I. Introducción
Lo primero que debemos entender sobre la teoría de género, en especial la que propone Butler, es su origen en los movimientos feministas de los siglos XIX y XX, los cuales cuestionaron no solo la serie de privilegios asociados a la masculinidad, sino también la violencia generada por la asociación entre el sexo biológico y ciertos roles sociales establecidos.1 Al tomar este tipo de asociaciones desde una perspectiva naturalista o esencialista no solo se relegaba o excluía a la mujer de ciertas actividades, lo que generaba condiciones de desigualdad y marginación social, sino que también se le confinaba a ciertos estereotipos conductuales, a partir de los cuales se normaliza la violencia. Todavía en la actualidad observamos ciertas formas de violencia asociadas al tema del género, particularmente en países como México, donde siguen existiendo ciertas prácticas machistas que terminan denigrando a la mujer. La teoría performativa del género que propone Butler, sin embargo, apunta más allá de algunas vertientes feministas que, en su opinión, han generado otras formas de violencia, como ocurre con la homofobia (Butler, 2007, p. 12). Butler, en efecto, critica a todos aquellos movimientos feministas que consagran la feminidad restituyendo la serie de prácticas coercitivas propias de una visión naturalista del género:2
La crítica feminista debe explicar las afirmaciones totalizadoras de una economía significante masculinista, pero también debe ser autocrítica respecto de las acciones totalizadoras del feminismo. El empeño por describir al enemigo como una forma singular es un discurso invertido que imita la estrategia del dominador sin ponerla en duda, en vez de proporcionar una serie de términos diferentes (Butler, 2007, p. 66).
Con esto en mente, Butler sostiene que solo podemos salir de estas prácticas hegemónicas y sus consecuentes formas de violencia mediante una teoría de género que vaya más allá de las lógicas binarias heterosexuales, donde el género no sea una categoría fija, sino un constructo social. Esto implica, en opinión de nuestra autora, que el género no es la expresión de una esencia interna, sino la actuación o performance que cada uno va ejecutando en cada momento. El género no es una identidad estable que se mantiene inmutable a lo largo de nuestra existencia, sino algo que se va realizando a través de nuestras acciones y la forma en la que estas son ejecutadas. Según Butler, no existe algo así como una identidad género y mucho menos una esencia o ser personal que condicione el género en función del sexo biológico, lo cual se constata al demostrar que la visión substancialista del género se funda en una mera ficción cultural.3 De ahí que las normas de carácter punitivo que se asocian a esta teoría substancialista sean igualmente ficticias, sin que por eso se afirme que el género se encuentra disociado de toda normatividad:
Si soy alguien que no puede ser sin hacer, entonces las condiciones de mi hacer son, en parte, las condiciones de mi existencia. Si mi hacer depende de qué se me hace o, más bien, de los modos en que yo soy hecho por esas normas, entonces la posibilidad de mi persistencia como “yo” depende de la capacidad de mi ser de hacer algo con lo que se hace conmigo (Butler, 2021a, p. 16).
El presente trabajo de investigación tiene por objetivo analizar la teoría butleriana de los actos performativos y su crítica a las teorías substancialistas del género a la luz de la teoría de la acción intencional que propone Leibniz con el fin de mostrar que no podemos disociar nuestras acciones intencionales de una cierta noción de “identidad personal”.4 Decir que el género se conforma en virtud de ciertos actos performativos, en los que el sujeto de la acción se hace cargo ejecutivamente de sí, no significa que estos actos performativos sean ajenos a una noción de “identidad personal”. Esta noción de “identidad personal”, a diferencia de lo que Butler cree, no implica una identidad fija e inmutable que se va reafirmando con cada acto, sino una identidad que se va construyendo en la medida en que el sujeto orienta su estructura teleológica interna. Cabe señalar, sin embargo, que esta revisión crítica de la propuesta butleriana a la luz de teoría de la acción intencional de Leibniz no es del todo concluyente en cuanto que deja de lado el tema de la sexualidad para centrarse exclusivamente en el tema de la identidad personal y la performatividad. En otras palabras, la crítica apunta tan solo a la disociación que hace Butler entre el género performativo y la identidad personal.
A fin de alcanzar este objetivo, he dividido el presente trabajo de investigación en dos partes: en la primera parte me detengo a analizar la propuesta de Butler, en particular el paso que da de su crítica a la visión substancialista del género a su teoría performativa; en la segunda parte presento algunos elementos fundamentales de la teoría leibniziana de la acción intencional cara a la propuesta butleriana. Finalmente, esbozaré algunas conclusiones breves sobre esta investigación, añadiendo algunas inquietudes que quedan pendientes para futuras investigaciones.
II. Género, hegemonía y performance
Uno de los puntos de partida para analizar la teoría performativa del género que propone Butler, si mi lectura es correcta, consiste en analizar tanto la teoría substancialista del género a la que se opone como su respectiva crítica. Esta teoría ontológica del género sostiene, según esta filósofa, “que el género es un atributo de un ser humano caracterizado esencialmente como una sustancia o ‘núcleo’ anterior al género, denominada ‘persona’” (Butler, 2007, p. 60), de modo que el sexo es un dato fáctico que “surge dentro del lenguaje hegemónico como una sustancia, como un ser idéntico a sí mismo” (Butler, 2007, p. 74). De acuerdo con la lectura de Butler, esta teoría substancialista “deja suponer que el género en sí existe anteriormente a los diversos actos, posturas y gestos por los cuales se lo dramatiza y conoce”, de modo que “el género aparece en la imaginación popular como un núcleo sustancial que se puede entender muy bien como correlato espiritual de lo psicológico del sexo biológico” (Butler, 1998, pp. 309-310).
La teoría substancialista del género que critica Butler, en este sentido, afirma que el género es el resultado causal del sexo biológico, instaurando una lógica binaria heterosexual que genera oposiciones discretas y asimétricas entre lo “femenino” y lo “masculino”. Estas, a su vez, presuponen una serie de prácticas reguladoras, i. e., de carácter normativo, según las cuales algunos tipos de “identidades de género” son excluidas, a saber, aquellas que rompen la relación causal entre género y sexo, como también aquellas cuyas prácticas del deseo no están orientadas ni por el sexo ni por el género (cfr. Butler, 2007, p. 72).5
Se trata de una visión metafísica del género que tiende a “supeditar la noción de género a la de identidad y a concluir que una persona es de un género y lo es en virtud de su sexo, su sentido psíquico del yo y diferentes expresiones de ese yo psíquico, entre las cuales está el deseo sexual”, razón por la cual sostienen que el género, en su relación causal con el sexo, “funciona como un principio unificador del yo encarnado y conserva esa unidad por encima y en contra de un ‘sexo opuesto’, cuya estructura presuntamente mantiene cierta coherencia interna paralela pero opuesta entre sexo, género y deseo” (Butler, 2007, p. 79).
El género puede designar una unidad de experiencia, de sexo, género y deseo, sólo cuando sea posible interpretar que el sexo de alguna forma necesita el género -cuando el género es una designación psíquica o cultural del yo- y el deseo -cuando el deseo es heterosexual y, por lo tanto, se distingue mediante una relación de oposición respecto del otro género al que desea-. Por tanto, la coherencia o unidad interna de cualquier género, ya sea hombre o mujer, necesita una heterosexualidad estable y de oposición. Esa heterosexualidad institucional exige y crea la univocidad de cada uno de los términos de género que determinan el límite de las posibilidades de los géneros dentro de un sistema de géneros binario y opuesto. Esta concepción del género no sólo presupone una relación causal entre sexo, género y deseo: también señala que el deseo refleja o expresa al género y que el género refleja o expresa al deseo. Se presupone que la unidad metafísica de los tres se conoce realmente y que se manifiesta en un deseo diferenciador por un género opuesto, es decir, en una forma de heterosexualidad en la que hay oposición. Ya sea como paradigma naturalista que determina una continuidad causal entre sexo, género y deseo, ya sea como un paradigma auténtico expresivo en el que se afirma que algo del verdadero yo se muestra de manera simultánea o sucesiva en el sexo, el género y el deseo, aquí “el viejo sueño de simetría”, como lo ha denominado Irigaray, se presupone, se reifica y se racionaliza (Butler, 2007, pp. 80-81).
Esta concepción del género, sin embargo, genera una serie de prácticas hegemónicas de carácter punitivo que, en opinión de Butler, terminan por esconder el carácter performativo del género. Las teorías substancialistas del género, en este sentido, establecen una serie de leyes o reglas de continuidad y coherencia “que procuran crear conexiones causales o expresivas entre el sexo biológico, géneros culturalmente formados y la ‘expresión’ o ‘efecto’ de ambos en la aparición del deseo sexual a través de la práctica sexual” (Butler, 2007, p. 72), haciendo que los fenómenos de discontinuidad e incoherencia sean meros fantasmas.6 Estos conceptos estabilizadores del sexo, el género y la sexualidad en general, según Butler, se ponen en duda ante “la aparición cultural de esos seres con género ‘incoherente’ o ‘discontinuo’ que aparentemente son personas pero que no se corresponden con las normas de género culturalmente inteligibles mediante las cuales se definen las personas” (Butler, 2007, pp. 71-72).
De ahí que las prácticas binarias que se encuentran como telón de fondo de esta teoría substancialista del género conlleven “convenciones que no sólo regulan y garantizan la reproducción, el intercambio y el consumo de bienes materiales, sino que también reproducen los vínculos de parentesco que a su vez requieren tabúes y una regulación punitiva de la reproducción para alcanzar sus fines” (Butler, 1998, p. 304). Esta regulación punitiva genera un cierto miedo o ansiedad en las personas que se “vuelven gays”, a saber, el miedo de que, al poner en tela de juicio la estructura heterosexual dominante, se pierda algo de nuestro sentido del lugar que ocupamos en el género, situación que se ha agravado, según Butler, en la medida en que “hemos ido reflexionando sobre varias formas nuevas de pensar un género que han surgido a la luz del transgénero y la transexualidad, la paternidad y la maternidad lésbicas y gays, y las nuevas identidades lésbicas masculina y femenina” (Butler, 2007, p. 13).
La idea de que el género se encuentra causalmente relacionado al sexo, sin embargo, tiene su origen en nuestras percepciones culturales del sexo, las cuales se relacionan con la forma en que percibimos el cuerpo. Nuestras percepciones culturales del sexo, según Butler, se fundan en la repetición estilizada de actos corpóreos, entendidos como “la manera mundana en que los gestos corporales, los movimientos y las normas de todo tipo constituyen un yo generizado permanente” (Butler, 1998, p. 297). Al fundar el nexo causal entre el sexo y el género en nuestras percepciones, según Butler, nos damos cuenta de que esas percepciones no son expresiones de una esencia interna, sino ficciones culturales que se originan en función de un cierto performance: “si la ‘realidad’ del género está constituida por la performance misma, entonces no se puede apelar a un ‘sexo’ o un ‘género’ esencial y no realizado, que sería ostensiblemente expresado por las performances de género” (Butler, 1998, p. 309). En qué medida fallan nuestras percepciones culturales del sexo es algo que Butler explica de la siguiente forma:
Si pensamos que vemos a un hombre vestido de mujer o a una mujer vestida de hombre, entonces estamos tomando el primer término de cada una de esas percepciones como la “realidad” del género: el género que se introduce mediante el símil no tiene “realidad”, y es una figura ilusoria. En las percepciones en las que una realidad aparente se vincula a una irrealidad, creemos saber cuál es la realidad, y tomamos la segunda apariencia del género como un mero artificio, juego, falsedad e ilusión. Sin embargo, ¿cuál es el sentido de “realidad de género” que origina de este modo dicha percepción? Tal vez creemos saber cuál es la anatomía de la persona (a veces no, y con seguridad no hemos reparado en la variación que hay en el nivel de la descripción anatómica). O inferimos ese conocimiento de la vestimenta de dicha persona, o de cómo se usan esas prendas. Éste es un conocimiento naturalizado, aunque se basa en una serie de inferencias culturales, algunas de las cuales son bastante incorrectas. De hecho, si sustituimos el ejemplo del travestismo por el de la transexualidad, entonces ya no podremos emitir un juicio acerca de la anatomía estable basándonos en la ropa que viste y articula el cuerpo. Ese cuerpo puede ser preoperatorio, transicional o postoperatorio; ni siquiera “ver” el cuerpo puede dar respuesta a la pregunta, ya que ¿cuáles son las categorías mediante las cuales vemos? El instante en que nuestras percepciones culturales habituales y serias fallan, cuando no conseguimos interpretar con seguridad el cuerpo que estamos viendo, es justamente el momento en el que ya no estamos seguros de que el cuerpo observado sea de un hombre o de una mujer. La vacilación misma entre las categorías constituye la experiencia del cuerpo en cuestión (Butler, 2007, pp. 27-28).
Los atributos del género, en este sentido, no son meras expresiones de una esencia interna que está íntimamente relacionada con el sexo biológico, sino ficciones socialmente construidas que son reales en la medida en que son actuadas (cfr. Butler, 1998, p. 309). El género, según Butler, no es un papel que expresa un “yo” interior, sino un acto “que construye la ficción social de su propia interioridad psicológica”, donde “la adscripción de la interioridad es ella misma una forma de fabricación de la esencia, públicamente regulada y sancionada” (Butler, 1998, p. 310). Dado que no existe un “esencia” que el género exprese o exteriorice, ni un objetivo ideal al que aspire, se sigue que el género no es un hecho ni una identidad como tal, sino una construcción social que se conforma en virtud de los diversos actos performativo que crean la idea del género (cfr. Butler, 1998, p. 301). El género, en este sentido, no es una identidad estable ni un estado permanente fijado por una esencia interior, sino “una conceptualización de temporalidad social constituida”, que consiste en una personificación teatral donde lo corpóreo se entiende como “una continua e incesante materialización de posibilidades” (Butler, 1998, p. 299). De ahí que, en opinión de Butler, cuando Simone de Beauvoir declara que “la mujer no nace, se hace”, se afirme también que el cuerpo, como encarnación de posibilidades, se encuentra condicionado y circunscrito por su situación histórica (Butler, 1998, pp. 299-300).
Acorde con la teoría de los actos performativos de Butler, el género es una ficción cultural regulada, constituida por la serie de actos performativos “que son renovados, revisados y consolidados en el tiempo” (Butler, 1998, p. 302). Se trata, en consecuencia, de una realidad que uno ejecuta y dramatiza a través de sus actos; en palabras de Butler:
Como acción pública y acto performativo, el género no es una elección radical, ni un proyecto que refleja una elección meramente individual, pero tampoco está impuesto o inscrito sobre el individuo, como arguyen algunos deslizamientos postestrucuralistas respecto del sujeto. El cuerpo no está pasivamente escrito con códigos culturales, como si fuera el recipiente sin vida de un conjunto de relaciones culturales previas. Pero tampoco los yoes corporeizados pre-existen a las convenciones culturales que esencialmente significan los cuerpos. Los actores siempre están ya en el escenario, dentro de los términos mismos de la performance. Al igual que un libreto puede ser actuado de diferentes maneras, y al igual que una obra requiere a la vez texto e interpretación, así el cuerpo sexuado actúa su parte en un espacio corporal culturalmente restringido, y lleva a cabo las interpretaciones dentro de los confines de directivas ya existentes (Butler, 1998, pp. 307-308).7
Aquello que se consideraba como una esencia interna del género, por tanto, no es un rasgo anterior que se expresa mediante ciertos actos corpóreos, sino “un conjunto sostenido de actos, postulados por medio de la estilización del cuerpo basada en el género” (Butler, 2007, p. 17). El género es una actuación dramatizada que nunca aparece completa o fija, una complejidad de posibilidades que permite “múltiples coincidencias y discrepancias sin obediencia a un telos normativo de definición cerrada” (Butler, 2007, p. 70). De esta forma, según Butler, “si la noción de una sustancia constante es una construcción ficticia creada a través del ordenamiento obligatorio de atributos en secuencias coherentes de género, entonces parece que el género como sustancia, la viabilidad de hombre y mujer como sustantivos, se cuestiona por el juego disonante de atributos que no se corresponden con modelos consecutivos o causales de inteligibilidad” (Butler, 2007, p. 83). La violencia de género, así, cuando se imponen normas de género que hacen que ciertos cuerpos, ciertas vidas, no sean consideradas valiosas, i. e., “cuando una actuación [performance] se considera real y otra falsa, o cuando una presentación del género se considera auténtica y otra una falsificación”, generando consecuencias “tales como perder el propio trabajo, el hogar, las perspectivas del deseo o de la vida”, e incluso “la prisión y la encarcelación”, muestra que “seguimos viviendo en un mundo en el que se corren graves riesgos de marginación o violencia física a causa del placer que se persigue, la fantasía que se encarna, el género que uno performa” (Butler, 2021a, pp. 302-303).
III. Personificación e identidad: crítica leibniziana a la teoría de los actos performativos
Uno de los elementos clave, según Butler, para transitar de una lectura substancialista o naturalista del género a su teoría de los actos performativos consiste en trascender la distinción ontológica entre corporeidad y conciencia, i. e., entre cuerpo y alma, por contener relaciones políticas y psicológicas de subordinación y jerarquización, según las cuales “la mente no sólo somete al cuerpo, sino que eventualmente juega con la fantasía de escapar totalmente de su corporeidad” (Butler, 2007, p. 64). Esto implica que, en lugar decir que el “yo” hace su cuerpo, “como si una práctica descorporeizada precediera y gobernara un exterior corporeizado”, resulta más afortunado afirmar que el “yo” “es su propio cuerpo” y que “el cuerpo es siempre una encarnación de posibilidades”, las cuales “no son fundamentalmente exteriores o antecedentes al propio proceso de corporeización” (Butler, 1998, pp. 299-300). De ahí que Butler, aunque niega “que todo el mundo interno de la psique no es sino un efecto de un conjunto estilizado de actos”, afirme que “es un error teórico importante presuponer la ‘internalidad’ del mundo psíquico” (Butler, 2007, p. 18).8
Decir que el cuerpo es siempre una “encarnación” de posibilidades culturales e históricas, en este sentido, no significa que algo interno -el “yo”- tome forma corpórea, sino que el cuerpo representa, personifica o interpreta un determinado personaje. Razón por la cual podemos decir que, al menos en lo que respecta a la teoría butleriana de los actos performativos, ese “yo” es siempre un “yo” encarnado, de modo que hay una continuidad entre el mundo interno de la psique y la corporeidad. Esta continuidad, sin embargo, no implica negar la distinción entre lo psíquico y corpóreo, distinción que es fundamental para articular una teoría de la acción intencional y, en consecuencia, para hablar de un “yo” encarnado, cuya corporeidad sitúa al “yo”.9 Acorde con la ontología monadológica de Leibniz, lo que distingue a una genuina acción intencional de un mero movimiento corpóreo, como el que se da en cualquier fenómeno natural, radica en decir que, si bien toda acción intencional supone un movimiento corpóreo, este se entiende en función de ciertas disposiciones internas del sujeto -i. e., tanto sus convicciones, opiniones y conocimientos como sus deseos, intenciones y propósitos-, las cuales dotan de significación al acto (cfr. Casales, 2018a, pp. 208-209)10.
La teoría leibniziana de la acción intencional, en este sentido, parte del supuesto de que todo acto corpóreo, sin importar si es intencional o no, implica una dualidad constitutiva, ya que, como sostiene en el primer boceto de su Système nouveau, “incluso siguiendo las leyes de los movimientos, nunca un cuerpo padece en el choque con otro cuerpo más que en virtud de su propio dinamismo, que procede de un movimiento ya existente en él”(Système Nouveau [primer boceto], OFC II, 236; GP IV, 476). De este modo, el movimiento corpóreo y, por ende, los actos performativos, sólo son posibles en virtud de un principio dinámico o fuerza primitiva, la cual, en opinión del hannoveriano, “hace a la materia capaz de actuar y resistir” (Système Nouveau [primer boceto], OFC II, 233; GP IV, 472). En el caso de los vivientes esto implica que, si bien el movimiento corpóreo se entiende en función de la interacción mecánica de cada una de sus partes, la estructura orgánica del viviente supone un principio vital o alma capaz de articular la totalidad de sus órganos en una unidad (Système nouveau, OFC II, 245; GP IV, 482). De ahí que en los cuerpos animados, según Leibniz, “lo orgánico responde a lo vital y el movimiento responde a los apetitos”, de la misma forma que “las causas eficientes responden a las finales” (“Principium ratiotinandi fundamentale…”, OFC VIII, 550; Couturat, 13).
El filósofo de Hannover, en este sentido, sostiene que la corporeidad del viviente se compone de una “infinidad de órganos implicados unos en otros” (“Nullum quidem librum contra philosophian Cartesianam...”, OFC VIII, 503; GP IV, 396); cada órgano constituye una máquina natural que implica otra serie de estructuras orgánicas más pequeñas compuestas, a su vez, de otras más pequeñas, y así hasta el infinito (cfr. Phemister, 2011, p. 41). Se trata, pues, de “un sistema de máquinas naturales infinitamente organizadas” (Nicolás, 2011, p. 4) en el que cada órgano, a pesar de tener su función específica dentro del organismo, se entrelaza con los demás en virtud de su alma o mónada dominante: “el cuerpo que pertenece a una mónada, la cual es su entelequia o alma, constituye con su entelequia lo que se puede llamar un viviente, y con el alma lo que se denomina un animal” (Monadologie, OFC II, 337; GP VI, 617-618). A partir de lo cual se sigue que la corporeidad del viviente, a pesar de tener su propia economía explicativa, se encuentra íntimamente relacionada y, de alguna forma, subordinada a aquel principio vital y dinámico que dota de significación al movimiento corpóreo: “cada mónada, con un cuerpo particular, forma una sustancia viva. Así, no sólo hay vida por doquier, unida a los miembros u órganos, sino que también hay una infinidad de grados en las mónadas, al dominar más o menos unas sobre las otras” (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, OFC II, 345; Robinet I, 33).
Como un buen conocedor de los avances científicos de su época, en concreto de la biología, Leibniz incluso sostiene que “todos los cuerpos están en un flujo perpetuo”, pasando por cambios que se van dando de forma gradual en el viviente, “de modo que nunca está despojada [el alma] en un solo instante de todos sus órganos”, así como “tampoco hay almas completamente separadas ni genios sin cuerpos” (Monadologie, OFC II, 338; GP VI, 619). A partir de lo cual el hannoveriano concluye que, así como el alma es indestructible, también lo es el animal, “aunque su máquina a menudo perezca en parte y pierda o adquiera despojos orgánicos” (Monadologie, OFC II, 339; GP VI, 620). Que la estructura orgánica del viviente se encuentra armónicamente relacionada con el dinamismo propio de su mónada dominante significa que el viviente siempre es un alma encarnada cuyas fuerzas motrices o corpóreas derivan de una fuerza primitiva (cfr. “Nullum quidem librum contra philosophian Cartesianam…”, OFC VIII, 504; GP IV, 397)11 y, por tanto, que el movimiento corpóreo es la expresión externa de las disposiciones internas del alma. Al analizar la relación entre el cuerpo y el alma, Leibniz no sólo sostiene lo anterior, sino que también afirma que el cuerpo es el medio por el cual el viviente se encuentra situado en el mundo, “pues”, como sostiene en su correspondencia con De Volder, “aunque las mónadas no son extensas, tienen sin embargo en la extensión una suerte de posición [situs], esto es, una cierta ordenada relación de coexistencia respecto de todo lo demás a través de la máquina que presiden” (“Carta de Leibniz a De Volder fechada el 20 de junio de 1703”, OFC XVI B, 1201; GP II, 253).
De acuerdo con la ontología monadológica de Leibniz y su teoría de las máquinas naturales, por tanto, solo podemos decir que el “yo” es un “yo” encarnado en la medida en que el movimiento corpóreo del viviente está “causalmente fundando” en aquella fuerza primitiva o principio vital “y las leyes que rigen sus secuencias de cambios internos” (Duchesneau, 2012, p. 192). Esto, sin embargo, solo constituye la mitad de la propuesta leibniziana, ya que, en rigor metafísico, la mera presencia de esta dualidad constitutiva es insuficiente para caracterizar a los movimientos corpóreos del viviente como acciones intencionales y, por tanto, para sostener que este es un auténtico sujeto de prâxis, i. e., un agente moral (cfr. Casales, 2018b, p. 40). Esto se debe fundamentalmente a dos razones: por un lado, a que esta dualidad constitutiva se encuentra no solo en los actos intencionales, sino también en cualquier fenómeno natural; por otro lado, a que solo los espíritus, en cuanto que “son capaces de llevar a cabo actos reflexivos y de considerar lo que llamamos yo” (Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, OFC II, 346; Robinet I, 41), pueden autoadscribirse la causalidad de sus actos, tal y como se aprecia en su Discours de métaphysique:
Pero suponiendo que los cuerpos son sustancias y poseen formas sustanciales, y que los demás animales tienen alma, se está obligado a reconocer que estas almas y estas formas sustanciales no podrían perecer totalmente, como los átomos o las partículas de la materia, según la opinión de los demás filósofos; en efecto, ninguna sustancia perece, si bien puede convertirse en otra enteramente distinta. Expresan también todo el universo, aunque más imperfectamente que los espíritus. Pero la diferencia principal consiste en que no conocen lo que son, ni lo que hacen, y por tanto, al no poder reflexionar, no podrían descubrir las verdades. También por ausencia de reflexión sobre sí mismas no poseen en absoluto cualidad moral, de donde resulta que, pasando por mil transformaciones, de manera parecida a como vemos que una larva se convierte en mariposa, para la moral o práctica es tanto como si se dijera que perecen, e incluso puede afirmarse en sentido físico, como hemos dicho, que los cuerpos perecen por su corrupción. Pero el alma inteligente, conociendo lo que es ella, y pudiendo decir ese YO, que dice mucho, no solamente permanece y subsiste en sentido metafísico mucho más que las otras cosas, sino que además permanece la misma en sentido moral y constituye el mismo personaje (OFC II, 200; AA VI, 4B, 1583-1584).
Una de las consecuencias más relevantes de la teoría leibniziana de la acción intencional, por tanto, consiste en decir que solo podemos adscribir auténticos actos performativos, entendidos como actos intencionales, a los sujetos de praxis, quienes construyen su propia identidad personal en función de la cualidad moral de sus actos (cfr. Nova methodus discendae docendaeque jurisprudentiae, Massimo, 50; Nouveaux essais sur l’entendement humain, NE, 270; GP V, 218). Acorde con su Nova methodus discendae docendaeque jurisprudentiae de 1667, uno de sus primeros escritos de jurisprudencia, “la causa de la cualidad moral es la naturaleza y la acción”, en cuanto que “la naturaleza es la causa de la libertad y la facultad, y de la correspondiente obligación en otro de no impedirla”, y la “acción es la causa de la autoridad sobre una persona que actúa, para hacer o padecer algo actuando sobre sí mismo, o sobre sus bienes” (Nova methodus, Massimo, 55). Más allá de las implicaciones jurídicas que esto conlleva, resulta interesante reparar en la relación que el hannoveriano establece entre naturaleza y acción, la cual supone que el agente moral no sólo es libre por naturaleza, condición necesaria para hablar de intencionalidad, sino que también es capaz de configurar su propia personalidad en función de sus actos intencionales. Esto mismo se puede apreciar con mayor claridad en una carta dirigida a la electriz Sofía de Hannover, fechada el 29 de noviembre de 1707, en concreto cuando establece la distinción entre el alma humana y la de los animales, texto que me permito citar en extenso:
Pero a mi modo de ver la diferencia entre el alma del hombre y la del animal es infinitamente mayor. Son de un género diferente. La primera es un espíritu que posee inteligencia y simboliza con Dios, mientras que la otra de ninguna manera. En efecto, el hombre es como un pequeño Dios en su esfera; es el único, entre las sustancias conocidas, que conoce al gran Dios, que puede imitarle y que puede conocer las verdades necesarias y eternas, que constituyen el objeto de las ciencias. En esto consiste propiamente la razón, mientras que los concatenamientos de los animales sólo están fundados en inducciones. Los animales son como los empíricos que no conocen las razones; los animales tienen que comportarse como lo hacen debido a lo que han experimentado anteriormente. Sólo el hombre es capaz de prever por medio de la razón acontecimientos respecto de los cuales no ha experimentado nada semejante. Esta constitución del alma humana le hace entrar en una especie de sociedad con Dios, y le hace apto para las leyes de castigo y de recompensa, incluso en relación con las acciones internas, porque posee reflexión y piensa en lo que se llama yo, que constituye la duración o la identidad moral de una persona. Es también lo que hace que, siendo nuestra alma ciudadana en la ciudad de Dios, siempre conserve esa cualidad, puesto que hay que pensar que la ciudad de Dios, que comprende a todos los Espíritus, está gobernada por su Monarca de la manera más perfecta y más digna, y que por consiguiente jamás mengua en nada. Así pues, hay que creer que nuestras almas continuarán construyendo su personaje de la manera más razonable y de tal suerte que al morir no pierdan nada, ni siquiera sus buenas cualidades ni sus conocimientos adquiridos (“Carta de Leibniz a la electriz Sofía, fechada el 29 de noviembre de 1707”, Echavarría II, 97-98; Klopp IX, 287)
IV. Conclusiones
Allende a las problemáticas que encierra esta teoría leibniziana de la acción intencional, como ocurre al definir el estatuto ontológico del cuerpo o al explicar la relación entre cuerpo y alma, al confrontarla con la noción butleriana de “performatividad” o performance, podemos sacar en limpio algunas conclusiones, entre las que me gustaría destacar dos: en primer lugar, que no podemos hablar de actos performativos, sean de género o no, sin hacer referencia a su carácter intencional, de modo que no es posible comprenderlos sin aludir a su dualidad constitutiva; en segundo lugar, que estos actos performativos no implican ni la disociación de una identidad personal, con todo lo que eso conlleva, ni una performatividad tal que en ella no se pueda dar una cierta continuidad en los actos que realiza tal o cual sujeto de praxis. Lo primero se debe a que, si anulamos el carácter intencional de los actos performativos, entonces tenemos que afirmar que la performatividad es algo que se da con total independencia del sujeto de la acción. En cuyo caso tendríamos que concederle a Butler que la performatividad es ajena a todo tipo de identidad personal, pero al costo de decir que el género está supeditado a aquellas condiciones externas al sujeto que lo determinan, como ocurriría en el caso de afirmar que es un constructo cultural, ya que eso implicaría que la cultura termina por marcar de forma absoluta la normatividad que el género debe seguir. La cultura dominante, en consecuencia, justificaría las prácticas punitivas asociadas a esa normatividad.
Si aceptamos que los actos performativos son actos intencionales, de manera que el movimiento corpóreo depende de las disposiciones internas del sujeto para ser auténticamente intencional, se sigue que no podemos hablar de performatividad sin, a su vez, articular una noción de “agencia moral”. Solo podemos sostener que el “yo” es un “yo encarnado”, acorde con la teoría leibniziana de la acción intencional, en la medida en que ese “yo” es un agente moral que construye su identidad personal en relación con su praxis. De ahí que, al adscribirse la causalidad de sus actos, el sujeto se adscriba también el personaje que interpreta a través de estos actos, lo cual también aplica para el caso específico del género: el sujeto de la acción se identifica a sí mismo con el género que interpreta, el cual termina por no ser ajeno a su ser personal. Esto no significa, sin embargo, volver del todo a la visión naturalista o esencialista que critica Butler, en cuanto que esta noción de “identidad personal”, por más que se sustenta en una teoría específica de la substancia, no depende estrictamente -o, mejor dicho, exclusivamente- de la forma sustancial del sujeto de la acción, sino prioritariamente de su cualidad moral. Leibniz, en efecto, distingue la identidad personal de la identidad ontológica o real, sin por eso escindir una de otra (Nouveaux essais sur l’entendement humain, NE, 270; GP V, 218. Cfr. Jorgensen, 2019, p. 247).
Estas dos conclusiones, tal y como se puede observar, más que anular o falsear la teoría butleriana de la performatividad, tienen la intención de robustecerla con el fin de construir una teoría de género que, por un lado, evite las prácticas de violencia que describe Butler a lo largo de su obra, y que, por otro lado, sea compatible con una teoría de la acción intencional donde la identidad personal no esté disociada del género. Con esta investigación, sin embargo, se abren otra serie de interrogantes de alto calado, las cuales reservo para futuras investigaciones. Quizá la problemática más significativa que queda sin resolverse en esta investigación, y que he dejado de lado a propósito para no distanciarme de mi objetivo principal, es justo el tema de la sexualidad, que es central en la propuesta de Butler pero que en la filosofía leibniziana, al menos en lo que he estudiado, queda desatendido.
Cabe señalarse, sin embargo, que esta lectura leibniziana de la identidad personal en clave performativa, donde se reivindican algunas de las virtudes que Butler le adscribe a la performatividad, supone también matizar ciertos aspectos de su ontología que están presupuestos en su teoría de la acción intencional. Este es el caso, por ejemplo, de su caracterización de la naturaleza individual de las mónadas en términos de completud, la cual, por más que nos permite tener una aproximación holística al individuo -en cuanto que este es considerado como una totalidad-, pareciera implicar que esa totalidad o completud está dada por anticipado. Si bien es cierto que nuestra naturaleza individual y nuestra identidad personal difieren entre sí, la ontología monadológica de Leibniz supone que hay cierta continuidad entre una y otra, en virtud de la cual se da una cierta consistencia ontológica de ese sujeto de praxis (Casales, 2022). Esto supone una serie de problemas que difícilmente podremos atender aquí, tal y como ocurre con el tema de la libertad.