Escenario 1. El mundo inmóvil
Imaginemos un mundo inmóvil: nada cambia, todo está estático o en reposo. En este mundo hay cuerpos, pero no sufren cambio alguno. De pronto, algo se mueve, algo cambia. (No me interesa tratar aquí el problema de cómo se puede poner en movimiento un mundo que está en reposo, solo supongamos que sucede). ¿Tendría sentido preguntar durante cuánto tiempo permaneció el mundo en reposo total? ¿Tendría sentido decir “fueron diez mil años” o “un segundo”? ¿Sería posible contar el tiempo en un mundo estático? ¿Habría tiempo en un mundo estático?
Escenario 2. El astronauta fantasma
Imaginemos ahora que despierto de un sueño y me encuentro flotando en un espacio que parece ser infinito. Veo a lo lejos estrellas, pero no se mueven. El único cambio que puedo percibir es interno, es el flujo de mi conciencia. Podría atormentarme de mil maneras, pero por alguna extraña razón me asalta la duda de cuánto tiempo he estado así. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde que desperté y el momento presente? Tal vez unos cuantos segundos, pero ¿cómo estar seguro? Podrían ser minutos también. ¿No habrá pasado, quizá, media hora, o tal vez apenas cinco minutos? ¿Cómo podría saberlo? Si tan solo pudiera sentir mi propio pulso, podría darme una idea de cuánto tiempo está transcurriendo, puesto que sé que mi frecuencia cardíaca suele de ser de más o menos cincuenta pulsaciones por minuto, al menos en la Tierra. Pero no lo siento. No tengo manera de contar el tiempo. Solo puedo reconocer que mis pensamientos tienen un orden: sé que acabo de pensar tal cosa y que inmediatamente después pensé otra cosa. Pero no puedo saber cuánto duran mis pensamientos, cuánto tiempo tardo en pensar tal cosa, cuánto tiempo llevo pensando, cuánto tiempo he estado despierto pensando en mi propio pensamiento.
Escenario 3. La esfera que gira eternamente
Imaginemos un mundo posible en el que solo existe una esfera hecha de un material homogéneo y que gira con un movimiento circular, eterno y uniforme. La esfera es el único cuerpo que existe en este mundo: no hay materia ni vacío fuera de él. ¿Sería correcto decir que en este mundo habría movimiento, pero no tiempo? Una razón para afirmar que en este mundo habría movimiento, pero no tiempo, es que no podríamos establecer la velocidad a la que la esfera gira. Si no hay al menos otro cuerpo en movimiento con el cual pueda compararse el de la esfera, su movimiento no puede ser numerado. Y entonces no hay tiempo. ¿Podría haber, por ejemplo, una aceleración en el movimiento de la esfera? No, pues tal aceleración significaría que podría completar una vuelta sobre sí misma en un tiempo menor al que tardaba anteriormente. Pero ¿cuánto tiempo tardaba antes en completar la vuelta? Es algo que no se podría determinar tampoco: para numerar su movimiento es necesario que se pueda comparar con otro cuerpo en movimiento.
1. Introducción1
A continuación me valdré de los tres experimentos mentales2 anteriores para explicar cómo responde Aristóteles a una de las preguntas planteadas al inicio de Física IV, 10 acerca del tiempo: πότερον τῶν ὄντων ἐστὶν ἢ τῶν μὴ ὄντων (“si se cuenta o no entre las cosas existentes”). Desde mi punto de vista, esta pregunta está estrechamente relacionada con la otra pregunta que aparece inmediatamente después: τίς ἡ φύσις αὐτοῦ (“cuál es su naturaleza”). Como es bien sabido, Aristóteles establece que el tiempo, aunque no se identifica con el movimiento (218b18-19), no existe sin él (218b21; 219a1-2). La mayoría de los estudios acerca del estatuto ontológico del tiempo aristotélico se concentran en el problema de determinar en qué sentido se puede decir que el tiempo es, puesto que una parte de él ya no es y otra todavía no es; en conexión con esto, se ocupan también de estudiar el tema del ahora, que tiene un doble sentido: como presente, por un lado, y como límite, por el otro.3 Mi propuesta, en cambio, consiste en atender otro aspecto de la ontología del tiempo aristotélico al que no se le ha prestado hasta ahora mucha atención: ¿cuáles son las condiciones necesarias y suficientes para la existencia del tiempo? Específicamente, me interesa responder a esta pregunta: ¿es cierto que la existencia del movimiento es condición suficiente para la existencia del tiempo?
Puesto que el tiempo es la medida del movimiento, las condiciones para que haya tiempo tienen que ser las mismas condiciones que hacen posible la medición del movimiento. Como se verá, en ninguno de los tres escenarios descritos arriba se cumplen las condiciones para que el movimiento sea medido, por lo cual no existe propiamente el tiempo en ninguno de ellos. Esto quiere decir que el movimiento es condición necesaria pero no suficiente para la existencia del tiempo: en el primer escenario, puesto que no hay movimiento, no hay tiempo. En el segundo y el tercer escenarios tampoco existe el tiempo, pues aunque en ellos sí hay movimiento, no se puede medir. La imposibilidad de medirlo en el primer y el tercer escenarios no se debe a la ausencia de un alma que pueda medirlo, sino más bien al hecho de que, para la medición del movimiento, es necesario que pueda compararse con algún otro movimiento. La medición del movimiento es en realidad una comparación entre movimientos, lo mismo que la medición de una longitud es siempre una comparación entre longitudes.
Mi lectura se ocupa entonces de un aspecto de la doctrina aristotélica del tiempo que no ha sido abordado en los últimos estudios acerca del tema. El debate más reciente acerca de la ontología del tiempo aristotélico se ha concentrado en el problema del tipo de dependencia ontológica que existe entre el movimiento, el tiempo y el alma. Mark Sentesy, por ejemplo, ha presentado recientemente una lectura según la cual, aunque el tiempo no está presupuesto por el movimiento, “emerge a través de la articulación del movimiento efectuada por el alma. Pero el tiempo no es simplemente una creación del alma, sino que es coconstituido por el alma y el movimiento” (Sentesy, 2018, p. 2)4. Otra postura similar es la de Ursula Coope (2001), para quien el movimiento y el tiempo son ontológicamente dependientes, de modo que siempre que hay movimiento hay tiempo y siempre que hay tiempo hay movimiento.5 Por mi parte, quiero concentrarme en el problema de si el movimiento constituye una condición suficiente para la existencia del tiempo. Me interesa entonces mostrar 1) que el tiempo no depende del alma, es decir, puede haber tiempo incluso si no hay un alma que lo articule; 2) que es posible el movimiento sin tiempo, es decir, hay un mundo posible en el cual existe el movimiento, pero no hay en él tiempo, de modo que el movimiento es independiente ontológicamente del tiempo; y 3) que la condición suficiente de la existencia del tiempo es que haya un movimiento que pueda ser puesto en una relación de proporción con otro movimiento simultáneo6 (esto es justamente lo que quiere decir que el tiempo sea medida del movimiento: medir un movimiento es compararlo con otro movimiento).
Para defender 1), distinguiré, en la última parte de este escrito, entre el tiempo subjetivo o psicológico y el tiempo objetivo.7 Esta lectura no es ciertamente estándar, pero tampoco es nueva: en la Antigüedad fue defendida por Boeto y Temistio. Sobre este tema, entonces, no pretendo presentar una interpretación original ni novedosa, sino simplemente hacer una reconstrucción de los argumentos generales a favor de la independencia del tiempo con respecto al alma para mostrar con ello que el alma no es una condición necesaria para la existencia del tiempo.8 Esto es importante para la sostenibilidad de mi tesis general, que el movimiento no es condición suficiente de la existencia del tiempo, pues si el alma fuera una condición necesaria para la existencia del tiempo, entonces ni siquiera cabría preguntar si puede haber movimiento sin tiempo.
De acuerdo con la lectura realista u objetivista según la cual el tiempo aristotélico es independiente ontológicamente del alma, algunas de las afirmaciones de Aristóteles acerca de la relación entre el alma y el tiempo tienen que ver con nuestra experiencia subjetiva del tiempo, por ejemplo, con el hecho de que fácilmente podemos perder la noción del tiempo o que el tiempo puede pasar más rápido o más lento dependiendo de factores como nuestros estados anímicos. Pero según esta lectura también, la parte más sustantiva de la doctrina aristotélica del tiempo consiste en una defensa de un tiempo objetivo, cuya existencia depende enteramente de la existencia de movimientos que puedan ser comparados entre sí. Es posible calcular, por ejemplo, el tiempo que duró el eón Hádico (alrededor de quinientos millones de años), mucho antes de que hubiera vida en la Tierra. Si no hubiera habido tiempo en la Tierra antes de que hubiera en ella seres con alma capaces de medir el movimiento, entonces no podríamos hablar del tiempo transcurrido entre el inicio del eón Hádico y el Arcaico. Y no tiene sentido pensar que ese tiempo no existió entonces, pero comenzó a “existir” justamente cuando los geólogos lo calcularon. Incluso si no hubiera habido vida jamás en la Tierra (seres animados), de todas maneras habría en ella tiempo, pues seguiría siendo un hecho que, por ejemplo, la revolución de la Tierra alrededor del Sol se completa en 365 días solares y 366 días siderales. Que el tiempo sea efectivamente medido por un alma no es, desde mi lectura, una condición necesaria de la existencia del tiempo: sí lo es, en cambio, que haya algo que pueda ser medido por un alma posible.
Antes de pasar propiamente al desarrollo de mi interpretación, considero importante aclarar que la razón por la cual hablo del tiempo como una medición del movimiento más que como el número del movimiento es que Aristóteles distingue entre “contar” y “medir” con relación a lo discreto y lo continuo.9 El lugar,10 el movimiento y el tiempo, al ser continuos, pueden ser medidos, y “medir” no es otra cosa que comparar para establecer una relación de proporción entre A (que funciona como una unidad de medida) y B (lo medido). Como explica Aristóteles en Metafísica V, 13, una pluralidad (πλῆθος) es numerable o contable (ἀριθμητόν), mientras que una magnitud (μέγεθος) es mensurable (μετρητόν). Aunque Aristóteles por lo general se refiere al tiempo como número (ἀριθμός) del movimiento, también a veces lo caracteriza o incluso define como medida (μέτρον) del movimiento (221b7); podemos suponer que en las ocasiones en las cuales se refiere al tiempo como número del movimiento, usa ἀριθμός en el sentido de algo que, al haber sido medido, es también entonces numerado y tratado como una cantidad discreta, aunque no lo sea en realidad: cuando se mide una longitud y se establece que equivale a, por ejemplo, quince centímetros, entonces también se cuenta esa longitud (cfr. Met. I, 1 1052b18 y ss.), de manera semejante a como se cuentan o numeran las cantidades discretas. Por eso toda medición implica también un numerar, aunque propiamente lo continuo (espacio, movimiento y tiempo) sea más bien mensurable y no contable, pero toda medición implica la división ficticia de algo que en realidad no está dividido (pero que por su propia naturaleza es siempre divisible).
2. El tiempo como una comparación (medida) entre movimientos
La clave de mi interpretación parte de una serie de afirmaciones que hace Aristóteles en 218b 14 y ss.:
[…] un cambio puede ser ya más rápido, ya más lento, el tiempo no. En efecto, “lento” y “rápido” se determinan por el tiempo. “Rápido” es lo que en poco tiempo se mueve mucho, y “lento” es lo que en mucho tiempo se mueve poco. El tiempo, en cambio, no se determina por el tiempo, ni por ser una determinada cantidad o cualidad.11
Estas afirmaciones apuntan a la imposibilidad de que el tiempo pueda concebirse como una entidad independiente ontológicamente del movimiento y que pueda, además, tener un influjo sobre él. Es decir, el tiempo, tal como lo concibe Aristóteles, no puede acelerarse ni ralentizarse; no puede revertirse, no puede recorrerse y ni siquiera puede propiamente detenerse, lo cual revela que es un epifenómeno del movimiento.12
¿Qué querría decir exactamente que el tiempo fuera más rápido, en caso de que fuera posible? Desde el punto de vista del sentido común, suele pensarse que “acelerar el tiempo” querría decir que todos, o al menos ciertos movimientos en un ámbito determinado, transcurrieran “más rápido”. Por ejemplo, acelerar el tiempo universal querría decir, entonces, que una hora transcurriría en tan solo treinta minutos; o imaginemos que fuera posible “acelerar el tiempo” solo dentro de una cápsula, para que en ella un organismo madurara más rápido, de modo que una planta que generalmente se desarrolla en un lapso de cuarenta y ocho días, lo hiciera en tan sólo seis dentro de la cápsula.
En ambos casos, podríamos expresar la “velocidad” del tiempo de la siguiente manera:
Caso 1
Velocidad del tiempo universal antes de la aceleración = X
Velocidad del tiempo universal después de la aceleración = 2X
Caso 2
Velocidad del tiempo externo a la cápsula = X
Velocidad del tiempo al interior de la cápsula = 8X
En el caso 1, si el tiempo se acelerara de modo tal que la próxima “hora” durara sólo treinta minutos, tratándose justamente del tiempo universal, todos los cambios se acelerarían proporcionalmente. ¿Es posible, desde ese punto de vista, que el tiempo universal se esté acelerando o ralentizando “todo el tiempo”?13 Si así fuera, ni siquiera podríamos darnos cuenta de ello. Al término de esa hora “más rápida”, que supuestamente duraría solo treinta minutos, mi cronómetro marcará una hora y no treinta minutos; al término de esa hora, la tierra habrá completado 15º en su movimiento de rotación, es decir, 1/24 del total. Tendría que haber al menos otra parte del universo en la cual el tiempo se mantuviera constante (de modo que ahí una hora transcurriera en sesenta minutos) para que fuera posible reconocer tal cambio de “velocidad” en el tiempo. Pero nos encontraríamos, entonces, en el segundo caso: no sería el tiempo universal el que se aceleraría, sino solo una parte de él. Ahora, el problema con este segundo caso es que, justamente, no hay en él aceleración del tiempo: no es el tiempo lo que se acelera dentro de la cápsula, sino solo el movimiento (todos los movimientos que ocurren en él). Si los procesos naturales, como el crecimiento, son ocho veces más rápidos dentro de la cápsula que fuera de ella, entonces, para que sea posible hacer esa comparación, se tiene que concebir un tiempo universal que rige tanto fuera como dentro de la cápsula: porque el tiempo universal no es una constante intrínseca al movimiento, sino que es solamente la comparación entre movimientos, es decir, su medición. Es cierto que un proceso que fuera de la cápsula toma ocho horas, dentro de la cápsula tomaría solo una hora. Pero esto no quiere decir que dentro de la cápsula estén transcurriendo ocho horas de modo más rápido: más bien, el proceso natural que dentro de la cápsula toma solo 1 hora se completa a una velocidad ocho veces más rápida que fuera de la cápsula. Pero el tiempo es el mismo fuera y dentro de la cápsula. Lo que se acelera dentro de la cápsula no es el tiempo, sino el movimiento. Pero eso dice Aristóteles en 220a31: “es manifiesto también que <del tiempo> no se dice ‘rápido’ y ‘lento’, pero sí ‘mucho’ y ‘poco’, y ‘largo’ y ‘breve’”.
Que haya un tiempo universal, tanto en el primer como en el segundo caso, muestra que el tiempo no es otra cosa que una comparación entre movimientos simultáneos. El tiempo universal no es el tiempo externo a la cápsula: es más bien la proporción que se puede establecer entre los movimientos que ocurren fuera y dentro de la cápsula. La unidad de medida del tiempo puede establecerse desde el punto de vista de lo que ocurre en la cápsula o desde el punto de vista de lo que ocurre fuera de ella. Pero es irrelevante si se toma como referencia el movimiento dentro de la cápsula para compararlo con el externo o al revés, porque lo que importa es que el movimiento puede medirse tanto fuera como dentro de la cápsula. Y medir, en este caso, significa establecer relaciones de proporción. El tiempo universal no es solo la proporción entre los movimientos al interior y al exterior de la cápsula: es el conjunto de todas las proporciones que se pueden establecer entre todos los movimientos en el mundo. Es la conmensurabilidad entre todos los movimientos, que está garantizada por el hecho de que la magnitud es continua. Por eso Aristóteles afirma en 220b5 que “conjuntamente el tiempo es el mismo en todas partes”.14 El tiempo externo a la cápsula, entonces, se puede medir sin referencia a la cápsula por comparación entre diversos movimientos, como los movimientos de los cuerpos celestes, los procesos naturales, etc. El tiempo universal no lo es en el sentido de una constante: hay tiempo universal, más bien, si todos los movimientos pueden compararse unos con otros, de modo que pueda decirse, por ejemplo, que el tiempo de gestación de tal animal (es decir, la medición de tal cambio) corresponde a 2/3 partes del tiempo en el que la Tierra da una vuelta alrededor del Sol (que es también la medición de un cambio).
De manera semejante, en el tercer escenario planteado arriba, no sería posible determinar a qué velocidad gira la esfera, puesto que es lo único que existe en tal mundo. Podría objetarse que en ese mundo no existe ni siquiera el movimiento, si en él no hay tiempo. En realidad, que no exista en él tiempo quiere decir que no puede establecerse la velocidad a la que gira la esfera, o sea, su movimiento no se puede medir, y no se puede medir porque no hay otro movimiento con el cual pueda compararse. “Lo que se mueve no será medible por el tiempo en sentido absoluto, en cuanto es una cantidad, sino <sólo> en cuanto su movimiento es de una cierta cantidad” (221b18-20). Si alguien afirmara que en el mundo del tercer escenario hay tiempo solo por el hecho de que hay movimiento y en ese movimiento cíclico se puede apreciar un antes y un después, habría que preguntarle: “¿cuánto tiempo exactamente es el que tarda la esfera en dar una vuelta?”. Si hay tiempo, debe ser posible decir cuánto tiempo transcurre entre el antes y el después.15 Por eso dice Aristóteles que “para lo que es en el tiempo hay un cierto tiempo en el que eso es” (221a24). Para que pudiera medirse la velocidad del movimiento de la esfera, sería necesario que hubiera al menos otro cuerpo en movimiento, de modo tal que pudiera establecerse una relación de proporción entre tal movimiento y el de la esfera.16 Por ejemplo, si se tratara de otra esfera mayor, girando en dirección contraria, de modo que la esfera 1 completara una vuelta en 2/3 del tiempo que tarda la segunda esfera en completar su vuelta, entonces sí habría tiempo, al poder establecerse la velocidad de la esfera en relación con el movimiento de la otra esfera. ¿Qué pasaría si ambas esferas se movieran a la misma “velocidad”, en el mismo sentido o en sentido contrario? Si los dos movimientos son distinguibles el uno del otro y se pueden poner en una relación de proporción, incluso si esa proporción es 1:1, entonces ya se puede decir que hay medición del movimiento y, por lo tanto, tiempo, pues reconocer esa proporción 1:1 o cualquier otra es justamente medir el movimiento.
Se podría objetar, sin embargo, que si se pretende medir una longitud X, pero aquello con lo que se mide tiene precisamente la misma longitud X, no puede haber medición. Porque medir es justamente relacionar esa longitud X con otra longitud diferente para establecer la proporción correspondiente. Para medir el Everest, por ejemplo, es necesario echar mano de una longitud diferente, un metro por ejemplo, de modo que se pueda comparar la longitud del Everest con la del metro. En el caso del movimiento, medirlo es decir “tal movimiento corresponde a tal otro movimiento en una proporción tal”. Por ejemplo, medir el movimiento de rotación de la Tierra es decir que corresponde a 1/365 (redondeando) del movimiento de traslación alrededor del Sol. O a la inversa, una manera de medir el movimiento de traslación es decir que corresponde a 366/1 respecto del movimiento de rotación. Lo que se está midiendo en ambos casos no es, obviamente, la distancia recorrida por la Tierra,17 sino el tiempo que tarda el movimiento de traslación respecto del movimiento de rotación. Esto no quiere decir que el tiempo sea autorreferencial -que se mida el tiempo mediante el tiempo; recordemos que ὁ δὲ χρόνος οὐχ ὥρισται χρόνῳ-, más bien que medir el tiempo es comparar un movimiento con otro, de modo que se pueda decir: la revolución de la Tierra alrededor del Sol equivale a 366 rotaciones sobre su propio eje. Aristóteles escribe en 221b14 que “‘ser en el número’ significa que hay un cierto número del objeto existente <en cuestión>, y que su ser es medido por el número en el que es, y, consecuentemente, por el tiempo, si <la cosa en cuestión> es en el tiempo”. Para contar el tiempo, entonces, se necesita de una unidad temporal de medida, que solo puede ser la proporción entre dos o más movimientos, de modo que se pueda decir: tal movimiento A es X/Y con respecto a ese otro movimiento B (por ejemplo, esta clepsidra A se vacía en la mitad del tiempo que tarda la clepsidra B en hacerlo). Para que la unidad temporal sea significativa, es decir, sirva para medir el tiempo -y el movimiento-, es necesario que sea cíclica, como lo explica Aristóteles en 223b13:
Puesto que hay traslación y <una forma> de ésta es la circular, y puesto que cada cosa se numera por medio de una cosa particular de su mismo género, a saber, las unidades por medio de una unidad y los caballos por medio de un caballo, y así también el tiempo por medio de un cierto tiempo determinado, y puesto que, según dijimos, tanto se mide el tiempo por el movimiento como el movimiento por el tiempo -esto es que tanto la cantidad del movimiento como la del tiempo es medida por el movimiento determinado por medio del tiempo-, si, además, lo que es primero es medida de todas las cosas del mismo género, <entonces> la traslación circular uniforme será medida en el más alto grado, por cuanto el número de ésta es el más cognoscible. Ciertamente, mientras que ni la alteración ni el aumento ni la generación son uniformes, en cambio, la traslación <lo es>.
El criterio mediante el cual puede establecerse, entonces, si en un mundo hay tiempo es que pueda justamente atribuírsele a un movimiento determinado un tiempo determinado (por relación a otro movimiento). En el mundo del tercer escenario, no significa nada afirmar que el tiempo que tarda la esfera en completar una vuelta es igual a X unidad de tiempo. Llamémosle a esa unidad de tiempo un segundo, un minuto o un año. O mejor, para evitar referencias al tiempo como lo hemos medido en este mundo, siempre en relación con el movimiento de los cuerpos celestes, llamémosle a esa unidad de tiempo simplemente un ciclo. Decir que la esfera tarda un ciclo en completar una vuelta no es informativo, pues ¿qué significa “ciclo” en cuanto unidad de tiempo? Para que la unidad de tiempo “ciclo” fuera significativa, tendría que poder ponerse en una relación de proporción con algún otro movimiento: tendría que poder decirse, por ejemplo, que un ciclo en ese mundo corresponde a 2/3 del movimiento de rotación de otra esfera en sentido inverso en el mismo mundo. En ese caso sí habría medición del movimiento y, por lo tanto, tiempo. De igual manera, las unidades de medida del tiempo como el “segundo”, el “día” o el “siglo” solo significan algo en la medida en la que se pueden poner en relación con algún otro movimiento. Para que un día marciano cuente como unidad de tiempo, tiene que ponerse en relación de proporción con otro movimiento -sea un día terrestre o incluso un año marciano- porque, de otra manera, “año marciano”, en cuanto unidad de medida, no significa nada: no hay manera de saber si es poco o mucho tiempo. Por eso dice Aristóteles que “decimos ‘mucho’ y ‘poco’ del tiempo midiéndolo por medio del movimiento” (220b17).
A pesar de todo lo dicho, incluso si el otro movimiento con el cual se compara el movimiento de la esfera es exactamente igual al movimiento de la esfera -como en el ejemplo de dos esferas concéntricas que giran a la misma velocidad-, de todas maneras es válido afirmar que la constatación de que el movimiento es igual ya implica una medición, por lo cual ya habría tiempo en un mundo en el cual existieran solamente esos dos movimientos y fueran efectivamente distinguibles. Si una persona pregunta “¿qué distancia hay entre A y B?” y se le responde “la misma distancia que hay entre C y D” se puede decir que, aunque no esté expresando la distancia en proporción con una unidad de medida estándar, solo es posible reconocer la equivalencia a través de una medición. En un mundo en el que existieran solamente dos esferas cuyos movimientos fueran distinguibles e iguales, habría tiempo, pues al menos sería cierto que la esfera 1 habría girado cien veces en el tiempo que le toma a la esfera 2 girar cien veces. En cambio, si solo hubiera una esfera, no se podría afirmar que habría girado cien veces en x tiempo.
En el primer escenario, sería imposible establecer cuánto tiempo habría estado el mundo en absoluta inmovilidad: no podría distinguirse entre un ahora y el siguiente, al no haber movimientos con base en los cuales justamente se puedan marcar los “ahoras”. Y “así como si no fuese diferente el ‘ahora’ sino uno y el mismo, entonces no habría tiempo, del mismo modo, cuando se oculta que es diferente, no parece que el <lapso> intermedio constituya tiempo” (218b27-29).18 Asumiendo que en ese mundo hubo movimiento, que en algún “momento” cesó por completo y que después estuvo durante un “tiempo X” en absoluta inmovilidad hasta volver a ponerse en movimiento, ¿cómo podríamos establecer cuál es el valor de X? Necesitaríamos de un marco de referencia externo desde el cual pudiéramos medir cuánto tiempo pasó el mundo en absoluta inmovilidad. De otra manera, se puede afirmar que pasó un minuto o diez mil millones de años o, más bien, que no pasó el tiempo: que no hubo movimiento que pudiera ser medido. Cuando Aristóteles afirma que lo que no existe ni en movimiento ni en reposo “no existe en el tiempo” (οὐκ ἔστιν ἐν χρόνῳ), no se refiere solamente a que no existan en el tiempo las verdades matemáticas o el Primer Motor: se refiere también a que cualquier cosa que no pueda ser medida por el tiempo (por un tiempo cualquiera), no es en el tiempo. Por eso añade la siguiente explicación: “‘ser en el tiempo’ es ‘ser medido por el tiempo’, y el tiempo es medida del movimiento y el reposo” (221b22-23).
En el segundo escenario descrito arriba, el astronauta fantasma no puede medir el tiempo porque en realidad no puede medir el movimiento -pues medir el tiempo no es otra cosa que medir el movimiento-: “Pues aun si está oscuro y no recibimos ninguna sensación por intermedio del cuerpo, basta que haya algún movimiento en el alma para que, sin más, parezca a la vez haber pasado también tiempo. E, inversamente, toda vez que parece haber pasado un cierto tiempo, a la vez parece haber habido algún movimiento” (218b4-7). Para poder medir el movimiento no basta con que los pensamientos del astronauta tengan un orden, con que sepa que primero pensó tal cosa y luego otra: él quiere saber cuánto tiempo en total lleva pensando desde que despertó. Le gustaría saberlo porque, en caso de que todo ello sea real y no solo una alucinación, saber cuánto tiempo lleva en ese estado es relevante para sus propias expectativas de supervivencia. Pero el flujo continuo de su conciencia es innumerable, como lo es también el movimiento de la esfera en el tercer escenario. Para que fuera numerable necesitaría percibir algún otro movimiento regular que pudiera poner en una relación de proporción con sus pensamientos, para entonces poder comenzar a contar el tiempo, es decir, medir el movimiento. Si en la línea de arriba Aristóteles se refiere, cuando dice “parece haber habido algún movimiento”, al mismo movimiento del alma, entonces el problema es que aunque efectivamente parezca que pasó tiempo, no se puede establecer cuánto. Este es el sentido que tiene la afirmación aristotélica de que el tiempo es lo numerado y no aquello mediante lo cual numeramos (219b7):19 si ha pasado tiempo, debe ser posible decir cuánto. Si se refiere más bien a un movimiento externo al alma, entonces eso quiere decir que efectivamente pasó el tiempo si se puede relacionar el flujo interno de la conciencia con algún movimiento externo. El astronauta no podría contar el tiempo con referencia únicamente al flujo de su pensamiento, porque entonces se encontraría en una situación parecida a la del escenario 3: no se puede establecer en cuánto tiempo la esfera completa una vuelta en relación con su propio movimiento, así como no puedo saber cuánto tiempo duran mis pensamientos o cuánto tiempo llevo pensando tal cosa sin relacionar mi pensamiento con algo externo con referencia a lo cual pueda medirlo.20
Ahora, ¿es verdaderamente necesaria la regularidad de ciertos movimientos para la existencia del tiempo? Si el astronauta pudiera, por ejemplo, sentir su pulso, entonces podría contar sus pulsaciones y ser consciente de haber contado trescientas pulsaciones, de haber estado pensando en sus pulsaciones a lo largo de trescientas pulsaciones. No podría estar seguro de que esas trescientas pulsaciones correspondieran a un número x respecto del tiempo terrestre (es decir, el movimiento de la Tierra), pero se podría decir que habría contado el tiempo al poder establecer una relación de proporción entre sus pulsaciones y sus pensamientos. Pero ni siquiera podría estar seguro de que esas trescientas pulsaciones fueran regulares, pues no tendría con qué compararlas. Además, ¿qué pasaría si percibiera ciertos movimientos claramente irregulares? Por ejemplo, ¿qué pasaría si de vez en cuando percibiera estrellas fugaces, pero no de manera regular? ¿Estaría midiendo el movimiento si pudiera relacionar sus pensamientos con tales movimientos, de modo que pudiera decir, por ejemplo, “en todo el tiempo que llevo despierto, he visto tres estrellas fugaces, y me parece que el tiempo transcurrido entre la primera y la segunda fue mayor que el tiempo transcurrido entre la segunda y la tercera”? ¿Cómo podría darse cuenta de que el lapso entre la primera y la segunda fue menor que el lapso entre la segunda y la tercera sin un movimiento regular con el cual pudiera comparar tales eventos (marcados en la línea temporal mediante límites, los “ahoras”)? Si pudiera escuchar un código morse, ¿acaso no podría reconocer el “ritmo” (la diferencia entre los golpes largos y cortos) sin compararlos con algún otro movimiento regular? En ambos casos, la respuesta, me parece, es la siguiente: una magnitud no puede ser medida de sí misma, pues si se pretende medir una cosa mediante sí misma, el resultado es simplemente tautológico: yo puedo ciertamente dividir la longitud del Everest en mil partes iguales e inventar una unidad de medida ficticia llamada “himalayón” y afirmar que la longitud del Everest equivale a mil himalayones. Eso no es significativo, pues si alguien me pregunta cuánto mide el Everest, lo que pregunta en realidad es en qué relación de proporción se encuentra el Everest con alguna otra cosa cuya magnitud conozca.21 Ahora, sin saber que el Everest mide 8848 m de alto (o que alcanza una altura tal sobre el nivel del mar, para ser más precisos), de todas maneras, si tuviéramos una imagen tridimensional de su forma que fuera precisa, podríamos calcular la proporción entre su volumen y su altura, de modo que pudiéramos decir que su volumen = x himalayones cúbicos, siendo que ١ himalayón = altura de la figura en cuestión. Pero ¿esto sería un caso en el cual mediríamos una cosa usando como unidad de medida la cosa misma? No, pues incluso en este caso el valor del himalayón seguiría siendo una incógnita. Bastaría con que yo pudiera decir que su valor equivale a cualquier otra cosa para que entonces fuera significativa la proposición “El Everest mide mil himalayones” (y un himalayón equivaldría entonces a 8848 m).
En el caso del astronauta que observa estrellas fugaces o escucha un código morse, ¿se puede decir que mide el movimiento por el hecho de poder encontrar en él ciertas relaciones de proporción? Creo que las dos posibles respuestas son las siguientes:
a). No mide el movimiento (y, por lo tanto, no tiene noción del tiempo) pues, aunque pueda decir “me parece que entre la estrella 1 y la 2 transcurrió la mitad del tiempo del que transcurrió entre la 2 y la 3”, no puede decir a cuánto tiempo equivale tal tiempo. Y sería tautológico referir justamente a esos movimientos como unidades de tiempo, de modo que dijera: sea el tiempo entre la estrella 1 y la estrella 2 una unidad de tiempo llamada “diatón”. Entre la estrella 1 y la estrella 2 transcurre un diatón, entre la estrella 2 y la 3 transcurren dos diatones. Pero justamente no puede saberse a cuánto equivale un diatón.
b). Podríamos preguntarnos cómo es que puede reconocerse tal proporción entre los lapsos transcurridos entre las estrellas fugaces o entre la duración de los sonidos del código morse sin que haya justamente otro movimiento constante con el que puedan compararse tales movimientos. Me parece que esto responde a lo siguiente: los seres humanos, gracias a nuestra imaginación22 y a nuestra memoria, podemos hacer que un sonido siga resonando en “nuestra alma” incluso cuando ya no está sonando realmente. O podemos seguir representándonos algo cuando ya no está presente tampoco.23 Si no fuera así, no podríamos entonces encontrar unidad en una melodía (o en parte de una melodía), pues no podríamos unir un sonido con el siguiente, sino que escucharíamos y seríamos conscientes solo del sonido en acto (pero para encontrar, por ejemplo, armonía, tenemos que unir los movimientos anteriores con los posteriores); para que haya unidad en nuestra percepción, igualmente, tenemos que unir un sensible con el siguiente. Incluso nuestro pensamiento depende de esta capacidad de unir pensamientos anteriores y posteriores, de modo que en una síntesis, en términos kantianos, no solo soy consciente de lo que pienso ahora, sino también de lo que acabo de pensar.
Si somos capaces, entonces, de aislar un sonido y convertirlo en una unidad de medida de duración de los siguientes sonidos, es por la capacidad que tenemos de imaginar un sonido -incluso cuando ya no suena-y volverlo entonces la unidad de medida de los siguientes, de modo que entonces sabemos durante cuánto tiempo suena un sonido Y, pero por referencia a la duración del sonido X.
Por ejemplo, el siguiente ritmo, compuesto de una nota blanca y dos negras, expresa solo una relación de proporción entre las tres notas: ♩♩♩ . En un tempo de 60 y con un compás de 4/4, de acuerdo con las convenciones occidentales, la primera nota dura dos segundos y la segunda y la tercera nota duran cada una un segundo. Pero también podría durar la primera dos siglos y las siguientes un siglo: depende del tempo que se establezca. Ahora, es cierto que, sin un metrónomo, incluso alguien sin entrenamiento musical puede reconocer o reproducir ese ritmo sin necesidad de que haya algo que marque el tiempo mientras las tres notas suenan. Lo importante, al margen del tempo, es que se reconozca la proporción entre la duración de los tres sonidos. Pero ¿cómo puede hacerse eso sin que haya en el fondo un metrónomo que marque el compás? El astronauta, de acuerdo con esto, puede también reconocer el ritmo de un código morse sin necesidad de que haya otro movimiento regular con el cual pueda comparar tales sonidos. Esto, sin embargo, obedece al hecho de que somos capaces de unir unas notas con otras mediante la memoria y la imaginación. Aunque sean reproducidas una después de otra y no de manera simultánea, el alma las une y las compara unas con otras, pues puedo recordar todavía la duración de la primera nota y compararla con la segunda: solo así reconozco el ritmo. Lo que pasa es que, en las proporciones que puedo establecer entre distintas duraciones de los sonidos, hay de hecho una unidad mediante la cual sé cuál es la duración de los otros sonidos. Vale la pena revisar lo que al respecto dice Aristóteles en De Memoria:
Pero lo más importante es la necesidad de entrar en conocimiento del tiempo, bien en unidades de medida o bien de forma indeterminada. Debe, por tanto, haber algo con lo que se distinga el tiempo más largo y el más corto y es verosímil que se haga de igual forma que con las dimensiones. En efecto, uno piensa las cosas grandes y alejadas, y no porque su pensamiento se extienda hasta allí, como algunos afirman que hace la vista -pues, incluso si no existen, las pensará de forma semejante-, sino por un proceso proporcional. Hay, pues, en el pensamiento figuras y procesos semejantes. Por lo tanto, cuando se piensa en algo más grande, ¿en qué diferirá el pensar en ello del pensar en algo más pequeño? Pues todo lo de nuestro interior es más pequeño y proporcional. Es posible suponer que, del mismo modo que en las formas hay algo proporcional en uno mismo, así también en los intervalos. Por lo tanto, igual que se experimenta el proceso en AB-BE, se construye CD, pues AC y CD están en proporción con ellos. Pues bien, ¿por qué se construye CD más que FG? ¿Es porque AC se encuentra respecto de AB en la misma proporción que H respecto de I? Por lo tanto, experimentan esos procesos al mismo tiempo. Pero, si quisiera pensar FG, piensa de modo semejante BE, pero, en lugar de HI, piensa JK, pues se encuentran en la misma proporción que FA respecto de BA. Por lo tanto, es en el momento en que el proceso del objeto y el del tiempo se producen a la vez, cuando se actúa con memoria (452b5-24).24
A pesar de que Aristóteles explica que toda percepción del tiempo depende de que se use una unidad de medida interna, es claro que no poseemos un reloj interno en el alma mediante el cual podamos contar todo el tiempo sin referencia de ningún tipo a movimientos externos. El astronauta puede comenzar a contar segundos: seguramente recuerda más o menos cuánto duraba un segundo en la Tierra y tratará de contarlos siendo fiel a su recuerdo. Pero muy pronto comenzará a crecer su inseguridad respecto de si realmente sus “segundos” equivalen a los segundos terrestres. O quizá sus segundos son cada vez más rápidos.25 Es inevitable que pierda la noción del tiempo, pues para tenerla debe ser capaz de relacionar su propia experiencia con algo externo a él.
¿Qué papel juega entonces la regularidad en la medición del movimiento? ¿Es necesario también que haya un movimiento regular para que haya tiempo? La respuesta, creo, es la siguiente: toda medición del movimiento implica regularidad, incluso si la regularidad se debe solamente a nuestra capacidad de repetir en nuestra imaginación un movimiento y convertirlo entonces en unidad de medida del movimiento. Si las condiciones de la existencia del tiempo son que el movimiento pueda ser medido, entonces habrá tiempo siempre que sea comparable un movimiento con otro diferente y haya una relación de proporción entre ambos, no importa si inmediatamente después ya no es posible seguir usando uno de los dos movimientos como unidad de medida de otros movimientos. Es decir, si el astronauta contaba “segundos” (sin saber realmente si correspondían con los segundos terrestres) y vio una estrella fugaz que duró medio segundo, entonces al menos en ese lapso, se puede decir que tuvo noción del tiempo, pues puede decir que la estrella fugaz duró la mitad del tiempo que él tardó en pasar de un segundo a otro. Eso no será informativo en relación con el tiempo terrestre, pero creo que es correcto decir que, al menos en esos instantes, el astronauta midió el movimiento con referencia a otro movimiento, y estas son las condiciones mínimas que se deben cumplir para que haya tiempo, incluso si después ya no es capaz de saber cuánto tiempo pasó entre la primera estrella fugaz y la segunda. Incluso si midió el tiempo solo durante ese lapso, la unidad de medida establecida (un segundo de los que contaba) le podría servir para medir otro movimiento. En ese sentido, establecer una unidad de medida es ya imponer regularidad a la medición del movimiento: la regularidad de algo solo puede reconocerse a partir de la adopción de una regula, una unidad de medida. En el caso del ritmo musical, la regularidad queda expresada más claramente en el compás, pero en realidad, al asignarle un tempo a una nota determinada, ya se le asignó con ella un tempo al resto de las notas. Consideremos, por ejemplo, lo que Aristóteles dice en De Anima III, 6 acerca de la división del tiempo hecha por el alma:
En efecto, el tiempo es divisible e indivisible del mismo modo que la longitud. Por consiguiente, no es posible decir qué inteligía en cada mitad <del tiempo>, pues no existe, si no ha sido dividido, a no ser en potencia. Pues al inteligir por separado cada una de las mitades, <el intelecto> también divide a la vez el tiempo, y entonces es como si <las dos mitades fueran> longitudes. Pero si <intelige la longitud> como compuesta de ambas <mitades>, <la intelige> en el tiempo <que se da> en ambas <mitades> (430b9-13).
Los pasajes citados de De Memoria y De Anima, aunque son útiles para explicar cómo es posible nuestra experiencia del tiempo, es decir, cómo es que los seres humanos podemos medir el movimiento, no abonan a la lectura según la cual sin alma no hay tiempo. Para explicar esto, es necesario hacer una distinción entre tiempo objetivo y tiempo subjetivo o psicológico.
3. El tiempo no depende del alma
Por tiempo objetivo entiendo, en concordancia con todo lo dicho arriba, el movimiento medible. Y un movimiento es medible si guarda por sí mismo una relación de proporción con otro movimiento simultáneo, para lo cual no hace falta un alma que efectivamente lo mida.
El tiempo subjetivo o psicológico, en cambio, es el tiempo experimentado por el alma, es decir, la medición efectiva de un movimiento al compararlo con otro. El tiempo subjetivo no corresponde necesariamente con el tiempo objetivo, pues el alma puede equivocarse a la hora de medir el movimiento y eso quiere decir que la unidad de medida es aplicada de manera imprecisa al movimiento que pretende medir, o bien, que en la medición del movimiento se ignora una parte del movimiento que hay que medir, como en el ejemplo de los durmientes de Cerdeña puesto por Aristóteles:26 en este caso, se rompe el continuo espacial-cinético-temporal al ignorar -no tomar en cuenta- una parte del tiempo, es decir, al ignorar el movimiento que tuvo lugar durante el sueño. No solo es posible que el alma se engañe acerca de la cantidad de tiempo transcurrido al medir erróneamente el movimiento, sino que puede incluso engañarse y creer que no transcurre el tiempo cuando no observa ningún movimiento: “En efecto, cuando en nuestro pensamiento nada cambia, o cambia sin que lo advirtamos, entonces no nos parece que haya pasado tiempo” (218b22).
Sin un tiempo objetivo, que estaría en la base de nuestra experiencia subjetiva del tiempo, pero sin corresponder necesariamente con ella, sería imposible corregirnos después de haber perdido la noción del tiempo o después de haber algún error en la medición del movimiento. Justamente, cuando uno ha perdido la noción del tiempo y mira su reloj, reconoce que hay un tiempo objetivo independiente del psicológico. Si para la organización del tiempo no pudiéramos apelar al tiempo objetivo, sino que dependiéramos enteramente de nuestra experiencia del tiempo, entonces sería imposible o por lo menos mucho más difícil cualquier cooperación entre humanos. Desde que tenemos memoria, los seres humanos hemos por eso recurrido a los movimientos constantes y cíclicos de los cuerpos celestes para la organización del tiempo y de nuestras actividades: el cielo sigue siendo, incluso ahora, nuestro reloj y nuestro calendario.
El tiempo objetivo, sin embargo, es también relativo, en el sentido de que no hay un tiempo subsistente por sí mismo, independiente ontológicamente del movimiento: todo tiempo es relativo a los movimientos comparados entre sí de los cuales emerge. Su objetividad obedece a la objetividad de los movimientos de los cuales emerge: en el universo aristotélico, el continuo espacial-cinético-temporal es conmensurable, y eso quiere decir que cualquier movimiento puede ser medido en relación con cualquier otro movimiento. Hay una proporción entre un movimiento cualquiera ocurrido en el mundo sublunar y cualquier otro movimiento del mundo supralunar. El tiempo es objetivo en el sentido de que no depende del alma, pero al mismo tiempo es relativo en el sentido de que está constituido por todas las relaciones entre movimientos en el cosmos, de modo que no hay una constante temporal ni hay una substancialidad del tiempo al margen de las relaciones que se pueden establecer entre los movimientos.
Ahora, la razón por la cual autores como Sentesy (2018) defienden que el alma es condición necesaria para la existencia del tiempo es -a mi parecer- que no distinguen entre un tiempo objetivo y un tiempo subjetivo, y la razón de que no contemplen o acepten esa distinción es porque consideran que el tiempo es siempre la experiencia del tiempo. Es decir, toman las afirmaciones de Aristóteles acerca del tiempo subjetivo como afirmaciones acerca de la naturaleza del tiempo. Y sin embargo, aceptan que el movimiento es en sí mismo articulable (Sentesy, 2018, p. 42)27.
Si el tiempo es algo que un alma posible puede experimentar -una proporción entre movimientos-, entonces habrá tiempo incluso si no hay un alma que efectivamente lo experimente.28 Si en un planeta lejano y deshabitado, un artefacto humano reproduce música, ¿se puede decir que reproduce música, o es solo una combinación de sonidos que no constituyen música, en tanto que no hay alguien que pueda interpretar esos sonidos como música? ¿No es cierto que también puede haber música incluso si ningún alma escucha esa combinación armónica de sonidos? ¿Es cierto, por ejemplo, que en las páginas de un libro impreso está El Quijote, incluso si nunca nadie lo ha leído o lo leerá? En los discos de oro de las voyagers, ¿hay música, incluso si nadie jamás la escuchará? E incluso si un ser inteligente pudiera escuchar esos sonidos, eso no garantiza que al escucharlos escuche música. Todas estas preguntas pueden ser engañosas, porque su respuesta depende de lo que consideremos que es música: si por “música” entiendo únicamente la experiencia musical, es claro que no hay música sin un sujeto que articule los sonidos y los interprete en clave estética.29 Pero en otro sentido, que me parece relevante, es también posible decir que hay música en una combinación de sonidos que un sujeto posible podría interpretar como música, porque de otra manera no podríamos ni siquiera distinguir ontológicamente entre una combinación aleatoria de sonidos y una melodía musical. La experiencia musical presupone una música que se puede experimentar y que no está en el alma. De manera semejante, en un mundo en el cual no existen almas, pero sí movimientos que pueden ser comparados, sí hay tiempo, pues la percepción del tiempo depende de algo anterior e independiente ontológicamente cuya realidad no es afectada por el alma, en la línea de lo afirmado por Aristóteles en Categorías (7, 7b35-8a12) al hablar de la independencia ontológica del sensible con respecto a la sensación.30 Alejandro Vigo apunta en esta dirección en su comentario al analizar la línea 223a27 y proponer que Aristóteles tiene en mente un cierto “sustrato del tiempo”:31 “el tiempo, como tal, presupone para existir la referencia al alma en tanto instancia capaz de efectuar el acto de numeración, mientras que el sustrato del tiempo, es decir, la sucesión de lo anterior y posterior en el movimiento puede existir incluso con independencia de dicha referencia” (Vigo, 2012, p. 281). Cuando un astrónomo calcula la edad de un cuerpo celeste, está justamente en busca de ese “sustrato” bajo el presupuesto de que tal cuerpo existe (o existió) en el tiempo: lo que le interesa es establecer en qué tiempo específico comenzó a existir, y ese dato solo adquiere significación en relación proporcional con otros movimientos (por eso se suele hablar de la edad del universo ¡en años terrestres!).32
Es cierto que este problema se puede abordar desde el punto de vista metafísico, tomando en cuenta la doctrina aristotélica de la prioridad del acto sobre la potencia, pues ciertamente, aunque el sensible sea anterior a la sensación en un sentido, en otro sentido es posterior. Pero en el caso específico de la prioridad del tiempo objetivo y de su independencia ontológica, creo que es posible afirmar que para Aristóteles las magnitudes no están referidas a la operación de medir. Quizá en un mundo sin animales no habría, efectivamente, sensibles, pero definitivamente habría magnitudes.33
Algunos especialistas, como Chelsea Harry (2015), han intentado formular una lectura según la cual el tiempo objetivo o real, independiente ontológicamente del alma, es meramente potencial.34 Hay un tiempo potencial en los movimientos mensurables, de modo que el tiempo emerge entonces cuando éstos son efectivamente medidos por el alma. El problema con esta lectura es que sigue considerando el tiempo emergente como la experiencia del tiempo: el tiempo potencial está referido al tiempo actual psicológico. En cambio, creo que es correcto afirmar que hay un tiempo objetivo y actual que emerge a partir de la conmensurabilidad entre los movimientos, incluso si nadie lo experimenta, si nadie lo mide. Si tiene sentido calcular la edad de la Luna, por ejemplo, es porque se presupone que hay una cierta cantidad de tiempo en el que la Luna ha existido y que es conmensurable en relación con otros movimientos en el Universo. Un astrofísico no dice “establezcamos durante cuánto tiempo ha existido la Luna” queriendo decir que la Luna habrá existido un tiempo X después de que él calcule su edad. Podemos calcular su edad precisamente porque ha estado en el tiempo desde que comenzó a existir.
4. Conclusión
Para Aristóteles, la anterioridad ontológica del movimiento con respecto al tiempo es indudable. Ahora, como he tratado de mostrar, la existencia del movimiento no es una condición suficiente para la “existencia” del tiempo, pues podemos pensar en mundos posibles en los cuales hay movimiento pero este no puede ser medido. Mark Sentesy se ha concentrado en mostrar que la generación del tiempo depende de la articulación entre movimiento y alma. Por mi parte, he tratado de mostrar que las condiciones para la existencia del tiempo son todavía más fundamentales: para la existencia del tiempo se requiere únicamente de dos movimientos que puedan ser puestos en una relación de proporción.