La fractura de la historicidad1
Salvo honrosas excepciones, los filósofos mexicanos no estudiamos la Independencia (ni la Reforma ni la Revolución). Estamos convencidos de que no nos atañe. La distancia es temporal pero también afectiva: sentimos que la Independencia ya no tiene ningún mensaje que comunicarnos. En 2021, la Independencia nos salió al paso desprovista de una dimensión filosófica y existencial. Difícilmente encontraremos en los colegios de filosofía un curso consagrado a esta etapa de nuestra historia. Más aún: difícilmente encontramos un programa de posgrado dedicado con exclusividad a la filosofía mexicana.
A dos siglos de distancia hay que añadir dos prejuicios: el prejuicio de que la filosofía es de suyo universal y que no debe agotar sus fuerzas en acontecimientos de raigambre local, y el prejuicio de que los problemas de la filosofía son intemporales y ajenos al tumultuoso devenir de la historia. La filosofía, en resumidas cuentas, no puede ser, por definición, ni mexicana ni histórica. Estos dos prejuicios han confinado a la filosofía académica en una especie de torre de marfil y la han hecho insensible a temas que antes se consideraban vitales y acuciantes. Digámoslo desde ahora: la Independencia de México fue, por largos años, uno de estos temas.
El diagnóstico no es privativo de la filosofía. Forma parte de un fenómeno más amplio que bien podemos denominar la “fractura de la historicidad” (cfr. Hurtado, 2011). De un tiempo a acá nos hemos sorprendido incapaces de pensar la historia, incapaces de concebirnos como herederos y hacederos de una tradición, con lo que tiene esta de basamento granítico y de brújula. A esta “fractura” también se la ha llamado “presentismo” o “adanismo”. Ambos términos aluden a un modo de ser y de habitar la realidad caracterizados por la confusión, la desorientación, el enclaustramiento en el presente y la angustiante sensación de ser un Adán que se asoma por encima de su hombro sin conseguir ver nada.
No siempre fue así. La gesta revolucionaria de 1910 trajo consigo el doloroso redescubrimiento de México como una nación azotada por la pobreza y la inequidad. De la noche a la mañana se esfumó la imagen de un país progresista, pacífico y civilizado. La inteligencia mexicana se dio de bruces con la Revolución. Muchos intelectuales fruncieron el ceño. No entendían lo que pasaba. Muchos otros, principalmente los jóvenes, aprovecharon la coyuntura para terminar de disipar los vapores narcóticos del positivismo. Antonio Caso, uno de estos jóvenes, hizo del espiritualismo francés su fuente de oxígeno y su bandera de guerra. Caso era el más fogoso de los ateneístas y el de mayor apostura. Tenía un mentón prominente y una cabellera de león que se agitaba cuando subía al estrado.
Antonio Caso y los ateneístas desviaron la mirada de Europa y la posaron en México. Vieron lo que nunca antes habían visto y lo que nunca nadie se había preocupado por mostrarles. Vieron cactus y magueyes y una enigmática y furiosa procesión de cuerpos famélicos. Vieron, más allá de los peñones y del paisaje agreste y del fulgor de los cañones, las figuras señeras de Cuauhtémoc y Miguel Hidalgo. A partir de entonces se darían a sí mismos la ordenanza de pensar con los pies bien plantados en la tierra y de hacer de este pensamiento una herramienta de transformación moral. Esclarecer el destino de México, señalarle el rumbo a la Revolución, significaba, ante todo, reconciliarse con la historia, reapropiársela, reinterpretarla luego de años -décadas- de orfandad y de olvido. Pensar el significado y el sentido de la Conquista, la Independencia y la Reforma se convirtió para los filósofos en una tarea crucial en la que se jugaba su existencia y el porvenir de la patria.
El objetivo de este artículo es revisar la concepción de la Independencia de Antonio Caso, Alfonso Reyes, José Vasconcelos y de dos filósofos michoacanos de generaciones posteriores: Samuel Ramos y Juan Hernández Luna. Nos detendremos en Leopoldo Zea y en el Grupo Hiperión (finales de los cuarenta, principios de los cincuenta). Por lo menos dos de los hiperiones -Emilio Uranga y Luis Villoro- tomaron la antorcha de sus maestros y acuñaron una concepción filosófica (u ontológica, como se decía entonces) de la Independencia -“Ramos ha evitado el análisis ontológico. No habla en términos de ser sino en términos de conocer, de conocimiento psicológico. En este punto es donde precisamente la filosofía actual va más allá” (Uranga, 1949, p. 3)-. El artículo adopta el presupuesto metodológico del historicismo: una idea no viene a ser sino la forma de reacción de un ser humano concreto frente a sus circunstancias.
Antonio Caso (1883-1946): “Humildes curas de almas…”
El Maestro de México desarrolló una teoría de la Revolución mexicana, pero no podríamos decir que desarrolló una teoría de la Independencia. Sus afirmaciones son más o menos huidizas, pero no necesariamente incoherentes.
Hay que tomar en cuenta que Antonio Caso veía la historia de México como parte integrante de una narrativa mayor: la historia de América Latina. Para nuestro filósofo:
[…] el continente americano es el escenario en el que disputan dos razas, cada una con su propia concepción de la existencia humana. De una parte está la raza sajona, con su concepción de la existencia como economía [y como egoísmo]; de la otra está la raza de los mestizos latinoamericanos, con su concepción de la existencia como desinterés y como caridad. México pertenece a esta segunda y su destino está fatalmente vinculado al de esta raza (Hernández Luna, 1963, p. 84).2
América Latina representaba para Antonio Caso el futuro de la civilización, una civilización todavía en potencia pero cuyas características ya podían delinearse: civilización pacífica, profundamente espiritual (frente al grosero materialismo yanqui); civilización de mestizaje, de síntesis, portadora de los altos valores de la cultura latina.
Tres habían sido, a juicio de Caso, las obras capitales de la latinidad:
El Renacimiento o la emancipación intelectual del hombre.
El descubrimiento de América o la integración geográfica del planeta.
La Revolución francesa o la liberación moral y jurídica de los pueblos del mundo.
La Independencia de México no sería más que un episodio -uno de los más álgidos episodios, si se quiere- de la lucha secular entre la América sajona y América Latina: la afirmación de la latinidad en tierras americanas. Miguel Hidalgo fue, a ojos de nuestro filósofo, algo así como un héroe de la cultura latina: una individualidad de excepción que abrevó hasta la saciedad de la Ilustración francesa y que se desvivió por realizar los ideales de igualdad y libertad. Escribió Antonio Caso:
Humildes curas de almas, Hidalgo, Morelos, Matamoros, dieron su vida por México, y el larario de Anáhuac, donde ya moraban las sombras de Vasco de Quiroga, de Motolinía y Sahagún, vio llegar como a su centro a las sombras augustas de los nuevos héroes epónimos. La Iglesia nos cobijaba otra vez, al nacer para la libertad (Caso, 1976, pp. 82-83).
Dos precisiones: cuando Antonio Caso habla de raza no se refiere a caracteres anatómicos o al color de la piel, sino a una comunidad espiritual y psíquica. Cuando habla del cobijo de la Iglesia como uno de los mayores méritos de la Independencia no está pensando en un catolicismo doctrinario sino en un catolicismo popular, sincrético y sui géneris. El catolicismo fue, para Caso, el conjunto de ideas, ideales y valores que vertebraron la historia nacional hasta el siglo XIX; el catolicismo fue la cara más visible -no la única- de la latinidad americana. Antonio Caso no creía, ni de lejos, que la civilización del futuro, esta nueva civilización latinoamericana, fuese una de corte eclesiástico. Sentenció: “La Iglesia ya está juzgada en la dialéctica de la ideología nacional” (Caso, 1976, p. 84).
Antonio Caso veía en la Independencia un conflicto predominantemente moral. La transformación jurídica era motivada por una transformación más íntima. Lo que estaba en juego en la Independencia no era solamente un trono y un cetro, sino una forma latina de ser y de sentir. Emancipación y libertad jurídicas constituían el paso previo e indispensable para la emancipación intelectual y la libertad moral, es decir, la capacidad de pensar por cuenta propia y la capacidad de autodeterminación. Una y otra podían reclamarse como herencia latina.
Alfonso Reyes (1989-1959): “El vino de la justicia y la seda del bienestar”
No es ninguna casualidad que Alfonso Reyes se ocupe de Miguel Hidalgo en su “Discurso por Virgilio” de 1930. Reyes llama a Virgilio “gloria de la latinidad” y a México “mantenedor constante del espíritu latino”. Reyes, como Caso, suele ver en la historia de México un proceso de “latinización”. “El concepto de civilización latina”, nos previene Reyes, “es ancho y elástico. No sólo salta barreras de religión, puesto que tan latinas son las ruinas del Foro pagano como la cúpula de San Pedro” (Reyes, 1960, p. 159). Reyes, al igual que Caso, evita interpretar la historia de México a partir de categorías como “hispanidad” e “indigenismo”. Pensar la historia y el porvenir de México a partir de la “latinidad” posee la enorme ventaja de pensar a México como desligado de una etnia o una religión específicas y de pensar a México, no como una nación aislada y peculiarísima, sino como el afluente de un río más caudaloso.
A diferencia de Caso, Reyes no tiene en mente la latinidad del Renacimiento o de la Revolución francesa. Su mirada se retrotrae varios siglos, hasta la Antigüedad helénica y romana. Allí detecta los gérmenes del “espíritu latino”:
Un ideal de armonía.
Un humanismo (un gesto constante de devolver al hombre su lugar en medio del concierto de la naturaleza).
Una voluntad racional.
“No puedo nombrar al padre Hidalgo, en ocasión que de Virgilio se trata, sin detenerme a expresar el encanto de héroe propiamente virgiliano que encuentro en su figura” (Reyes, 1960, p. 167). Uno creería que Alfonso Reyes afirmó lo anterior con un ejemplar de la Eneida en la mano. Al fin y al cabo, es ahí donde asistimos al misterio del “sentimiento nacional”. Pero no fue así. El Miguel Hidalgo que evoca Reyes tiene más que ver con las Geórgicas que con cualquier otro texto de Virgilio. Reyes nos recuerda que el cura Hidalgo, antes de enarbolar el estandarte de la Virgen de Guadalupe y de lanzarse al campo de guerra, perseguía dos empresas agrícolas: el cultivo de las vides y la cría del gusano de seda. Aun antes de ser un padre fundador y un guerrero, el cura Hidalgo, “el afrancesado”, como le decían sus amigos, fue un agricultor. Reyes agrega:
Al Padre de la Patria lo mismo podemos imaginarlo con el arado que con la espada, igual que a los héroes de Virgilio […]. Este maridaje virgiliano de agricultura y poesía ¿no fue acaso el sueño de Hidalgo, el sueño del padre de la patria? No lo hemos realizado aún. Pero al procurar para el pueblo el vino de la justicia y la seda del bienestar, ya vamos luchando lo posible para que la tierra sea más grata a los hombres (Reyes, 1960, p. 168).
El cura Hidalgo -dice Reyes en otro lugar- todavía no se quita las botas de campaña.
José Vasconcelos (1882-1959): “Hidalgo no hizo sino desastres”
“Hay no sé qué ritmo trágico en la historia nacional que entristece al observador” (Vasconcelos, 1998, p. 214). En José Vasconcelos, la tristeza se convertía con frecuencia en rabia. Su Breve historia de México, escrita por encargo de la editorial Botas y publicada en 1937, es un libro que rezuma bilis. La Independencia no aparece aquí como “el efecto saludable” de ningún desarrollo; no se gestó, según Vasconcelos, en la interioridad de ninguna conciencia mexicana; no significó, como querían Caso o Reyes, el despliegue de ninguna latinidad. “Nuestra emancipación fue forzada por los enemigos del exterior. Ni estábamos preparados para ella ni la deseábamos” (Vasconcelos, 1998, p. 191). Iturbide tuvo que mandar sacar a Vicente Guerrero de la sierra, reducido ya a curiosidad insurgente, para simular el abrazo de Acatempan y revestir con un mínimo de legitimidad nacional lo que no era más que una conjuración personal. Para esas fechas (1821) ya nadie se acordaba ni remotamente de Miguel Hidalgo. Su fama y su prestigio -arguye Vasconcelos- se deben a una elaboración propagandística posterior. “Hidalgo no hizo sino desastres” (Vasconcelos, 1998, p. 214). A su lado no hubo hombres de primera. Carecía de programa. Su movimiento habría que calificarlo, en el mejor de los casos, de “inoportuno”. “Hidalgo era ilustrado para cura de pueblo”, concede el Ulises criollo, “pero no poseía dotes extraordinarios en ningún género de actividad” (Vasconcelos, 1998, p. 214). Se dejó arrastrar, tristemente, por los bajos instintos populares. “El grito de Hidalgo era el comienzo de la serie de gritos fatídicos del desastre nacional” (Vasconcelos, 1998, p. 216).
La Independencia supuso un retroceso. Nos privó de la protección de la metrópoli y nos dejó a merced de la voracidad estadounidense. Nos privó, también, de nuestra más robusta tradición hispana. A la pregunta de quiénes fueron los principales beneficiarios de “nuestra” Independencia, Vasconcelos responde sin dubitaciones: los yanquis y los ingleses.
Vasconcelos compartía con sus compañeros de generación la idea de que la historia del continente americano era la historia de una pugna no resuelta entre latinidad y sajonismo. El mundo anglosajón, tan alejado de Roma, nunca había alcanzado (ni alcanzaría) la estatura cultural de una Castilla o de una Andalucía. Se ve claramente que, para Vasconcelos, el referente de latinidad no es Virgilio ni la Italia renacentista ni la Francia revolucionaria, sino la península ibérica.
Hidalgo, de ser un héroe latino, pasa a ser, por obra de Vasconcelos, un enemigo de la latinidad. Malaconsejado por agentes de logias yanquis, Hidalgo azuzó el odio a lo español y a lo latino. La historia nacional -concluye el autor- no acaba de entenderse sin “la propaganda pérfida, desleal” y sin “las sociedades secretas que, en secreto, nos hacen odiar todo lo que es carne de nuestra carne”, convenciéndonos de “la grandeza insuperable de todo lo que es sajón” (Vasconcelos, 1998, p. 210).
Samuel Ramos (1897-1959): “Hasta la raza más fuerte se hubiera sentido empequeñecida”
En 1932, Samuel Ramos, un filósofo michoacano ligado al grupo de los Contemporáneos, sin una bibliografía copiosa a sus espaldas, sin ningún mérito visible más allá de haber protagonizado un pleito con su maestro Caso, dejó caer como un trueno su diagnóstico de que el mexicano padecía de un “complejo de inferioridad”. Este complejo consiste en una conciencia exagerada de la propia debilidad y en un esfuerzo, también desmesurado, por lucir superior y más fuerte. El sentimiento de inferioridad “es una ilusión óptica que resulta de medirse con escalas de valores que no corresponden a la estructura anímica propia” (Ramos, 2011, p. 483). Este desajuste entre lo que uno es y cómo uno se concibe es típico de los países coloniales.
La de Ramos era una constatación, no una valoración. No afirmaba, desde un pedestal, que el mexicano fuese inferior y débil, sino, únicamente, que se sentía inferior y débil por efecto de un trauma que se remontaba a la Conquista y a la Colonia. A pesar de esta sutil observación, “los mexicanos hirvieron al rojo vivo al oír lo que afirmaba nuestro filósofo y a punto estuvieron de privarlo de la nacionalidad por el atrevimiento de dejar caer tales improperios” (Uranga, 1959, p. 7). Se hicieron amagos de llevarlo a la cárcel en cumplimiento del artículo 200 del Código Penal Federal (que proscribía y perseguía de oficio la circulación de libros e imágenes obscenas). Ramos quedó absuelto y su diagnóstico de un “sentimiento de inferioridad”, corroborado. El filósofo había tocado una fibra sensible del carácter nacional.
Ramos revisitó la historia con ojo de psicoanalista. No le interesaban tanto las figuras señeras, los héroes y las individualidades extraordinarias como los fenómenos colectivos y psíquicos. Para Ramos, la Independencia puede explicarse como una reacción para sobreponerse al sentimiento de menor valía. Una vez que se sacudió de encima el yugo de la servidumbre colonial, el pueblo de México se sorprendió a sí mismo con los miembros y con la voluntad entumecidos.
No habían tenido libertad para ejercitarla […]. Sienten que su voluntad flaquea, pero su debilidad no es real; en parte, se debe a la falta de ejercicio, en parte es relativa a la magnitud de los proyectos. Los mexicanos querían hacer tabla rasa del pasado y comenzar una nueva vida como si antes nada hubiera existido […]. Lo que pretendían hacer los mexicanos en aquel momento, no por soberbia, pero sí por irreflexión, era volver la espalda a su propio destino, cuando con esta palabra designamos precisamente a ciertas fuerzas que actúan de modo ineludible en nuestra vida. Sin darse cuenta, los hombres que iniciaban nuestra nacionalidad libre se echaban a cuestas una empresa sobrehumana, y hasta la raza más fuerte se hubiera sentido empequeñecida ante una obra de esa magnitud (Ramos, 1951, p. 38).
La Independencia ya no aparece ante la mirada de Ramos como la realización -siempre parcial- de valores tradicionalmente latinos o como la prolongación, bajo un nuevo signo (el de la libertad), del catolicismo. La Independencia aparece como una ruptura tajante, demasiado tajante y ambiciosa; una desproporción entre las posibilidades reales y el ideal. El sentimiento de inferioridad se profundiza. Lo que sigue es un siglo marcado por el “mimetismo de lo extranjero”. “Lo que en realidad hacemos”, escribe Ramos, “es crear una ficción que alienta nuestro espíritu haciéndole creer que México está a un nivel superior de civilización” (Ramos, 2011, p. 482).
Ramos lleva a cabo de manera más nítida que sus predecesores la introyección de la historia nacional. El conflicto de la Independencia es cuando menos doble: una batalla en contra de potencias extranjeras y opresivas y una batalla del mexicano consigo mismo. La Independencia es, ante todo, un trauma.
Ramos no hace suyo el binomio latinidad-sajonismo. Conserva, eso sí, una concepción agonista de la historia. Nuestro carácter es el resultado de un largo litigio. Para Ramos es tan importante el hecho material de la dominación como la sensación de ser dominados. Su filosofía es particularmente sensible a la impotencia que nos atenaza y que nos impide actuar y a los muchos mecanismos que ponemos en marcha para aliviar esta punzada de impotencia. La Independencia es un trauma. Toma lugar en los campos, en las sierras y en las ciudades de México, pero también en el inconsciente colectivo. Deja huellas mnémicas profundas. Su saldo: la emancipación jurídica, sí, pero también un desequilibrio entre la mente y la realidad circundante.
En su Historia de la filosofía en México, de 1943, Ramos volvió a tratar el tema de la Independencia. Esta vez prescindió del aparato psicoanalítico de Alfred Adler y se decantó en su lugar por la sociología del conocimiento de Max Scheler. ¿Cuáles fueron las raíces ideológicas de la revolución de Independencia? Ramos respone:
Las lecturas predilectas entre la gente letrada eran los libros de doctrina política, en particular los enciclopedistas franceses. Las obras de Voltaire, Juan Jacobo Rousseau, Montesquieu, circulaban de mano en mano entre los abogados de la capital, los canónigos provinciales, los curas de los pueblos. Francia fue el modelo de cultura más atrayente a la clase intelectual, que aprendía el francés para leer a los escritores de aquel país en los textos originales (Ramos, 1943, p. 103).3
El influjo de los enciclopedistas franceses fue decisivo, pero no único. Miguel Hidalgo pasó por las aulas de los jesuitas. Allí se empapó de las tesis de Francisco Suárez. Apunta Ramos: “Los jesuitas, que seguían la tradición suarista, no aceptaban la tesis del derecho divino de los reyes, sino que defendían el origen popular de la soberanía y, en consecuencia, nunca fueron respetuosos con el Estado” (Ramos, 1943, p. 104).
Juan Hernández Luna (1913-1995): “El demiurgo de la mexicanidad”
El 8 de mayo de 1948, Juan Hernández Luna pronunció un discurso en la Universidad Michoacana para conmemorar el aniversario del nacimiento de Hidalgo. Hernández Luna, al igual que su maestro Ramos, era oriundo de Michoacán. Sentía un especial afecto por la figura tutelar de Hidalgo y un afecto no menor por su terruño. Ambas pasiones lo acompañarían por el resto de su vida. Hernández Luna fue un discípulo de Ramos en el sentido más radical del término: adoptó las tesis y los presupuestos de su mentor y los llevó a sus últimas consecuencias. Recibió una formación historicista de la mano de su otro maestro, el doctor José Gaos. Fue en las aulas de este “transterrado español” donde Hernández Luna aprendió que las ideas no son abstracciones de validez universal que rondan por el firmamento en espera de su descubridor, sino acciones de un hombre de carne y hueso en un contexto determinado y siempre mudable. Hidalgo había sido un hombre de carne y hueso. Se trataba de una perogrullada, de una cosa obvia, pero que muchos intérpretes perdían de vista. Para comprender a Hidalgo era indispensable comprender el ambiente (cultural, psicológico e incluso estético) de la Nueva España a finales del siglo XVIII. Hernández Luna acometió la hazaña de reconectar a Hidalgo con sus fuentes nutricias.
Ni la Alemania protestante, ni la Francia enciclopedista, ni la Europa científica, ni la independencia de Norteamérica, ni la Revolución Francesa, son la tierra donde hunde directamente sus raíces ideológicas la formación intelectual de Hidalgo y las que dan sentido a nuestro movimiento de independencia (Hernández Luna, 1948, p. 71).
Las distintas representaciones de Hidalgo (la representación positivista de Gabino Barreda, la marxista de Vicente Lombardo Toledano, incluso la representación de Ramos, que ponía el énfasis en los enciclopedistas franceses) adolecían de un error de perspectiva histórica. Los vendavales revolucionarios parecían venir siempre de fuera. Sin embargo, puntualiza Hernández Luna:
Cuando llegaron a México las primeras noticias de las revoluciones de Estados Unidos y de Francia, ya hacía tiempo que en la Nueva España se había comenzado a producir un serio y vigoroso movimiento de renovación cultural, en el que las ideas de autonomía nacional, de libertad política y de igualdad de derechos para todos los hombres, eran lugares comunes entre los mexicanos ilustrados de la segunda mitad del siglo XVIII. Lo que hacen las ideas de las revoluciones de Norteamérica y de Francia, es seguir el ancho cauce de la conciencia nacional y del anhelo de libertad que nosotros mismos habíamos comenzado a forjar con nuestra renovación cultural del XVIII. Los ejemplos de Estados Unidos y de Francia, no producen nuestro movimiento de independencia, lo estimulan en sus ansias, lo apuran, lo jalonan y colaboran con él hasta el día en que ha de estallar en Dolores. Afirmar lo contrario, como hasta hoy se ha venido haciendo, es desestimar nuestras propias potencias históricas, es desvalorizar nuestra propia riqueza de ideales autóctonos, es desconocer nuestra realidad cultural del siglo XVIII, es dar a nuestra revolución de independencia padres espurios cuando existen los legítimos (Hernández Luna, 1948, p. 72).
Ramos ya había mencionado, aunque de pasada, a los maestros jesuitas del cura Hidalgo. Es Hernández Luna quien da a estos maestros el protagonismo que merecen. Empieza por nombrarlos: José Rafael Campoy, Francisco Xavier Clavijero, Francisco Xavier Alegre, Andrés Cavo, Andrés de Guevara y Besoazábal, Pedro José Márquez, Manuel Fabri, Juan Luis Maneiro, Diego José Abad, Agustín Castro. Fue en las bóvedas internas de estos eruditos criollos que se incubó la conciencia nacional. Ellos ya no se sentían españoles. Tampoco podían identificarse con la cultura indígena. Ellos se sentían, simple y llanamente, mexicanos. Buena parte de su obra tenía el propósito de exaltar la mexicanidad “para demostrar que la vida de la Nueva España no es inferior a la de la Metrópoli española, ni a la de ninguna metrópoli europea, y para hacer notar que el hombre ‘americano’ no es inferior en capacidad al hombre ‘español’, ni al hombre ‘europeo’” (Hernández Luna, 1948, p. 74).
La “revolución de las conciencias” de estos maestros jesuitas adquirió en Hidalgo la forma de una “revolución teológica”. En 1784, a los treinta y un años, Hidalgo redactó en castellano y en latín una Disertación sobre el verdadero método de estudiar teología escolástica. Su tono es cáustico e inclemente. No perdona a aquellos teólogos que dedican su vida a tejer y destejer inútiles telarañas conceptuales. ¿Por qué contentarse con bellotas secas -se pregunta Hidalgo- teniendo a disposición “unas frutas tan deliciosas con las que se nos han franqueado del siglo pasado a esta parte”? (citado en Hernández Luna, 1948, p. 77). Sus críticas se extienden a la doctrina de las formas sustanciales y accidentales de la filosofía aristotélico-tomista.
A la revolución teológica de Hidalgo habría de seguirle, dieciséis años más tarde, una revolución social y una revolución armada. Lo que empezó como un chisporroteo en la conciencia de algunos jesuitas avezados y rebeldes acabó como un incendio.
Ya se ve que, para Hernández Luna, el Padre de la Patria no vivió desconectado de su entorno local y volcado a las primicias del extranjero. Muy por el contrario: supo dar continuidad a una inercia netamente autóctona y supo transmitir estos ímpetus revolucionarios al pueblo de México. Don Ignacio Ramírez pensaba en Hidalgo como en una especie de “demiurgo de la mexicanidad”. Llevaba algo de razón: Hidalgo convirtió en actualidad lo que para sus maestros había sido mera posibilidad (cfr. Hernández Luna, 1954).
La Independencia de Juan Hernández Luna dista de ser simple: abarca varias décadas: va de finales del siglo XVIII a principios del XIX. Se compone de varios momentos o estadios: una revolución de las conciencias, una revolución teológica, una revolución social y, finalmente, una revolución armada.
Leopoldo Zea (1912-2004): “Los criollos no imaginaron la existencia de fuerzas tan poderosas”
El 19 de marzo de 1947, Emilio Uranga fue nombrado ayudante honorario de Leopoldo Zea en el curso de Historia de las Ideas en Iberoamérica. Zea estaba por entonces en el ojo del huracán. Sus tesis de maestría y de doctorado sobre el positivismo en México (publicadas en 1943 y 1944) lo habían catapultado a “símbolo de la nueva generación filosófica” (Arai, 1943, p. 8). Uranga no se quedaba atrás. Todavía no era el autor de ningún libro “clásico”, pero su inteligencia luciferina era ya temida y admirada en los pasillos de la Casa de los Mascarones.
Zea y Uranga hicieron una mancuerna genial. Lideraron entre ambos un grupo de estudio y de lectura que con el correr de los meses y con la llegada del existencialismo francés daría paso al Grupo Hiperión. El propósito de los hiperiones nunca fue desgranar con rigor textualista los renglones de Kant, Husserl, Heidegger o Sartre. Su ambición era otra: expropiar la filosofía tal y como Cárdenas había expropiado el petróleo. Hacer una filosofía nacional no equivalía a hacer una filosofía nacionalista. Zea y Uranga fueron siempre enemigos acérrimos del chauvinismo y de cualquier intento por podarle las antenas a la reflexión filosófica. Quizás hoy convenga hablar de los hiperiones como de filósofos poscoloniales.
Una expresión favorita de Zea era la de “independencia cultural”. La elección de la palabra “independencia” no era inocente. Zea se concebía a sí mismo como el último combatiente de una larga batalla. La historia de México era, desde su óptica, la historia de un pueblo en busca de su “mexicanidad”, entendida esta “mexicanidad” no como una entelequia suspensa en el aire, sino casi como realismo: el contacto sensual y epidérmico del mexicano con su realidad inmediata.4 La historia de México es la historia de un pueblo vigoroso que se elige a sí mismo, una y otra vez, como pueblo libre; la historia de un pueblo en perenne conquista de su realidad: una realidad encubierta, desatendida, negada. “Esa realidad que desde la Conquista se quiso cubrir de mil maneras, exige su reconocimiento” (Zea, 1974, p. 154). El motor de esta historia ha sido un impulso incontenible de libertad y una demanda, no menos incontenible, de autenticidad. La realidad que se quiere ignorar -advierte Zea- termina por explotar con toda su furia. Y así ha acontecido en México. Aquí el curso de la historia no se ha ceñido a un proyecto o plan racional. Su curso lo ha determinado la furia sorda y ciega. El móvil de la Independencia no habría que buscarlo en la Alemania protestante, en la Francia revolucionaria o en la Norteamérica independiente -tengamos en cuenta las precauciones de Hernández Luna-, sino en la “combustión de los huesos”.5 Zea no destaca tanto en Miguel Hidalgo al representante de la Ilustración francesa y la Escolástica suarista cuanto al representante de una furia libertaria.
El criollo de fines del siglo XVIII y principios del XIX aspira ahora al predominio social, económico y político que se encuentra en manos del español de la metrópoli. No intenta transformar el orden social, simplemente aspira a tener su dirección política. El orden de las castas debe permanecer inalterable […]. Rico, fuerte, lleno de optimismo, [el criollo] no tendrá por qué seguir aceptando el patrocinio español. Empiezan las conjuras, las conspiraciones por obtener, siempre que sea posible, por medios pacíficos y de persuasión, el cambio político anhelado. Pero otra parte de la realidad mexicana, esa parte ignorada, oculta, la de un pueblo sofocado en estamentos raciales y cansado de explotaciones, cambiará estos proyectos. Esta parte de nuestra realidad nada sabe de mexicanidad, humanismo y modernidad, únicamente sabe de un mundo en el cual le corresponden papeles de explotado. Carece de planes, de doctrinas, simplemente siente descontento. Le mueve, no el optimismo del reconocimiento de sus propias fuerzas, sino la desesperación de sentirse sin ellas. Cuando el criollo se lanza a la revolución para expulsar al continental y quedarse con el poder, el pueblo le sigue porque intuye un cambio que ha de significar el cambio de su situación. El criollo es tomado por sorpresa y arrastrado en un movimiento que nunca ha deseado. Movimientos populares como el de Hidalgo y Morelos llenan de terror a los criollos que no imaginaron la existencia de fuerzas tan poderosas (Zea, 1974, p. 154).
En 1810, la nación libró una feroz batalla en contra del Imperio español y a favor de su libertad política. La nación no es nunca, para Zea, un bloque monolítico e inerte. En su interior se desatan pugnas dialécticas, en este caso la pugna entre un pueblo explotado y ayuno de doctrinas y una casta criolla “rica, fuerte y llena de optimismo”. A Hidalgo habría que ubicarlo en el bando inflamable del pueblo y no en el bando de aquellos criollos que urdían planes y justificaciones (teológicas, filosóficas, jurídicas) para hacerse con el poder político.
Años más tarde, por obra de la Constitución de 1857 y de la Guerra de Reforma, la nación inició una segunda lucha independentista, esta vez frente al dominio mental ejercido por el clero. Con la Revolución de 1910, el país le plantó cara a una tercera forma de dominación que lo oprimía desde la Colonia: el dominio de la tierra. Finalmente, con la expropiación petrolera del 38, los mexicanos habían terminado de apuntalar su dignidad (cfr. Zea, 1947a, p. 3).6 Emilio Uranga escribirá en el 58: “La filosofía sobre el mexicano era expresión de una vigorosa conciencia nacional. Tenía en lo espiritual un sentido semejante al que en lo económico había inspirado la ‘expropiación’ realizada por Cárdenas” (Uranga, 1962, p. 553).7
La independencia cultural era el último peldaño de una tortuosa escalera. Constituía un importante punto de inflexión. Por fin la historia, con el concurso de los filósofos, podría pensarse a sí misma y por fin podría dotarse de una orientación racional.
Emilio Uranga (1921-1988): “Un proyecto de embotamiento ante las cosas, de embobamiento, de perplejidad estúpida…”
Emilio Uranga asimiló mejor que ninguno las enseñanzas de Zea y criticó mejor que ninguno el “complejo de inferioridad” de Ramos. En su famoso libro de 1952, Análisis del ser del mexicano, Uranga hace una distinción fundamental. No es lo mismo, afirma, sentirse inferior que sentirse insuficiente. Ambos sentimientos surgen de una “radical impotencia”, pero la manera de lidiar con esta impotencia es muy diferente en cada caso. El sentimiento de inferioridad nos hace agachar la cabeza frente a la mirada inclemente del superior. De aquí que la inferioridad sea un entregarse al criterio ajeno y una renuncia a cualquier intento de autonomía. En otras palabras, no hay sentimiento de inferioridad sin el reconocimiento tácito o explícito de un otro al que se juzga como autoridad y como encarnación plena de aquellos valores e ideales que nosotros, por debilidad intrínseca, no podemos encarnar. Este otro es el único que puede salvarnos de nuestra miseria; nosotros jamás podríamos salvarnos por nuestros propios medios. El “complejo de inferioridad” vendría a ser una sumisión, pero no una cualquiera, sino una sumisión rebelde, con el resultado paradójico de que cada intento contestatario por afirmar nuestra superioridad redunda en una afirmación, acaso más dolorosa, más hiriente, de nuestro “ser inferior”.
El “complejo de inferioridad” nos hunde en un círculo vicioso. ¿Es posible, se pregunta Uranga, trocar el sentimiento de inferioridad por el de insuficiencia? Sentirse insuficiente no es sentirse atenazado y vilipendiado por una mirada ajena; tampoco se traduce en una espera exangüe de la salvación. Aquí no podríamos hablar propiamente de sumisión y entreguismo. La insuficiencia nos hace ver, simplemente, que no hemos llevado a plenitud un determinado valor y que es menester un mayor empeño. La insuficiencia pone ante nuestros ojos un todavía no de carácter existencial. Es una exhortación a redoblar los esfuerzos para alcanzar ese valor que nos propusimos y que todavía no alcanzamos. El punto de referencia no es algún Otro superior -casi siempre un Otro extranjero-, sino uno mismo. Trocar la inferioridad por la insuficiencia es, en palabras de Uranga, depositar nuestra fe en “la capacidad que tiene el individuo de darse por sí mismo la suficiencia de que carece” (Uranga, 1952 p. 54).
Para Emilio Uranga, el “complejo de inferioridad” no había sido exactamente un diagnóstico sino una hipótesis de trabajo con un enorme poder explicativo. Ramos había hecho una relectura de la historia nacional a partir de esta hipótesis. Cabía hacer ahora un examen del pasado con el binomio insuficiencia-suficiencia en mente.
Aplicar la tesis de un “complejo de inferioridad” a los criollos que en las postrimerías del XVIII pugnaron por la Independencia de México parece “justo” y “verdadero”. Empero el caso no es, a nuestro parecer, tan sencillo de explicar sólo por el “complejo de inferioridad”. El criollo se sentía “suficiente” y hasta “superior” frente al peninsular. Los resultados, empero, de sus luchas libertarias, demostraron justamente lo contrario, es decir, su “insuficiencia” y su “inferioridad” (Uranga, 1952, p. 55).
Ya Leopoldo Zea había llamado nuestra atención sobre el optimismo y la suficiencia -por no hablar de la jactancia- de los criollos finiseculares, y nos había hecho ver cómo este optimismo se estrelló de frente con la furia ciega del pueblo y con los reclamos de una realidad que no estaba de humor para utopías ni para planes racionales. Los fracasos inmediatamente posteriores a la Independencia -la incapacidad del estamento criollo para poner orden en el nuevo país- inauguraron una época de “amargura” y “desaliento”. No fueron pocos los mexicanos que interpretaron su insuficiencia como inferioridad constitutiva y ontológica. Surgió toda una hueste de “entreguistas” y de “extranjerizantes”. ¿Cuál fue el error (o la maldición, como la llama Uranga) de estos mexicanos? El haber concebido a la nación como una cornucopia de riquezas desaprovechadas.
[El criollo] quiso adueñarse de su rico ser como si con alargar la mano lo tuviera ya en casa y sólo se tratara de disputar su segura y no perecedera posesión a otro propietario que la usufructuaba. La idea de que era robado por el peninsular no le dejó ver que era pobre. Y cuando expulsó al intruso se encontró con que los haberes cuyo gozo se prometía se habían desvanecido. La amargura fue entonces inevitable, y también la desesperación, que por desgracia no llegó hasta el extremo, porque todavía siguió engañado por la falaz idea de que el sentido de su vida estaba puesto en el haber y no en el hacer (Uranga, 1952, p. 56).
La independencia, concluye Uranga, es una noción equívoca, “ya que lo mismo puede significar autonomía de elección y liberación por la propia obra, que independencia en cuanto a capacidad de disponer de una riqueza de que se tiene la propiedad. En el criollo actúan las dos ideas de independencia como proyecto de haber propio, como ‘independencia económica’” (Uranga, 1952, p. 56; cursivas de Uranga).
La Independencia no es, para Uranga, un trauma psicológico, sino una sacudida existencial. Tras esta sacudida se barajaron distintos proyectos de nación, unos más auténticos que otros. Algunos vieron en la Independencia una oportunidad para elegirse a sí mismos como individuos libres, capaces de postular y de realizar los valores propios. Algunos otros, ante las circunstancias adversas y ante los constantes fracasos por sacar adelante a la nación, se parapetaron en su presunta debilidad y entendieron -o malentendieron- la Independencia como un proyecto “estético” (un proyecto de disfrute de lo “dado”, lo natural, lo inmediato). Detrás de cualquier posición “entreguista”, malinchista o nacionalista se agazapa la frustránea y falaz idea de una patria rica y abundante en haberes. La Independencia produjo, entre otros resultados, la cosificación de la patria, el “embotamiento ante las cosas”, una “impotencia del espíritu ante la exterioridad imponente de la naturaleza” (Uranga, 1952, p. 55), la desesperación y la amargura por no poder disfrutar de las riquezas prometidas y un subsecuente proyecto de ser salvado por los otros. La insuficiencia, en vez de vivirse resueltamente como desafío y como quehacer, se vivió, de manera más o menos generalizada, como inferioridad.
El “complejo de inferioridad” había sido una excelente hipótesis en el momento de su enunciación (1932-1934), pero ya no bastaba para apresar los equívocos y los vaivenes de la Independencia. “En verdad el criollo no padecía de ‘complejo de inferioridad’. Su defecto consistió más bien en sofocar el sentido de su insuficiencia” (Uranga, 1952, p. 55).
El defecto de Ramos, por su parte, había sido confiar en la teoría psicoanalítica como instancia última de explicación.
El psicoanálisis no alcanza verdaderamente el núcleo del hombre, se mueve en un plano relativamente poco profundo […]. Hay algo más hondo que sus complejos y que en lenguaje existencialista describiríamos como su proyecto fundamental, libremente elegido […]. Lo que efectivamente es importante no son los complejos sino la libertad que por debajo o por encima de ellos planea un mundo de acción. No se es héroe o luchador por los complejos sino a pesar de los complejos […]. Acogerse a los complejos es acogerse a una instancia salvadora que releva de la responsabilidad a una causa y a un proyecto; es, digamos nuevamente en términos existencialistas, obrar de mala fe (Uranga, 1948, p. 11).
El error del psicoanálisis consistía, a juicio de Sartre, en buscar la explicación de la conducta humana en acontecimientos pasados (la Conquista, por ejemplo), en lugar de comprender al hombre por su “proyecto ontológico fundamental”. Para Ramos, las raíces -ya no ideológicas, sino psicológicas- de la Independencia se hundirían hasta el trauma primordial de la Conquista: el encontronazo, como dijera Reyes, entre un tosco guijarro y una refinada vasija. Para Uranga, en cambio, el sentido -que ya no las raíces- de la Independencia habría que buscarlo en lo que vino después: la sanguinolenta aventura de una nación en pos de su libertad y de unas formas de expresión auténticas.
Emilio Uranga volvió a blandir la pluma en 1960, esta vez para recordar la abolición de la esclavitud decretada por Miguel Hidalgo en la ciudad de Guadalajara. Habían transcurrido ocho años desde la publicación del Análisis. Pocos rastros quedaban en CU de la “filosofía de lo mexicano” y del existencialismo. Uranga había ido y vuelto de Europa y se desempeñaba en esos momentos como profesor (de “Filosofía Alemana Contemporánea”, de “Axiología”), como periodista de estilo mordaz y como consejero del Poder Ejecutivo. De hecho, mientras escribía sobre Miguel Hidalgo, estaba inmerso en una acalorada discusión sobre el sentido y el porvenir de la Revolución mexicana. Algunos la declaraban ya extinta. Otros consideraban a la Revolución cubana como su extrapolación natural. Uranga no sostenía ni una cosa ni la otra. Fiel a su formación fenomenológica y existencialista, pensaba en la Revolución como en un proceso y una labor inacabadas. No se trataba de un hecho histórico ya consumado, sino de una especie de brújula y una fuente de inspiración constante. Se asemejaba en esto a la sinfonía inconclusa de Franz Schubert. Nadie nunca podrá jactarse de haberle puesto punto final a esta pieza maestra. Cada oyente tiene que responder -afirmativa o negativamente- a la solicitud de completarla.8
En esos ocho años, Emilio Uranga no había vuelto a tocar el tema de la Independencia. Otros asuntos (Goethe, Marx, Lukács) habían acaparado su atención. Estamos ante un “retorno maléfico” a los parajes de su juventud. Uranga retoma la tesis de que la Nueva España atravesaba uno de sus momentos de mayor esplendor y bonanza cuando estalló el movimiento armado. Las minas de Guanajuato y de Zacatecas producían más plata y más oro que nunca. En los puertos de Veracruz y de Acapulco florecía el comercio. Son los días dorados de la nobleza criolla, “días de brocados y de sedas finas”. “Los mexicanos miran en su torno la opulenta riqueza de su país y pronuncian un decidido voto de confianza, de entusiasmo y de optimismo” (Uranga, 1960a, p. 2).9 Ya sabemos que esta debilidad de los criollos por la opulencia, este cómputo imaginario de las riquezas nacionales, habrían de convertir la confianza, el entusiasmo y el optimismo en desesperación, desaliento y sentimiento de inferioridad. El Uranga de 1960 no recorre estos vericuetos de la psique criolla. Le interesa destacar únicamente el papel de Miguel Hidalgo como heraldo de la democracia.
Ese seis de diciembre de 1810 se anunció por vez primera en toda la latitud del nuevo mundo que quedaba borrada de las leyes, y en la práctica, la infame institución de la esclavitud […]. Desde la ciudad de Guadalajara se derramó sobre toda América uno de los principios esenciales de la democracia (Uranga, 1960a, p. 2).
Uranga no pone ya el acento en el conflicto psicológico-existencial (es decir, el conflicto entre un sentimiento de inferioridad y un sentimiento de insuficiencia). El conflicto nodal de la Independencia parece ser ahora la desigualdad y sus múltiples caras: la esclavitud flagrante, la servidumbre disimulada (“aunque no por eso menos efectiva y oprobiosa”), la discriminación racial. “La convivencia pacífica y armónica de todas las capas sociales, sin distinción de color o de origen, fue desde su nacimiento el sentido de nuestra lucha libertaria. La historia posterior de México no ha desmentido ni una sola vez este principio rector de su evolución y de su progreso” (Uranga, 1960a, p. 2). Uranga nos dice, sottovoce, que México ha llevado, desde el 6 de diciembre de 1810, la batuta de la lucha libertaria en América Latina. El rumbo de nuestro país, por consiguiente, no se encuentra cifrado en ninguna isla caribeña ni en ninguna doctrina exótica. Hay que atender en todo caso a nuestras potencias vernáculas. Hay que voltear a ver la morfología de nuestro suelo y de nuestro espíritu. Y hay que voltear a ver a ese “caudillo que imprimió en el pueblo mexicano, de una manera inextinguible, el sentimiento y la conciencia de su humanidad” (Uranga, 1960a, p. 2).
Emilio Uranga hizo patente el paralelismo entre Independencia y Revolución en un artículo de 1963. Escribe:
No es arbitrario asociar los nombres de don Miguel Hidalgo y Costilla y de don Francisco I. Madero como los dos mexicanos criollos que más han hecho en nuestra historia por deshacer el muro de los intereses creados en sociedades como la colonial, en un caso, y la porfirista, en el otro […]. Estos dos hombres sacudieron la modorra en que se soportaba la sumisión, la explotación y la discriminación, lanzando al pueblo a la calle para tomarse y cobrarse sus derechos escarnecidos con cualquier arma en la mano que pudiera procurarse (Uranga, 1963c, p. 8).10
Ambos fueron apóstoles y a la vez mártires de la igualdad. Ambos significaron un “instante precioso” de nuestra historia en que “el fervor de un caudillo visionario se unió estrechamente a los instintos populares” (Uranga, 1960b, p. 85). Ambos quebrantaron esa ilusión “apacible, deleitosa y regalada” en que vegetaban criollos y hacendados. La paz novohispana y la paz porfiriana eran apenas un fino velo que ocultaba una rampante desigualdad, hasta el punto de que podríamos decir, parafraseando a Abad y Queipo, amigo de Hidalgo, que en la Nueva España como en el México de Porfirio Díaz solo había dos clases: aquella que lo tenía todo y aquella otra que carecía de todo.
Uranga estaba aquejado de dos preocupaciones: le preocupaba, en primer lugar, el pernicioso influjo del marxismo-leninismo, y le preocupaba, en segundo término, la delgada pero visible grieta que comenzaba a extenderse a lo largo y ancho de la pirámide priista. La nueva “izquierda delirante” renegaba de la Revolución; desconocía o fingía desconocer nuestra tradición libertaria. Era en oposición a esta izquierda rejega y descastada que Uranga sacaba del desván de la historia las figuras de Hidalgo y de Madero. Restituirles un poco de su fulgor y de su ejemplaridad contrarrestaba, en alguna medida, las primicias redentoras del marxismo. Uranga se percataba, sin embargo, de que este no era el único delirio que rondaba por el país. ¿El paralelismo entre Independencia y Revolución podía hacerse extensivo al México de los sesenta? El PIB crecía a una tasa anual promedio de 6.6%; los ingresos per cápita, un asombroso 3.5%. El “milagro mexicano” traía consigo una cálida sensación de prosperidad, confianza y optimismo. Uranga sabía de sobra que estas tres actitudes, en México, solo pueden augurar desgracias. “Hoy apreciamos esa paz y celebramos que exista Cuernavaca con su clima de deleite”, ironizaba el filósofo-funcionario, “pero no podemos rehusarnos a mirar el reverso de estos cuadros idílicos” (1963c, p. 8). Hacía un año del asesinato de Rubén Jaramillo en Tlaquiltenango, Morelos, unos kilómetros al sur de la idílica Cuernavaca. Otros luchadores sociales, como Demetrio Vallejo o David Alfaro Siqueiros, cumplían condena en Lecumberri.
Emilio Uranga acabó de cincelar la efigie de Miguel Hidalgo un año más tarde, el 3 de septiembre de 1964. Un pleito con el historiador Edmundo O’Gorman (1906-1995) le brindó la ocasión perfecta. Esa tarde de septiembre el egregio historiador (y antiguo pupilo de José Gaos) pasó a ocupar la silla número 10 de la Academia Mexicana de la Historia con una disertación sobre el Padre de la Patria, pero no el Hidalgo valeroso que “asestó al colonialismo español el golpe más definitivo”, “el destructor eficaz”, “la fuerza demoledora de carcomidas organizaciones sociales”; no el Hidalgo incendiario, hecho todo de fuego, del mural de Orozco en Guadalajara, sino un Hidalgo cursi, como “dibujo de viñetas románticas” (Uranga, 1964a, p. 8), “una pura costra estética de detestable gusto” (Uranga, 1964c, p. 8).
Emilio Uranga y Luis Villoro salieron de la Academia echando humo por los oídos. “Así no se puede ni hablar de Hidalgo, ni hablar con Hidalgo”, sentenció Villoro (citado en Uranga, 1964a, p. 8). “A Hidalgo”, profirió Uranga, “lo reclamamos como inspirador y abanderado de una política revolucionaria” (Uranga, 1964a, p. 8). De allí su vigencia y la imposibilidad de dispensarle un trato de curiosa reliquia.
O’Gorman no hace en su disertación más que darnos la última versión del Hidalgo de los reaccionarios […]. ¿Quitarle las botas de campaña? En manera alguna, salvo que se piense militar en el Partido Acción Nacional, y que a toda costa se pretenda nulificar esa “agresividad” de Hidalgo que tanta falta nos hace a los que creemos en la Revolución como programa que todavía no ha cumplido con su misión (Uranga, 1964b, p. 8).
Las hazañas de Hidalgo (el Hidalgo de Uranga) podrían resumirse en tres: derribar en un lapso increíblemente breve el régimen colonialista español, abolir la esclavitud y servir de catalizador a la conciencia popular.
Esta zambullida vertiginosa hacia la base de una sociedad para contagiarla de entusiasmo por la revolución es la obra de don Miguel Hidalgo, y a este hombre le debemos los mexicanos la desconfianza radical acerca de cualquier promoción que venga desde arriba en vez de ascender como un torrente desde los abismos de la conciencia popular (Uranga, 1964d, p. 8).11
Miguel Hidalgo era, en suma, para Uranga, el principal promotor y el máximo emblema de la democracia en territorio americano. Nuestro Padre de la Patria -Padre de la Libertad y, más aún, Padre de la Furia Libertaria- no podía ni debía bajar de sus estatuas, como quería O’Gorman, mientras la democracia no fuese una realidad cotidiana en México. Aseverar lo contrario solo podía deberse a una “miopía típica de intelectual” y a una “irresponsabilidad ciudadana”: “[O’Gorman] no se cuida de ver a quién está procurando argumentos para mantener intereses que no son los suyos pero a los que sirve” (1964b, p. 8).
Menoscabar el peso específico de Hidalgo y reducir el movimiento de Dolores a un motín pasajero constituía un craso (si no es que un imperdonable) error. Para Emilio Uranga como para un séquito nutrido de historiadores (que incluía a personajes de la talla de José Luis Mora), Hidalgo había dado inicio a “una revolución que tenía profundas raíces en el corazón de los mexicanos”. Y los mexicanos, añadía el filósofo, “seguimos haciendo latir esa víscera revolucionaria” (1964d, p. 8).
Luis Villoro (1922-2014): “Entre la soberbia del acto libre y la humildad del remordimiento”
Volvamos al año de 1953. De la Imprenta Universitaria, ubicada en Bolivia 17, acaba de salir el más reciente libro de Luis Villoro: La revolución de Independencia. Ensayo de interpretación histórica. La fecha es significativa. En 1953 se festejaba el bicentenario del nacimiento de Hidalgo. Hoy en día este libro nos puede parecer el destello crepuscular del Grupo Hiperión. La huella existencialista se advierte desde las primeras páginas. A Villoro le interesa la “situación” de la Nueva España en los albores de la Independencia. Su investigación no pretende registrar “los avatares de una conciencia desencarnada”:
[…] su protagonista no es una entidad abstracta, sino el hombre concreto arrojado en el mundo […]. Por ende, nuestro estudio se referirá, ante todo, a grupo humanos vinculados por los lazos de un mundo vivido común, y, secundariamente, a las individualidades que destaquen en su seno (Villoro, 2010, p. 15).
Una vez que se pasa por debajo de este frontispicio fenomenológico-historicista-existencialista, es común toparse con la “actitud histórica” de una determinada clase social o con el roce angustioso entre la “facticidad” de una país colonialista e hispano hasta la médula y la “trascendencia” utopista del liberalismo.
Para 1953, los miembros del Grupo Hiperión -un grupo de buenos y malos amigos- estaban dispersos por el mundo y por los rincones de la filosofía. Joaquín Sánchez MacGrégor había sido el primero en poner pies en polvorosa y en experimentar una especie de conversión marxista. Jorge Portilla también prestaba oídos, sin dejarse seducir del todo, al cántico del comunismo. Otros hiperiones habían emprendido o estaban por emprender el vuelo rumbo a Europa. Este era el caso de Ricardo Guerra, del propio Luis Villoro y de Emilio Uranga. Las principales obras del grupo ya estaban escritas y en circulación: Conciencia y posibilidad del mexicano (de Leopoldo Zea), Análisis del ser del mexicano (de Emilio Uranga), El amor y la amistad en el mexicano (de Salvador Reyes Nevárez). La fenomenología del relajo ya estaba mayormente escrita, pero guardaba un sueño desapacible en algún cajón. Para colmo, la Casa de los Mascarones, es decir, el escenario y la palestra de la “filosofía de lo mexicano”, estaba por cerrar sus puertas como Facultad de Filosofía. La nueva Facultad sustituiría la fachada churrigueresca por unos corredores largos, asépticos y funcionalistas; el jolgorio y el humo de la cafetería por la paz batallona de los seminarios; el ajetreo del centro histórico por el paisaje lunar y casi místico de los pedregales. No es descabellado considerar a este volumen de Villoro como la palabra más luminosa y postrera del Grupo Hiperión, el final definitivo de una manera de entender y de vivir la filosofía, la clausura de un proyecto que incluía entre sus metas un acto de filiación histórica.
La Independencia que nos ofrece Villoro es la más compleja de todas las anteriores. Le precede una investigación bibliográfica y archivística acuciosa. Semeja por momentos una estructura poliédrica que nos revela poco a poco sus diversas caras. La primera de estas caras o “actitudes históricas” que analiza Villoro es la de los “criollos privilegiados”. Esta actitud habría que tacharla de reformista. Excluidos de los puestos dirigentes, los criollos privilegiados se enseñan a ver en el armatoste administrativo y legislativo un obstáculo para su crecimiento, pero no aspiran, de ninguna manera, a violentar el pacto de vasallaje con el rey. Su queja tiene por blanco una política sobrecargada de burocracia y reducida a “simple faena administrativa” (Villoro, 2010, p. 43). Esta política -apunta Villoro- trae implícita una noción de “patria” como algo acabado, ya hecho, algo que simplemente manejamos. “No hacemos una patria, la tenemos, la administramos, la manejamos. La sociedad no cae bajo la categoría del hacer, sino bajo la del haber” (Villoro, 2010, p. 43). Las similitudes con Uranga brincan a la vista.
La demanda de los criollos privilegiados por nuevas normas de gobierno entraña una demanda aún más radical: una nueva concepción del gobierno. “A la concepción estática de la sociedad se enfrenta una concepción dinámica: mientras el funcionario se atiene al pasado que le entrega formas inalterables, el político está dispuesto a transformar la realidad social conforme a las exigencias del futuro” (Villoro, 2010, p. 45).
Al lado de estos criollos ricos se hallarían los criollos de clase media, el clero medio y el clero bajo. Este grupo social se aloja en un curioso intersticio. No forman parte de la clase productiva pero tampoco pertenecen al sector gobernante. Su frustración y su asfixia son otras. Se sienten injustamente desplazados y como recluidos en un no lugar. Muchos de ellos optan por refugiarse en el reino de las artes y del saber. De esta clase media, económicamente inactiva, surge un grupo reducido de “letrados”. Son optimistas, sí, pero no comparten la alegría y la autosuficiencia de los criollos ricos. “Mientras el criollo privilegiado tratará de adaptar a la realidad social una teoría política inadecuada, la tentativa del criollo medio será exactamente la inversa: negar la realidad existente para elevarla a la altura de la teoría que proyecta” (Villoro, 2010, p. 37).
Son dos puntos de partida situacional distintos y antagónicos. Uno fincado en el presente, otro completamente volcado al porvenir.
Están, por último, las clases trabajadoras: una masa informe de cuerpos cuyo “dolor silencioso” casi nadie escucha ni ve. Este “casi” obedece a una excepción: los curas de aldea. Ellos son los únicos que atestiguan de cerca y palpan el hambre y la enfermedad. La masa de los trabajadores no tiene conciencia de sí. “Precisarán que otra clase social les señale sus propias posibilidades, despertándolos a la conciencia de su estado” (Villoro, 2010, p. 41). Una pulsión siniestra recorre la vastedad de la campiña novohispana. “Frente a la perspectiva reformista de las otras clases, el silencioso dolor del indio y del mestizo nos pronostica una tercera eventualidad de cambio mucho más amenazadora” (Villoro, 2010, p. 41).
Las abdicaciones de Carlos y de Fernando ponen sobre la mesa el tema de la soberanía. ¿Es legítimo el nombramiento de un rey que no ha sido sancionado por el pueblo? Villoro amplía el abanico ideológico de la Independencia. Habría que remitirnos no solo a los enciclopedistas franceses o a las doctrinas del pacto social de Vitoria y Suárez, sino a algunas ideas del iusnaturalismo racionalista (Grocio, Puffendorf, Heinecio), “que tuvo bastante influencia en todos los reinos hispánicos durante el siglo XVIII” (Villoro, 2010, p. 45). ¿Qué ocurre cuando el pacto entre la nación y el soberano se quebranta de forma brusca y unilateral? ¿El poder soberano se retrotrae a su origen, vuelve a residir en las manos del pueblo?
Los criollos convienen en su mayoría en que la ausencia del soberano no los faculta para alterar la constitución de la sociedad, pero que sí les franquea el acceso a la administración pública. Están persuadidos de que la Nueva España debe adoptar una forma “desusada” de gobierno mientras se resuelve la situación en la península. Todavía no exigen autonomía plena. Su exigencia se limita, por ahora, a la libertad de gerencia. Se ha insertado una voluntad de cambio, “y una vez introducida la voluntad de cambio ¿será posible, acaso, detenerse?” (Villoro, 2010, p. 47).
Insistamos en un punto clave. Luis Villoro era renuente a subrayar la influencia del enciclopedismo francés. Es cierto que flotan en el ambiente los vocablos de “pueblo”, “nación” y “pacto social”, y que estos vocablos recuerdan inevitablemente a Rousseau. La coincidencia, sin embargo, solo es nominal. Para nadie resulta un secreto -escribe Villoro- que la explicación contractual del origen de la sociedad civil es preroussoniana. Lo que campea en estos momentos iniciales de la Independencia es la doctrina de santo Tomás y un “eclecticismo selectivo frente a las ideas modernas” (Villoro, 2010, p. 59).
En cuestión de meses, el orden instituido comienza a padecerse como una ofensa y como un agravio. La visión de los criollos ricos se modifica ostensiblemente. Toma lugar el tránsito del haber al hacer, del respeto irrestricto a una necesidad apremiante de empuñar las riendas de la propia existencia. La legislación toda aparece bajo el signo de lo contingente. Una inquietante posibilidad se anuncia: “la posibilidad de la libertad como origen de la ley” (Villoro, 2010, p. 66). Detrás del orden vigente e “incuestionable” se yergue una clase opresora. Después de esta revelación no habrá marcha atrás. “A la conciencia de la arbitrariedad de la ley, sucede la fascinación por infringirla” (Villoro, 2010, p. 66). Villoro recurre a la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo y a la mirada sartreana (regarder) para comunicarnos toda la hondura de esta confrontación.
Ahí está la libertad del otro, mirándole de frente, no necesita pronunciar palabra; su sola presencia es un desafío […]. Desde entonces, ya no se habla de un intento de reforma jurídica o administrativa, ahora se expresa una rivalidad concreta entre clases enemigas: “americanos” contra “europeos”, “criollos” contra “gachupines” (Villoro, 2010, p. 66).
La Independencia se perfila cada vez más como una lucha de libertades: la lucha de un régimen arbitrario y tirano contra la libertad de un rival ofendido. “Se trata, en suma, de erigirse a sí mismo en principio autónomo de todo derecho y de toda ley” (Villoro, 2010, p. 66). Se abre la posibilidad del “salto revolucionario”. Alea iacta est: la suerte está echada.
Lo que sigue es uno de los episodios más emocionantes de la historia nacional y una de las prosas más acabadas de la filosofía mexicana del siglo XX. Es el episodio en que irrumpe Miguel Hidalgo.
Observemos la escena. En la casa del párroco de Dolores, algunos hombres discuten acaloradamente; acaba de descubrirse la conspiración de Querétaro y, con ademanes nerviosos, examinan una a una las distintas circunstancias para decidir el partido que haya que tomar; todas las posibilidades se barajan; todas, con igual rango, intervienen en la deliberación. Mientras en torno a la mesa se calibran los móviles y razones para actuar, Miguel Hidalgo se aleja de sus compañeros; en silencio, sumergido en su interior soledad, pasea por la estancia. De pronto, ante el asombro de todos, la deliberación se corta de un tajo: Hidalgo se ha adelantado y, sin aducir razones ni justificantes, exclama: “Caballeros, somos perdidos; aquí no hay más recurso que ir a coger gachupines”. La decisión no ha brotado del cálculo de los motivos, sino de la soledad y del silencio. Los conspiradores sienten, de pronto, toda la angustia del salto libre. Aldama, horrorizado, exclama repetidas veces: “¿Señor, qué va usted a hacer?... ¡Por amor de Dios, que vea lo que hace!” Pero Hidalgo ha elegido y no puede volver atrás (Villoro, 2010, p. 70).
Hidalgo es un héroe existencialista a la mexicana (sin el derrotismo ni los mareos nihilistas de un Roquentin o un Meursault). No detenta en esos instantes los valores de la vieja y fluente latinidad. No tiene en mente la teoría de Rousseau o de Aquino o de Suárez o de Vitoria o de ningún otro. Sería ocioso preguntarse por los silogismos y las premisas que lo condujeron a esa decisión. Su alarido libérrimo -“caballeros, somos perdidos”- es un salto de funambulista. El Hidalgo que nos retrata Villoro no es nada. Su elección introduce un hiato en la historia nacional. No es nada, es decir, es la nada misma: un “vuelo ingrávido”, una ligereza, un frenesí embriagador, un corte tajante. Sus acciones no pueden medirse con conceptos. Él solo se basta para la decisión.
No es de extrañar que, tras la autosuficiencia del acto libre, los enemigos de Hidalgo sólo hayan visto soberbia. Según una antigua tradición teológica, soberbia es poner la propia libertad por fundamento primero y exclusivo de nuestro ser. La soberbia, pecado demoniaco por excelencia, está ligada a la auténtica rebelión (Villoro, 2010, p. 73).
La rebelión de Hidalgo es insólita y demoniaca. Este cura frenético no tardará en confundirse con el origen de todo orden social: el pueblo.
Inútil será, por tanto, destacar en el padre de la Independencia al ilustrado; no porque no lo fuera, sino porque en el momento de la revolución se convierte en una figura impulsada por una fuerza que desborda y arrastra a su propio iniciador. Entonces ya no funge como ilustrado, sino como portavoz de la conciencia popular (Villoro, 2010, p. 75).
El alzamiento es repentino. Comienza con un grito y se desarrolla como un grito sostenido. “La fascinación de la libertad se transmite con la velocidad de un rayo” (Villoro, 2010, p. 76). Del cura emanan unos efluvios extraños y seductores que inducen al vértigo. “La posibilidad de la libertad es, en efecto, un vértigo que nos atrae a la vez que nos espanta” (Villoro, 2010, p. 76).
De la soberanía de la nación exigida por los criollos se pasa como por ensalmo a una exigencia (o mejor dicho, a un frenesí) de soberanía popular. El pueblo se ha puesto a sí mismo como principio y como fin de todo ordenamiento. Aquello que derrumba al viejo régimen no es el golpe de púgil de una filosofía. La acometida no es teórica; es vital. No hay plan definido porque no hay previsión de futuro. Las multitudes solo se abren al presente; se refocilan en la aniquilación. La revolución se vive, no como una transición o un paréntesis, “sino como un momento rotundo, pleno y cumplido en sí mismo” (Villoro, 2010, p. 79). El presente revolucionario pone en suspenso la historia.
Montado a caballo y con la bandera guadalupana ondeando al viento, el cura parece menos un jefe político que un profeta “encargado de una excelsa misión: la defensa de la religión contra los que pretenden mancillarla” (Villoro, 2010, p. 81). El enemigo es tildado de hereje. La guerra es una guerra santa. Los millares de voluntades que se suman a las filas del ejército hidalguista experimentan “la sensación de renacer a una vida nueva”, “la violenta afirmación del caos originario en que toda distinción se suprime para dar lugar a la íntima comunión entre los hombres” (Villoro, 2010, p. 83). Las ideologías van a la zaga.
Ya una vez aprehendido y enjuiciado, el cura asume sobre sí la completa responsabilidad de todo lo ocurrido. “El dolor de Hidalgo no es un arrepentimiento por haber iniciado la Independencia, sino el remordimiento por la violencia que no pudo prever, que no deseó quizá, pero que se le tomará en cuenta en el juicio divino”; no es un acto de retractación, puntualiza Villoro, sino de suprema valentía “en que el hombre se juzga implacablemente a sí mismo” (Villoro, 2010, p. 89). La humildad de este “humilde cura de almas” (Caso, 1976, p. 82) estribaría en el remordimiento:
Entre la soberbia del acto libre y la humildad del remordimiento, vive Hidalgo la más profunda paradoja de la existencia humana, que tan pronto se ilusiona con su autosuficiencia como se percata de su impotencia para alcanzar el bien por sí sola. Mejor quizá que ningún otro personaje de nuestra historia, el padre de la patria vive con autenticidad el drama de nuestra libertad caída, condenada a hacer el mal cuando se cree proyectada infaliblemente hacia el bien, lastrada de indigencia cuando más cree ensalzarse por su propio poder (Villoro, 2010, p. 89).
No pocos lectores de Villoro se habrán sentido interpelados por este pasaje. El “drama de la libertad caída” se actualiza generación con generación. La imagen de un Hidalgo encarcelado, excomulgado y concomido por los remordimientos es una imagen desgarradoramente humana e intemporal.
¿Qué sucedió después, cuando logró aplacarse la ráfaga demoniaca y de una de las esquinas de la Alhóndiga se mecía la cabeza cercenada del cura de Dolores, “el afrancesado”, el Zorro, el Padre de una Patria todavía en hechura? La clase media que segundos antes abogaba por la soberanía y la Independencia se horroriza ante la fuerza inusitada de las clases trabajadoras. De algún modo, ellos provocaron la insurrección, y de algún modo tendrán que capitalizarla. Con Ignacio Rayón y con José María Morelos empieza a establecerse un orden en la revolución.
El igualitarismo social, las medidas agrarias de Hidalgo y de Morelos no parecen desprenderse de doctrinas políticas previas, expresan la experiencia real de la revolución y obedecen al impulso popular. Forman parte de una concepción general y responden a una mentalidad que difícilmente reconoceríamos como “ilustrada” (Villoro, 2010, p. 97).
El tamiz cada vez más liberal de la clase media no dejará pasar ninguna de esas medidas.
A estas alturas, dos de las tesis más caras de Samuel Ramos han sido refutadas por los hiperiones. 1) La tesis de que la Independencia supuso un trauma histórico y una reacción al sentimiento de menor valía. Esta tesis la refutó Emilio Uranga introduciendo la categoría de “insuficiencia” y oponiendo al enfoque psicoanalítico un enfoque “fenomenológico existencial”. 2) La tesis de que las raíces ideológicas de Hidalgo están en el enciclopedismo francés y en las doctrinas de Suárez que inculcaban los maestros jesuitas. Sin embargo, apunta Villoro, “nada tiene el movimiento de similar con la Revolución francesa; supone, por el contrario, una actitud defensiva de las instituciones hispánicas frente a las innovaciones de los invasores” (Villoro, 2010, p. 106). Se criticaba desde América el afrancesamiento y la corrupción de los ibéricos (en obvia alusión a las innovaciones liberales de las Cortes de Cádiz, un remedo de la Asamblea Nacional francesa). Será hasta más adelante, hasta el Congreso de Chilpancingo y la Constitución de Apatzingán, que el movimiento independista se doblegue ante el aluvión francés y comience a balbucear los vocablos de “despotismo”, “libertades individuales”, “voluntad general”. “Ese acontecimiento marca la preeminencia de la clase media en la dirección teórica del movimiento” (Villoro, 2010, p. 118). La Independencia de México queda de esta manera subsumida en la lucha global del liberalismo contra el absolutismo. La oposición intestina entre el Congreso y el caudillo militar en turno será, en los años subsecuentes, la oposición entre dos capas revolucionarias.
La transmutación liberal de la Independencia a manos de los criollos letrados trajo, entre otras consecuencias, una actitud predominantemente intelectualista -“[se] llega a pensar que el lastre del pasado [colonial] podrá disolverse por la discusión, el conocimiento y la organización” (Villoro, 2010, p. 172)- y una concepción de la patria como un “caudal de riquezas”. “Los recursos naturales sólo cumplen su función en una explotación cabal que aún no se efectúa; indican hacia un advenir no dado, sino simplemente propuesto a la laboriosidad del americano” (Villoro, 2010, p. 166). Resuenan aquí las palabras anticipadoras de Emilio Uranga, quien ya había detectado entre los criollos postindependentistas una acusada tendencia a concebir la nueva patria como una yuxtaposición de haberes y como un “puro don”. El optimismo resultó a la postre una trampa engañosa.
Adviértase de paso que para Villoro no hay punto de comparación entre la Independencia de Hidalgo y la de Iturbide.
El movimiento de Iturbide nada tiene de común con el que promovió Hidalgo. La proclamación de la Independencia en 1821 no concluye la revolución ni, mucho menos, supone su triunfo; es sólo un episodio en el que una fracción del partido contrarrevolucionario suplanta a la otra. Iturbide no realiza los fines del pueblo ni de la clase media más que en el aspecto negativo de descartar al grupo europeo de la dirección política; toda comparación entre movimientos tan distintos resulta estéril e improcedente (Villoro, 2010, p. 192).
“La abdicación de Iturbide el 19 de marzo de 1923 y la instalación del Congreso, diez días más tarde, marcan el fin de la revolución, porque señalan el acceso al poder de la clase media” (Villoro, 2010, p. 197).
Se estrena una política desdichada y desfasada. Desdichada porque engendra una y otra vez en sus actores la insatisfacción de no poder soltar amarras con el pasado ni poder igualar al vecino del norte con la celeridad necesaria; desfasada porque está volcada al futuro, futuriza el presente, incurre una y otra vez en lejanas utopías. Villoro no emplea los terminajos psicoanalíticos. No nos habla de un bovarismo nacional o de un complejo de inferioridad. Su análisis es ontológico. Él nos habla de una “aversión del ser”:
Por el mero hecho de habernos vuelto hacia una vida mejor podemos creernos en posesión de ella; entonces, no nos vemos como somos en realidad -lastrados aún del viejo hombre- sino como queremos ser. Mentimos, porque tomamos por nuestro ser real el que sólo voluntariamente elegimos y que pertenece al futuro. Queremos, en el fondo, asegurarnos nuestro futuro, dándolo por presente. Pero, al comprobar que nuestra condición dista mucho de lo que quisiéramos ser, nos sobrecoge el odio hacia el hombre que somos y hacia todo lo que en nuestro mundo lo representa; ansiamos destruirnos, ya que la elección no fue capaz de transfigurarnos; bajo capa de la conversión se disfraza la aversión del ser (Villoro, 2010, p. 228).
Lo contrario a la “aversión del ser” sería la “autognosis del mexicano”. Arribamos, por un camino paralelo, a la misma convicción de Zea: la de que los hiperiones estaban llamados a consumar la independencia cultural de México.
Conclusiones
El problema filosófico de la Independencia llenó cada vez más cuartillas hasta detenerse abruptamente con Luis Villoro. Este problema se intercambiaba a menudo por el enigma de Miguel Hidalgo. La fuerza imantada del “humilde cura” no menguó hasta bien entrado el siglo XX. Los filósofos discutieron de manera larga y tendida sobre las raíces ideológicas de su insurrección. Samuel Ramos y Juan Hernández Luna desbrozaron la senda, pero sería Luis Villoro el que finalmente disolvería la cuestión presentándonos a un Hidalgo en vilo sobre sí mismo. Podemos trazar un arco que vaya del héroe de la latinidad al héroe existencialista, del continuador de Virgilio a la conmoción súbita sin un anclaje en el pasado y sin un norte ideológico.
Hidalgo se apersonó en las columnas de Emilio Uranga de principios de los sesenta. La Independencia de Uranga es ambigua. En un primer momento de juventud, la Independencia parece legarnos una lacra: el proyecto inauténtico de ser salvado por otros. En un segundo momento, la Independencia de Hidalgo nos abre un horizonte de igualdad y democratización. No son visiones incompatibles. Varía la entonación, pero el fondo permanece. Estos artículos fueron los rescoldos de una discusión filosófica intergeneracional. Hidalgo no se extinguió de la filosofía, lo que sí se extinguió fue su poder aglutinante y polémico. Por muchas décadas, el Padre de la Patria no volvería a servir de eje para ningún proyecto filosófico ni volvería a estelarizar un debate de largo aliento. Por algún motivo los filósofos dejaron de frecuentarlo. ¿Qué debemos hacer con estas reflexiones sobre la Independencia? ¿Rendirles un homenaje condescendiente para después regresarlas a la quietud del librero?
En la segunda mitad del siglo XX y en lo que va de este siglo se han hecho importantes contribuciones, desde la filosofía, al estudio de la Independencia. Basta con mencionar los textos de Carmen Rovira, Virginia Aspe, Ambrosio Velasco, Luis Aarón Patiño, Mario Ruiz Sotelo, Jaime Labastida, Alberto Saladino, Roberto Israel Rodríguez Soriano...12 En 2018, el discurso lopezobradorista echó varios leños a la hoguera con gesto deliberado y propuso una “regeneración” de la historia nacional en la que la Independencia vendría a ser la primera de cuatro grandes transformaciones. Algunos filósofos mexicanos recogieron el guante y se juntaron periódicamente para analizar los argumentos filosóficos preindependentistas.13 La Independencia y su héroe indisociable, Miguel Hidalgo, volvieron a ser el núcleo gravitacional de una comunidad y una discusión filosóficas.
La producción teórica reciente no es particularmente profusa. Quizás este problema-enigma no sea la estafeta intergeneracional que fue en siglo XX ni la navaja en contra del adversario sajón ni uno de los nervios centrales de la “autognosis del mexicano”; quizá ninguna de estas reiteraciones sea siquiera deseable. Lo que el problema-enigma de la Independencia sí puede recuperar es su papel como sitio de reunión -sitio de acuerdo y desacuerdo- para filósofos, historiadores y políticos. La democracia está urgida de plazas públicas.