, de las ilusiones, angustias y sueños, hay un Yo unitario e inexpugnable cuando, en realidad, el Yo es simplemente un espejismo, una narración tranquilizadora, solo un engaño en cuya verdad hemos creído a fuerza de repetirse?
2. La experiencia del Yo
La necesidad de atender a las voces que vienen del extremo Oriente no es únicamente algo impuesto por la contemporaneidad, sino que hunde sus raíces en la antigüedad de nuestra historia: la India y Grecia dependen de un legado lingüístico indoeuropeo y muchas preocupaciones culturales y filosóficas comunes. Sin salirnos del ámbito hispanohablante, libros como La palabra frente al vacío, de Juan Arnau (2005); Asimetrías, de Salvador Pániker (2008); Filosofía de la India, de Fernando Tola y Carmen Dragonetti (2008); India, de Chantal Maillard (2014); la edición de El Sutra de Benarés, de Ado Parakranabahu (2014) o La Bhagavad-Gītā. El clásico de la literatura sánscrita y su recepción, coordinado por Óscar Figueroa (2014), son una mínima muestra de que la relación entre pensamiento occidental y cosmovisión india no concluye en la Alemania de Hegel, Schopenhauer y Nietzsche. Nuestras historias de la filosofía ignoran la riqueza de esta tradición y parecen desconocer que tales interacciones hayan existido alguna vez; por ello, están incompletas, falsean la historia del pensamiento y tergiversan la originalidad de la filosofía occidental. Pero, además de lo que acabamos de señalar, nuestra situación histórica actual es singularísima en el sentido de que diversas formas culturales del budismo se han implantado en distintas zonas geográficas de Occidente e interactúan entre sí y con la cultura que las acoge.2 Hoy gran parte de los maestros del budismo son occidentales y muchos de los estudiosos del pensamiento occidental provienen de Japón o la India. La comunidad de ambos polos hace que tal proximidad sea muy fecunda y el enriquecimiento mutuo sea algo más que una promesa.
Pues bien, las principales escuelas filosóficas del budismo coinciden en refutar la existencia de un Yo permanente e inmutable o independiente de los agregados psicofísicos o skandhas, y ven tal creencia como una fuente de sufrimiento y dolor. ¿Cómo recibe esta opinión una civilización basada en el culto al Yo?3 Comencemos trazando tentativamente y a grandes rasgos, como si se tratara de un cuadro de Benjamín Palencia, una muy breve historia del Yo.
La palabra yo pasó de ser un útil pronombre personal a convertirse en una descripción de lo que es un ser humano, como sucede en el proyecto fenomenológico de Husserl, para quien Yo es sinónimo de “hombre real, genuino, verdadero”: “ich, der wirkliche Mensch” (1950, p. 70).4 Si anteriormente se hablaba de “almas” o de “inteligencias”, el Yo contemporáneo se usa para describir al ser humano en términos de control y exploración del Yo. Estas preferencias no son baladíes, sino que denotan “lo que nos parece espiritual o moralmente importante acerca de los seres humanos” (Varela, 2006, p. 34). La filosofía platónica hacía que el alma reflejara el exterior y trascendente mundo inteligible o el orden universal de la razón (cfr. Rep. 508d), mientras que, siglos más tarde, Agustín de Hipona sostuvo que cada individuo es un ejemplo irrepetible del ser humano, con lo que se imponía la práctica interior del autoexamen: “in interiore homine habitat veritas” (De vera religione 39, 72). Si damos un salto en el tiempo, casi un salto cuántico, observaremos cómo las ideas innatas de Descartes permiten conocer y formular las leyes del mundo. Es decir: el Yo controla la ciencia de todas las cosas (cfr. 1973, p. 37). Posteriormente y en otro sentido, el primer psicoanálisis trató de sacar a la luz lo que se esconde en nuestro interior, a saber, lo no dicho de nuestra psique, que es clave y significativo para entender nuestra forma de ser y actuar (cfr. Freud, 2001, p. 2704).
El Yo ha ido adquiriendo una doble vertiente, la interior y la exterior: el control de nosotros mismos y de lo que nos rodea y la exploración del ámbito o del medio y de nuestro inconsciente. Lo exterior y lo interior son dos vectores opuestos y en conflicto, pero el ser humano reúne en su seno estas dos capacidades: el Yo se convierte así en el valor supremo de Occidente, si bien, y como apunta Carl Jung, se trata de un valor inflacionario (1993, p. 32). Y no es solo que el conocimiento científico del mundo y su manipulación están construidos sobre la certeza de que Yo existo, sino que esta misma certeza es la base de la libertad, el autoconocimiento y la autenticidad, es decir, la supuesta identidad del Yo consigo mismo es la justificación de nuestras vidas. ¿Cómo renunciar al Yo? ¿Cómo llevar a cabo una epojé salvaje del ego? Obrar así haría que se desmoronaran nuestras creencias básicas, nuestra autoestima, nuestra responsabilidad y el motor de nuestro mejoramiento individual, social y del medio.
No obstante, al analizar las cosas más de cerca se aprecian algunas grietas inquietantes, hilos desflecados, pequeños puntos de fuga: ¿hay realmente un Yo unitario? ¿O esa aparente unidad genera sobre todo incertidumbre y sospecha? ¿Llevamos nosotros mismos el control de lo que ocurre en nuestro interior? ¿O algo escapa al Yo? ¿Puede la autoexploración revelarnos aspectos desconcertantes de nuestra propia psique? La postura epistemológica dominante en la historia de la filosofía occidental ha sido el absolutismo en alguna de sus formas: este supone dogmáticamente que hay un cimiento firme de nuestro conocimiento, ya sea interno (Yo como sustancia) o externo (el mundo es algo fijo y está dado antes de nuestro conocimiento). El absolutismo no solo está basado en esta doble creencia, pues quienes habitan la terra ignota de la filosofía tienen un fuerte apego y una irrenunciable necesidad de fundamento, tendencia que, consideramos, no ha sido tematizada hasta sus últimas consecuencias. En cuanto se tambalean estas creencias apaciguadoras se siente uno atravesado por la angustia, como si una espada desgarrara, de dentro afuera, el corazón todavía palpitante del sujeto filosófico. Sin embargo, frente al absolutismo se posicionan el escepticismo o el nihilismo para contrarrestar las pulsiones totalizadoras: no, no hay nada de eso, no hay tal fundamento, es un mal sueño basado en la tendencia que supone que los pilares de nuestro conocimiento se asientan sobre un terreno ontológico firmemente afianzado y nuestro irrenunciable apego a tal supuesto.
3. De la fenomenología a la meditación
El mundo vivido, que es cotidiano a la vez que social, es el trasfondo, horizonte o campo de toda actividad teórica. La tarea de quienes nos dedicamos a la filosofía estriba en analizar la relación esencial entre conciencia, experiencia y mundo. La fenomenología pura ha querido ser la ciencia que cumple este cometido abandonando los presupuestos gnoseológicos irrefutables y las impregnaciones absolutizadoras habituales para aprehender inmediatamente el mundo vivido en la conciencia (cfr. Husserl, 1950, p. 12). Este objetivo, el de alcanzar la percepción del mundo original desprejuiciado, el mundo que sustenta los demás mundos teóricos o bien ilusorios, es decir, el vuelco de Husserl hacia las cosas mismas, nunca ha pasado de ser un enfoque filosófico, pues inmediatamente ha vuelto a caer en lo meramente teórico, en un discurso sobre la experiencia que sustituye a la experiencia misma, que ha quedado, así, reducida a algo post factum (cfr. Husserl, 2006, p. 226). ¿Por qué no examinar de nuevo la experiencia que tenemos de nosotros mismos? ¿Por qué no buscar la experiencia del Yo recurriendo, como hace el budismo, a la meditación5 con miras a una experiencia plena? La meditación abarca un conjunto de técnicas con las que captar las cosas toda vez que se han abandonado teorías y actitudes abstractas para aproximarse a la situación de la plena experiencia propia desprejuiciada.
Además, la meditación impone una constatación básica: la mente y el cuerpo raramente están coordinados, o, lo que es lo mismo, casi nunca o nunca están completamente presentes, lo que implica que los seres humanos suelen con frecuencia estar desconectados de la experiencia, de la realidad actual. Si uno es capaz de rectificar esta actitud habitual y, a partir de la meditación, capacita su mente para estar presente y vivir de primera mano esa experiencia efectiva, la mente se hará presente a sí misma, lo que quiere decir que captará su propia naturaleza y funcionamiento. Cuando, por ejemplo, se intenta prestar atención a la respiración, se topa uno con dificultades para llevar a cabo este objetivo aparentemente sencillo. Pero probablemente irá mejorando la capacidad de concentración toda vez que se adentre uno en esa singular experiencia meditativa: “a medida que el meditador interrumpe una y otra vez el flujo del pensamiento discursivo y vuelve a estar presente en su respiración o su actitud cotidiana, doma gradualmente el tumulto mental” (Varela, Thompson y Rosch, 2011, pp. 50-51). La conciencia de tal tumulto mental se convierte en una perspectiva más panorámica, en un trasfondo no conceptual que podemos llamar, no práctica de evasión, sino amplitud de conciencia alerta.
4. Los cinco agregados
Decíamos que la mente y el cuerpo suelen estar disociados y que las situaciones de copresencia son más bien marginales; la mente divaga y el cuerpo funciona de acuerdo con una serie de automatismos inconscientes. Pero es también una cuestión de experiencia que el cuerpo y la mente pueden unirse y coordinarse plenamente, pues la relación mente-cuerpo no es algo fijo, sino que es alterable mediante el entrenamiento -“la filosofía occidental no niega esta verdad, sino que la ignora” (Varela, Thompson y Rosch, 2011, p. 54)-. Sin embargo, el entrenamiento al que nos referimos nos debe ayudar, no tanto a aprender a ejercitar una habilidad, un arte o una técnica, como a abandonar los hábitos de ausencia o de tumulto, porque es fundamentalmente un desaprendizaje: las técnicas de presencia plena nos llevan a ser conscientes del curso de nuestra mente, a estar alertas a sus cambios. La circularidad que se da entre yo y mundo (el entre-deux al que apunta Merleau-Ponty) 6da vida y significado a una pregunta incluyendo tanto al que la formula como al proceso de formularla. Mas, ¿a qué tipo de conocimiento nos lleva esta forma de meditación? El conocimiento en el sentido de prajña no es conocimiento sobre nada; no es conocimiento de una experiencia, sino la experiencia misma: la meditación nos debe llevar a ser uno con la propia experiencia. No se rechaza, por tanto, la reflexión como modo de aprendizaje, pero no debe ser reflexión sobre la experiencia, sino la experiencia misma o una forma de experiencia en sí, i. e., lo que podríamos llamar, parafraseando el Dhammapada (21), reflexión alerta y vigilante.
Demos un paso adelante hacia una presunta experiencia del Yo recurriendo precisamente a la filosofía budista.7 Los tres vehículos del budismo (Hīnayāna, Mahāyāna y Vajrayāna) han coincidido al afirmar que el Yo era algo vacío en el sentido de inexistente, dependiente de causas u ocasiones, carente de autonomía e ilusorio, además de un prejuicio nocivo. ¿Cómo llegan a conclusiones tan provocativas para un occidental? Mediante un examen meditativo de los cinco agregados o skandhas8 sobre los que ya habló Buda en su primer sermón en el parque de los ciervos, en Isipatana (cfr. Samyutta Nikaya 56, 11). En términos generales, constituyen la lista de todos los fenómenos compuestos que existen en el universo y son dukkha (‘sufrimiento’). A nivel individual, son la base de la personalidad sobre la cual se establece equivocadamente la idea de un Yo y de una persona realmente existentes. Los mecanismos de percepción -que son mecanismos de apropiación o apego, en cuanto que establecen lo mío, lo que me pertenece- incluyen, además de los cinco sentidos, la percepción de nuestros pensamientos: miramos todo desde la perspectiva del cuerpo y desde él percibimos los objetos y, aunque la mente se distraiga o se pierda en ensoñaciones, estamos seguros de que regresará al mismo cuerpo. Siempre estamos convencidos de que se mantiene algo permanente en la variación, un modelo invariable.9 ¿Cuáles son, entonces, estos agregados?
Además de las formas o rūpa, que pertenecen a la esfera del cuerpo y de los fenómenos físicos, los cuatro agregados siguientes son fenómenos mentales:
Las sensaciones (vedanā): los tres tipos de experiencias sensibles cuyo tono emocional puede ser agradable, desagradable o indiferente.
Las representaciones mentales, percepciones o nociones (saññā): reconocen, identifican y disciernen las cosas de las que se tiene experiencia y van acompañadas de los tres venenos: codicia, animadversión e ilusión o ignorancia.
Los factores de composición o formaciones kármicas (saṅkhāra): comprenden todos los automatismos habituales de pensamiento, sentimiento, percepción y acción. Son “huellas kármicas10 o factores condicionantes (fenómenos cognitivos, rasgos de personalidad, hábitos, tendencias emocionales) que determinan nuestro presente y nuestro futuro, y, aunque fuertemente variables, mantienen una sensación de continuidad.
El discernimiento (viññāṇa): reúne la información de los agregados anteriores y conforma al experimentador en una perspectiva dualista (sujeto-objeto).11 Se manifiestan como las seis conciencias de los sentidos (vista, oído, olfato, gusto, tacto y conciencia mental).
Un pormenorizado examen meditativo llevará a la conclusión de que no hay ningún Yo en la conciencia, así como tampoco hay ninguna unidad. Más aún, no hay un Yo en los agregados ni en el conjunto de estos. ¿Y qué es, entonces, lo que hay? ¿Algo radicalmente diferente a esos agregados? ¿Una suerte de res cogitans o, empleando terminología propiamente budista, cetanā, la intencionalidad o volición, es decir, una actividad psicológica que dirige la mente hacia una dirección determinada, un objeto específico o un objetivo concreto? ¿El Yo que experimenta los cinco agregados será el flujo de Heráclito? Queremos a toda costa encontrar algo sólido y permanente, alguna continuidad, unos cimientos, pero el análisis minucioso desbarata nuestras presunciones. Los skandhas están vacíos de Yo, dicen los budistas, aunque viven de la discontinuidad. Concretamente, la escuela Prāsangika Mādhyamaka12 (Nāgārjuna) niega que la persona sea ninguno de los elementos que la integran o el conjunto de estos, si bien tampoco es algo independiente de todos ellos. En consecuencia, la persona solo existe nominalmente o por designación: los procesos mentales se explican recurriendo a la causalidad y, por ello, no podemos postular ningún Yo al margen de la cadena causal.13 Cuando tratamos de capturar la permanencia, fracasamos, pues la experiencia es discontinua y, a pesar de nuestra fe en los agregados del apego, los agregados están vacíos de Yo y llenos de experiencia.
5. Vacuidad
Liberarse gradualmente del apego al Yo nos lleva a la comprensión de la coproducción condicionada (pratītyasamutpāda) o al origen codependiente de los fenómenos internos y externos: “todas nuestras actividades dependen de un trasfondo que nunca se puede precisar en forma absoluta y definitiva” (Varela, 2006, p. 173). El sentido común nos ayuda a desenvolvernos en el mundo, que ni está fijo ni dado de antemano: es un mundo que se modela y corrige según los actos que realizamos. Los problemas con que nos enfrentamos se corrigen y rectifican a partir de la acción guiada por nuestro sentido común. Hay una constante retroalimentación entre acción y efecto: nuestra cognición emerge del trasfondo de un mundo que se extiende más allá de nosotros pero que no existe al margen de los actos corporales efectivos de nuestro organismo. En esta circularidad sin término somos incapaces de discernir un fundamento subjetivo o Yo permanente. La investigación científica puede estudiar y analizar los mundos que se rectifican y acoplan estructuralmente, pero nunca encontrará en ese ámbito completo “un sustrato o cimiento fijo y permanente, así que en última instancia carecen de fundamento” (Varela, 2006, p. 251).
El distanciamiento del científico cognitivo respecto a la experiencia le impide mezclarse con ella. Si las ciencias cognitivas pretenden tener una eficacia no solo descriptiva, sino rectora de la vida, tienen que dar un paso adelante y preguntarse cómo podemos comprender nuestra experiencia cotidiana si nuestro mundo carece de fundamento, si nos vemos obligados o condenados a vivir careciendo de suelo firme. Precisamente la problemática de la falta de fundamento es el núcleo de la tradición budista Mādhyamaka, aunque la tradición filosófica occidental presuponga gratuita y hasta etnocéntricamente que no hay otra tradición que la nuestra.
La enseñanza de la vacuidad (sánscrito: śūnyatā; pali: suññatā) comenzó a impartirse quinientos años más tarde de la muerte de Buda y se convirtió en la base del budismo Mahāyāna. Como hemos mencionado anteriormente, Nāgārjuna es el maestro principal y primero de esta escuela. El método de este pensador consiste en elaborar una asfixiante refutación de las posiciones ajenas hasta obligar al contrincante a confesar su error sin paliativos ni reservas. Veamos concretamente cómo procede:
[…] el ver no puede verse a sí mismo, ¿de qué forma lo que no se ve a sí mismo podría ver a otro? […] ¿Cómo va a tener sentido decir que la visión ve? […] ¿Cómo podría existir aquello que se ha de ver o la visión misma? Si no existe la visión y lo visto, ¿cómo van a existir la conciencia y los tres factores (que siguen a la visión y lo visto en la cadena del origen condicionado: contacto, sensación y sed?); por tanto, ¿cómo podrían existir la apropiación y los demás componentes del origen condicionado? (Nāgārjuna, 2011, III, 4-7, pp. 67-69).
Nāgārjuna no afirma que las cosas no existan independientemente (sin depender de nada más) ni que existan independientemente (que su identidad trasciende sus relaciones), sino que se originan codependientemente y, por lo tanto, carecen de fundamento, son o están vacíos (cfr. 2011, XXIV, 18-19, pp. 179-181). Todo en ellos tiene que ver con las condiciones de origen, formación y deterioro, y nada escapa a tales condiciones. Si, a su vez, las causas y los efectos, las cosas y sus propiedades, la mente del sujeto y sus contenidos son codependientes de otras cosas, todo está vacío, es decir, nada tiene una naturaleza intrínsecamente independiente. El mundo como śūnyatā no es sensu stricto un acto intencional, sino algo parecido a un reflejo en el espejo, reflejo que carece de realidad o causa ejemplar fuera de sí mismo.
¿Qué significa esto en la vida cotidiana? Ya en el Abhidharma (1999)14 se distinguía entre “verdad última” (paramārtha, vacuidad de mundo fenoménico) y “verdad relativa o convencional” (saṁvṛiti, verdad disfrazada con ropajes fenoménicos, pero que en sí es vacía, śūnyatā), cosa que mantiene Nāgārjuna. Esta distinción parte de la descripción de la práctica meditativa y supone una gran ayuda para la contemplación, pero no hay que a) tomar relativo como significando que la verdad es imposible de alcanzar en determinado universo de discurso, ni b) tomar convencional como aquello que es ajeno a la práctica científica. Relativo quiere decir que se refiere al mundo codependiente, no al mundo de las entidades absolutas; convencional hace alusión al uso común del lenguaje humano. De manera que tal distinción no implica la imposibilidad de asertos verdaderos en el mundo relativo, ni la posibilidad de hacer ciencia y definir las leyes que lo rigen, ni de vivir cotidianamente. En este sentido, Juan Arnau sostiene lo siguiente:
[…] postular “todo es relativo o “todo es condicionado”, es decir, postular pratītyasamutpāda, haría caer al mādhyamika en una regresión infinita (anavasthā). Dada esta lógica del lenguaje que parece hacernos caer siempre en sus trampas, se dramatiza, en el sentido de que se muestra o representa, y no se postula […]. Nāgārjuna muestra los engaños de las palabras que implican un “yo”, pero no puede probarlo, las palabras mismas lo traicionarían (2005, p. 252).
Abandonados en la actualidad los puntos de vista lógicos, éticos o metafísicos basados en estructuras estables y asumida la falta de fundamento del Yo y del mundo, las ciencias deben hoy articularse de forma radicalmente distinta. De ahí el interés que despierta el Mādhyamaka para esta nueva y urgente tarea. Y es que el Yo ha perdido su fundamento precisamente porque ha pasado a ser objeto de ciencia: lo subjetivo se ha convertido en objetivo y en este escrutinio ha perdido su fundamento; sin embargo, al mismo tiempo la objetividad del mundo ha quedado sometida a la subjetividad como cimiento. Esta vía tentativa ha supuesto hasta ahora un callejón sin salida para la ciencia occidental. En efecto, ya en Hume la identidad queda sometida a la discontinuidad de las percepciones (1.4.6, 252). Lo que ocurre es que disfrazamos tal interrupción suponiendo que las percepciones discretas están conectadas por alguna existencia real. Hume no llegó, desde luego, a establecer el entre-deux, como tampoco pudo desplegar sus revolucionarias posibilidades porque ni había tradición en este sentido ni tuvo el golpe de genio de iniciarla.
Siempre se ha sentido la falta de fundamento como algo negativo, como el colapso de un ideal: el de la ciencia, el de la razón en filosofía, incluso el de vivir plenamente. No obstante, el camino que recorre el budismo percibe este tema de forma contraria. En efecto, la conciencia aprehende la vacuidad, esto es, llega a la conclusión de que cualquier concepción y experiencia no se dan si no es en el vacío (cfr. Ganeri, 2017, p. 46). En parte porque, como ha puesto de relieve Kalupahana (1999, p. 133), no sólo Nāgārjuna, sino el mismo Buda (SN III, 22, 7), a pesar de reconocer la conciencia o autoconciencia como un elemento decisivo de la personalidad humana, “no estaba dispuesto a asumir un substrato metafísico como el de ‘sí mismo’ o ‘Yo’ como objeto”.
La libertad no es la negación del mundo, del saṃsāra, sino la transformación de nuestra manera de ser en el mundo vivido. El Mahāyāna supuso un cambio radical respecto al budismo inicial y la vacuidad no solo se aplicará al Yo, sino a todos los fenómenos físicos. En resumidas cuentas, Nāgārjuna y sus abundantes seguidores demostraron el error de creer que hay un ego sustancial y permanente bajo el flujo de causas y ocasiones encadenadas. Como De Jong subraya (1950, p. 323), Nāgārjuna excluye la posibilidad de establecer, siquiera tentativamente, una ontología de corte sustancialista: su epistemología es un tipo especial de saber que pone en evidencia las contradicciones sobre las que se asienta la realidad y, más importantemente, no trata de llegar a ningún acuerdo o componenda que conecte, anulándolas, las diferencias que a su paso encuentra cuando se lanza a hurgar en esa misma realidad. Ya Buda había afirmado en el sermón pronunciado en Acela que el individuo no es otra cosa que un flujo que discurre como un río y al que ponemos un nombre (cfr. Wijayaratna, 1995, pp. 53-84; 2006, pp. 113-120). ¿Cómo no recordar la fluencia universal de Heráclito?
6. Atta
Hasta ahora hemos reflexionado en torno a la posible extinción del yo desde un único prisma: un autor (Nāgārjuna), en el contexto de una escuela (el Mādhyamaka), de una vertiente particular del budismo (el Mahāyāna). En este punto es pertinente fundamentar nuestros argumentos en la riqueza conceptual de las doctrinas budistas en su propio contexto y en toda su complejidad, teniendo en cuenta la diversidad de escuelas y tradiciones a lo largo de la historia. Nos centraremos en el Canon Pali; concretamente, de sus tres “cestas” (secciones o partes) -Vinaya Piṭaka, o cesta de la disciplina monástica; Sutta Piṭaka, cesta de los discursos; Abhidhamma Piṭaka, cesta de la escuela y sistematización doctrinal del Sutta Piṭaka- prestaremos especial atención a la segunda de ellas.
El Sutta Piṭaka es una de las fuentes principales del budismo en su forma más arcaica y, para nuestro objeto de estudio, una de las más estimables. De los cinco textos principales que lo componen -Digha Nikāya, Majjhima Nikāya, Saṁyutta Nikāya, Aṅguttara Nikāya y Khuddaka Nikāya- comentaremos, inicialmente, algunos fragmentos del Saṁyutta Nikāya (en la versión de Rhys Davids, 1995), si bien nos referiremos puntualmente a algunos sutras, gathas y jatakas contenidos en los otros volúmenes.
En algunos de los sutras del Canon Pali, atta -‘Yo’ o ‘sí mismo’- no tiene una connotación metafísica; más bien se usa como un pronombre demostrativo o indefinido con el que se alude al sujeto empírico y, por tanto, apunta a uno mismo, a mí mismo, etc. (cfr. Saṁyutta Nikāya 12, 41; Aṅguttara Nikāya III, 163-182; Dhammapada 103). No obstante, como sostiene Harvey (2004, pp. 19-20), atta también está conectado con el carácter de una persona (un monje, por ejemplo, debe conocerse a sí mismo: attaññu) y, por tanto, con su mismidad o yoidad. En todo caso, ese yo que deja de ser un mero recurso gramatical para convertirse en una construcción metafísica -Yo- no puede entenderse como sustancia permanente, trascendente y absoluta, algo que existe en y por sí. Contra esta abstracción se posiciona ciertamente el budismo, para quien el Yo es, más bien, un conjunto de fenómenos fugaces e impermanentes, transitorios, que concluyen toda vez que concluye la vida de la persona concreta. En el Saṁyutta Nikāya (III, 22, 93), discursos cortos pronunciados por Buda o alguno de sus discípulos y agrupados temáticamente, Buda explica cómo es que los muchos piensan que el Yo es la suma de los cinco agregados:
[…] consideran la forma como el yo,
el yo como teniendo forma,
la forma siendo
en el yo,
el yo siendo en la forma
Además de la forma o cuerpo, casi todo el mundo considera a los sentidos, la percepción, las acciones y la conciencia como el Yo; el Yo como teniendo sentidos, percepciones, acciones y conciencia; los sentidos, la percepción, las acciones y la conciencia siendo o estando en el Yo; por último, el Yo siendo o estando en los sentidos, percepciones, acciones y conciencia. Desde el prisma de Buda, por tanto, la mayoría cree que su propia personalidad es la suma de estos cinco agregados, es decir, que la experiencia personal surge de la articulación de un conjunto de experiencias que al agregarse constituyen algo fijo, permanente y asentado, y a lo que denominamos Yo o sí mismo. De hecho, y como se hace explícito, no solo en el Sutta Piṭaka (Majjhima Nikāya 2, 11), sino también en el Abhidharma (VII, 7), la doctrina del Yo o attavādupādānaṃ es una de las cuatro causas del apego. Sin embargo, esta aparente identidad se resquebraja en cuanto se cae en la cuenta de la dinámica del Yo, a saber, tan pronto se experimentan los cambios y transformaciones que suceden en el interior del Yo, sus evoluciones, su vertiginosa estructura ilimitada, el caos que se esconde en uno mismo: el Yo es una sima infinita, un abismo desde el que no cabe erigir constructo alguno precisamente porque sus cimientos se asientan en el terreno de lo transitorio e impermanente (anicca), del sufrimiento (dukkha), del no Yo o anattā.16 Volveremos sobre este punto en el siguiente apartado. Ahora debe repararse en la explicación de Buda cuando Ānanda le pregunta qué debe entenderse por nirodhā, la suspensión o cesación (SN III, 22, 21):
[…] la forma es, Ānanda, impermanente,
condicionada,
coproducida de forma dependiente,
de naturaleza destructiva,
de naturaleza decadente,
de naturaleza desapasionada,
de naturaleza suspendida
[rūpaɱ Ānando aniccaɱ,
sankhataɱ,
paṭicca-samuppannaɱ,
khaya-dhammaɱ,
vaya-dhammaɱ,
virāga-dhammaɱ,
nirodha-dhammaɱ].
De nuevo, no es solo la forma, pues son los cinco agregados de los que puede predicarse su impermanencia, condicionamiento, coproducción dependiente, destrucción, decadencia, desapasionamiento y suspensión o cesación. Esto no es, por otro lado, un constructo ontológico o una argucia lingüística: es la evidencia originaria, la intuición de que todas las cosas se generan y destruyen, son y no son, están y no están. El Yo no supone una excepción. Encontramos, de hecho, una cierta continuidad semántica entre los conceptos atta y citta, término este último que, si bien cabe traducir como mente, corazón o pensamiento, alude sobre todo a un centro psicológico que puede ser tanto incontrolado, erróneamente empleado y agitado como controlado, correctamente empleado y sosegado. Como se canta en el Dhammapada (159), “[el Yo] es en verdad difícil de dominar” (attā hi kira duddamo).
7. No Yo
Ignorar la red de ilusiones y engaños entretejida alrededor de los cinco agregados provoca en la mayoría la falsa impresión de que esos agregados son permanentes y que, desde ellos, es posible fundamentar un Yo estable y fijo. Para romper con esa red de ilusiones y engaños y liberarse de las cadenas de māra, el budismo propone, además de abandonar el apego a los cinco agregados, un conocimiento directo de las tres características de la existencia (tilakkhaṇa): la impermanencia, el sufrimiento y la insustancialidad del no ser, o sea, el no Yo o anattā. Solo así es posible alcanzar la ecuanimidad, algún viento favorable, cierta felicidad. Leamos, por ejemplo, las reflexiones de Buda en Savatthi, en el parque de Anathapindika. Allí, frente a un grupo de monjes, declara que la gente ordinaria asume el siguiente punto de vista acerca de lo real:
El Buda denuncia la ilusión perniciosa de quienes creen en su propia personalidad, quienes tienen una fe en su individualidad o Yo.17 Quienes estudian de forma disciplinada ateniéndose a las enseñanzas del Buda se aproximan de forma diferente a lo real:
Unas líneas después, la conclusión es tajante: el Buda constata que jamás ha sido testigo de una doctrina del Yo que no aparejara dolor, obsesión, pena, sufrimiento y desesperación para quienquiera que se apegue a ella (MN 22, 23). La vía que propone el budismo es otra: abandonar la ficción del Yo para desarrollar una enseñanza del no Yo que muestre que no hay ningún fundamento, ningún pilar en los fenómenos físicos ni en los mentales que posea entidad autosuficiente. Quien se adentra en la filosofía del Buda y comprende que ni la sensación es el Yo ni tampoco lo es la autoconciencia, quien asume que ni su Yo siente ni es sujeto de sensación, aquel que comprende todo esto no tiene apego por nada, no está agitado, pues ha logrado desasirse de las fantasías de la permanencia, la sustancia y lo absoluto que poseen quienes siguen aferrados a su Yo. Es a partir del no Yo que puede cultivarse un espíritu libre de toda fijación y alcanzar un conocimiento trascendente, en el sentido de que trasciende toda fijación sustancialista o conceptual, y alcanzar desde ahí una sabiduría no reificada que capta el objeto global más allá de toda expresión.
Cuando, llegando al conocimiento, [quien sigue el Óctuple Camino y medita] ve que todas las cosas condicionadas son impermanentes, entonces se harta del sufrimiento: es el camino de la purificación.
Cuando, llegando al conocimiento, ve que todas las cosas condicionadas producen sufrimiento, entonces se harta del sufrimiento: es el camino de la purificación.
Cuando, llegando al conocimiento, ve que todas las cosas carecen de Yo,
entonces se harta del sufrimiento: es el camino de la purificación.
[Sabbe saṅkhārā aniccā ti, yadā paññāya passati,
atha nibbindatī dukkhe - esa maggo visuddhiyā.
Sabbe saṅkhārā dukkhā ti, yadā paññāya passati,
atha nibbindatī dukkhe - esa maggo visuddhiyā.
Sabbe dhammā anattā ti, yadā paññāya passati,
atha nibbindatī dukkhe - esa maggo visuddhiyā]
(Dhammapada 277-279).18
Por otra parte, ya el segundo discurso del Buda en Benarés (SN 22, 59) insiste en este punto cuando declara que la impermanencia, el dolor y la insubstancialidad del Yo son aquello de lo que uno debe desprenderse para alcanzar la sabiduría. Es decir: solo en la medida en que se entiende que la forma, la sensación, la percepción, las formaciones mentales y la conciencia no son algo propio es posible observarlos como impermanentes, insatisfactorios y carentes de Yo. Lo decisivo, por tanto, estriba en comprender que se es sin una sustancia permanente, reconocer como falsas las cosas que ligamos al Yo y desidentificarse de ellas. Así, cuando se ha entendido que ningún fenómeno es sin depender del resto de los fenómenos, desubstanciados, vacíos de Yo, es posible aprehender que no hay individuos particulares ni tampoco eso que denominamos personalidad o subjetividad. Solo, quizá, una serenidad o sosiego a la que la filosofía budista se refiere con el término passaddhi.
Conclusiones
El principio de identidad (Yo, sujeto, individuo, persona) es la piedra clave del edificio conceptual de Occidente y gobierna buena parte de su psicología, lógica, epistemología, ontología y teología. La filosofía mantiene que la propia conciencia del Yo, que se nos da mediante una intuición intelectual de carácter volitivo anterior a cualquier saber específico, es el fundamento de la liberación de toda servidumbre: el Yo se pone a sí mismo mediante un acto de libertad absoluta. Esta noción de identidad dependiente de una lógica de corte sustancialista se opone radicalmente a la noción budista de “no Yo” o anatta, de donde probablemente surge la idea de vacuidad. Es innegable que “Occidente no ha ignorado nada de los avatares y de las afrentas del Yo; no ha ignorado nada de las astucias de la egoidad, de la polisemia mentirosa y de la vanidad de ser sí mismo, o de la imposibilidad de descubrir quién se esconde detrás de las máscaras del ego” (Bonardel, 2005, p. 111). Efectivamente, no ha ignorado ninguna de las formas de la impermanencia, de la inconsistencia, de la incoherencia o de la impersonalidad, pero lo ha hecho, como en el psicoanálisis de Freud y el resto de las abundantes terapias surgidas desde su centro, reforzando el Yo del paciente. Los pensadores occidentales más críticos ciertamente recorren un tramo en la “deconstrucción” del Yo, pero no llegan hasta su consunción porque acaban proponiendo nuevas identificaciones. ¿Cómo renunciar a construir el mundo y la experiencia según el eje y la configuración del Yo?
La filosofía budista, por el contrario, considera que la noción de “Yo” es una consecuencia de la coproducción condicionada, es decir, es resultado de una serie de procesos corporales, sensibles, perceptivos, volitivos y conscientes que provocan la ilusión de la identidad. El Yo no es una sustancia, sino la conjunción de agregados en los que domina la impermanencia, el sufrimiento y la insustancialidad. Como se canta en el Digha Nikāya:
[…] impermanentes
son las cosas compuestas;
crecer y decaer
es su naturaleza;
se producen y se disuelven;
su extinción es felicidad
[“aniccā vata saṅkhārā, uppādavayadhammino;
uppajjitvā nirujjhanti, tesaṃ vūpasamo sukho’’ti.
mahāsudassanasuttaṃ niṭṭhitaṃ catutthaṃ] (DN 17, 272).
Así las cosas, el budismo deja de lado cualquier interpretación sustancialista del Yo y pone entre paréntesis, por ejemplo, la problemática recurrente sobre el origen del mundo, el nacimiento y la muerte. Esta postura está más allá del eternalismo y del nihilismo: en ella, los fenómenos son simplemente lo que son, y no un fruto de nuestra sed de ilusión y de representaciones -y de contacto entre nociones-. Ello lleva a una singular exposición de la doctrina del no Yo, experiencia que no es de nombres y formas porque la visión justa (la que nada construye) es ajena al contacto. Se trata, por tanto, de alcanzar, a partir del no Yo o anattā, esa realidad más amplia, más abarcante, menos exclusiva: la extinción del Yo es atenerse a lo que hay.